La tarde caía sobre las altas almenas del castillo de Toulouse dejando destellos rojizos en los rostros de los dos hombres que miraban silenciosos hacia el este.
Eran el conde Raymond y Jean.
El primero lucía un aparatoso vendaje en la cabeza, pero se había recuperado del golpe apenas dos días después de la aplastante victoria de su ejército. Solo lamentaba no haberla podido celebrar.
Jean había dejado caer su capucha, ya no necesitaba mantener el secreto. Su máscara había caído y sabía que era mejor así. Había decidido que prefería mostrarse tal como era, un perfecto cátaro, pero también un hombre seguro de sí mismo y un luchador.
Llevaban toda la tarde hablando. Jean le había contado su historia casi por entero. Había aprendido que la ignorancia era la mejor forma de mantener un secreto, incluso aunque hubiese que pagar el precio de mentir a un amigo. En el lugar de la verdad, Jean había construido una historia para Raymond en la que la reliquia de Silos no existía y la guardada en Peyrepertuse era la que había destruido frente a las murallas de la ciudad. El conde se había encogido de hombros y había pronunciado una única frase lapidaria: «Al fin y al cabo, la reliquia ya no existe, la has destruido para siempre».
Para Jean era mejor así, la verdad quedaría oculta y el tenue velo de la mentira, el simple eco de su sombra, sería lo único que perduraría. Es lo que quería creer, aunque sabía que el futuro estaba lleno de nubarrones, pues Guy Paré seguía vivo, igual que Simón de Montfort, y que no cejarían en su empeño.
La conversación comenzaba a decaer justo en el momento en el que aparecieron el caballero negro y Philippa cogidos de la mano. Ambos iban desarmados y se sonreían como dos jóvenes enamorados.
Jean sintió una punzada de envidia y deseó que alguien, algún día, lo mirase y lo tocase como lo hacen los amantes. Luego desechó el sentimiento. «Otro es mi camino —dijo para sus adentros—. Más oscuro, más solitario, pero es el mío.» Se alegró por ellos.
—Estáis serios —dijo el caballero negro—. Y, sin embargo, el sol calienta, nuestros enemigos han sido derrotados y estamos vivos para contarlo.
—Está claro que el amor te ha trastornado —gruñó el conde Raymond—. ¿Cuánto crees que tardarán en regresar?
El caballero negro sonrió sin dejarse influir por el mal humor del conde.
—Nadie lo sabe. Quizá mañana, quizá nunca. Es lo mejor del futuro, que no sabemos qué nos va a deparar —dijo mirando a Philippa con una sonrisa.
Esta apretó la mano de Roger entre las suyas antes de mirar a Jean.
—¿Qué harás ahora? —le preguntó.
Jean había meditado mucho sobre aquello. Por primera vez, sentía que aquel era su lugar, pero también sabía que ocultaba una mentira y un secreto. Y una misión: buscar el arca de la alianza. No estaba seguro de que estuviera en Jerusalén, como creía Esclarmonde, pero estaba dispuesto a averiguarlo.
—Creo que desapareceré durante algún tiempo —dijo al fin—. Es mejor que sea así. Quizá entonces Guy Paré no dirija su mirada hacia Toulouse.
El caballero negro asintió como si comprendiese su decisión.
—Me parece bien —dijo—, pero de vez en cuando puedes venir a visitarnos. Así sabremos que estás bien. Y, si confías en mí, puedes decirme adónde irás a tocar piedras, así yo también podré acercarme.
Jean no pudo evitar sonreír ante la alusión del caballero negro a su pasado cantero.
—Lo haré, pero allí donde vaya no será para tallar piedras. Nunca volveré a utilizar un martillo de cantero.
—Nunca es mucho tiempo —respondió el caballero negro.
Jean asintió.
—¿Y vosotros qué haréis? —preguntó mirando a Philippa.
—Recordar el pasado, disfrutar el presente y sonreír al futuro —respondió—. Y desear no tener que blandir nunca más una espada.
—Nunca es mucho tiempo —respondió Jean devolviendo el comentario con una sonrisa cariñosa—. Has mostrado mucha habilidad con la espada, sería una pena perder esa pericia.
Philippa lo miró y sonrió. Parecía solo una joven doncella despreocupada, no la mujer determinada y mortífera que había cambiado el signo de la guerra.
—Cambiaré el objeto de mi pericia. He decidido crear, hacer algo que nos sobreviva a todos, que quizá sirva para iluminar a alguien en un futuro muy lejano. Crear es lo que diferencia al hombre de las bestias. Haré tapices, ya he comenzado a trabajar en uno. Narrará nuestra historia y así, tal vez, el sacrificio de mi hermana será recordado por los tiempos de los tiempos.
Jean abrazó a Philippa y al caballero negro y se dirigió hacia el interior del castillo mientras los tres lo miraban alejarse en el mismo instante en que el sol se escondía tras el bosque. Roger se volvió hacia Philippa y Raymond y verbalizó aquello que los tres estaban pensando:
—Volverá.