Hay quien dice que una cabeza seccionada del resto del cuerpo sigue viviendo y que la mente que alberga sigue funcionando durante unos aterradores instantes.
Nadie ha podido confirmarlo, o al menos nadie ha regresado para hacerlo.
El lugarteniente de Táriq estaba comprobando que era verdad. Sentía que su último aliento de vida se escapaba. No vio su vida pasar, ni una luz cegadora, ni la puerta de un serrallo en la que le esperase su merecida recompensa en forma de bellas vírgenes. Lo que vio fue a un monje cristiano sosteniendo sobre su cabeza un objeto negro, de brillo metálico, cuya forma se asemejaba a dos piedras de río que se hubieran entrecruzado. Estaba a cierta distancia, pero él habría reconocido aquel objeto en cualquier situación.
Recordó cuando, años atrás, había servido al califa de Damasco Al-Walid ibn Abd al-Malik. Era un hombre poderoso e inmensamente rico que atesoraba joyas, oro y objetos de indudable valor, pero que tenía uno que le era especialmente querido. Decían que lo había traído el padre del padre de su padre desde Jerusalén.
Se trataba de un arca de madera.
Estaba tallada con virtuosismo. Los detalles y filigranas eran inacabables y cubrían toda la superficie excepto dos pequeños huecos. Aquellos huecos, según le habían dicho, eran para la llave que abría el arca, pero el califa no disponía de las piezas necesarias.
Se contaba que quien pudiera abrirla se convertiría en el hombre más poderoso del mundo, las riquezas y la sabiduría lo desbordarían y no habría enemigo que se le resistiera.
El califa había enviado hombres a lo largo y ancho del mundo a buscarlas sin éxito, como habían hecho sus predecesores. Muchos creían que se hallaban en Jerusalén, pero no habían podido encontrarlas a pesar de que hacía siglos que dominaban la ciudad en dura lucha contra los cristianos, quienes, sin duda, buscaban allí aquella poderosa arca.
Por eso el califa había decidido cruzar el Mediterráneo hasta la lejana Hispania. Habían conquistado aquel territorio con facilidad, pero no habían hallado rastro de las piezas que abrían el arca.
Hasta entonces.
El lugarteniente de Táriq sintió el último aliento de vida escaparse para siempre. No renegaba de la vida que había vivido, solo lamentaba no haber podido hacerse con aquel objeto y llevárselo al califa.
La luz se apagó en sus ojos.