Un claro en el denso bosque del norte de Hispania albergaba el modesto monasterio de San Salvador de Valdediós. Sus muros se elevaban dubitativos, como si amenazaran derrumbarse por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento; la reducida iglesia y el claustro no presentaban mejor aspecto. Un caótico cementerio ocupaba una parte del patio cercano al templo, y alrededor de las cruces, algunas antiguas y muchas recientes, se apretujaba el grupo de monjes.
El rezo de los escasos habitantes que quedaban en el monasterio continuó como una monótona letanía que les servía para olvidar que era el tercer hermano al que enterraban aquel mes.
El cuerpo de Jeremías, envuelto en las mantas que ocultaban las señales de la enfermedad, fue depositado en la sepultura y cubierto apresuradamente por las paladas de tierra que los monjes lanzaron con gesto aprensivo, quizá preguntándose si serían los siguientes.
Bernardo recordó los nombres de todos los que habían perecido a causa de la peste desde que él era abad; el primero, su antecesor, el abad Esteban. Aún le resultaba irreal la extraña historia que le había revelado y el enorme peso que había depositado sobre sus espaldas. Bernardo se había convertido en uno de los tres depositarios del secreto, junto con Anselmo y Severino.
Miró a su derecha al hermano Anselmo, prior del monasterio, que contemplaba el entierro con expresión hosca. Era el hermano de edad más avanzada de la congregación y debería haberse convertido en el nuevo abad. Era de baja estatura, lo que trataba de compensar con un porte autoritario. A pesar de un cuerpo menudo, tenía una barriga extrañamente abultada que indicaba poco amor por el trabajo físico. Su cara era extraña, con los ojos, la boca y la nariz muy juntos en el centro, y unas amplias frente y barbilla. Su pelo era cano y liso y, cuando lo dejaba crecer, se le enmarañaba hacia un lado dándole un aire tosco. Era un hombre severo, de palabras lanzadas como cuchillos y con una mirada endurecida por una vida insatisfecha que había retorcido su carácter hasta alejarlo del resto de los hermanos. Hablaba con los ojos fijos, con seguridad impostada, como si quisiese hacer creer que Dios inspiraba sus palabras.
A su derecha, estaba el hermano Severino, que no podía antojarse más opuesto, tanto física como espiritualmente. De aspecto bonachón, destacaba por su lealtad. Nadie le había escuchado una mala palabra y siempre estaba dispuesto a ayudar, lo que le había granjeado la amistad del resto de los monjes. Con una sonrisa inocente, siempre presto al servicio, aceptaba cualquier tarea que se le encomendara.
Los tres formaban un extraño grupo, el círculo interno, y cargaban con la inmensa responsabilidad que el anterior abad había puesto sobre sus hombros. Pero era un grupo incapaz de hallar el camino. Nunca, desde los tiempos en que el círculo interno había sido creado, la situación de la comunidad había sido tan crítica. Eran solo siete monjes aterrorizados, rezando alrededor de una tumba sin estar seguros de si lo hacían por el alma del antiguo abad o por la suya propia.
Comenzó a llover, el olor de la tierra mojada invadió sus fosas nasales y lo devolvió a la realidad. Todos lo miraban silenciosos, esperando su orden de retirarse del atestado camposanto. Anselmo le lanzó una mirada hostil y Bernardo hizo como si no lo hubiera visto. Giró sobre sus talones y, sin dirigir una sola palabra a la congregación, inició el camino de regreso seguido por una fila de monjes desamparados.
Dos días después del entierro, Bernardo regresó al camposanto. La temperatura era agradable y el sol había despejado las nubes y alejado de ellos la sempiterna lluvia a la que estaban acostumbrados en aquella remota zona del norte de Hispania.
El resto de los monjes estaba realizando sus tareas y Bernardo se hallaba solo. Esta vez estaba frente a dos modestas lápidas, las más antiguas del lugar. Se arrodilló, rezó una oración por los difuntos y pasó la mano por la piedra para retirar los líquenes que se aferraban a sus grietas. Dejó a la vista unas inscripciones tan antiguas que el paso de los años casi había borrado. Dos sencillos nombres: Teodosio y Adonai.
Hacía apenas dos años aquellos nombres eran solo el vago recuerdo de la historia de los fundadores de la orden a los que Bernardo no había prestado la suficiente atención, incrédulo acerca de que dos discípulos de Jesucristo pudiesen haber llegado hasta aquel remoto lugar arrastrando aquella extraña reliquia que habían prometido proteger sin conocer casi nada sobre ella. ¿De dónde provenía? ¿Cuál era su función? ¿Hasta cuándo debían protegerla y a quién debían entregársela si llegaba el momento?
El secreto había dormido siete siglos entre los muros del monasterio de San Salvador de Valdediós, oculto y a salvo. Y ahora, justo cuando le tocaba a él salvaguardarlo, la tranquila existencia del monasterio se veía acosada por dos enemigos formidables.
Hasta entonces, Bernardo había escuchado con poco interés las noticias sobre los temibles ejércitos musulmanes que avanzaban sin oposición. No solía hacer caso de las habladurías, que tendían a exagerar la realidad de un mundo que ya era malo sin la ayuda de quienes los aterrorizaban con calamidades que luego se tornaban vacuas.
Parecía, sin embargo, que en aquel caso había una verdad que no podía ignorar, incluso en aquel remoto monasterio de las montañas astures, donde los asaltantes no iban a encontrar riqueza alguna.
O eso había pensado hasta hacía dos semanas.
Las huestes del ejército musulmán se hallaban a pocas jornadas del monasterio y el mermado ejército visigodo, castigado por la peste más que por las derrotas, no podía proteger la abadía y mucho menos la reliquia, ya que desconocía su existencia.
Así debía ser.
Bernardo rezó una oración por las almas de Teodosio y Adonai, a quienes le habría gustado conocer. Ambos habían acompañado a Santiago hasta aquel recóndito lugar del mundo y luego habían jurado proteger aquella extraña reliquia hasta el fin de sus días.
El abad levantó la cabeza y miró hacia los muros del monasterio buscando una esquiva inspiración. Allí, entre las sombras de una ventana, descubrió a Anselmo mirándolo fijamente. Eso lo llevó a pensar en la segunda amenaza, la más perentoria, la que le quitaba el sueño cada noche.
Pelayo.
Aquel hombre era el último vestigio del poder cristiano en Hispania. Había logrado congregar a los restos de la resistencia contra los invasores musulmanes, excepto a los indómitos vascones. Les había dado algo por lo que luchar, la esperanza de una gloria perdida, y había parado un golpe que parecía definitivo. Las noticias llegaban también de la Narbonnaise, del otro lado de los Pirineos, donde las tropas francas habían detenido también el imparable avance invasor.
Pelayo había convocado un concilio en el monte Auseva para la última semana de mayo, en apenas quince días. Bernardo acudiría, muy a su pesar, como una figura menor, el abad de un diminuto monasterio a unas pocas horas de marcha de Auseva.
Bernardo se levantó y miró por última vez hacia las tumbas, como si por insistencia pudiera extraer de ellas una fuerza que no parecía existir en su interior. De nuevo, dirigió la mirada hacia el edificio, pero la ventana estaba vacía, como si Anselmo ya hubiese visto lo suficiente.
Bernardo dedicó un pensamiento a su prior. No sabía qué estaría tramando, pero haría bien en estar alerta. En dos ocasiones, Anselmo había mencionado a Pelayo y al obispo de León, Oppas. Y si algo le había trasladado Esteban, su maestro y antecesor, era que, en aquel mundo impredecible, las casualidades no existían.