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Año 1201

Dos años después de su última visita, la ciudad de Roma seguía generando en Guy Paré una mezcla de fascinación y excitación. Sus calles atestadas y sus ruidosos pobladores le daban un ambiente pulsante, vivo, alejado de la quietud de la abadía de Citeaux donde el silencio y el recogimiento eran la nota predominante. El abad sabía que aquella ciudad era el centro del poder cristiano y que debía hacer cuanto fuese necesario para abandonar Citeaux y sentir la cercanía del trono de San Pedro. También sabía que sus ilusiones de lograrlo habían estallado en mil pedazos al fracasar en la recuperación de la reliquia. Por ello, cuando acudió a la llamada del sumo pontífice y se encontró frente a él, las palabras que surgieron de su boca no fueron una sorpresa.

—Encuentro vuestro fracaso profundamente decepcionante.

El tono gélido utilizado por Inocencio III asustó más a Guy Paré que el propio mensaje y la amenaza que transmitía. Fue a contestar, pero el papa se lo impidió con un gesto seco. La mirada de Inocencio osciló de Guy Paré a Giotto. El abad miró al italiano por el rabillo del ojo, pero este no parecía atemorizado por la situación, lo que le pareció extrañamente perturbador

—¡Habla! —ordenó Inocencio dirigiéndose a Giotto.

Giotto emitió un informe detallado de sus actividades de los últimos dos años. No habían sido capaces de encontrar a Jean ni al caballero negro, nadie parecía haberlos visto con vida. Tampoco habían hallado la reliquia ni ninguna información al respecto.

—Quizá ya no exista, si es que ha llegado a existir alguna vez —concluyó Giotto lanzando una mirada despectiva a Guy Paré.

Inocencio observó por unos instantes al italiano con el ceño fruncido, como si esperase que fuera a decir algo más. Cuando vio que no iba a ser así, se volvió hacia Guy Paré.

Este tuvo la misma sensación de terror que el día en que había conocido a Inocencio. Aquella vez todo había salido bien, se recordó, no veía por qué en esta ocasión no podía suceder lo mismo.

—Has fracasado, abad. Te di una oportunidad y me has decepcionado.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Guy Paré. Debía reaccionar rápido si no quería estar viviendo sus últimas horas. Reunió todo el aplomo que fue capaz.

—Creo que sé dónde se encuentra la reliquia —respondió y tragó saliva.

Inocencio levantó una ceja y lo miró con expresión interrogante. Incluso Giotto abandonó su hieratismo para dirigirle una mirada de extrañeza. Guy Paré había apostado a la desesperada y ahora ya no podía echarse atrás. Durante los últimos días, había estado reflexionando y había llegado a una conclusión: ni las personas ni las reliquias desaparecen sin dejar rastro.

—¡Habla! —dijo Inocencio súbitamente interesado de nuevo.

Guy Paré no cambió de expresión, pero de haberlo hecho, una sonrisa se habría reflejado en su rostro.

—El caballero negro es bien conocido a ambos lados de los Pirineos. Trabaja a las órdenes del abad de Leyre, Arnaldo. Pero, según mis informantes, su lealtad está en Toulouse y su fe... bueno, está comprometido con la creciente herejía cátara.

El rostro de Inocencio se encendió al escuchar las palabras del abad y este supo de inmediato que había tocado fibra sensible. Su sonrisa interna se amplió.

—Arnaldo, antes de morir —continuó Guy Paré sin reprimir un brillo de excitación en los ojos al mencionar la muerte del religioso—, me desveló que la reliquia estaba relacionada con el arca de la alianza. Al parecer, el libro del Éxodo menciona una piedra negra, de ónice, que, junto con otras, abriría el arca. También el profeta Ezequiel menciona las piedras que fueron arrebatadas por Dios a Lucifer en su caída.

Inocencio giró sobre sí mismo y caminó de un lado a otro, pensativo. Giotto y Guy Paré esperaron sin atreverse a interrumpirlo. «Alea jacta est», pensó Guy Paré.

Inocencio se detuvo y los miró. Parecía haber tomado una decisión.

—La herejía cátara debe ser aplastada —dijo con determinación—. Es una lacra execrable que asola nuestra fe y la corrompe por la base. Es indispensable acabar con ella.

Guy Paré sintió que había vencido. Tendría una nueva oportunidad.

—Sin embargo —continuó Inocencio—, ahora hay asuntos más importantes que atender.

El abad sintió que un nudo le cerraba la garganta. No pudo evitar una queja.

—Pero...

Inocencio se volvió hacia él enarcando una ceja, lo que fue suficiente para que la protesta finalizara. Guy Paré bajó la cabeza avergonzado.

—En breve lanzaremos una nueva cruzada a Tierra Santa. Necesitaré a mis mejores hombres allí. ¡Giotto! Te unirás a mi ejército, serás mis ojos, mis oídos y mis manos.

Giotto sonrió satisfecho. Aquella sería una misión a la altura de sus capacidades. Podría luchar en buena lid y alejarse de aquel carnicero con el que había convivido dos años. Esperaba que Inocencio lo castigara con la severidad a la que estaba acostumbrado.

—Y tú, abad, tengo otra misión para ti. Regresarás al Languedoc. Quiero que te pongas al frente de un pequeño grupo de monjes. Seréis mis enviados plenipotenciarios para averiguar qué está sucediendo en aquel territorio donde crece la herejía. Mantenme informado y busca la reliquia. Ahora retiraos, tengo mucho que hacer.

Guy Paré sintió que le invadía una alegría irrefrenable. Mantuvo la compostura, ya que, a su lado, Giotto no parecía contento con el resultado de la entrevista.

Abandonaron el salón pontificio y, una vez fuera, el abad no pudo evitar mostrar una sonrisa triunfal que contrastaba con el gesto airado del espadachín italiano. Este se volvió y desapareció sin despedirse, rumiando su frustración.

Guy Paré lo olvidó en ese mismo instante y comenzó a planear su futuro inmediato. Buscaría el rastro del caballero negro en el Languedoc y sería la espada y la cruz de Inocencio contra los herejes. Había sido bendecido.