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Año 718

El menguante esplendor guerrero del otrora temido poder visigodo se había congregado en aquel castillo de las montañas astures. Junto al monte Auseva, decenas de caballeros cristianos, monjes venidos de todos los monasterios cercanos y un inmenso ejército de sirvientes, acólitos y arribistas se habían reunido para decidir el destino del cristianismo en aquel extremo del mundo.

En el salón principal del castillo, un selecto grupo de invitados se disponía en dos filas a ambos lados del pasillo esperando el paso del que iba a ser elegido fundador del nuevo Regnum Asturorum, la última esperanza cristiana para Hispania.

Bernardo se sentía cohibido. No estaba acostumbrado a aquellas situaciones y no sabía cómo comportarse. Se frotaba las manos, nervioso, deseaba regresar a su monasterio. Había sido invitado como abad de San Salvador de Valdediós, pero se había hecho acompañar por Anselmo, intimidado por su falta de costumbre y necesitado de alguien que lo ayudara, por muy mal que se llevase con él.

—Todo el poder cristiano está aquí —dijo Anselmo con un brillo de excitación en la mirada.

Bernardo miró a Anselmo, sorprendido por el interés que todo aquello despertaba en él. «¡Qué diferentes somos!», pensó.

—Espero que el concilio sea breve —respondió—. Tenemos mucho que hacer en San Salvador, nos aguardan nuestros enfermos.

La enorme puerta del salón se abrió de par en par y se hizo un silencio expectante, apenas roto por algún murmullo y el ocasional ruido de las vainas de las espadas de los caballeros al chocar. Transcurridos unos segundos, una pareja apareció en la puerta. Iban cogidos de la mano y seguidos por otro hombre.

—Es Wyredo, el castellano —dijo Anselmo al oído de Bernardo señalando al tercero—. Dicen de él que puede matar a un hombre con la mirada. Todos le temen y nada de cuanto sucede entre estas paredes escapa a su conocimiento.

Bernardo escuchó distraído los comentarios de Anselmo porque solo tenía ojos para Pelayo. Estaba dotado de un magnetismo poderoso. Era alto, ancho de hombros y caminaba erguido, con la barbilla alta, como queriendo transmitir su poder a los presentes. Sin embargo, su mirada no era arrogante, sino tranquila. «Un hombre con una misión en la vida», pensó Bernardo. Su tez estaba oscurecida por el sol de las jornadas a la intemperie y sus manos, encallecidas por el peso de la espada. Sus ojos eran negros y profundos. Un soldado, un rey al que todos seguirían en la batalla.

A su lado caminaba una mujer. Anselmo le había hablado de ella en términos poco elogiosos. Su nombre era Gaudiosa y, según el prior, era una mujer ambiciosa, poco temerosa de Dios. Algunos la acusaban de torcer su alma por el culto a la pagana diosa Deva. Era descendiente de vascones, lo que para Anselmo ya era suficiente mal. A Bernardo le pareció, sin embargo, la mujer más bella que había tenido la oportunidad de contemplar. Era alta, aunque no tanto como Pelayo, y el vestido que llevaba no buscaba ocultar su voluptuosidad, ya que se ceñía a su cuerpo realzándolo. Sus ojos eran grandes, ligeramente rasgados, y su sonrisa se curvaba en un gesto un tanto irónico, el de una mujer que se sabe deseada pero intocable.

Avanzaron sin prisa. Pelayo se paraba a saludar a algún compañero de armas o a algún poderoso noble. En esos casos, Gaudiosa se situaba detrás de él, con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo, pero sus ojos desmentían la sumisión y brillaban inteligentes.

Pelayo se detuvo un instante a hablar con Oppas, el obispo de León, con el que conversó en voz baja. De pronto, levantó la mirada un instante y la dirigió hacia donde estaba Bernardo, que tuvo la sensación de que el futuro rey lo observaba en la distancia. «¡Qué tontería!», pensó Bernardo.

Pelayo, Gaudiosa y Wyredo continuaron su avance hasta llegar a la altura de Bernardo y Anselmo. Pelayo se volvió bruscamente y saludó a un anciano noble, que pareció sorprendido por el inesperado honor que le estaba siendo otorgado. Bernardo se encontraba detrás de él y al mirar a Pelayo vio que este, mientras mantenía una intrascendente charla con el anciano, le dirigía una mirada escrutadora.

Bernardo se sintió evaluado, incómodo, y tuvo que apartar la mirada intimidado. Al volverse, fue a posar los ojos sobre Gaudiosa. Esta lo observaba descarada, con una sonrisa irónica en los labios, como si hubiera decidido que Bernardo no había superado alguna prueba.

De repente, ambos se giraron para continuar hacia el final de la sala. El momento de incomodidad se esfumó, como si nunca hubiera tenido lugar. Bernardo se quedó pensativo y cuando levantó la cabeza, se encontró de frente con Wyredo, el castellano, que lo observaba con el ceño fruncido y una expresión de fiereza que lo asustó.

Era una mirada de advertencia.