Capítulo 4

     

El sonido de un espejo rompiéndose sacó a Melena de sus pensamientos. Salió de su habitación y caminó sigilosa por el pasillo. Ella sabía que era un espejo, porque no era el primero que se rompía en su casa ya fuera de un puñetazo o por el impacto de una silla. El caso es que el reflejo era algo que molestaba a su madre cuando no estaba de buenas. Y esa tarde debía de estar muy de malas, porque se había cargado el espejo victoriano de su enorme vestidor. Ese espejo nunca había pegado entre los burros y los armarios de madera blanca, o entre la exposición de sandalias con tacón, pero ese no era el final esperado para un espejo valorado en medio millón de pesetas (pesetas, porque es con lo que aquel señor tan importante lo pagó a tocateja para regalárselo a la madre).

Una hija normal, con una relación normal, hubiera corrido a socorrer a su madre, que, arrodillada en el suelo, se apretaba dolorida los nudillos ensangrentados. Pero Melena y su madre no eran esa madre y esa hija de anuncio. Aun así la adolescente hizo algo inesperado, tuvo un gesto casi de cariño que fue acercarse y preguntarle:

—¿Qué ha pasado?

La verdad es que no lo dijo en un tono amable y más parecía que la estaba regañando que preocupándose por ella, pero algo era algo y el contenido de la frase era claramente de interés.

—Déjame en paz —contestó la madre quitándose esquirlas de vidrio de las manos.

La hija asintió y cuando se disponía a salir del dormitorio la madre la detuvo y le explicó sus miserias, que aunque iban cambiando eran en el fondo las mismas miserias de siempre: era vieja.

Las madres de Polo —otro compañero de la clase de Melena, que era además el pijísimo novio de Carla y uno de los chicos que se suponían más guapos del colegio (aunque a ella siempre le había parecido un engreído con la cara rara, mirada alienígena y demasiado ángulo en el rostro). No le parecía ni tan guapo ni tan nada, así que lo tenía catalogado como un engreído más. Eso sí, para el resto de los alumnos era un modelo, un chico imponente, etcétera, pues para ella no—; las madres de Polo, eso, las archiconocidas lesbianas dueñas de una revista de moda, habían llamado a la madre de Melena para hacer una portada. No le iban a pagar mucho, la verdad, pero a ella le venía genial, porque estar en el candelero era sinónimo de muchas cosas que a ella le gustaban y que, sobre todo, necesitaba. Los trabajos de moda hacen efecto dominó y uno llama a otro, pero la madre de Melena llevaba mucho tiempo sin hacer un shooting, sin promocionar una miserable marca de finísimas pechugas de pavo… La madre de Melena no trabajaba. Imagínate cuando esa misma tarde la llamó una de las lesbianas para decirle que al cliente de una conocida marca de cremas, que también debían aparecer en la portada, no le gustaba la imagen que ella daba para el producto, entre otras cosas, porque no tenía muy buena fama y era un personaje ya relegado a la prensa del corazón de segunda categoría y sobre todo, y aquí viene lo peor, porque aunque la crema era una crema antiage, ella era demasiado vieja para promocionarla; que parecía el before y no el after, le había dicho.

Estaba cansada de que nadie le diera una nueva oportunidad, de que el imperio que había construido con tanto sacrificio personal se despedazara sin que le importara a nadie. Ella se inyectaba bótox, se pinchaba ácido hialurónico, se machacaba en pilates y en bikram yoga y estaba espectacular para la edad que tenía, pero no conseguía ya que la tomaran en serio, al revés. El abuso de exclusivas en revistas del corazón o de todas esas llamadas que ella misma hacía para avisar a los paparazzis cuando veraneaba en Ibiza la habían convertido en una modelo tipo bufón, que poco hace en la pasarela y que solo aparece en la prensa rosa. Eso da dinero, sí, pero es un dinero efímero que mancha tu imagen y bla, bla, bla. De eso era de lo que siempre se lamentaba y Melena estaba muy cansada de la misma historia.

A decir verdad, a Melena le traía sin cuidado el tener más o menos dinero, y ver que lo estaban perdiendo todo le provocaba un poquito de satisfacción, porque era símbolo de que su madre, a sus ojos la mala de la historia, había jugado fatal sus cartas, y aunque fuera muy retorcida y muy cruel, disfrutaría de lo lindo viéndola trabajar en un supermercado o limpiando el colegio o haciendo un cursillo de fresadora, que no sabía muy bien lo que era, pero le gustaba cómo sonaba y le daba igual, pero quería verla haciendo una jornada de cuarenta horas semanales… Sería curioso. Casi podía adivinar cómo desaparecerían de escena la madre de Marina, las madres de Polo o sus otras dos o tres supuestas amiguísimas en cuanto «la Miss» tuviera que mancharse las manos para ganarse la vida.

Aun así, al ver a su madre por los suelos y sangrando le lanzó una toalla del baño para que se limpiara. Y lo que era otro gesto casi amable, la madre se lo tomó nuevamente como un ataque.

—No finjas que te importo, María Elena. Mientes muy bien, pero fingir que te importo se te da francamente mal. Sé que disfrutas al verme acabada y tirada en el suelo y sé que te encantaría que el espejo me hubiera caído en la cabeza y me hubiera matado. Pues no, aquí sigo, señorita, jódete. ¡Jódete!

Claramente la madre estaba borracha. Era la primera vez que no había motivo para crear una disputa, pero estaba tan acostumbrada que las palabras fluían como si hubiese activado el modo automático de pelea. Recitando sus clásicos:

  1. Ojalá no hubieras nacido.
  2. Todo esto es por tu culpa.
  3. Si no me hubieras llenado la barriga de estrías, habría hecho el catálogo Venca como todos los veranos antes de que nacieras.
  4. Por tu culpa soy una mierda.

Y ahí, ya en el punto cuatro, entraba en un bucle muy dañino en el que se repetía «Soy una mierda» varias veces. Pero Melena no entró al trapo, no gritó, ni le insultó ni le dijo sus clásicos:

  1. Sí, eres una mierda.
  2. No me eches la culpa, si no has triunfado es porque no tienes talento.
  3. La gente no te llama porque eres una payasa.
  4. Si no te comportaras como una fulana, no parecerías tan mediocre.

Y en vez de espetarle todo eso, se quedó callada y observó la escena desde fuera, como si comenzara un viaje astral de esos de los que había oído hablar en Cuarto Milenio, como si su alma saliera de su cuerpo y viera la escena por primera vez desde fuera. Y lo que vio le causó mucha pena, mucha tristeza. Vio a una adolescente amargada y a una miss venida a menos sangrando y llorando en el suelo, entre pequeños cristales que reflejaban su patetismo multiplicado por mil. Quiso abrazar a su madre por primera vez en la vida, quiso ponerla en pie, curarle las heridas y decirle que todo iba a ir bien, pero solo pensarlo le daba una vergüenza espantosa. Así que salió de la habitación mientras su madre seguía lanzando improperios contra su hija, contra el mundo, contra las modelos de los noventa y contra ella misma.

Melena se encerró en su habitación y estalló en un llanto exagerado, haciendo todo tipo de sonidos guturales, moqueando y babeando. Estaba destrozada. ¿Por qué ahora? ¿Por qué se sentía así? Si ella odiaba a su madre y se odiaba a sí misma. ¿Qué importaba una pelea más o menos? ¿Qué importaba un poco de sangre en la moqueta otra vez? Pero sí, importaba… Pensó muy seriamente robarle dinero a su madre del monedero (ella tenía una cuenta, pero no tenía efectivo) e ir a pillar cualquier cosa… No algo que le pudiera suministrar Omar, no pensaba en marihuana o en hachís, pensaba en algo fuerte que la noqueara por completo. No quería estar en esa realidad ni un minuto más y necesitaba una puerta en la que pusiera bien grande y con neón la palabra «salida». Necesitaba salir.

Dio unas vueltas por la habitación y empezó a respirar con mucha dificultad; pensaba que se ahogaba y que se moría, pero no, era tan solo un ataque de ansiedad. A partir de ese momento los tendría de un modo recurrente, pero ella aún no lo sabía.

Poco a poco se fue calmando y la respiración volvió a la normalidad y el grifo de lágrimas se cerró, pero quería seguir saliendo de ahí, así que llamó a Gorka para dar una vuelta con la bici. A él le pareció una chorrada, hacía años que no usaban las bicis para dar vueltas por el barrio, pero si a ella le apetecía…

*

El aire en la cara hacía que los problemas de Melena, que el problema de Melena fuera un poco menos grave. Si pudiera elegir un superpoder, Melena elegiría el de volar, eso lo tenía clarísimo. A menudo soñaba que daba un saltito y volaba, como a ras de suelo, pero volaba. Para ella ir en bici era lo más parecido a volar… Cuando dejaba de pedalear y la bici iba sola y veloz y ella notaba la fuerza del aire en la cara, era casi como volar, y no tenía que hacer nada más que disfrutar de la velocidad. Volar…

Respiró profundamente y le hizo un gesto a Gorka para que pararan en el parque de San Justo. Las calles estaban desiertas y empezaba a anochecer, y en el parque solo había un par de personas paseando a sus perros. Ambos se tiraron en el césped sin pensar demasiado y se empaparon la espalda, porque los aspersores habían cumplido con su cometido media hora antes. A ella le pareció igual de placentero, también es cierto que lo que pensara el mundo le traía sin cuidado y que la gente la viera manchada de verde por la calle era la última de sus preocupaciones.

Gorka le insistió: quería saber por qué tenía los ojos inyectados en sangre, pero a ella no le apetecía hablar de lo de siempre, de lo que él ya sabía; prefirió guardárselo una vez más para sí misma.

—No quiero hablar de eso… Cuéntame cosas tú.

—¿Cosas? ¿Qué quieres que te cuente? —dijo él mientras se sacudía la espalda empapada.

—Me da igual, lo que sea.

—El sábado me acosté con Paula… —dijo al fin—. No se lo digas, por favor, bueno, sé que no se lo vas a decir, pero nos acostamos. Yo, a ver…, ella me mola —siguió su amigo, como si necesitara justificarlo—, me mola bastante desde hace tiempo y nunca me había atrevido a decírselo, y no se lo dije. Me acerqué en la fiesta de Samuel, la miré muy fijamente y la besé, como en las películas, y ella se dejó llevar. Fue raro y alucinante a la vez, porque no nos dijimos nada. Me cogió de la mano y la llevé a mi casa y allí lo hicimos. Madre mía, fue un polvazo flipante. Ella era virgen, pero no lo parecía, estaba como desatada.

—Puedes ahorrarte los detalles, gracias.

—Vale. —resopló Gorka—. El caso es que ahora todo es la hostia de raro entre nosotros, pero no me arrepiento y sé que ella tampoco, porque por la mañana estaba como más…

—Alegre de lo normal.

—Más o menos, no estaba tan tímida, estaba como con la cabeza más alta.

—Claro, Gorka, había perdido la virginidad. Eso te cambia en algo, te toca en algún lugar.

—Ya, hoy parecía otra. Me está evitando, pero no en plan mal, me está evitando y ya está.

Melena se quedó pensando si había una manera de evitar a los demás «en plan bien» y otra «en plan mal». Evitar era evitar, pero no quiso empezar un debate; estaba cansada y solo quería que la tierra bajo el césped se abriera y se la tragara.

—¿Me puedo quedar a dormir en tu casa, Gorka?

—Claro, joé. Mi madre va a pensar que soy un casanovas. ¿Se dice «casanova» o «casanovas»? Joder, nunca lo sé.

—No sé, lo busco…

Ella sacó el móvil y buscó. Le explicó que iba sin ese y de ahí saltó a un vídeo de caídas y de ahí a uno de una chica que tenía una mazorca clavada en la broca de un taladro y cuando lo accionaba para que girara y comérsela se le enganchaba el pelo y se lo arrancaba, y ambos se rieron a más no poder. Y entonces Gorka pidió que buscara el Tráiler Honesto de Crepúsculo, que siempre que lo veía se partía de risa, y de un vídeo a otro se les pasó el final de la tarde y el principio de la noche tan tranquilamente y Melena se olvidó por completo de su madre, del espejo roto, de la vida complicada que tenía por delante, de la droga, se olvidó de todo y se rio como hacía tiempo que no se reía, solo viendo tonterías con su mejor amigo, al que estaba muy feliz de haber recuperado. ¿Cómo había sido tan mema de haberle puteado en verano? Qué tonta. Él era tan majo, tan… blanco. No había maldad en Gorka, por eso daba gusto pasar las horas tirada en el suelo a su lado.

*

Los adolescentes suelen querer pasar desapercibidos. Por eso, que la directora te llame por megafonía para ir a su despacho no es del agrado de nadie. Janine hubiera preferido algo de discreción, porque sabía que cuando volviera a clase habría revuelo y que todo el mundo le preguntaría el porqué de la llamada. Podría haberse inventado un montón de cosas para llamar la atención, pero lo cierto es que la llamada fue tirando a humillante; otra minihumillación más en el tranquilo día a día de Janine.

—¿Se puede saber en qué estabas pensando para hacer esa pintada en tu taquilla? —dijo la directora con bastantes malas pulgas—. Vamos, estoy esperando.

Janine no sabía qué contestar. Era obvio que el «Puta gorda» previo a su precioso dibujo manga era cosa de su querido repetidor, Mario, a quien no le había bastado con el salivazo en la cara, pero ¿qué debía hacer ella? ¿Acusarle sin más? Pruebas no tenía, pero no las necesitaba. Había mucha gente que susurraba «gorda» a su paso o que cuchicheaban con otros compañeros sobre su culo, sus brazos y demás, pero solo el lerdo de Mario podía ser tan cabrón y con tan poco seso como para pintárselo en la taquilla; todo lo que tenía de guapo lo tenía de inconsciente.

Si Janine decía la verdad, la cólera de Mario se desataría y ella acabaría el curso de muy malas maneras, pero se haría justicia. El problema es que Janine, que había leído muchos shojo de instituto, no creía para nada en la justicia divina de los profes, así que improvisó y se inventó un disparate.

—Ya, lo he hecho mal, Azucena, no sé en qué estaba pensando, me arrepiento muchísimo. Si me dejas que compre un buen disolvente, prometo limpiarlo y dejarlo perfecto. Es que no puedo evitar dibujar, estoy en una edad muy tonta y la energía me sale por ahí… Dibujo en todas partes, es mi manera de expresarme, y vi todas las taquillas iguales y pensé en personalizar un poco la mía. Dibujé primero un corazón, una cosa chiquitita, pero se me acabó yendo de las manos. Lo siento muchísimo, soy idiota, lo siento.

No es que la directora se creyera esa bola, pero es cierto que tenía otros berenjenales más importantes que atender y que Janine siempre había sido una estudiante correcta que no daba problemas, así que le dijo que se quedara después de clase a limpiar la taquilla y que no se fuera a casa hasta que estuviera totalmente borrada. Podría haberla expulsado un par de días como castigo ejemplar para que sus compañeros lo vieran o podría haber hablado con sus padres, pero en Las Encinas tenían una política de trato adulto con los alumnos: ella había cometido el delito, pues ella lo arreglaba responsabilizándose de sus actos.

Y así fue. A la salida de clase la chica habló con el conserje para que le facilitara un disolvente en condiciones, un estropajo y pintura gris para darle un acabado estupendo a la taquilla y dejarla como nueva. Frotó y frotó, sin quitarse de la cabeza a Mario en cada una de las pasadas de estropajo. Ella no lo odiaba, no sabía por qué, pero no. Suponía que al darle el hueco en su corazón del primer chico con el que lo había hecho le daba también bastante crédito para ser gilipollas, pero ese crédito se estaba agotando. Aun así, Janine se sentía bien por no haberlo delatado. El rencor no era una de sus características y eso la enorgullecía.

Nunca había estado sola en el colegio. Era una sensación de lo más extraña. No se escuchaba a nadie y ningún rezagado corría porque llegaba tarde a clase. No había nadie salvo ella, el disolvente y los restos de su pintada. Janine pocas veces estaba sola. Vivía en una casa enorme, pero entre sus hermanos y sus padres nunca tenía la sensación de intimidad o de soledad, siempre había alguien que la necesitaba para algo o alguna conversación de WhatsApp abierta que la mantenía en contacto con el mundo. Pero ahí, a las seis de la tarde, no había nadie.

Se puso los auriculares y lejos de darse por vencida con la mancha siguió frotando al ritmo de Amy Winehouse, que la fue poseyendo. Cantar no era una de sus virtudes, estaba bastante lejos de serlo, pero ¿sabes eso de que cuando cantas con auriculares no te escuchas muy bien y te sientes el mejor cantante del mundo? Pues ella se sintió la mejor cantante del mundo mientras cantaba Valerie por el pasillo, moviéndose como un pato mareado y bailando sin que nadie la viera. Igual era el efecto del disolvente o puede que solo se sintiera bien consigo misma. Por lo tanto: escupitajo en la cara superado.

*

La semana siguió avanzando con bastante normalidad. Paula y Gorka le daban muchas vueltas a lo que había hecho el sábado, pero no lo comentaban y delante de los demás era como si nunca hubiera ocurrido; es más, cuando Janine preguntaba por lo que hicieron, ellos se reían y le decían que era una pesada, pero estaba clarísimo. Se creó una dinámica de broma extraña con el suceso y les hacía hasta gracia.

Por su parte, Melena intentó evitar a su madre. Por lo general no le costaba, porque la señora podía desaparecer un par de días y luego subir stories en un yate, pero esta vez era diferente, y en vez de esfumarse sin más, caminaba como alma en pena por la casa con su bata japonesa y su venda mal puesta en los nudillos. Era como uno de esos fantasmas de las películas de James Wan, que parecían humanos, pero en realidad eran espíritus que no habían encontrado el camino hacia la luz. Desde luego, la luz no estaba señalizada para ella. Se levantaba y bebía. Comía algo que le traía algún repartidor y bebía más. Se tiraba en cualquier sofá o en el suelo o en la cama o en el suelo al lado de la cama y no hacía nada más que estar. Estar estaba, pero era como si ya no existiera, como si se hubiera desactivado y fuera un androide sin batería al que lo han reseteado.

Despidió sin mucha explicación a Ana, la chica del servicio, y las bolsas de Glovo se amontonaban con el resto de la basura. La casa, sobre todo la cocina, era un fiel reflejo de su estado emocional: basura, desorden y suciedad. Contra todo pronóstico, la dejadez de la madre iba haciendo que Melena se endureciese y cogiera las riendas. No es que se hubieran intercambiado los papeles, no, Mele no hacía de madre, pero sí que recogía cajas de pizza del suelo o esas enormes pelusas que se formaban debajo de la mesa. No era muy higiénico, pero las cogía con la mano y las convertía en una bola y las lanzaba a otro lugar, lejos de su vista. Si la familia de ambas hubiera sido más normal, Melena hubiera llamado a sus abuelos, pero nunca los conoció, porque según su madre: «No pienso volver a hablar con esos hijos de puta».

Decía que eran unos viejos interesados que solo querían sacar partido y pillar tajada del éxito de su hija, así que se emancipó con diecisiete años y nunca más se supo. Por tanto, no había tíos ni hermanos: solas ellas dos en el mundo. Nadie a quien pedir ayuda, ningún adulto responsable al que llamar para que le quitara la responsabilidad, aunque bien pensado ella no tenía ninguna responsabilidad. No era la primera vez que a su madre le daban estos viajes dramáticos a ninguna parte. Cuando conocía hombres con los que salía no motivada por la intención económica, sino empujada por la atracción real, por el impulso sexual o por lo que ella creía que era amor (que era solo mera atracción, miedo a la soledad y ansiedad) y luego estos se cansaban de ella y la dejaban tirada, le hacían ghosting en toda regla o la despreciaban con un poquito de violencia, ella podía pasarse días arrastrándose por la casa. Así que Melena estaba convencida de que la montaña rusa del drama y la comida basura llegaría a su fin en algún momento, por la cuenta que les traía a ambas.

La había visto loca otras veces, aunque nunca tanto tiempo y tan mal. No era solo por lo de la revista, eso era como la puntita del iceberg, la puntita que sobresalía en el mar de las decepciones de la madre: una punta que coronaba muchos problemas mentales, pero, según ella, también problemas circunstanciales. No era culpa suya que no la llamaran para trabajar, no era culpa suya que los hombres se alejaran de ella después de la segunda cita, no era culpa suya que la celulitis se estuviera adueñando de su precioso culo y que ahora pareciera una bolsa de frutos secos envasada al vacío. Todo era culpa de los otros, todo menos enviar balones fuera.

Melena pasó por encima de su madre —literalmente, pues estaba tumbada en la alfombra del salón—, subió a su cuarto y se fumó un porro tranquila o intentando estar tranquila. Pensó que podía hacer unas fotos de su lastimosa madre y venderlas a Cuore si se quedaban sin dinero: famosas venidas a menos había muchas, pero famosa venida a menos que reptara por el suelo no tantas. También fantaseó con la idea de que su padre, al que no conocía y del que solo había heredado una peca enorme en la espalda (dato insuficiente para empezar una búsqueda), apareciera como un salvador y se la llevara a otro país. Aquí no había nada que la atara, sería fantástico empezar una nueva vida lejos de la gente que sabía que se había quedado calva una vez, lejos de los adolescentes y sus tonterías y sobre todo lejos del ogro que era su madre.

Melena imaginaba algunas veces a su padre, pero en el fondo tampoco le importaba mucho. Pensaba en él porque tenía un mundo interior muy rico y pensaba en muchas cosas. Conociendo a su madre, había dos posibilidades de padre:

  1. El rico empresario feo, gordo, viejo… Un señor maleducado, con los dedos amarillos de fumar, déspota, machista, crápula, explotador y todo lo malo.
  2. El tío bueno con poco cerebro. El típico muchacho que no tenía nada, ni dinero ni propiedades ni inteligencia ni inquietudes.

Melena no entendía qué veía su madre en el prototipo B. El A era fácil entenderlo, pero el B… Había visto algunos del tipo B pasearse por casa e incluso había intentado hablar con ellos, pero era tan inútil como hablar con el bote de Fairy. Ella suponía que su padre no podía ser un B, porque si fuera un B, ella no sería tan inquieta mentalmente, sería tan tonta como una piedra y la habrían expulsado de Las Encinas. Por lo que su padre debía de ser un rico magnate machista y cazurro, un déspota sinvergüenza tipo Gil y Gil. Su madre tenía una extraña fijación por esos hombres, una extraña fijación llamada dinero.

El dinero la había empujado al matrimonio, al efímero, un par de veces posteriores al nacimiento de María Elena, y no tenía relación con ninguno de sus ex. Por algo sería. El caso es que por hache o por be la madre siempre se quedaba sola, acababa sola y se sentía sola. Melena estaba en casa, pero había varias habitaciones entre las dos, y aunque la hija estaba levemente preocupada, no tenía pensado salir ni arrastrar a su madre hasta el baño, darle una ducha, un par de bofetadas y decirle que dejara de lamentarse. No.

*

Haberse acostado con Paula no era un conflicto para Gorka, al revés, le estaba sacando mucho partido a su imaginario con aquella escena vivida en su cuarto. Pensaba en ello a menudo, pero no en plan «Qué mal», sino «Joder, qué bien». Las últimas veces que había visto a Paula no habían hablado del asunto. Si él sacaba el tema, ella lo evitaba de un modo ligero, porque se había colocado un peldaño por encima y parecía que solo quería pasar página rapidito. Gorka no se sentía mal con eso: las ganas de volver a hacerlo con ella eclipsaban las de recuperar la dignidad que había perdido al enterarse de que Paula pensó en otro mientras lo hacían. Quería volver a hacerlo con ella, así de simple, y que ella pensara en otro cada vez le parecía menos importante.

Salió de la ducha y se tumbó en la cama completamente desnudo y un poco húmedo, porque hacía calor y le gustaba notar las gotitas de agua que rezagadas se habían quedado perdidas por su espalda, sus hombros, sus abdominales. Cogió el móvil y buscó la conversación de Paula en WhatsApp… ¿Cómo lo hacía? ¿Le decía directamente que fuera a su casa, que sus padres no estaban? ¿O utilizaba un vocabulario más explícito propio de xvideos? Igual empezar con un «hola» bastaría…

Le había escrito muchas veces y luego lo había borrado, porque no tenía ninguna intención, pero esa noche sí que había una clara intención: quería que Paula fuera a su casa y se metiera en su cama. Punto.

<<abrecaja-izda>>

¡Ey! ¿Qué haces? Estoy aburrido y tirado en casa, mis padres se han ido el finde a la casa de Almería. Por qué no te vienes?

Escribiendo…

<<cierracaja>>

Oh, Dios, qué centésimas de segundo tan duras. Probablemente ella le haría un desplante o le soltaría un sermón. Fueron unas centésimas de segundo muy largas en las que él se arrepintió bastante de haberle dicho nada, pero ya lo había leído, el doble check azul estaba ahí y además estaba escribiendo.

<<abrecaja-izda>>

Ok. Me visto y voy.

<<cierracaja>>

Ay, Dios… Joder, pues no ha sido tan complicado, es que a veces ser sincero es la llave que abre todas las puertas. Yo qué sé. Yo quiero follar, tú quieres follar, pues dale. A ver, que adultos no somos, pero los dos somos suficientemente maduros para saber lo que queremos, cuándo lo queremos y tal…, y yo sé que no va a significar nada, que no va a ser una cita, que viene a lo que viene, pero es que yo voy a lo que voy. Eso sí, me lo pienso currar para que la próxima vez sea ella la que me lo pida.

Gorka se engañaba a sí mismo. Ni era tan maduro ni sería tan fácil que el acostarse de nuevo con la chica que le gustaba no significara nada. Él hablaba de follar y fantaseaba con ambos en todo tipo de escenas guarras, pero en el fondo sabía que, si Paula entraba en su cama, sería delicado y le haría el amor. Nada de perrito como en su sueño o de bajarle la cabeza como había imaginado, nada de eso.

Paula no tardó en llegar. Ambos vivían en la misma urbanización y, aunque todas las casas tenían piscina y jardines exagerados, estaba a tres manzanas de su casa. Él abrió la puerta sin camiseta, perpetrando muchos clichés, solo vestido con un pantalón cortito de chándal, y Paula le miró de arriba abajo: el chico estaba muy bien y eso era innegable. Ella llevaba un vestido de flores con tirantes y tenía gotitas de sudor en la frente, pero no era desagradable, hacía mucho calor. La escena podía ser perfectamente el inicio de una de esas que él veía varias veces, las típicas de la chica que va a casa a ver a su amiga y no está, pero está el hermano mayor, aunque ahí mayores no había nadie. Gorka le dijo que pasara y ella se negó.

—No, Gorka, no voy a entrar. Perdona si parezco rancia, es que el otro día te lo dije claro y no quiero que esto sea un problema entre nosotros, porque, joder, te quiero y eres mi amigo… Y sí, besas que te cagas de bien y estás buenísimo, pero no me gustas, Gorka, no te lo tomes a mal. O sea, que me gustas como persona, que me parece que estás buenísimo y me encanta estar contigo, eres de mis mejores amigos, pero no vamos a pasar la frontera de ser amigos con derecho a roce. El otro día estaba hecha un lío, ya te dije: estoy enamorada de otro y el alcohol y eso, pues… —Negó con la cabeza—. Yo qué sé, que me confundí, Gorka, pero hoy estoy muy lúcida, y aunque veo esos abdominales tan monos y ese pectoral tan definido, no tengo el impulso de tocarte. Lo siento, así que zanjo aquí este tema, ¿vale? Podemos hablar de ello de fiesta y echarnos unas risas, y si alguna tía me pregunta le diré que eres un amante maravilloso y que no me arrepiento para nada de que hayas sido el primero, pero en mi cabeza el primero ha sido el otro, ¿entiendes? No, en serio, ¿entiendes? —insistió Paula.

—Vale…, lo entiendo, ok, vale. Perdona, me lo pasé guay y pensé que…

Ella sonrió, y la dureza y la sinceridad de sus palabras dejó paso a la amabilidad. No había acritud, pero sí que había un punto final entre ellos en lo que al sexo se refería. Le dio un beso en la mejilla y le dejó en su casa.

Paula estaba convencida de su decisión. Tener un follamigo hubiera estado bien, pero él no era el adecuado porque saltaba a la vista que sí sentía algo por ella, y utilizarle era injusto, eso pensaba.

Como se había vestido y se había peinado —bueno, se había hecho una cola de caballo—, ya que estaba en la calle le apeteció dar una vuelta. Se colocó los auriculares y dio un paseo por el pueblo, escuchando canciones clásicas como Ordinary World de Duran Duran. En lo que a música se refería, ella era un poco vintage… Era muy joven, por lo que vintage era escuchar música de Aerosmith y canciones de los noventa.

Inconscientemente o no, sus pasos la llevaron a la calle de Samuel. A lo lejos le vio sentado en su portal hablando con el chico árabe de la tienda de alimentación, el hermano de Nadia, su compañera de clase. Al menos ella creía que eran hermanos, pero no lo sabía seguro. Omar se fue y Samuel se quedó solo sentado en las escaleras, y como Paula ya era la nueva Paula, no dio media vuelta como hubiera hecho, se acercó para descubrir que Samuel iba en esmoquin como en las películas románticas. Si tenía que surgir algo entre ellos, esa era la noche adecuada.

Venía embravecida por el discurso que le había soltado a Gorka, por lo que se sentía imparable y un poco desatada. Esta fue la conversación, palabra por palabra:

PAULA: Hola.

SAMUEL: Hola.

Paula iba a pasar de largo, pero se paró y retrocedió.

PAULA: ¿Mala noche? Vas muy guapo para tener tan mala cara.

SAMUEL: Gracias.

Samuel sonrió y Paula notó que había ganado un punto, que el primer paso estaba superado.

SAMUEL: Jo, pues yo me siento disfrazado.

PAULA: Ya, me imagino, no tiene mucho que ver con el delantal de la hamburguesería… ¿Estás bien?

SAMUEL: Nada, que la noche se ha complicado un poco más de lo que imaginaba y, bueno, problemas con un colega.

Vale, él ya había dado un paso, había hablado y había entrado en el juego de la conversación. Paula se apoyó en la pared, pero no parecía que la conversación fuera a fluir mucho más, por lo que le saltaron las alarmas… Tenía a Samuel a tiro y había conseguido decirle dos frases y no parecer retarded, que era como se sentía siempre que lo tenía delante.

«Venga, Paula, venga, Paulita, di lo primero que te pase por la cabeza, lo primero que te surja, lo primero, pero di algo o va a pensar que eres una incrustada…». El silencio entre los dos se estaba volviendo un poco más incómodo y Paula disparó lo primero que le pasó por la cabeza.

PAULA: Perdona, eh… ¿Te puedo pedir una cosa?

SAMUEL: ¿Cómo? ¿Qué? Claro.

PAULA: Me puedes… ¿me puedes dar un vaso de agua? Hace un calor esta noche…

SAMUEL: Joer, dímelo a mí, que voy vestido de pingüino. Claro, sube.

Vale… Paula estaba subiendo tras Samuel la escalera de su casa. Él iba en traje y la invitaba a entrar en casa. Ella registró cada gesto de él. Entró, tiró las llaves encima de la mesa y se quitó la pajarita desabrochándose el primer botón de la camisa. Pasó a la cocina y no parecía que hubiera nadie más en la casa. Bien. Samuel sacó un vaso del armario y abrió la nevera.

SAMUEL: No hay fría, tendrá que ser del grifo.

PAULA: No me importa, da igual, mejor para la garganta.

Pero ¿qué chorrada era esa? ¿Mejor para la garganta? Vaya estupidez. Que viene, que viene…

Samuel salió de la cocina y le dio el vaso, sus dedos se rozaron un momento y a ella le pareció algo muy erótico, él probablemente ni lo registró. Se quitó la chaqueta y la dejó en el sofá. Paula le dio un sorbo chiquitín, quería que ese agua le durara hasta que se le ocurriera un comentario ingenioso para que él viera lo elocuente y maja que era o que tenía ángel, como Marina, o que se enamorara de ella, pero eso estaba muy lejos de que pasara. Samuel estaba muy ensimismado en sus pensamientos y ni reparaba en esa chica con vestido de flores que aguantaba de pie frente a él.

PAULA: Me encanta esta casa, es como muy… rústica.

Cagada. Samuel asintió, pero esta vez sin sonrisa ni nada.

SAMUEL: Pues…

PAULA: Pues…, pues ya estaría. Gracias por el agua.

SAMUEL: De nada, Paula, por favor.

Paula no supo qué decir, buscó algo, sus orejas echaban humo y exprimió su cerebro como si fuera un paño mojado, pero nada. Así que dejó el vaso muy digna en la mesa, le dio las gracias nuevamente, le dijo que se verían en clase y se fue. Él cerró la puerta y fin.

Objetivamente, la escena había sido de lo más tonto, pero para ella había sido todo un subidón. Bajó la escalera corriendo y corrió calle abajo como si hubiera sido la escena más romántica del mundo. No estaba distorsionando la realidad, sabía que había sido una tontería, pero había estado con el chico que le gustaba; no solo eso, había bebido en uno de sus vasos en los que él habría bebido… Sus labios habían estado donde los suyos y eso era un beso indirecto, y además Samuel había dicho su nombre. Nunca «Paula» había sonado de un modo tan precioso como en sus labios, sí, estaba muy cursi, pero estaba muy enamorada.

Su corazón palpitaba exageradamente, y lo notaba como si fuera enorme, como si le llegara del ombligo a la garganta, como si todo su organismo fuera un rítmico y exagerado corazón, y sonreía como una pava mientras caminaba por la calle. Por suerte no se encontró a nadie. Era una pena que la escena no hubiera ido a más, porque habría sido perfecto, pero tal vez si Samuel hubiera tomado la iniciativa, a ella le habría reventado ese enorme corazón palpitante que sentía. Si solo escuchar su nombre en su boca o beber de su vaso le había provocado tal impacto, tocarle, abrazarle o besarle la habría reventado ahí mismo, hubiera sido una explosión de purpurina y de mariposas y corazones, pero una explosión a fin de cuentas. Así que casi mejor. Pero qué podía hacer ella con toda esa energía, con toda esa excitación, con todo eso que la estaba volviendo loca. No podía llamar a Janine, porque nunca le había confesado su amor por Samuel. Así que le dio vueltas y se le ocurrió algo muy loco que hacer, y lo hizo.

*

Gorka estaba metiendo una pizza congelada en el horno. El discursito de Paula le había dejado con la libido por los suelos, así que no se sació viendo porno o solo pensando en su memorable polvo. Intentó jugar al PlayerUnknown, pero se le dio muy mal y le mataron de los primeros. Era pronto, no tenía sueño y tampoco hambre, pero algo tenía que cenar, así que encendió el horno y mientras se calentaba dio vueltas Netflix arriba, Netflix abajo para ver si encontraba algo con lo que distraerse. Y lo iba a encontrar…

El timbre de la puerta le pilló en la cocina y con desgana fue a abrir para descubrir allí de pie a la eufórica de su amiga Paula, con el doble de sudor de la primera vez que fue a visitarle esa noche y con el triple de ganas de todo. Sin decir nada, se abalanzó sobre él y le besó en la boca, él se dejó llevar. Quiso pararla, tenía muchas preguntas y muchas quejas respecto de la actitud mareante de la chica, pero cuando sus bocas se juntaban pasaba una extraña magia entre ellos, se creaba una especie de canal cósmico o a saber, y todas las palabras que le venían a la cabeza eran devueltas a raquetazos a la inseguridad de la que procedían. Ella saltó sobre él, como un koala de cincuenta y tres kilos, y se besaron de un modo desordenado. Si ralentizaras ese beso, verías la lengua de ella fuera de sí, casi lamiéndole la cara entera. Haciendo alarde de su fuerza, él la llevó al salón y la lanzó al sofá, pero ella tenía otros planes y, antes de que él pudiera tumbársele encima, Paula ya estaba de rodillas frente al chico, le bajó el pantalón del chándal, enérgica, tanto que él tuvo que decirle «Con calma», pero ella no le escuchó ni le obedeció porque ya no estaba con Gorka en esa casa, sino con Samuel vestido de esmoquin en la suya.

Tras la bajada de pantalón empezó algo así como una yincana del amor desenfrenado por todas las habitaciones de la casa. Corrieron escalera arriba y se detuvieron en el pasillo de la primera planta para hacerlo de pie contra la pared. Y de ahí ella, haciéndose la sexi, caminó desnuda hasta el dormitorio de los padres de él. Se tiró en la cama, emulando sin darse cuenta la postura de la crucifixión. Él se llevó las manos a la cabeza sonriendo, pero sintiéndose raro al invadir el cuarto de sus padres, donde probablemente él mismo fue concebido. Pero quién podía negarse a esa rubia sonrojada que tomaba las iniciativas como poseída por cualquier chica de portada de la revista Primera Línea. Gorka insistió en ir a su habitación, pero ella se negó. Se negó, por supuesto, porque era muy difícil pensar en Samuel estando en la habitación de Gorka que tan bien conocía. El chico accedió y se revolcaron en la cama, dando rienda suelta a todos los sonidos y gemidos que censuraron la primera vez que lo hicieron. Justo en el momento en el que Paula acabó, un segundo después del clímax, Samuel se desvaneció de su cabeza y solo quedó su amigo Gorka en algo así como un atolladero del que iba a ser muy difícil salir.

—Vámonos de aquí, porfa —dijo Gorka mientras le pasaba una toalla para que se limpiara.

Paula recogió su ropa por toda la casa, esa era la segunda parte de la yincana: encontrar su sujetador, su sandalia derecha… Entró en la habitación del chico y, armada de valor, estaba a punto de soltarle un speech de que eso estaba mal y esas cosas de manual, pero…

—Oye, Gorka, ¿huele a quemado?

El chico salió corriendo por patas, casi arrollándola: se había dejado el horno encendido y estaba todo lleno de humo. Eso le dio a ella varios segundos para preparar su monólogo, pero cuando él volvió, la frenó antes de que abriera la boca.

—Mira, Paula, cuando te me has lanzado he estado a punto de empujarte y de decirte, ¿de qué coño vas, tía? Y lo lógico es que ahora me cuentes qué coño te pasa por la cabeza, si eres bipolar o qué, pero ¿sabes? No quiero saberlo, de verdad. No me lo cuentes, me da igual. No me importa si estabas conmigo o estabas pensando en ese otro tío, así que siéntate, me lío un peta, nos abrimos una cerveza y hablamos de lo que te dé la gana, menos de esto, ¿estamos?

Él parecía tan seguro de sí mismo, de sus palabras, que ella no tuvo alternativa y se calló, se sentó frente a él, le acarició la cabeza como se lo hubiera hecho a uno de sus primos pequeños, y ambos sonrieron. Gorka cogió la guitarra y se puso a tocar. Qué guapo estaba el chico solo con su pantaloncito de chándal, con las mejillas todavía sonrosadas por el esfuerzo y por la carrera hasta la cocina para apagar el horno y con su guitarra española entre las manos. No era un gran músico, pero se defendía, aunque a veces se equivocaba y rectificaba, pero Paula nunca le había visto así y le pareció muy mono. Gorka tocó Echo de menos de Kiko Veneno y pasó a Creep de Radiohead, y ella no pudo evitar cantarla con él, desafinando y un poco regular, pero sin duda para Gorka fue la mejor versión.

Una cosa llevó a la otra y se sintieron tan a gusto y tan bien que fue inevitable que saliera un tema tabú para los dos: Melena y su verano secreto. Y que conste que él no quería decirlo, no quería soltarlo, pero estaba muy cansado de que se especulara sobre el asunto y sobre todo de que sus propias amigas especularan sobre ello. No le parecía algo de lo que avergonzarse: a su amiga se le fue de las manos, pero ¿y qué? Había ido a un sitio y ya estaba curada. No le parecía justo que la gente pensara cosas de ella que nada tenían que ver con la realidad. Así que lo dijo, confesó el secreto de Melena, lo contó, no como un chismorreo (le hizo prometer a Paula que no lo diría), sino como un dato importante de la vida de una amiga, algo que debían saber. Él se lo justificó muy bien ante sí mismo.

Imagínate que de pronto en una fiesta Paula tiene M, que no es lo más probable, porque es la menos yonqui del grupillo, pero imagínate que salen y aparecen las drogas, sería guay que ellas supieran que tenían que apartarlas de Mele, que no deberían ofrecérselas… Vale, hasta a mí me parece una chorrada y una excusa estúpida, pero yo qué sé, me apetecía decírselo para que viera que me estaba abriendo, que estaba confiando en ella, y Melena nunca se enteraría, así que no había nada de lo que preocuparse. Sí, lo dije y automáticamente me sentí un poco mierda y un bocas, pero puede que lo sea, puede que sea un bocas. Contar un secreto ajeno da como gustito mientras lo dices y remordimientos después. Pero Paula es maja y no se va a ir de la lengua, ¿qué iba a hacer con esa información? Nada. Vale, soy un puto bocas.

La policía tenía un principal sospechoso: Nano. Era cierto que no tenían muchas pruebas, pero todo estaba lleno de sus huellas, sobre todo el cuerpo de la chica, y alguien le vio salir corriendo abandonando la escena del crimen. A falta del análisis de los restos forenses, eso era lo más sólido que había en el caso del asesinato de Marina. Si él no fuera el culpable, habría ido corriendo a denunciar la muerte de la chica, pero su silencio hizo saltar las alarmas, y todos los dedos le señalaron a él.

Tenían pensado fugarse juntos y Marina, ese mismo día, había cambiado de opinión, por lo que ya había un motor para que él cometiera el crimen. Solo había algo que aún desconcertaba a la inspectora, una pieza suelta: el diario.

Era fácil adivinar que Nano tenía poco que ver con él, pero no podía obviarlo y ya está, no dejaba de ser una prueba. Los asesinatos no siempre los cometía un solo asesino. Ella veía que la hipótesis del sentimiento de traición que sintió Nano era bastante sólida, y junto a su huida de la escena del crimen tampoco era un punto a su favor, pero por otro lado no dejaba de repetirse la frase «Julia, eso es lo fácil». Y era lo fácil, pero no tenían más pistas, no tenían más hilos de los que tirar que ese diario de pastas rosas.

La inspectora se sacó otro café y lo ojeó nuevamente en su despacho, deteniéndose en el odio que contenía. Podía entender la ira adolescente, pero ¿esa ira podía llevar al asesinato? Eso no lo veía claro, aunque entre las posibilidades que había sobre la mesa y con las pocas piezas que tenían, era fácil pensar que la persona que había escrito esas barbaridades había convencido a alguien, ya fuera de un modo explícito o tan solo inyectándole el veneno de su propia rabia, para que lo hiciera. Eso parecía rocambolesco, pero la inspectora sabía de infinidad de casos tipo Lady Macbeth: te como la cabeza, te manipulo para que tú te manches las manos mientras yo veo impune la tragedia desde la grada.

Ella tenía claro que el autor del diario no podía ser el asesino. Una persona que escribe en secreto sus intimidades, que no las comenta, que no genera un conflicto real, a duras penas tendrá la valentía necesaria o el impulso asesino de reventarle la cabeza a alguien a sangre fría. Lo más probable es que alguien acostumbrado a despotricar en un diario hubiera intentado matar de un modo meditado, organizado, pensando mucho las consecuencias… Quizá valiéndose de un tercero, ¿de Nano? Recordó algo parecido que pasó unos años atrás, otro crimen de instituto.

Dos enemigas de clase, las dos guapas, las dos excelentes alumnas y las dos hijas modélicas, optaban para el puesto de representante en el consejo escolar, ambas lo deseaban y ambas se odiaban. La primera chica era echada para delante, enérgica, deportista y no tenía ningún reparo a la hora de manifestar su rechazo hacia la chica B. La criticaba bien fuerte y tiraba sus argumentos por tierra siempre que podía. Mientras que la chica B era más reservada, nunca se enfrentaba en público y se guardaba su odio de puertas adentro de su habitación. La chica A falleció poco antes de las elecciones del consejo y se descubrió que alguien cercano a la segunda chica le había estado envenenando la comida durante meses, con un veneno que resultaba mortal en pequeñas dosis y que primero la hizo enfermar y después acabó con su vida, convirtiendo a la chica B en la ganadora, hasta que se descubrió el pastel y cumplió condena.

Esto no quería decir que el autor del diario tuviera pensado envenenar a Marina, pero sí quería decir que, en el caso de que tuviera un impulso asesino, no lo habría solventado con un golpe improvisado en la cabeza. O sí, a saber, eran solo hipótesis y crearlas era algo que a la inspectora le fascinaba. ¿El autor de ese diario era como la chica B o solo era una persona resentida que vomitaba su odio para desahogarse?

Capítulo 5

     

Janine no era una psicópata, que ella supiera. Se planteaba muchas cosas, y claro que pensaba en la muerte de los demás o en la suya propia en algunas ocasiones, pero eso era algo muy típico, no formaba parte de una vertiente sádica, sino de tener un mundo interior muy rico y demasiado tiempo para aburrirse. El sentimiento de odio lo tenía muy desarrollado como el resto de sus compañeros de clase, pero era un mero entretenimiento y se le pasaba rápido. Odiaba claramente a Lu, a Carla y a Marina, porque siempre se había sentido un poco desplazada por ellas, que iban de buenas, pero en realidad el clasismo las cegaba.

Al ser una nueva rica se sentía como una sangre sucia, una muggle en Hogwarts, y sabía que su uniforme talla 40 también era algo que le hacía bajar peldaños en la escalera de la popularidad. Por eso había desarrollado cierta manía a las populares tallas treinta y nada. Le daba rabia el aire hipócrita que se respiraba. Hablaban a veces, a veces eran majas con ella, pero si rascabas solo había diferencia social y eso la ponía de los nervios. Pero en esos miniencuentros de clase en plan «déjame esto» o «¿cuándo era el examen?» Janine se mostraba muy amable para que ellas vieran que se estaban perdiendo a una tía guay. Ese era el quid de la cuestión: le daba rabia que nadie hubiera intentado conocerla porque su imagen o su nueva posición habían creado una barrera entre ella y el resto de los compañeros. Ella se sentía a gusto con sus amigos y no necesitaba a nadie, pero en algunos momentos fantaseaba con ser más popular, con pertenecer al grupo; bueno, no, fantaseaba con que no había grupos, ni clases. Ella, la idealista.

Janine estaba muy orgullosa de cómo estaba creciendo, de cómo era capaz de enfrentarse a muchas situaciones adversas que aparecían en la vida o de cómo era capaz de mantener una conversación o formar parte de un debate cuando venían los amigos de sus padres a cenar, por ejemplo. Y algo que la enorgullecía muchísimo era cómo había afrontado todo el tema de Mario. Un par de años antes, se hubiera tirado de los pelos, pero creía, e intentaba pensarlo de un modo objetivo, que había obrado bien. Trató de hablar con él con normalidad, sí, borracha de Jäger pero con normalidad, y no funcionó. Intentó hablar con él y hacerse entender, sin alcohol de por medio, y tampoco funcionó. Y respecto a lo de la pintada, pues a ver. En vez de llorar hizo lo que mejor sabía hacer: que lo feo fuera bonito. Y cuando estuvo con la directora no se chivó, pero una extraña sensación de injusticia teñía este sentimiento de paz consigo misma. No quería achantarse frente a nadie, no era eso lo que había aprendido a lo largo de su vida, y quedaba todavía bastante curso como para vivirlo con miedo, escondiéndose por los rincones, cuando claramente ella no había hecho nada.

Lo que Mario no sabía es que Janine tenía un as en la manga. No pensaba contarle a nadie lo que hicieron, porque eso no tenía ningún sentido y no la colocaría en un buen lugar y no la creería mucha gente. Que pregonara que se había acostado con el tío repetidor del último curso, el que parecía un Christian Grey a la española, no le haría subir popularidad y perdería toda la credibilidad. Pensó que todo era culpa del heteropatriarcado: los tíos fardan de sus conquistas y de las muescas de su revólver, pero, si lo hace una chica, es una golfa, una fresca y alguien de quien no te puedes fiar. Eso estaba mal, pero no iba a empezar una cruzada en plan Juana de Arco, pues la veía perdida. Lo que tenía muy claro era que no se iba a quedar con los brazos cruzados como una pardilla, porque ella ya no era esa pardilla. Así que se levantó de la cama y asintió ella sola, tomando una decisión. Luego se sintió muy tonta por haber asentido sola en su cuarto. Fue a la cocina y celebró su plan comiéndose una bolsa de Jumpers. Siempre había pensado que engordaban poco porque eran horneados y eran puro aire: se equivocaba. Cómo somos las personas: Mario y Janine estaban inmersos en el mismo conflicto. Ella se pasaba el día dándole vueltas al coco y él:

Joder, qué pesada esa tía de Tinder. En las fotos parecía que estaba buena, pero que no haya dejado de hablar en el chat y preguntarme mierdas como pianos, en plan «¿Qué tal tu día?», hace que la acabe viendo como un orco. Paso de las tías que hablan. Me mola que hablen, pero me mola que me escuchen. No es ego, es que a veces tengo cosas más interesantes que decir que ellas. Últimamente solo quedo con universitarias porque estoy cansado de los numeritos de las niñatas. Las niñatas van de liberales, de liberadas, y luego te montan pollos a la primera de cambio, porque aunque te dicen que sí, que les parece bien solo sexo, luego es todo un cuento y lo que quieren es ir al cine, qué fijación tienen las tías con el cine. Yo paso del cine, a mí el cine me parece un robo y un coñazo. Si puedes ver una peli tirado en el sofá para qué vas a pagar nueve pavos por ir a verla en un sitio donde no puedes ni hablar. A mí me gusta hablar en las pelis, es que siempre me adelanto a lo que va a pasar, quién será el asesino y eso.

Las universitarias son mejor, porque no quieren novios, pero son unas pesadas de tres pares de narices. Madre mía, cómo les gusta darle al palique. Piquipí, piquipí…, te taladran y yo las miro pensando: «¿Quieres callarte de una puta vez, pedazo de brasa, y llevarme ya a la habitación?». Muchas veces pienso si no tengo sentimientos.

Una vez vi una peli del que hace de Batman en las últimas, American Psycho se llamaba, y me vi muy reflejado en el protagonista: un tío guapo, con dinero y con pocos sentimientos. Sin empatía. Yo no tengo empatía. Yo no lloro. Lloro poco, no recuerdo cuándo fue la última vez que lloré. Ha muerto gente en mi familia, mis abuelos y todo, y yo solo estaba pensando en el dinero que iba a pimplar de ahí. Me dio igual. Creo que podría matar a alguien, como el de la peli, y que me diera igual. Yo no elijo ser así, mala persona, porque yo me considero mala persona, lo soy. Es que no me nace nada dentro. Como si fuera lo de las tías que no pueden tener hijos, estéril, eso, estéril, pero de alma, ¿sabes? Yo pienso mucho… Si pudiera elegir, no elegiría ser sensible, prefiero ser así, que no me importa mucho nada, aunque me joden muchas cosas. Soy un tío con suerte. Soy joven, pero la gente dice que aparento casi treinta y eso me abre muchas puertas. Nunca me han pedido el DNI y puedo entrar en todas las discos y reservados que me dé la gana, y eso tiene una parte dura: los lameculos. Buah, tengo cientos de esos. Que yo lo entiendo, soy alguien que pilota, que mola, y es normal tener un rebaño de borregos siguiéndome. A veces me mola, pero normalmente me la suda. Si se mueren me da igual. Es lo que te decía antes, no tengo sentimientos. Yo estoy en una posición acomodada, pero me lo he currado solo. Machacándome en el gimnasio, creándome la fama de fucker, porque lo soy, no lo puedo evitar. Me gusta follar, me gusta gustar y lo necesito…, necesito hacerlo muchas veces. No me sirve con pelármela y ya está, porque eso me mola, pero no me produce lo mismo que estar con una tía. No es que me guste el cortejo, pero llevarme a una tía a la cama me satisface no solo sexualmente, sino que me da subidón, porque pienso: «Joder, Mario, qué puto crack eres, puedes acostarte con quien te dé la gana».

Hay rumores de que me tiré a una profesora. Son ciertos, pero prefiero no hablar de eso ni buscarle problemas a nadie. Es que me gustan mayores y, si acceden, qué le voy a hacer, ¿negarme? No, qué va, sería un tonto a las tres si dejara pasar una oportunidad. Antes apuntaba mis conquistas, pero llegó un momento en que se me acumulaban y se me olvidaba, así que perdí la cuenta, pero son muchas, créeme, muchas.

¿Novia? Yo paso. Alguna vez lo he intentado, pero no creo en la fidelidad y normalmente las tías no lo entienden, así que yo no voy a hacer ningún sacrificio. Si encuentro una tía que me vuelva loco, pues igual, pero ya te digo que como no tengo sentimientos, lo voy a tener complicado. Pero, ¡eh! Que no soy un tío frío… Me gustan los animales un montón. Tengo apadrinados un puñado de perros en una protectora y a veces voy a verlos y tal. Pero no me ofusca el ser así, yo me gusto como soy y no tengo intención de cambiar, ¿para qué? Si me va bien… Soy un tío sano, entreno cuatro horas diarias y no tengo problemas con nadie. Con casi nadie. Porque a veces me he dejado llevar y no he pensado con la cabeza y la he metido donde no debía y eso me ha traído peleas con novios, griteríos en el pasillo, dramas en la discoteca…, pero a lo hecho pecho.

Mario era un tío tan seguro de sí mismo que daba miedo. Que se comportara como un cretino y fuera de sobrado por la vida no era solo culpa de él o de su falta de autocrítica. Desde bien pequeño fueron alimentando esa hoguera y tanto sus padres como sus tíos y el resto de los adultos de su entorno fueron diciéndole lo maravilloso que era y pasándole, sin límites, todas las cosas que hacía mal. Nunca le castigaron, nunca se enfrentaron a él y se fue convirtiendo en un niño alfa que hacía lo que le daba la gana y nunca había una consecuencia negativa. Siempre tenía su paga, siempre tenía a sus colegas que le adoraban y le vitoreaban sus triunfos de cama, y su vanidad, su ego y su falta de empatía fueron creciendo de manera desproporcionada…, y como era tan guapo, tan fuerte y con ese pelo de tan buena calidad y vivía en esta sociedad, todo lo tenía fácil y todo se lo ponían en bandeja. Y ¿qué pasa con un adolescente sin límites, que no se esfuerza por nada, que lo tiene todo y que además es venerado? Que no crece, que no madura y que se convierte en un cretino integral, totalmente equivocado, con un concepto de la vida real bastante distorsionado y nada preparado para las relaciones sociales o laborales. Déspota, tonto, pero con un mentón que ya lo quisiera Gastón el malo de La bella y la bestia para sí.

Él hablaba con mucho conocimiento de causa de su síndrome de la ausencia de sentimientos. Había leído un montón de cosas en internet, en Yahoo respuestas, y aunque nunca lo había concebido como un problema, él lo veía como una virtud o un rasgo, le interesaba saber si le pasaba a otra gente. Y sí, había un puñado de comentarios de chicos y chicas jóvenes que padecían de lo mismo, algo poco alentador y que hacía pensar que la sociedad se iba al garete.

¿Un adolescente podía matar a otro a sangre fría y su sentido común no le hacía entregarse o ver que había sido un grave error? Podía, y los alumnos de Las Encinas estaban a nada de descubrirlo y recibir así una bofetada de realidad.

*

Gorka estaba pletórico. No se estaba planteando nada y estaba disfrutando mucho de la situación. Se había acostado dos veces con la chica de sus sueños y no pensaba en las consecuencias ni en que ella no sentía lo mismo por él. Era un martes cualquiera. Había quedado con Mele para tomar algo en La Cabaña. Gorka era un pozo sin fondo: comía a todas horas y seguía muy fibroso, así que podía merendarse una hamburguesa o dos, patatas grandes, Coca-Cola y gofres y seguir tan ligero como un ninja. Por mucho que lo intentara, esa tarde no era capaz de disimular su sonrisilla de pillo. Es que estaba contento y radiante y se le veía hasta más guapo. Y Melena se lo notó.

Primero él se hizo un poquito de rogar, tomó una última cucharada de los restos de gofre que naufragaban en el charco de helado de vainilla y se aproximó para contarle la segunda experiencia sexual.

—Pero entonces ¿sois novios?

Gorka divagó y lanzó balones fuera diciendo cosas en plan «no nos gustan las etiquetas» y bla, bla, bla, pero acabó confesándole que a ella él no le molaba de ese modo. Si hubiera estado con los chicos del gimnasio nunca lo hubiera dicho, pero no tenía que hacer papel de fanfarrón con su mejor amiga y no le importaba quedar como un pequeño perdedor del amor al contarle la verdad.

—Yo creo que le gusto, pero ella no lo sabe. O sea, me dijo muy drástica que no sentía nada por mí y una movida muy cruel de que había estado pensando en otro mientras se acostaba conmigo, pero luego vino a mi casa y se me lanzó como una puta loca a los brazos. Salvaje es poco.

A Melena no le hacía ninguna gracia que Paula utilizara a su amigo, porque por mucho que ellos jugaran al juego de la madurez sexual sin ataduras, era obvio, por la carita del chico, que él estaba pillado y que tenía muchas esperanzas puestas en ella. Eso era el principio del autoengaño. Gorka tenía aires de chulito y podía frivolizar con el sexo, pero en el fondo, para él, el sexo estaba vinculado al amor y pensaba que a través de esos polvos podría llegar a enamorar a su amiga, aunque de esto ni siquiera era consciente al cien por cien. Pero Mele conocía a Paula y sabía que nunca saldría con un chico como Gorka. ¿Por qué? Pues porque Paula era una niña rica, maja pero pija, y soñaba con romanticismo y bodas en la playa, y su amigo, que aun siendo muy adinerado tenía un punto vulgar, era muy guay para tenerlo de comparsa en su pandilla, pero no para compartir un idilio con él. Como amiga, Mele se vio en la tesitura trágica de decirle lo que pensaba, aunque él no quisiera oírlo.

La cara iluminada de Gorka fue cambiando rápidamente a la mínima que Melena empezó a decirle que debía frenar esa historia para ya, que Paula estaba jugando con él y que nunca serían novios. Por mucho que intentó disimular escondiendo su mirada en los restos de su plato, los ojos se le encharcaron un poco. Es lo que pasa cuando alguien te quita la venda, que los ojos ven un montón de cosas que no quieren y que se sufre, y Gorka estaba sufriendo, y como se sentía muy incómodo, prefirió abortar el plan de la merienda larga y decir que tenía que irse a hacer el trabajo de matemáticas.

Melena se sentía mal, no quería herirle, pero la labor de los amigos, de los que lo son de verdad, es esa: estar, escuchar, alegrarse con las alegrías, pero dar guantazos de realidad cuando es necesario. Más valía que él lo sufriera ahora a que siguiera en ese proceso lento de avivar las llamas del engaño.

*

Cuando Paula tenía las tardes libres, le gustaba dar vueltas por el centro comercial. No era un cliché de niña rica, pero le encantaba quemar la tarjeta de crédito. Su habitación era enorme, con un vestidor más grande que el salón de muchas chicas de su edad. Era muy ordenada y tenía la ropa colocada por colores, y ese orden le daba mucha tranquilidad. Ropa y más ropa por estrenar que jamás se pondría. En el centro comercial nunca encontraba cosas que le gustaran, porque las tiendas de Inditex no eran su rollo. Ella era carne de Asos y compraba todo por internet, pero de vez en cuando podía sucumbir a unos básicos de Zara, nadie tenía por qué enterarse. Eso sí, era una compradora veloz, siempre iba sola, no necesitaba opiniones… Con lo insegura que era para todo lo demás, para eso tenía una visión superclara. Además, jugaba con la baza de que odiaba probarse la ropa en los probadores, así que la compraba y se la probaba en casa y, si algo no le venía bien, Luisa, la chica que trabaja en su casa, lo devolvía y ya está. Pero esa tarde no estaba mucho por la labor. Había salido para quitarse un rato de la cabeza su no-historia con Samuel, pero no podía quitarse de la mente a otra persona: Gorka. Paula tenía sentimientos, tenía corazón y sabía que lo que había hecho con él no era algo de lo que enorgullecerse, pero el chico facilitó tanto las cosas y se lo pasó tan bien con él revolcándose por toda la casa o escuchándole tocar la guitarra sin camiseta que tenía cierto cacao mental con el temita.

Gorka no me gusta. Es cierto que esta última vez que nos acostamos su presencia, en algunos momentos, hizo que Samuel saliera de la ecuación, pero aun siendo un espejismo intermitente, él era al que yo estaba deseando mientras lo hacíamos y al que imaginaba entre mis piernas. Pensar en Gorka de un modo sexual es raro e incestuoso, pero estaría mintiendo si no dijera que ahora lo veo de un modo diferente. Siempre me ha caído genial, pero siempre me ha parecido un poco memo y bobo y eso es guay para alguien que es tu amigo, no para alguien que puede ocupar una parcela diferente en tu vida. Me siento mal y me siento muy cabrona, porque sé que le gusto, claro que le gusto, y no es que yo haya estado utilizando a un tío como un objeto, es que he estado utilizando a un tío que es mi amigo, al que quiero, y que para complicarlo más está colado por mí. Y sinceramente, no creo que él esté preparado para gestionar esto muy bien.

Así que en ese instante, en la cola de la caja de H&M, con un par de camisetas estilo boyfriend en la mano tomó una decisión: no iba a volver a pasar por ahí, no iba a volver a comprometerle a él con sus caprichos, y antepondría su amistad a sus impulsos por el bien de todos. Lo pensó y se reafirmó en su decisión, pero luego dudó, porque la primera vez que lo hicieron pensó exactamente lo mismo y días después estuvo cabalgando sobre él como si fuera la Llanera Solitaria.

Bueno, lo primero que tenía que hacer era no quedar con él a solas, no quedar con él cuando hubiera alcohol, o estaría perdida…, pero eso era difícil, porque claro que no se iba a lanzar a sus brazos en el colegio y fuera de él solo coincidían en fiestas o botellones, y no iba a dejar de tomar Malibú con piña para frenar si tenía impulsos. Estaba confusa. En ese momento le llegó un DM en Instagram del susodicho para quedar, que quería hablar, y ella no le contestó. Podía quedar con él y dejarlo todo claro, pero sentía que esa parte ya estaba hecha y si quedaba con él corría el riesgo de acabar con las bragas en la mano nuevamente, y eso sí que tenía que evitarlo.

Cuando él le preguntara en el insti, mentiría como una bellaca y diría algo como que no mira esos mensajes, que últimamente pasa de Insta y escurriría el bulto. Una fuerte sensación de piedras en el estómago se apoderó de ella, porque sabía que estaba obrando mal otra vez y ese tipo de sensaciones se aferran al cuerpo como reacciones físicas, así que se sentó, ¿dónde? En la peluquería de Candy, que siempre le cortaba cuatro dedos, aunque ella le dijera que solo las puntas. Un cambio de imagen y un buen lavado de cabeza con efectos relajantes siempre venían bien para no pensar tanto.

*

Esa noche fue rara para todos. Igual por la luna llena o igual porque tenían mil historias en la cabeza. Janine había tomado una decisión y había elaborado un extraño plan que empezaba a la mañana siguiente. Melena estaba asqueada y veía poca luz al final del túnel en la relación con su madre. Gorka se había quedado muy rayado con lo que le había dicho Melena y era consciente del autoengaño, y Paula, aunque ahora llevaba un corte de pelo más moderno, se sentía mal por ver que nunca avanzaría con Samuel y que estaba mareando a su amigo. De modo que a la mañana siguiente todos llegaron a Las Encinas con cara de pocos amigos por no haber pegado ojo.

El único que tenía buena cara esa mañana era Mario, que siempre dormía cinco horas, porque le encantaba quedarse hasta tarde tonteando con el ordenador, pero que, como tenía unos genes tan agradecidos, parecía que hubiera descansado plácidamente como el que más. Aunque su carita de pinturero iba a dar un giro de ciento ochenta grados hacia la palidez y la descomposición facial, si es que eso quería decir algo.

Había acabado su clase de Educación Física, pero como era la pausa para comer se quedó un rato más echando unas canastas solo. Recordemos que él tenía un ego tan grande como un rascacielos y jugar con otros le obligaba, según él, a bajar su nivel de juego porque sus compañeros eran bastante malos. Así que se quedó encestando, tirando triples y sudando la camiseta de tirantes. Sí, el sudor le chorreaba a borbotones y con cada tiro un montón de gotitas salían lanzadas de su frente al suelo.

La puerta del gimnasio se abrió y entró Janine. Él lanzó una última vez y no encestó, porque al descubrirla desvió el tiro. Susurró un «Joder» que englobaba un «Ya está la puta gorda de mierda dando por culo».

—Joder, puta gorda, que me dejes en paz…

Janine fue muy directa y no se achantó. No contestó a eso ni se hizo pequeña ni miró al suelo como él le había pedido, hizo algo mucho mejor: sacó su móvil y le mostró algo que lo dejó helado. Ella ni siquiera recordaba que tuviera ese material gráfico, pero ¿sabes ese día tonto en el que no tienes notificaciones en el móvil y te aburres y empiezas a hacer limpieza de fotos? Pues ella lo había tenido unos días atrás y encontró esa perla entre sus instantáneas. Dos fotos bastante comprometidas en las que aparecían ella y Mario después de haberse acostado.

No eran unos posados haciendo morritos, eran unas fotos que cualquiera hubiera catalogado de robadas a traición, pero no lo eran. Janine no recordaba ni por qué las había hecho. Aquella noche, cuando acabaron de hacer sus cosas sobre las sábanas de animalitos deportistas, él se cogió un rebote monumental al descubrir que ella estaba en su instituto mientras disparaba varias veces su cámara. Puede que lo hiciera para recordar siempre al chico con el que había perdido la virginidad o puede que lo hiciera porque sabía que tarde o temprano les sacaría rendimiento, o puede —y esta es la versión más realista— que al trastear con el móvil se disparara la cámara sin querer, eso le pasaba mucho. Sí, esa debía de ser la versión correcta, porque se le veía a él sin camiseta y a ella reflejada en el espejo, pero era obvio que había pasado algo entre ellos.

Eran unas fotos feas, eso no había filtro que lo arreglara, pero bastante comprometidas. Mario entró en cólera, intentó quitarle el teléfono, pero ella fue muy clara.

—Hay una cámara ahí arriba y, si me haces algo, te aseguro que no dudaré en decirle a la directora que me has maltratado y que lo chequeen. Le podía haber dicho que buscaran la grabación en la que pintaste en mi taquilla lo de «Puta gorda», una letra preciosa, por cierto, simple pero muy artística, pero no lo hice. Aunque te aseguro que, si me pones la mano encima, te denunciaré y tendré esa prueba, así que será mejor que me sueltes el brazo, maldito imbécil, y que me escuches.

Guau. Janine nunca se había sentido tan enérgica y con la sartén tan por el mango. Estaba controlando la situación y se sentía como una de esas villanas de sus cómics, y eso le estaba disparando los niveles de adrenalina una barbaridad; no era mala, no era rencorosa, pero no quería ser la víctima nunca más, y si él había sembrado las normas del juego sucio entre ellos, ella pensaba jugar la partida hasta el final y por supuesto ganarla. Se sentía tan bien que no pudo controlar una sonrisilla. La seguridad que iba ganando era la misma que él iba perdiendo, como si ella fuera una vampira de energía que lo estaba dejando seco.

—Vale, prometo dejarte en paz, no más pintadas ni nada más —dijo él haciendo alarde de los pocos puntos de confianza que le quedaban.

—No, Mario, no. Esta foto vale más que eso, y lo sabes —le contestó ella con aires de mafiosa.

—¿Qué coño quieres?

—Que tengamos una cita.

Él se echó a reír de un modo falso, apretando la risa y estirándola para hacerle daño. Eso era muy típico de la gente que tenía todas las de perder: intentar que el contrincante flaqueara burlándose de él, pero Janine estaba muy mentalizada de su plan y no iba a achantarse con un truquito de tres al cuarto.

—¿Crees que me voy a enamorar de una puta foca como tú? Eres fea, para empezar, y me das asco. Madre mía, una cita, ¿estás loca?

Que te llamen fea duele mucho mucho, pero Janine se imaginaba que llevaba puesto un chubasquero rojo que hacía que le resbalara todo. Eso no era idea suya. Su tía Estefanía, que era muy esotérica y siempre hablaba de energías y esas cosas, le decía que, si alguien intentaba hacerle daño con las palabras, se imaginara un chubasquero rojo para que esas palabras no pudieran penetrarla. Era una tontería, pero en ese momento Janine agradeció el consejo y le pareció que funcionaba del todo. Podía haberle escupido otra vez, que le hubiera dado exactamente igual.

—Ríete, despréciame e insúltame si quieres, estoy muy acostumbrada. O tienes una cita conmigo o subiré esta foto a Instagram, y sabes que, aunque tengo pocos seguidores, se extenderá como la pólvora… A ver cómo les explicas a los borregos de tu rebaño que te acostaste con la gordita del colegio.

Mario gritó un montón de insultos e improperios, se volvió loco. Siempre había conseguido todo lo que quería y nunca se había visto en una tesitura semejante. Ella le estaba haciendo un chantaje en toda regla y solo pensaba en todo lo que tenía que perder. Se sentía tan impotente y eso era un sentimiento tan nuevo, sí, por mucho que él creyera que no, tenía sentimientos y se le había desbloqueado uno nuevo. Cogió la pelota y la tiró con muy mala leche, y su despliegue tipo Hulk puso a Janine en alerta.

—Bueno, entiendo que tu rabia y tus palabrotas son un sí. Perfecto. Ciao.

La chica dio media vuelta y salió veloz del gimnasio mientras él seguía gritando y dándose golpes en la cabeza como lo que era: un niñato malcriado y consentido.

Una vez fuera, Janine se dio cuenta de los huevos que tenía y de lo fuerte que había sido su encuentro con Mario, y se vino muy arriba, como si a una actriz le dan un papel en una peli de Almodóvar. Saltó, brincó y movió las manos en todas direcciones haciendo soniditos agudos como símbolo de victoria. Ya más calmada, entró en la cafetería y notó que el mundo se ralentizaba a su paso. No era popular, pero en ese momento se sintió la adolescente más exitosa de la Tierra, así que podía permitirse el brownie que nunca se pedía. No iba a pedir ni la pasta boloñesa ni el filete empanado de panga, no, ella iba directita al postre. Al fin y al cabo, las normas estaban para saltárselas.

No, claro que Mario no me gusta, para nada… Es más, me cae tirando a mal. ¿Por qué le he pedido una cita? Pues es como una especie de venganza poética, porque él representa todo lo malo, todo lo que no me gusta del clasismo del colegio, parecido a lo que pienso de Marina, Lu y Carla. Si ellas me conocieran, si no se hubieran frenado por un puñado de prejuicios tontos, habrían visto que soy una tía maja y hasta les habría caído bien, y eso habría sido el inicio del derrumbe de nuestro Muro de Berlín…, y tengo a Mario pillado por los huevos y voy a condenarle a conocerme. Ese es el único motor de mi venganza. Sí, quiero que pare de joderme, pero quiero que me conozca, no para que se enamore de mí, sino para que me levante su castigo… Pero no quiero que lo haga por obligación por el chantaje, quiero que me quite esa norma idiota de no mirarle o de hacer como si no le conociera porque él mismo descubra que soy una tía que mola. ¿Arriesgado? Sí, es la hostia de arriesgado, porque sé que él no me lo va a poner fácil…, pero como mínimo voy a poner todo de mi parte para que el chico más popular de Las Encinas vea un poquito más allá de sus pectorales y de su mentón perfecto. Quién sabe. Igual eso sí que es el principio del cambio…, o no, pero nunca tendré otra oportunidad como esta.

Janine estaba tan inspirada que sacó su cuaderno y se puso a dibujar como una loca. Dibujó varias viñetas de unos personajes en una cita, en un cine, en VIPS… Ella era así, romántica y un poco básica.

*

Mientras Janine dibujaba como una loca en el comedor, Paula se lavaba la cara y se retocaba el maquillaje en el baño cuando entró Melena. No la había seguido, fue una casualidad, pero una casualidad que le venía muy bien, pues tenía ganas de encontrarse con ella a solas. Paula habló de obviedades, como por ejemplo la máscara de pestañas que llevaba y que era waterproof del bueno, que resistía lavados de cara y seguía perfecta, tanto que por la noche era un suplicio desmaquillarse. Melena asentía amable, pero las cosas de maquillaje le interesaban poco. Con trece tuvo la etapa emo y ahí dio rienda suelta al lápiz negro, pero ahora iba con la cara lavadita y hale.

La conversación cambió rotundamente cuando Melena disparó sin rodeos.

—¿Te gusta Gorka?

La pregunta pilló a Paula por sorpresa y dejó automáticamente la minibrochita con el rubor color cereza que se disponía a aplicarse. Dudó e intentó encajar las piezas, pero era obvio que Gorka se había ido de la lengua. Tampoco era de extrañar, porque era un bocas.

—María Elena, amor, eso no es asunto tuyo. No sé lo que te habrá contado, pero las cosas están muy claras entre él y yo.

La escena les venía un poco grande a las dos y la verdad es que ninguna quería un enfrentamiento, pero Melena se sentía obligada a pararle los pies, ya que su amigo estaba loco de amor y no iba a ser capaz de dar el paso, y a Paula le hubiera gustado llevarlo en secreto, porque quería evitar este tipo de conversaciones. Una cosa llevó a la otra y sin venir a cuento empezaron a gritarse. Se dijeron cosas bastante feas sobre la amistad y el sentido de esta, y parecía que tenían muchas balas guardadas en la recámara. Eran amigas, habían sido siempre amigas hasta que Mele se perdió en verano y eso enfrió muy mucho la relación entre ambas, pero solo hacía falta rascar un poco para ver que eran de mundos totalmente diferentes. Ni siquiera ellas mismas sabían que tenían esa extraña cuenta pendiente y ambas se sorprendieron del odio repentino que brotaba a borbotones por sus bocas. Melena le dijo que era una frívola y que no tenía corazón, que decirle a alguien que piensas en otro cuando follas con él es de ser una puta despiadada. Y Paula, al sentirse atacada, le dijo que si estaba amargada que no lo pagara con ella, que si no tenía más amigos era porque era una tía muy rara y que su rollito de depresiva torturada saltaba a la legua, aunque intentara sonreír frente a las chicas de clase, que la tenía calada.

—¿Calada? Pero qué me vas a tener calada si eres incapaz de ver un poco más allá del centro comercial, si lo único que te preocupa es tu pelo… Crece de una puta vez, Paula, la vida es algo más que eso. Despierta. Eres una pobre niña rica, pero la realidad no es lo que te han vendido tus padres. Crece, porque el insti acabará y te enfrentarás a la vida, y te aseguro que por mucho dinero que tengas te van a comer ahí fuera. ¿Quién coño te crees que eres para ir jugando con la gente? Utilizar a Gorka, que siempre has dicho que es tu amigo, de ese modo… Joder, qué mal.

—Oh, vaya… Qué mala soy. En cambio a ti te importa muchísimo, ¿eh? Que desapareces todo el puto verano y no le haces ni caso y ahora reapareces como la buena samaritana que le tiene que proteger.

—Joder, de verdad. No sé qué ve él en ti, porque eres idiota.

—Ah, vale, Melena, claro. Mejor que se hubiera enamorado de una exyonqui como tú, ¿no? Seguro que le habría ido mejor…

—¿Qué has dicho? —dijo Melena viniéndose abajo.

—Lo que oyes, Melena: antes de hablar de los demás, antes de intentar arreglar el mundo, empieza por arreglar el tuyo, porque me da a mí que tienes mucha plancha.

—Eres una hija de puta.

—No, sabes que no lo soy —contestó desarmándose Paula—, pero vienes aquí a meterte donde no te llaman y…

—¿Te lo ha dicho él? —la interrumpió ella.

El silencio de Paula fue la respuesta y Melena se puso a llorar de inmediato. Se sentía herida y traicionada. Y la contrincante que había soltado el chivatazo, al ver las lágrimas de la otra, también empezó a llorar. Y en vez de abrazarse y llorar juntas, Melena la miró con odio y salió del baño como una magdalena mientras que Paula se quedó llorando también y comprobando, nuevamente, que su máscara de pestañas waterproof lo aguantaba todo.

¿Cómo habían llegado hasta ahí? Probablemente la ira acumulada de sus propios conflictos estalló en la dirección equivocada. Paula no odiaba a Melena y empatizaba con su conflicto y le sabía mal, porque sabía que su situación en casa era un caos. Al principio del curso todo el mundo había definido a Paula como una princesita, como una niña mona o, lo que viene a ser lo mismo, una mosquita muerta. Pero hacía varias semanas ya que la nueva Paula había florecido y, al parecer, todo el azúcar que corría por sus venas se había convertido en bilis. Lo que le había dicho a Melena ni era justo ni era su estilo y los remordimientos se adueñaron de ella. Mele la había llamado hija de puta y era tal cual como se sentía, se sentía mala persona. Normalmente la gente discute, la gente lleva a cabo acciones negativas o la gente es egoísta, pero si Paula muriera en ese instante y subiera al cielo, el guardián de la puerta ojearía su expediente y vería que nunca había dicho una palabra fuera de tono, nunca había robado y siempre había hecho el bien y ayudado a los demás. Sin embargo, ahora había una mancha muy grande en su expediente. Había hecho algo muy feo y había herido no solo a una persona, sino a dos con un solo salivazo, con un solo disparo. Lo que había dicho tendría consecuencias en la relación de Melena y Gorka y eso era bastante grave, porque él había sido bueno con ella y ella se lo pagaba chivándose solo para quedar por encima de otra persona. No había disfrute en ese triunfo, pues era un triunfo sucio.

Paula seguía llorando. Intentó recomponerse, pero no pudo y le pareció que volver a clase tras la pausa de la comida era una montaña bastante complicada de escalar y no estaba preparada, así que le dejó un mensaje al chófer para que fuera a recogerla antes y se inventó una tontería tipo «me ha sentado fatal la pasta boloñesa y me encuentro muy mal». Se pasó todo el trayecto hasta su casa tratando de contener las lágrimas, pues no le gustaba que la gente que trabajaba para ella y su familia viera esa flaqueza. Pero el chófer, que era un puertorriqueño muy majo, le preguntó, pasándose los protocolos por el arco del triunfo. Y la pregunta: «Señorita, ¿está bien?» fue la gota que colmó el vaso, y no pudo más que desahogarse y le contó que había tenido un problema con una amiga, que se sentía mala persona y una mierda. Sí, también le dijo eso y que no sabía qué hacer para arreglarlo.

—Señorita, yo no quiero entrometerme en sus asuntos —dijo el chófer con las dos manos al volante y un vistazo fugaz al espejo retrovisor—, pero, si es su amiga de verdad, sabrá perdonarla, y si quiere arreglarlo, lo primero que tiene que hacer es pedir perdón para rebajar un poco ese sofoco que lleva encima. Sea lo que sea lo que haya hecho, seguro que tiene remedio. La honestidad y el arrepentimiento abren hasta las puertas más duras.

A ella le pareció un consejo de baratillo, una de esas frases correctas que se dicen por decir pensando que es justo lo que necesita escuchar el interlocutor, pero en el fondo era cierto. Había hecho algo mal —bueno, había hecho varias cosas mal— y lo primero que tenía que hacer era disculparse para intentar enmendarlas. Lo único bueno que tenía todo esto es que no pensó en Samuel, ni en la cara de Samuel, ni en Samuel en citas facilonas en un montón de horas. El dolor estaba relegando al amor a un segundo puesto.

—Oye, Melena, me está saltando el contestador todo el rato y sé que es porque no me lo quieres coger. Te he dejado un montón de wasaps, pero no me hace doble check, así que supongo que me has bloqueado y lo entiendo. Me siento como una mierda, me siento muy mal por lo que te dije… Fui muy rastrera al utilizar eso para hacerte daño. No es justo. No sé por qué dije eso. Quiero que sepas que Gorka no me lo contó con mala intención, sino porque estaba cansado de que todo el mundo especulara sobre ti y lo hizo para protegerte, de verdad, no te enfades con él. Siento mucho lo que te ha pasado y te considero mi amiga, que, a ver, tú me dijiste cosas también que me dolieron mucho, pero sé que se me fue de las manos. Quiero que sepas que lo siento mucho y que espero que puedas perdonarme. Ni te voy a hacer chantaje emocional hablando de lo bien que nos lo hemos pasado ni nada, porque sé que eres muy lista y lo verías a la legua, pero quiero que sepas que estoy muy mal y que me encantaría hablar contigo y pedirte perdón. Sé que habrá sido un verano duro y que debe de estar siendo muy difícil levantar cabeza. Oye, lo de tu madre no me lo ha contado nadie, pero lo sé, lo sabemos todos, porque la hemos visto algunas veces y es evidente que ella tampoco está en su mejor momento… No sé, Melena, perdóname, por favor. Si quieres hablar de esto o de lo que sea o si quieres insultarme y decirme que soy una hija de puta otra vez, lo puedes hacer porque me lo merezco, pero dime algo.

Era cierto que Melena no quería descolgar y era cierto que la había bloqueado, porque sabía que Paula era una blanda y en el sota-caballo-rey de sus actos venía un mensaje de disculpa, y quería que se sintiera mal, quería hacerla sufrir. Pero Melena no le iba a dar tantas vueltas. ¿Lloró? Mucho. ¿Sufrió? También, pero notaba que las cosas ya no eran tan importantes. Su madre estaba loca y su único punto de apoyo, su amigo al que había recuperado, era un traidor. Sí que se hizo muchas preguntas.

Si soy tan pasota, si el mundo me la suda, ¿por qué coño me jode tanto lo de Paula con Gorka? Vale que quiero proteger a mi colega, pero ¿era necesario que me entrometiera tanto y que hablara con esa idiota? Un verano, cuando era muy pequeña, con seis o siete años, nos fuimos de vacaciones a México. Delante de la casa que alquilamos había un campo con miles de chumberas, que son esas plantas que parecen cactus y que también tenemos aquí, pero el caso es que me metí en el campo para coger higos chumbos y salí escaldada. Era más cómodo que me los dieran lavaditos y peladitos en casa, pero pensé que mi madre se alegraría al ver que era capaz de hacer cosas por mí misma, pero ni siquiera era consciente de que esos higos tenían pinchos, así que cuando arranqué tres o cuatro me di cuenta de que tenía las manos llenas de unos pinchos muy chiquititos, como pelitos, clavados en las manos; me froté y fue peor, y acabé llena de pinchos por todas partes. Lo recuerdo como algo horrible, porque después de que mi madre me gritara y yo me pusiera a llorar por el dolor en mis manitas y por los gritos, me tuvieron que llevar a un hospital para que me los quitaran, lo recuerdo perfectamente. Pero fue mi culpa, si yo no hubiera querido hacerme la guay y no hubiera entrado en aquel campo, no habría salido tan herida. Pues ahora tengo la misma sensación. El motor allí fue agradar a mi madre, ¿y el motor ahora cuál era? Agradarme a mí, hacer de la buena samaritana, como me ha dicho Paula, ganar puntos con Gorka. ¿Para qué? No lo sé. Pero esto me viene fatal ahora.

Si hubiera querido marihuana, habría llamado a Omar, pero se sentía muy mal, muy destrozada y sin nada a lo que agarrarse, y aunque fue muy madura en su desintoxicación y se lo tomó muy en serio, meterse algo era lo único que le podía hacer sentirse un poco mejor. Buscó como loca revolviendo su habitación para dar con el teléfono de Klaus, un tipo al que le compraba la coca, el M o las pastillas antes de acabar pisoteada en aquella discoteca. Era un tipo del que no te podías fiar y era, probablemente, uno de esos camellos que trapichean con la policía, ya que no se sentía nada inseguro a la hora de vender un puñado de gramos a menores.

Encontró el teléfono, le dejó un mensaje como había hecho tantas otras veces y se presentó en su garaje. Un lugar en el que no te gustaría estar. Ella estaba desordenada emocionalmente, mal, y creía necesitar algo. Podía haber recurrido a pastillas, tranquilizantes que también eran ilegales sin receta, pero quería meterse unas puntas de cocaína, eso siempre la hacía evadirse, salir de ella misma, y era una cosa más controlada que las pastillas. Pero Klaus, ese señor calvo y gordo que sudaba tanto (ella pensó que le llamaban así por su parecido con Papá Noel), le ofreció algo nuevo, algo diferente.

—Esto es Nexus, cocaína rosa. Está a medio camino entre el MDMA y el LSD y te va a dar un viaje en condiciones, pero está caro, es a cien pavos el gramo.

Ella no se lo pensó, aunque solo le llegaba para medio con lo que había pillado por casa, así que él hizo la repartición del polvito rosa y se lo entregó a la chica, que no esperó y cogió un poco con la punta de sus llaves y lo esnifó allí mismo. Klaus se despidió con una frase.

—Me alegro de volver a verte.

—Yo no —dijo ella, y salió del garaje.

Llegó a casa, escuchó que su madre le gritaba desde el salón, pero la obvió y no entendió ni una sola palabra. Subió la escalera y se encerró en la habitación. Años antes había colocado un pestillo ella misma. Era muy feo el apaño que había hecho, porque no era una manitas y la puerta y el marco blancos ahora estaban corrompidos por un pestillo metálico comprado en los chinos y unos tornillos mal puestos. Se puso los auriculares, se pintó dos rayas y se tumbó en la cama. Y el tiempo empezó a pasar mucho más rápido. Sintió como si llevara puesta una de esas antiguas escafandras de buzo que la aislaban del mundo, de la vida, de su vida.

*

Paula seguía sintiéndose la peor persona del mundo. Por momentos pensaba que no había sido para tanto, pero ese pensamiento siempre le duraba poco y llegaba la flagelación. Melena no le cogía el teléfono, así que decidió dejarle una nota de voz a Gorka. Puede que Mele no le hubiera dicho nada y sería estupendo poder avisarle de la catástrofe que se le venía encima.

—Oye, Gorka… A ver, bueno, perdona por no haberte contestado al mensaje de Instagram, es que…, no sé, no sabía qué decir y no quería marearte. Porque siento que cada vez que decido algo o que te digo algo es incorrecto, porque luego me dejo llevar y me olvido de lo que he dicho y…, un lío. Pero, oye, que… eh… te dejo este audio, porque he metido la pata hasta el fondo. Le he dicho a Melena que me contaste su secreto. Soy una mierda. Lo siento, joder, es que ella ha venido a preguntarme si tú me gustabas y me ha dicho cosas muy feas y que te estaba usando y que yo era frívola y mala… y no se me ha ocurrido nada mejor que atacarla con eso. Me siento muy mal, porque te dije que no lo diría y sé que tú no me lo contaste como un cotilleo, y yo he faltado a mi palabra y te he traicionado. No paro de cagarla… Entiendo que me odies, entiendo que no te apetezca verme y… Eso, que entiendo todo. Lo siento, Gorka.

<<abrecaja-izda>>

Escribiendo…

<<cierracaja>>

Esas son, sin duda, las esperas más largas. Gorka tardó en contestar porque no sabía qué decirle. Amaba a esa chica, eso estaba claro, era su amiga, pero una amiga no clavaba puñales por la espalda, no utilizaba a sus amigos para sus intereses y siempre se ponía en el lugar del otro. Él había sido muy benevolente con ella, había mirado para otro lado para no sentirse un muñeco al que estaba manipulando con fines sexuales, pero esto era la gota que colmaba el vaso; no podía hacer la vista gorda, porque era una traición en toda regla y le dolía que se hubiera chivado, pero le dolía aún más que eso hubiera herido a Melena o que el comentario le hubiera hecho daño.

<<abrecaja-izda>>

No vuelvas a hablarme en tu vida, Paula.

<<cierracaja>>

Eso le escribió. Sin dobles sentidos, sin emoticonos y escribiendo el nombre, que eso al receptor siempre le daba rabia, porque poner el nombre en un mensaje es como evocarte cuando tu madre se enfadaba y decía tu nombre completo.

Paula se quedó peor de lo que estaba, porque en el fondo albergaba la esperanza de que él entendiera que había sido sin querer y la perdonara, pero no fue así. Gorka, por su lado, se puso las zapatillas y salió a correr sin dirección, sin rumbo, como si le persiguieran, a toda velocidad. Pero correr no hace que los problemas y los conflictos se queden atrás, no, sus historias iban martilleándole la cabeza aunque fuera el más veloz. Y de pronto paró en seco, en la nada, en una carretera que te sacaba del pueblo, iluminado solo por una farola lejana. Dio un par de vueltas sobre sí mismo, se llevó las manos a la cabeza y empezó a llorar presa de la impotencia. Él no era un chico muy llorica, pero estaba claro que últimamente se le había desbloqueado el botón de las lágrimas y lo hacía con facilidad. Era curioso ver a un chico tan masculino y fibrado, con su chándal y sus carísimas zapatillas, llorando en medio de ninguna parte.

*

A la mañana siguiente todos se levantaron con su ya clásico estilo zombi-drama-adolescente, pero por muy mal que durmieran, por mucho que tuvieran el corazón como si hubieran jugado al fútbol con él en un campo de gravilla, tenían sus responsabilidades, pocas, pero las tenían: ir al instituto. Paula no se duchó esa mañana, porque apuró al máximo en la cama ya que se durmió cerca de las cinco y media; no era propio de ella, pero nadie lo iba a notar. Un poco de corrector, una coleta alta y arreando.

Gorka ni desayunó, la mala sensación le había cerrado el estómago y no había sitio para su Cola Cao matutino. Se cruzaron en el pasillo, pero Paula sabía que tenía que tomar distancia y él ni la miró, caminó muy serio agarrado a las asas de su mochila y para clase. Ella sabía que pasaría eso, así que no le sorprendió.

Janine estaba muy ensimismada con sus cosas, con su plan de mafia chantajista de tres al cuarto, y ni se percató de que sus amigos parecían almas en pena en clase. Era un día un poco insoportable de clases aburridas… La verdad es que Martín siempre hacía que sus lecciones tuvieran algo de dinamismo, pero ese día el sopor se adueñaba de todos los alumnos que se distraían viendo cómo las motitas de polvo surcaban el aula por los rayos de sol de la mañana.

Melena se estaba perdiendo la aburrida jornada escolar, porque como su vida era un caos y su madre estaba en trance todo el día y no sabía si era martes o domingo, ni le llamó la atención. Se drogó hasta tarde y durmió hasta tarde. Hizo algo que siempre le había vuelto loca: hacía calor y puso el aire acondicionado porque quería tener la sensación de gustito que le provocaba taparse con el nórdico, y eso hizo, se sepultó debajo de él y no salió en todo el día, no comió, bebió poco y dormitó casi todo el tiempo en un estado extraño de duermevela donde nada era real y todo lo era al mismo tiempo. Soñaba y no, vivía y no. Pero no se perdió solo el calor del aula y la pereza escolar, no, se perdió uno de los momentos más fuertes vividos en clase.

A Paula le llamó mucho la atención que Samuel estuviera trasteando con su móvil, a Martín también. Lo que pasó a continuación fue una escena bastante desagradable e incómoda de presenciar. Martín le quitó el teléfono a Samuel, que se excusó diciendo que estaba hablando con su madre, pero el profesor le pasó el teléfono a Nadia para que leyera en voz alta el mensaje que tenía el chico en el móvil. Gran error, un error poco pedagógico, pero los profesores también tienen derecho a equivocarse, a tomar decisiones incorrectas.

—«Marina no tiene sida, animal… Es VIH».

Eso leyó Nadia delante de toda la clase.

Guzmán, el hermano de Marina, se levantó como un miura desatado e intentó frenar la situación, pero ya era demasiado tarde. La bomba estaba ahí, encima de todos los pupitres. Marina se levantó, nerviosa pero valiente, y explicó que sí, que tenía VIH, pero que era indetectable y que no podía contagiar a nadie, que se medicaba y que se hacía analíticas rigurosamente. Se generó un silencio sepulcral. Había todo tipo de opiniones:

Opinión A: Jo, la verdad es que lo de Marina me ha sorprendido porque es mona y no se le ve que esté enferma. Una vez vi una película de gente con sida y todos tenían una pinta horrible… Marina no. No sé, me voy a fijar mejor, pero de lejos.

Opinión B: Marina tiene unos cojones que pa qué. No estamos en los años ochenta, debemos dejar de estigmatizar el VIH, no pasa nada, si te medicas a rajatabla no tienes por qué llevar una vida peor. Es una chorrada. Creo que no debería haberlo dicho porque es su vida y su intimidad, pero por otro lado pienso que es genial que lo haya dicho porque da visibilidad y los capullos de clase empezarán a normalizarlo. Hay que normalizar esas cosas. Es un rasgo más y no afecta a nadie… Solo afecta a los gilipollas que no entienden nada y lamentablemente hay algunos por aquí.

Opinión C: ¿En serio tiene eso? Madre mía, no me lo puedo creer. ¿Cómo lo habrá pillado? ¿Pinchándose con jeringuillas por ahí? O follando sin condón… Jo, no me lo esperaba, me sabe mal por ella y por su hermano que es tan guapo…

Opinión D: A mí me da igual que diga que no puede contagiar, yo no me pienso acercar a ella. Más vale prevenir que curar. Bien lejos. Además, nunca me ha caído muy bien.

Opinión E: Me la suda lo que tenga Marina, solo quiero aprobar el puto curso.

Opinión F: Qué pena, con toda la vida por delante.

Opinión G: Marina mola y es muy valiente por haberlo dicho. Es maja conmigo y eso no va a hacer que cambie mi relación con ella, o sí, ahora la voy a ver con otros ojos: una persona que es capaz de abrirse delante de todos y contar eso merece todo mi respeto.

Paula no sabía cómo digerir la noticia, pensaba un poco como la opinión G, pero también un poco como la F, y un poquito, muy poquito, como la C y casi nada como la A, pero algo de A había en ella y, claro, a ella quien le preocupaba era Samuel, que estaba con una cara de sufrimiento, el pobre. Paula sufría por él, cómo estaría digiriendo él esta noticia. ¿Lo sabría de antes? ¿Se habría enterado hacía poco? ¿Lo habrían hecho? ¿Con cuidado? A ver, Paula sí que entendía eso de ser indetectable, porque una vez en la ESO les dieron una charla los de una asociación que se llamaba Apoyo Positivo o algo así, pero ¿y si Marina se equivocaba?

No sé si yo podría acostarme con Samuel si supiera que tiene VIH. Por un lado, creo que no tendría problema, pero creo que me han educado para que rechace todo lo relacionado con eso… Me han sobreinformado y eso ha creado un efecto adverso, y en vez de vivirlo de un modo natural, a lo mejor preferiría tomar distancia… O no, porque amo a Samuel y quiero estar con él, y si tomamos precauciones no tiene por qué pasar nada, pero ¿y si nos casáramos? Yo quiero tener hijos… ¿Puede una persona con VIH dejarme embarazada y que los niños salgan sin el virus? Supongo que sí. Esta noche pienso buscarlo en Google. Pero, claro, si no puede contagiarme, tampoco sus espermatozoides lo trasmitirían, ¿no? Qué complicado, qué duro… Pero creo que, si ahora viniera Samuel y me dijera que tiene el VIH más grande del mundo, le abrazaría, le cuidaría y le querría igual o más, así que decidido: si Samuel tiene VIH porque se lo ha pegado Marina, no será un impedimento para mí.

En cualquier caso son fantasías. Soy una fantasiosa. No me voy a casar con él, no voy a tener el debate moral de si acostarme con él, porque o Marina se cambia de ciudad o se muere, o me temo que él nunca tendrá ojos para otra chica.

Después de pensar en eso, buscó a Gorka con la mirada para ver cómo estaba reaccionando con el tema, pero él pasaba de todo. No le gustaban los berenjenales de clase, ni los chismorreos, y probablemente era de la opinión E. Le daba igual la vida de los demás, demasiado tenía ya con la suya patas arriba. Gorka estaba mirando al frente mientras mordía el lápiz, le rebosaban las ganas de irse a su casa. Lo de Marina le había llamado la atención cinco segundos. Y si hubiera empezado a arder el colegio, le habría llamado la atención cinco segundos también. Tenía una sensación muy parecida a la de Melena, pero sin estar oculto bajo un nórdico. Solo podía pensar en ella.

Melena no ha venido y no ha venido porque no quiere mirarme a la cara porque le debo dar bastante asco. Joder, qué mal. Me siento fatal por haberme chivado… Nunca debí decírselo a Paula. Mi amiga sale de un centro de desintoxicación y en vez de hacerle la vida más fácil se la intento complicar empujándola a una recaída. Conozco a esa tía como si la hubiera parido y te aseguro que algo se está metiendo ahora, aunque sean unas pastillas para dormir y evadirse, pero algo ha pillado fijo. No sé si ir a su casa después de clase o si apartarme. No sé si dejarle un mensaje o llamarla o esperar a que me caiga un chaparrón en forma de bronca, pero ella no es así. Cuando Melena ve un conflicto, se aparta como si no fuera con ella, y probablemente lo que haga sea evitarme, ignorarme y fingir delante de los demás.

Creo que es la chica con más capacidad de tragarse sus movidas que he conocido nunca. Yo creo que los de mi generación estamos muy condicionados por las mierdas que nos enseña la tele y los putos realities, esa cosa de hacer alarde de nuestros dramas. Hay casi un placer en mostrar que estás mal delante de los demás, que sepan que tu vida es dura. O sea, que nos sentimos muy cómodos en el papel de víctima, pero, aunque Mele las ha pasado putas, nunca ha sido así. Nunca ha ido con el drama de su madre a nadie ni se ha aprovechado de sus historias para conseguir favores de los profesores. Se ha callado y eso me mola mucho de ella.

Nació el mismo año que yo, pero es como si no perteneciera a esta generación. Mele es diferente, sí, y me da pena perderla por ser un puto bocas. ¿Qué hago? Creo que lo mejor es no hacer nada. Esperar. Cuando empezó el curso y le pedí explicaciones, pasó de mí, pues ahora, aunque sea un poco cobarde, igual es mejor que me calle, que me vaya al burladero y que las vea venir y me adapte a eso, ¿no? ¿Yo qué coño sé? Y lo de Marina, pues me la suda, el VIH ya no es nada, no estamos en los ochenta.

Opinión B + E

—Perdonad, ¿alguien sabe por qué no ha venido María Elena a clase? —preguntó Martín una vez reconducido el alboroto en el aula y diez segundos antes de sonar la campana.

Algunos compañeros comentaron por lo bajo fomentando los rumores que se habían extendido sobre el paradero de la chica en verano. La gente pensaba que ella era rara, porque casi siempre venía con su cara amable, pero saltaba a la legua que había algo oscuro, porque a veces se cansaba de mostrar su sonrisa y se la veía siempre abstraída o gastando boli pintarrajeando sus cuadernos sin mucho interés.

Las clases acabaron y Janine salió rauda y veloz. Lo que quería evitar las semanas anteriores ahora se había convertido en su morboso objetivo: quería cruzarse con Mario. Quería ver si era él ahora el que agachaba la mirada, el que la evitaba y el que lo pasaba mal. Esa idea de los cambios de papeles la hacía sentirse muy poderosa. Ojo, que no justificaba el comportamiento que había tenido el repetidor, pero reconocía que la sensación de estar por encima de él, de dominar la situación, le resultaba muy pero que muy placentera.

Lo encontró. Él la vio y se puso muy nervioso.

Joder, ya está la puta gorda dando por culo otra vez y no dejándome en paz, madre mía, qué pesada…, nunca mejor dicho.

Mario se despidió de su rebaño y aceleró el paso, pero ella era rápida también y le estaba siguiendo, literalmente, sin esconderse. Así que cuando salieron del edificio principal, él aprovechó que no había mucha gente y se giró para decirle:

—¿Qué coño te pasa? Que sí, que quedaré contigo, ¿qué más quieres? Déjame en paz, hostia.

La verdad es que Janine no le estaba siguiendo con ningún tipo de intención, salvo la de putearle un poco. Era divertido y excitante ser ahora la asesina enmascarada de este slasher particular. El giro de él la pilló desarmada y no supo qué decir, así que se limitó a reírse mostrando un lado de tonta juguetona. Mario estaba desconcertado; en una situación normal le hubiera empujado sin respeto, la hubiera insultado, despreciado y amenazado muy seriamente, pero esta era su primera vez como víctima del bullying (de este bullying tan light) y estaba maniatado por lo de la foto. No sabía cómo se comportaban los perdedores, así que suspiró, puso los ojos en blanco y retomó el paso.

—¡Mario! —le gritó ella—. Nos vemos el sábado.

Él ni se giró. Levantó el brazo y le enseñó el dedo corazón. Una peineta era símbolo de desprecio, pero sabía que se lo tendría que tragar todo y quedar con ella, aunque solo el hecho de imaginárselo le repugnara. Estaba condenado a ir a esa cita, pero ¿se iba a quedar de brazos cruzados? Podía ir, comportarse como un cretino y que ella se arrepintiera de la trampa, o podía ir, ser majísimo y encantador, algo que le costaría mucho esfuerzo, hacer que ella se enamorara de él, al fin y al cabo ya la sedujo una vez, y luego destrozarla viva cuando la tuviera comiendo de la palma de su mano. Algo tenía que hacer, pero no podía ceder sin más al chantaje de una idiota y quedarse impasible, como si nada. Porque si algo sabía de chantajes, solo lo que había visto en un puñado de series dobladas, es que cuando cedes una vez entras en un bucle infinito en el que el chantajista no cesa y te sigue pidiendo más y más cosas. Había sucumbido a la artimaña de la cita, vale, pero ¿qué vendría después?, se preguntaba.

Empiezan pidiéndote esas tonterías y luego quieren que te las folles, llevarte a su casa y fingir que tenemos una relación para que sus padres dejen de pensar que es bollera. No sé, no me fío un pelo de esta tía y algo tengo que hacer. De mí no se ríe nadie. Nadie. Y menos una marginada como esta. Iré a la cita y ya se me ocurrirá algo…

*

Melena bajó sigilosa, no porque no quisiera hacer ruido, sino porque llevaba tanto tiempo enclaustrada en su cuarto que era como un fantasma. La cocaína le quitaba el hambre y siempre perdía como mínimo un kilo, pero, eso sí, en cuanto se pasaban del todo los efectos se empezaba a notar el agujero del estómago y le entraba un hambre voraz, por lo general hambre de hamburguesas y pizzas o de perritos y kebabs, depende de lo internacional que se sintiera. A veces podía saciar el ansia de comer con lo que pillara en la nevera, creando mezclas imposibles en su estómago: unas aceitunas negras, este poquito de pavo reseco, ensalada de patata de varios días atrás, un puñado de Apetinas, Risketos, un mordisco de sandía, pistachos, aquel muslo de pollo olvidado, surimis y, ¿por qué no?, un vaso de leche con cereales. Lejos de sentarle mal, la mezcla explosiva de alimentos y glutamato a su cuerpo le venía de maravilla, eran unos manjares para degustar de pie frente a la nevera, sin sentarse. Pero, claro, su madre hacía varias semanas que se había desentendido de la compra y al no tener servicio, la casa estaba descuidada, y la nevera tan vacía como la de una casa abandonada, y es que lo era. Estaban abandonadas. La madre, la hija y la nevera.

Melena no tenía dinero en efectivo, solo una cuenta con unos euros, pero tampoco era para tirar cohetes y lo guardaba para una ocasión de urgencia, para cuando no pudiera tragar algún arrebato de la madre y tuviera que dormir en un hotel, pillar un tren, un avión, veneno, etcétera. Así que no se lo pensó dos veces.

Cruzó el hall para llegar al perchero de la entrada, donde su madre dejaba siempre el último bolso que había llevado. Cambiaba todos los días de bolso, pero hacía tantos días que no salía… El sonido de un programa de televisión daba a entender que la madre estaba en coma en el sofá viendo teletiendas absurdas de tontas mesas plegables, mangueras que se enrollaban solas o relojes en miniatura. Aun así, Mele se asomó para confirmarlo. Sí, la madre o lo que quedaba de ella estaba tirada en el sofá con la boca abierta. Melena metió mano del monedero sin pensárselo.

No sabía cuánto dinero tenía su madre en la cuenta; de hecho, no sabía si ya eran tan pobres como decía o si era solo un farol. Lo que estaba claro es que ella era el Tío Gilito de la casa y la que manejaba las cuentas. Sabía que habían tenido mucho dinero, solo había que ver el casoplón en el que vivían o el gasto en excentricidades de la madre, pero no sabía si la ruina estaba llamando a la puerta. Melena suponía que, si todavía vivían ahí, la situación no sería tan terrible. Ya le había robado del monedero otras veces, pero lo que iba a hacer ahora era copiar los números de la tarjeta de crédito para comprar comida por internet, para pedir un par de pizzas o comprar algunas cosas básicas como pan de molde, papel de váter y eso. Sacó la tarjeta, sacó su móvil e hizo una foto, y antes de que pudiera guardarla y dejar de sentirse como un personaje de esas películas tipo Misión imposible, oyó la voz a su espalda:

—¿Qué haces?

La madre estaba tras ella, demacrada y con su clásica bata oriental. Melena se giró y se asustó por la sorpresa de la pillada y por la imagen espantosa de su madre con el pelo sucio y esa versión tan dejada de sí misma.

—Tengo hambre. No hay nada que comer, tengo que comer, tienes que comer.

—¿Me robas? Me estás robando, pequeña malcriada. Ladrona. ¡Te lo doy todo! ¿Te he dado mi vida y me robas? Eres una estúpida desgraciada. Ya me podía haber tocado una hija como Marina Nunier, que es maja, saca buenas notas y no roba a sus padres. Qué asco de vida, de verdad. ¡No cojas mis cosas! ¡Deja mi dinero! ¡Deja de robarme la vida!

Mele no era psicóloga, pero era obvio que la madre estaba fuera de sí. La reacción era desmedida y estaba con un brote de histeria y los ojos inyectados en sangre mientras le gritaba disparates. Sin venir a cuento la abofeteó. No fue una bofetada como en las películas, cuando una modelo le da una bofetada a otra modelo. No, fue un guantazo un toda regla, tanto que la oreja de Mele resonó y pensó que le había reventado el tímpano.

La chica se quedó desarmada y no se la devolvió, no tenía ganas, no quería empezar esa pelea, así que se puso a chillar como una loca. La escena no era naturalista en absoluto. Una madre histérica y fuera de sus casillas y una hija con cara de muerta y de resaca emocional que chillaba como si hubiera visto al asesino del garfio de Sé lo que hicisteis el último verano. Puede que el chillido fuera solo una defensa, como cuando las mofetas expulsan su hedor por sorpresa para noquear a sus contrincantes, pero la madre se lo tomó peor que si le hubiera devuelto la bofetada, así que para hacerla callar o para ganar la batalla le arreó otro guantazo y luego otro, y Melena se acurrucó en el suelo y la madre se abalanzó sobre ella pegándole puñetazos. ¿De dónde había sacado la fuerza? Si segundos antes parecía un vegetal.

Dicen que las madres para proteger a sus hijos sacan fuerza de debajo de las piedras y existe el mito de que una madre viendo en peligro a su retoño es capaz hasta de mover un coche; pues sería como eso, pero al revés. Melena se tapaba la cabeza, la cara, las orejas, y le gritaba que parara, que se detuviera, pero la madre estaba como poseída y no podía cesar. Escupía frases relacionadas con el robo, cosas ininteligibles, y lloraba y balbuceaba y la saliva le salía a perdigones sentada sobre su hija de dieciséis años, que solo estaba buscando dinero para alimentarse, para nada más. Pero la madre habló de la droga, de que le quería robar para drogarse y cosas por el estilo. Era una imagen muy patética y muy desoladora, tanto como el silencio que lo inundó todo cuando la madre se cansó y no pudo pegar más y se vio desde fuera. Una madre sentada sobre su hija indefensa que no se movía y que había parado de llorar, asustada y sin saber qué hacer salvo esperar a que parara. Paró.

La madre se apartó y reptó por el suelo hasta apoyarse en la pared y empezó a llorar. El desorden emocional que sentía era proporcional al desorden que había en su dormitorio, en el salón… Se apartó el pelo de la cara, pasó la manga por la nariz para limpiarse los mocos que le estaban chorreando y que casi le entraban en la boca y susurró:

—Coge la tarjeta, haz lo que te dé la gana…

Melena estaba en shock. Le daba igual el dinero, le daba igual la comida, le daba igual su vida, todo le daba igual. Un hilo de sangre empezó a chorrearle nariz abajo, se tocó, se vio la mano manchada de rojo y se lo mostró a la madre con los ojos muy abiertos. No dijo nada, no hizo falta, la estampa hablaba por sí misma.

Se levantó y caminó lentamente escalera arriba. Apesadumbrada, apoyó la mano en la barandilla blanca y fue dejando el rastro con la sangre que tenía en la mano. Varias gotitas fueron cayendo de su nariz a la moqueta. Cuando ya no estaba allí y la soledad y el silencio solo se rompían por la lejana voz en off de los falsos testimonios de los anuncios de la teletienda, la madre susurró algo, algo imperceptible, casi sin vocalizar, casi sin volumen:

—Lo siento…

Pero ya era demasiado tarde, allí no había nadie para escucharlo.

Melena estaba arriba, acurrucada de nuevo bajo el nórdico. Ojalá hubiera tenido una hermana para que la abrazara, pero nunca había notado ese tipo de cariño o ese tipo da calor. Le entró una extraña morriña, y mientras lloraba, frágil, se levantó y desmanteló su armario buscando algo. Podrías pensar que buscaba restos de marihuana, pero no. Sacó todos los jerséis de invierno, y cuando el suelo estaba llenito de prendas de lana y de punto, lo encontró aplastado y un poco deforme: un muñeco de peluche viejo y sucio con forma de unicornio o de poni con cuerno, o de Pegaso venido a menos. Un peluche al que tuvo mucho cariño de pequeña. Se le iluminó la cara por un momento con el hallazgo y lo llevó con ella a su cueva de plumas nivel de calor tres. Volvió a acurrucarse, pero esta vez abrazada a aquel peluche antiquísimo.

Siguió llorando. Le hubiera gustado desaparecer por arte de magia, que sus pensamientos pararan de torturarla, ya que no podía evitar analizar su vida y retroalimentarse con un sinfín de imágenes oscuras. Siempre había tenido una vida así de dura, nunca había recibido cariño o palmaditas en la espalda. De niña pensaba que eso era lo normal, que todas las madres gritaban y pegaban y que la soledad era el estado natural de todas las niñas del mundo, pero ahora ya no era una niña y podía analizar su circunstancia objetivamente, y objetivamente veía que estaba de mierda hasta el cuello. No tenía futuro, o no tenía uno claro. No tenía intereses, ilusiones u objetivos en la vida, no tenía amigos, no tenía familia. Solo era poseedora de un listado sin fin de malos recuerdos, de malas sensaciones y de pasajes que ojalá pudiera borrar con un chasquido de dedos, pero no tenía ese poder, no tenía ninguno, ni siquiera el de la invisibilidad, que era el que veía más cercano, porque sentía que nadie la veía, que no importaba a nadie.

Pasaron por su cabeza diversas imágenes. Ella saltando por un puente; no, no había puentes cercanos, y si saltara desde su ventana se haría un esguince y poco más. Ella cortándose las venas; no, eso nunca funcionaba, siempre te encontraban, te salvaban y luego era todo mucho peor. Intentó contener la respiración, pero eso era inútil. No tenía cuerda para ahorcarse y no era muy mañosa, así que hacer nudo de soga o nudos marineros no era algo muy para ella; podía buscar en YouTube, pero no tenía ganas. Había escuchado, no recordaba dónde, que un chico de un colegio al que sus compañeros sometían a bullying porque era gay se inyectó Fanta y murió, porque el gas entraba en el corazón y petaba o algo así. Eso sonaba a mucho dolor y no quería sufrir de ese modo, no quería sufrir más. Así que lo único que le quedaba era desear que un milagro la quitara de en medio, que la hiciera morir porque sí.

Recordó una escena de Dentro del laberinto donde Jennifer Connelly deseaba que su hermano, un bebé que no paraba de llorar, desapareciera, y aparecía David Bowie, que era el rey de los goblins, y lo hacía desaparecer… Melena no creía en la magia, ni creía en Dios, no creía en nada, pero por desear que no quedara, así que deseó morir con todas sus fuerzas, y apretó el muñeco contra su pecho y apretó la cara contrayendo todos los músculos, y lo que pasó es que se quedó dormida.

*

Melena despertó desorientada. Ya no tenía hambre, ya no lloraba y había perdido totalmente la percepción del tiempo. No sabía si era de noche o es que era una mañana nublada, no lo sabía ni le importaba. Se incorporó en la cama y apartó el nórdico desmontando así ese refugio que la ocultaba del mundo, algo le picaba en la nariz y se la frotó para descubrir horrorizada que tenía varios pelos esparcidos por la cara. Se giró asustada y se levantó, encendió la luz y se acercó a la cama lentamente para encontrar lo que ya imaginaba. Mechones de su pelo oscuro en la almohada.

Se llevó las manos a la cabeza y se quedó con varios pelos en las manos. Corrió al espejo para comprobar cómo de grave era el problema y descubrió varias calvas por toda la cabeza. Las podía disimular, pensó, no era tanto, pero no quería que le volviera a pasar; eso era lo último que necesitaba. Ella sabía que ese tipo de alopecia no era una cosa que saliera de la noche a la mañana. No funcionaba así, se le podía caer el pelo por problemas que hubiera tenido varios meses atrás… Así que igual era debido a su etapa destructiva con la droga, a la ansiedad del centro de desintoxicación, pero lo triste es que no hacía falta ser una gran rastreadora para encontrar mil momentos de su pasado inmediato que le podían haber provocado la caída de pelo. ¿Y ahora? Se vistió y bajó la escalera corriendo. Su madre estaba tirada en el suelo en la misma posición en que la había dejado. No le importó. Parecía dormida o inconsciente o muerta, le dio igual. Cogió la tarjeta de crédito y salió de la casa.

Cualquiera pensaría que iba a ir a comprarse un gorro o al supermercado a llenar la despensa por fin, pero no, frío, frío. Un camello como Klaus, que trabajaba en un barrio de élite, con clientes tan adinerados, por supuesto que tenía un datáfono, estaba completamente segura de que así era. Ella sabía muy bien cuál era el número pin de esa tarjeta: los cuatro dígitos del año en que su madre fue coronada como Miss España.

Golpeó varias veces la persiana de Klaus y la puerta del garaje se abrió, y el resto te lo puedes imaginar.

Gorka se arrepentía muy mucho de haber contestado sí a la pregunta de si pensaba que el autor del diario era el asesino.

—¿Sabes de quién es esto, Gorka? No lo sabes, vale. Entonces, ¿nos puedes explicar por qué lo dejaste en el buzón de la policía? Tenemos cámaras por todas partes.

Gorka se puso a llorar nuevamente como un niño.

La inspectora estaba acostumbrada a que cuando interrogaba a menores ellos salieran con llantos. Algunas veces era fruto de la presión, del miedo que daba ser interrogado en una sala desnuda, sin más mobiliario que una mesa metálica y dos sillas, sin aire, sin ventanas, sin escapatorias. Porque daba miedo meter la pata, decir lo incorrecto. Y otras veces era solo un vago intento de pedir clemencia y de que no se los valorara como posibles criminales, ya que todavía lloraban como críos.

Gorka lloró porque tenía miedo de decir según qué cosas. Se sentía como si estuviera sentado encima de un detonador que estallaría si él pronunciaba la palabra incorrecta, podía hacer que todo saltara por los aires.

—No es mío, eso lo juro —balbuceó.

—Eso ya lo imagino, pero, entonces, ¿de quién es?

—No puedo decirlo, no quiero decirlo… No sé cómo decirlo, porque puedo joder mucho a alguien.

—Gorka, por favor. Tú mismo trajiste por tu propio pie ese diario y lo metiste en el buzón de la policía. Si lo trajiste es porque crees que la persona que lo ha escrito está involucrada en el asesinato de Marina.

—Sí… Lo encontré, lo leí, y justo había pasado lo de Marina y pensé que era algo demasiado fuerte como para que yo lo supiera gestionar, ¿entiende?

La inspectora movió la silla con gestos lentos, para no asustarle, y se sentó a su lado para trasmitirle tranquilidad, pero el chico estaba muy nervioso. Sabía que lo que dijera podía cambiar el destino de una persona que conocía demasiado bien y que le importaba.

—Gorka, tranquilo, estás haciendo lo correcto.

—¡¿Entonces por qué me siento así de mal?! —gritó él.

—Porque a veces hacer lo correcto es doloroso. Pero tú quieres que se haga justicia, ¿verdad?

El chico asintió con la mirada gacha y los ojos vidriosos, las manos entrelazadas sobre la mesa, y la inspectora volvió a preguntar casi como un murmullo:

—¿Quién escribió ese diario? ¿Dónde lo conseguiste?

Y como en un conjuro, él dio el nombre que le quemaba en los labios.

Capítulo 6

     

Llegó el sábado. Janine se levantó esa mañana como si fuera Navidad. Abrió los ojos y saltó de la cama. A sus padres y a sus hermanos les pareció que estaba eufórica y así era. Ella sabía que su cita no era una cita de verdad, es más, ella no quería una cita de verdad con Mario, porque le parecía un cretino, pero se sentía especial, como si la quedada no fuera una artimaña fruto de un chantaje. Algo así como si ella se hubiera preparado una fiesta sorpresa y pensara disfrutarla como si se la hubiesen preparado otros. Se pasó horas en el baño poniéndose mascarillas, depilándose, se aplicó aceite de oliva por toda la cabeza porque había visto un vídeo en internet que decía que era casi tan bueno como la placenta y que quedaba brillante y sedoso. Ella se sentía como una ensalada, pero le pareció todo un maravilloso proceso de belleza. Se pintó las uñas de los pies, aunque iba a llevar zapatos cerrados y calcetines.

Claro que tenía la mosca detrás de la oreja y dudaba de que todo fuera a salir a pedir de boca. Por lo poco que conocía a Mario, no le parecía el típico chico que iba a ceder sin más a un chantaje. Pensó en aquella película de Drew Barrymore, Nunca me han besado, donde la niña de ET interpretaba a Josie Asquerosi y el chico más guay del instituto la iba a llevar al baile, pero cuando ella salía con su vestido espantoso rosa metalizado a la puerta, el chico en cuestión pasaba en un coche y le lanzaba un montón de huevos… Janine no quería ser Josie Asquerosi y tenía todas las de ganar porque poseía las fotos que comprometían a Mario. Se quitó los malos pensamientos de películas de finales de los noventa y siguió con sus tratamientos.

Mientras tanto, Mario continuaba pensando en qué podía hacer para darle un escarmiento a la chantajista, pero todo lo que se le ocurría era descabellado y rozaba la ciencia ficción. No era un chico muy ingenioso, no era muy elocuente y nunca había sido macho alpha por su capacidad de liderazgo, sino porque el resto de los chicos le tenían miedo porque parecía un treintañero y preferían ser un rebaño de betas a contradecirle, pero siempre había un par de chicos en su pandilla que daban las ideas, que trazaban los planes de fin de semana, y Mario, tan bobo como siempre, se los atribuía para seguir pareciendo el líder y el resto le daba la razón.

El chico siempre fardaba de las chicas de Tinder con las que quedaba y de que luego, tras la primera cita, pasaba de volver a quedar con ellas. Lo que él no sabía es que ninguna de las universitarias con las que quedaba volvería a tener una cita con él:

Universitaria 1: ¿Con Mario? Uf, qué va, qué pereza… Miraba a través de mí. Era una cosa muy extraña, yo hablaba, él asentía, pero me daba la sensación de que se miraba reflejado en mis ojos, que no estaba conmigo… A ver, el chico estaba bueno y me lo llevé a casa, pero luego fue un pluf, tardó cinco minutos. Fue un visto y no visto.

Universitaria 2: ¿Quién es? ¡Ah! El tonto del mentón pronunciado. Qué pereza de tío. Tuve que invitarle yo porque no llevaba la tarjeta. Solo hablaba de banalidades y, la verdad, en las fotos no parecía tan idiota… Fue una cita para olvidar, aunque la culpa es mía por liarme con niñatos.

Universitaria 3: Menudo imbécil.

Universitaria 4: El sexo estuvo bien, solo estuvo mirando sus intereses, pero, bueno, correcto, pero el antes y después… ¡QUÉ MAL! Solo hablaba de chorradas y de las series que hacía en el gimnasio. Si me hubieran dado un céntimo por cada vez que se tocó el pelo, te aseguro que estaría forrada. El típico niño rico con mucho ego. No le volví a llamar, claro que no. Luego me borré de Tinder. Los tíos son todos idiotas, pero mucho. Para quedar con un cretino solo para que me dé una alegría de un par de minutos prefiero dármela yo sola y no tener que aguantar a un patán emocional que no sabe situar Pamplona en un mapa. Ciao, pescao.

Su escaso éxito con las mujeres era el anuncio de algo que estaba a punto de pasarle. El instituto es una jungla y él era el rey, pero acababa ese año y su reinado fuera de las fronteras de Las Encinas no era reinado, sino un puñado de defectos de un niño malcriado. Sin embargo, Mario no era consciente, pensaba seguir el negocio familiar, o lo que es lo mismo: vivir del cuento mientras la app que había creado su padre seguía inyectando dinero en sus cuentas y disfrutar. Se sentía afortunado, pero tenía una gran enfermedad: la falta de consciencia, la capacidad de hacer autocrítica y de ver con objetividad, nunca miraba más allá de su ombligo y eso le imposibilitaba tener un comportamiento social normal o estar preparado para ser un adulto resolutivo, y eso o se aprende de joven o queda como asignatura pendiente, y la madurez no es algo que se pueda aprobar en septiembre, lamentablemente para él.

Mario no se esforzó mucho más de lo habitual en arreglarse para la no-cita. Siempre tardaba bastante en decidir su vestuario, ya fuera para salir de fiesta o para ir a comprar un videojuego, así que dudó qué ponerse y se decantó por el polo celeste, que como era moreno —porque la piel de su madre era tirando a aceituna— le contrastaba y le sentaba muy bien. Pantalón chino y zapatillas limpitas. Ni una sombra en la barba, un poco de la colonia de Hugo Boss, que no era la de ocasiones especiales, y para la calle.

Se sentía decepcionado por carecer de un plan de destrucción para acabar con Janine, pero no tenía mucha alternativa, así que pensó que lo mejor era ir, esperar a que ella viera que no podía sacarle nada y volver a casa o cambiarse para irse de fiesta si sus colegas estaban de marcha. No se iba a comportar como un cretino, ni tampoco iba a hacer un alarde de encanto, porque la opción de que ella se enamorara de él y luego vapulearla estaba bien, pero le daba mucha pereza tener que intentar ser majo.

*

Paula seguía sintiéndose una de las peores personas sobre la faz de la tierra. Insistió mucho a Melena, pero ella no descolgó en ningún momento, entre otras cosas porque estaba con un cebollón de flipar en un after, pero esto Paula no podía saberlo. A Gorka no quería llamarle, puesto que él había sido muy tajante al decir que no quería volver a hablar con ella nunca. Se sentía tan mal que pensó en llamar a Janine para contarle todo y desahogarse, pero Janine no estaba por la labor, estaba acabando de prepararse para su no-cita. Así que poco podía hacer. Se sintió bastante desdichada y, por suerte o por desgracia, su madre se lo notó.

Susana, la madre de Paula, era una mujer estupenda, demasiado. Era muy trabajadora, pero también maternal, y para ella su familia era lo primero. Claro que no era una mamá que cocina o plancha, pero sí una mamá que había empezado en lo más bajo y había crecido, sin que nadie le echara un cable, para llegar a ser directiva de una de las agencias de viajes más importantes de España. El padre era piloto y nunca estaba, pero la madre sacaba un diez en el examen de la maternidad. Había leído revistas sobre educación, libros y demás, y tenía ese rol que da un poco de rabia de «Quiero ser tu amiga», pero siempre estaba cuando se la necesitaba. Susana creía que lo había hecho bien con su hija. Era buena, sacaba buenas notas, un poco manirrota, pero estaba en la edad y nunca había traído a casa problemas de novios conflictivos, de drogas o de faltas leves en el colegio. Aun así, no hacía falta ser un hacha para darse cuenta de que a su hija le pasaba algo.

Pidió a la chica que trabajaba en casa que preparara unos zumos Detox y sentó a su hija en el balancín del porche para que se abriera con la excusa de «Hace mucho que no pasamos un rato tú y yo solas». No es que fuera una madre controladora o manipuladora, pero había leído en un artículo que, si quieres que tus hijos se abran, lo mejor es abrirte tú, así que empezó hablando de sus conflictos laborales, de que las cosas no iban bien en la empresa y de sentimientos, de que a veces se sentía un poco sola ya que el padre viajaba muchísimo. Soltó todo eso para que Paula se sintiera en confianza, y así fue.

Tenía tantas ganas de vomitar sus problemas que no le importó que el interlocutor fuera su madre. Así que le contó todo, absolutamente todo, con todo lujo de detalles. Tras una pausa, la madre dio un gran sorbo al zumo, la boca se le había secado por completo al escuchar el relato. Ella pensaba que el conflicto de su hija sería «Me gusta un chico que no me hace caso» (aunque eso sí había aparecido en el monólogo de Paula) o «He discutido con mis amigas» (que también) o «El curso es muy difícil y creo que voy a catear». Pero no imaginaba todo lo que Paula le contó. Ella demandaba sinceridad e iba de amiga, y las amigas cuentan con pelos y señales. Pero, claro, enterarte de que tu hija de dieciséis años se acuesta con su amigo pensando en un tío por el que está completamente obsesionada, o que una de sus amiguitas ha estado en desintoxicación por su adicción a todo tipo de drogas no es plato de buen gusto para nadie. Le parecía muy contradictorio ver a una niña rubia de pestañas interminables llorar como lo que era mientras relataba esa historia.

—Claro, mamá, entonces yo fui corriendo a ver a Gorka, salté sobre sus brazos y lo hicimos por toda la casa. Es más, le convencí de que lo hiciéramos en la cama de sus padres, para poder pensar que estaba en casa de Samuel, porque la habitación de Gorka la conozco mucho, y luego él, casi desnudo, empezó a tocar la guitarra y cantamos Creep y me sentí genial y muy a gusto, y ahora no me quiere volver a hablar porque me he comportado como una arpía, como una víbora, y le he traicionado del todo… ¿Qué hago?

Por muy moderna que fuera la madre y por mucho manual que hubiera leído, no se sentía nada preparada para aconsejar a su hija. Acababa de descubrir que ya no era virgen, que era activa sexualmente, muy activa, que sus amigos se drogaban… Así que lo apropiado era sugerirle:

—Cariño, creo que lo mejor es que te quedes en casa, que no le des más vueltas y que esperes a que las aguas vuelvan a su cauce, ¿no crees? Tomar la iniciativa te ha salido regular. Son tus amigos, tarde o temprano se les pasará el mosqueo y volveréis a estar como antes…

—¿Tú crees, mamá? —dijo mirando al cielo—. No sé, es que estoy cansada de esperar y, si me salen mal las cosas, vale, pero por lo menos que no sea porque yo no he intentado que me salgan bien, ¿no?

Asombrada, la madre tuvo que reconocer que, aparte de una gran desconocida, su hija era una muchacha bastante razonable. Sus palabras eran muy sensatas y solo pudo decirle:

—Tienes razón, hija. Si Gorka no quiere hablar contigo, pues que te lo diga a la cara, pero como mínimo que vea que estás peleando por su amistad.

Paula asintió. No se iba a quedar de brazos cruzados cuando sus relaciones personales estaban tan deterioradas. Se levantó del balancín, bebió el zumo, le dijo a su madre que no lo volviera a hacer porque sabía a césped y se dispuso a marcharse.

—Paula, espera, ven —la detuvo su madre.

La llevó dentro de casa y buscó por los cajones de su tocador hasta que encontró un par de preservativos.

—Llevan bastante tiempo aquí, porque yo tengo el DIU, como sabes, y por suerte no están caducados.

Paula se ruborizó, pero se tomó el gesto y el ofrecimiento de los condones como una especie de beneplácito, como una aprobación a su lado sexual.

—Haz lo que quieras, cariño, lo que sientas que debes hacer, pero siempre con cabeza, amor.

Ese consejo lo tenía ya más que integrado, aunque últimamente no lo estuviera siguiendo, pero le pareció que tenía que hacerse la niña buena para tranquilidad de su madre.

—Claro, mamá, te lo prometo.

Paula le dio un beso en la mejilla, se atusó el pelo en el espejo del tocador y se marchó.

*

Primera parada, casa de Gorka. Nerviosa, agitada y respirando por la boca —le hicieron una rinoplastia el año anterior y algo no estaba del todo bien, porque le costaba respirar un poco por la nariz—, como un animal moribundo llamó al timbre sin pensárselo. No se lo pensó porque sabía que, si daba muchas vueltas, igual no sería capaz y se arrepentiría. Le abrió la puerta una señora que trabajaba en casa de Gorka:

—No, el señorito no está —dijo con acento peruano—, se fue hace un rato al gimnasio y seguro que volverá tarde. ¿Quiere dejarle algún recado?

Ella dijo que no era necesario, se despidió amable y volvió a correr. El sol de la tarde picaba y no había mucha sombra en la urbanización. Siguiente parada: el gimnasio MuscleFit.

Mientras corría no podía evitar sentirse como una de esas heroínas de comedia romántica que en la escena final corre al aeropuerto para impedir que su amado se vaya a vivir a Canadá. No, Gorka no era su amado, pero ella se sentía una heroína romántica igualmente. Podría haber esperado en la puerta a que saliera, pero hacía mucho calor y eso no era propio ni de Meg Ryan ni de Sandra Bullock y no tenía nada de épico.

Ella misma estaba apuntada a ese gimnasio aunque solo había ido a dos clases de zumba: ya tenía en su casa una cinta para correr, una elíptica y una bicicleta estática y se hacía sus series allí, porque le daba pereza ducharse en MuscleFit. Entró dispuesta a encontrar a Gorka. Era raro pasear por un gimnasio vestida de calle: recorrió la primera planta de máquinas y nada, ojeó las clases dirigidas, aunque sabía que él no iba a hacer bodypump, y al final dio con él en el rincón de las pesas y los espejos. Lo observó desde lejos varios minutos, no porque no supiera qué decirle, sino porque la imagen del chico en tirantes, sudando y trabajando bíceps con las mancuernas le pareció muy curiosa, sugerente y hasta un poco erótica. Se fijó en los auriculares en sus monas orejas de soplillo, pensó «ahora o nunca» y se acercó.

Nada más verla, Gorka sospechó que algo muy malo había tenido que pasar para que una chica con la que no se dirigía la palabra fuese a verle vestida de calle al gimnasio.

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado?

—Nada, Gorka, nada. Que quería verte y he venido.

—¿Estás loca? —dijo él mientras dejaba las pesas en el suelo.

Ella no había preparado un discurso convincente, no había ordenado los conceptos e hizo lo inesperado: abrazarle. A él le incomodó, porque no merecía ese abrazo y para colmo estaba muy sudado.

—¿Qué haces?

—Que me siento muy mal, Gorka, y quiero arreglar esto. Lo siento, de verdad.

—Eso ya lo dijiste. ¿Para decir lo mismo vienes al gimnasio? Joder…

Él se separó de ella, cogió su toalla e iba a alejarse rumbo al vestuario cuando Paula le sujetó del brazo. Le miró fijamente a los ojos y le pareció que su boca era más apetecible que nunca, tuvo un impulso muy loco de besarle, pero no lo hizo. Lo frenó y empezó la retahíla de disculpas.

Quiero perdonarla, siento que debo hacerlo. Acaba de llegar ofuscada al gimnasio. Ha metido la pata, pero me gusta esta tía y acaba de tener un gesto… como bonito, pero no puedo dejarme llevar por el mareo al que me está sometiendo. Ahora sí pero no, ahora no pero sí… Ahora me chivo de un secreto que me contaste… Eso estuvo muy mal, estoy jodido, joder, y no me puedo dejar llevar por su carita de ángel y su pelo rubio y esas mejillas sonrosadas, es… tan guapa. Joder, no.

No, Paula, no puedo perdonarte. No me respetas, te importo una puta mierda y me has hecho daño. No puedo confiar en ti, ¿cómo vamos a ser amigos… o lo que sea si no puedo confiar en ti? No, déjame, me voy a duchar.

—No me pienso ir de aquí hasta que me abraces y me perdones —le dijo ella.

No era estrategia, pero estaba haciendo esa caidita de ojos suya que era un arma letal. Gorka se reblandeció, dio un paso hacia la chica y la cogió por la cintura. Cualquiera que los viera pensaría que, más que de amigos, estaban teniendo una disputa de enamorados.

—No quiero que juegues conmigo.

—Yo nunca te he engañado, Gorka, siempre te he dicho la verdad… Bueno, el primer día no, porque ni yo misma sabía muy bien lo que estaba haciendo, pero nunca he querido hacerte daño.

—¿Y lo de Melena? —dudó él.

—Pues ni lo pensé, fue como acción-reacción, como cuando el médico te da con ese martillito en la rodilla para ver tus reflejos. Me sentí atacada y la ataqué, y no te imaginas lo que me arrepiento.

—¿Has hablado con ella?

—No me coge el teléfono, me tiene bloqueada. ¿Y tú?

—No he querido hablar con ella. Estaba esperando, no sé muy bien el qué, pero no me apetecía tener esa escena… por miedo y porque no sé cómo defenderme. Tú metiste la pata, pero yo la metí también al irme de la lengua.

—¿Me perdonas?

Gorka sonrió sin soltarle la cintura y acercó su cara a la de la chica un poco más.

—Qué remedio.

Ella, loca de contenta, dio unos saltitos idiotas y le abrazó muy fuerte, y el abrazo jovial se convirtió en un abrazo de cariño y el cariño abrió la puerta entre ellos para que apareciera un beso. Fue raro pero bonito. Inesperado pero sincero. Corto pero intenso. Por supuesto que ella no estaba pensando en nadie más ni él pensó que eso era un error garrafal; surgió y se dejaron llevar. Se separaron y se miraron fijamente y Gorka rompió la magia con un:

—Eh… Me voy a la ducha.

Ella asintió, pero antes de perderle en el pasillo de los vestuarios le llamó.

—¡Gorka! ¿Te parece si vamos juntos a ver a Melena y me disculpo, te disculpas y esas cosas?

—Me parece genial.

—Te espero fuera… o igual me meto a la clase de step.

Gorka sonrió por la broma y entró en el gimnasio, y ya en la ducha hizo lo que cualquier chico de su edad hubiera hecho para no cometer más errores: masturbarse. No fue un acto sexual, ni tenía ganas ni nada, pero pensó que, si iba a estar con Paula, mejor que fuera desfogado y que eso le restara las ganas de abalanzarse sobre ella que había tenido al verla.

*

Melena estaba vomitando en el baño de una casa a la que no sabía ni cómo había llegado. Se lavó la cara y prefirió no mirarse al espejo porque sabía que estaba horrible, y aunque le daba igual, prefería no verse. Había chupado M y se había tomado un cuarto de una pastilla que tenía la cara de Darth Vader. Llevaba un poco de la cocaína rosa y con la tarjeta de su madre se pintó una raya encima de la cisterna del baño. Eso no era muy higiénico, pero drogarse ya era algo poco saludable, así que daba igual. Limpió los restos con el dedo y se lo pasó por los dientes y las encías, eso era algo que nunca entendía por qué se hacía, pero se hacía, y le dejó la boca adormecida.

Salió a un pasillo. Había una fiesta. No muy concurrida, pero por supuesto ninguno de los asistentes tenía su edad, ni sabían que ella tenía esa edad. Todas las persianas de la casa estaban bajadas. Llegó al salón, ese salón en el que el tiempo no importaba a nadie. Una chica en sujetador pinchaba música house o tecno —Melena no sabía cuál era la diferencia— y ella entró en la improvisada pista de baile y empezó a bailar, sola. Nadie la miraba porque todo el mundo estaba colocado y muy a su rollo. Vio una pareja de chicos besándose apasionadamente, demasiado apasionadamente, en el sofá. Vio un grupo de chicas negras, todas con trenzas de colores, que se reían delante de un móvil. Vio a una chica que se parecía a Janine con una peluca rosa como la de Natalie Portman en Closer y varios señores mayores que bebían y se metían rayas de coca o de speed, a saber, que tenían encima de un CD de Mocedades. Era un lugar sórdido, no era el sitio en el que a una madre le gustaría ver a su hija de dieciséis años.

Melena no se planteaba nada y eso era muy placentero. Le daba igual estar quedándose calva, le daba igual no haber comido en un par de días, u oler a camionero que había conducido toda una noche de verano.

Uno de los señores de los del grupito de las rayas de coca se acercó a hablar con ella y la llamó Lola. Ella no recordaba haberle dicho que se llamaba así, pero bien era cierto que en su etapa destroyer utilizaba ese nombre para no dar el suyo; no le gustaba que la gente a la que conocía por la noche supiera nada de ella.

—Bailas muy bien, Lola.

Ella no dijo nada, pero esbozó una sonrisa manchada de ironía o desprecio. Era muy difícil leerla cuando estaba de droga hasta las cejas. Sin previo aviso, el señor empezó a besarle el cuello y ella se dejó mientras seguía bailando. Quiso advertirle que era menor, quiso advertirle de que apestaba, pero no hizo nada. Solo se dejó hacer y a la mínima estaba tumbada en una habitación con el señor sobre ella. El peso del hombre la incomodaba y no le gustaba que le intentara meter la mano por dentro del pantalón, así que se la apartó varias veces. Todo le daba vueltas y sintió que era blanda, como de mantequilla, y que las manos del señor se le clavaban por el cuerpo, como deformándola. Se sentía como un globo lleno de harina, como una bola antiestrés. Él apretaba, pero ella no sentía dolor. Melena no pensaba en su padre muy a menudo, no tenía datos ni podía imaginar grandes cosas que no estuvieran con una base de total fantasía. Será un astronauta, será un actor famoso, será un político de derechas. Esto último le horrorizaba, pero en ese momento, notando el aliento de ese hombre desconocido en toda su cara, pensó en su padre. Imaginó que aparecía, como un ser de luz, y que la sacaba de ahí, y luego ese pensamiento se convirtió en otro más duro: ¿y si ese hombre que la estaba manoseando sin cariño ni cuidado fuera su padre? Por la edad podría serlo… Eso la incomodó mucho, la violentó y le provocó una arcada.

Intentó zafarse de él, pero no podía, y se retorció y le golpeó y al final, con una fuerza sorprendente, consiguió empujarle.

—¡¡Que te apartes, joder!!

Y vomitó ahí mismo sobre una alfombra de cebra. No es que fuera un estampado de cebra, es que era la piel de una cebra convertida en una alfombra. Se giró hacia el señor y dijo inocente:

—Es una cebra.

—Sí, es una puta cebra y acabas de potar sobre ella, maldita hija de puta. ¡Mi alfombra, joder!

El señor —al que ya no podía llamar señor, sino cretino— cogió a Melena por el brazo y la zarandeó con mucha violencia mientras le gritaba cosas como que la iba a limpiar con la lengua, pero Melena se defendió, le empujó y empezó a gritarle también. Estaba muy entrenada y las discusiones a grito pelado eran su especialidad. Le dijo que era un cerdo y que ella era menor y que le iba a denunciar por abuso de menores, que se iba a cagar. El tipo se calló y palideció de golpe.

—¡Así que dame todo lo que tengas en la cartera y dime por dónde coño se sale de esta casa!

El hombre obedeció sin rechistar. Le dio setenta euros que ella se guardó sin contar y le indicó el camino sin decir una palabra. Ella caminó tranquila, sin vacilar, cruzando el salón donde ya nadie bailaba. Cogió una botella de whisky semivacía y se fue sin mirar atrás.

*

Janine y Mario estaban sentados en una mesa del VIPS. Ella había pedido uno de esos batidos de Oreo, insistió en compartirlo, pero él prefirió una Coca-Cola Zero. Ninguno de los dos mencionó nada acerca del chantaje, parecía una cita casi normal, salvo porque el chico miraba muy poco a la chica e intentaba esconderse en el móvil cada dos por tres, tanto que ella se puso seria y le dijo que parara y que estuviera por ella. No era un momento cómodo. No había nada orgánico en la conversación. Ella habló de que quería ser dibujante de manga, pero que sabía que en España era muy complicado, y le contó con pelos y señales su viaje a Japón, a lo que él contestó:

—Guay.

Habló también de las series que estaba viendo y de que, aunque le daba un poco de corte, estaba volviendo a ver la serie H2O, porque le parecía muy mona.

—Guay —otra vez.

Ella se estaba esforzando en que no hubiera silencios entre ambos, y como él estaba callado todo el rato, era una ardua tarea, porque no quería quedar como una cotorra. Mario, que vio el esfuerzo, le musitó:

—Tía, no me vas a caer bien, en serio, déjalo ya. Es imposible que me caigas bien y no me puedes obligar a eso. Si querías que viera que eras algo más que la gorda del insti lo has conseguido.

—¿Sí?

—Sí, claro. He descubierto que eres una friki y que no te callas, joder, no te has callado desde que nos hemos sentado. Mira, es que ni has probado el batido, que por cierto, deberías dejar de tomar esas mierdas. De nada por el consejo. ¿Nos podemos ir ya?

—¿Irnos? Nada de eso… —Janine no iba a amedrentarse con cuatro insultos facilones, no, pues menuda era ella—. Háblame de ti.

—No.

—Sí.

—Joder…

—Venga.

—¿Qué quieres saber?

Un poco a regañadientes, él empezó a contarle un puñado de cosas banales: que no veía muchas series, que jugaba bastante a la consola… Habló de los sitios a los que iba y de la música que escuchaba. A Janine le hubiera gustado conocer esos grupos de música para poder enlazar un tema con otro, pero no los había oído en su vida, ni le sonaban esos nombres. Estaban en las antípodas el uno del otro. Pero ella no se había puesto aceite de oliva en el pelo para quedarse callada.

—Y ¿por qué eres así? —preguntó ella amable.

—Pues mira, el mentón es de mi padre, los ojos de mi abuela materna…

Ella no le estaba preguntando eso, le preguntaba por qué era tan rancio, por qué se metía con los débiles, pero vio el cielo abierto.

—¿Está viva? —preguntó veloz, para no perder el tren.

—¿Mi abuela? Prefiero no hablar de eso.

Él no quería hablar de eso, porque tendría que entrar en la espiral de hablar de que no tenía sentimientos, de que no lloró en su entierro y demás.

—Yo vi morir a la mía, a la madre de mi padre. La otra está viva, es más pesada.

—¿Cómo?

—Buf… Fue el año pasado. Yo tenía catorce o acababa de cumplir quince, no me acuerdo. Mi abuela estaba muy malita, porque había trabajado mucho de joven en una empresa que hacían una movida de plástico o algo así y trabajaban con un montón de productos químicos y de cosas que le fastidiaron los pulmones. Estaba fatal, pero no lo sabíamos porque nunca se quejaba. Llevaba mucho tiempo ingresada y mi padre y mis tíos hacían turnos para quedarse por las noches. Para ellos era un rollo, porque todos trabajaban y estaban cansadísimos. Entonces yo un día, para hacerme la mayor, le dije a mi padre que me ofrecía para quedarme una noche, una sola noche para que pudieran descansar. No sé si les pareció buena idea o es que estaban demasiado cansados para planteárselo, el caso es que me dejaron. No era complicado, porque ella dormía casi toda la noche. Respiraba como haciendo sonidos espantosos, como un animal al que han atropellado y han dejado en medio de una carretera agonizando. La noche iba más o menos bien, yo llevaba un par de revistas y cosas para entretenerme y, de pronto, empezó a tener como espasmos, a ahogarse. Yo la miré y no supe qué hacer, salí corriendo al pasillo, quería gritar, pero ¿sabes? No pude…, me dio como vergüenza levantar la voz. No podía pedir ayuda. A lo lejos vi a una enfermera y le dije que por favor viniera, que mi abuela estaba muy mal. Pero cuando llegamos a la habitación, mi abuela como que se puso rígida, soltó todo el aire y murió, allí delante de nuestras narices. Igual si hubiera gritado o corrido se habría salvado…

Janine estaba llorando, pero no contó el relato de manera dramática, lloró sin darle importancia.

—Y ¿sabes una cosa? Esto te va a parecer horrible. No lloré. O sea, ahora estoy llorando al contarlo, pero en aquel momento no lloré. Ni cuando llegaron mis padres, ni cuando vi a mis familiares destrozados, ni en la misa, ni en la incineración, no lloré. No me salió.

Mario había escuchado la historia con interés, pero cuando ella dijo esto último se abrió de orejas por completo.

—No quisiste forzar, ni fingir —dijo él.

—Tal cual. No me salía y no me estrujé, ni me metí una pinza de las cejas en el bolsillo para arrancarme pelos de abajo como hacía Joey para llorar cuando tenía escenas de drama.

—Eso es de Friends, ¿no?

—Sí. ¿Te gusta?

—No mucho, pero, como la daban a la hora de comer, siempre estaba puesta en casa…

—Jo, a mí me encanta, la he visto toda mil veces. —Janine se acercó la pajita a los labios y bebió del batido—. Está caliente.

—Claro, no has callado —contestó Mario casi sonriente. Casi.

Eso era lo más parecido a una conversación que habían tenido desde que se habían sentado. Enlazaron Friends con Padre de familia y con Los Simpson y siguieron hablando de un modo más fluido hasta que Janine dijo que tendrían que darse prisa, que iba a empezar la película. Él se quejó, se quería ir, pero cedió sin remedio. A Mario seguía sin caerle bien la chica, la seguía viendo como un orco del inframundo, aunque ella era bastante mona, tenía la cara redondita pero era mona. Él la veía como un espécimen de otra raza. Aun así, el que ella hubiera contado que no lloró con la muerte de su abuela le hizo sentirse un poco más relajado y más confiado. Vio una pequeña conexión entre ambos y cambió un poco su manera de mirarla. Janine notó la cercanía, que no era mucha, pero era algo, y lo celebró con vítores internos.

*

Gorka salió con el pelo mojado y se reunió con Paula en la acera de enfrente del gimnasio. Estaban un poco raros. Les hubiera gustado que el guionista de sus vidas bajara, rompiera la cuarta pared y les dijese qué iba a pasar entre ellos, pero eso era imposible porque no estaban en una película: eso era la vida real y las cartas las tenían que jugar solitos. Echaron a andar hacia casa de Melena. Iban muy cerca y de vez en cuando sus brazos se rozaban, o saltaban chispas, no eran extraterrestres. Ellos no lo mencionaban, pero lo notaban y no hacían por separarse. Hablaron muy poco durante el trayecto y, de pronto, cuando se quisieron dar cuenta estaban frente a la ostentosa puerta con aldaba dorada del casoplón de Melena.

Llamaron varias veces, pero nadie abrió. Se podría pensar que la madre de Melena seguía tirada en el suelo o que había reptado de vuelta al sofá, o que ya estaba en coma. En cualquier caso, esa señora cuando no esperaba visita nunca abría la puerta, pero lo cierto es que no estaba en casa. Pasó muchas horas en el suelo tras el lamentable incidente con su hija y se sintió patética, casi devorada por las pelusas que rodaban por el pavimento como las bolas de paja del Oeste. Luego hizo acopio de sus últimas fuerzas, se levantó a duras penas y se fue. No dejó una nota, no dejó dinero, solo se fue, haciéndose la digna. Una falsa dignidad que enmascaraba una pizca de vergüenza y arrepentimiento. Lo que había hecho no tenía nombre y ella lo sabía, aunque no podía culpabilizarse porque estaba como poseída. Pegó a su hija, pero no era ella, no fue consciente de lo que estaba haciendo, de las consecuencias. Lo hizo y ya está. Y por eso quería desaparecer. Tenían tantas cosas en común la madre y la hija que tal vez ese fuera el inicio de sus conflictos y de su recíproca repulsión. Ambas habían huido. Pero solo una parecía que iba a volver…, y es que justo en ese instante Melena subía la calle en dirección a su casa. Estaba sucia, despeinada y eso hacía que sus nuevas calvas quedaran bastante disimuladas. Olía mal y parecía que había sobrevivido a una survival zombi.

—Joder —musitó para sí al ver a Paula y a Gorka sentados en la escalerita de su casa.

Le venía muy mal tener que ser social, enfrentarse a ellos, que vieran que era un deshecho en toda regla, estaba molesta con ellos, pero ahora esos conflictos le parecían un montón de chorradas de patio de colegio. Pensó en dar marcha atrás, pero no tenía que esconderse de nadie. Ella era dueña de su vida y ellos, desde su punto de vista, eran una panda de hipócritas. Tiró el cigarro —normalmente no fumaba, pero llevaba un paquete en el bolso, a saber cómo había llegado allí— y avanzó hacia su casa sin mirarlos.

Ambos se levantaron al verla y enmudecieron al descubrir el catálogo de taras y errores que había en su imagen y en su actitud. Paula se llevó las manos a la boca, como si hubiera visto un fantasma, ciertamente era lo que estaba contemplando.

¡Madre mía!, cuando vi a Melena, ¡madre mía! Si ya me sentía culpable por lo que le había dicho, mi culpabilidad se multiplicó por mil cuando vi qué factura le había pasado nuestra pelea. Sabía que era ella porque iba directa a la puerta de su casa, pero llevaba el pelo hecho un cristo, encrespado y sucio, como si alguien se lo hubiera peinado así para darle volumen y luego hubiera ido en moto y sin casco. ¿La ropa? ¡Guau!, eso era… El pantalón parecía de pijama, te lo juro, y estaba muy sucio con todo tipo de manchas de colores, pero predominaba el marrón por todas partes. La camiseta… Eso era muy fuerte, era como si la hubiera extendido en medio de una carretera a una hora punta y hubiera dejado que todos los coches le pasaran por encima y luego se la hubiera puesto. Pero lo peor de todo era su cara, porque la ropa se puede lavar o en este caso quemar, pero su cara no tenía arreglo. Estaba demacrada, hiperdelgada, con unas ojeras que parecía el personaje más siniestro de cualquier historia de Tim Burton, sí, esa era una buena referencia para definirla: Tim Burton. Casi me pongo a llorar, pero sabía que no debía y contuve las lágrimas para no eclipsar y para intentar que como mínimo nosotros pareciéramos normales y pudiéramos reconducirla hacia un lugar emocionalmente seguro. Quería fingir normalidad, pero mi mano izquierda se lanzó sola hacia Gorka y le cogí la muñeca como con miedo; es que yo estaba asustada, de verdad. En ese cuerpo no quedaba ni rastro de la chica que había sido mi amiga, y pensé que si así de mal estaba por fuera… ¿cómo debía estar por dentro?

Pobre Paula, que pensaba que lo que le pasaba a Melena era fruto de su desencuentro. ¿Cómo no se iba a sentir culpable cuando vio aparecer a la hija de Beetlejuice?

—¿Ya sois novios? Enhorabuena… ¿Os apartáis?

Eso dijo Melena abriéndose paso y rompiendo la pareja. Gorka notó que tenía que tomar la iniciativa o la cosa se iba al garete. Así que dijo lo primero que le vino a la cabeza:

—¿Qué te ha pasado?

Melena empezó a reír como una loca mientras metía la llave en la cerradura, se giró y le retó:

—¿Qué me ha pasado? Manda huevos… ¿Qué te ha pasado a ti? ¿Qué? No sabíais qué hacer esta tarde de sábado y habéis pensado que lo mejor era venir a joder a la exyonqui. Es un espectáculo de puta madre. Mirad, se me está cayendo el pelo, huelo a choto y estoy sucia. ¿Contentos?

La actitud de la chica daba bastante miedo, estaba borracha, drogada y vocalizaba con dificultad, pero aun así tenía ese poder suyo de aguantar la mirada, de clavarla en los ojos de los interlocutores, y eso siempre le daba mucho peso y mucha veracidad cuando hablaba. Gorka intentó explicarle que venían en son de paz, pero ella no hizo ni el esfuerzo de escucharle. Él la cogió por los brazos y le dijo que estaba drogada, algo que Melena ya sabía, obviamente. El chico insistió en entrar con ella, en mojarle la cabeza, en ayudarla, pero ella le empujó y se deshizo de la no-pareja en un santiamén. La conversación iba mal, pero, cuando él mencionó la posibilidad de pisar su casa, a ella le entraron todos los temores del mundo. No sabía lo que había dentro, no sabía si su madre estaría tirada, si se habría suicidado o si estaría en medio de una orgía con otras estrellas españolas venidas a menos.

Gorka y Paula esperaron unos segundos fuera, pero vieron que la batalla estaba perdida. Él, con muy mala leche, golpeó la puerta y arrancó a caminar primero; ella fue detrás de él con una extraña actitud sumisa. Paula quería ayudar, quería decir algo con sentido, tranquilizarle, pero por mucho que estrujó su cerebro solo consiguió soltar un tímido:

—Qué fuerte…

Gorka ni la escuchó, o si lo hizo no le dio ninguna importancia. Se sentía mal, sentía que su amiga estaba en el peor momento de su vida y que él se encontraba maniatado frente a ella, y eso le daba mucha rabia, mucha. Paró en seco.

—Oye, mira, Paula, que me voy a ir para casa —le dijo sin mirarla—, no me encuentro muy bien.

—Lo entiendo, lo entiendo, es que… ha sido muy fuerte.

—Sí.

Él le dio un beso en la mejilla y se apresuró a llegar a su casa tras dejarla sola en medio de la calle sin saber hacia dónde tirar. ¿Ir a su casa? Su madre estaría esperándola para ver si la tenían que llevar a la clínica abortista o a por la píldora del día después, porque sabía que se había tomado regular sus historias sexuales aunque lo hubiera fingido estupendamente. ¿Dar un paseo? No. Así que buscó un banco cercano y se sentó como una de esas señoras que echan migas de pan a las palomas. Lo mismo, pero sin ser una señora, sin el pan y sin las palomas.

Pensó en sus besos de esa tarde. El primero del gimnasio había salido natural y había sido muy bonito. El segundo, el de la mejilla, tenía varias lecturas. La primera, que era un beso amistoso, más fraternal que otra cosa; y la segunda… No, no conseguía darle ninguna lectura más a ese beso. ¿Se habría desenamorado Gorka de ella? Eso, pensándolo objetivamente, era una buena noticia. Muerto el perro se acabó la rabia. Pero para su sorpresa este dato no le daba alegría para nada. A todo el mundo le agrada gustar y a ella le encantaba gustar a Gorka, eso pensó y se sintió otra vez como una villana. Era absurdo, era egoísta y no estaba bien. En el gimnasio notó que la miraba con amor detrás de su carita de enfado, sintió que saltaban chispas entre ellos, tanto que afloró un beso muy sincero, pero tal vez ese beso era como una especie de punto final. Quizá ella no había jugado nada bien sus cartas; al revés, las había jugado pasándose las reglas del juego por el forro. Había utilizado a Gorka, así explícitamente, había hecho que su mejor amiga cayera de nuevo en la droga y ni le hablara… Por mucho beso fugaz y especial que hubieran tenido en el gimnasio, era normal que el chico estuviese hecho un lío y que quisiera frenar ese mareo de raíz. No podía engañarse más, era obvio que una minimariposa estaba empezando a revolotear en su estómago mezclada con todas las mariposas que le hacía sentir Samuel. Era una mariposa chiquitina, pero superviviente, que no se achantaba por el vuelo y los colores de las otras, que eran enormes y le triplicaban el tamaño.

¿Me gusta Gorka? Venga, va, anda ya…, no puede ser. Es una confusión fruto de lo extraño del momento y del desorden emocional que tengo ahora. ¿Cómo me va a gustar? ¿No me ha gustado nunca y ahora sí? No puede ser… Si le conozco desde hace mil años, si le he visto tirarse pedos, ser grosero y tonto, y nunca me ha parecido ni guapo… hasta ahora. Sí, a ver, objetivamente el chico es guapo. Se está poniendo guapo, porque antes no lo era, pero le está cambiando la cara, está creciendo. Sus orejas son muy graciosas y tiene ese cuerpo que…, yo nunca me había fijado en ese cuerpo. Tiene un don en lo que a besos se refiere. Yo no puedo comparar mucho, pero cuando él me besa es como si yo fuera una gran besadora, porque mi boca se adapta a la suya, como uno de esos profesores de tango que te sacan a bailar y solo tienes que dejarte llevar y te hacen parecer una bailarina preparada para ganar cualquier tipo de certamen de baile. Jo, siempre me ha gustado Dirty Dancing. Y esto ¿a qué venía? Ah, que me gusta Gorka.

No, no me gusta. No me puede gustar, no me debe gustar. Imagínate que me gusta, qué bochorno, con qué cara me presento frente a él para decírselo… No, no, no, no. NO. Ene, o. Tengo que frenar esto. Voy a pensar en Samuel, sí, Samuel no es que me guste, es que le amo. Voy a hacer que las mariposas que me provoca Samuel destruyan a ese pequeño bicho que me ha metido Gorka en el estómago, como si fuera una pelea de gallos. Solo puede ganar uno, y no va a ser mi amigo, no. ¿Soy tonta? Sí, un poco. O sea, me voy a quitar de la cabeza la idea de poder tener una historia con un chico al que le gusto y que me empieza a gustar porque estoy absurdamente enamorada de un tío que nunca me hará caso. Eso no tiene ninguna lógica. Pero estoy cómoda queriendo a Samuel y siempre me convencí a mí misma de que no necesitaba nada de él. El sentimiento de amor para mí ya era enriquecedor y bonito y no necesitaba más, pero eso suena a arrastrada, a persona obsesionada que no tiene los pies en el suelo. ¿Tú qué harías? Yo es que no lo sé…, que, ojo, no tengo que tomar ninguna decisión; es más, si lo hubiera pensado antes, puede que la puerta de Gorka siguiera abierta de par en par, pero ahora creo que la ha cerrado a cal y canto y lo tengo bien merecido. Creo que lo mejor será que me ponga Ordinary World unas tres o cuatro veces, que es una canción que me hace ponerme sentimental y que imagine mis típicas escenas de amor con el chico al que realmente quiero: Samuel.

*

Al entrar en casa, Melena ya notó algo raro. No sabría explicarlo, era como una energía distinta. Su madre no estaba y ella podía olerlo —no olerlo de verdad, la única que olía fuerte ese día era ella, sino notarlo—. Estaban tan conectadas que podía percibir su presencia o cuándo iba a llegar, como les ocurre a las gemelas. Como un perrito cuando escucha un ruido lejano y levanta las orejas poniéndose alerta. Pues ella tenía la alerta desactivada, porque era obvio que su madre ya no estaba allí. ¿Sabes cuando compras unos cereales que crees que te van a encantar y luego no te gustan y se quedan escondidos en el fondo de un armario? Pues esos cereales sosos y digestivos eran lo único que quedaba en la cocina arrasada. Metió la mano en la bolsa y empezó a comer a puñados. Era como comer serrín. Estaban destrozados y no sabían a nada, pero estaba muerta de hambre. Siguió comiendo del paquete mientras avanzaba por la casa como una exploradora sin interés.

El salón estaba vacío y la tele apagada. Siguió la ruta. Los restos de sangre en la barandilla de la escalera se habían tornado de color chocolate. En cambio, las gotas que habían manchado la moqueta seguían teniendo un color rojo intenso. La quietud y el olor a cerrado reinaban también en el piso de arriba. Si Melena hubiera tenido un ángel de la guarda, este era el momento exacto para que enviara a unos asistentes sociales, pero en vez de un ángel de la guarda ella tenía una nube negra. Llamó a su madre inútilmente. «El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento, por favor, inténtelo de nuevo más tarde».

No, no iba a intentarlo más tarde. Se quería duchar, quería dormir, quería pedir una pizza y quería ver cualquier cosa que no le hiciera pensar. Pero antes de eso se dio cuenta de que su habitación era el lugar más catastrófico de la casa. Ropa por el suelo, trastos, platos vacíos, papeles tirados y ese olor a cerrado, como a rancio, que inundaba todo el espacio. Se acercó a la ventana y la intentó abrir, pero no pudo, estaba atascada. La golpeó en vano, y se dejó caer en el suelo como una pluma que deja de levitar.

*

Y llegaron al cine. Mario estaba más relajado que al inicio de la no-cita y Janine estaba en su salsa, pero seguían sin parecer bien avenidos. Eran una pareja muy rara. El chico no sonreía y ella no paraba de hablar como una cotorra. Siempre había sido muy parlanchina, en su casa se lo decían, pero ella lo achacaba a que su cerebro iba muy rápido, tenía muchos datos que pensaba que podían ser relevantes para los demás y de ahí su metralleta verbal. Ella no era consciente de que parecía una cotorra, se tenía por una chica elocuente, que sabía dialogar y con conversaciones fluidas…; se equivocaba. Pero no nos dejemos engañar por que Mario dijera tres palabras en vez de un par de onomatopeyas. Estaba cada vez más nervioso. Normal, era un sábado por la tarde en el cine más cercano. Estaba plagado de gente, sobre todo de familias, pero ¿y si alguien conocía a alguien que le conocía y le hacía una foto?, no podría soportar otro chantaje más.

—Oye, que como tú eres… así, de buen comer y tal, que voy a ir a comprar las palomitas, así no tenemos que tragarnos otra cola luego —le dijo a Janine—. Dame dinero.

Ella obedeció. La frase llevaba un insulto y no había nada de gentileza en ella, pero le pareció que el hecho de que él tomara una iniciativa era subir un peldaño. Cuando ya se quedó sola miró a Mario de lejos. El polo le hacía una espalda espectacular, le vino a la cabeza Polo, su compañero de clase, en una boba unión de ideas (qué tonta), y siguió dándole vueltas al coco. La cita no iba tan mal, ¿no?, se repetía para sí.

A veces el destino es así de juguetón. Muchas veces, de emporrada, los chicos habían comentado que en muchos momentos sus vidas parecían estar guionizadas. Sabían que no había un ser superior que escribiera sus historias, pero les llamaba mucho la atención la plaga de casualidades que pasaban durante el día. Una vez Gorka estaba en Londres y se encontró a un chico del gimnasio, parece una tontería, pero no lo es. ¿Sabes todos los ángulos que puede ofrecerte tu cabeza? ¿Sabes todos los segundos que tiene un día? ¿Sabes todas las posibilidades que hay de que estés distraído mirando un escaparate en ese momento? Pues no. Se tropezó con un colega. Su cara giró al mismo tiempo que la de él y se encontraron en otra ciudad del mundo… Como esas tenían mil anécdotas. Las del hilo rojo mágico que une a las personas, las de un extraño campo circular magnético que hace que todos estén conectados entre sí, pero la que les hacía más gracia, puede que por ser la más irreal, era la de imaginar unos señores guionistas que escribían sus vidas y, ¿por qué no?, que les jorobaban al mismo tiempo. Si hubiera habido unos guionistas en esa escena de la vida de Janine y Mario, sería un guionista poco experimentado, que iba a los tópicos, a lo fácil, que siempre suele ser lo más efectivo.

Mario cogió las palomitas y los refrescos y volvió a la cola con Janine, y justo en el instante en el que ella empezó a devorarlas mientras él sostenía el cubo gigante, que era el que hacía un menú por 9,99 con dos bebidas, empezaron a escuchar risas.

LA CATÁSTROFE.

Janine recuerda lo que pasó a continuación como un puñado de imágenes inconexas, como flashes, como las piezas de un puzle de cristales rotos imposibles de encajar. Llegó a su casa, con la camiseta llena de Coca-Cola Zero y alguna que otra palomita en el pelo, e intentó recordar.

Nos gritaron, eran diferentes voces. Soltaron una ristra de insultos que iban de gorda a pringado. De foca a acabado. Eran varios, pero no recuerdo sus caras, o sea, que en una rueda de reconocimiento policial no las tendría todas conmigo, porque eran todos una panda de borregos impersonales, con el mismo tipo de ropa, con el mismo tipo de pelo, con el mismo tipo de inteligencia e ingenio limitados. Nos vieron juntos y ellos mismos sacaron las conclusiones. No estábamos en una actitud especialmente cariñosa, pero el que yo cogiera de las palomitas que sostenía Mario les pareció como un atentado al universo, algo antinatural y probablemente horrible. Cuando eres un lacayo y ves que el macho alpha hace algo que lo rebaja a tu mismo nivel, es el momento de lanzarte contra él, de no dejarle que suba de nuevo a su posición, y ellos vieron el cielo abierto. Les pareció que el que Mario estuviera conmigo era símbolo de flaqueza, un claro punto débil al que disparar. Nos gritaron, nos insultaron y luego ya pasaron a las manos entre las miradas de escándalo y asombro de las familias de la cola; este es un barrio de alto standing, no una barriada de polígono.

Uno empezó a reírse de Mario por estar con la gorda del colegio, otro le hacía fotos, mientras otro le pegaba un empujón que hizo que las palomitas volaran por los aires a cámara lenta. Le volvieron a empujar, y tanto él como la Coca-Cola cayeron sobre mí, de ahí que mi camiseta estuviera llenita de cafeína y de pegajosas manchas marrones. Mario se defendió, pero realmente parecía un pringado, un perdedor, y poco rastro quedaba del gallito del mentón pronunciado. Ahora parecía solo una oveja acorralada por una jauría de hienas hambrientas.

Se sintió pequeño, insignificante y mediocre, y he de decir que tuve sentimientos contradictorios. Me daba pena que lo estuviera pasando mal, sobre todo porque era yo la que le había obligado a tener la cita con la gorda de Las Encinas, pero por otro lado era un placer verle relegado a mi posición muy muy muy abajo en la cadena alimentaria. ¿Disfruté? Sorprendentemente sí. ¿Sufrí? Menos de lo que esperaba. Reconozco que antes de exigirle que saliera conmigo, cuando hacía cábalas sobre mi maquiavélico plan, pensé en esta opción, en la de forzar que sus amigos nos vieran, pero luego me pareció demasiado cruel y no quería cargar con esa mala sensación sobre mis hombros. Pero al no ser yo la artífice de la catástrofe…, no estaba mal que la disfrutara un poquito.

Mario me miró desde el suelo, mientras los chicos seguían riéndose de él, resopló muy fuerte y me clavó la mirada dando a entender que se la iba a pagar, pero no era mi culpa, yo no había hecho nada. Sí, chantajearle, pero yo qué sabía que sus colegas esnobs y bobos irían al cine a la misma sesión que nosotros. Ya en la cama y bien limpita, no dejaba de pensar en qué me iba a encontrar en el colegio el lunes. Haber estado presente en la bochornosa escena también le decía a todo el mundo que yo había tenido una cita con el repetidor más molón del cole… ¿Cómo me iba a afectar eso? ¿Iba a subir en popularidad?

Janine se quedó dormida imaginando un mundo de fantasía donde la gente del cole la vitoreaba y se convertía en la reina del baile de fin de curso, y Mario se daba cuenta de que se había portado como un cretino y por fin se ponía en la piel de los perdedores, empatizando así con todos los frikis a los que había maltratado. Le pareció que sería precioso ese inicio de una nueva era y se quedó frita, sonriendo y durmiendo con la boca abierta.

*

Ese domingo no existió para los alumnos de Las Encinas, sobre todo para los que se sentaban al fondo de la clase. No postearon stories, no comentaron fotos, no se escribieron entre ellos. Era como si estuviesen cansados emocionalmente y se borraran del mapa durante unas horas. Janine tardó siglos en levantarse. Intentó dibujar un poco, aún en pijama, pero todo le parecía cutre y sin gracia, así que después de comer se puso a ver con su madre una de esas pelis de juicios que dan en la tele que tienen títulos de dos palabras mezcladas en plan «Pasión peligrosa», «Trágica mentira», «Recuerdo olvidado», «Venganza oscura», «Inquietante verdad»… Según Janine, quienes ponían esos títulos tenían dos columnas con palabras y las iban mezclando al azar. Se quedó dormida al final de la peli sin saber quién era el asesino y se despertó a las ocho de la tarde, muy vaga, con hambre y con ganas de seguir durmiendo. Luego recordó que tenía deberes, pero pensó que se le ocurriría alguna buena excusa de camino al insti.

Melena estuvo todo el día como alma en pena. Intentó recoger el estropicio de la habitación, pero fue incapaz. Escuchó música y se bajó un programa para hacer mash-up, una cosa de mezclar canciones. Había fantaseado con ser dj, algo que nunca conseguiría y que nunca revelaría a nadie más que a su unicornio de peluche hecho papilla. Se duchó, por fin, y estuvo pensando peinados que disimularan los cráteres de su cabeza. La caída de pelo era muy escandalosa, pero ya tenía experiencia en lo del disimulo. Aun así, no tenía claro que fuese a volver al colegio. Era menor y debía seguir estudiando, pero, ahora que se había ido su madre, lo mejor que podría pasar es que vinieran los servicios sociales y se la llevaran de ahí, porque era consciente de que sin dinero y sola no duraría mucho. Podría buscar un trabajo, podría hacer muchas cosas, aunque sabía que no estaba lista para nada.

Por su parte, Gorka pasó el domingo en un estado vegetativo, casi como si estuviera deprimido; estaba triste, pero no hundido en la miseria. Quería que el mundo parara y poder bajarse y no le apetecía que sus padres estuvieran preguntándole «¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?»… Así que se encerró en su cuarto, jugó a la consola, vio cuatro capítulos de Punisher, se masturbó un par de veces viendo porno y buscando palabras claves como «big tits» o «anal latina», puesto que no necesitaba estar de buenas para eso, salió a comer restos de ensalada de la noche anterior que se metió dentro de un pan con la sensación de que estaba inventando algo, se duchó un par de veces y nada, otro domingo perdido.

Lo de Paula fue más o menos lo mismo, pero sin porno y sin ensaladas. Bueno, y con la diferencia de que estuvo todo el día con su madre. No es que ella la sometiera a un tercer grado, pero la madre de Paula sentía que se había perdido muchas cosas de su hija por el camino y no quería perderse nada más. Tenía ganas de ser partícipe de lo que le pasara, pero no porque Paula se sintiera obligada a desembuchar, sino ganándose la misma confianza que habían tenido cuando Paulita iba a cuarto de EGB, cuando le contaba todo. Sus conflictos eran objetivamente tontos en aquella época, pero Susana tenía la extraña sensación de que su hija había crecido de golpe, y había pasado de pelearse con sus amigas para ver quién era Ladybug a la hora del patio a estar abierta de piernas en una cama ajena, y eso daba miedo. No podía evitar sentirse culpable por haber prestado más atención al trabajo y pensar que todo estaba bajo control en su casa. Le dolía que su hija no hubiera tenido la confianza suficiente para explicarle que ya no era virgen; no quería los detalles, pero sí los titulares, así que se iba a esforzar en recuperar el tiempo perdido, y eso, para empezar, se traducía en un domingo madre e hija encubierto. Eso quería decir que iba a organizar planes con Paula sin que esta se diera cuenta de que los estaba haciendo.

Realizaron limpieza de armarios para donar ropa que no utilizaban: una gran actividad que consistía en empantanarlo todo y luego hacer que la chica que trabajaba en casa lo recogiera de nuevo. Hicieron un pastel: otra estupenda actividad que consistía en llenar la cocina de harina y de trastos, empezar a hacer un pastel y que la chica que trabajaba en casa lo limpiara y recogiera todo. Se bañaron en la piscina y pusieron el salón perdido de agua, que le tocó limpiar a la chica. Se pintaron las uñas de los pies y rompieron un frasquito de color coral que la chica tuvo que limpiar, etcétera. Todo muy sucio, todo muy madre e hija, con confidencias discretas, pero con amor y buen rollo.

La madre sabía que ese era el principio de algo, de un nuevo comienzo entre ambas, de una nueva relación casi de adulta a adulta, y eso la hacía feliz. Eso pensó ese día, pero tiempo después, cuando Marina ya estaba muerta, sintió que la fallecida podía haber sido Paula y se volvió mucho más autoritaria y estricta, y lo que eran confidencias y secretos se fueron perdiendo por el camino. Cuando sabes que hay un asesino que ronda el colegio de tu hija, sale más a cuenta no hacerse la madre molona y cortar las alas que luego lamentar haber sido liberal y que aparezca un bonito cadáver por la mañana.

*

«Por mis huevos». Eso pensó Mario ese lunes por la mañana. Lo fácil hubiera sido fingir que estaba enfermo y esperar que las aguas se calmaran un poco antes de volver al instituto, pero «por sus huevos» que él iba a ir y no se iba a dejar amedrentar por nadie. Tenía un montón de frases en la recámara, sabía cómo podía herir a cada uno de ellos si le atacaban. Estaba de los nervios esa mañana. No desayunó y apuró todo lo que pudo en casa para evitar los corrillos matutinos que se hacían en las puertas de las aulas. Sabía que los imbéciles de sus no-amigos le habían hecho fotos con Janine y vídeos siendo ridiculizado. Lo sabía, porque le habían llegado por diferentes vías y había denunciado un par en Instagram por incitar al odio, aunque sus quejas habían caído en saco roto. Uno diría que esta mala experiencia debería ayudarle a hacer autocrítica, pero no, por supuesto que no. Mario tenía tanto ego que no era capaz de ponerse en el lugar de los demás. Es que no podía imaginar el paralelismo con todos los que habían sido sus blancos fáciles ese curso. Él no era consciente de que ahora tenía mucho en común con Pancho Carapaella. Con Lourdes Patapalo, que era esa pobre niña que tuvo un accidente de coche en el que perdió a sus padres y que tras varios años de rehabilitación consiguió volver a andar, solo que andaba algo raro. Sí, Mario ahora pertenecía al clan de Roberto Caralefa, el chico con problema de pigmentos que estuvo al borde del suicidio varias veces en cuarto de la ESO porque sus compañeros le martirizaban llamándole dálmata y cosas muy feas…

Cuando Mario llegó al instituto, sus compañeros de clase lo esperaban con una sonrisilla pintada en los labios, pero no había insultos escupidos hacia él, así que pasó de largo pensando que no iba a ser tan trágico y que en nada volvería al pódium de Las Encinas. Se equivocaba. Llegó a su taquilla y había una pintada bien grande en la que ponía FOLLAGORDAS. ¡Booom! No se lo esperaba, fue aterrador. Ver esa palabra le cortó el aliento de golpe. Qué gracioso el destino, que parecía que le devolvía todo lo que él había sembrado. Escupió con toda su ira en su taquilla e intentó borrarlo con la manga de la chaqueta del uniforme, pero sus acosadores eran tan cafres como él y también habían utilizado rotulador permanente. Corrió al baño en busca de refugio. Y contuvo las lágrimas… Vaya, Mario, para no tener sentimientos, te estás convirtiendo en un blando. Pensó en que no podía chivarse de la pintada, porque no quería que esos rumores llegaran a sus padres.

Christian, uno de los chicos que habían entrado a principio de curso tras el derrumbe del otro instituto, se acercó a él.

—¡Eh! Tío, ¿es verdad lo que pone en tu taquilla? —le dijo—. Joder, no te sientas mal por follar con feas y gordas, si, total, a oscuras qué más da. También tienen derecho. Mientras huelan bien y estén limpias…

Mario no entendía si el comentario iba en serio o era una broma, así que apartó al chico de un empujón y salió por patas de allí. ¿Qué podía hacer? Poca cosa. Tragó, hizo de tripas corazón y entró en su clase entre susurros, cuchicheos y alguna que otra colleja de mano anónima. Los chicos de Las Encinas no eran unos cafres. Había tontos y memos como en todas partes, aunque en general no eran especialmente destructivos, pero cuando vieron caer al más popular a lo más bajo, fue algo para disfrutar. Si un rey déspota se arruina y es destronado y se ve obligado a vivir entre la muchedumbre sin oro, sin ropajes caros, sin privilegios…, genera entre la gente del pueblo esa extraña sensación de prepotencia de la que siempre se quejaron de él. Y eso es lo que pasó. Era fácil meterse con él y era divertido. Así que todos dieron rienda suelta a los insultos y a los chistes falsos. ¿De qué se le acusaba? Tan solo de haber estado en la cola del cine con una chica de la talla cuarenta. ¿Era eso justo? Por supuesto que no. ¿Merecía el acoso? Tal vez sí o tal vez no.

Si esa puta gorda no se hubiera entrometido en mi vida… En qué mala hora quise meterla en caliente, en qué mala hora hice caso a mis padres para ir al puto pueblo. Te lo juro, ojalá no hubiera pasado eso. Ojalá no la hubiera conocido nunca. ¿Quién coño me mandaba a mí acostarme con esa trol?

Si existía el karma, Mario le estaba pegando muy fuerte con la mano abierta, y con cada insulto hacia Janine recibiría tres o cuatro él mismo, porque ahora ya había roto la barrera y ya era un tipo cualquiera que también podía recibir si no se andaba con ojo.

Aun así no se cortó un pelo y a la hora del descanso la buscó a toda prisa. Y la encontró, claro que la encontró. Los alumnos que no se habían enterado de la no-cita de Janine y Mario se sorprendieron un tanto al ver cómo él la cogía por el brazo y la arrastraba a un rincón más tranquilo. La escena fue tensa, mucho. Janine intentó explicar que ella no tenía nada que ver con el encuentro con sus examigos, que nunca quiso que le molestaran, y le pidió perdón, aunque en realidad no sentía que se lo debiera, pero es que Mario se puso muy agresivo, cada vez más. Hizo lo clásico de pagar con un débil toda su ira.

Empujó a la chica contra la pared, sumando otra a su lista de pequeñas agresiones, aunque ella no fue consciente de lo que estaba pasando y no le dio la importancia que le hubiera dado cualquier espectador. La volvió a empujar, esta vez más fuerte, y le dijo cosas horribles, como que era una gorda hija de puta, que la iba a matar y que lo iba a pagar muy caro. Remarcó el «muy caro», para dar a entender que era una amenaza real. Ahí Janine sintió miedo. ¿Sabes? Muchas mujeres que son maltratadas no son conscientes de que lo están siendo hasta que los demás les abren los ojos o les muestran las imágenes o los hechos. Mario cogió por la cara a Janine y la volvió a empujar y la amenazó y le dio un golpe muy fuerte con la mano en la cabeza.

El destino puede ser listo o puede no serlo, pero, casualidad o no, Marina pasó por ahí en ese momento y vio los últimos instantes del desafortunado encuentro.

¿Qué vi? Pues a ver, yo salía de clase, no me encontraba bien, llevaba una cara de mierda encima e iba al baño a lavármela. Sí, había tenido un día de esos dignos de ser borrados. Tenía un montón de cosas en la cabeza y no me apetecía meterme en ningún lío más, la verdad, pero me llamaron la atención unos gritos, como una pelea al fondo. Estuve a punto de pasar de largo, porque mi mochila llena de marrones me frenaba, pero me dije: Marina, tía, haz algo…, y corrí hacia ellos. Había un tío del último curso, el tío ese que parece Gastón de La Bella y la Bestia, el repetidor con pinta de treintañero, y estaba pegando literalmente a una compañera de mi clase. LE ESTABA DANDO DE HOSTIAS. Ella no era mi amiga, pero me pareció muy injusto y yo había tenido un día horrible, así que me abalancé sobre él como una loca. Yo no tengo mucha fuerza de normal y en ese estado en el que estaba…, bueno, que… que no me encontraba bien, era como una rival más débil, pero lo hice. Hice algo por los demás, ¿sabes? Janine, la chica de mi clase, flipó, porque ella no se estaba dando cuenta de lo que estaba pasando, pero yo sí. El repetidor le estaba pegando y ella no se defendía, aunque, ojo, estoy segura de que si esa chica le hubiera dado una hostia y le hubiera plantado cara lo hubiera dejado del revés. Pero a veces, si nos dicen que somos flojos, lo somos. Si nos dicen que somos una mierda, lo somos, y si nos dicen que somos la víctima, nos callamos. Pues yo no soy la víctima y no me pienso callar.

Mario empujó a Janine una vez más y luego se quitó de encima a Marina. La escena se convirtió en tan inesperada que él no podía escuchar los gritos de la chica, solo alcanzaba a oír un zumbido en su cabeza, como el típico pitido cuando alguien te da una bofetada en la oreja, pero nadie le había pegado, todo lo contrario.

—¡Me has arruinado la vida! —gritó con el rostro crispado al tiempo que señalaba a Janine con mucho desprecio.

Era muy extraño ver cómo los ojos del chico se inundaban de lágrimas. Nunca había mostrado flaqueza frente a nadie, pero ya no tenía que ocultarse porque sentía que había perdido todos los trenes y que estaba en el escalafón más bajo de todos. Salió a toda velocidad al pasillo y la gente se silenció a su paso, abriéndole pasillo mientras él se secaba las lágrimas con la manga de la chaqueta. Pero Marina no estaba satisfecha y corrió tras él, y desde la otra punta del pasillo, casi a siete metros de distancia, empezó a gritarle:

—¡Eres un maltratador! ¡Maltratador! ¡Te vas a enterar! ¡La vida te la has arruinado tú solo! ¡MALTRATADOR!

Los alumnos, que antes se habían reído de Mario, se dieron cuenta de que el problema que estaban barajando esos dos era bastante más grave que una bromita de bullying cotidiano, que unas mofas sobre los rumores de clase, así que nadie levantó la voz, nadie dijo nada, solo observaron el dantesco espectáculo entre ambos. Janine cogió del brazo a Marina para que se callara y surtió efecto. Demasiado tarde. Azucena, la directora, salió de su despacho con los ojos llenos de fuego.

—¿Qué pasa aquí? ¡Mario y Marina, a mi despacho ahora mismo! ¡Ahora! ¡Ya!

Ambos obedecieron. Mario deshizo sus pasos y al llegar a la altura de Marina le dijo delante de todos:

—Estás muerta.

Una frase muy desafortunada que escucharon varios compañeros de Las Encinas. Pero cómo iba a saber él que unos días después la chica moriría.

Janine corrió hacia ellos dos, pues le parecía justo entrar en el despacho también.

La conversación no fue fácil ni fluida. Marina no dejaba de decir que ella había visto a un compañero agredir a una compañera e hizo lo que hubiera hecho cualquiera; Mario decía que todo era mentira; y Janine no paraba de lanzar balones fuera, porque estos dos últimos, los protagonistas de la no-cita, no habían sido conscientes de que había habido una agresión, pero era obvio que sí. Y más aún cuando la directora puso las cámaras de seguridad para que todos vieran la secuencia grabada.

Era un plano muy amplio y sin sonido, pero en el que se veía claramente a Mario arrastrar del brazo a Janine, empotrarla contra la pared, darle un par de bofetadas, varios empujones, y cómo entraba Marina en escena hecha un basilisco. Las imágenes hablaban por sí solas y Janine, que empezaba a ser consciente de la agresión, se puso a llorar.

—¿Te vas a hacer la víctima ahora? ¿En serio? —gritó el chico dando un golpe en la mesa.

—¡Mario! ¡Silencio! —contestó la directora—. Marina, puedes volver a clase, te llamaremos cuando venga la policía.

—¿Policía? —dijo el chico—. No, no, no… Esto es un malentendido, ella me ha chantajeado, me ha manipulado. ¡Yo no puedo pagar por esto!

—No es a mí a quien tienes que contárselo, Mario.

Mario no se lo podía creer. Él se sentía la víctima dentro de esa historia: le habían pinchado varias veces y había acabado saltando.

Yo no pegué a la gorda. O sea, sé que en las imágenes parece que sí, pero fue una pelea entre los dos. No fue un conflicto de esos en los que un hombre pega a una mujer, yo nunca pegaría a una mujer, pero… pero fue… entre los dos. Ella llevaba las riendas de la situación y nos pegamos los dos. Ella me hizo mucho daño a mí, puede que no con los golpes, pero lo que me ha hecho, eso sí que es imperdonable. No le pegué, sí, pero no… no lo hice a propósito. Sé que por las imágenes parece que sí, pero ella me estaba provocando poniendo cara de idiota, haciéndose la buena, cuando por su culpa yo me había convertido en un marginado. Pero la culpa no es solo de la gorda, la culpa también es de la sidosa esa, la de los rizos. Puta Marina. Está muerta, te lo juro. ¿Quién coño se cree que es? Es la hija de un estafador. Es una porrera con VIH. ¿Le has visto la cara? ¿Le has visto la cara de deshecho que tiene? ¿Cómo un despojo así se atreve a plantarme cara? Métete en tus putos asuntos y deja de joder a la gente. Y me sabe mal porque alguna vez he salido con su hermano Guzmán por ahí, pero esto no se hace. Esto no se hace y se va a enterar, no sé ni cuándo ni cómo, pero se las va a cargar, maldita hija de puta…

Todo lo que llegó a continuación fue un aburrimiento donde tanto Janine como Mario contaron la misma historia mil veces. Delante del defensor del menor, delante de sus padres, delante de la policía y delante de sus amigos. Janine había pasado de ser una chica gordita invisible más a ser la chica más popular del colegio, pero esa popularidad ni le venía bien ni la quería ni nada.

Ojalá no hubiera pasado nada de esto. Ojalá no hubiera conocido a Mario en aquella verbena, ojalá no me hubiera acostado con él, ojalá no me hubiera pegado en el pie en casa de Marina, ojalá no se me hubieran encendido los motores para crear el plan idiota de la cita, del chantaje con la foto, ojalá no existiera, ojalá no hubiera nacido…

Y así hasta lo más bajo de todo. Janine estaba hecha polvo, cansada, y no se encontraba nada bien. Vio un par de veces a su madre llorar e intentar disimular con muy poca gracia y ella le quitó hierro al asunto. Era fácil, porque no sentía que nadie la hubiera maltratado, no tenía moratones y todo había pasado muy rápido. Por lo que Janine o se negaba o no había asimilado que le habían dado un par de bofetadas. Cualquiera de las dos opciones le venían muy bien, porque hay veces en las que mirar para otro lado resulta reconfortante, siempre y cuando, pasado un rato y cuando estés en un lugar tranquilo y con la gente que te quiere, lo afrontes como es debido, y te derrumbes si hace falta. Ella no tenía pensado derrumbarse.

La puerta de su casa sonó y la abrió la madre de Janine, esa señora nueva rica que había pasado media vida detrás de un mostrador abriendo contramuslos de pollo. Marina estaba en el umbral, la señora la abrazó muy agradecida y volvió a hacer el miniespectáculo dramático de lágrimas retráctiles mientras su hija llegaba.

—Hola, Janine, ¿podemos hablar? —dijo Marina cuando al fin la tuvo delante de ella. La hermana de Guzmán tenía mala cara.

—Sí, claro. ¿Salimos?

Las dos chicas dieron un paseo por el jardín vallado de la casa. Se sentaron en un banco de forja que más bien parecía robado a una residencia de ancianos, pero que la madre de Janine se había empeñado en comprar para darle un aire bucólico a toda esa parte de jardín plagada de sauces llorones. Marina empezó a hablar, tenía prisa.

—No solo he venido para ver cómo estabas, Janine. Perdona que me haya entrometido, sé que tú hubieras hecho lo mismo por mí. Yo sé que no somos amigas, no podemos considerarnos amigas, pero yo qué sé, tía, has estado en mi clase desde hace ya…, y ver cómo un tío te pegaba me ha revuelto el estómago, pero no ha sido un arrebato feminista fácil. Que a ver, soy feminista y la que más, pero ver a ese tío darte de hostias me ha revuelto el estómago, porque era como si estuviera pegando a algo mío más allá de que tú seas una tía, no sé si me entiendes.

—Creo que no.

—Que aunque no seamos amigas, me siento unida a ti por lo que representas, ¿sabes? Yo estoy en un momento de mierda, de verdad, o sea que no te voy a contar mi vida, pero me siento mal y las cosas parece que no me están saliendo muy bien.

—Ya sé lo de tu enfermedad, Marina, y me pareciste supervaliente al decirlo en clase.

—No, no es eso y no estoy buscando tu compasión —la cortó Marina—. Es que me sentí identificada contigo. La vida me está dando de hostias, ¿vale? Y ver que a una tía de mi clase se las estaban dando de un modo literal hizo que quisiera salvarte, que quisiera abrazarte, que quisiera cuidarte, ¿entiendes? Aunque no seamos amigas, quiero que sepas que estoy aquí y, si me necesitas, puedes contar conmigo.

Janine obligó a Mario a tener la no-cita para conseguir justo eso. Marina le estaba tendiendo la mano y podía mostrarse frente a ella sin prejuicios, siendo ella misma. O sea, que el chantaje que le hizo al chico surtió su efecto de un modo indirecto. Y ella no pudo hacer otra cosa que abrirse.

—Gracias, de verdad, Marina, gracias. No te voy a engañar. Me he sentido muy sola muchas veces y he notado que la gente de clase me rechazaba por algo muy absurdo, por ser gorda y ya está.

—¡Pero si no eres gorda! —se apresuró a contestar Marina.

—Ya lo sé, pero siempre se me ha llamado así y eso hizo que la gente se fuera alejando de mi lado. Me daba la sensación de que los prejuicios eran como…, a ver cómo te digo, como una barrera entre los guais de clase y yo.

—¿Yo te parezco guay? Pues te juro que no lo soy. O sea, pero no porque yo lo diga, sino objetivamente hablando. De mi padre se dice que es un estafador, tengo VIH y eso es algo terrible para todos, y estoy…

Marina se censuró a sí misma. Quería ser amable, pero no podía abrirse al cien por cien y contar una ristra de verdades a la que hasta ese momento era prácticamente una desconocida.

—Marina, a ver… Yo, y te soy sincera, te he odiado. Te he odiado mucho.

La chica empezó a reírse de manera exagerada mientras el aire ondeaba sus ricitos casi pelirrojos en el jardín. Y Janine se contagió de la risa, porque, aunque estuviera de capa caída, Marina seguía manteniendo ese ángel, esa luz, y si ella se reía era imposible no engancharse.

—Tía, no te rías, que es verdad, Marina —le dijo aún con la risa en los labios—. Me caías fatal, pero por ser tan perfecta, por ser tan genial y por conseguir que todos te admiraran mientras nosotras, las que nos sentamos detrás al fondo de la clase, no tenemos la posibilidad ni de que nos miren o de que nos valoren. ¿Cómo sabe la gente de clase más popular que yo no molo si no me conocen? Quiero decir, ¿qué saben Lu o Carla de mí? ¿Por qué nunca han intentado ser mis amigas?

—Porque no te necesitan —dijo la otra negando con la cabeza—. Ellas se dejan llevar mucho por ese tipo de impulsos. Yo también era superamiga de Carla y nos distanciamos poco a poco. Ella tiene su vida muy bien montada y no creo que le importe que tú uses una talla más o que tus padres sean ricos porque les tocó la lotería, es solo que no encajas en su mundo.

—Pues me da rabia —dijo Janine casi como una niña caprichosa.

Marina se inclinó y acercó su rostro al de ella a modo de confidencia, y le susurró:

—¿Sabes, Janine? No te pierdes nada, en serio. La vida de Carla es aburridísima. Sí, es guapa, sí, y tiene las tetas más espectaculares con las que te vayas a cruzar nunca, eso es así, vamos, ya las quisiera yo para mí, pero su vida es un rollo. No hay emoción. ¿Quieres eso? No, no lo quieres.

—Ya, es superguapa.

—Guapísima, pero ¿y qué? Dentro de unos años acabaremos el colegio y te aseguro que la belleza no abre las puertas de ningún sitio en el mundo real.

—¿Tú crees que no? —preguntó Janine muy sincera.

—Quiero pensar que no. Bueno, me tengo que ir, he quedado.

Marina se levantó del banco y se recogió el pelo porque el aire estaba empezando a ser un engorro. Janine se levantó también.

—Perdóname por haberte odiado, Marina —le dijo.

—Perdonada. Perdóname tú por haberte ignorado.

—Perdonada.

Y eso fue lo último que le dijo Janine a una de las chicas más populares de su clase. La vio marcharse y cruzar la gran puerta del jardín y se quedó sola y pensativa. Se sentía en paz y por un momento olvidó que era la «alumna maltratada» más famosa de todo Las Encinas. Marina molaba mucho. Era muy guay, aunque tuviera cara de muerta esa tarde o aunque utilizara la falsa modestia. Era preciosa: el azul cristalino de sus ojos, sus pestañas kilométricas…, como una aparición. Y Janine nunca se quitaría la imagen de la cabeza. Esa imagen de la chica con los rizos al aire con los sauces detrás y un montón de verdades amables en la boca. No eran amigas, nunca lo fueron y ya nunca lo serían, pero había sido un momento precioso y ella siempre lo guardaría en la memoria.

*

Sí, si lo que estás pensando es si Paula y Gorka se habían encontrado en clase, la respuesta es sí. Claro que sí. Pero no reaccionaron de un modo extraño, ni se pusieron nerviosos, ni se sintieron incómodos. De camino a clase sí, pero una vez cruzaron la puerta del aula, fue como si sucediera algo mágico que los colocara en su sitio. Es más, se sonrieron con normalidad al verse. Habían pasado varios días, desde que se enrollaron la primera vez, queriendo decirse un montón de cosas y todos esos argumentos se habían esfumado. El domingo maternal de Paula y el domingo ausente de Gorka disiparon sus ansias por colocar las cosas en un lugar que puede que no fuera el correcto. Les rondaban mil preocupaciones, pero solo eran unos adolescentes y Paula lo tenía claro, tenía un mantra en su cabeza que se repetía para sí misma todo el rato.

Las cosas tienen la importancia que nosotros les damos. No sé dónde lo he leído o si me lo dijo mi madre o si es de Jorge Bucay o de Paulo Coelho, dos señores que no me gustan nada, la verdad, pero el caso es que creo que es una frase muy acertada… Estoy cansada de estar angustiada. Si estás angustiado, deberías hacer lo mismo que yo y empezar a relativizar los conflictos que te aflijan. Si tienes un problema que tiene solución, ¿para qué te preocupas? Y si tienes un problema que no tiene solución ¿para qué te preocupas? Sí, dicho así da rabia, mucha rabia, pero lo pienso de verdad. Por más que yo quiera acelerar el transcurso de las cosas o que necesite que todo cambie, para mí no es justo ni necesario que esté sin dormir, ofuscada y sufriendo con esta sensación tan terrible de úlcera.

Haré lo que pueda por ayudar a Melena, siempre y cuando se me dé la oportunidad para ello y, si no se me da, pues dos piedras. Con lo de Gorka igual: intentaré obrar lo mejor que pueda y no presionarme. Si afloran sentimientos o sensaciones, bienvenidos sean, yo no los censuraré, pero no voy a estar todo el día intentando buscar las respuestas.

Yo no soy mucho de yoga, pero el domingo vino la monitora de mi madre y conseguí dejar la mente en blanco durante un rato y pensar no en nada en concreto, sino en mí y en mi manera de enfocar las cosas. La vida no tiene manual de instrucciones, eso lo sabemos; entonces, ¿por qué puñetas nos la pasamos intentando descifrar los atajos o la manera correcta de hacer las cosas? Yo he metido mucho la pata, y más en lo que va de año; he herido a los demás, pero nunca he tenido mala intención, y eso es lo que voy a seguir intentando. No voy a hacer el mal, voy a seguir haciendo lo que me dicte el corazón y adaptándome a lo que pase. Es que lo he pasado muy mal, mucho, pensando y pensando y pensando y machacándome y, chica, yo no sé si todo el mundo se machaca igual, pero creo que no. A mí mis pensamientos me limitan mucho a la hora de hacer cosas, me paralizan y a veces toman las decisiones por mí a la hora de enfrentarme a lo que me viene encima.

He pensado un montón en Gorka y en lo que estaba bien y sobre todo en lo que estaba mal, así que he tomado la decisión de portarme con él con toda normalidad. Siempre le he sonreído, siempre le he mirado en clase y le he hecho caritas cuando estaba aburrida en Matemáticas o en Historia, y le he lanzado papelitos haciéndole dibujitos chorras. La Paula de antes, la pava, la mosquita muerta, pensaría que ha de dejar de ser ella misma porque eso puede marearle a él, pero la Paula de ahora, la que mola, piensa que va a hacer lo que le salga del toto, con perdón. Yo ya no sé si le gusto y no me importa, por eso es mejor que sea yo misma, y si alguien me va a criticar, que sea por ser yo misma, y si alguien me va a alabar, que sea por lo mismo. Llego, le sonrío como hacía tiempo atrás y me siento en mi pupitre. Bueno, qué manía más tonta seguir llamándoles pupitres a esas mesas. Pues eso, que llamemos a cada cosa por su nombre y punto.

Ah, y lo de Samuel. Noto que tengo una asignatura pendiente, pendientísima con él, pero no pienso mover ficha, ni pienso hacer nada de nada salvo esperar tan pancha sentada en mi porche a verlas venir.

Paula hoy se ha mostrado rara conmigo, bueno, no, al revés. Paula se ha portado de puta madre hoy conmigo. Me ha sonreído cuando ha entrado en el aula y me ha hecho caritas aburridas como hacía antes. Sería muy tonto si no pensara que lo que pasó el otro día fue tan solo un espejismo fruto de la rareza de todo lo relacionado con Melena. Ella estaba frágil, yo tenía la serotonina o las endorfinas o lo que sea por las nubes por el gimnasio, y nos dejamos llevar. No estoy confundido. Sé que ella no siente nada por mí, y si lo ha sentido en algún momento es porque se ha visto a ella misma en un desierto, no, no lo estoy contando bien. Cuando hay un tipo sediento en el desierto y ve un oasis…, pues eso es lo que habré sido yo para ella. Un oasis. Me da pena que no me haya visto o valorado al cien por cien como una posibilidad y no dejo de pensar en de quién estará enamorada. Hombre, no debe de ser alguien que le corresponda, eso está claro. En clase, desde mi punto de vista, tampoco hay chicos muy guais.

Guzmán es un poco cretino, tiene cara de pocos amigos y es el novio de Lu, aunque se trae un rollo muy raro con Nadia. Polo es el novio de Carla, pero a mí ese chico, aunque se las da de guaperas, no me parece que lo sea. Tiene los ojos bonitos, pero muy saltones, ¿no? Fíjate. Christian, el chiquito este nuevo, no es muy listo. De cuerpo está bien, no es muy alto, pero está bien, pero es un poco payaso y eso no creo que le tire mucho a Paula, bueno, bueno… Además hay rumores de que ha estado con Polo y con Carla, como un trío o algo así. ¡Madre mía, un trío, qué pereza!, con lo difícil que es estar pendiente de una sola persona, como para estar por dos. También está el otro nuevo, Samuel, el que es camarero, el que se parece mucho, pero mucho, a Daniel Radcliffe, el actor que hace de Harry Potter. No sé, no creo que le guste este, porque no los he visto hablar ni una sola vez, no le pega. ¡Ah! Bueno, Ander. ¿Cómo no lo he pensado? Igual le gusta Ander… Hombre, pensándolo bien, Ander es guapete, seriote, deportista, reservado, que es algo que mola a las tías. No lo he visto con ninguna tía y eso me hizo pensar que era gay, pero no creo que haya muchos gais en Las Encinas, que tampoco hay homofobia, yo no tengo problemas con los gais. Siempre he dicho que me mola mucho Jesús Vázquez y me parece un comunicador como la copa de un pino. O sea, que los gais están guay, pero no creo que haya en mi clase. Estoy perdido: si no soy yo quien le gusta, ¿quién coño es? Bueno, ese es el menor de mis males. Lo importante es que ella se ha mostrado normal conmigo y no seré yo el que estropee las cosas, el que la acose a la vuelta de la esquina o el que le pregunte si quiere ir a la fiesta de fin de curso conmigo. Qué manía tienen en Las Encinas de hacer esas movidas. Qué ganas de que las tías se vuelvan locas buscando trapitos y nosotros nos pongamos traje de pingüino, como si no fuéramos disfrazados todo el año en clase.

En cuanto Gorka y Paula se enteraron del altercado entre Janine y Mario, fueron a su casa enseguida. Gorka frivolizó un poco diciéndole a Paula que parecían los Vengadores de sus amigos, un par de superhéroes que aparecen para ayudar en cuanto alguien los necesita. Aunque con Melena no había funcionado, como mínimo habían estado al pie del cañón por si ella necesitaba algo, y sí que necesitaba: tiempo y sobre todo no verlos, que no se la molestara. Con Janine era otro gallo el que cantaba.

Se juntaron en la habitación de la otaku y Janine pensó que era el momento de contar la historia desde el principio. Esto se les daba muy bien a los chicos: contar sus historias. Ella no se sentía tan centro de atención desde que la operaron de apendicitis y estuvo a punto de morir. Eso le hizo pensar en un anime llamado Quiero comerme tu páncreas, y de ahí saltó a otra cosa y a otra…

—Céntrate, tía, déjate de mangas y de chorradas y empieza por el principio —le dijo Gorka.

Estaban los tres sentados en el suelo; Janine, con la espalda apoyada en la cama, frente a ellos. Ella respiró hondo, cogiendo todo el foco, alargó la mano hacia atrás, cogió el móvil y les enseñó la foto. No una que circulaba por ahí del día del cine, sino la suya, la comprometida, la que le hizo a Mario sin querer después de montárselo en su cuarto infantil en el pueblo. Los chicos se quedaron boquiabiertos. Paula se quedó un poco descolocada, sobre todo por lo de la violencia, y Gorka hizo un tonto alarde de testosterona diciendo que, si ella quería, podía ir a partirle las piernas, algo que era físicamente imposible.

Por primera vez en lo que iba de día, Janine empezó a sentirse mal, menos heroína y más víctima, y lo que estaba anunciado que pasaría pasó sin previo aviso para ella. Empezó a dolerle el brazo que no le había dolido ni en la exploración médica, empezó a recordar las bofetadas en la cara que no había recordado cuando habló con la inspectora de policía y empezó a entrarle una sensación de pánico bastante descontrolada. No era ansiedad, podía manejar la situación, pero se sentía cada vez más asustada al pensar en las consecuencias de lo que había pasado ese mismo día. Tenía que volver a encontrarse a ese chico ya fuera en el colegio, en el mismo pasillo o en un juicio. Si es que se hacían juicios por estas cosas, porque ella desconocía lo que venía después. Le entró vértigo y unas ganas locas e irrefrenables de llorar. Y lo hizo. Sentada en el suelo, se abrazó las rodillas y lloró frente a sus amigos. Si Janine tenía un poder, ese era el del verbo. Conseguía hablar muy rápido y con mucho sentido, dar muchos datos, datos, datos…, era sabido por todos, pero enmudeció. Ni una palabra, ni un sonido que no fuera un sollozo. Eso sí, su cabeza iba a mil por hora pensando un montón de cosas que nunca diría.

Yo quería una comedia romántica, yo imaginaba una comedia romántica, no una película de sucesos y juicios. Madre mía, qué berenjenal. Claro, lo de Marina ha sido un gesto precioso, pero es cierto que, si ella no hubiera aparecido, yo me habría callado, porque también tengo mucho que perder. O no… Ese es el pensamiento más idiota que he tenido. Cuando Mario me golpeó en el pie sentí que era una agresión y ahora no. MARIO TIENE DIECIOCHO AÑOS. No es una chiquillada. Bueno, no lo sería aunque él tuviera quince, y tiene que apechugar, pero las consecuencias van a ser desastrosas. Para empezar, sé que le han expulsado, no sé si unos días o para siempre. Joder, ¿por qué no dejo de sentirme culpable? Cuando haya un juicio y él testifique, contará que yo le hice chantaje para tener una cita con él. ¿Cómo se tomarán mis padres eso? Mis hermanos se reirán de mí durante años y seré la comidilla del colegio hasta que acabe, y esa es la típica anécdota que me seguirá siempre. Mucho más grave que cuando a Paula le vino la regla en clase, porque eso es una chorrada sin compararlo con esto, pues comparado imagínate… La gente dirá: «Sí, la gordita esa era tan perdedora, tan absurda y tan insignificante que tuvo que chantajear a un chico para que la llevara a VIPS a tomarse un batido».

ES MUY LAMENTABLE. ME QUIERO MORIR, pero mucho. Mi amor por Marina ha durado tres cuartos de hora de reloj, ahora estoy empezando a odiarla, porque, si no se hubiera metido, igual yo me habría defendido y le habría dado de hostias a él también y se habría quedado en una pelea sin trascendencia entre dos imbéciles. PUTA MARINA.

¿Qué alternativas tengo? Hablar con Mario e inventarnos algo… No, no, no, yo soy la víctima. Soy la víctima. SOY LA VÍCTIMA. Ese tío me ha pegado en el colegio, me ha cogido del brazo, me ha insultado, me ha hecho mucho daño, me ha dado con la mano en la cara y eso no se hace. Me ha humillado, me ha amenazado y por mucho que fuera el primer chico que estuvo dentro de mí, tiene que pagar. QUE SE JODA. Tiene que pagar. Sí, se nos fue de las manos, pero ahora ya no hay vuelta atrás. Él lo hizo y él lo pagará. Si me tachan de un montón de cosas, lo asumiré y llevaré la cabeza bien alta. Todo el mundo sabrá que me acosté con él, todo el mundo sabrá que le chantajeé y todo el mundo sabrá que me pegó. Tienen que saberlo, y si por el camino se burlan de mí o me insultan, me defenderé con la verdad. Sí, el plus de epicidad viene de serie. Es que soy una gran lectora. JODER, ESTOY CAGADA DE MIEDO. No quiero ir al instituto mañana. No quiero volver nunca, pero yo no tengo la culpa de lo que me ha pasado, y si me escondiera, no sería un ejemplo para ninguna otra chica a la que le haya pasado lo mismo. Nunca he querido ser ejemplo de nada, nunca pensé que se me diera la opción de serlo, pero si me quedara de brazos cruzados sí que quedaría como la pringada, la perdedora que creen que soy y que nunca fui.

Janine había visto muchas series policiales y, dentro de aquella salita de paredes blancas en la comisaría, se sentía como en una de ellas. Parecía que en cualquier momento iba a entrar el señor pelirrojo de CSI para soltar una frase lapidaria. Por desgracia, llevaba tal racha de interrogatorios policiales que ya no le hacían temblar. Ella tenía que decir toda la verdad, lo había escuchado muchas veces. Allí no había ni amigos ni medias verdades, ella quería ser sincera.

La inspectora se había sentado delante de ella, con el pelo recogido en una coleta que le caía sobre el pecho, por encima del hombro izquierdo. Llevaban más de veinte minutos hablando de lo que había ocurrido en la fiesta de fin de curso y todo lo que había generado hasta ese momento.

Janine tenía clarísimo quién había matado a Marina, pero la inspectora aún pensaba en las frases que había leído en ese diario y quería más: quería hipótesis y daba igual que fueran descabelladas o no.

—Ya nos has dicho quién crees que la mató —le estaba diciendo inclinada hacia ella, con los codos sobre la mesa—, pero ¿crees que alguien más habría tenido motivos para matarla?

—Yo misma, inspectora. Yo podría ser perfectamente sospechosa.

—¿Sí?

La inspectora la miró con el ceño fruncido. Todos los alumnos se mostraban inseguros, aterrados, titubeantes, pero Janine guardaba un temple inesperado.

—Yo misma pude pensar esas cosas tanto de Marina como de Carla, de Lu…

—¿Te refieres a la diferencia de clases, a la pirámide social de la que hablabas antes?

—Tal cual —asintió con un único gesto seco y directo.

—Pero ¿escuchaste algo concreto? ¿Alguien que le deseara el mal? ¿Alguien que la criticara abiertamente?

—Nada de esto se hará público, ¿verdad? Quiero decir que, si llaman a alguien porque yo lo he mencionado, nunca sabrá que ha sido por mí, ¿cierto?

—Cierto… —contestó la inspectora un poco intrigada por el halo de misterio que estaba generando la adolescente en la pequeña sala.

—¿Han interrogado ya a mi amiga Paula? —dijo en voz muy baja.

—No, todavía no… ¿Por?

—Porque ella hizo algún comentario despectivo de Marina que me llamó la atención, sobre todo porque Paula no es una chica muy de criticar y vi que no le quitaba el ojo durante la fiesta…, ni a ella ni a Samuel. Paula no es muy discreta y yo soy muy avispada.

—¿Paula? Ajá.

—Pero no solo eso. Marina se fue de la sala después de recibir el premio y Paula no tardó en salir también.

—¿La estás acusando, Janine? Eso es muy grave —le advirtió la inspectora.

—No, no, oiga, no me malinterprete, yo no estoy acusando a nadie. Yo solo le cuento lo que pasó.

Janine estaba jugando a ser la periodista infiltrada, la policía joven que resuelve el caso al final, y la situación le parecía tan extraña que no quería que acabara. Es cierto que no tenía muchos datos esclarecedores, pero quería tenerlos, quería ser de ayuda… Y mencionó a su amiga sin ningún pudor.