¡Bum! Rita, con dieciséis años de edad, observaba cómo las llamas de color naranja saltaban hacia el cielo a lo largo del horizonte de Panamá. Sus hermanas y ella se reunieron en el balcón de la casa de su familia en el barrio Club X, nombre totalmente inapropiado para el conjunto de casas unifamiliares de clase media hechas de concreto y rodeadas de cercas rematadas con alambre de púas; era una vivienda con una estructura de dos pisos que brindaba una vista panorámica de la capital, en ese momento bajo ataque. Era mediados de diciembre de 1989 y los preparativos para la Navidad de ese año se habían hecho más por tradición que por la alegría característica de la fecha, dado que la retórica antiestadounidense de Manuel Antonio Noriega, líder de la dictadura militar panameña, se había vuelto cada vez más violenta. El país entero se encontraba en ascuas, preguntándose cuánto tiempo había de transcurrir para que hubiese un enfrentamiento entre el dictador, conocido como Cara de piña, y los gringos que aún controlaban la pequeña pero vital franja territorial a lo largo del canal de Panamá.
Noriega, quien antes había sido un informante de la CIA, tomó el poder en 1981 ayudado por sus antiguos empleadores después de que su predecesor, Omar Torrijos, muriera en un accidente aéreo; sin embargo, durante los ocho años posteriores de haber asumido el mando, el dictador se había vuelto cada vez más cercano a los traficantes de drogas colombianos, acumulando millones de dólares sucios producto del narcotráfico y permitiendo que las drogas de ese país pasaran por los puertos y aeropuertos panameños sin contratiempos.
¡Bum! Mezcla de explosiones y disparos a medida que las tropas estadounidenses asaltaban las instalaciones que acuartelaban a la poco organizada fuerza de defensa de Noriega. En la radio y televisión nacionales se podía escuchar a los seguidores del dictador pidiendo a la población que se levantara y ayudara a defender el país contra los invasores. Días antes Noriega declaró el “estado de guerra” entre las dos naciones. Las tensiones en ambos lados eran grandes; en un retén de la policía panameña habían asesinado a un marine de Estados Unidos cuando el conductor del vehículo en que viajaba se rehusó a atender la solicitud de un soldado que le ordenaba detenerse.
Con razón o sin ella, el presidente George Bush padre ordenó la invasión militar a Panamá, codificada bajo el nombre de “Operación Causa Justa”. Las tropas irrumpieron en la ciudad aquel martes 19 de diciembre de 1989 en busca del dictador, quien eventualmente se colaría vestido de mujer a la misión diplomática del Vaticano.
Para la adolescente Rita, la invasión de su país fue un alivio. Su padre era miembro de la Cruzada Civilista, que se oponía a la dictadura, así como miembro activo de la Comisión Pro Rescate de los Valores Cívicos y Morales y del Club Rotario de Panamá, lo que durante la dictadura y después de la invasión ocasionó que en su casa se recibieran llamadas telefónicas anónimas que amenazaban con “ir a ajusticiarlos”. Curiosamente, la información sobre los hechos ocurridos durante esos días en Panamá era monitoreada por Rita y su familia por medio de los canales internacionales y el Canal 8, del Comando Sur; durante la dictadura los militares se habían apropiado de gran parte de los medios de comunicación y cerrado otros, como La Prensa, por lo que sólo de esta forma era posible ver a los “batalloneros” —como se llamaba a los matones civiles de Noriega— haciendo de las suyas.
Rita tenía una opinión positiva acerca de los estadounidenses. Siendo más joven, ella y sus hermanas habían pasado varios meses aprendiendo inglés en Wisconsin, donde vivieron con unos amigos de su madre, quien había asistido a la universidad en Iowa; además, sus padres colaboraron con estadounidenses como investigadores científicos en el Instituto Conmemorativo Gorgas, dedicado a la investigación de enfermedades tropicales.
Definitivamente Rita no estaba del lado de los militares en esta lucha, ya que habían llevado al país al borde del colapso económico y social. Sabía que la invasión sería dolorosa, aunque la consideraba de alguna manera necesaria para la salud de su país.
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La dictadura militar se convirtió en una importante oportunidad de negocios para algunos bufetes de abogados de Panamá: el dinero del narcotráfico que Noriega había traído al país debía ser lavado, y aquellos que conocían cómo hacerlo mediante la apertura de cuentas bancarias ocultas detrás de la protección del anonimato ofrecido por las compañías fantasma, habían descubierto una mina de oro.
La inestabilidad política que vivía Panamá durante los últimos años de la década de los ochenta, sumada a los hechos expuestos anteriormente, trajo como consecuencia que muchos de los clientes de las firmas legales quisieran explorar otras jurisdicciones menos riesgosas, por lo que los abogados panameños encontraron más conveniente las Islas Vírgenes Británicas (IVB), que apenas ocupaban unos cuantos puntitos en el mapa.
Creada por el primer ministro Cyril Romney, Islas Vírgenes Británicas había comenzado su industria offshore en 1984; Romney era considerado como uno de los jóvenes estrella más brillantes de la escena política del territorio, y fungió como el Primer Secretario de Finanzas. Se educó en la Universidad de Syracuse para después regresar a su tierra donde, además de su carrera política, comenzó varios negocios exitosos; no obstante, fueron sus conexiones políticas las que aumentaron su fortuna. Pronto se ganó el sobrenombre de Señor diez por ciento, lo que describe la cantidad que logró sacar de cada contrato que se firmaba con el gobierno cuando fue jefe de Finanzas. Supervisó la creación del sector de servicios financieros del territorio, los cuales se basaron en la formación de compañías internacionales de negocios, o IBC, con regulaciones estrictas respecto a la identidad de sus dueños reales, al punto que ni en el registro público aparecían los nombres de los accionistas, directores y dignatarios de las compañías, lo que quiere decir que ni los reguladores tenían conocimiento de quiénes estaban detrás. La única información proporcionada a las autoridades era el nombre de la compañía y el agente registrado, y sería sólo mediante una orden judicial que la información no pública sobre alguna de estas sociedades podría ser revelada a cualquier entidad gubernamental, local o internacional. Sin embargo, tal como revelarían los archivos de Mossack Fonseca, a veces ni una orden judicial era lo suficientemente poderosa como para traspasar el velo corporativo. El mismo Romney constituyó una trust company, nombre con el que se conoce a las empresas proveedoras de servicios financieros que operan como agentes registrados en Islas Vírgenes Británicas. Se denominó Financial Management Trust y era dirigida por Shaun Murphy. Dicha firma se vería involucrada en escándalos internacionales: según reportes de Scotland Yard, Murphy fue llamado a testificar durante las investigaciones por el robo de lingotes de oro, además de la desaparición de diamantes y efectivo por un valor de 26 millones de libras esterlinas, del Brink’s-Mat, en una bodega cercana al aeropuerto de Heathrow, en noviembre de 1983. En su momento, este suceso se conoció como “el robo del siglo”. Se confirmó que la firma de Romney había proporcionado IBC a clientes involucrados en estos hechos, aunque también lo hizo para otros que las utilizaron para ocultar fondos provenientes del narcotráfico en Florida.
Curiosamente, Gordon Parry, uno de los clientes de Mossack Fonseca, estuvo vinculado con el “robo del siglo”, lo que no se supo hasta 2016, cuando salió a relucir luego de las publicaciones efectuadas por el ICIJ. A pesar de que su firma estuvo ligada con estos delitos de alto perfil, Romney nunca fue procesado y en lugar de ello recibió la Orden del Imperio Británico u OBE, título honorario históricamente otorgado, de forma automática, a los líderes de los territorios de ultramar bajo la Corona. Sin duda, Islas Vírgenes Británicas se impulsaba como un nuevo territorio fértil para los negocios offshore, y así se le dio la bienvenida a un grupo importante de firmas extranjeras, incluidas las panameñas; después de todo, la jurisdicción había salido airosa luego de sus primeros traspiés. De hecho, en su momento, la atención que pusieron los medios de comunicación en estos escándalos terminó siendo la mejor propaganda gratuita para atraer a todo aquel que quisiera hacer negocios en Islas Vírgenes Británicas.
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Mossack Fonseca abrió sus oficinas en Islas Vírgenes Británicas en 1987, justo el año en que comenzó la crisis económica en Panamá —producto del bloqueo económico que Estados Unidos impuso como medida de presión para lograr la salida de Noriega del poder— y dos antes de que las tropas estadounidenses irrumpieran en el país.
La combinación resultó perfecta: ahora la firma podía ofrecer sociedades anónimas panameñas e IBC de Islas Vírgenes Británicas y entre ellas construir perfectas telarañas de estructuras fiscales cuya opacidad sirviera para ocultar, durante años, la identidad de sus clientes.
Pero el ingenio mercantil de los socios de Mossack Fonseca no se quedó ahí; habría de continuar creciendo y de ese modo logró extender sus tentáculos a todo el mundo. Cuarenta años después contaban con oficinas en las principales jurisdicciones offshore del planeta, entre ellas Suiza, Seychelles, Islas Caimán, Hong Kong, Jersey, Anguila y Niue, pequeñísima nación del Pacífico donde el bufete operaba a sus anchas y que posteriormente sería clausurada debido a sanciones impuestas por gobiernos extranjeros, siendo la más notoria la de Estados Unidos.
Al final Mossack Fonseca había dominado el mundo offshore con cuarenta y dos oficinas alrededor del orbe, incluidas varias de ellas en Estados Unidos; el bufete supervisó la creación de más de 200 mil compañías en una docena de jurisdicciones. No obstante, las operaciones directas que realizaban eran solamente parte de la ecuación, ya que también manejaban una red de intermediarios que incluía otras firmas de abogados, bancos y proveedores de servicios, entre otros, que en muchos casos resultaron ser aún más anónimos, incluso invisibles. Al igual que Mossack Fonseca, conocían perfectamente a sus clientes y sabían a qué tipo de negocios se dedicaban.
La antigua vicepresidente del Chase Manhattan Bank, Kalliopi Paky Houriet, era una de ellos: dejó el banco y se llevó una lista importante de clientes multimillonarios a quienes había atendido durante los años que trabajó en Emiratos Árabes Unidos. Sin duda me llamó mucho la atención que la dirección de correo electrónico que usaba para sus comunicaciones comerciales fuera pakyho@yahoo.com, tal vez la dirección de e-mail menos profesional con la que me he encontrado, y definitivamente una alerta roja para cualquier funcionario de cumplimiento en el mundo.
En mi opinión, si Mossack Fonseca funcionaba en las sombras del sistema financiero mundial, definitivamente Houriet tenía que operar desde una cueva. En los archivos de Mossack Fonseca se le menciona cientos de veces, sin embargo, solamente aparece en un puñado de documentos públicos ligados a la industria offshore.
Fueron los intermediarios como Pakyho los que ayudaron a Mossack Fonseca a expandir su imperio offshore, al traer a la firma clientes que en muchas ocasiones tenían razones poco legítimas para hacer uso de sus servicios.
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Rita pasó casi una década trabajando como abogada en la industria de servicios financieros. Durante la carrera de leyes estuvo como pasante en una firma cuyo fundador era amigo cercano de su padre; luego de unos cuantos años en el departamento legal de la oficina regional de la empresa suiza Nestlé, volvió a la firma para trabajar en su oficina en Islas Vírgenes Británicas.
A pesar de que nunca trabajó para Mossack Fonseca, Rita tenía amigos cercanos que habían sido empleados del bufete por años, al igual que clientes conectados con la firma; esto significó que ella no solamente investigara los Panama Papers sino que también aparecía en ellos algunas docenas de veces.
Rita y la firma para la cual trabajó son un ejemplo de cómo se puede hacer uso de la industria offshore para beneficio del clima comercial del mundo y no hacer un mal empleo de un buen sistema: sus clientes no eran traficantes de drogas o evasores de impuestos, con frecuencia eran gente adinerada que tenía más interés en la planificación de su patrimonio que en el blanqueo de capitales. Nos conocimos en los primeros años de su estancia en Islas Vírgenes Británicas. Yo era el redactor adjunto de un periódico semanal local, y en las noches de los fines de semana trabajaba como cantinero en el sitio favorito de los expatriados. Había llegado a Islas Vírgenes Británicas casi un año antes, jurándome a mí mismo jamás regresar a vivir a un lugar donde la temperatura llegara a los cero grados centígrados; así, sin saber nada sobre las islas, acepté el trabajo y me mudé al Caribe. Antes de conocer a Rita, la cobertura que el periódico hacía sobre la industria offshore de Islas Vírgenes Británicas se limitaba sobre todo a reescribir comunicados de prensa y esperar que nadie se molestara con nosotros.
Conocí de primera mano lo sensibles que pueden ser las personas de la industria financiera: una vez hice una observación repentina a una persona, en relación con la naturaleza opaca de la empresa en la que trabajaba. “¡Si alguna vez llegas a publicar algo parecido, te demandaré por todo lo que tienes!”, me gritó, convirtiendo lo que había sido una agradable conversación en uno de esos momentos raros en los que todo el mundo en el bar te mira.
Yo no estaba preocupado por las amenazas que me hizo, ya que si me demandaba por todo lo que tenía en ese momento de mi vida, probablemente no alcanzaría ni para cubrir los costos de presentar la documentación en la corte. Sin embargo, la amenaza no era poca cosa para el periódico.
Cada semana publicábamos dos páginas de notificaciones legales obligatorias, que por ley debía hacerse público cuando una IBC fuera disuelta; a un costo de 30 dólares por publicación, estos ingresos eran vitales para la existencia del periódico y pagaban mi salario. Aunque alejada del periodismo, ésta era una forma fácil de obtener ingresos para el periódico; a mi antiguo jefe lo enfureció saber que pude haber puesto en riesgo la estabilidad financiera de su empresa, de modo que aprendí a mantener la boca cerrada cuando estaba cerca de la gente de la industria financiera.
Salir con Rita, sin embargo, me ayudó a entender qué era lo que verdaderamente pasaba; aprendí acerca del uso apropiado e inapropiado de la industria. En cuanto a ella, descubrí que sin duda le gustaba más trabajar como periodista que como abogada: le encantaba ayudarme a escribir las historias relacionadas con la industria, en especial cuando otras firmas estaban involucradas.
Nunca dudé de su integridad, y al final mi instinto no me engañó; pude comprobar cada una de sus palabras cuando examiné los datos de Mossack Fonseca. A pesar de que se le mencionaba numerosas veces en los archivos, ninguno la involucraba en alguna actividad que pudiese ser cuestionada moralmente. Ella siempre dijo que el mal comportamiento era causado por “hacer un mal uso de un buen recurso”, y examinar los documentos de la firma habría de probar su punto de vista. Sin duda, toda esta experiencia en Islas Vírgenes Británicas nos demostró cuán personal podía ser este nuevo proyecto, por lo que el primer nombre que busqué sin chistar en la base de datos fue el de mi esposa.