V

La noche estrellada después de los bosques

… a través de la ventana abarrotada, puedes ver los campos de trigo, allí está Vincent, internado en el sanatorio, los cipreses del jardín parecen vibrar, sus ramas son garras de gatos que arañan el aire, estamos en el país con vientre de cigarra, cuando sale de noche, las estrellas parecen estar vivas como ostras en el mar, nos encontramos ahora en junio, la noche del 19, el cielo se llenó de remolinos, el mistral infla los campos, los cipreses, más que nunca, se curvan, la noche se ha vestido también más rápida que de costumbre, se llena de estrellas, la oscuridad le da la vuelta a la sartén del cielo, a pesar del viento, a pesar de las montañas no muy lejanas, el calor que hace es como el de un horno, en el hospital se escuchan los pasos de Vincent, se ha levantado, la noche se ríe a carcajadas, quiere conversar con ella, quiere pintarla, sale entonces plantándose bajo la bóveda, las estrellas saltan como truchas fuera de la cesta del río, los cipreses aletean con sus grandes alas de cuervos, abajo los prados corren hacia las casas, en el aire florece el verano, todas las noches del mundo, lo sabe, son sin regreso, por eso hay que darse prisa, pillarlas al vuelo, antes de que se despeñen, saltar por el barranco, antes de que las estrellas dejen de vibrar como cuchillas, antes de que regrese el día y lo pinte todo nuevamente de azul, era una noche de junio, la noche se vistió muy rápido, el cielo brillaba como las rodillas, con la mano se puso a afeitar la tela, pasando una y otra vez la navaja sobre su cuello blanco, rajando aquí y allá, los montes azules, el cielo azulado, las estrellas amarillas, como yemas estalladas en la sartén de la noche, sobre la tierra arrugada añade más pasta, las casas del pueblo se apiñan, bajo el ojo ciego de la bóveda nocturna, esa noche, Vincent pinta la noche estrellada, como todos los demás cuadros nunca lo venderá en vida, todos, salvo el viñedo rojo que compraría Anna Bosch, la hermana de su amigo, también pintor, Eugène Bosch, de quien haría un retrato, un hombre rubio con cabello amarillo limón, Anna lo compró en 1890 por cuatrocientos francos, más tarde viajaría hasta Moscú, donde ahora cuelga en el museo Pushkin, la noche estrellada se vendería por primera vez una década después, en 1900, al poeta francés Julien Leclerq, el cuadro continuó dando tumbos, años después, Johanna, la cuñada de Vincent, lo recuperaría para entregarlo a la Galería Oldenzeel, en Rotterdam, cuando Vincent pinta la noche estrellada, se encuentra internado en el monasterio Saint Paul de Mausole, cerca de Saint Rémy de Provence, no era posible contemplar desde ninguna de las ventanas del asilo semejante noche, por eso Vincent tuvo que salir al aire libre, liberarse, salir, imaginar lo que todos ahora vemos, una noche estrellada como nunca se había visto antes entonces, en ella no se oye ningún zumbido del viento, las abejas permanecieron tiesas en las colmenas, se escucha el silencio, la nada, el latido infinito de las estrellas que voltean como trapecistas en el circo del cielo, novias blancas que se acercan al altar, Vincent tritura la carne de los campos, de los montes, de los árboles, le mete mano, con el pincel embiste la tierra, entra en las madrigueras, levanta las zarzas, allí deja todo lo que le queda de alegría, se vacía con toda su vida sobre el lienzo, sus ojos van y vienen como perros en celo, van y vuelven de la tela al cielo, del cielo a la tela, a cada movimiento expulsa el aire, lo repulsa, lo impulsa, la vida sabe a gloria bajo estas estrellas que corren como potros, Eugène lo mira, como miraría sorprendido un campo lleno de melones, y sobre él, mujeres bailando, trabajando, levantando las faldas hasta las nalgas, dejando escapar por ahí sus piernas de peces blancos, ellas se hincan, dan brincos entre las hierbas altas, sí, así mira Eugène, que sabe lo que es ser poeta, que sabe cómo crece el trigo y cómo luego se queda amarillento, perdiendo la savia, tirando hacia el ocre, y, cayendo a pedazos el día siguiente, después de haberlo sido todo, tan rubio, tan alto, después de haberse quedado a las puertas del cielo, las cigarras dan conciertos hasta en las plazas de la ciudad, el verano cuece en la cacerola de las calles, Eugène mira a ese hombre sin encontrar las palabras, para contar lo que ahora ve, mira cómo la tela se llena de misales, de apóstoles, de santos, mira cómo la noche se cambia en día, el agua en vino, cómo el amarillo devora crudo al verde, cómo estalla como un limón, cómo se va a pique sobre los ocres, Eugène observa ese pincel bailar con violencia sobre el cuerpo de la tela, lo mira aplastar las pastas, meterle la lengua hasta el fondo de la garganta, cuando supo de su muerte, nada le sorprendió, que se hubiera quedado solo, que se hubiera pegado un tiro, nada de eso le sorprendió, la sorpresa fue de otro calibre, como un cañonazo, la sorpresa fue que el mundo siguió igual, como siempre, como si nada hubiese pasado, los manteles siguieron sobre las mesas, el cielo no se desprendió de su altar, permaneciendo como siempre, azul y ajeno, no se podía creer que el niñato de Vincent se hubiera salido con la suya, dejar este mundo sin que el mundo dejase de rodar, en el periódico apenas apareció una reseña, como cuando se cortó la oreja, para dársela a esa muchacha en flor de la cual un día nadie hablaría, confundiéndola con todas las otras flores también allí olvidadas en el florero de la casa amarilla, ahora estaba sentado en el salón de su casa, allí hablaban de un nuevo salón de pintores, el mismo al que Vincent se incorporó con algunas de sus obras, del que se sintió tan orgulloso de pertenecer, obras por cierto que nadie se molestó en comprar, nadie quiso, para acudir a la inauguración del nuevo salón tuvo que hacerse con un traje, ponérselo, subirse al tren, y así vestido, volver a París, Eugène ha envejecido, es la edad, la mirada la que nos delata, sigue ojeando los cuerpos prodigiosos de las muchachas, sus brazos blancos, sus piernas de ciprés, pero lo hace de manera distraída, todo esto ya no va con él, ahora las ciruelas se le estremecen en balde, su cuerpo ya no puede con tanta fiesta, y aunque pudiera, ya no se dejarían agarrar, apretar las caderas, él ya pasó el cabo de Hornos, un instante se olvida de que también morirá, que habrá rozado unas vidas ordinarias, o no tanto, eso piensa, mientras Eugène recuerda los encuentros que tuvieron los dos, el retrato verde manzana de poeta que le quiso hacer, recuerda la virulencia de los girasoles esparcidos por la habitación como una epidemia, en esos tiempos eran dos aficionados a las corridas de mujeres, las que por unos francos se dejaban montar una sola vez, luego volvían a vestirse, y se iban como habían venido, cargando la misma soledad, en esos momentos, Eugène no podía imaginarse que ese pelirrojo, ese rufián, ese bocazas, ese rústico, con un apretón de manos más duro que una pedrada, llegaría a convertirse en el pintor que siempre había soñado ser, como tampoco Vincent podía imaginarse que ese mismo Eugène sería el hermano de la única persona que compraría una obra de Vincent vivo, la única que pagaría algo por un trozo de tela con colores tan fuertes, ¿por qué una obra vale algo, todo, o nada?, todo eso se pregunta por su parte Eugène mientras piensa en Vincent, muerto de hambre, mendigando ayudas a su hermano, viviendo de migajas en cuchitriles llenos de ratas y piojos, ¿qué vale una vida sin valor ni valores?, ¿existen valores verdaderos?, ¿cuáles son los de la vida, los de las personas, los del arte?, los del pelirrojo eran infinitos, había abrazado los evangelios, los cielos azules de la pintura, echaba valor a todo, se dejaba la piel en cada pincelada, no era una cuestión de hambre, sino de infinito, cada una de sus obras es una oración, un pulso, un sin retorno, el que le da valor a una obra puede que sea ese coleccionista de corbata y ojo joven, o ese otro de colmillos afilados que habla ahora a mujeres de cintura fina con una copa de champán en la mano, puede que sea también esa modelo en apuros que posaba delante de Vincent, mostrándole lo poco que le quedaba de la vida, o la hermana del poeta, la que le compraría la única obra, o quizás esas vecinas de la casa amarilla que uno puede tocar donde quiera, ellas sí saben el valor real de tres pequeños francos, o quizás sean esos cuervos volando sobre un mar de trigo, buscando con su pico negro las espigas rubias, soltando graznidos que sólo escucha un cielo pintado, o quizás, el que sepa también algo acerca del valor sea ese sol que cae sobre las flores como una piedra, que empasta las casas, que aplasta todos los retratos que un día Vincent tuvo entre las manos, quizás sean ellos los que saben, quién sabe, esas mujeres que se hincan entre los viñedos, entre los gruesos racimos de uvas, granates, púrpuras, verdes, todas ellas sudando bajo un sol de plomo, ahora las obras de arte se identifican, con códigos de barras, se firman con nombres y apellidos, pero las catedrales eran todas anónimas, los códices no tenían autores conocidos, puede que los más grandes poemas sólo sean colectivos, en todo eso pensaba Eugène, pero lo que no podía quitarse de la cabeza era la noche estrellada que había visto mientras hacía el pelirrojo su retrato, una noche como sembrada de girasoles, Vincent había redescubierto las estrellas en Arlés paseando de noche por las calles de piedra de la ciudad, las riberas de los ríos, atravesando los huertos, los campos abiertos, siempre de noche, como si la noche fuera una pradera verde con dientes de lobo, la ciudad se extendía a lo lejos, de izquierda a derecha, a lo largo de la gran curva del río, las lámparas brillaban como un collar de perlas, arriba en lo alto, el cielo brillaba de cobalto, picado en la mina, y dentro de la roca negra, las estrellas permanecían incrustadas como rubíes, hay tantos paisajes que tiramos atrás, tantos recuerdos que olvidamos en las cunetas, los dejamos donde ya no podemos alcanzarlos, algunos ni siquiera los abrimos, otros los ojeamos de manera distraída, quedan fuera de alcance como una estantería demasiado alta, demasiado recargada, y luego están los que brillan como un cielo nocturno, los que nos llenan las retinas de luciérnagas, una noche que no pertenece a nadie, los que nos salvan del olvido, que son lo que se funden en la boca como uvas, maduras, opulentas, cargadas de todo lo que se llevaron, de todo lo que se quedaron con ellas después de un larguísimo verano, entonces Vincent pinta un cielo sin excusas, con estrellas amarillo limón, y otras, verdes azuladas, muy cálidas, repletas de amor, unos meses después de pintar el retrato de Eugène Bosch, en septiembre, volvería a poner una constelación de estrellas brillantes sobre el fondo azul oscuro del cuadro, al que tituló El poeta, pero lo que quería Vincent no era pintar sólo las estrellas, sino que éstas rivalizaran con los girasoles, sus flores preferidas, y, sobre todo, quería pintar bajo la bóveda nocturna, bajo los cielos cuajados de estrellas, pintar al aire libre, se pone en marcha, se echa el equipo al hombro, busca la media noche, la luna rellena, planta allí su caballete, entra en la noche como uno entra en una abadía, el cielo empieza a colocar las estrellas sobre la tabla de ajedrez, de manera precisa, no deja nada al azar, abajo Vincent añade un malecón repleto de botes negros, pinta luces malvas, y de nuevo, arriba, gemas azules incrustadas en el vacío oscuro, cada astro es una flor que se abre, un girasol que ríe en la boca negra, cobalto, de la noche, allí se embelesa Vincent pintando, con fuego en la mirada, apilando los colores, dando capotazos con el pincel, haciendo llover sobre la tela los puntos amarillos, baleando colores, remolinos de cobalto, azules sin techo, lo que Eugène percibió allí era la alegría de vivir, la alegría ácida y verde de respirar hasta el último aliento, una alegría eléctrica, de revolcón en revolcón todos acabamos en el mismo agujero, tragados por el mismo sifón, la diferencia está en la intensidad, lo que de verdad importa es estar en todos los momentos que uno vive, no estar de lado, arriba, abajo, no estar en su centro, de cuerpo entero, con toda su alma, eso hacía Vincent cuando pintaba, entonces se desvivía, se sobrevivía, estaba por encima de todo, como una noche estrellada, las lluvias no sólo son duchas de aguas que caen, son jinetes que corren como tildes agarradas a las palabras del viento, como los piel roja por las llanuras que nunca más volverán a ver, las aves saltan fuera de los campos como lo harían las olas fuera del mar, la vida nunca es lo que parece, es nuestra forma de mirar la que la tensa, nuestra mirada que la intensa, por eso el sol puede dar hachazos, escupir arpones cuando se abre el cielo después de una tormenta, subir con el viento, a la vertical, por los labios de los acantilados, lo que pasa es que trabajamos duro para crecer, estiramos los huesos, alargamos los años, y así nos alejamos de nosotros mismos, de lo que un día fuimos o quisimos ser, así nos perdemos de vista, nos alargamos, nos hacemos adultos, graves, responsables, desviados, nos llenamos de piedras que cargamos a cuestas, llenando los días de oficios, de muecas, de cáscaras, llevando pantalones largos incluso en pleno verano, fingimos hacer el amor pegando chillidos de ratón como cuando nos gusta un postre, dejamos de llorar por un sí e incluso por un no porque ya tenemos el corazón bien pelado, bien puesto, tostado hasta el hueso, y así nos quedamos dormidos, de noche y de día, porque la vida no descansa, nos quedamos ciegos de corazón, hasta que un día una mujer, o un hombre, entra en tu vida, alta y blanca, pura leche, rubia como un Van Gogh, y entonces nos despeñamos, nos quedamos de patas arriba, sorprendidos, más desnudos y despiertos que nunca, descendemos hasta lo alto, nos elevamos hasta lo más bajo, hasta alcanzar nuestra verdad, ese centro de gravedad que nunca tuvimos que haber perdido.