… no sabemos con certeza cuándo conocemos a una mujer de verdad, no sólo de cuerpo entero, a veces nunca llegamos a lograrlo, volvemos a salir de otros cuerpos, multiplicamos las pruebas de inexistencia, conocer a demasiadas es conocer a ninguna, a veces la vida entera pasa y nunca llegamos a dar con esa mujer que te cambia de por vida, con la que pasas una noche entera, una noche en blanco, sin dormir, porque todo queda por decir cuando llegas al alma, hablamos sin parar con ese rostro que siempre estuvo allí, le hablamos de esa vida que es también nuestra vida, cómo llegamos a ella es un misterio, un día nos acomodamos en una mesa de restaurante, en un día de sol cualquiera, nos sentamos para un almuerzo o un café que podría ser como tantos otros almuerzos u otros cafés, de los que llevamos acumulando a lo largo de todos los años que llevamos a cuestas, miles de millas, y entonces ocurre que todo ocurre, nos topamos con alguien de verdad, alguien que reconocemos desde siempre, alguien con quien nunca nos hemos cruzado antes aparece de repente en el ángulo vivo de nuestra vida, pero esa persona no es cualquier persona, ese alguien nos resulta cercano, viene desde siempre, desde dentro, desde cuando éramos niños, la sentimos como si hubiese formado parte esencial de nosotros, como si la hubiésemos amado desde que nacimos, pero, espera, me estoy volviendo loco no diciendo lo que siento, lo que pienso, el enigma poco a poco se esclarece, esa persona que se topa por primera vez en nuestra vida es realmente el amor de toda una vida, y aunque resulte paradójico, es la mujer a quien siempre hemos amado, a quien esperábamos, con quien nos habíamos citado fuera del tiempo, ella bien puede tener una edad similar a la que tenemos, cuando se ríe tiene una sonrisa rubia que reconoces de inmediato, las arrugas le hacen pequeñas lombrices alrededor de los ojos, allí vienen a posarse sus bellos años, sobre la alambrada de su mirada, y cuando sonríe es como si te encontraras, de golpe, delante de un campo quemado por el fuego rojo de las amapolas, como si te encontraras en medio del sueño dorado de los trigos que ni siquiera los bandoleros se atreven a robar, la escuchas hablar, su voz es un cuchillo, también rubio, cada palabra te la hunde como un sol en la retina, te la hunde hasta el corazón, y entonces vibras, iluminas, almas, como un nervio de cristal, la felicidad nunca te encuentra sino que la buscas, pero la mayoría de las veces pasa que no pasa nada, la mayoría de las veces no reconoces a nadie, dejas que pase, y entonces son los años que te pasan encima, un atropello de años en balde, finges ser el que no eres, ser ese otro que se llamaba Vincent, también a menudo imagina haber dado en la diana, piensa haber encontrado su sol limón, la primera vez que le ocurre es en Londres, se aloja en una casa, la de una viuda de un pastor, su hija es el primer flechazo de su vida, allí al pelirrojo se le encienden todas las mechas, quema, arde, ella tiene diecinueve años, es bella como un río, rubia como el verano, pero lo rechazan, le es denegada, está prometida le dicen, entonces lo echan de la casa, las calles de Londres se le hacen frías, repletas de invierno, la siguiente mujer que aparecerá en su vida cuando ya Vincent entra en su última década, se llamará Kee, es la hija de su tío, todo ocurre en el calor de un mes de agosto del año 1881, ella es algo mayor que Vincent, viuda desde poco tiempo, tiene un hijo y los ojos negros oliva, de nuevo piensa haber encontrado el amor de su vida, pero de nuevo se le deniega, ella le corta las alas, nunca, no, nunca en mi vida, le espeta, ella se quita de en medio, huye a Ámsterdam, Vincent la persigue con cartas, la acosa, siempre las cartas, todas quedarán sin respuesta, un día es un mediodía, se presenta sin avisar en su casa, están todos comiendo, todos salvo ella, ni rastro de ella en la mesa, Vincent pone entonces la mano sobre el fuego de la vela, todos sentados en la mesa, presencian la escena atónitos, pasmados, observan cómo los ojos del pelirrojo se llenan de lava, nunca habían visto un volcán en erupción, vivir con el corazón no es nada fácil, a menudo das con callejones sin salida, tropiezas con los muros, te equivocas de sentido, a menudo te conviertes en cenizas, nunca se ha visto un amor que no desordene la vida o no haga perder el norte, la pasión amorosa abre todas las digas, por eso Vincent se agarra entonces, por primera vez, a la paleta, estruja los tubos, hace saltar los colores, el tiempo no cura nada, simplemente ocurre que las heridas se cansan, y dejan de sangrar, pasa entonces un tiempo, o dos, y Vincent, otra vez, conoce a una mujer, se apoda Sien, Clasina María Hoorniik, una prostituta de treinta y dos años, sifilítica, alcohólica, embarazada, ambos son dos navíos en perdición, se tantean, se tientan con lo que les queda de cuerpo, ella posa una y otra vez para él, quiere salvarla, casarse con ella, pero, para ella, sus ojos también son los de un mendigo, alguien que tiraron en una cuneta, las tribulaciones los unen, por eso quizás, se lanzan el uno sobre el otro, como dos necesitados, dos soledades que se encuentran y buscan hacerse compañía, calentarse para pasar el invierno, la vida entera, Vincent se la lleva al estudio, y de allí a la cama para después casarse con ella, sí, ahora la quiere llevar al altar, quiere salvar esa vida para salvarse a sí mismo, huir de sí mismo o simplemente tener alguien que se ocupe de él, de su día a día, y, si fuera posible, de su noche a noche, las relaciones nunca han sido su fuerte, es torpe, brusco, incluso brutal, su voz es ronca, no tiene modales ni con las sirenas, cuando se enfada suena como un trueno, sobre todo, no sabe fingir, da los golpes siempre de frente, habla de cara a cara, como lo hacen los holandeses, repitiendo una y otra vez la embestida, un tipo duro, incluso con él mismo, sobre todo con él mismo, de esos que se pegan sin piedad, de los que se azotan hasta la sangre, pero sabe que todavía habrá que durar varios años, quizás incluso décadas, que su cuerpo no aguantará sin una mujer a su lado, entonces, eso piensa, mejor equiparse, y si fuera posible, con una mujer que sepa llevarlo a buen puerto, a veces en la vida las cosas van demasiado rápidas, es decir, no van a ningún lugar, por eso te agarras a lo que por allí pasa, un tronco, un oficio, una mujer, te agarras para no ahogarte en el intento, le pides su nombre a la primera que pasa, en caso de que pueda haber algo de porvenir en común por delante, aunque todo sea un despiste, aunque todo sea un malentendido, conforme los años pasan sabes que nada se arreglará, que necesitarás más timón antes de alzar la bandera blanca y rendirte, ella también quería, necesitaba que alguien la sacara de la necesidad, su cuerpo lo vendía como podía, a granel, así lo había hecho casi toda su vida en los burdeles, lo hacía ahora posando desnuda delante de artistas, que también le pagaban para subirse sobre ella, este pelirrojo sin embargo la quería, le hablaba de sacarle de apuros, aunque quien parecía estar en una necesidad extrema era él, que ni para colores y telas tenía dinero, por eso dibujaba sobre todo en negro y blanco, trazaba sus pechos crudos negreando o clareando los grises, los pliegues rosados de su piel los teñía de carbón, todo se quedaba en colores grises, oscureciendo aquí, clareando allá, haciendo brillar los pezones como mecheros, negreando la paja de su cabello, metiéndole ángulos en los mentones, en las caderas, en todo lo que podía agarrar con las manos, lo único que no dejaba que se viera era su rostro, quizás porque la vida a veces es sólo eso, un cuerpo en blanco y negro, anónimo, un silencio que dispara todas las alarmas, una hoguera que no aguanta las llamas, que ha perdido todo lo que le quedaba de juventud, los años le pasaron por encima, con la treintena tiene el cuerpo bien cascado, el vientre se le tambalea, los pechos caen en picado, todo en ella naufraga, no quedan supervivientes sobre el pontón, Vincent quería salvarla, lanzarse al mar para repescarla, pero todos y todo en su entorno se le atravesaron, pronto daría a luz incluso en la oscuridad, y eso no podía consentirlo, tenía valor y valores, abandonarla era impensable, imposible, fuera de alcance, él no era un asesino en serie, de los que van por la vida dando puñaladas por la espalda, a veces ella sonreía, y entonces el rostro se le iluminaba como el de una niña, o alguien que hubiera conocido de cerca la felicidad, aunque hubiese sido hace muchos años, cuando posaba para él, sus ojos se le quedaban fuera de alcance, como perdidos en alta mar, su vientre había crecido, y, con él, los pechos disminuidos, estaban ahora hechos unos mangos, todo en ella anunciada otra vida inminente, imposible abandonarla, tirarla por la borda, se enfrentaría a los suyos, a su padre, a su hermano, todos se lo dicen bien alto y bien claro, le cortarán los suministros, entonces se rinde, retrocede, y al final abdica, no será su guardián, no será su príncipe, la abandona, la deniega, como habían hecho antes con él, y entonces vuelve a huir, no insiste, espera que otra le echará un hueso, sale a la calle en búsqueda del calor de otra soledad, no llega, Vincent aprende entonces que la vida es una perra, busca otra mujer, no la volverá a encontrar, eso dicen sus biografías, pero qué sabemos de la vida de un hombre, un puñado de fechas, una lista de compras, y poco más, para saber de una vida hay que tener todo lo que ha tocado, amado, empuñado, todos los objetos, todos los amores, y si es posible saber lo que le cambió la vida, entonces lo colocas todo en un museo sentimental, de esos que guardan las vidas minúsculas que fuimos, y allí, en las estanterías, en los baúles, sobre las paredes, lo guardas todo como un tesoro difícil de igualar, las riquezas de una vida entera que ha amado, Vincent quizás la encontró, algunas pasaron demasiado rápido como su vecina Margot Begemann que le correspondió pero era diez años mayor, por ella incluso intentaría suicidarse, cuando ambas familias se opusieron al enlace, luego vendría una italiana, Agostina Segatori, dueña de Le Tambourin, un café restaurante parisiense del bulevar de Clichy, conocida modelo de Corot, Manet y del propio Vincent, la menciona un par de veces en sus cartas, hará dos cuadros de ella y varios dibujos de desnudos, puede que el amor de su vida fuera otra, puede que Gabrielle, una adolescente de padres granjeros, Gabrielle Berlatier, acuérdate bien de este nombre, porque ella fue la protagonista quizás del día más feliz de su vida, tras cortarse la oreja izquierda, el 23 diciembre de 1888, poco antes de navidades, Vincent le entregaría su oreja a esta joven francesa vecina de Mas de Faravelle, un pueblo a diez kilómetros de Arlés, antes de que llegara la policía, que luego buscó en balde entender por qué los dos pintores casi se matan riñendo a garrotazos, de día trabajaba en el burdel como limpiadora, eso dicen los registros, fregaba los suelos, hacía las camas que otros deshacían, eso dicen los cuadernos, y de noche, pues de noche, hacía lo que podía hacer para alargar la paga, eso hacía de su vida, su identidad quedó oculta durante ciento veintisiete largos años, para dar con ella, hubo que rastrear muchos archivos, husmear, indagar, pero lo más bello viene ahora, lo más bello es que Vincent la conoció cuando ella era limpiadora en el Café de la Gare, en Arlés, lugar en el que también ejercía el oficio más antiguo del mundo, el hotel era un tugurio que permanecía abierto toda la noche, para delincuentes de pequeño vuelo, borrachos, artistas, prostitutas, todos aquellos que no tenían donde caerse muertos, una especie de lumpen que no podía permitirse pagarse una cama en una pensión, allí terminaban todos, incluso Vincent, sobre todo Vincent, que llegó a pasarse tres noches enteras intentado plasmar los rojos, entre color sangre y color vino, una mesa de billar verde veronés sobre un suelo amarillo, todo ello en un lugar donde era entrar y meter la cabeza en un horno, allí el pintor vivió en una de las habitaciones, de mayo a septiembre del mismo año, allí la vio por primera vez, se fijó en ella, pensando de nuevo haberlo encontrado, el sol ebrio de los limones, era entonces primavera, el oro de las flores se había quedado atracado, el viento atravesaba los campos, y él lo hacía sin un duro en el bolsillo, sus labios eran frescos, apenas veinte años tenía Gabrielle, una mozuela, una muchacha en flor, cuando se agachaba sus pechos sobresalían como dulces de membrillo, eran pezones a punto de caer del árbol, y con sus ojos claros, miraba el cielo, buscando allí, quizás el secreto del corazón, entre las mesas pasaba ella, y él la miraba como quien sabe que la vida se encuentra todavía al alcance, que los milagros no se repiten, que no hay segundas oportunidades y por eso insiste, las biografías no lo cuentan, nadie sabe que Vincent un día se levantó, se volvió a sentar, se lo pensó de nuevo, y entonces, mientras pintaba las noches estrelladas, antes de que Gauguin viniera a la casa amarilla, allí en ese café, también hotel y burdel, él la besó, y ella también lo besó, dándose grandes cucharadas con la lengua, él todavía no se había hecho inmortal y ella se quedaría sin existir durante más de un siglo, pero allí se besaron mientras las estrellas se balanceaban sobre el pecho de la noche, se agarró a ella como a un salvavidas, y ella, joven todavía, se puso a creer en esos labios, se dejó recoger por esos brazos, como si fuera un ramo de flores, un ramo de tulipanes o de girasoles, y así se la llevó hasta la habitación, atravesando ese desierto que se extiende antes de que caiga la ropa, antes de llegar al oasis de la cama, o puede que del camastro, y allí se volcaron, se bebieron el uno al otro, las bocas enfermas de tantos besos acumulados, dejándose frases por todo el cuerpo, verbos que resbalan por el vientre, hasta caer en el hoyo de la última palabra, hasta que de nuevo un lector les resucite como ahora, allí se entrechocaron por primera vez, allí entraron en el cuerpo a cuerpo, se echaron el uno sobre el otro, alma contra alma, como dos soledades que se tiran a la desesperada desde lo alto del barranco, y esperan, milagrosamente, llegar con vida cuando toquen fondo, lo que había entre ellos era un desafío, una peineta, una yugular, torcer el cuello a una vida que no te quiere, dos cuerpos que se tiraron el uno hacia el otro para no hacerlo debajo de un carro, o desde lo alto de un puente, cuando todo finalizó, ella se levantó, abrió la ventana para respirar la noche, para dejarle ver sus espaldas, Vincent nunca pudo pintar ese instante, por eso desde entonces pinta las noches estrelladas, allí en esos clavos, dejó brillar esos momentos, esas horas con ella, llenas de luciérnagas, se percataron entonces de que todas las prendas estaban tiradas por el suelo, que no había cuerpos con que llenarlas, porque de nuevo se balanceaban el uno sobre el otro, felices de descubrir que la vida a veces se llena toda de acrobacias, que te puedes tirar desde lo más alto sin romperte todos los huesos, que puedes dejar de suicidarte, amar es una manera de cambiar de corazón, ponerse en cruz y clavarse de besos, los hay que sólo aman una vez, de un tirón, los hay que nunca aman, acumulan todo lo que pueden, también hay otros que simplemente no saben cómo vivir sólo de ellos mismos y por eso se agarran a otros, y, por fin, los hay que dan con el clavo, aunque sea ardiente, éstos son los que consiguen arrancarse las astillas de la nada del corazón, esa noche Vincent dejó de mentirse, se puso sobre ella con toda su verdad, brusco, tierno, suave, brutal, se puso sobre ella y ella sobre él, y así los dos dejaron de ser piedras en sus vidas, no sabemos cuántas noches repitieron, cuántos desiertos de prendas en el suelo volvieron a atravesar, ella de día seguía limpiando y él seguía pintado, a veces más de un cuadro a la vez, la vida cuando te agarra con felicidad puede ser un descontrol, como cuando ves por primera vez ese amarillo ebrio, esos mechones rubios que se ponen a volar, tirando fuerte de la melena del cielo, la primera vez que ves un Van Gogh es un salto mortal, una caída hacia arriba, de abajo hacia lo más alto, quizás Gabrielle viera esos cuadros, y, al despertarse, en la habitación que allí el pelirrojo alquilaba, quizás se enamorara, quizás, en el espacio de unas semanas, o unos meses, porque tenía veinte años, se pudo llegar a producir ese milagro al que llamamos pareja, una mujer viviendo con un hombre, un hombre viviendo con una mujer, dos seres que aún en la distancia crean un mundo, un paisaje, un respirar, un código fuente que les perdura, inventan palabras como almar, bellos momentos a los que llaman luciérnagas, al hecho de estar juntos pasear el tiempo, y cuando hablan dicen que hacen guacamoles de voces, mientras él pinta cielos encrespados, campos de tiza blanca, mientras va por los campos con su caballete, las manos llenas de amarillos, mientras estruja los pezones de los tubos y aplasta la pasta sobre la tela, inclina las comas de las nubes, arrastra los colores de una punta a la otra de la tela, despeina las hierbas, ara la tierra, la retuerce por todos los lados con su pincel ebrio, ella sigue en el café, fregando, limpiando, cambiando las mesas de sitio, sigue más bella que el pecado, más bella que una flor de campo, es toda la vida que tiene, una vida de la que nos vamos a olvidar, pero para Vincent lo es todo, es el cuerpo de la mujer que ama, es el alma con quien habla y calla, a ella donará la oreja cortada, se la dará envuelta en un pañuelo, como el alma de su alma, porque ella es como él, como un gorrión, canta a cada mirada, vive también con el corazón, todo lo que puede ser, lo vive de un tirón, de cuerpo entero, y sí, se gana la vida como puede, fregando suelos, dejándose serrar por los hombres, tronco que sólo buscan en su cuerpo un poco de vértigo, los mil veranos que no volverán a tener, allí se empapan, allí sudan, buscando entender la alegría que tuvo un día el aire, los días de aquí y las noches de allá, se estremecen, pero al que ella ama, de corazón, es al pelirrojo, esa cara de carnicero colorado, ese hombre de mirada torva que taladra nada más mirar, ese hombre terco con ojos que brillan como canicas, no es guapo, tiene el rostro como moldeado a golpes, pero para ella es el fin del mundo, el comienzo de la vida, su iris se abre como un girasol, es amarillo como los narcisos, él es esa mirada de meteoro que se para en plena carrera cuando ella pasa por delante, sí, ese es quien la estremece, la tumba, la voltea, cuando se besan lo hacen como la música, nota a nota, creando melodías, armonías, y ritmos, riéndose mientras hablan, sus manos vuelan como golondrinas sobre la piel, se hacen partitura, y allí, en el espesor del aire, clarean, negras y blancas, sobre el vientre el uno del otro vocalizan toda la partitura, entonces es cuando él también renace, durante ese instante deja de vivir para el infinito, se deja llevar de la mano hasta la habitación, donde ella le despoja de la blusa, le quita todo lo puesto encima, donde él decide entonces no quitarse la vida, y proseguir un día más, hasta que llega al día en el que ella deja de estar con él, estamos en medio del verano, estamos en los días del año en los cuales el sol se hace más rubio que nunca, cuando la vida se retuerce como una víbora, cuando las piedras sudan, ahora lo puedes ver, mira bien, él encuentra el revólver, es bello como la boca de un lobo, siete milímetros de calibre, los colmillos son de la marca Eugène Lefaucheux, la bala sale como un mordisco, rebota en sus costillas, es una bala hambrienta que le atraviesa el corazón, Vincent se queda aturdido, esto era la vida, este chorro de sangre que ahora le sale del cuerpo, carmín como los labios de su amada, igual de mortal, Vincent no muere allí en el acto, lo hará un par de días después, el 29 de julio, se quita la vida sin ganas, alargando su agonía, muere entonces como lo hacemos casi todos, sin saber que morimos, y ella, Gabrielle, que había trabajado en el Café de la Gare, nunca más volverá a verla, Vincent se había ido a la casa amarilla, pero ésta estaba cerca del café, hasta entonces todavía quedaban, se besaban, se amaban, y ella, además de limpiar, se buscaba un sueldo extraordinario para poderse pagar el tratamiento del mordisco de un perro enfermo de rabia, llegó un momento en el que Vincent no pudo mantenerla, ayudarla, porque ni con él mismo podía hacerlo, por eso ella comenzaría a limpiar en el burdel llamado Rue du Bout d’Arlés, a ella, a Gabrielle, a su amor de noches y de días, a la que amó al final de todo, le daría su lóbulo, era una criada pero con ella había hecho mucho más que convivir, mucho más que sobrevivir, había amado, cuánto tiempo no importa, a veces para siempre son solo unos días o meses, eso había sido ella para él, por eso aquella noche de diciembre de 1888 Vincent acude a ella, por última vez, la vida le chorrea por toda la cara, empapando su camisa, acude a ella ebrio de dolor, con su carne en la mano, acude a ella para entregarle su oreja mutilada, como si fuera una rosa llena de carmín, una flor de amor, la pelea con Gauguin horas antes había sido monumental, ambos habían estado viviendo y pintando juntos, el francés era su ídolo, para él pintaría los girasoles, para decorar su dormitorio de la casa amarilla, para él se gastaría una fortuna en comprar las sillas de mimbre, le dejaría todo lo mejor que tenía, se lo daría todo, apenas llegaría Gauguin, Gabrielle se quedaría en un segundo plano, Vincent, a pesar del flechazo y de los picotazos, la veía entonces cada vez menos, Gauguin ocupaba todo el espacio y el tiempo de su vida, pero el hombre real que conocería en esa corta pero intensa convivencia era bien diferente del ideal que se había imaginado, era exbanquero astuto con arranques frecuentes de ira, publicista y adúltero en serie, lleno de deseo y de carne, aguantaba con dificultad los exabruptos de Vincent, alargaría la estancia sólo por una razón, para poder conquistar a Gabrielle, esa muchacha en flor, bella como un pecado, un día se la tiró por unas pocas monedas mientras Vincent permanecía pincelando por los campos, Gauguin lo había traicionado, Gabrielle se asusta, se distancia, deja de ir a verle, poco a poco su presencia se va borrando, en el museo Kroller-Muller, en la campiña holandesa, hay un lienzo no tan conocido de Vincent, una de las primeras pinturas que hizo después de la famosa noche en la que se cortó la oreja, el cuadro presenta una mesa amarilla con un bodegón y cebollas en el medio, y sobre todo hay un detalle, eso sí, minúsculo, tan ínfimo que casi pasa desapercibido, por eso ningún especialista se percató de su existencia, se trata de una carta que aparece en la esquina inferior derecha del cuadro, la ves, mira bien, allí está, es una carta que exhibe el sello número 67 perteneciente a la oficina de correos a la que iba Theo, se trata pues de una carta de su hermano, Vincent la recibió el mismo día 23 de diciembre, el mismo día en el que Gauguin, su ídolo hasta entonces, con quien vivía en la casa amarilla, con quien pintaba, con quien lo compartía todo, lo vejó y traicionó, ese mismo día de autos recibe la carta que aparece en el bodegón, en ella Theo le anuncia su compromiso matrimonial con Johanna Bonger, la mujer de quien hablaremos más adelante, a Vincent el mundo se le derrumba, se teme lo peor, se teme que su hermano Theo, el que adora, el que lo es todo para él, su mejor amigo, su único sostén, el que le apoya en todo, lo abandone, teme entonces lo peor, el fin del mundo, perder a Theo, al mismo tiempo truena la noticia de que el traidor Gauguin se va, éste por entonces ya temía por su vida, temía al holandés que se le acercaba por la noche con su cara de cuchillo y lo despertaba con el rostro pegado a unos pocos centímetros del suyo, los ojos inyectados de cianuro, una mirada llena de navajas, como si quisiera espetarle el iris hasta la médula, esa noche Gauguin se quiso poner a salvo, llevar su vida lo más lejos posible del holandés, pasaría así la noche en un hotel, a distancia razonable, dejando a Vincent a solas, con sus demonios, lo encontrarían a unos cien metros de la casa amarilla, Vincent había ido a dar en la Rue du Bout de Arlès, porque allí, en ese burdel, trabajaba la única persona del mundo que podía consolarle, allí estaba Gabrielle, nunca la había retratado, sus mejillas eran manzanas redondas, nunca nadie había sido tan dulce con él, quizás por su edad, quizás por su carácter, ella en todo caso se lo había dado todo, como en el arranque de un concierto, cuando el cuerpo del maestro se tensa y lanza los brazos para que todo la vida se ponga en movimiento, a veces al dormirse, Vincent pensaba en ella, pensaba en el retrato que un día haría de ella, imaginaba su pincel pasearse por el redondeo de sus curvas, imaginaba quedarse sobre su rostro, separar los labios, y, luego, volver a subir, terminar la boca, ascender hasta los ojos, y allí atrapar su alma, la lentitud amorosa de la que se deja ir, el baile de la sangre, Vincent la seguía viendo, aunque mucho menos que antes, ahora tenía que pagar para pasar la noche con ella, a veces ella se regalaba porque lo quería, por ese entonces, en Francia, los hombres acudían a los burdeles como quien se va a tomar un trago, ella ahora ganaba bien su vida, mucho mejor que antes cuando fregaba los suelos, limpiaba las mesas, hacía volar las ventanas, en la casa amarilla era simplemente la que lo limpiaba todo, aquí era una reina, descubría el poder que tenía su cuerpo sobre los hombres, donde ahora trabajaba lo llamaban une maison close, bien comme il faut, una casa cerrada, pero para ella era todo lo contrario de una jaula, aquí se sentía libre, en seguridad, sabía que éste era un establecimiento muy regulado, como todas las demás prostitutas y las madames de la casa de tolerancia, ella también estaba registrada en el censo, con nombre y apellido, edad y procedencia, a ella le hacía gracia que la manera de referirse a estas casas fuera utilizando delicados eufemismos, el preferido por Vincent era el de limoneras, alguien que dirigía un burdel o que vendía limones o limonadas, ella tenía los ojos color del oro de los días, durante mucho tiempo Vincent guardó el secreto de su relación con Gabrielle, así lo haría durante los meses que pasaron juntos en la casa amarilla, pero incluso el tiempo no destapó ese secreto, durante mucho tiempo se creyó que Vincent había entregado su oreja a una tal Rachel, pero en los registros nunca existió tal mujer, la palabra Rachel aparecía junto al nombre de las prostitutas, un apodo para encubrir a todas esas mujeres, por entonces, en Arlés, había treinta y una mujeres inscritas con el mismo pseudónimo, Rachel, pero sólo una aparecía en el registro oficial con el nombre de Gabrielle, ella lo había sido todo para él, la había conocido con los vestidos puestos, las piernas y los hombros vestidos, navegando entre las mesas del restaurante en la casa amarilla, allí le había dado el primer beso, la lengua cargada de carne, Vincent era brusco, buscando siempre los atajos, ella nunca había estado antes con un hombre así, los ojos llenos de cuervos, la boca áspera como una alambrada, pero se había enamorado, los vecinos pensaban que estaba tocado, hecho una ciruela, se pasaba las noches corriendo por los montes, buscando lavarse con el chorro de las estrellas, Gabrielle moriría a mediados del siglo pasado, a los ochenta años de edad, en 1952, una vida minúscula, que ni los libros recuerdan, pero ella fue la Gabrielle de su vida, no su prostituta sino su amiga, su amante, su ángel herido, la Sien que nunca pudo rescatar, entregarle su oreja era darle una parte de su cuerpo, dárselo entero, lo más íntimo, como si el alma también estuviera en ese trozo de carne, en esa sangre, cuando entró en su habitación tenía la mirada de los días malos, esa mirada cargada de veneno, y tan pronto la vio se tranquilizó, sus ojos de pichón se llenaron de agua, no eran lágrimas de dolor, sino de alivio, de haberla encontrado de nuevo, allí en la habitación donde habían pasado juntos horas y días, la eternidad no se mide en años sino en segundos, lo que perdura es lo más efímero, una mano que resbala sobre el vientre, una mirada que se llena de colinas, de verdes, de ocres, de todos los colores que puede tener del amor, Vincent no se cortó la oreja en un ataque de locura, sino en un acto de amor, todas las primaveras nacen sobre la superficie de nuestra tierra, miles de mujeres muy jóvenes, que de un día para otro, en un abrir y cerrar de ojos, pasan de ser botones pálidos a espigas brillantes, oro puro, que se inclinan sobre su tallo para servir en los cafés, en las tiendas, en las oficinas, mujeres que corren con los pies descalzos hacia el mar, mujeres que un día se levantan con un ardor sin parangón y lanzan la punta de sus pechos a través de las blusas, mujeres que iluminan con sus ojos, y luego, a veces, dejan anidar en sus vientres al que supo llegar hasta ellas, Gabrielle era una de esas mujeres, no tuvo la vida fácil, nada de amaneceres al calor de la estufa, sabía lo que eran las heladas, la piel que se agrieta de frío, los labios que queman en pleno invierno, para Vincent era frágil como un pájaro caído del nido, pero sobre todo era imprescindible como la lluvia después de la sequía, como el pan antes de la hambruna, para Vincent ella era bella como la aurora antes de que arranque el día, bella con sus dedos alargados que parecían telas de araña, con su cadera estrecha como un desfiladero, la primera vez que la tocó abajo se estremeció, todo el cuerpo se le cargó de electricidad, era como si estuviera de golpe en el epicentro de todas las galaxias, como si las estrellas se hubieran apiñado todas ellas, en ese único instante, en esos minúsculos centímetros de piel y de carne, con ella Vincent no tuvo nada que abandonar, ni hogar, ni paraíso, con ella no tenía nada que perder sino todo por ganar, volvió a reír, volvió a ser el niño que nunca había dejado de jugar, por eso cuando la va a ver, con la oreja cortada en mano, le lleva toda su vida, se la entrega, ese día, esa noche él acaba de vivir una doble pérdida, la de Gauguin y, lo piensa, lo cree, está convencido de ello, también la de su hermano, éste se va a casar, lo va a dejar tirado como un trapo, olvidarse para siempre de él en su nuevo nido de felicidad, por eso lo único que entonces le queda es esa muchacha en flor, lo único que le queda es Gabrielle, ella era como él, pobre, llena de ansia de vivir, como él venía del campo, había tenido que apañárselas como fuera para poder pagarse el tratamiento contra la rabia, ahora imagina Vincent entrar esa noche en el cuarto, las manos chorreando, la oreja cortada, ella como no podía ser de otra manera asustada, llamando a voces, que vengan a rescatarla, que un médico llegue cuanto antes también para él, el que llega y cura la lesión es el doctor Félix Rey, más tarde Vincent y él se harán muy amigos, el holandés incluso le hará un retrato, ese médico redacta el parte, el pintor, escribe, se cortó la oreja entera, no sólo el lóbulo como se creyó durante mucho tiempo, ahora imagina a Vincent a solas en su cuarto, convencido de que su hermano le olvidará para siempre, conforme se afiance su matrimonio con esa mujer que no conoce, imagina a Vincent destrozado porque su amigo, su admirado, su ídolo Gauguin, lo abandona, le había perdonado todo, porque ese canalla del exbanquero lo había decepcionado al límite, que fuera mujeriego lo podía entender pero que hubiese tonteado con su Gabrielle, que hubiese flirteado con el amor de su vida, eso no se lo perdonaba, imagina entonces a Vincent pensando en el desastre de su vida, imagínalo en la habitación llena de cuadros, todos esos que nadie quería comprar, los girasoles se ponen a gritar, patean, dan voces como cerdos cebados, entonces coge la navaja de afeitar, la misma con la cual había amenazado a Gauguin unas horas antes, y de la misma manera que lo hubiera hecho con un pincel sobre el lienzo, se raja la oreja entera, con un trazo limpio, de arriba abajo, una pincelada perfecta, el chorro de sangre lo salpica entero como un carnicero, se pone todos los trapos que puede para parar la sangría, pero no llama a un médico, en un papel de periódico envuelve la oreja cortada, sale a la calle, medio atontado, lleno de rabia, ebrio de dolor, con toda la ira cargada en los ojos, sale en búsqueda de consuelo, sale a la superficie de la noche, buscando aire, como un ahogado que busca la costa sale, una vez fuera quiere ponerse a salvo, busca a la única persona que lo sabe todo de él, llega como puede a unos cien metros de la casa amarilla donde está, llega a ese burdel donde ha ido tantas veces, como puede, arrastrándose, llevándose el cuerpo como puede, Vincent sube las escaleras que llevan a las habitaciones, acelera, tiene la camisa salpicada de sangre, toda pegada a su torso, ahora el pasillo se tambalea como un navío sin timón, apura el paso, no quiere naufragar, no quiere morir aquí en medio de esta noche, en medio de su vida, todavía le quedan años por delante, con todas sus fuerzas pisa el suelo, quiere vivir, quiere gozar esos veinte mil días que piensa todavía están por delante, y allí va entonces a parar, a berrear, allí entra, en el prostíbulo con la oreja mutilada envuelta como si saliera de un matadero, golpea a la puerta de la habitación, ni espera que le abran, entra lleno de truenos, allí está ella, en camisón, temblando, atrapada en la noche, allí está Gabrielle, lo único que le queda en esta vida, ella se desmaya al ver tanta carne, al ver ese chorro de sangre, se asusta sobre todo de verle a él, los ojos brillando como cuchillas, la cara más pelirroja que nunca, carmín, oscura, granate, la cara roída por el dolor, esa será la última noche que lo verá, de hecho nunca más se volverán a ver, él quería acallar todas las voces de los girasoles que se atropellaban en su cabeza, él solo quería dárselo todo, sus ojos de lobo, salidos del bosque, atragantados de vida, Vincent nunca la pintaría, sus pechos duros, su cuerpo lleno de tuberías y de venas, el interior de su boca, el exterior de sus labios, no tenemos nada de ella, a veces los seres más importantes en la vida, los que más impactaron ni siquiera son una nota de pie de página en un libro, ni siquiera son un rostro en un espejo, del médico que esa noche lo trató, Felix Rey, sí que nos queda algo, un retrato hoy está en el Museo Puskhin, en Moscú, a Rey no le acabó nunca de gustar del todo cómo pintaba su paciente, quizás por eso el cuadro terminó así, de desván en desván, se lo llevaría para deshacerse de él cuánto antes, ese retrato raro, en el que lo había pintado con barba verde y pelo rojo, lo guardaría al principio en el trastero de su casa, hasta que un día su madre se lo llevaría al gallinero para ocupar el lugar de un vidrio roto de una ventana, allí permanecería tres largos años antes de que otro médico se percata de su existencia, lo recupera para venderlo a un marchante de Marsella, sacarle algo de provecho, por entonces ya se empieza a hablar algo de ese tal Vincent van Gogh, de ahí el cuadro pasará a París, antes de finalizar su periplo, de mano en mano, en Moscú, del Café de la Gare ya no queda ni rastro, de esos cuerpos que se besaban en el interior de la boca ya no queda nada, las habitaciones, las mesas, las paredes ni siquiera son recuerdos u olvidos, simplemente ya no existen, tragados todos por el desagüe del tiempo, pero si uno quiere, si uno se empeña, puede todavía entrar allí, sólo basta plantarse delante del cuadro que un día pintó Vincent, entonces es fácil imaginar a los viajeros que allí entraban, a los artistas que recibían los tubos de pinturas pagando por los colores con lo poco que tenían, cuando lo tenían, si uno se empeña puede ver allí a los militares del regimiento cercano que venían a buscar el frescor de las chicas que allí trabajaban, también se puede ver a los obreros de los ferrocarriles, las manos grasientas, los ojos perdidos en un mar de olivos, si uno se empeña aprenderá los nombres y las andanzas de todas esas vidas minúsculas que allí se rozaron, algunos de ellos, muy pocos, eran amigos de ese holandés que se hacía llamar Vincent, uno hasta puede aprenderse los nombres de sus oficios, el del tendero Crevoulin, el de su esposa Margueritte (la nieta de Marie Ginoux), el del propietario del estanco, Charles Viany, y sobre todo te cruzarás con Gabrielle, Gabrielle Berlatier, esa mujer que cada mañana servía y recogía los cafés, esa chica que fregaba los suelos, limpiaba las mesas, y, de noche, corría como un hada a la habitación donde le esperaba su pelirrojo preferido, y, allí, cada noche, con Vincent inventaba cielos sin fondo, míralos, allí, ella y él, en ese cuadro, mira cómo clarean, cómo se mezclan el uno al otro, cómo inventan una música que ellos sólo conocen, lo que emociona al uno del otro no son sus grandes frases, sus momentos estelares, los que ostentamos de puertas hacia afuera, los torsos y dorsos que muestran para la galería, como lo hace Gauguin, para que lo vean bien alto, erguido en el mundo, los momentos más bellos son esos pequeños gestos que tienen el uno para el otro, ese mechón de pelo que cae sobre la frente de Gabrielle y Vincent hace bailar, esas nalgas que se balancean de izquierda a derecha, de babor a estribor, esa sonrisa de salmón que ella le ofrece haciendo voltear todo el aire a su alrededor, todos esos gestos, pobres, infinitos, minúsculos, como cuando con su mano de mujer se recoloca el vestido, para cubrirse la pierna, el hombro, el escote, o cuando ella lo mira y lo destierra, lo saca de bajo la tierra, haciéndolo vivir como nunca, esos son los más bellos, en esos gestos están los momentos más felices de la vida de Vincent, después de ella Vincent se quedaría apátrida para siempre, sin patria femenina, sin claro de mujer, la vida también necesita esa alegría, sobre todo, más que nada, necesita eso que llamamos amor, elixir azul, huerta verde, cielo alto, eso lo sabía Vincent, por eso pintaba los campos de flores, por eso hace que a veces unos rostros se crucen, poniendo sonrisas más amplias que otras, cada uno era el sol del otro, ella le daba sus pechos, le daba sus labios, le daba todo lo que una mujer puede dar, y él, por primera vez, no se acostaba con una mujer, sino que la iba reconociendo como un campo de minas, como un bosque, de árbol en árbol, amar es estar entre dos mundos, el tuyo y el del otro, amar es intentar encontrar esa ventana entre ambos y atravesarla sin romperla, por eso pocos lo consiguen de verdad, pocos saben cómo amar de verdad, cómo atravesar una ventana sin romperla, por eso Vincent pintaba en esos días, tan fuerte, tanto y tan bello, Vincent no dejaba de pintar, esos meses, cientos de cuadros, no tanto por la inminencia de la muerte como lo piensan todos los que no saben nada, sino por la omnipresencia del amor, el amor de toda una vida, el amor que en su caso tenía nombre de Gabrielle, en el mundo abundan los que se han fallado, los que pasaron el uno al lado del otro, sin percatarse que pasaron ese día delante del amor de su vida, en el mundo abundan los que nunca se reconocen, los que no supieron dar el uno con el otro, tropezar, perderse, salvarse, es una hecatombe, una tragedia sin actos sobre la que un día habrá que escribir, por eso hay tanto odio en el mundo, tantas miradas ásperas, llenas de ácido, cargadas de piedras, por eso hay tantas miradas muertas de cansancio, ojos sin relámpagos, ojos breves como la muerte, por no haberse vivido, por no haberse encontrado, esas miradas vacías son las de todos los que saben que la vida ha pasado de lado, que nunca amaron con el polvo amoroso de sus almas, pintamos, escribimos, vivimos, lo hacemos para seguir estando con los otros, vivos en sus miradas, en sus lecturas, para seguir esa conversación de amor que un día tuvimos, o esa soledad que mantenemos con nosotros mismos, para seguir hablando creamos, para ir hasta el fin del mundo, para que puedas adivinar el silencio que me habita, todo lo que le confío a la vida, los lienzos, los libros apenas rozan ese silencio, como lo harían las caricias sobre un desnudo, pintar o escribir es esperar a que caigan las primeras gotas de oro, el silencio de un mundo que se llena poco a poco de sol, como la noche de día, poco a poco, sin hacer ruido, porque la vida es tierna, es un milagro que te raja la cara y te hinca los dientes, en ese café, en la buhardilla, en medio de los cuadros, de los girasoles que pinta para el amigo que vendrá, allí están los dos, felices de volver a encontrarse después de tanta ausencia el uno del otro, porque el amor no es un continuo, necesita de esa ausencia, porque el amor es como la belleza que nos levanta cuando somos niños, nos acerca a su rostro unos instantes, como lo hacen las madres con los recién nacidos, nos besa y luego nos devuelve al suelo, a nuestra vida de todos los días, esa donde tropezamos, donde aguantamos apretando los dientes, cerrando los puños, pero siempre sabes que allí está ese rostro, ese levantar de brazos, por eso cuando vuelven a dar el uno con el otro, las noches se hacen de nuevo islas, archipiélagos, buscan aplazar el sueño, a los amantes nunca les sobran las horas, él le hunde su nariz en el cuello, las manos entre las piernas, y ella, lo recibe, lo deja crecer entre sus manos, no hace falta que imagines mucho, imagina sólo la más bella noche que tuviste y ponla al cuadrado, entonces tendrás una idea de lo que allí un día pasó, en esa habitación, días, noches, semanas, meses, imagina un amor más allá del amor, donde no hay regreso ni partida, donde toca estar juntos y también separados, un amor que sale al campo y vuelve al café, imagina todo eso vivido mientras fuera Vincent pinta algunas de las obras más bellas que hayan jamás salido de la mano de un hombre, imagina a Vincent enamorado, vestido y desvestido, imagina la noche que también se queda desnuda, y él entrando en ella, haciéndose un hueco en su vientre, y ella buscando en sus ojos los girasoles de su iris, imagina un concierto nocturno que no sea un parloteo, una noche sin ninguna nota falsa, un recital que te llega hasta el ático del corazón con su voz de trueno, imagina el respirar de las espigas, el oscurecer de las zarzas, imagina los pechos blancos de las estrellas levantarse en el cielo, imagina besar hasta la pulpa, hasta que un grito te atraviese como un puñal y te deje, un instante, sin vida, todos tenemos un cuerpo para morir, y otro cuerpo para vivir, y, unos, muy pocos, tenemos una boca que a veces se llena de labios, una boca donde a veces, beso a beso, encendemos el color rubio del amor.