VII

Todas las mañanas del mundo son sin retorno

… lo que somos no deja de ser, más o menos grande, más o menos apuesto, un traje de arlequín hecho con muchos trozos de telas más o menos coloridas, trapos, remiendos, parches, noticias, relatos, encuentros, compartidos, o no, más o menos felices, árboles mal cosidos al resto del bosque, pero a veces damos con una prenda que nos encaja a la perfección, nos va de perlas, un traje hecho todo de una pieza, una sola y única vida, cuando damos con una persona, con el corte perfecto, sus manos nos visten, su voz nos transporta, ese traje, esa prenda, esa vida, para Vincent se llamó Theo, su hermano menor, le escribía todas las mañanas del mundo, lo que llamamos pasado no es el tiempo pretérito que se nos acumula en todos los rincones, los años que se nos llenan de polvo, que se achican, se ensucian, se alejan como las galaxias en el universo, lo que llamamos pasado es algo muy ligero, se mueve con nosotros sin que apenas nos demos cuenta, va creciendo conforme la vida se alarga, lo llevamos en nuestro cuerpo, y todo se lo lleva el viento, las mujeres cuando pierden las aguas, la lluvia cuando cae en el agua de mar, todo se va por el desagüe, Vincent lo sabía desde muy niño, lo vivió y lo padeció con ese hermano perdido, pero su gran historia, la de los anales, la que hace imperios, fue la historia con su otro hermano, el único de verdad vivo en vida y, lo más importante, vivo con él, para él, su hermano menor Theo, su amigo de toda la vida, su confidente, su compañero, la persona con la que podía reír, a él se lo contaba todo, su grandeza y su miseria, incluso los burdeles, las mujeres que se metían en su cama y las que no, el agitado, bullicioso, ansioso e inquieto Vincent, como los pájaros en el viento, aleteando sin parar para no perder el equilibrio, escribía a Theo, un sinfín de cartas, un millar de aleteos en la noche que a veces era su vida, el presente es lo que hace nuestra vida, lo demás, pasado, futuro, son montañas verticales, abismos del que venimos o hacia el que vamos, sólo el instante presente brilla, lo demás es todo oscuridad y temporal, la ráfaga oscura del tiempo, Vincent amaba a Theo, Theo amaba a Vincent, así de sencillo, y eso es todo, una verdad brutal como un puñetazo, más dura que un diamante, el amor verdadero no es una brisa sentimental, una pincelada de acuarelas sin remolinos ni rincones, el amor verdadero corta, raja, te hace volar y resucitar a cada instante, es lo que duele cuando el otro está en la otra punta del mundo, es lo que alegra más allá de la alegría, porque es más fuerte que la alegría cuando ambos se reencuentran y encaran de nuevo, esos dos hermanos descansan ahora juntos, para siempre, están en tumbas adyacentes, los huesos pegados por la tierra, ahora mismo, mientras escribo estas líneas, ambos están juntos en el cementerio de Auvers, allí donde la mujer, la cuñada, la amada, Johanna, los juntó sabiendo que estos dos no podían quedarse separados por mucho tiempo, la muerte del uno y la del otro, apenas a seis meses de distancia, eso es lo que duraron el uno sin el otro, uno no muere de soledad o de enfermedad, de tuberculosis o de trombosis, dejamos de vivir porque dejamos de amar, sin Vincent para Theo no había mucho más que hacer en esta vida, en cuestión de días envejeció años, y a pesar de tener mujer e hijo, un hijo al que también quiso llamar y llamó Vincent, la vida se le hizo imposible, atravesar un puente puede convertirse en un salto mortal hacia la vida, besar a la mujer que amas otro más mortal todavía, para Vincent su salto mortal hacia la vida era Theo, y viceversa, lo eran todo el uno para el otro, las cartas que se enviaban era lo que le mantenía en vida, le hablaba de sus días, del dinero que no llegaba, de los colores que comprar, de las mujeres que se negaban, de los hombres que se le cruzaban con sus vidas de paja y caras de viento, le hablaba del amarillo de unas rodillas antes de descubrir el otro amarillo, el de los pechos, redondo y rubio, antes de hablarle de todos los demás amarillos, los de los soles, los trigos, las casas, los hombres somos como trozos de hierro, limaduras de hierro que se atraen las unas a las otras, pero existen imanes unos más fuertes que otros, imanes irresistibles, en relación directa con la atracción de la sangre, la de un hermano, la de un amor, la sangre que ama tiene color vino, con los años incluso se hace más densa, más púrpura, granate, color cresta de gallo, con los años crecemos hacia delante, multiplicamos las cartas, los besos, los momentos por vivir juntos, Vincent lo quería, por eso perderle lo aterrorizaba, era su único apoyo, el único que acudía siempre cuando estallaban sus crisis, y eso a pesar de tener mujer e hijo, pero Theo siempre acudía, una vida entera dedicada a cargar con la suya y con la de otro, la de Vincent, sobre todo la de Vincent, copos de cobre es lo que somos, copos de metal que se atraen o repulsan, con sus obras Vincent desplegaba imanes que atraían la luz, la mirada, el amor, miles de colores y trazos que copulaban en el silencio del lienzo haciendo nacer los recuerdos, las colusiones de los astros, las rocas negras que revientan las olas del mar, Vincent era un ladrón, todo lo robaba, a la noche le robaba el negro, al cielo el azul, al trigo el amarillo, Theo era el soldador, el que juntaba los hierros esparcidos, el que soldaba los espasmos del hermano, buscando, aquí y allá, las soluciones de una vida sin solución, a veces Vincent aparecía como un rayo caído del cielo, y, sin avisar, estallaba como un volcán, porque sí, porque no, vivieron juntos un tiempo, siempre a destiempo, el desorden de uno invadiendo el mar en calma del otro, dos hermanos que amaban, quizás ambos, de niños, las mismas zarzas, las mismas noches, pero que fueron cada uno por su lado, como no puede ser de otra manera, mientras uno no conseguía abandonar la infancia perdida el otro creció, maduró, se hizo mayor, a pesar de ser el menor, Vincent no había crecido, el niño seguía dentro de él, brutal, ruin, pateando todo lo que se le resistía, un niño pelirrojo con barba granate, pelos y cejas chamuscadas, todo en él ardía, con la mirada parecía siempre buscar algo que se le había perdido, quizás un arma en un matorral, una hoz debajo de la cama, algún cuchillo de carnicero con el cual rajar el cuello de la luz, para dar una pincelada a todo lo que se movía, eso hacía, hay hombres que son como los lobos, furiosos y oscuros, rabiosos y luminosos, hombres que dan besos salvajes, pintan como arañan, y vuelven a pintar de nuevo, repitiendo la puñalada, para ensanchar la herida, para reventar el vientre de la noche, todas las mañanas del mundo son sin retorno, por eso Vincent muchas noches y todas las mañanas del mundo escribía a Theo, robando horas y horas de su vida, dando todo lo que tenía a ese hermano que también le daba todo lo que podía, las cartas siempre volvían, todo un vaivén de cartas, en ellas sus silencios hablaban, porque escribir es hacer hablar al silencio, hacer sangrar las palabras en una hemorragia de silencios, imagina ahora a Vincent sentado sobre su mesa, Vincent no está pintando, le está escribiendo, con sus manos toca la página, no sabe dónde le llevará este silencio de palabras, poco a poco se van esparciendo como los canales holandeses por las llanuras de las hojas, las páginas se llenan de agua, las palabras resbalan entre las hierbas, allí se lo cuenta todo, le cuenta el temblor breve de haber estado dentro del cuerpo de una mujer, le cuenta los colmillos amarillos del sol que se le plantan en la cara, no todos vivimos, los hay que hacen el amor con la ropa puesta encima y otros que se quitan hasta la piel para rozarse, los hay que jamás entenderán que un día sin amor son cien años sin vida y los hay que quieren morir con la cara al sol, aunque sea pegándose un tiro en el vientre, y cuando la angustia se lo llevaba por delante, cuando montaba en cólera, también entonces le volvía a escribir, con su mano nervuda todavía llena de colores le escribía, Theo era el hermano pequeño, el que había nacido después, también en Zundert, un primero de mayo de 1857, era el que haría el oficio que él no quiso, el que trabajó toda su vida como marchante de arte, pero su verdadero oficio era otro, lo que hacía de verdad era amar a su hermano, lo hacía a tiempo completo, contra viento y marea, desde todos los rincones, incluso cuando no estaban en las mismas ciudades ni en los mismos países, lo hace a principios de los ochenta, se traslada a París, desde allí sigue procurándole los medios necesarios a Vincent, para que éste pueda dedicarse a su arte, los Monet, más de setenta cuadros, y Degas, otros tantos, pasaron todos por sus manos, en su oficio ere un fuera de serie, conocía a todos los pintores, todos lo buscaban, pero a quien admiraba, veneraba, adoraba era a Vincent, nunca vendió obras suyas, porque era de su sangre, porque el amor y el negocio no se mezclan, porque él era un hombre recto, un hombre bueno, que nunca cruzaba la línea roja de lo que pensaba era lo justo, incluso si eso significaba no ocuparse de Vincent, los dos hermanos vivirían juntos algún tiempo, en París, en Montmartre, corría el año 1886, Vincent tuvo la oportunidad de conocer así a Gauguin, Cézanne, Pissarro, juntos visitarían los burdeles, beberían en los bares, subirían por las calles empinadas, en París, Theo conocería a Andries Bonger, y sobre todo a su hermana Johanna, con quien se casaría en Ámsterdam al año siguiente, ambos tuvieron un hijo al que llamaron Vincent, como el hermano muerto, como el hermano vivo, el exceso de trabajo, el suicidio de su hermano, su estado de salud, provocarían a Theo un colapso mental en octubre de 1890, de ahí ingresaría en el hospital de Utrecht, dónde moriría, dicen, de sífilis, a los treinta y tres años, el 25 de enero de 1891, seis meses después que Vincent, eso dicen las biografías, pero uno no muere de enfermedad como decía antes, uno muere porque el cuerpo deja de vivir, porque se deja invadir por la maleza de una vida sin amor, o por la ausencia de éste, y entonces, cualquier viento que sopla, una sífilis, un cáncer, un páncreas, te la puede arrebatar, o te dejas ir, eso le pasó a Theo, se dejó ir, ya no tenía quien le escribiera, quien le hablara desde el silencio, quien le hablara callándose, puntuando las frases, vistiendo de puntos y comas las palabras para que llegaran todas bellas a él, entonces las cartas viajaban, podían tardar días en llegar, no como hoy que escribimos con atropello y ruido, lanzando emails como petardos, llenando los buzones como podemos, esquivando como podemos las zancadillas de los correctores automáticos, allí vaciamos nuestros vertidos, palabras que apenas significan, que ladran, que atropellan, palabras apenas cargadas de vida, todo lo contrario a los almendros en flor, mira, no dejes de mirar esos almendros que desparraman sus melenas, hacen volar sus ramas, lanzan todo lo que tienen en el vientre, en el tronco, hacia el cielo, cuando Vincent escribe a Theo es siempre primavera, un estallido de colores, de pasiones, de vivencias, incluso cuando habla de lo negro y de lo blanco, de lo cotidiano de su vida hecha pedazos, siempre vivida al límite, una vida sin recursos, sin tener cómo pagarse ni siquiera los tubos de pintura, y menos aún ese amarillo cadmio, lleno de selenio, de sulfuro, ese amarillo muy limón, sin tener ni siquiera cómo vivir en su día a día, imagina ahora a Vincent escribiendo sus cartas, sentado en una mesa de jardín, cerca cantan los pájaros, loros, mirlos, gaviotas, todos festejan el día que empieza, porque ellos saben que cada día es una vida, los verdes se echan encima los unos sobre los otros como dos amantes que no se ven después de muchos siglos, la luz le taconea el rostro, Vincent le escribe a Theo, sabe que nunca entramos en los ojos del otro sin querer, es decir nunca podemos ir más allá del iris si el otro no quiere, si los dos no se quieren, entrar en la mirada de otra persona, es entrar en apnea, perder unos segundos que son minutos, a veces cuarenta y cinco segundos se convierten en cuarenta y cinco minutos, horas, días, la eternidad puede ser ese momento breve, el amor entra siempre por la mirada eso lo sabe Vincent, mejor que nadie porque es pintor, eso hace cuando mira a una mujer, o su hermano, o el cielo, el amor entra siempre por la mirada, cuando de verdad nos reconocemos, eso hace también Vincent cuando escribe una carta, un capítulo, un libro, son dos hermanos que se amaban, así de bello y sencillo, el amor no es tacaño, no es de pasos breves, de manos que no saben dónde ir, el amor da zancadas, es una mano que encuentra su nido en otra mano, y allí se encaja de por vida, es un hermano que le escribe a otro hermano, cientos y cientos de cartas, día y noche, monogramas, telegramas, en francés, en inglés, en holandés, en cada puntuación se acuesta el silencio, nace entonces la trama, los bosques se llenan de árboles, las noches de cielos, en las cartas Vincent también le habla de los libros que ama, de los libros que uno hubiera querido escribir, ser leído es ser vivido, dejar que los léxicos digan lo que eres, lo que quieres, dejar que la sintaxis te deje más que desnudo, al extremo de tu cuerpo, que tu vida se haga península, escribir es desterrar el mundo, hacer crecer lo que llevabas puesto, hablar a ese otro que te escucha con todos sus ojos, que miras mirando, en los puntos y comas deja que cuelguen sus llagas, sus ansias, sus dudas, todo lo que le hace vibrar, Vincent escribe como pinta, y pinta como vive, siempre con el corazón, los hay que viven al revés, con el estómago, y otros no lo saben ni les interesa que es lo peor, sólo los huesos dirigen sus vidas, vivir con el corazón no se aprende, ni con la experiencia de los años que pasan, es una cuestión de modales, de saber ser, de escuchar lo que no se dice, de entender por qué una mirada a veces tiembla como una alambrada cuando otra mirada se posa sobre ella como un pájaro, Vincent no terminaría la última carta dirigida a su hermano, la que escribía el domingo 27 de julio de 1890, la metió en su bolsillo, antes de salir al campo, antes de disparase con el revólver, escritas en Londres, en París, en Bruselas, en Amberes, en Arlés, en Auvers, las cartas cuentan la vida de Vincent, en ellas habla de que no existe el negro y el blanco, sino una infinidad de claros y oscuros, en ellas habla de la casa amarilla, de la ciudad violeta, del cielo verdoso, de los campos color oro viejo, del amarillo turbio del trigo, de ese negro de trufa hecho festín, habla de los melocotoneros que pinta el viento, de las vidas que se le cruzan por delante, por detrás, por arriba, por abajo, habla de que la noche es más viva, más rica en colores que el día, y luego de nuevo del verde botella de los prados, del blanco lila del cielo, de los cuervos que saltan como pulgas brincando por encima de los trigales, del aire, liso, luminoso, que se deja moldear por las tijeras de la luz, Vincent era terco, abrupto, engullía los colores, pero sabía observar e intuir como nadie todo lo que se la venía encima o sobre lo que él se echaba, todas nuestras patrañas sublimes que se lleva el viento, todas las cartas no son bellas como girasoles, algunas deslumbran más que otras, como cuando Vincent explica a su hermano lo que quiso pintar en su cuadro Terraza de café por la noche, mostrar un café, donde todo es posible, la vida y la muerte, un lugar donde uno puede arruinarse, volverse loco, cometer crímenes, y todo eso, mediante trazos de una risa tenue de rojo sangre, de verdes suaves y verdes amarillentos, pintar un café que fuera como un horno, donde el vino huele a azufre, donde la pareja que se hace frente, que se encara, lo hace únicamente con la carne, dos cuerpos que se conocerán pero nunca se reconocerán, Vincent escribe como pinta, con el corazón, porque no hay otra manera de escribir, un gran texto es un gran cuerpo que cuando los descubres te asombra, a plena luz, y más todavía en la oscuridad, un gran texto no deja resquicio para asirte, no hay donde agarrarse, porque te quieres caer dentro, con todo tu peso, porque en él no hay nada que añadir, nada que quitar, ningún peñón donde agarrarse, todo en él es caída libre, es una obra repleta de vida como una mujer que amas, todo está ahí, delante de tus ojos, las manos, los tobillos, los pezones, el rubio amarillo, el rubio limón, un gran texto es un texto con todos los recuerdos que tenemos, que tendremos, con las remembranzas y evocaciones de todos los primeros encuentros que tuvimos, eso son las cartas de Vincent a Theo, hablan de lo insensato, de lo que no tiene cabida, de lo que desencaja, del relato que delata, el tamaño de un libro no es gran cosa comparado con el de un cuerpo, es apenas más grande que un caracol, ni siquiera es más grande que una caja de zapatos, aunque tenga centenares de páginas en las que se recompilan todas las cartas de los dos hermanos, esos dos hermanos eran todo el uno para el otro, las primeras palabras que leemos son los cuerpos de las madres, luego aprendemos sus nombres, y más tarde buscamos otros cuerpos que amar, otros rostros que tengan otros nombres propios, encontrarse en esta vida no es cuestión de suerte o de azar, es el milagro mismo de esta vida, dar, tropezar con ese otro que cuando te habla cuenta una verdad que reconoces, aunque sea la de otra vida, ajena, lejana, la conoces desde siempre, el primer otro que conocemos es esa mujer que nos lleva en el vientre, allí estamos, flotando como astronautas, dando vueltas de trapecistas, abrimos lo que será nuestra boca para comer, en la oscuridad de esas aguas crecemos, hasta que salimos, reventando su carne, a eso le llamamos dar a la luz, entregar la vida, una mujer nos regala la luz del día, el milagro de todos los milagros, eso hacemos cuando nos encontramos con un gran texto, morimos de golpe, el texto nos tumba, el trazo nos mata, y entonces, al instante, volvemos a nacer, resucitamos de entre los vivos, nos despertamos a golpes, la boca llena de frases, los ojos repletos de párrafos, cincelados por los colores, cuando Vincent le escribe a Theo, cuando éste le contesta, ambos suscitan y resucitan, unas campanas resuenan en la campiña, quizás sea el alba, quizás sea al atardecer, los montes son azules porque así los pintaba el pelirrojo, y los cielos de color ginebra porque así él también los quería, en la esquina del cuadro el sol salta como un bicho fuera de la jaula, le quedan pocas horas por delante, pero quiere acabar esta carta, sabe que el olvido nunca dura y le queda tanto por decir a ese hermano, la noche es templada, ya no queda brasa, sólo el calor de la antracita, la leña quemada, el trigo pelado, los años ya le rebosan en el corazón, pero todavía es joven como el verano que acaba de empezar, de aquí a la eternidad nos queda tanto tiempo, la vida nunca va muy en serio, sino no nos gastaría tantas bromas, no te la tomes tan en serio, porque de ella, como sabes, no saldremos vivos de ella, no me tomes todo al pie de la letra, a veces, le dice al hermano, se nos va la olla, y ya sabes que me queda poca compañía, más allá de las manchas de pintura sobre mi blusa no me queda nada, quédate sólo con mi trazo, con la lluvia del viento que aquí peina todo lo que puede, quédate con todo lo que un día amaste, con ese cuerpo que una noche has visto a contraluz, con esa mañana que se nos ha ido deshaciendo de nuevo, quédate con el cielo más desnudo que el silencio, y recuérdame así, con el sol en la mirada, sonriendo, dando una última vuelta, recuérdame como a esa mujer de azul y de perla que tanto querías, esa mujer que giraba la cabeza dejando sus ojos abiertos como ventanas, y aunque pienses cuánto tiempo ha pasado, recuérdame así, en ese instante inmortal, lleno de luz o a contraluz, recuérdame espeso como el latir de un río, como el murmullo de las colinas, los revolcones de los prados, eso le escribía Vincent en su última carta, la que no le enviará, la que se perderá en su bolsillo, lo que nos queda ahora son esas cartas convertidas en libro, silencio sobre silencio, negro sobre blanco, entre cada una de nuestras manos se encuentran ahora Vincent y Theo, el uno escribe al otro, para siempre, dos silencios se miran, el de Vincent que escribe y el de Theo que lee, el que escribe se calla, el que lee tampoco rompe el silencio, lo acompaña, como en los cuadros de Vermeer, ahora leemos en silencio, las cartas se encuentran en el nido de las manos, leemos no para callar sino para escuchar, el que recibe luego también da, como en las parejas, dar y recibir, coger y recoger, dejar y volver, un amor más allá del amor, así son las cartas que Theo y Vincent se envían, cada hoja es un rostro que se abre al otro, a veces enojado, a veces soleado, rostros que se deletrean sin que se muevan los labios, sólo los ojos se mueven, porque los ojos son la parte del cuerpo que nunca domamos, los ojos son los que siempre nos delatan, los ojos hablan, no paran de hablar, son los que ríen, brincan, son los que a veces arden, los ojos son los que leen y los que aman, nos delatan, saltan fuera de las trincheras, para meterse en la metralla de otra mirada, hoy sabemos que nunca más volverá a ocurrir algo similar, no porque ya no haya hermanos ni hermanas, sino porque las cartas dejaron de enviarse, sólo escribimos por relámpagos, desde nuestras cuentas y redes sociales, ahí tapados en nuestras cuevas, enviando mensajes desde los buzones, escribimos desde nuestros móviles, desde un vacío más fino que un cabello o un peine sin dientes, echamos palas de palabras sobre los teclados, la mano dejó de rozar el papel, de abrir el sobre, de escuchar esa voz que habla desde el otro silencio, pegados a la ventana como la mujer de azul, pero seguimos con la nostalgia de ese idioma del amor que a veces es el escribir, de cuando los hombres temblaban con las manos, con las voces, seguimos leyendo esas cartas terriblemente bellas no porque estén repletas de mirlos o de gorriones, sino porque lo están de verdad y, más aún, de bondad, quizás lo último que escuchamos cuando morimos sea ese idioma que nos pasamos buscando toda la vida entre las piernas de las mujeres, esa lengua del primer día, rupestre y roja, color picota, esa lengua de cuando el mundo estaba a punto de comenzar.