… los ojos nunca se apagan, lo que ocurre es que un día dejan de mirar hacia afuera, lo hacen hacia dentro, por eso dejamos de vernos, pero ellos siguen mirando, y a veces ocurre que te encuentras con un alma sin corteza, en este caso sólo tienes que escuchar, eso ocurre cuando el amor te llega, entonces dejas de buscar qué hora es en la eternidad, porque te topas de lleno con ella, la eternidad, eso hizo Vincent toda su vida, lanzando los brazos de los cerezos hacia la ventana abierta del cielo, como una declaración de amor salvaje, llenando las nubes de harina, para que sean muy dulces, suaves como el pan, para que te hablen del más allá que nunca llegará, eso hace Vincent, cuando pinta, cuando escribe, suelda, pinza, introduce paja rubia en cada una de sus frases, extrae clavos de la cruz de sus días, Vincent no escribe como cualquiera, lo hace como pinta, escribe como ama, no hay ninguna línea negra en sus cartas, esas que llenan las vidas de los hombres que se ausentaron de sus almas, en él todo encaja, el cuerpo, la mente, el alma, como una gran cruz, las cartas llegaron hasta nosotros, como todo en esta vida, a través de una mujer, ella se llama Johanna, es una mujer discreta aunque con carácter, una mujer de una sola pieza, esposa y madre, femenina y feminista, pero para ella todo va a comenzar ahora, esa mujer con rostro de madera y mirada de piedra, un día descubre las palabras de sus dos muertos, Theo y Vincent, el marido y el hermano, ella siempre se ha sentido como una intrusa entre los dos, y en los últimos años eligió mirar hacia otro lado cuando Theo enviaba los sobres con los ciento cincuenta francos mensuales, ahora piensa en él, en el féretro improvisado sobre una mesa de billar, en su cuerpo tumbado en la pensión de Ravoux, piensa en su marido que se dejó morir apenas unos seis meses después de su hermano mayor, piensa en el dolor de sus pezones agrietados por el niño, que también se llama Vincent, las horas del verano en París gotean de calor, no consigue conciliar el sueño, ahora se arrepiente de haberse opuesto a llamarle así, piensa en el primer Vincent, enterrado en el pequeño cementerio de Zundert, piensa en la iglesia con techos de teja y muros colorados, para matar el sueño empieza a colocar los lienzos que ahora se acumulan por todas partes, bajo la cama, encima de los armarios, detrás del sofá, encima de la cómoda, enrollados en todos los rincones, pero sobre todo empieza a ordenar los papeles encontrados en el baúl, las cartas escritas entre los dos hermanos, pasa horas buceando en esos correos que acaba de descubrir, lo que allí encuentra es apenas creíble, son cientos de cartas, miles de horas narradas, las palabras nunca se desvitalizan, no son como los dientes ni los huesos, son más duras por eso nos perduran, las palabras son silencios que permanecen, ni vivas ni muertas, las palabras que se escriben entre ellos no son las palabras que se dicen, son otro registro, otra sintaxis, las cartas escritas no se pronuncian en voz alta, se leen, en el silencio del uno y del otro, del autor y del lector, ella lo entiende de golpe, cuando las descubre, es una mujer culta, que entiende que lo que tiene entre sus manos es un himno, y, ahora, con apenas veintiocho años, como enviudada dos veces, de su marido y de ese cuñado abrupto con quien apenas había coincidido en cuatro ocasiones, su marido le escribía cuanto podía, le enviaba dinero, era un inútil que había sido incapaz de vender un solo cuadro, eso pensaba ella, pero su marido le quería como nadie, y ella amaba a Theo, más que nadie, porque nada es tan bello como una habitación para dos, nada es tan bello como los boquetes que hacen luz poblando el cuarto de sol, nada es tan bello como los días vividos uno por uno, con todas sus noches también dentro, por eso se pone a leer las cartas que intercambiaron los dos hermanos, de uno y de otro, todas las cartas, entra en esos pliegues, las abre, las transita, todas esas palabras que no suben hasta los labios y se quedan en las páginas, que dejaron en blanco su silencio, que enmudecen sin percutir en el aire, simplemente se callan, y ese silencio lo dice todo, la letra de Vincent es nerviosa y apurada, busca sobre todo a su Theo, esa correspondencia la deja poco a poco tocada, exagero el rubio de su cabellera, llego a los tonos anaranjados, a los cromos, al limón pálido, con esmero Johanna entiende lo profunda que era esa relación, un amor abisal, las cartas están escritas a lo largo de todo ese tiempo en tres idiomas, en holandés, en francés, en inglés, según los viajes, según las fechas, según los lugares, pero lo que descubre Johanna en las cartas son a veces poemas intensos, destellos de belleza que la conmueven, Vincent escribe como pinta, dando puñetazos con los verbos, llenando las frases de colores, así, de repente, sin que lo esperes, en medio de las cartas aparece casi un haiku, como los de Basho que había leído, solo / pintando / me he dado / cuenta / de cuánta luz / había aún / en la oscuridad, y este otro que escribe Vincent en medio de sus lecturas, porque le encantaba leer, regresando de una sesión de pintura, un rincón de jardín / con matorrales / en redondo / y un árbol llorón / y, en el fondo, / mechones de laurel rosa / el césped / recién cortado / un rastro de heno / secándose al sol / un pequeño / rincón / de cielo verde / en lo alto, Johanna empieza a editar, descarta lo que sobra, enmarca lo que queda, extrae uno a uno los destellos, trabaja toda la noche, una vez dormido el niño, entonces se atreve a leer a veces en voz alta, Vincent ha sido un gran poeta al mismo tiempo que un gran pintor, las higueras esmeraldan / el cielo azul / las casas blancas / con ventanas verdes / la mañana / plena de sol / la tarde / enteramente / bañada de sombra / llevada y proyectada / por las higueras / y por las cañas / cada pincelada es un recuerdo, es la piel craquelada de los sauces que recuerdan, es como si el pincel fuera la luz que atraviesa la tela, como lo hace un rayo cuando cruza el pecho de los vitrales, a veces la vida nos estremece, como el ala de una mariposa cuando nos roza, o cuando el aire brilla como un hacha, entonces empieza a entender a ese pelirrojo imposible, empieza por primera vez a ver sus cuadros, todos somos más grandes de lo que somos, más grandes que nuestros cuerpos, más grandes que nuestras vidas, y Vincent, sí, Vincent se hacía en esas cartas, y ahora en esos cuadros, cada vez más inmenso, cuando Johanna enviuda sólo le quedan los ojos para llorar y un hijo que se llama como su tío, Vincent, también le quedan un millar de cuadros y de dibujos, guardados en un almacén repleto, estamos en 1891, Johanna es una mujer que sabe, instruida, ha traducido a Shelley, habla varios idiomas, es una mujer con iniciativa pero aún así, tiene que reinventarse en algo nuevo para ganarse la vida y poder sacar adelante lo que le queda de su matrimonio, su hijo, que también se llama Vincent, que a su turno tendrá un nieto y bisnieto que también se llamarán Vincent, así como un cubo lanzado al infinito que se repite con las oleadas de las décadas, ella, hija de un corredor de bolsa, se ve forzada a moverse, organiza exposiciones, contacta con coleccionistas, mueve cielo y tierra, vende obras a museos, viaja con ellas de una ciudad a otra, se mezcla con el gran río de la gente, en búsqueda de un comprador, por aquel entonces nacían en Francia las ansias de mujeres y hombres de liberarse de las máquinas, de conquistar nuevos espacios de libertad, de poder disfrutar de tiempos de descanso en los que disfrutar de recreo, daban la bienvenida a lo que se denominó la cultura del ocio, por decreto los sábados y los domingos se convierten entonces en días festivos, de repente todos los obreros del país pueden viajar, nace el tiempo libre para todos los franceses, Johanna compra una casa de huéspedes en Bussum, a veinticinco kilómetros de Ámsterdam, la decora con cuadros de Vincent, los vergeles en flor van a parar al dormitorio principal, y la noche estrellada dominando el Ródano se queda en el comedor, busca más y más cuadros, cuando termina de ordenarlo todo, y de acostar al niño, continúa trabajando, porque Johanna se empeñó en traducir las cartas al inglés, todas las cartas, algunos amigos de Vincent también la ayudan, en particular Eugène Boch, al que Vincent llamaba el poeta, su hermana Ana, le había comprado uno de los tres únicos cuadros que Vincent vendió en vida, junto al Puente de Clichy, por doscientos veinticinco francos, según los libros de cuentas de la casa Voussod & Valadon, y un auto-retrato adquirido por los marchantes londinenses Sulley & Lori, sólo en los últimos años de vida Vincent pintó más de quinientas obras, en 1892 Johanna organiza en Ámsterdam una primera exposición con dibujos de Van Gogh, ella está empeñada en que no caiga en el olvido, sabe que lo que tiene entre manos es una gran obra, un himno, una ópera, lo han dicho Manet y Gauguin, lo han dicho todos los artistas con los que se cruza para animarla, consigue otra exposición en Rotterdam y luego en La Haya, y las exposiciones continúan, en París, Londres, Colonia, Berlín, hasta una en Nueva York, también consigue colocar dos dibujos en el Rijksmuseum de Ámsterdam, pero sobre todo traduce las cartas, más de novecientas, en las que se describen más de trescientos cuadros, encuentra un editor, y en 1893 ve la luz por fin el libro de cartas, le seguirá una segunda edición en 1914, cuando Johanna fallece, en 1925, ya se está vendiendo una segunda edición en toda Holanda, esas cartas las lee, a veces llorando, se emociona cuando Vincent habla de su diminuto dormitorio en Arlés, donde apenas cabía una cama, y un par de sillas, el que pintaría hasta tres veces, de la sencillez absoluta del cuarto, de la cama amarilla, de las paredes azuladas, lila, muy pálidas, de las sillas pistacho, de la manta roja sangre, de la mesa anaranjada, y, sobre todo, de la ventana verde, también del color de los prados de Holanda, ese dormitorio era el de la casa amarilla, la primera habitación propia que Vincent tuvo en su vida, una habitación llena de ángulos agudos, sobre las paredes se pueden ver algunos de sus cuadros, los retratos de su amigo el poeta Eugène Boch y el del soldado Paul-Eugène Millet, se emociona cuando lo imagina dando vueltas por el pueblo, con su pelo rojo, mirando cómo las piernas se escapan de las faldas de las mujeres, buscando con esa misma mirada los pechos debajo de los vestidos, caminando, encorvado, mirando de lado, hacia arriba, mirando el techo infinito, azul, cobalto, del cielo, y él, seguía, dando saltos de pájaro sobre la piedra, buscando a pleno sol el frescor de la taberna, y ellas, lo veían pasar, con el sombrero puesto, mal vestido, oliendo a colores, piando con furia, quizás puede ser que alguna llegara a fijarse en la carta espachurrada que llevaba en las manos, quizás alguna se preguntaría dónde podía así correr tan deprisa, algunas de ellas le observarían como observan las mujeres, grabando el más mínimo detalle, la locura que mostraba ese hombre, alguien que no sabía vivir de otra manera, siempre al límite, de manera terca, el torso hecho un gancho, rompiendo el hielo del aire, avanzando dando navajazos a diestra y siniestra, como un asesino en serie, sobre la acera lo verían pasar, alejarse, caminando inclinado hacia delante, ellas lo verían, antes de volver al hogar para allí lavar las prendas, asar la carne, poner la mesa, lo harían antes de volver a sus vidas, de acostarse sobre la cama de espaldas, encajar sus cuerpos al de sus hombres, con un poco de brillo de oro en los ojos, el amarillo que soltaba ese hombre al pasar ante ellas por la calle, con los ojos llenos de pólvora, dando patadas de perro, un hombre entre dos aguas, a caballo entre el derrumbamiento de una juventud apenas vivida y una vejez que nunca conocería, quizás alguna de ellas lo había visto empastar los bermejos, los azules, en medio de las zarzas, sobre lo alto de una colina, a la vuelta de un camino, quizás otra se habría alejado, cambiado de acera, apresurándose a cerrar la puerta para evitar esa mirada de lobo loco, con ojos como espadas, porque tenía ojos que te horadan cuando te miran, ojos de carnicero que entran en la carne como una espada en el dorso de un toro, una mirada irrepetible, por culpa de ella, a causa de ella, los vecinos del pueblo habían firmado una petición para alejarlo de Arlés, y sobre todo, alejarlo de sus vidas, de sus días sin días, y puede que ellas, en el fondo, se sintieran identificadas con el tipo de destino vital de ese loco al que habían decidido apartar de sus vidas, que se sintiesen reconocidas en él, por eso, a veces, se daban la vuelta en la noche, pensando en esa mirada negra, agitada como una muleta, una mirada que te podía llegar a asestar un baño de sangre, cortándote como el frío del norte de donde decían que venía, lo que le emociona a Johanna, es ese hombre que imagina viviendo siempre a solas, si no fuera por su hermano, y por hembras de la casa vecina donde se dejaba el mayo de su juventud, metiendo la mano donde no le cabía, porque sí, ella bien lo sabía, las manos de los hombres son como salmones, van siempre río arriba, buscando el frescor de las nalgas, la piedra dura de las rodillas, sí, esas manos se dejaban caer donde fuera, por encima o debajo de una mesa, y cuando festejaba lo hacía con alcoholes fuertes, para gozar ebrio de la vida, de mayo y de las chicas, en la mesa de al lado una pareja se aprieta, espachurrándose la boca uno sobre el otro, mientras el vitriolo del sol rocía toda las ventanas de lejía, los demás vecinos tienen nombres pesados, de abejorros, nombres de campiñas y de rocalla, se empuñan mientras se derraman, en otra carta se lo imagina dando capotazos en su cuarto, dándose con la cabeza contra la pared, o, peor, porque ella era pudorosa, pegando su cuerpo con otro cuerpo, cuando le quedaba algo de calderilla para aliviar la ausencia de amor, imagina la estocada del sol sobre su piel, y el color rojo que chorrea en medio del amarillo cuando entra a matar el lienzo, los cipreses suben al cielo como las astas de un toro bravo, y allí sobre el pitón más alto clava su pincel, porque uno pinta siempre en vertical, así lo hacía Vincent, pintando erguido con toda su carne, y eso ellas lo sabían, ellas también tenían ojos para ver, durante muchos años se había buscado diferentes destinos, minero, galerista, incluso pastor, de vez en cuando se le escapaba un dibujo, nada muy serio, a veces se metía en el cuerpo viejo de una mujer joven, otras veces pintaba campesinos comiendo patatas, allí todo, a oscuras, como en un sótano, rostros agachados, como si tuvieran que esconderse de algo que no habían hecho, culpables de vivir, pero era una pintura sin dientes, no mordía todavía, una pintura sin risas ni carcajadas, tardaría años en dar con los colores, en descubrir que la vida es azul, plateada, que el amor es amarillo limón como un beso en plenos labios, tardaría siglos en descubrirlo, y luego, en apenas diez años, lo expulsaría todo, la furia, la rabia rubia, el cuerpo hecho una rubeola, y eso en apenas de diez años, como Goya en su treintena, como quien de golpe encuentra su sombra en pleno sol, entonces empuñó el mundo, lo empujó hasta el barranco, y, quizás, amó como hemos visto antes, quizás escuchó sonar las campanas, quizás dejó caer una lágrima porque el mundo no se para, Johanna se emociona, porque Vincent no sabía nada de números, no contaba los días, los dilapidaba, como si le sobraran, míralo ahora salir al campo, en esta mañana de julio, el calor pega fuerte, es joven todavía, eso dice su estado civil, la camisa le aprieta el cuello, sobre las colinas las nubes saltan como cabras, las flores se cepillan con el viento, el sombrero salta, se lo lleva la ventolera, sube en el aire, batiendo con sus alas de paja, y entonces él se agacha para recogerlo, la luz le agujerea la cara, todo el cielo se aplasta sobre sus hombros, tiene la edad del último año, pero no dejes de fijarte, observa bien, el cielo también es rubio, ahora se ríe a carcajadas, sabe que no la volverá a ver, que Gabrielle, no quiso saber demasiado de su vida, excesivo viento, demasiado trueno, pero ella, Johanna, ahora lo sabe, durante los meses que pasó junto a ella estuvo muy cerca de ser feliz, y puede que quizás viviera, con Gabrielle, el día más feliz de su vida, tuteando a los ángeles, dejándose las tripas, las carnes, las manos, en esa vida que no sabía cómo retener, volcándose en su trabajo, pintar es como remar a contracorriente, que te den latigazos en la espalda, se te ponen los ojos al rojo vivo, y cuando termina todo, cuando el cuerpo ya no da más de si, entonces le enseñas los dientes a quienes quieren vértelos, entonces les muestras la tela, el lienzo, la obra, los centímetros cuadrados de tu piel, y les cuentas el cuento, si fue la inspiración, o bien la respiración, la voluntad del ángel o la voluntad del diablo, del infierno o del paraíso, y ellos se lo creen, te escuchan como devotos ateos, quieren creerse que las obras maestras nacen en la primavera, que se dejan florecer como los cerezos en los árboles, que son los almendros los que brotan por el santo milagro de tus manos, vamos, la misma milonga que imaginar que es el viento el que empujó los remos, que es el viento el que levantó el ancla, el viento el que se llevó tu vida, el viento que firma con su puño y letra el cuadro, ella lee las cartas, las vuelve a releer, las traduce a idiomas que conoce, las cartas entonces comienzan a crecer como colmenas, cada vez se llenan de más y más miel, cada vez hay más abejas que voltean alrededor, ella de nuevo se emociona en cada episodio, sobre todo cuando lee la angustia de Vincent, sus días sin una sola moneda, cuando comparte con su hermano sus necesidades, del otro lado, está Theo que lee sus desdichas, está Theo que ama a ese hermano imposible, durante toda su vida le sostiene, le envía el dinero para los tubos de pintura, las telas, para poder comer, comprar algo con qué afeitarse, algo para vestirse, se emociona con ese hermano pelirrojo que no se deja adiestrar, feliz como una bestia o un diablo cuando embiste la tela, cuando espía el beso de una mujer, lo imagina sentado en el café, callado, el sol brilla en los vasos, el aire clarea, mira pasar, entre las mesas, el cuerpo dorado de una mujer, quizás Gabrielle, pasan los años, y allí sigue sentado, en el mismo sitio, como si todo ocurriese en apenas unos minutos, las montañas se acercan, quieren leer por encima del hombro de Vincent, quieren leer esa carta que le envía al que más quiere en este mundo, tejido y destejido el tiempo cose ese instante, fuera los árboles se hacen más viejos, dejan que asomen sus raíces, la mañana da vueltas alrededor de su mesa, pronto Vincent se levantará, saldrá al campo, con el cuerpo más libre que nunca, allí buscará el tendón del aire, lo pinzará con los dedos, y entonces salpicará la tela, dando brochazos, aquí y allí, lo que importa es pintar la vida, las noches de sus lunes, el reino de los campos, el sol borracho y cabreado, más colocado que nunca, pinta la calle que se muere en la madrugada, lo que más le importa entonces es pintar con ojos que no se quieren todavía cerrar, envejecer a cada segundo con los azules del cielo, ella lee, traduce, vuelve a leer las cartas, son años de trabajo, algunas hubiera preferido quizás no leerlas, ya quedan pocas por traducir, a veces se sonroja, saber de los burdeles donde Vincent quizás se llevó a Theo, así son los hombres, ásperos y dulces, tajantes como los arrecifes, y el cuerpo que nunca consiguen dormir del todo, ella ahora, está a solas con su edad, aunque se haya vuelto a casar, lo ha hecho como quien renuncia al amor, sin ganas, para no quedarse sola, por inercia, porque se lo pidieron y no supo decir que no, esas cartas son también para ella otra manera de seguir con Theo, de no dejarlo del todo, cuando le preguntaron por su entierro, dónde dejarlo, en qué tierra, ella pensó que tendría que estar en Utrecht pero en 1913 rectificó, era obvio donde tenía que estar, entonces se encargó de trasladar los restos de Theo al lado de los de su hermano, en Auvers, y allá lo dejó, junto a él, en la eternidad que Vincent pintó a beso limpio, hoy en día existen hasta veintinueve placas en ese pueblo para recordar al pintor, en el albergue Ravoux pernoctó por tres francos y medio al día, allí permanece intacta aún su habitación, la vida es un jardín, es una plaza, es un campo, una noche, unas esquinas que recuerdan, y aunque los edificios se destruyan, aunque ya no exista la casa amarilla ni esa habitación donde vivió, quedan siempre los lugares que amamos, amar es ese lugar donde un día estuvimos, es ese trigal donde te bañas mientras sube el día al cenit, es la noche que se acerca sin ruido como un lobo que sale del bosque, es la vida que nos lleva siempre por delante, eso Vincent, lo sabía, porque uno se levanta cada mañana para fallecer, deja su cuerpo mal cerrado, para que entre el mistral, la muerte es sólo una pausa en la vida, un repentino final en medio del verano, pero allí siguen los cuadros, a pleno día, el calor bajo los árboles que sudan, las estrellas desparramándose como yemas de huevo sobre la sartén del cielo, la vida es esa explosión de tu cuerpo en el agua, es aquel llenar de risas rubias una habitación a oscuras, es un volver a verse, Vincent pensaba que la poesía era mucho más terrible que la pintura, lo escribiría en una de sus cartas, lo pensaba porque la pintura es más sucia, más turbia, en ningún poema se pueden quedar atrapados los restos de un saltamontes como en un lienzo pintado al aire libre, en medio de las moscas y las avispas, y luego las ramas rasgan el lienzo por secar, cuando regresas para dormir, porque el sol cae a plomo, o porque simplemente el cansancio puede con todo, entonces encuentras el saltamontes, atrapado entre las capas de pintura, el cuerpo cayendo a pique en ese mar de colores, y ahora, a veces, me pregunto cómo sería mi vida sin ti, Vincent, cómo sería sin ti este mundo, cómo sería la poesía sin ti en este mundo, los colores de la noche sin esos cielos retorcidos, sin esos pájaros echados como granos de arroz sobre la paellera del cielo, Vincent es ese niño que abre la caja de cerrillas, y las deja caer al suelo, todas atravesadas, recoge una al azar, la raspa sobre la tela y le prende fuego a todo lo que ama, ahora todos sabemos que la luna no es una perra blanca, sino que es amarilla al igual que el sol, que los campos llevan crestas de tigres y ondean por oleadas, sabemos que los cuervos rizan el aire con alas llenas de nervios, que el limón se carga de luz y de gloria antes de morir en un último rayo, que los granates pueden ensordecer el atardecer y brillar como rubíes, que el sol te tira cubos de agua para dejarte bien vivo, es posible que Vincent nunca llevara un gorro con velas puestas encima, que todo eso fuera para la leyenda, pero, cuando el dinero de Theo se retrasaba y Vincent no aguantaba más, se ponía a pintar sobre cartones, trapos, manteles, todo le servía para hacer florecer los trigales, los jardines, los campos, para hacer estrellar la noche, dejarle las tripas al aire, rajada a cada pincelada, al final de su vida pintaba hasta una obra al día, pasando todo lo que le quedaba de horas con el pincel en la mano, extendía trazos cada vez más gruesos, cada vez más fuertes, como si fuera un boxeador al límite, pegando a ciegas en el aire, trazos cada vez más carnosos, cada vez más hondos, como si fueran cuchillas lanzadas sobre la tela, cuando el viento tumbaba el taburete seguía pintando en cuclillas, rascando los cuadros manchados por el polvo, dejando allí, pegados con toda su carne, el pobre saltamontes de antes, alguna que otra luciérnaga amorosa y despistada, en algún lugar de la costa asan ahora sardinas frescas, hechas al espeto, su olor me llega como un amanecer, un querer vivir, aquí estoy, arrancando el día mientras escribo estas líneas, todavía no empezó el festival de las gaviotas sobre los tejados del pueblo, el día está todavía a oscuras, me gustan estas primeras horas que discurren a paso lento, son las más tranquilas, la casa arranca en la oscuridad, fuera, el pueblo no se ha vestido aún de blanco, poco a poco adviertes el azul despuntar, primero muy oscuro, y luego va clareando, como un rostro que te sonríe cuando se alegra de verte, sobre el cual, después de tanto tiempo, te echas encima, como si te fuera la vida en ello, los años se me van quedando atrás como cartas no leídas o que no volveré a leer, cuando acabes de leer estas líneas las noches de verano habrán terminado, envejecer es como empezar a bailar, volver a un cuadro de Vincent y dejarte sorprender de nuevo, como siempre, pero de pronto vuelves a vivir, lo haces en un cruce de calle, con un beso de noche sobre la punta de los labios, es el instante en el que todo arranca y se vuelve a poner a bailar, es la noche que vuela, y de pronto, te acuerdas que amas la vida, de pronto, se levanta el día, la luz se chupa toda la noche, es una maravilla, los negros destiñen, los azules blanquean, amarillean, y, en medio de todo esto, el sol rojea, el cielo se llena de amapolas, se pone todo de ópera, como un Van Gogh, quizás esté entonando ahora un aria rusa, quién sabe, el sol es el más grande tenor que se haya jamás escuchado, él también da pinceladas y brochazos de luz, con la voz nos acribilla todo el cuerpo, te deja tumbado de almor, mezclando el amor con alma, y te recuerda, sí, por si no te has percatado, por si te has despistado, que cada día es una vida, que la muerte nunca está lejos, es como una vela que arde junto al pajar de tus días, brutalmente próxima, peligrosamente silenciosa, se esconde en cada fiesta que te hace la vida, detrás de las cortinas del salón, si miras bien puedes ver sus zapatos brillar detrás del telón, y, sobre todo, te recuerda, que cuando la verdad entra en tu corazón entonces todo se hace de nuevo joven, es como una niña que irrumpe en un cuarto y lo ilumina todo sólo con ese mirar lleno de sol, no existe otro paraíso que el de un cara a cara, no existe otro paraíso que el de un rostro que se abre a otro rostro, donde descubres lo que piensa de ti el cielo, lograrlo te exige mirar con la velocidad del alma, tienes que anotarlo todo porque la eternidad es siempre breve, es un relámpago tremendamente breve, es como la vida que siempre está de paso, y todo lo demás son clavos para las estrellas, sillas que se apilan en las esquinas, todo lo demás son cuentos que se escriben en los libros, tuve la suerte de que me ocurriera en vida lo que suele ocurrir sólo después de la muerte, verte llegar y entrar, conocerte y ver ascender el sol en tu rostro, mientras te acercas como un gran campo de trigo, esto no es literatura ni pintura, estos no son tiempos para permanecer con los ojos vacíos, esto, es lo que ahora veo, en la bahía delante de mí, la noche que se levanta, la bahía se abre de piernas, el sol me mira de frente, las olas se ponen tacones para que se les vea la espuma de los tobillos, ellas también afilan los tendones para poder asaltar el infinito, todo esto es lo que veo ahora pensando en ti, en tus labios de mar y tus dientes de sol, pensando en tu vestido amarillo color limón, en esa falda que me dice, alegre, riéndose, no le temas a la muerte, ella no es nada, porque lo único de verdad temible en este mundo es una vida sin amor.