Carta III
Querida Maty:
Fue en los miedos de un niño de cinco años en donde Freud comprobó el complejo de Edipo (el odio al padre del mismo sexo ante el deseo amoroso por el padre de sexo contrario), al que calificó como la columna de Hércules de su teoría psicológica. Tan trascendente como abrir y mirar por primera vez el interior del cuerpo de un hombre, fue ese estudio de Freud. Hasta ese momento a nadie se le había ocurrido suponer algo tan inaudito como la sexualidad infantil y aún hoy muchos siguen sin concebirla. La información obtenida en el trabajo con pacientes adultos sobre el complejo de Edipo lo obligaron, decía Freud, a la “necesidad científica” de comprobar su teoría en el examen directo de un niño. Y así fue como salió a escena el pobre Hans. No sabemos qué habrá sido de él después, ya adulto, pero habría que calcular el complejo que le quedó por haberse comprobado en él, como conejillo de Indias, la sexualidad infantil. Digo, no es una razón ideal para pasar a la historia de la humanidad.
Te lo voy a contar lo más brevemente posible (el original de Freud tiene más de cien páginas). A los cuatro años de edad, pocos meses después del nacimiento de una hermanita, Hans desarrolló un miedo fulminante a salir a la calle. Los psicólogos lo llaman agorafobia: miedo a los espacios abiertos. ¿Pero miedo exactamente a qué? A todo y a nada. Quizás, a una presencia invisible e insoportable que se cierne sobre nosotros fuera de casa. Aunque miedo no es la palabra adecuada, sino angustia. El miedo es ubicable: tiene un objeto que nos amenaza, sea el que sea: una fiera, un asaltante, una enfermedad. La angustia en cambio es difusa, no tiene un rostro del cual huir; en ocasiones, peor, crea la necesidad de huir de todos los rostros. Por eso lo primero que intentan los psicólogos con sus pacientes es transformar la angustia en miedo: encender una pequeña vela en las tinieblas que los rodean y, más o menos, ubicar al monstruo que presienten, aunque nada puedan contra él. Pero si estamos en plena oscuridad, es esa primera vela la que importa: las demás no harán sino completar y complementar el trabajo de iluminación que con ella se inició.
El padre de Hans era psicólogo —estudiaba con Freud— e hizo el seguimiento de la enfermedad de su hijo, muy especialmente a partir de que la agorafobia adquirió nombre: miedo a los caballos. Y más aún: miedo a que un caballo lo mordiera. Si permanecía encerrado en su casa —acostado en su cama, y con su mamá haciéndole “cariñitos”— se evitaba el espanto de “ver” siquiera un caballo en la calle. Este detalle impresionó a Freud puesto que consideraba al caballo como símbolo de la sexualidad masculina. La asociación fue lógica y revolucionaria: la fobia mostraba el temor del niño a sus propios impulsos amorosos hacia la madre. El miedo a ser mordido por el caballo simbolizaba su miedo a la castración, castigo que el padre le infringiría por sus deseos incestuosos. Como verás, el complejo de Edipo ilustrado a la perfección.
Pero decíamos que todo empezó con el nacimiento de la hermanita, por culpa de la cual exiliaron a Hans del dormitorio paterno y se produjo la inevitable disminución de las atenciones maternas. Hay que recordar, como te decía, que de niño el propio Freud había deseado la desaparición de su hermano Julius; cuando el bebé murió, Freud experimentó profundos sentimientos de culpa y concluyó que, en menor o mayor medida, todos los niños albergan sentimientos homicidas hacia sus hermanos menores.
El padre anotaba minuciosamente las reacciones de Hans para luego comentarlo con Freud (lo cual, como supondrás, debe haber sido una lata para el pobre niño).
A las cinco de la mañana siente mi mujer los primeros dolores de parto, y Hans es trasladado en su camita a una habitación contigua. A las siete despierta, oye los quejidos y pregunta: “¿Por qué se queja mamá?”, y después de una pausa él mismo concluye: “Hoy es el día en que vendrá la cigüeña”. Le habíamos dicho que la cigüeña le traería pronto un hermanito y relacionó enseguida los quejidos inhabituales de su madre con la llegada de la cigüeña. Más tarde se lo llevan a la cocina. Ve el maletín del médico y vuelve a concluir, definitivamente convencido: “¡Hoy llega la cigüeña!”. Después del parto, la comadrona va a la cocina con una palangana llena de agua sanguinolenta y Hans se extraña y asusta: “¿Por qué mi mamá echó sangre por su cosita?”. Sus palabras demuestran su desconfianza ante la historia de la cigüeña, que le habíamos contado su madre y yo. Hans se muestra después muy celoso de la hermanita que acaba de nacer y cuando alguien la alaba en su presencia, protesta en el acto: “¿Bonita? Pero si no tiene ni dientes”. Cuando la vio por primera vez, le sorprendió que no pudiese hablar y le llamó la atención que fuera tan pequeña: “Es demasiado pequeña...” En los días siguientes, como era inevitable, Hans pasó a segundo término en nuestra atención y, quizá como reacción de protesta, cayó enfermo de anginas. Durante la fiebre lo oí decir: “¡Ya no quiero ninguna hermanita!”.
Freud pone una nota al pie de página en que dice:
Me enteré de otro niño que dio la bienvenida a un hermanito con la siguiente exclamación furiosa: “¡Es horrible, no me gustó, díganle a la cigüeña que se lo lleve de vuelta, que se lo lleve de vuelta!”
Pero sigamos con las notas del padre de Hans:
Cuando la recién nacida tenía ocho días, Hans presenció cómo la bañaban. Comentó, extrañado: “¡Pero qué pequeña tiene su cosita!”. Y él mismo se consoló enseguida: “Bueno, ya le crecerá cuando sea mayor”.
Para entretener a Hans, el padre hubo de llevarlo de paseo al zoológico, y luego, ya en casa, hicieron juntos algunos dibujos de los animales que habían visto. El padre pintó una jirafa y Hans protestó:
—Píntale también su cosita.
—Píntasela tú —le sugirió su padre. El niño lo hizo con ostentación.
En otra ocasión, le dan una muñeca. La desnuda, la revisa y se desanima:
—Ésta no tiene cosita por ningún lado.
Al cabo de medio año, nos dice el padre, desaparecieron sus celos manifiestos y se volvió un hermano muy cariñoso con la niña, aunque siempre “consciente de su superioridad”.
Todavía hay al respecto una última anotación del padre:
Hans presencia de nuevo el baño de su hermanita y se echa a reír ruidosamente:
—¿De qué te ríes? —le pregunta la madre.
—De la cosita de Hanna.
—¿Qué tiene de risible la cosita de Hanna?
—Pues que es realmente muy bonita.
El padre comenta:
La respuesta no es sincera. La cosita de su hermana le parecía cómica y risible. Por otra parte, es la primera vez que reconoce la diferencia entre los genitales masculinos y los femeninos.
¿Por qué dice el padre que la respuesta no es sincera? Fíjate cómo, en algunos pasajes, los juicios del padre, y del propio Freud, empujan al pequeño Hans a un camino prefijado por ellos. Finalmente, querían (y necesitaban) comprobar el complejo de Edipo en un niño, casi nada. ¿O no pudo parecer al niño que la cosita de Hanna, además de cómica y risible, fuera en realidad bonita?
Es entonces, cuando parece haber superado los celos hacia su hermanita, que se manifiestan los primeros ataques de angustia, que pronto se traducirán en una fobia.
El 7 de enero Hans sale con su nana, como es costumbre, a pasear por el parque. Pero una vez en la calle se echa a llorar y pide que lo regresen a casa pues quiere que su madre lo “mime”. Interrogado en casa sobre por qué ha llorado, se niega a contestar. En la noche se muestra alegre como de costumbre, pero al irse a acostar demuestra con claridad que tiene miedo, llora y no hay modo de separarlo de su madre. Luego se tranquiliza y duerme bien.
Días después, Hans sale a la calle de la mano de su madre visiblemente atemorizado. El miedo lo paraliza y confiesa su miedo a que lo muerda un caballo. Regresan enseguida a la casa, pero por la noche llora inconsolable porque, dice, a la mañana siguiente tendrá que salir de nuevo a la calle y volver a “ver” caballos. Pero, sobre todo, tiene terror de que un caballo “entre en su cuarto”. Su madre le pregunta si cuando está acostado se acaricia la cosita y Hans responde afirmativamente. “Sí, todas las noches, cuando estoy acostado”.
El padre anota:
Al día siguiente, antes de acostarle a dormir la siesta, se le advierte que no debe tocarse para nada la cosita. Interrogado sobre ello al despertar, contesta que se la ha tocado sólo un poquito.
Freud comenta:
La intensificada ternura hacia la madre (acrecentada por el nacimiento de la hermanita) es lo que se convierte en angustia; aquello que, según nuestra ciencia analítica, sucumbe a la represión.
Y, lapidario:
¿Qué puede significar el hecho de que Hans manifieste, al ir a acostarse, su miedo a que el caballo entre en su cuarto? Se dirá que es tan sólo el miedo tonto de un niño. Pero la neurosis no dice nunca nada sin fundamento ni sentido, como tampoco los sueños. Cuando no comprendemos una cosa solemos calificarla de tontería, en especial en lo referente a los niños. Es una manera muy cómoda de salirse del tema.
Se inicia la estrategia:
Propuse al padre que iniciase el esclarecimiento de la situación sexual del niño. Ya que por lo visto habíamos de suponer que su libido se hallaba adherida al deseo de ver la cosita de su madre, podría empezar por comunicarle que ella, como todas las mujeres, no poseía una cosita igual a la suya, algo que, además, ya era del conocimiento de Hans. Tal explicación debería dársela en ocasión propicia, aprovechando alguna pregunta o una observación del mismo Hans.
El padre obedece:
El domingo se resiste un poco, pero acaba por acceder a salir conmigo a la calle. Al darse cuenta de que pasan pocos coches de caballos se tranquiliza.
—¡Qué bueno! ¡Hoy no ha querido Dios que pasen caballos cerca de mí!
Por el camino le explico que su hermana no tiene una cosita como la suya. Las mujeres adultas y las niñas no tienen cosita. Mamá no la tiene.
—¿Y tú? —pregunta.
—Naturalmente. ¿Qué te creías?
—Pero entonces, ¿si las niñas no tienen cosita cómo hacen pipí?
—Tienen una cosita distinta a la tuya. ¿No lo has visto cuando bañan a Hanna?
Al anochecer parece de nuevo deprimido y con miedo a los caballos.
Sé lo que piensas, Maty: pobre niño, si lo dejaran tranquilo, capaz que solito superaba sus miedos. ¿No se los estarían acrecentando? ¿A dónde quería llevarlo? El siguiente pasaje culmina con una nota idéntica de la intensificación del miedo de Hans.
En Schönbrunn le dan miedo algunos animales del parque zoológico que antes no lo asustaban en lo más mínimo. Así, no consiente en acercarse a las jirafas ni a los elefantes, que antes lo divertían. Le dan miedo todos los animales grandes. En cambio los pequeños lo entretienen. De las aves, le da ahora miedo el pelícano, seguramente también por su tamaño. Le digo:
—¿Sabes por qué te dan miedo ahora los animales grandes? Porque los animales grandes tienen grande la cosita, y lo que verdaderamente te da miedo es eso.
—Pero nunca le he visto la cosita a un animal grande.
—Sí se la has visto al caballo y el caballo es un animal grande.
—Es cierto.
—Pero eso no tiene que darte miedo. Los animales grandes la tienen grande y los pequeños pequeña.
—Y todos los hombres tienen su cosita. Y la mía también crecerá, por eso la tengo pegada al cuerpo, ¿verdad?
Con eso terminó la conversación. En los días siguientes parece haber vuelto a intensificarse su miedo. Apenas se atreve a acercarse a la puerta de la calle.
Por fin, en un acto trascendente para la historia de la psicología, el pequeño Hans aterriza en el diván del doctor Freud. Lo cual es un decir, porque en realidad él y su padre permanecen sentados ante el escritorio donde se encuentra Freud, quien comenta en sus apuntes:
Viendo ante mí al padre y al hijo mientras escuchaba la descripción de los caballos que asustaban a Hans, se me reveló un nuevo fragmento de interpretación, del que comprendí enseguida por qué había escapado al análisis del padre, ya que se trataba de su propia persona y de su propio bigote. Bromeando, pregunté a Hans si aquello negro que los caballos tenían en torno al hocico le recordaba un bigote. Hans asintió. Luego, comencé a explicarle que le tenía miedo a su padre precisamente por lo mucho que él quería a su madre. Creía, sin duda, que el padre le tomaba a mal aquel cariño y eso no era verdad; su padre le quería también mucho y él podía confesarle sin miedo todas sus cosas.
En efecto, el diálogo con el padre se hace más abierto.
—¿Por qué lloras cuando mamá me da un beso? ¿Estás celoso?
—Sí, celoso.
—¿Te gustaría ser papá?
—Sí, mucho.
—¿Qué harías si fueras papá?
—¿Y si tú fueras Hans? Me gustaría llevarte a Linz todos los domingos..., no sólo los domingos: todos los días de la semana. Si yo fuera el papá sería siempre muy bueno contigo.
—Pero, ¿qué te gustaría hacer con mamá?
—Llevarla también a Linz.
—¿Y además?
—Nada.
—¿Entonces por qué estás celoso cuando la beso?
—No lo sé.
Hay por parte del padre una clara intención de dirigir a Hans como a un actor con un guión ya escrito. Escucha este otro diálogo:
—En Gmunden, ¿te metías a menudo en la cama con mamá?
—Sí.
—¿Y solías pensar que eras el padre?
—Sí.
—¿Y entonces, por pensarlo, tenías miedo de mí?
—Tú lo sabes todo, yo no sé nada.
—¿Pensaste que si yo muriera, entonces tú serías el padre?
—Sí.
Ahora bien, Maty, si estudiamos la relación de Hans y su padre sin la premisa del complejo de Edipo vemos que las cosas no son del todo como nos las quiere hacer ver el psicoanálisis. Si un niño de cinco años dice: “Sí, quiero que mi padre muera”, estas palabras no expresan necesariamente odio sino, quizás, un exceso de fantasía y de falta de sentido de la realidad. O sea: una fantasía que de ninguna manera quiere hacerse real. Por los diálogos anteriores parece que Hans no tenía miedo a su padre ni lo odiaba, de lo contrario no le hubiera hablado con tanta franqueza, ¿no crees? No debemos olvidar que uno de los deseos más comunes de los niños es ser adultos: no estar ya sometidos al engorroso poder superior familiar. Por otra parte, es normal la curiosidad que despierta en un niño sus órganos sexuales, pero esa curiosidad sólo se vuelve obsesiva y morbosa si los padres la reprimen o la cuestionan demasiado, como sucedía con Hans. Respecto de un peligro real puede sucederles otro tanto. En los niños nerviosos, los temores a la violencia que los rodea —y a qué niño no lo rodea alguna forma de violencia— se traducen fácilmente en fobias. El miedo a perder el cariño de los padres, obviamente, pero también el miedo al dolor, a quemarse si acerca una mano al fuego, a los pleitos a golpes con algún amiguito, a la fiebre, a los truenos del cielo, a los terremotos, a morir electrocutado si toca un cable de alta tensión, a que lo muerda un perro o, en efecto, a que lo muerda un caballo. Quizás, además de su problemática edípica, de veras Hans tenía miedo a ser agredido por un caballo.
William James —psicólogo al que dedicaremos un capítulo más adelante— lo dice en forma admirable y, hay que reconocerlo, estremecedora.
La vida cotidiana contiene momentos tan penosos como los que, magnificados, llenan de angustia a los locos en los manicomios. Después de todo, las visiones de horror que ellos padecen provienen de un material que nos es común a todos los hombres. Creer en la realidad de los reptiles carnívoros de los tiempos geológicos es difícil para nuestra imaginación: son demasiado semejantes a especímenes de museo. Con todo, no hay diente en ninguno de estos esqueletos que en el pasado, día a día, no se aferrase al cuerpo de una víctima desesperada. Formas de horror tan terribles para aquellas víctimas, aunque en escala menor, llenan nuestro mundo todavía. En nuestros jardines, el gato malévolo juega con el ratón o atrapa y zarandea al pájaro por la garganta. Jardines que por las noches —mientras nosotros dormimos plácidamente— son una verdadera carnicería de pequeños bichos comiéndose entre ellos. Y en las selvas, en las regiones inhóspitas, la lucha por la sobrevivencia continúa igual que hace miles y miles de años. Ahí están los cocodrilos, las víboras y una buena variedad de aves de rapiña para dar prueba de ello. Su repugnante existencia está dentro de nosotros, aunque no la veamos. Siempre que un depredador atrapa a una presa, el horror mortal que siente el hombre depresivo parece plenamente justificado.
Es posible entonces que en este caso el miedo tuviera, además de lo referente a su represión incestuosa, un carácter puramente nervioso: el siempre traumático enfrentamiento a un mundo hostil, como es el nuestro.
Por otra parte, no cabe duda de que Hans temía la castración, y eso lo mantenía angustiado. Pero ese temor no se basa en “muy leves alusiones” del padre, como declara Freud. Por el contrario, se trata de amenazas claras y directas. ¿Pero de dónde provienen? ¿Qué papel ha jugado la madre en este proceso de la neurosis del niño? Freud nos dice:
Debo salir en defensa de la madre de Hans, mujer excelente y cuidadosa, a la que seguramente hicieron sufrir mucho los trastornos de su hijo.
Sin embargo, unas páginas antes nos había relatado:
Teniendo Hans tres años y medio, le sorprendió la madre con la mano en su cosita y lo amenazó:
—Si haces eso, llamaré al doctor para que te corte la cosita y entonces, ¿con qué vas a hacer pipí?
La respuesta de Hans es de lo más lógica:
—Pues con el popó.
Y en otra escena, un año después (o sea, con Hans de cuatro años y medio), la que también anota el padre:
Esta mañana, como todas, la madre baña a Hans. Lo seca y luego le pone polvos. Cuando le está poniendo polvos en la región genital con gran cuidado, Hans protesta:
—¿Por qué no me coges la cosita?
—Porque sería una porquería.
—¿Una porquería? ¿Por qué?
—Porque no se debe hacer.
—Pero es muy divertido.
Además, ella lo amenaza con abandonarlo. Dice Hans a su padre:
—Cuando te vas me da miedo de que no vuelvas.
—¿Te he amenazado acaso alguna vez con no volver?
—Tú no, pero mamá sí. Mamá me ha dicho que se irá y no volverá.
—Eso lo dijo porque estabas siendo malo.
—Sí, muy malo.
El miedo que siente a la madre es manifiesto en este diálogo con el padre. Se queja Hans:
—En la bañera tengo miedo de caerme.
—¿Temes que mamá te deje caer en el agua?
—Temo que me suelte y que mi cabeza quede dentro del agua.
—Sabes muy bien que mamá te quiere mucho y no te soltará.
—Pero de todas maneras yo lo pensaba.
¿Tú qué crees, Maty? ¿Será que, como en algunas novelas policiacas, al final resulta que el culpable no era quien suponíamos, sino otro personaje que en algún momento nos parecía el bueno de la historia? Como bien ha visto Erich Fromm: “Por su propia educación patriarcal, Freud no podía concebir que la mujer fuese la causa principal del temor del niño”.
Pero el dato más perturbador provino del propio Freud y es sobre la actuación de los padres como educadores, nada más ve.
Los padres de Hans se contaban entre mis colaboradores más cercanos, y los dos convinieron en que para educar a su primer hijo no debían usar más coerción que la absolutamente necesaria para mantener una buena conducta.
¿Entonces? ¿Qué entendería Freud por coerción con un hijo? Porque, como habrás visto, las amenazas brutales de la madre y los interrogatorios del padre eran suficientes para crear el estado altamente angustiado en el niño.
¿Significa nuestra reflexión que Hans no padecía un complejo de Edipo? Yo pienso que podía padecerlo —la sexualidad infantil ha sido ampliamente comprobada a partir de Freud—, pero la fobia de Hans a los caballos era mucho más (o mucho menos) que la mera ilustración de ese complejo. Faltan piezas al rompecabezas, ¿no te parece?
De una u otra forma, habrás comprobado que casi cualquier caso psicológico se presta a ser interpretado desde diversos puntos de vista, como por lo demás sucede con las buenas novelas o las buenas películas. Cada nuevo dato lo vuelve más apasionante. Por ejemplo, la relación que hace Freud del bozal del caballo con el bigote del padre es muy aguda, digna del mejor de los detectives. Y, bueno, hay que pensar en dónde andaba metido: una selva virgen e inhóspita que apenas él solo empezaba a desbrozar. Te repito: basta con echar un vistazo a lo que fue la época victoriana, y sus prejuicios sexuales, para revalorizar los descubrimientos de Freud.
Pero no debo dejarte con la curiosidad de qué sucedió finalmente con el bueno de Hans. Quédate tranquila: como era de suponerse, apenas unos meses después superó su fobia a los caballos y se volvió un niño de lo más normal y cariñoso con su hermanita. ¿Cuánto contribuyó a su curación el tratamiento a que lo sometieron Freud y su padre? No podemos saberlo, pero lo cierto es que terminó por “jugar al caballo” con su propio padre. Mejor síntoma de salud, difícilmente podemos encontrar.
Desde hace algunos días, Hans juega en casa a ser un caballo: corre de un lado para otro, se cae, patalea y relincha. Repetidas veces se acerca a mí y me muerde ligeramente. También, hace días vengo observando que manifiesta una clara rebeldía hacia mí, pero no con insolencia y descaro, sino con divertida alegría. ¿Acaso porque no me tiene ya miedo..., porque no tiene ya miedo a los caballos?
Por hoy es suficiente. Espero que te haya resultado aleccionador —en tantos sentidos— el caso del pequeño Hans. Después de todo, nos dice más una imagen —o un relato— que mil teorías.