Carta V

El inconsciente colectivo

Querida Maty:

Como parte —o quizá culminación— de nuestras reflexiones sobre la telepatía en la carta anterior, podríamos incluir esta cita de Jung:

La mente humana, además de los caracteres que le son propios, presenta ciertos rasgos colectivos que no son —no pueden ser— propios de un solo individuo sino de muchos individuos; es decir, de una familia, de una sociedad o de la humanidad en general.

Esta observación abrió un camino inexplorado en la psicología y suscitó innumerables controversias. Se trataba ciertamente de una hipótesis atrevida; pero como el propio Jung sostenía, no habría progreso humano sin aventurar ciertos supuestos, por descabellados que parezcan (y éste parecía de lo más descabellado para su época). Además, nos dice, antes de emitir la hipótesis la había aplicado a la solución de algunos problemas terapéuticos. De ese inconsciente colectivo descienden, por decirlo así, los arquetipos: imágenes y modelos que conforman nuestra personalidad y nuestra visión del mundo. Hay quienes se identifican con el Quijote por sus pretensiones altruistas, o con el Don Juan por un afán seductor, o con el Marqués de Sade por la vocación de enchinchar al prójimo (abundan, te lo aseguro). En el gremio femenino es común la identificación con la Madame Bovary, de Flaubert, quien a su vez se creía heroína de las novelitas románticas que leía. Dicen que cuando Vladimir Nabokov terminó de escribir Lolita —la adolescente perversa— se dio cuenta de la magnitud de su obra y dijo, sin falsa modestia: “Descubrí un arquetipo”.

La literatura ha enriquecido ampliamente nuestro conocimiento de la mente humana al dar forma a ciertos arquetipos, como los que te he citado. Parte importante de una terapia sería saber con quién te identificas. Mejor dicho, con quién quisieras identificarte y no lo consigues. Buena parte de las neurosis, decía Jung, se debe a que no logramos parecernos a quien, o a quienes, tenemos por modelos, sobre todo en el terreno de lo moral. (“No yo sino Dios en mí”, decía San Pablo, apuntando al más alto de los arquetipos.) Cuéntame de tus ídolos y te diré quién eres.

Jung aceptaba que el inconsciente está lleno de “materia infantil” porque uno de nuestros mayores problemas es el niño que aún llevamos dentro: malcriado, nervioso, perverso, pero siempre esencialmente pasivo y dependiente. La “función trascendental” del psicoanálisis (de como él entendía el psicoanálisis) es conseguir que superemos —no que reprimamos— al niño y evolucionemos hacia el héroe, el santo o el sabio. Casi nada. En una ocasión, Freud le dijo: “Hombre, Jung, confórmese con quitar lo loco a sus pacientes”. Pero no podía conformarse, precisamente por su concepto de la “trascendencia” y su creencia en “algo más”.

Por esto mismo, consideraba los síntomas neuróticos como manifestaciones de una perturbación en el funcionamiento normal de la persona. En consecuencia, se interesaba más por el hombre sano —por reforzar lo que de sano podía tener un hombre— que por los elementos patológicos de su personalidad. Pese a su carácter morboso y aterrador, los síntomas son con frecuencia un simple esfuerzo de la naturaleza por restablecer el funcionamiento armónico de la mente.

Demostró, gracias a sus experimentos sobre la asociación verbal —una palabra te refiere a otra, y ésa a otra más, hasta penetrar al inconsciente—, que la influencia de las emociones opera tanto sobre lo psíquico como sobre lo fisiológico. Anotaba las respuestas de un test —en lo que fue pionero— y las medía a través de gráficas de seguimiento, de las alteraciones del pulso, del ritmo de la respiración, y de la lectura del psicogalvanómetro: aparato que le informaba de los cambios emocionales por medio del calor y del sudor de la piel.

También respecto de los sueños discrepaba de Freud:

Nunca pude darle la razón a Freud acerca de que el sueño es una fachada tras la cual se oculta —de un modo maligno— un posible sentido. Para mí los sueños son manifestaciones del inconsciente sin ninguna tentativa de engaño. Expresan algo, lo mejor que pueden, como una planta crece o un animal busca su alimento. Los ojos miopes no quieren engañar a quien los padece, o un oído algo sordo no quiere engañar a quien escucha mal. Por el contrario, nos dan una valiosa —y sana— información a pesar de sus limitaciones.

Jung ponía en duda que el origen de toda neurosis se remonte a la primera infancia y refutó la tesis freudiana según la cual el carácter y el temperamento dependen de la forma en que se reacciona ante el complejo de Edipo. Ya supondrás que hubiera tratado al pequeño Hans de manera muy diferente de como lo hizo Freud. También por esto mismo, sostenía que la principal causa de los trastornos mentales estribaba en una incapacidad para resolver un problema de la actualidad, no del pasado. Y que el verdadero peligro era no verlo como un problema actual porque entonces se agudizaría día a día, algo que la experiencia médica ha demostrado ampliamente.

No creía en la medida clásica de tiempo que impuso Freud para las sesiones, y podía pasarse horas enteras con un solo paciente. Además, decía, no llegaba a la sesión con una idea —o doctrina— preconcebida e intentaba más bien acompañar al enfermo a donde quisiera llevarlo, seguro de que los dos juntos encontrarían la salida al conflicto. A consecuencia de esta actitud establecía relaciones muy profundas con sus pacientes, como en este caso:

La relación entre médico y paciente puede conducir en ocasiones a fenómenos parapsicológicos, en especial cuando se produce una identificación importante. Yo lo experimenté con un paciente a quien liberé, en principio, de una depresión grave. Una vez curado, regresó a su casa, pero la actitud negativa de la esposa volvió a desencadenar el conflicto. Había convenido con él que me avisaría si regresaba la depresión, pero no lo hizo. Una noche desperté con angustia y tuve la seguridad de que alguien estaba en mi habitación. Encendí la luz, pero no había nadie. Entonces fui consciente del dolor opresivo que padecía en la nuca, nunca antes sentido por mí. Al día siguiente recibí un telegrama que me comunicaba el suicidio de mi paciente. Más tarde supe que se había disparado un tiro en la cabeza y que la bala había salido, precisamente, por la parte posterior del cráneo.

En marzo de 1909, Jung —que era suizo— visitó a Freud en su casa de Viena. La primera vez que se vieron hablaron durante más de trece horas seguidas e iniciaron una correspondencia que, por sí misma, ha quedado como uno de los documentos más valiosos de la historia de la psicología. En una visita posterior de Jung, ocurrió el famoso incidente del “fantasma de la biblioteca”. Mientras discutían sobre la realidad o la irrealidad de los fenómenos paranormales —ya supondrás la actitud de Freud en aquella época— hubo de pronto un fuerte crujido en un librero que los hizo saltar de sus asientos. Tuvieron la impresión —lo confesaron los dos— de que el librero les iba a caer encima.

—Ahí tiene, profesor. Ese ruido fue una clara respuesta a nuestras dudas sobre lo paranormal —dijo Jung.

—Tonterías, no creo en eso —contestó Freud, encogiéndose de hombros.

—Pues para probarlo le aseguro que de un momento a otro se repetirá el crujido de la madera.

Y así fue.

Jung estaba convencido de que él los había provocado porque mientras hablaba con Freud había sentido cómo su diafragma se endurecía y calentaba en forma creciente.

No sé por qué tenía tal certeza. Pero sabía con toda seguridad que el crujido iba a repetirse. Freud me miró horrorizado. No sé qué pensaba en esos momentos. En todo caso, este hecho despertó su desconfianza hacia mí y tuve la sensación de haberle hecho algo malo. Transcurrirían todavía varios años para que reconociera la realidad y la importancia de la parapsicología y de los fenómenos ocultos.

Pero el suceso no creó desconfianza en Freud, sino admiración, al grado de que nombró a Jung príncipe heredero de su teoría psicoanalítica. Al poco tiempo le mandó una carta en que lo dice en forma explícita:

Es curioso que la misma tarde en que yo quería adoptarlo a usted formalmente como príncipe heredero del psicoanálisis, haya sucedido lo del espíritu golpeador. No niego que su experimento me impresionó. Pero se han repetido los ruidos y nunca en conexión con mis pensamientos, o en un momento en que lo recordara a usted y sus tan especiales problemas ocultos.

¿Quién podía psicoanalizar a Freud? ¿Quién podía psicoanalizar a Jung? ¿Quién podía psicoanalizar a los inventores mismos del psicoanálisis? Pues, Maty, yo tengo la impresión de que lo hicieron uno al otro sin darse cuenta y casi destruyéndose. Sólo donde hubo una gran admiración y afecto puede darse después tal grado de aversión y rechazo.

Durante un viaje que ambos realizaron a Estados Unidos en 1909, Freud se desmayó cuando Jung estaba describiendo, con pelos y señales, unas momias encontradas en el norte de Alemania.

—¿Por qué tiene usted que hablar tanto de un tema tan desagradable? —había preguntado Freud, con un gesto de asco, un momento antes de caer de la silla.

Después le dijo que, a través de esa plática sobre las momias, se manifestaban los deseos asesinos inconscientes que el propio Jung tenía hacia Freud. Es cierto que el maestro andaba descubriendo complejos de Edipo e instintos asesinos por todos lados, pero también que Jung era un hombre de fuerte personalidad, impositivo e incluso con cierta violencia en sus ademanes.

Algo parecido sucedió en el Congreso Psicoanalítico en Munich en 1912, al final de una sesión y ya en el hotel donde se hospedaban. Ahora Jung hablaba sobre un faraón egipcio que manifestó tal odio hacia su padre que ya muerto éste mandó quitar las inscripciones sagradas del sarcófago para impedirle descansar en paz en el otro mundo. En ese instante, pácatelas, Freud cayó de nuevo desmayado de la silla. Sus discípulos lo rodearon asombrados. Jung lo tomó en brazos y lo llevó al sofá de una habitación contigua.

Mientras lo llevaba en brazos comenzó a volver en sí. Nunca olvidaré la mirada que me dirigió. En su impotencia, me miró como si yo fuera su padre. Lo que provocó este desmayo —la atmósfera estaba muy tensa— fue, igual que la vez anterior, la fantasía sobre el asesinato del padre. Cuánto podía afectarle el tema para provocarle esos desmayos.

En efecto: cuánto podía afectarle el tema, puesto que él descubrió, en lo más profundo de su propia mente, los impulsos destructivos hacia su progenitor, algo que aún hoy relativizan algunas escuelas psicológicas. Una de las más importantes críticas que le hizo Freud —y que en buena medida motivó la separación—, es que Jung diera un carácter simbólico al complejo de Edipo; esto es, dentro de su concepción infantil del mundo, el niño no desea la destrucción real de su padre, sino tan sólo la de un supuesto padre interior, del que tiene que liberarse para ser independiente. En este sentido, la madre significa lo inasequible e ideal, aquello a lo que hemos de renunciar los humanos en interés de la civilización.

Escucha qué forma tan poética de Freud de culminar su crítica a Jung por desexualizar el complejo de Edipo:

En realidad, se ha escogido en la sinfonía del suceder universal un par de tonos civilizados, y se ha desatendido la poderosa melodía primitiva de los instintos.

La música elegida por Freud, supongo, tendría que ser más bien una danza de caníbales con taparrabos y pieles en los hombros. Emitirían un canto ensordecedor, ululante, y tocarían un tambor en forma frenética. ¿Cuál de las dos músicas reflejará mejor nuestra condición humana?

A pesar de haber mirado a Jung como lo miró, y quizá por un efecto de compensación, Freud tenía una abierta actitud patriarcal y autoritaria hacia sus discípulos. Cuando vino la ruptura definitiva —Freud no aceptaba una sola corrección a su teoría—, Jung le mandó una carta en que decía:

De esta forma, usted consigue hijos o esclavos o perros sumisos. Soy lo bastante objetivo para darme cuenta de su truco. Usted va por ahí husmeando los actos “sintomáticos” de la gente que lo rodea, reduciéndola al nivel de hijos o hijas. Usted se instala allá arriba como padre, y además suponiéndose un santo. Por pura amabilidad, nadie se ha atrevido aún a bajar al profeta tomándolo por las barbas... (Los defectos de los demás) se reducen a nada comparados con la inmensa viga en el ojo de mi hermano Freud...

¿Te imaginas decir esto a quien, confesó Jung, en algún momento dio sentido a su vida y a su trabajo? Pesada la cartita al maestro, ¿no te parece? En especial eso de bajarlo de su pedestal tomándolo por las barbas. A Freud se le debe haber caído de la boca el puro que fumaba (se fumaba veinte al día). Wilhelm Reich escribió que los conflictos con su padre auténtico eran, literalmente, cosa de niños, junto a los que le había provocado Freud. Por supuesto, Reich fue expulsado del grupo incondicional de discípulos freudianos con cajas destempladas.

Los discípulos debieron sentirse felices cuando Freud echó a Jung del grupo, con algo más que cajas destempladas: lo llamó “traidor”, “Judas” y “mocho”. ¿Cómo ves? A quien pocos años antes había llamado “hijo predilecto” y “príncipe heredero”. A los discípulos incondicionales les sería a partir de ese momento mucho más fácil el acceso al maestro. Aunque, como era de temerse, también entre ellos empezaron a propinarse golpes bajos y a ponerse zancadillas por ocupar el lugar del “hijo predilecto” y sentarse a los pies del maestro. Nada tan deprimente como comprobar que aun las personas inteligentes —o muy especialmente ellas— terminan practicando una disciplina de la que debes huir: la “psicología de lavadero”, que tiene sus reglas y su lenguaje propio: las ofensas y las majaderías. Hay un libro de Paul Roazen que se titula Freud y sus discípulos, en el que los pleitos ya no parecen entre psicólogos —fundadores del psicoanálisis— sino más bien entre comadres. Ya más adelante tendrás que asomarte a ese chismorreo.

Jung se quedó lastimosamente solo y con un grave “complejo” (él, que inventó la palabrita) de inferioridad. Colin Wilson dice: “En una pelea entre marido y mujer, el que tiene más amigos es el que tiene la razón” y, era obvio, Freud no sólo tenía más amigos, sino fama internacional.

El mundo entero se le vino encima al pobre de Jung. Para acabarla de amolar, su mujer lo pescó siéndole infiel con una de sus pacientes y lo obligó a refugiarse en lo alto de una torre —una especie de estudio-consultorio sin agua potable ni luz eléctrica— que él mismo había construido con un maestro de obras en el campo, frente a un gran lago (¡y un lago suizo!). Debió ser una experiencia muy especial psicoanalizarse con Jung en aquel sitio.

De tener un carácter extrovertido, Jung se convirtió en un introvertido nervioso y deprimido. Fue él quien hizo esa clasificación de introvertido y extrovertido, que tan bien define la actuación de una persona en relación con su vida interior o su vida exterior.

Su mujer dijo: “Se ha convertido en otro hombre”. Estaba tan preocupada que hasta escribió a Freud a escondidas de su marido: “No soporta permanecer distanciado de usted”. Freud, por supuesto, no contestó. Jung estaba al borde de la locura:

Vivía en continua tensión y tenía a menudo la impresión de que un alud de piedras caía sobre mí. Una tormenta desencadenaba otra. Que pudiera superar la crisis era cuestión de fuerza bruta. Otros se habían estrellado ahí, como Nietzsche o Hölderlin. Pero había en mí una fuerza demoniaca que me hacía resistir. Practicaba el yoga para tranquilizarme en la medida de lo posible. Pero apenas me relajaba un poco, volvía a dejarme llevar por las imágenes y las voces interiores.

Agrégale la soledad, ya que había reducido considerablemente el número de pacientes a los que aten día porque hasta su propia capacidad como terapeuta ponía en duda:

Si un hombre del siglo XVI se instalase en esta torre sólo serían nuevos para él la lámpara de petróleo y los cerillos; con el resto se sentiría familiarizado. Nada molesta aquí a los muertos, ni la luz eléctrica ni el teléfono, pues las almas de mis antepasados sobreviven en la atmósfera espiritual de este recinto, y doy respuesta a cuestiones que dejaron pendientes durante su vida en este mundo.

Lo cual significa que en realidad no estaba solo en lo alto de su torre:

Tengo la viva impresión de que estoy bajo la influencia de situaciones o interrogantes que quedaron sin respuesta para mis padres y abuelos.

Cargaba no sólo con sus problemas —que eran terribles, como habrás visto— sino también con los de sus parientes muertos, quienes eran de lo más demandantes:

Posiblemente las almas de los muertos no saben sino lo que sabían en el momento de su muerte y nada más. De ahí sus esfuerzos por penetrar en la vida para participar en el saber de los hombres. Con frecuencia guardo la sensación de que nos rondan y esperan saber la respuesta que les daremos.

Te va a parecer extraño, pero quizás esa compañía tan demandante —por más que se tratara de meros fantasmas— lo ayudó a curarse. No te rías, porque la realidad es que le impidió quedarse de veras solo y dio sentido a sus reflexiones y a la ayuda que prestaba. Ha de ser de lo más gratificante orientar a un muerto en sus paseos por el más allá. Además, la verdad es que siguió siendo un gran terapeuta y no pudo evitar que en poco tiempo su agenda estuviera de nuevo saturada.

En este sentido, es posible entender por qué fue Jung quien inspiró a Bill W. a fundar Alcohólicos Anónimos, el único sitio en donde es posible curar el alcoholismo. Sólo te salvas en la medida en que trabajas para los demás. O, simplemente: en que escuchas a los demás. Durante una crisis, Bill W. estuvo a punto de recaer —beber una sola copa equivalía a suicidarse— en un pequeño pueblo de Estados Unidos, en donde no conocía a nadie que pudiera ayudarlo. Entonces se le ocurrió un último “truco”: corrió a un hospital a buscar a un enfermo alcohólico. Había uno solo, con una depresión aguda. Cuando entró Bill W. el enfermo le dijo que no se molestara: ya nadie podía hacer nada por él. Bill W. le contestó: “No vengo a hacer algo por usted, sino a que usted haga algo por mí”. Pasaron toda la noche hablando dentro del más vivo entusiasmo: el enfermo le contó su historia y Bill W. la suya. Buscaron a otros alcohólicos con los cuales aplicaron el mismo sistema de terapia a través de la palabra (lo que es decir de la confesión). Se reconocieron impotentes ante el alcohol y creyeron que sólo un poder superior podría proporcionarles la fuerza para mantenerse sobrios. Había nacido A.A.

En una carta de 1961, el mismo año de su muerte, Jung se lo dice con toda claridad a Bill W:

Su deseo vehemente de alcohol era el equivalente, a un bajo nivel, a la sed espiritual por la trascendencia; expresado esto en lenguaje medieval, a la unión con Dios. ¿Pero cómo puede uno formular tal percepción en un lenguaje actual sin ser mal interpretado? Déjeme citarle el Salmo 42.1: Como jadea la cierva tras las corrientes de agua, así jadea mi alma en pos de ti, mi Dios. La única forma legítima para tal experiencia es que ésta le ocurra a usted en realidad, a través de un entendimiento más alto pero no solamente en forma intelectual. Así, puede ser conducido a dicha meta por un acto milagroso de la gracia divina, o por una educación purificadora de la mente como la que se practica en el misticismo. O, por último, como ha sido su caso, por el contacto personal y honesto entre amigos que han padecido el mismo mal y buscan el mismo fin, trabajando unos para otros.

Estarás de acuerdo que, por lo menos en relación con los alcohólicos, Jung demostró que su sistema funcionaba. Cuando dejas de mirar tu miseria interior y trabajas para los demás, te salvas. Si a eso te conduce el psicoanálisis, bienvenido sea. Sin embargo, el sistema freudiano insistiría en que mientras no vayas a rastrear en tu pasado las causas de tus males, no podrás considerarte en verdad curado, y estás en peligro de recaer en cualquier momento. ¿Será?