Carta VII
Querida Maty:
Nos dice Jung:
Una mujer de cierta edad a la que estaba yo tratando tuvo un sueño en el cual se le entregaba un escarabajo de oro. El detalle era de lo más significativo en el contexto del análisis. Mientras me narraba este sueño yo estaba sentado con la espalda hacia una ventana cerrada. De pronto oí un repiqueteo detrás mío. Me di vuelta y vi un objeto volador que golpeaba desde afuera contra el vidrio de la ventana. La abrí y la extraña criatura entró en la habitación. La atrapé en el aire. Era un escarabajo de oro, de los que se pueden encontrar en nuestras latitudes: el conocido cetonia aurata que, contrariamente a sus hábitos normales, había sentido la urgencia de introducirse en una habitación en penumbra, y en aquel momento en particular.
¿Fue una casualidad? Jung lo descarta. Más bien, su paciente atrajo al escarabajo de oro al tenerlo tan presente. ¿Te das cuenta de lo que esto significaría, Maty? Jung lo dice con toda claridad: “la mente puede hacer que las cosas sucedan”. De una u otra forma, sea cual sea la explicación del hecho, lo habrás vivido en alguna ocasión: toparte en la calle con alguien en quien pensabas, o que te llame por teléfono la amiga a la que ibas a marcarle, o que entres por primera vez en un lugar en el que crees haber estado antes, o que sueñes con algo que te sucede al día siguiente. La vida diaria está llena de esas “casualidades” que calificamos como tales porque no hay forma de programarlas o de comprobar su carácter intencional.
¿Por qué nos suceden las cosas? ¿De veras “un encuentro casual es lo menos casual del mundo”, como dice Cortázar? Me sucedió cuando conocí a tu mamá. Yo tenía una cita de trabajo con tu abuelo —a quien no conocía— en su oficina a las once de la mañana. Por tener que asistir a un velorio no calculado, pregunté si podía llegar un poco más tarde. La secretaria —lo tengo muy grabado— me dijo que tendría que ser hasta el día siguiente, no había lugar antes. Acepté, pero iba a colgar cuando me detuvo: acababa de descubrir en la agenda del director una cita cancelada por la tarde de ese mismo día, a las cinco, podía tomarla. Yo también dudé: estar a las cinco de la tarde en Reforma y Avenida Juárez complica cualquier comida en el sur, pero no hubo más remedio. Una vez con tu abuelo —que era el director de la compañía— salió a colación la UNAM, en donde yo daba clases. Comentamos algo sobre Gastón García Cantú y tu abuelo me dijo que su hija, quien por cierto acababa de estar ahí con él, necesitaba conocerlo, quizá pudiera yo presentárselo. La trataron de alcanzar en los elevadores, pero no fue posible. A la salida del edificio, tampoco. Tu abuelo insistía con la secretaria: que buscaran a su hija (hoy tu mamá) en el estacionamiento, cómo era posible que no la encontraran si acababa de marcharse. Yo suspiraba y miraba por la ventana la barahúnda de la calle. Bastante trabajo teníamos pendiente como para, además, esperar a que localizaran a la hija del director por los alrededores del edificio, esperar a que regresara a la oficina, hacer una cita con ella para llevarla a conocer a García Cantú.
Apenas la vi lo supe: “era ella”.
Tu mamá, por su parte, tenía más de un año de no ir a la oficina de su papá. Aquel día fue, casualmente, porque también tuvo una cita por el centro, que le cancelaron a última hora. O, sea, ni siquiera fue en forma expresa. Lo más inaudito de todo, me parece, es que la hayan alcanzado en el estacionamiento, a punto de subir a su auto. Un par de minutos más y no la encuentran.
¿No te parece que son demasiadas casualidades? ¿Y si yo no tengo el velorio y llego por la mañana a la oficina de tu abuelo? ¿Y si no han cancelado previamente la cita de las cinco? ¿Y si a tu mamá no le cancelan la suya? ¿Y si no sale a colación el tema de la UNAM? ¿Y si tu abuelo no insiste hasta la desesperación en que busquen a tu mamá? ¿Y si ya no la alcanzan en el estacionamiento?
Cuando planteo a tu mamá qué hubiera sucedido si, como parecía lo más probable, no nos hubiéramos encontrado ese día, ella contesta sin una gota de duda:
—Hubiéramos chocado en el Periférico.
Forma un poco más aparatosa de encontrarse, pero que trasluce una fe en que el azar (que en realidad no es tal) hace bien las cosas, encuentra por sí solo las piezas para armar los rompecabezas.
Todos los encuentros que en el mundo ha habido son iguales: se dan después de una infinidad de caminos cruzados y entrecruzados. En ocasiones, como me sucedió al ver entrar a tu mamá en la oficina de tu abuelo, es posible prever lo que nos está reservado. Quizá lo prevemos más de lo que suponemos. Hay quienes lo tienen más claro, y atraen con más facilidad sus “escarabajos de oro”. Julio Cortázar fue uno de ellos. Por algo “¿Encontraría a la Maga?” es la primera línea de su novela Rayuela. Él las suscitaba, y luego la realidad confirmaba sus intuiciones, reforzaba sus premoniciones. Años después de haber publicado el libro, y refiriéndose muy probablemente a la persona real que había inspirado el personaje de la Maga, declaraba:
Hace cierto tiempo me sucedió una cosa, de las que me han sucedido toda la vida y que para mí es un hecho fantástico aunque cualquier teórico diría que no fue más que el cumplimiento de una pura casualidad, palabrita sospechosa.
Yo conocía a una mujer con quien no tenía ninguna relación pero hubiera querido tenerla. Y ella también conmigo. Estábamos muy separados geográficamente, y había habido un largo silencio epistolar por razones que podían explicarse por ambas partes. En un momento dado, un día lunes me llega una carta de esta mujer, aquí a esta casa. Me dice que está en París y que ojalá pueda verme.
Yo estoy en la antevíspera de la partida de un viaje de tres meses y de ninguna manera quiero que ese encuentro sea el típico rendez vous en un hotel para después separarse. Por eso le contesto la carta diciéndole que no nos veremos, que cuando vuelva del viaje podremos encontrarnos. Sé que voy a hacerla sufrir porque ella hubiera preferido un encuentro episódico aunque yo no, porque veo las cosas de otra manera. Mandé la carta a las cuatro de la tarde y ella tenía que recibirla al otro día.
Esa noche yo tenía una cita con un amigo en un teatro por el lado del Marais, y caminé mucho vagando por la ciudad porque no quería llegar temprano. En una esquina determinada me crucé con una mujer, era una esquina bastante sombría del Quartier Latin. No sé por qué nos volvimos, nos miramos, y era ella.
París tiene unos nueve millones de habitantes, esa mujer había mandado su carta sin saber si yo estaba aquí; si la recibiría o no, mi carta de respuesta debía llegarle al otro día; el domicilio de ella quedaba muy lejos del mío.
Matemáticamente analizado, yo creo que esto no se puede defender con las leyes aristotélicas. Hay una serie de cosas, de combinaciones que nos llevaron a los dos a caminar en esa dirección y a cruzarnos precisamente en ese punto. Que, para mayores datos, era una esquina donde sucede un episodio muy importante de una novela mía. O sea, que incluso el lugar de ese encuentro increíble formaba parte de una constelación que escapa a toda racionalidad.
Como ves, en efecto, “todo encuentro casual era una cita”, y creo que lo mejor es “dejarlas llegar”, sin perder nunca la capacidad de asombro.
Pero creo que nadie lo ha planteado en forma más bella que el filósofo Arthur Schopenhauer:
El destino de cada individuo encaja —invariablemente— con el destino de otro, siendo cada cual héroe de su propio drama mientras figura, simultáneamente, en un drama que le es ajeno. Todo esto es algo que escapa a nuestro poder de comprensión y cuya posibilidad sólo podemos concebir en virtud de una maravillosa armonía preestablecida.
Y agrega:
Es un gran sueño, soñado por la entidad única: el Deseo de Vida. Pero en modo tal que todos sus personajes participan en él. Así, todas y cada una de las cosas están interrelacionadas y mutuamente sintonizadas.
Admirable, ¿no te parece? En especial eso de “soñado por el Deseo de Vida”, y lo de que somos héroes de nuestro propio drama mientras —a veces sin darnos cuenta— figuramos en quién sabe cuántos dramas ajenos.
Entiendes por qué Schopenhauer fue una de las mayores influencias —casi nada— de Freud y de Jung, un verdadero inspirador del psicoanálisis. Freud reconoce que se le anticipó en algunos de sus descubrimientos.
Durante mucho tiempo creí carecer de influencias en ciertas ideas básicas, hasta el día en que Otto Rank me señaló un pasaje de Schopenhauer donde el filósofo da una explicación de la demencia tan por completo coincidente con mi concepto de la represión que, una vez más, debo sólo a mi falta de lecturas el poder atribuirme un descubrimiento. No obstante, son muchos los que habían leído el pasaje citado y nada habían descubierto.
En la última línea, notarás que Freud se cura en salud y aprovecha para reafirmar —a pesar de su “falta de lecturas”— su cualidad absoluta como precursor del psicoanálisis, en lo que no permitía cuestionamientos.
Pero volvamos a Jung y a su teoría de la sincronicidad. Según él, todas las prácticas adivinatorias, desde las cartas, la lectura de la mano o del café, hasta el complejísimo I Ching (que deberías empezar a jugar), se basan en la idea de que los acontecimientos casuales son misterios menores que podemos utilizar como indicadores respecto del gran misterio central: que todo tiene ver con todo. O con Todo, mejor dicho.
En los años recientes se ha recogido una vasta cosecha de hipótesis explicativas acerca de los fenómenos paranormales. Los físicos han jugueteado (palabra exacta) con la idea de los universos paralelos, el espacio curvo de Einstein, el tiempo bidimensional, los agujeros negros y los “túneles” del hiperespacio que permitirían el contacto directo entre regiones infinitamente distantes.
Un premio Nobel de Física, James Jeans, dijo esto:
Para la física cuántica, el Universo empieza a parecer más un gran pensamiento que una gran máquina.
Lees la frase, te frotas los ojos, lees de nuevo, sales a dar una vuelta a la manzana, y regresas a releer. Sí, has leído bien. Lo que dice ese señor es más o menos esto: en contra de lo que suponían los materialistas —o los mecanicistas—, el Universo no es un caótico conglomerado de materia, y para que exista, todos lo estamos pensando. Tú también “creas” el Universo con tu conciencia, con tus deseos, con tus recuerdos, con tus planes, con tus juegos. Pero en especial con tus sueños. Fíjate cómo lo decía Schopenhauer: “un gran sueño soñado por el Deseo de Vida”, y que se trasmina a todos y enlazado entre todos. Algo como lo que sucede en un cuento chino que se escribió trescientos años antes de Cristo:
Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Chuang Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.
¿No será que nuestro cerebro trabaja únicamente con el siete por ciento de su capacidad para no enloquecer? Imagínate que se te colaran de repente sueños ajenos, como el de la mariposa. O que pudieras vivir una vida paralela, con una Maty, igualita a ti, en algún otro lugar del mundo. O que pudieras asomarte al futuro y vieras como serás dentro de algunos años, o viajar en el tiempo y conocer a tus tatarabuelos. Mejor te concretas a preparar la clase del día siguiente, o si estás de vacaciones a ver cómo escarcha la lluvia el paisaje, mientras permaneces protegida en una terraza bebiendo un refresco.
Jung sufrió un infarto masivo al miocardio a los sesenta y ocho años. Lo mantuvieron vivo a base de oxígeno e inyecciones de alcanfor. Pero él atravesó una frontera, según dijo después. Tuvo ese tipo de visiones que experimentan las personas que han estado suspendidas entre la vida y la muerte. “Noche tras noche flotaba en un estado del más puro éxtasis”. Cuando la mañana se acercaba, se entristecía: “Ya se acerca nuevamente la mañana gris; ya viene el mundo con su prisión insufrible”. A medida que se fue recuperando físicamente, las visiones fueron cesando. Pero en realidad Jung no las consideró visiones, sino una forma de penetrar en la “otra” realidad, en la “verdadera” realidad: “No fueron producto de mi imaginación o algo parecido a una alucinación; fueron algo absolutamente real”.
La experiencia produjo un cambio sustancial en su personalidad. Aún viviría dieciséis años más, durante los cuales dejó de preocuparse por aparecer ante el mundo como el científicoserio que, desde los tiempos de su amistad con Freud, quiso ser. Cambió de máscara y se descaró respecto a sus ideas de lo “oculto” y del “más allá”. Ahora no tenía duda de que podemos tener percepciones independientes del cuerpo, del espacio y del tiempo. Adelantándose a lo que en la actualidad ha descubierto la doctora Elisabeth Kübler-Ross, creadora de la tanatología, disciplina que trata terapéuticamente a los enfermos terminales, Jung menciona, además de su caso, el de una paciente que estuvo a punto de morir después de un parto muy complicado. De pronto se encontró suspendida en el aire, sobre su propio cuerpo, contemplándose. Vio con detalle el trabajo del médico y de sus ayudantes. Incluso, vio entrar a su marido, a quien el médico algo preguntaba sobre elegir entre la vida de la mujer o la del niño. Detrás de ella —lo sabía pero no podía verlo— había un paisaje maravilloso, unas lejanas montañas perfilándose en el cielo destellante del amanecer, que en realidad era la entrada al “otro mundo”. Sabía que si lo miraba se sentiría tentada a no regresar a su cuerpo, de modo que mantuvo sus ojos en dirección opuesta, intentando concentrarse en el bebé que acababa de traer a la Tierra. Cuando despertó, contó a sus familiares y al doctor lo que había visto, y todos estuvieron de acuerdo en que los detalles que mencionaba coincidían con lo sucedido en el quirófano.
¿Por qué menciona Jung este caso precisamente al final de su teoría de la sincronicidad? Su propia experiencia de traspasar la frontera entre la vida y la muerte lo había convencido de que el alma puede viajar fuera del cuerpo, lo cual implicaría de alguna forma la realidad de la vida después de la muerte. Poner tales experiencias junto con la teoría de la sincronicidad es como sugerir lo que ya apuntábamos antes, en relación con la física cuántica: que los seres humanos estamos implicados en un proceso de gran significación universal y que podemos influir en ese proceso, de pensamiento en pensamiento y de instante en instante. Quizá por eso Chesterton hablaba de renunciar a las ventajas del pesimismo, porque el optimismo implica demasiadas responsabilidades. Todas las religiones, nos dirá Jung, apuntan a eso.