Carta IX
Querida Maty:
En una carta anterior decíamos que cuando Freud estudiaba medicina —finales de la década del 1870—, se creía que las enfermedades mentales tenían un origen puramente físico. Con sus atisbos revolucionarios de la mente humana, y la estructuración que de ella hizo, Freud puso un punto y aparte en la historia de la psicología. Ya supondrás entonces que antes de él —a pesar de ilustres excepciones y de las valiosas aportaciones de poetas y filósofos—, el terreno que vislumbramos es más bien desértico. Con razón Freud decía: “Mi labor fue por completo independiente y no sé de ninguna influencia que pueda achacárseme”; y también, recordarás, él insistía en que le había propinado el tercer golpe mortal a la vanidad humana —los otros se los dieron Copérnico y Darwin— con el descubrimiento del inconsciente, que nos obliga a replantear el lugar que ocupamos en el universo. Quizá por eso dicen que Jacques Lacan, uno de los psicoanalistas más afamados de los últimos tiempos, cuando le preguntaban sobre la historia de la psicología, contestaba: “Hablemos de cosas serias y centrémonos en Freud”. Incluso, ante la situación actual de la psicología —su pulverización en tantas y tan diferentes escuelas y tendencias es preocupante—, Lacan proponía como solución inmediata un regreso “total” a los textos de Freud. Algo así como los cristianos que proponen una lectura directa de los Evangelios en lugar de andarse con rodeos y falsas interpretaciones.
Por lo pronto, entre esas ilustres excepciones anteriores a Freud hay que destacar a William James, a quien por cierto Freud menciona de pasada en su Autobiografía. Dice:
Mi encuentro con el psicólogo norteamericano William James me dejó una duradera impresión. Yendo un día de paseo con él, se detuvo de repente, me entregó una cartera que llevaba en la mano y me pidió que me adelantase, prometiendo alcanzarme en cuanto dominara un ataque de angina de pecho, que sentía próximo. Un año después moría de uno de esos ataques, y desde entonces me he deseado un análogo valor ante la muerte.
Esta anécdota —que, en efecto, nos hace a todos desear un análogo valor ante la muerte— sucedía durante el viaje que hizo Freud a Estados Unidos en 1909. En ese momento, James tenía sesenta y siete años y había logrado un sólido prestigio mundial gracias a una de las teorías fundamentales en la historia de la psicología: el pragmatismo, de la que fue precursor. En el pragmatismo “el hacer determina el ser”, el carácter depende de la acción, nos formamos conforme avanzamos, gracias a nuestras propias elecciones. Convicción humanista de lo más atractiva para quienes creemos en la libertad, y que fomenta una tendencia contra los sistemas, las iglesias, las maquinarias sociales, o al menos los que se proclaman fijos y finales.
Pero para comprender el pragmatismo en su más profundo significado, hay que referirlo a la juventud de su propio autor. Ahora verás por qué.
En algún momento del mes de marzo de 1870, cuando tenía treinta años y ya trabajaba como médico, James escribió una carta a su hermano Henry —famoso novelista, autor de Otra vuelta de tuerca, la mejor historia de fantasmas que conozco— en que describía su atribulado ánimo:
Me encontraba en ese estado de pesimismo filosófico y general depresión del espíritu, cuando una noche entré en mi recámara, sumida en la penumbra. De pronto cayó sobre mí, sin advertencia alguna, como surgido de la misma penumbra, un horrible temor ante mi propia existencia. Simultáneamente se me vino a la mente la imagen de un paciente epiléptico al que yo acababa de ver en el sanatorio, joven de pelo negro y piel verdosa, totalmente idiota, que solía permanecer sentado todo el día en una de las bancas, con las rodillas contra la mandíbula. Esta imagen y mi temor entraron en una especie de fatal combinación. Esa forma semihumana soy yo potencialmente, pensé. Nada que yo posea puede defenderme contra tal destino, si mi hora sonara para mí como sonó para él. Sentí tal horror de él —y a la vez de mí mismo— que fue como si algo hasta entonces sólido dentro de mi pecho cediera por completo. Me convertí en una masa de tembloroso miedo. Después de esto, el universo cambió enteramente. Despertaba, mañana tras mañana, sintiendo un horrible temor en la boca del estómago, y con una sensación de la inseguridad de la vida que no había conocido nunca, y que no he vuelto a sentir. Fue como una revelación; y aunque los sentimientos inmediatos se desvanecieron, la experiencia me ha hecho comprender desde entonces los sentimientos mórbidos y nerviosos de los demás. Gradualmente fue cediendo, pero durante meses fui incapaz de entrar a solas en un lugar oscuro.
Esto es lo que los alcohólicos llaman “tocar fondo”, cuando ya no puedes caer más bajo. A partir de ese momento crítico, o rebotas y subes de nuevo a la superficie, o pierdes la razón y dejas de ser “tú”. En la figura macabra del idiota sentado en la banca en posición casi fetal, James nos muestra no sólo su mal, sino al hombre mismo convertido en bulto, en “cosa”, en un autómata carente de todo sentido para el vivir y el morir. (“Sólo lo que da sentido a nuestra muerte, le da sentido a nuestra vida”.) Por eso, dice, la salida tenía que encontrarla en el camino opuesto: la humanización plena, esto es: el libre albedrío. Escribió en su diario: “Creo en el libre albedrío a partir de que lo empecé a poner en práctica”. ¿Y cómo lo ponía en práctica? Muy sencillo: descubrió que a pesar de todos sus males, todavía podía elegir entre un pensamiento y otro, y que si quería curarse “ya sabía cuáles pensamientos debía elegir”, porque “todo pensamiento es deseado”, con lo cual, además, se puso en la antesala de los descubrimientos de Freud. Los diferencia el acento de James en lo religioso, al grado de que sus libros más famosos se titulan La voluntad de creer y Las variedades de la experiencia religiosa.
Hizo una breve lista de actitudes concretas a seguir:
—Mientras conserve un rayo de conciencia, debo elegir y no permitir que la vida —o los otros— elijan por mí.
—Debo hacer del sistema nervioso mi aliado y no mi enemigo.
—Todo pensamiento produce cambios químicos en el cuerpo.
—No debo luchar contra los malos pensamientos, simplemente preferir los que están a favor de la vida y la salud.
—Hay que volver automáticas y habituales, tan pronto como sea posible, la mayor cantidad de “acciones benéficas”.
Comprendió que había perdido el tiempo intentando buscar la verdad (la Verdad), lo que sólo aumentaba su depresión. “Al diablo con las discusiones de café sobre la posible existencia de Dios”. Porque la verdad de una idea no es una propiedad estancada, implícita en ella misma. La verdad le ocurre a una idea. Se convierte en verdadera, es hecha verdadera por los acontecimientos. La verdad es un proceso: el proceso de verificación.
Esto es muy importante para el estado de ánimo, nos dice James. Por lo general, la persona deprimida parte de que el mundo está hecho y apenas puede influir en él. Cuando comprende que todo está por hacerse, cambia su visión de las cosas y se despierta el sentido de responsabilidad. Hay un renacimiento, en el que todos estamos incluidos. Por eso también James abogaba por sistemas políticos democráticos, abiertos lo más posible a la participación ciudadana. Todo lo preestablecido —en lo familiar, en lo religioso o en lo político—, lo que nos obliga a pensar y actuar de cierta manera condicionada, nos deshumaniza. No es que debamos negar una tradición, sino descubrir su verdad por nosotros mismos.
Como James era, además, un gran escritor —Borges lo consideraba uno de los grandes prosistas de la lengua inglesa— ilustra su teoría con imágenes admirables. Por ejemplo, dice que el pragmatismo está en medio de nuestras ideas y teorías como un pasillo lo estaría en un hotel. A ese pasillo se abren innumerables habitaciones. En una se puede encontrar a un escritor ateo demostrando apasionadamente la imposibilidad de la existencia de Dios. En otra habitación un fanático reza y se flagela en nombre de su fe. En la de más allá un químico investiga las propiedades de un cuerpo. Alguien discute con calor una teoría socialista ante un interlocutor que sólo cree en la democracia. Bien, pero como las habitaciones dan al mismo pasillo, todos tendrán que salir y cruzarlo si es que quieren poner en práctica sus ideas. Por eso el pragmatismo, más que un método, es una actitud ante la vida.
Escribe James:
Los movimientos futuros de las estrellas o los hechos de la historia pasada están ya determinados de una vez para siempre, me agraden o no. Se me dan sin tener en cuenta mis deseos. La naturaleza no puede cambiar el pasado en favor de mis pensamientos. Tampoco puede cambiar el curso de las estrellas o de los vientos. Ah, pero sí que cambian nuestros cuerpos de conformidad con nuestros pensamientos y, valiéndose del instrumento que ellos le ofrecen, cambian otras muchas cosas, quizá las estrellas mismas.
Apasionante, ¿no? Es curioso cómo se enlaza esta teoría con otras tres que hemos subrayado. La budista: no puedes cortar una flor sin alterar una estrella; la de Jung, según la cual nosotros estamos creando el universo con nuestras acciones, nuestros pensamientos y nuestros sueños; y, por último, la de la física moderna, en la que ese universo empieza a parecer a los científicos más un gran pensamiento que una gran maquinaria. Y, bueno, quizá de veras todo tiene que ver con Todo.
James aclara enseguida: la fe a que se refiere no tiene connotaciones mágicas. Si quiero aprender el arte de la medicina, primero debo conocer el cuerpo humano y sus enfermedades. Pero este conocimiento teórico no me hace de ninguna manera un médico, sino la práctica consecuente y, aún más, la entrega apasionada y total a mi profesión. La fe tiene que transformarse en acción y es esta acción la que, formando hábitos, modifica nuestro entorno y nos modifica a nosotros mismos, de instante en instante. Otro ejemplo que le gustaba poner a James es el del alpinista que —seguro de alcanzar la cumbre— encuentra sentido a cada paso de su ascensión. ¿Cómo podemos saber que vamos por el camino correcto? No hay sino una pista: la alegría que provoca en nosotros. Por eso, un viaje lleno de ilusiones y esperanzas es mejor que la llegada a cualquier posible meta.
La fe crea su propia demostración. Tened fe y tendréis la razón porque os salvaréis; duda y también tendréis la razón porque pereceréis. La única diferencia es la de que es mucho más ventajoso para vosotros el creer.
Pero es Las variedades de la experiencia religiosa el libro más famoso de James, tanto por su alta factura poética como por su influencia en casos de conversión religiosa. Tan sencillo y a la vez tan complejo que deberíamos leerlo con la actitud del niño que lentamente viajaba con un dedo por los mapas de los atlas, con una creciente capacidad de asombro. ¿Eso somos también los seres humanos? Parece increíble que puedan experimentarse tales estados de éxtasis celestial después de conocer los más bajos fondos del infierno.
Pronunciado como una serie de conferencias en Edimburgo en 1901, el libro apareció en junio del año siguiente. A pesar de su tema —James lo aclara enseguida—, la obra tiene una manifiesta intención psicológica, y por eso se subtitula: “Un estudio de la naturaleza humana”, y el primer capítulo se llama “Religión y neurología”. O sea, es lo contrario a un manual religioso, y puedes leerlo desde la pura perspectiva científica (la de principios del siglo XX, acuérdate).
El conjunto de testimonios —directos o de observadores calificados— gira en torno a seis grandes temas:
1o. La realidad de lo no visible, creencia determinante para acceder al mundo oculto de la religión y el misticismo.
2o. La religión sana, la que se orienta hacia la vida y la madurez emocional.
3o. El alma enferma, y que sin embargo es la más propicia a sufrir una crisis y una revelación de trascendencia.
4o. El “yo” dividido, al que la religión (del latín, religare, atar de nuevo) reconcilia con un “Yo” superior.
5o. La conversión, el descubrimiento —como si en medio de la oscuridad de golpe se encendiera la luz— de que nuestra existencia tiene un sentido más alto del que suponíamos.
6o. La santidad y el misticismo, las prácticas y los cambios concretos —pragmáticos— que conllevan las acciones a partir de la fe revelada o recuperada.
Dice James:
Dios no es conocido, no es comprendido, es simplemente “sentido” y hasta podríamos decir que “utilizado”, a veces como proveedor de bienes espirituales y materiales, a veces como soporte moral y refugio, a veces como amigo, a veces como causa del misterio que nos rodea, a veces como objeto del más alto amor. Si demuestra su “utilidad” en cualquiera de estos rubros, la conciencia parece no exigir nada más. ¿Existe Dios realmente? ¿Cómo existe? ¿Quién o qué es?, son preguntas irrelevantes para el verdadero creyente. No es a Dios —como concepto abstracto— al que encontramos en el análisis último de la religión, sino a la vida, a una mayor cantidad de vida, una vida más larga, más rica, más satisfactoria. El amor a la vida es, en cualquiera y en cada uno de sus niveles de desarrollo, el verdadero impulso religioso.
Y es que la esencia de la vida parece consistir en anhelar más vida. Las crisis mismas —a pesar de la angustia y el dolor que conllevan— apuntan a eso. James mostró —e incluso hizo encuestas al respecto— el paralelismo entre una cierta concepción religiosa y los conflictos existenciales de la juventud. La edad, dice, es entre los dieciocho y los veintidós años (jóvenes ingenuos de principios de 1900, hoy habría que restarles cinco años, por lo menos), con los síntomas eternos: depresión, rebeldía, inquietud por el futuro, nerviosismo, sentimiento de pecado, de futilidad, de inseguridad física, de aburrimiento ante el mundo de los mayores. James dice que, si en esas circunstancias —y aun en forma superficial—, tú encuentras alguna explicación mínima o alguna forma de salida a tus problemas en lo religioso, aunque luego superes la crisis juvenil eso que sembró la religión florecerá. Los conductistas saben de los reflejos condicionados tan profundos que nos creamos en esos años críticos. Por eso son muy importantes los principios básicos que se inculcan en el hogar. Según la encuesta de James, es la juventud la que nos conforma los ojos para mirar el mundo, el lado oscuro del mundo: sus entretelones y misterios. O miras ahora mismo hacia Dios, aunque sea de reojo, o es posible que te vuelvas insensible a Él. Hay que tomarlo en cuenta.
Lo esencial en el crecimiento y la crisis adolescente es sacar a la persona de la infancia e introducirla en la madurez. La religión bien entendida parece concentrar buena parte de los problemas —en especial la falta de sentido y la sensación de pecado— y proyectar al joven hacia una vida futura más plena y responsable.
Hay libros luminosos, y sin lugar a dudas éste es uno de ellos. A través de los claros ojos de James —los tenía azules— contemplamos eso que las iglesias y sectas nos impiden ver: el rico y variado espectáculo religioso en el mundo; no por virtud de una abstracción o una sola concepción fija y excluyente, sino por la experiencia trascendente de un Dios vivo en los hombres (cuya palabra definitoria sería, precisamente, entusiasmo: en-tehos: Dios dentro).
El psicólogo William James quiere investigar la fiebre religiosa, tanto como los síntomas histéricos o las fobias. Poner la fe en la platina y mirarla con el microscopio. Nunca deja de ser psicólogo al tratar el tema, por más que él mismo se declare creyente en algún sentido.
Esa fiebre religiosa produce lo que James llama hipercreencias: imágenes en que el sentimiento de trascendencia queda “cristalizado”. Cuanto más profunda es la raíz del sentimiento, mayor será la fuerza de la imagen. Las visiones de los santos son un buen ejemplo. Y por eso la pintura, la música y la poesía logran revelarnos a través de una imagen lo que no pueden explicarnos cien tratados de teología.
Las obras de arte son preciosas para nosotros, entre muchas otras razones, porque nos permiten alcanzar el conocimiento, aunque breve e imperfecto, de lo que se experimenta cuando se está en contacto con el mundo sutil de la trascendencia y lo divino.
Lo recalca:
Cuando a las personas de inteligencia o sensibilidad limitada se les hace escuchar un trozo de buena música, se les proporciona la oportunidad de experimentar realmente cómo piensan y cómo sienten hombres dotados de una fuerza intelectual notable y de una visión interior excepcional.
Esto podría aplicarse a todas las artes, es indudable; pero hay razones para suponer que existe más gente capaz de participar intensamente en lo que siente un compositor clásico —que son los de batalla— que en lo que siente, digamos, un pintor abstracto o un poeta surrealista.
Cuando la hipercreencia nos parece absurda le llamamos superstición y tendemos a desacreditarla, y con ella a la religión misma. James nos previene contra esa actitud. Hay que estudiar la superstición... sin superstición. El buen psicólogo no discrimina ni jerarquiza los sentimientos humanos. Es posible que en su fondo oscuro encontremos la perla de una auténtica fe, y de un auténtico beneficio. “Si tenemos alguna fuerte intuición —por absurda que parezca— es que proviene de un nivel más profundo de nuestra naturaleza que el nivel verbal, donde reside el racionalismo”, afirma.
Mira a tu alrededor, Maty: ¿qué personas, aun las más inteligentes que conozcas, escapan a alguna forma de superstición? James menciona dos casos célebres: cuando escribía, el poeta Schiller, ejemplo de lucidez, debía tener a un lado un limón reseco, “que absorbía los malos pensamientos”; Wagner, por su parte, requería su vieja y lustrosa bata de seda para componer sus famosas óperas; en una ocasión la olvidó durante un viaje, y fue incapaz de escribir una sola nota. Nosotros podríamos agregar algunos casos más: Víctor Hugo creía en los ángeles y aseguraba haberlos visto; André Breton visitaba semanalmente a una bruja para que le leyera la suerte; Julio Cortázar creía en vampiros; Luis Buñuel adjudicaba una ascendencia demoniaca a las arañas; Jung consultaba el horóscopo y el propio Freud —fíjate quién— estaba seguro de que moriría en un día —y en un mes y en un año— que tu viera el número seis. En pocas palabras, si un poeta supone que comer zanahorias crudas fortalece su habilidad métrica, dejémoslo en paz. De nada serviría demostrarle que nada tiene que ver una cosa con la otra. Porque lo más probable es que, si deja de comerlas, también pierda la inspiración, y con todo derecho nos reclamará: ven ustedes cómo era notoria la relación.
Toda fe es benéfica, siempre que la convicción sea su fuente, no la autoridad. Por eso James cree que el mundo visible es una parte de un mundo espiritual más diverso y amplio, que es revelado por los sentidos y la intuición, no por la razón. La oración, dice, tiene un valor por sí misma y logra milagros, aun sin destinatario (o sea, reza aunque no creas en Dios: los beneficios serán palpables y hasta es posible que termines por creer).
Pero lo más admirable es que en un libro con un tema religioso central, apenas si dedique una página al problema de la inmortalidad personal. Dice que para él es un asunto menor. Recuerda que Freud nos dijo que James no temía a la muerte, cuando frente a él le dio un ataque de angina de pecho. Quizá lo que sucedía es que tenía la suficiente fe y humildad para relativizar su propio intelecto: “Si no podemos saber cómo y cuándo moriremos, y qué será de nosotros después de la muerte, ¿por qué no dejar entonces el asunto en otras manos?” Podía haber puesto mayúsculas a Otras Manos, y la idea sería más clara, ¿no te parece? Su preocupación era la vida, no la muerte: incluso cuando ésta llegaba tan inoportuna a interrumpirle una cálida conversación con Freud. ¿Dónde había quedado aquel joven deprimido que no soportaba la oscuridad, según narró en la carta a su hermano? La mejor muestra de la transformación que puede provocar el libro de William James, fue el propio William James.
De entre los muchos casos que menciona —auténticos cambios de vida y de carácter de los personajes— te voy a mencionar uno, que es mi predilecto por su posible aplicación a la vida diaria. Se trata de un hombre que, según dice él mismo, había llegado al límite de la ira y el miedo. Yo pienso que si las premisas de un silogismo son la ira y el miedo, la conclusión será sin remedio la locura. Hay pues que cambiar de entrada las premisas para que la conclusión sea otra. Este caso parece comprobarlo:
Aquella noche no podía dejar de pensar en el consejo que me dio un amigo, al que consulté sobre mi grave depresión nerviosa: “actúa como si Dios existiera, haz la prueba”, y la idea debió continuar poseyéndome durante las horas de sueño, porque la primera conciencia de la mañana me llevó al mismo pensamiento: “Si podemos liberarnos de la ira y del miedo, ¿para qué sufrirlos? ¿Cuál es su ventaja oculta?” Dios no quería esos sentimientos para mí, era obvio, y había que eliminarlos.
El niño —que era yo— había descubierto que podía caminar y ya no se arrastraría más. Apenas reconocí —desde el fondo de mi corazón— que las manchas cancerosas de la ira y el miedo se diluían aplicándoles el sentimiento contrario —o sea la tolerancia y el valor—, empezaron a abandonarme poco a poco. Con el descubrimiento de que estaban ahí porque yo así lo quería —y todas las ventajas que me implicaban—, se exorcizaron a sí mismas. Desde aquel momento la vida ha presentado un aspecto completamente diferente.
A consecuencia de mi trabajo, desde entonces he tenido que hacer más de diez mil millas en tren, algo que antes me resultaba insufrible. El mozo, el conductor, el camarero, el taxista, el recepcionista del hotel y los demás participantes en mi vida diaria, que antes constituían una fuente de irritación y molestia, los he vuelto a encontrar transformados: aunque el único que en realidad se transformó fui yo. De golpe el mundo se ha hecho bueno, a pesar de sus penas y dolores implícitos. Por decirlo así, me he vuelto hipersensible a las manifestaciones del bien, a consecuencia de lo cual el mal se empequeñece por sí solo.
Podría explicar muchas experiencias que demuestran una condición mental nueva, pero con una será suficiente. Sin el más mínimo sentimiento de impaciencia he visto cómo un tren, que yo pretendía coger con gran urgencia y anticipación, salía de la estación sin mí porque mi equipaje no aparecía. Un mozo del hotel llegó corriendo y jadeando a la estación en el momento en que el tren desaparecía de mi vista. Cuando me vio, me miró esperando mi reprimenda y comenzó a balbucear que había quedado bloqueado en una calle demasiado estrecha. Cuando acabó le dije:
—Es igual, no se podía hacer nada; lo volveremos a intentar mañana. Tenga sus honorarios; me sabe mal que haya sufrido tanto para ganarlos. La mirada desorbitada que apareció en su cara tenía tanto de agradecimiento que en el acto me sentí compensado del retraso. Al día siguiente no aceptó ni un centavo por su servicio.
No cabe duda de que el cristianismo, el budismo y todas las restantes religiones enseñan fundamentalmente lo que para mí fue un descubrimiento súbito, y a través de un sencillo proceso de eliminación. Por ejemplo, este nuevo sentimiento, esta nueva actitud ante las cosas, me exime de la cobardía, no puedo ser cobarde ya que el miedo es una de las cosas eliminadas al concentrarme en el valor y la aceptación. Cuando era niño estaba bajo un árbol donde cayó un rayo, y recibí una impresión tan fuerte que el efecto me duró hasta hace muy poco, en que deshice su asociación con la ansiedad. “Si mi destino es morir fulminado por un rayo, que así sea, puede que hasta tenga ventajas”. Desde entonces, he tropezado con rayos y truenos en momentos que antes me hubiesen causado grandes depresiones o nerviosismo, y que ahora ya no se manifiestan. La resignación logró el milagro. Otro tanto sucedió con la ambición al concentrarme en la humildad. No es que luchara contra la ambición, simplemente es que hoy prefiero ser sencillo y humilde.
El truco que puso en práctica este admirable personaje podría resumirse en este principio básico (pero que se olvida fácilmente): nadie renuncia a algo si no es por algo mejor. Más que luchar contra tus limitaciones, concéntrate en tus habilidades, más que luchar contra el mal, concéntrate en el bien. La felicidad es lo que no tienes, o la revalorización de lo que tienes.
Notarás en la psicología de James una clara intuición del inconsciente, al que recurre para apuntalar la voluntad y la fe. Cuál no sería mi sorpresa que leyendo su correspondencia con su hermano Henry —que también es uno de mis autores predilectos—, le comenta en una carta de 1904:
Desconfío de la conciencia como tal. Desde hace siete u ocho años vengo diciendo a mis estudiantes que desconfíen de la conciencia y se introduzcan en lo que hay debajo de ella. ¿A qué extraño mundo conduciría esta idea de llevarla hasta sus últimas consecuencias?
¿Qué te parece? ¿Qué puede haber debajo de la conciencia si no es el inconsciente? Por eso siempre me ha intrigado qué platicarían James y Freud aquella noche en que el primero sufrió el ataque de angina de pecho. En nuestra desaforada carrera por alcanzar el fondo del corazón humano, aquella noche James estaba pasando la estafeta a Freud.
Por lo pronto, salta a la vista que hay partes de la teoría psicológica de James que sufrirían una interpretación muy distinta aplicándoles la teoría freudiana. Por ejemplo, James condiciona la vida religiosa casi por completo a un aspecto moral. Define lo religioso como “un sentimiento que entremezcla el pecado y el anhelo de encontrar la paz en la unidad”. Escribe: “La palabra religión significa para mí el conglomerado de deseos y emociones que emergen del sentido de pecado y de su liberación”. Esto está muy bien —es de un pragmatismo irrefutable—, pero también es cierto que a partir de Freud nuestro concepto de pecado ha cambiado radicalmente. El descubrimiento del inconsciente y de la sexualidad infantil, que determinan la represión, nos obligó a relativizar nuestra libertad ante ciertas emociones, muy especialmente las que consideramos pecaminosas o concupiscentes. Sin embargo, paradójicamente, relativizar nuestra libertad en esos aspectos nos hizo más libres en otros, a los que iluminó. Es más fácil actuar en los sitios donde hay luz. “Hacer consciente lo inconsciente”, era la consigna de Freud. Hay que subrayarlo: sin su teoría nos veríamos obligados a recaer en primitivas concepciones de culpa y de supuesta posesión sobrenatural —piensa en las histéricas de Charcot—, que en realidad eran un grillete para nuestra concepción del mundo, y que nada tienen que ver con un auténtico sentimiento religioso, tendiente a la madurez emocional. Por eso el principio freudiano de convertir una tragedia personal en un problema común, abre puertas insospechadas a nuestra realización humana.
Seguramente pensando en esta concepción de la tragedia personal —que será una tragedia hasta que quieras verla como tal— es que James insistía en la necesidad de relativizar nuestros males. En el libro mencionado cuenta la historia de un hombre que resbaló una noche por un precipicio y pudo cogerse de una rama; unas horas después los dedos no aguantaron más y, con un desesperado adiós a la vida, se dejó caer. Pero sólo cayó metro y medio; si hubiese abandonado la lucha antes se habría ahorrado la angustia que padecía.
En una ligera y humorística variante de la historia —que seguramente James aprobaría—, en medio de su angustia y cuando ya está a punto de soltarse, el personaje clama al cielo. Entonces del fondo de la oscuridad surge una voz que le dice: “Hijo mío, has sido escuchado, déjate caer y mis ángeles te recogerán para traerte a mi lado”. El personaje lo piensa un momento, se aferra con más fuerza a la rama y vuelve a gritar: “¡¿Qué, no hay alguien más por ahí?!”
De una u otra forma, estarás de acuerdo que parte importante de la terapia es enseñar a los pacientes a dejarse caer. El problema es que quizá muchos de ellos no estén a sólo metro y medio de altura. Ten cuidado.