10
La imperiosa necesidad de una nueva política
El mundo progresa cuando los políticos duermen.
ANTONIO ESCOHOTADO
Como quiera que en la vida todo es política, en cualquier ámbito y con independencia de la forma de gobierno, se impone analizar el estado actual de esta actividad, y ver claramente cómo se puede mejorar. Así, la idea angular de este apartado es aportar un conjunto de reflexiones y propuestas de reforma, abundando en lo ya previamente reseñado, en torno al actual sistema político de las democracias liberales occidentales.
Desde un espíritu crítico, incisivo y didáctico, realizamos una visión retrospectiva y contemporánea sobre las causas y efectos derivados de la democracia y su actual formato partidocrático, con la esperanza de que sirva para evolucionarlo hacia un sistema de gobierno noocrático. El objetivo último es acceder así a una nueva transición política, acorde con las características y necesidades del siglo XXI , aplicable a cualquier país gobernado por un régimen democrático. Y se espera que también pueda servir para otros modelos que en el futuro transiten hacia un sistema democrático, para que no caigan en los mismos errores que las democracias teóricamente ya consolidadas.
Como veremos en detalle más adelante, esta renovada noocracia —del griego noos (‘mente, intelecto’) y kratos (‘autoridad, poder, fuerza, dominio’)— consistiría en un sistema político y social, con vocación universal, que sustituya a las formas de gobierno actuales, incluida la democracia. Un sistema en el que los dirigentes, elegidos por el pueblo, sean personas con una fehaciente capacidad profesional en sus respectivos ámbitos de responsabilidad, que basen sus decisiones en razonamientos inteligentes y alejados de tendenciosidades ideológicas y dogmáticas, y se apoyen en evidencias científicas y en los avances tecnológicos. Todo ello en armonía con la naturaleza y con el pensamiento fijo en la seguridad humana, que debe ser la principal preocupación.
En esta noocracia no existirían los partidos políticos tal y como los conocemos, dado que han demostrado, en innumerables ocasiones, grandes deficiencias a la hora de satisfacer los intereses y necesidades de la nación y los ciudadanos, por estar principalmente preocupados de sus beneficios particulares. Además, se fomentaría entre los ciudadanos el pensamiento crítico y el estricto control de sus dirigentes, que deben estar bajo su permanente escrutinio.
En cierto modo, se pretende que sea una actualización y mejora de las democracias actuales, superando las debilidades de estas, de modo que rinda mayores servicios y ventajas a todos y cada uno de los ciudadanos. Es el momento de exigir este cambio. Hagámoslo realidad entre todos, pues es responsabilidad nuestra, de todos los ciudadanos.
SITUACIÓN ACTUAL DEL CONTEXTO POLÍTICO
Triste es reconocer que cuantas más injusticias comete un político, más amigos y partidarios atesora. Ello es lógico. Son infinitos los incapaces que esperan su provecho del favor y pocos los que lo fían a su propio mérito.
SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL
Las tradicionales fronteras que marcan la división entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial están cada vez más desdibujadas en muchos países democráticos, incluso en el seno de la UE, por más que se presuma de todo lo contrario.
Hay leyes para impedir el abuso que algunos ciudadanos ejercen sobre el resto, también para impedírselo a los más poderosos, pero la partidocracia se ocupa de ejercer su poder político sobre las instituciones judiciales. La politización de la Justicia es uno de los hechos más graves de la democracia representativa y está promovida por los partidos políticos, algo en lo que suelen ponerse de acuerdo.
Vivimos una política que todo lo impregna y lo pudre. Las instituciones consideradas de Estado, como la Justicia, la Diplomacia, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y las Fuerzas Armadas, no deberían verse afectadas por la política y sus intereses partidistas. A este último respecto, es lamentable comprobar cómo algunos líderes políticos, especialmente los pertenecientes a ciertas ideologías, obvian los deberes constitucionales que tienen las Fuerzas Armadas. Desconocer la cultura de defensa, y la importancia que tiene la fuerza como efecto disuasorio, es un suicidio a todos los niveles.
Una persona tiene todo el derecho a gobernar su vida desde el pacifismo más absoluto, pero tiene que decidir qué hará cuando alguien quiera arrebatársela o cuando se atente contra la integridad de sus seres queridos o de su nación. El filósofo y jurista francés Montesquieu (1689-1755) afirmó: «Todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder».
La dudosa eficacia de los partidos
El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo.
GEORGE ORWELL
Centrándonos en el modelo de partidos políticos que instrumentaliza la democracia representativa, en la que los ciudadanos eligen a sus representantes, es frecuente que las Cartas Magnas de los países los describan de forma similar a como lo hace la Constitución Española en su artículo 6:
Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.
Después de recordar uno de los principios fundamentales de la democracia, cabe preguntarnos hasta qué punto los partidos contribuyen a la eficacia del sistema. La primera reflexión que debemos hacernos está relacionada con la potestad de los ciudadanos sobre las opciones que se les presentan cada vez que surge un proceso electoral. Votamos a partidos que nos muestran candidatos revestidos de idoneidad por sus asesores de imagen y expertos en comunicación política. Sin embargo, son las formaciones políticas las que gobiernan el destino de un país durante periodos que, en ocasiones, se hacen eternos, incluso para quienes han apoyado la opción ganadora.
El complejo entramado de intereses personales, de partido y, en ocasiones, también de negocio, degeneran en luchas intestinas o en procesos de negociación para alcanzar acuerdos de Gobierno que, en ocasiones, duran lo suficiente como para concluir una legislatura. Todo ello deriva en incumplimientos de las promesas realizadas en campaña, edulcoradas para generar expectativas y arrancar el preciado voto de la zarandeada voluntad popular.
La dictadura de la partidocracia
Las herramientas del poder nunca servirán para desmantelar el poder.
AUDRE LORDE
Así, podemos concluir que la democracia degenera en partidocracia, definida por la Real Academia Española como « la situación política en la que se produce un abuso del poder de los partidos» . La partidocracia es un atractivo disfraz democrático utilizado para esquilmar los recursos del pueblo en favor de estructuras administrativas elefantiásicas, sobre las que los ciudadanos solo tenemos el control que nos ofrecen los partidos políticos a través de la democracia representativa. Corrupción, derroche, favores y amiguismo subsidiado son los instrumentos de los dirigentes políticos para lograr el ansiado apoyo, que permiten comprar así, con recursos públicos, el voto de los estómagos agradecidos.
No, la partidocracia y su bonito envoltorio no son realmente el Gobierno del pueblo. Al contrario, han demostrado ser el Gobierno a costa del pueblo. Una realidad similar a la que se daba en el siglo XVIII con el Despotismo Ilustrado, reflejada en esta frase de autor desconocido: «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo». Un siglo después, Abraham Lincoln modificó esa expresión en su discurso pronunciado el 19 de noviembre de 1863, en la ciudad de Gettysburg, para definir el sistema democrático: « El Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo» . Sin duda, una bonita aspiración que la condición humana se ha encargado de truncar en sus múltiples intentos de implantación, al menos en la medida de lo prometido.
Esta partidocracia que impregna la política de los sistemas democráticos también tiene otro efecto perverso, pues vemos que, en realidad, los partidos que están en la oposición, sobre todo aquellos que ya han gobernado y esperan volver a hacerlo —y, por tanto, conocen los entresijos del sistema—, procuran no hacer excesivo daño al partido o partidos que están en el Gobierno en ese momento. Saben que, con un poco de suerte y teniendo en cuenta el principio de la alternancia política, antes o después pueden volver a estar en funciones de gobierno, por lo que esperan que, cuando los que ahora mandan estén en la oposición, tampoco les hagan a ellos excesivo daño. Al final, todos tienen trapos sucios que procuran airear lo mínimo posible, motivo por el cual, si bien aparentan atacar al adversario a la mínima oportunidad, lo cierto es que muy pocas veces llegan a profundizar en ese ataque. Precisamente por el temor de que un exceso de fuerza ejercido sobre el adversario político termine por volverse en su contra, antes o después. En definitiva, están todos en el mismo barco, el de intentar mantenerse en la política a toda costa como medio de vida. Lo que se traduce en una oposición light . Ya se sabe: «Hoy por ti, mañana por mí» .
Pero los representantes de los partidos políticos y quienes gobiernan los territorios no son los únicos culpables. Los ciudadanos también tenemos nuestra parte de responsabilidad, y no pequeña, con nuestro exceso de confianza en ellos, bajo la presión mediática de las campañas electorales. A menudo, estos periodos en los que políticos y ciudadanos se encuentran —para decidir su futura dirección y gestión pública— están trufados de convincentes promesas de progreso y bienestar. Sin embargo, de promesas incumplidas y decepciones ciudadanas están las legislaturas llenas.
Así pues, la partidocracia lo impregna todo y, aunque parezca lo contrario, los ciudadanos no tienen en su mano remediar los males mayores de la política, ya que cada cuatro años (si las coaliciones de Gobierno fracasan, en menos tiempo) se ven obligados a escoger el mal menor entre las opciones que les brinda un sistema que está al servicio de los partidos políticos, y no de los ciudadanos a los que sirven o deberían servir. Nos dicen con descaro que los ciudadanos no estamos al servicio de los políticos y sus formaciones. Todo lo contrario. Pero nadie lo diría cuando se observa su tren de vida, sus onerosas e ineficientes estructuras de Gobierno que alcanzan volúmenes de gasto descabellados, pagados a base de endeudar más y más al país que gobiernan. Curiosamente, cada vez que un país pasa por una situación económica delicada, lo que suelen hacer es aumentar la presión fiscal, buscar la forma de recaudar más, asfixiando a los contribuyentes y frenando la economía. Normalmente, los gestores públicos no se plantean disminuir el gasto público, reducir estructura, porque esto podría afectar a la consecución de sus objetivos personales o partidistas.
Por otro lado, uno de los grandes defectos de la partidocracia es el hecho de que las formaciones que alcanzan la mayoría suficiente para gobernar suelen hacerlo para sus votantes y no para todos los ciudadanos del Estado. También podría interpretarse que los ganadores gobiernan a su estilo y con sus objetivos, al margen de que estos generen un beneficio común o solo se lo proporcionen a quienes piensan como ellos. Esta forma de proceder es el origen de la falta de entendimiento y de los conflictos que, a diario, prostituyen la verdadera esencia de la democracia en ciertos países. Sin duda, las mayorías —y, en su defecto, los pactos— son necesarias para gobernar un país regido por un sistema democrático. Pero igualmente se requiere que ese partido o conjunto de partidos que conforman la mayoría sean respetuosos y trabajen por el consenso. Hay algunos gobernantes que dicen ejercer sus funciones buscando el diálogo con el resto de las fuerzas políticas, pero gobiernan utilizando sistemáticamente la fórmula del Real Decreto-Ley, un procedimiento que la Constitución reserva para casos de «extraordinaria y urgente necesidad». Por supuesto, es una forma cómoda de gobernar, pero también profundamente antidemocrática. El Gobierno aprueba el Real Decreto-Ley en su Consejo de Ministros y, a continuación, se publica en el Boletín Oficial del Estado (BOE), lo que le da vigencia inmediata sin haber debatido esa ley a través de las Cortes Generales, formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado. La Constitución Española afirma que « las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado». Si es así, gobernar a golpe de Real Decreto-Ley, de «decretazo», pervierte por completo este principio constitucional.
La creciente desconfianza en los políticos
Cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje.
ALDOUS HUXLEY
El caso es que, como si de un suflé social se tratara, está creciendo la desconfianza en los políticos, en sus organizaciones principales y en las que orbitan a su alrededor, en sus cohortes de asesores, en los subvencionados medios de comunicación y en las redes sociales a su servicio. Se trata de unas élites formadas por burócratas que bien pudieran estar en fase de extinción sin que ellos, en sus poltronas desbordantes de soberbia y poder, sean conscientes. Es difícil no comparar el poder absolutista que ejercen la mayoría de los líderes políticos en sus feudos organizacionales y territoriales con autocracias en las que prevalece la voluntad de una persona. Es necesario insistir en que la estructura interna y el funcionamiento de los partidos políticos deben ser democráticos. En la medida que continúe el descontento de sus vasallos « urnados», el pueblo, que se sigue considerando soberano de tanto que se lo han hecho creer quienes ladinamente le hurtan este sagrado derecho, antes o después podría tomar al asalto sus instituciones para recuperarlas, arrebatándoselas a quienes se han apoderado de ellas para su propio beneficio. No olvidemos que el hartazgo conduce al incumplimiento de las leyes, el último paso hacia el abismo social.
¿Dónde está el límite de una sociedad sometida a todo tipo de abusos «democráticos»? Es difícil saberlo, ya que el nivel de manipulación mediática ejercido desde la clase política es tan intenso que nubla la razón popular. Prueba de ello es que, desde hace décadas, los ciudadanos votan una y otra vez a los mismos partidos, o a nuevos sucedáneos, que los manipulan, esquilman y someten a todo tipo de artimañas para mantener a sus líderes en el poder. ¡Cuidado! Es muy difícil mantener tensa la cuerda sin que se rompa. Los profesionales de la política, con ayuda de sus expertos en marketing , manejan los hilos ciudadanos en el complejo teatrillo de la partidocracia. Bajo premisas maquiavélicas se diseñan campañas políticas en las que se miente hasta la obscenidad sobre el pasado y el presente de los candidatos, así como sobre sus promesas de futuro. «Hay una cortina de humo detrás de cada programa de gobierno», decía Milton Friedman (1912-2006), premio Nobel de Economía.
El marketing , puesto al servicio del mercadeo, jamás debería formar parte de las relaciones entre el pueblo y sus gobernantes, porque sus maniobras, estrategias, tácticas y técnicas se basan en el engaño, asumido como lógico y habitual en la dinámica política. Las mentiras son tan abundantes y cotidianas en este ámbito que han alcanzado rango de normalidad; incluso hay quien las justifica por considerarlas necesarias para la gobernabilidad. Una buena parte de los políticos —aquí se confirma el dicho «la excepción confirma la regla»— estafan a los ciudadanos prometiéndoles lo que saben de antemano que será imposible cumplir. También lo hacen con el silencio cuando ocultan sus verdaderas intenciones. Parece que todo vale en los procesos electorales y también durante los periodos de gobierno: manipulación de encuestas para inducir tendencias; utilización de medios públicos para crear opinión favorable sobre políticos y partidos; gastos desmesurados a cargo del erario público... Inducir al voto en función de propuestas imposibles, maquillar datos, ocultar pruebas a la justicia, favorecer a parientes y amigos desde el poder, falsear o pactar licitaciones públicas, beneficiarse con información privilegiada, promover y practicar el tráfico de influencias, todo ello representa el detritus social que se acumula en los residuos de la partidocracia.
Sale a relucir la frase que la mayoría de los políticos aplica, aunque muy pocos reconocen públicamente: «El fin justifica los medios». Así lo han pensado los grandes tiranos de la historia, y así lo piensan hoy en día quienes siendo lobos se disfrazan de corderos para infiltrarse en el rebaño. Mientras una buena parte del pueblo continúe sumido en la ignorancia y en la falta de espíritu crítico, los depredadores sociales camparán a sus anchas entre el rebaño, incluso sin disfrazarse, porque a esto hemos llegado. El rebaño —nosotros, los sufridos ciudadanos— está asumiendo al depredador como justo y necesario para su subsistencia. A través de una construcción sociocultural intencionada basada en el miedo, se llega a asumir lo inasumible, como es la idoneidad de la tiranía como factor de seguridad ante la permanente incertidumbre proyectada desde los órganos de poder. Siguiendo con la recurrente metáfora del rebaño y los lobos que lo acechan para lanzarse sobre él al menor descuido, estremece pensar en el hecho de que, en las democracias, son las ovejas quienes escogen y mantienen a sus depredadores, ofreciéndose a ellos para ser sacrificadas. Bien pudiera pensarse que los lobos de la política afectan gravemente al hemisferio izquierdo (racional) del cerebro de sus víctimas, una vez que las han sometido a una fuerte presión en su hemisferio derecho (emocional) a través del miedo, el arma definitiva para el dominio de las mentes.
Es tanto el poder que la partidocracia proporciona a quienes viven de ella que hay difícil defensa para sus víctimas, los sufridos ciudadanos que una y otra vez la consolidan con sus votos en las urnas. Pero votar no es lo mismo que apoyar. La sociedad asume la rutina electoral como un proceso que, lejos de impedir la metástasis institucional, la consolida como si de un prolongado suicidio colectivo se tratase. La desafección hacia la política, motivada por las apabullantes armas del poder y la impotencia que genera en sus víctimas, desalienta a cualquiera que no viva de ella, incluidos los parásitos que no alcanzan por completo sus objetivos. Sin embargo, y como nos recuerda Platón, «una de las sanciones por negarse a participar en la política es que termines siendo gobernado por tus inferiores». Efectivamente, desinhibirse de la política no es la solución y resulta muy peligroso. Hay que participar e implicarse en la construcción de una sociedad más justa y próspera a través de las instituciones que nos representan y de los medios a nuestro alcance, impidiendo que los depreden. Quienes parasitan las instituciones que representan a una nación, degradándolas y aprovechándose de ellas, atacan a sus verdaderos propietarios, los ciudadanos. Es significativo observar la prudencia parasitaria que ejercen algunos dirigentes para impedir que se muera el huésped. Esquilman sus fuerzas, pero lo dejan vivir; lo agotan, pero proporcionándole el aliento suficiente para que llegue hasta las siguientes elecciones.
El sistema electoral, tal y como está planteado, perpetúa en el poder a quienes se sirven de él para vivir a su costa, no para estar al servicio de quienes les han confiado su destino y el de su país, región, provincia o localidad. ¿Qué puede esperarse de unas personas que llegan a sus candidaturas políticas asentados en la mentira, presentando currículos falsificados, másteres inexistentes o regalados, doctorados semiplagiados, con la falta de integridad académica que ello supone? ¿Cómo pueden prometer lealtad a la jefatura de un Estado personas cuya máxima ambición en su vida personal y política es destruir esa institución o el Estado mismo? ¿Hasta qué punto llega la inmoralidad en la política cuando personas que han conocido y consentido la corrupción o participado de ella se presentan como candidatos a presidir el Gobierno de un territorio? ¿Qué clase de sistema político consiente que los enemigos del Estado juren o prometan lealtad —a veces en una teatralización bufonesca— a una Constitución que desprecian o que no respetan suficientemente?
La vocación de servicio, imprescindible en la política, debe estar acompañada de transparencia y rigor en la gestión, de generosidad en el desempeño de las funciones asignadas, de franqueza en la rendición de cuentas, y de humildad en la crítica propia y ajena. Lo que de ninguna manera puede ser la política es el receptáculo de quienes pretenden enriquecerse a su costa, o de aquellas personas que no son capaces de ganarse la vida en el sector privado o como funcionarios del Estado. Ser un buen orador y tener capacidad para someter las adormecidas mentes de los sufridos ciudadanos no debería ser el camino hacia el liderazgo político. Precisamente, la falta de auténtico liderazgo está provocando una significativa degeneración de la política. Es importante distinguir entre liderazgo y jefatura o dirección. Llegar a la dirección de un partido político y ser candidato a una posición política no suele depender del liderazgo, sino de la capacidad para fraguar argucias de todo tipo, abriéndose camino entre un sinfín de trampas urdidas por la envidia y las ansias de poder de quienes pretenden hacer carrera en la política no por vocación de servicio, sino por interés personal o económico. La mayoría son más astutos que inteligentes, tienen instinto de supervivencia y saben acechar a su presa para abalanzarse sobre ella cuando más distraída está. El Panem et circenses (‘pan y circo’) de los romanos se ha convertido en nuestros días en Panem et comitia (‘pan y elecciones’).
Por otra parte, y este es otro de los principales motivos de queja, son mayoría las personas que viven solo de la política, sin tener ninguna experiencia del mundo real. ¿Cuántos políticos saben lo que es gestionar una empresa o ejercer como profesionales? ¿Cuántos se han planteado dedicarse a la política para enriquecerse personal y profesionalmente? Lo normal debería ser que las personas desempeñen cargos públicos y regresen a su vida profesional o empresarial. De esta manera, podrían experimentar en el sector privado los resultados de sus decisiones en el ámbito público. Por algo decía Dwight D. Eisenhower (1890-1969), trigesimocuarto presidente de Estados Unidos, que «la política debería ser la profesión a tiempo parcial de todo ciudadano». Este enfoque generaría ciudadanos más responsables y una sociedad civil implicada en gestionar la riqueza social, económica y cultural de sus territorios. Implicarse es participar, y hacerlo conlleva compromiso. Precisamente, la dejación de funciones por parte de los ciudadanos —en su responsabilidad de controlar y exigir a sus representantes públicos el cumplimiento de sus obligaciones— es uno de los mayores facilitadores de la corrupción en la política. Teóricamente, el Estado cuenta con mecanismos para controlar los desmanes a los que conduce el poder. Pero, de nuevo, hay un problema: la partidocracia, régimen corrupto donde los haya (aunque menos que los regidos por autócratas embebidos de poder). Si los partidos se encargan de crear las leyes para su propio control, ¿quién vigila al vigilante?
En el caso de los fiscales generales del Estado, estos son nombrados por el rey a propuesta del Gobierno, teniendo en cuenta la opinión del Consejo General del Poder Judicial. No es lo mismo que el nombramiento dependa de ser propuesto por el Gobierno de turno a que, una vez nombrado, el titular de ese cargo dependa del Ejecutivo o haga lo que este considere oportuno para sus intereses. De hecho, no es así. Mayoritariamente, jueces y fiscales toman sus decisiones en base al ordenamiento jurídico, al margen de las presiones que reciben, circunstancia inherente al desempeño de sus funciones.
Viene al caso recordar las palabras del político y magnate de la prensa estadounidense William Randolph Hearst (1863-1951): «Un político hará cualquier cosa por conservar su puesto, incluso se convertirá en un patriota». Para algunos políticos, especialmente los que han llegado y se mantienen en el poder a cualquier precio, disfrazarse de patriotas a su manera suele ser su mejor baza, aunque ejerzan de todo lo contrario, ya que fingirlo es amar a la patria más que a uno mismo. No se puede abrazar el globalismo —concepto creado por el geopolitólogo Joseph Nye para referirse al proceso destinado a destruir los Estados-nación europeos— y, a la vez, presidir o ser ministro de una nación. Como tampoco se puede jurar o prometer defender la unidad nacional y, a la vez, apoyar a organizaciones y personas que fundamentan su existencia en atentar contra la indisoluble unidad de la patria.
Ante esta situación, no es de extrañar el hartazgo de los ciudadanos, que ven con impotencia cómo se invierte su dinero, conseguido con arduos esfuerzos, en macroestructuras administrativas y políticas ineficientes, algo que sucede en la mayoría de los países democráticos. En realidad, el sector público, en toda su extensión, se ha convertido en una industria ruinosa para los intereses de sus paganos, los ciudadanos. Ninguna organización del sector privado soportaría gastar durante décadas mucho más de lo que ingresa, a golpe de endeudamiento, sin tener que declararse en quiebra. Resulta especialmente indignante observar cómo los gobernantes que provocan este tipo de situaciones, y que se las dejan en herencia unos a otros, solo piensan en elevar los impuestos para ingresar más y rebajar el déficit público, pero nunca se plantean disminuir el gasto público. Esta es una situación que resulta completamente escandalosa e inadmisible. Y en esto casi todos los partidos políticos están de acuerdo, independientemente de los colores de su bandera partidista.
El coste de las elecciones
La soberbia es una discapacidad que suele afectar a los pobres infelices mortales, que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder.
JOSÉ DE SAN MARTÍN
En su conocido esquema con forma de pirámide, el psicólogo estadounidense Abraham Maslow (1908-1970) representó la jerarquía de las necesidades humanas. En la base de la pirámide están las necesidades más básicas, mientras que la autorrealización se sitúa en la cúspide. En los escalones intermedios se encuentran la necesidad de seguridad y protección; las necesidades sociales (amistad, afecto, intimidad); y la estima (éxito, reconocimiento, respeto y confianza). Esta escala es utilizada en el mundo del management para gestionar adecuadamente a las personas que integran una organización. También se tiene muy en cuenta a la hora de gestionar una sociedad, ya que todo lo que afecta a los individuos forma parte de la realidad colectiva.
Desde los partidos políticos se segmenta exhaustivamente el «mercado» de votantes para saber cómo, cuándo y a quiénes hay que dirigirse, con qué mensajes y promesas captar su atención, conseguir sus votos e incluso lograr su recomendación al entorno más próximo. Es uno de los ejemplos más flagrantes de manipulación que podemos encontrar. Demoscópicamente se consideran todas las variables para el diseño de las mejores estrategias. Se trata de llevar al candidato hasta el poder, y para ello se emplearán todos los medios necesarios, porque la competencia es grande y mucho el beneficio potencial. Pero ¿quién paga las campañas electorales? En el caso de España, las elecciones autonómicas son sufragadas, en gran parte, por las Administraciones regionales. En cuanto a las elecciones generales y locales, su financiación se recoge en la Ley Orgánica 5/1985 del Régimen Electoral General:
El Estado subvenciona, de acuerdo con las reglas establecidas en las disposiciones especiales de esta ley, los gastos ocasionados a los partidos, federaciones, coaliciones o agrupaciones de electores por su concurrencia a las elecciones al Congreso de los Diputados y al Senado, Parlamento Europeo y elecciones municipales. En ningún caso la subvención correspondiente a cada grupo político podrá sobrepasar la cifra de gastos electorales declarados, justificados por el Tribunal de Cuentas en el ejercicio de su función fiscalizadora. 1
En cuanto a las aportaciones privadas, los artículos 128 y 129 de la misma Ley Orgánica establecen los límites:
Queda prohibida la aportación a las cuentas electorales de fondos provenientes de cualquier Administración o Corporación Pública, Organismo Autónomo o Entidad Paraestatal, de las empresas del sector público cuya titularidad corresponde al Estado, a las comunidades autónomas, a las Provincias o a los Municipios y de las empresas de economía mixta, así como de las empresas que, mediante contrato vigente, prestan servicios o realizan suministros u obras para alguna de las Administraciones Públicas
Ninguna persona, física o jurídica, puede aportar más de 10.000 euros a las cuentas abiertas por un mismo partido, federación, coalición o agrupación para recaudar fondos en las elecciones convocadas.
En definitiva, los procesos electorales en España se pagan, mayoritariamente, con el dinero que los ciudadanos tributamos a la Hacienda pública, además del dinero que los partidos reciben a través de las cuotas de sus afiliados y del obtenido a través de financiación bancaria. El gasto electoral es una de las cuestiones que más indignan a los españoles. Según el presupuesto estimado por el Ministerio del Interior, las elecciones generales que se celebraron en abril de 2019 y su repetición en noviembre de ese mismo año costaron 139 y 136 millones de euros, respectivamente.
La estratagema de la polarización de la sociedad
Ser de la izquierda, como ser de la derecha, es una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de hemiplejía moral.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET
Los políticos observan desde sus torres de marfil cómo el pueblo llano se mata a trabajar y a pagar impuestos para mantener a esta nueva nobleza que los explota como si de señores feudales se tratara. Entre tanto, derroche tras derroche, los líderes partidocráticos, pagados de sí mismos, ensimismados con su poder y autobombo, se enriquecen y prosperan a costa del erario con una impudicia propia de regímenes autoritarios que, eso sí, están desprovistos del embozo democrático tras el que algunos dirigentes se pertrechan para cometer toda clase de tropelías, incluida una muy sutil: la polarización de la sociedad. Divide et impera (‘divide y vencerás’), un axioma atribuido al dictador romano Julio César, es una de las estratagemas políticas más comunes. Es más fácil vencer al enemigo cuando se siembra la discordia en su seno fomentando la división que cuando está unido. Una de las perversiones que estamos viviendo en los últimos años es la fragmentación social suscitada y ejercida por líderes que presumen de todo lo contrario. La mentira ha llegado a cotas tan elevadas que cuesta creer el nivel de cinismo al que se está sometiendo a las sociedades, acosadas, además, por la desinformación generada, directa o indirectamente, desde estamentos públicos y privados controlados por los Gobiernos de algunas naciones.
Pero esta situación pone en jaque a la democracia, pues «si los ciudadanos eligen unas opciones u otras desde estos esquemas simplistas y no les importa descubrir que sus políticos mienten, denigran injustamente o practican el nepotismo, que son incompetentes y también corruptos, entonces no hacen sino reforzar los hábitos antidemocráticos», lo que tiene como consecuencia que «resulte realmente descorazonador que gran parte de la ciudadanía, de unos colores u otros, continúe votando a políticos mendaces, incompetentes, agresivos, violentos». 2
Ideas versus ideología
Las democracias han contado y cuentan con personas honradas que han dedicado total o parcialmente su vida a servir a la sociedad desde la fuerza política que han considerado más adecuada, en función de sus ideas o de su ideología, que no es lo mismo. Este es un matiz muy importante. Yéndonos al extremo, viene al caso recordar el pensamiento que expresó el militar y político israelí Isaac Rabin (1922-1995): «Todas las ideologías que justifican el asesinato acaban convirtiendo el asesinato en ideología».
La ideología, según la RAE, es el «conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político», y tiende a ser impuesta con razón y sin ella, por las buenas (convenciendo) o por las malas (obligando). Sus defensores no reparan en gastos, normalmente pagados con recursos ajenos. Y no se trata solo de gasto económico, pues también disponen de la vida de las personas a su antojo para condicionarlas, modificarlas o arrebatárselas, en todos los sentidos.
Ante este atropello perpetrado por los líderes ideológicos, siempre hay quienes se oponen y no atienden al nuevo orden que pretenden imponerles. Se trata de la resistencia, siempre vilipendiada, aplastada desde la cúpula de regímenes ideológicos armados de soflamas incendiarias, capaces de enardecer los asustados espíritus del pueblo subyugado ante el brillo de algún estrambótico «amado líder». Son estos pequeños dictadores los que prosperan a la sombra del poder, ególatras incoherentes henchidos de soberbia, seres vanidosos ávidos de autoridad para someter a los que más envidian, los librepensadores con espíritu crítico y auténtica conciencia social, normalmente libres de toda ambición para su beneficio personal.
Las ideologías someten y matan, mientras que las ideas abocan al conocimiento, son dinámicas y fluyen desde la reflexión y el análisis, propiciando el crecimiento de personas y sociedades. El ingeniero argentino José María Romero Maletti reflejó con maestría, en su Ensayo sobre las ideologías , la diferencia entre estas y las ideas:
La diferencia entre una idea y una ideología reside en que las ideas son dinámicas, por tanto, pueden evolucionar impulsadas por mentes abiertas hacia la verdad. Sin embargo, una ideología es estática y quien la padece piensa que es válida, en cualquier caso, es decir, que no depende del contexto donde se aplique. El ideólogo y el ignorante que no es ideólogo tienen de común la ignorancia, pero el ignorante que no es ideólogo sabe que no sabe y puede aprender, en cambio el ideólogo sufre de la peor de las ignorancias, que es la de no saber que no se sabe, por lo que está condenado a mantenerse en la ignorancia.
Con frecuencia, lo que se vende como progresismo, normalmente desde las filas de lo que denominamos izquierda, suele convertirse en un sinfín de imposiciones y cortapisas para la libertad de los ciudadanos, todo ello acompañado de un inmenso gasto público. Entre tanto, los esquilmados contribuyentes observan cómo parte de las élites políticas se enriquecen a su costa sin el menor pudor.
También, y esto es peor por inmoral, hay políticos arribistas forjados en el populismo de las peores dictaduras que se contradicen y defraudan a sus confiados votantes cuando llegan al poder, obrando en contra de los principios éticos que proclamaron desde sus tribunas revolucionarias. Se trata de líderes que llaman a la insurrección para derrocar a sus contrincantes políticos, cuya condición y maneras asimilan al poco tiempo de haber tomado el poder, cronificando así la corrupción. Como suele decirse, una cosa es predicar y otra dar trigo. Desde ese lado o facción de la política, se vende una prosperidad igualitaria que es inmediatamente comprada por el buenismo, bondad mal entendida, pernicioso cáncer social fraguado en el crisol de la ingenuidad y el idealismo. Decía el escritor y periodista Ernest Hemingway (1899-1961) que «un idealista es un hombre que, partiendo de que una rosa huele mejor que una col, deduce que una sopa de rosas tendría también mejor sabor». Nada tienen que ver las rosas mitineras con las realidades del gobierno.
Diálogo, solidaridad, tolerancia, paz, amor fraternal y multiculturalismo son, sin duda, loables intenciones, expresiones aspiracionales cargadas de buenas intenciones, envueltas en almibaradas consignas sumamente atractivas para una gran mayoría que, como es natural, desea lo mejor para la sociedad de la que forma parte. Pero el mundo no funciona en clave buenista. Más allá del concepto religioso y desde un punto de vista filosófico, el bien y el mal son inmanentes a la condición humana. Eludir esta realidad denota un alto grado de ignorancia, el cual se esconde detrás de ciertos éxitos electorales. Lo cierto es que hay gobernantes que pretenden invadir el país vecino o, simplemente, presionarlo, no lo olvides.
En cuanto a la derecha (liberales y conservadores), también en sus orillas se ansía el poder para teóricamente mejorar el estado de las naciones y la vida de las personas. Sin embargo, la realidad histórica nos muestra que más bien han mejorado «sus vidas». Por supuesto, hay excepciones, como en todos los partidos. Tampoco debemos olvidar que hubo Gobiernos de derechas que cometieron todo tipo de tropelías a lo largo del siglo pasado, especialmente en Europa y en América.
Por otro lado, en los últimos tiempos e incluso disponiendo de mayoría absoluta, ciertos partidos considerados de derechas terminaron aplicando un programa igual o más progresista que la propia izquierda. Quizá por complejos históricos, para anular parte de los axiomas y las proclamas de la izquierda, o simplemente para evitar la convulsión social que pudiera provocar la implementación de las políticas que les serían propias y que habían prometido en su programa electoral. Después de todo, la derecha siempre ha tenido el hándicap de no contar, por definición, con el apoyo de algunos de los agentes sociales más reivindicativos, como pueden ser los sindicatos —al contrario de lo que ocurre con la izquierda, de lo que esta sabe beneficiarse muy bien—, por lo que no le queda más remedio, en muchas ocasiones, que intentar buscar fórmulas para congraciarse con estos agentes sociales, incluso yendo en contra de sus principios ideológicos más elementales. Lo que suele desagradar fundamentalmente a sus votantes, que se sienten tremendamente decepcionados, aunque suelen aceptarlo con resignación, por no tener inclinación a la protesta sistemática, aunque muchos de ellos se vean tentados de no volver a votarles (cosa que algunos finalmente hacen).
Han transcurrido más de doscientos años y, en esencia, seguimos anquilosados en los mismos conceptos políticos que sustentaron la Revolución francesa. Por supuesto, desde entonces se ha producido una evolución social sustancial con el sistema de alternancia electoral entre la opción socialdemócrata o liberal progresista, y la democristiana o liberal conservadora, surgidas en el siglo XX , que han derivado en la tradicional opción bipartidista. También se han transformado los medios para acallar las voces discrepantes. Hemos sustituido la guillotina implantada por el Gobierno revolucionario francés en 1792, por la censura derivada de la corrección política impuesta por cierta izquierda desde esa autoridad moral de la que hacen gala, porque, según ellos, la izquierda es progresista y la derecha, retrógrada. Se trata de uno de esos mantras sociales que han sido aceptados como ciertos por la sociedad, cuando la realidad los contradice con creces. Desde el campo minado de la política se promueve una idea falsa de lo que es progreso social y lo que es retroceso. Algo no va bien si por progreso se entiende el gasto salvaje y la pésima gestión, y por retroceso la contención del gasto público, la gestión eficiente y la generación de riqueza y puestos de trabajo, apoyando la iniciativa privada. Que la izquierda es buena y la derecha es mala contradice los hechos históricos más elementales.
En el mundo «disfrutamos» de un amplio abanico de psicópatas de todo signo político, con mayor o menor grado de autoridad y capacidad de gobierno. Estas personas, que deberían estar incapacitadas para gobernar, al ser incapaces de gobernarse a sí mismas, se pueden clasificar —según el psicólogo Theodore Millon (1928-2014)— en nueve subtipos: el carente de principios, el solapado, el tomador de riesgos, el codicioso, el débil, el explosivo, el áspero, el malévolo y el tiránico. Así pues, es posible identificarlos, muy importante para saber con quién nos la jugamos. Los psicópatas se muestran fríos e impasibles, carentes de empatía hacia los demás y, lo más preocupante, es que suelen ser personas admiradas, con capacidad de arrastre. De hecho, algunos de ellos son verdaderos encantadores de serpientes (y de votantes).
¿Cómo lo solucionamos?
La política se apresura a apagar las luces para que todos estos gatos resulten pardos.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET
Hemos hecho un somero repaso por el mapamundi de la política, reflexionando sobre las causas y los efectos de las democracias parlamentarias, sus partidocracias y la problemática que gira en torno a ellas. Ahora llega el momento de aportar posibles soluciones, desde la mayor humildad, aunque también con la ambición de que un cambio sea posible para mejorar las vidas de las personas, nuestras vidas. De nada sirve quejarse y no buscar soluciones, que las hay.
Tan solo se precisa una depuración del sistema político, y la utilización de herramientas de gestión y liderazgo, para impedir que los administradores vayan en contra de sus administrados.
Reflexionemos sobre cómo afrontar este reto desde lo esencial, es decir, considerando como eje estratégico de gestión del país el bienestar de sus ciudadanos y el progreso social. Sin ideologías, sin reproches hacia el pasado y con la vista puesta en un futuro mejor para las personas. Lo primero que debe resolverse es la incongruencia de que los intereses de los administradores estén por encima del bienestar de sus administrados. Los políticos deben estar siempre al servicio de los intereses de los ciudadanos, primando estos sobre los suyos. Esta es la base del espíritu de servicio, imprescindible en el ámbito de la función pública.
Del caos partidocrático al reformismo noocrático
Los políticos, en cuanto se suben al pódium, se estropean.
CARMEN MARTÍN GAITE
Uno de los caminos que se pueden emprender para enfocar el futuro de otra manera es implantar criterios tecnocráticos en la democracia representativa, que tan poco valor aporta en su degradación actual. Pero ¿cómo se organiza una estructura de gobierno formada por tecnócratas?, ¿cómo se gestionan desde ese enfoque las principales instituciones del Estado? *
La tecnocracia es, en sencillas palabras, el Gobierno donde mandan los que tienen conocimientos. Los tecnócratas ejercen su profesión al servicio de lo público sin ideología, tan solo procurando el mayor beneficio para los ciudadanos, buscando la creación de riqueza que propicie bienestar y seguridad para el país que gobiernan y para sus ciudadanos. En ocasiones se teme a los tecnócratas porque se los considera personas frías y calculadoras, técnicos sin escrúpulos, incapaces de ver el beneficio social por encima de los intereses económicos. Pero no tiene que ser así necesariamente. De hecho, hay países democráticos con un fuerte componente tecnocrático, como Alemania. Entre 2005 y 2021, su presidenta —la socialdemócrata Angela Merkel— hizo de sus Gobiernos un referente de eficiencia y rentabilidad, en la medida en que el contexto internacional lo permitió. Por su parte, en Italia, Mario Draghi —presidente del Consejo de Ministros de la República italiana, antiguo presidente del Banco Central Europeo (BCE) y exdirector ejecutivo del Banco Mundial— fue, hasta fechas recientes, también un claro ejemplo de que los enfoques tecnocráticos son una opción válida, especialmente frente a los desmanes progresistas de ciertas democracias, que degeneran en inabarcables quiebras económicas.
Aumentar el gasto público por encima de las posibilidades de la economía de un país, que suele ser la política de los Gobiernos que se autodenominan progresistas, no trae más que retroceso en los derechos y libertades de los ciudadanos. Definitivamente, progresismo no es sinónimo de progreso, sino de todo lo contrario. Lo que genera riqueza y estabilidad social es tener economías fuertes que aporten recursos para procurar el bienestar de los ciudadanos. Gobiernos eficientes que gestionen adecuadamente los recursos públicos y no los derrochen, que potencien la industria, tanto en el sector primario, como en el secundario y en el sector de los servicios. De esta manera sí se genera progreso, en el sentido de avanzar, de ir hacia delante, todo lo contrario al retroceso en derechos, libertades y bienestar que generan ciertos Gobiernos progresistas.
Un dato destacable es que, al igual que la democracia se sustenta en la partidocracia, la tecnocracia lo hace en la meritocracia. Este sistema de gobierno se relaciona con el hecho de recuperar para la sociedad los valores humanistas y la cultura del esfuerzo, como modelo para el crecimiento personal y el fomento de sociedades justas y equilibradas, en las que no se favorezca solo a quienes parten de una base más favorable, como puede ser un entorno familiar pudiente o una mayor agenda de contactos. Recuperar la filosofía y dar un tratamiento relevante a la ética en los planes de estudios sería un buen principio.
A lo largo de la historia se han puesto en marcha diversas formas de organización política de las sociedades, siempre buscando una salida a los obstáculos que crea la propia condición humana. Por supuesto, la tecnocracia es una más y suele resurgir ante las prácticas de nepotismo, de trato de favor a familiares y amigos, y otros tipos de corrupción, planteando la alternativa de la meritocracia. Estas son fórmulas de mejora aplicables al entorno conceptual y práctico de la democracia. Yendo más lejos en la búsqueda de soluciones, una vez más las encontramos en nuestros clásicos. Platón proponía la noocracia, un «sistema social y político basado en la prioridad de la mente humana» que bien pudiera reemplazar a la democracia, como plantean algunos. Benjamín Oltra y Martín de los Santos, catedrático de Sociología, definió la noocracia como «una nueva clase, conformada por los que dominan la inteligencia o la razón ideológica, cosmológica, expresiva, científica, técnica, la imagen cinética y el diseño, como una fuerza productiva y un nuevo poder en los sistemas sociales capitalistas y colectivistas avanzados» .
El primer intento de aplicar esa política fue la ciudad de los sabios que el filósofo y matemático griego Pitágoras (siglos VI -V a. C.) planeó construir. Mucho después, el físico y matemático ruso Vladímir Vernadski (1863-1945), creador del término biosfera , incorporó la noocracia a sus tesis, asimilándola con un nuevo concepto, la noosfera, entendida como la esfera del pensamiento. Si Vernadski estuviera viviendo el huracán mediático del siglo XXI , seguramente habría acuñado el término mediosfera , para referirse al ecosistema formado por los medios de comunicación y las redes sociales, un hábitat en el que han surgido y surgen movimientos revolucionarios de toda índole, elementos de desestabilización que están condicionando el rumbo de las sociedades occidentales. Para que la noocracia pudiera prosperar, tendría que producirse una profunda catarsis social y política en el ámbito internacional. El mundo gira en torno a las democracias y a las autocracias, cada una con sus singularidades y todas ellas muy alejadas de la ciudad de los sabios pitagórica.
En otros momentos de la historia se apostó por la aristocracia, el «gobierno de los mejores». Estos fueron sus orígenes, cuando Platón y Aristóteles lo plantearon como sistema político gobernado por personas que destacasen por su sabiduría intelectual, experiencia y virtudes. Posteriormente, en las monarquías de los siglos XVIII al XX se entendió que la aristocracia estaba formada por las personas que ostentaban el poder político y económico, vinculándolo al derecho hereditario, lo que, en cierto modo, continúa ocurriendo en nuestros días.
No podemos concluir este escueto recorrido histórico sin mencionar la autocracia. En la autocracia la autoridad de gobierno recae sin límite sobre una sola y única persona, cuya voluntad se considera la suprema ley. No se debe confundir autocracia con dictadura. En las dictaduras puede haber un solo líder, el dictador, pero también puede estructurarse el poder en torno a una junta militar compuesta por varios dictadores. Por supuesto, las autocracias son opuestas a la democracia, caracterizadas —al menos en teoría— por la separación de los poderes públicos y la libre elección de los ciudadanos para escoger a sus representantes y gobernantes.
Uno de los fenómenos más destacables desde el punto de vista social y político en el siglo XX fue la mesocracia, el «sistema social en que la clase media es preponderante», según la RAE. En España, esta clase media tuvo sus orígenes en el desarrollismo, a partir de las décadas de 1950 y 1960, cuando el general Francisco Franco aceptó el fin de la autarquía y tuvo lugar la apertura económica del régimen. Aunque nunca llegó a convertirse en mesocracia, por vivirse en la dictadura franquista, fue esa clase media la que propició la instauración de la democracia, rubricada por el pueblo español en las elecciones generales de 1977 y en el referéndum constitucional de 1978.
La importancia del Humanismo
No me da miedo el ruido del poder, me da miedo el silencio del pueblo.
JULIO ANGUITA
Para aspirar a la ciudad de los sabios pitagórica, o noocracia en términos platónicos, es imprescindible hacer un alto en el camino para hablar del Humanismo. Y lo haremos recordando una reflexión del antropólogo, filósofo y etnólogo francés Claude Lévi-Strauss (1908-2009): «Un humanismo bien ordenado no comienza por sí mismo, sino que coloca el mundo delante de la vida, la vida delante del hombre, el respeto por los demás delante del amor propio» .
No cabe mayor elogio a la sensatez humana, ni mayor canto a la armonización con los valores más esenciales del Humanismo. Este movimiento filosófico e intelectual irrumpió en la Europa del siglo XIV de la mano de Francesco Petrarca (1304-1374) y Giovanni Boccaccio (1313-1375), promotores de la cultura grecorromana. Surgida como una corriente ideológica que se oponía al pensamiento teológico imperante en aquel tiempo, el Humanismo supuso una verdadera revolución que ha perdurado hasta nuestros días, y cada vez tiene más vigencia entre quienes buscan caminos alternativos.
Las doctrinas antropocéntricas, como lo es el Humanismo, ensalzan las ciencias y potencian los valores del ser humano a través de todo tipo de disciplinas educacionales y culturales, destacando los planteamientos filosóficos de pensadores como Aristóteles y Platón. Los humanistas sostienen que «el conocimiento otorga poder a las personas, brindándoles felicidad y libertad». Una sociedad más culta es una sociedad más justa y segura.
Electores y elegibles
La política es el camino para que hombres sin principios puedan dirigir a hombres sin memoria.
VOLTAIRE
Un debate que siempre ha existido desde el inicio de la democracia es quién puede ser elector y quién elegido. A lo largo de la historia, se ha ampliado el espectro hasta llegar a ser prácticamente universal, con muy pocas limitaciones, como puede ser la edad.
No obstante, y a pesar de esta ampliación paulatina, no ha dejado de haber voces críticas por cuanto consideraban un serio perjuicio para la sociedad que personas no suficientemente capacitadas pudieran ser tanto elegidas como electores. Por ello, ante los previsibles tiempos que nos va a tocar vivir a muy corto plazo en esta nueva era, con transformaciones gigantescas en tantísimos campos, quizás es el momento de reabrir este debate, con la suficiente serenidad, y siempre pensando en el mayor beneficio común.
¿Quién puede ser político?
El político se convierte en estadista cuando empieza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones.
WINSTON CHURCHILL
La política exigible, y que exigimos, no debe ser la que mueva más masas, como sucede con el populismo, sino la que esté mejor gestionada. La que todo lo mire desde una perspectiva global, que de verdad piense en el ciudadano y en las personas, que deben ser su auténtico objetivo. Pero no con una falsa apariencia de preocupación en la ciudadanía que tan solo sirva para medrar a políticos sin escrúpulos, consiguiendo así más votos de los incautos que crean en su fingido interés por ellos.
Por ello, habría que comenzar por debatir, con máximo rigor, quién puede ser político, en qué manos podemos poner los ciudadanos las riendas de nuestras vidas y haciendas. Las últimas experiencias nos demuestran que no todo el mundo está capacitado para liderar la sociedad. Hay quien puede ser un gran activista, un magnífico defensor de los derechos humanos, sociales o laborales, un cautivador y afamado habitual de las televisiones, pero en cambio fracasar en cuanto se le da una alta responsabilidad. Así mismo, no basta con ser una persona dotada de altas capacidades oratorias, que utilice para ejercer una importante influencia y seducción sobre una capa de la población más o menos amplia, para erigirse en un político capaz de regir el destino de sus conciudadanos. Hay que buscar otras capacidades si no queremos que las sociedades, tal como las conocemos en los países democráticos, terminen por fracasar. Y más en un mundo cada vez más competitivo y agresivo, en el que proliferan fórmulas políticas alejadas de la democracia, pero que, en ciertos aspectos, demuestran una eficacia superior. Si no queremos que en este contexto internacional la democracia liberal termine por desaparecer, se hace imprescindible disponer de líderes extraordinariamente bien preparados, capacitados para las tensiones que impone este mundo tan cambiante, con altas dosis de flexibilidad mental, con altura de miras, con perspectiva estratégica, y perfectamente conocedores de las claves geopolíticas que rigen el planeta. Y, sobre todo, con una acendrada vocación de servicio a su país y a sus ciudadanos, sin distinción de ningún tipo. Solo así será posible que las democracias prevalezcan.
Los ciudadanos no podemos seguir dependiendo de charlatanes, de buscavidas, de oportunistas, de falsos mesías. Tampoco de personas capaces de sufragarse el respaldo de un potente marketing político que los impulse a la cumbre, con medios propios o proporcionados por aquellos que esperan obtener el día de mañana, una vez que su pupilo llegue al poder, réditos y ventajas que les compensen los dispendios ocasionados.
Para que esto no siga sucediendo, la política debe recuperar el prestigio perdido. De otro modo, solo los más incapaces o los aprovechados, salvo unos pocos cuya vocación los lleve a este terreno, buscarán refugio en la política como medio de supervivencia. En el muy deficiente contexto político actual, en el que los más capaces ni siquiera se plantean acceder a un cargo relevante ante la perspectiva de una muy probable campaña de destrucción personal y familiar, hay básicamente tres perfiles que se arriesgan a participar en tan compleja tarea: los que van a aprovecharse de la política; los torpes que no tienen muchas más opciones —por carencia de estudios o imposibilidad de acceder a otros trabajos—; y los funcionarios, quienes saben que, en caso de irles mal en la política, siempre tienen un puesto remunerado al que regresar de forma inmediata.
Pero eso no es lo que necesita la política actual ni la futura. Los ciudadanos precisamos a los mejores, en todos los sentidos, para que ocupen los puestos de mayor responsabilidad y fatiga. Personas capaces e inasequibles al desaliento, extraordinarias en sus funciones, y a ser posible que hayan demostrado previamente una altísima valía en el sector privado. Pues uno de los grandes problemas de los que adolece el sistema actual es que la inmensa mayoría de los que ejercen la política no han salido de ella desde muy jóvenes, o si lo han hecho ha sido en trabajos de sectores relacionados con la Administración. Para llevar bien el timón de la sociedad actual se necesita a personas que conozcan, y muy a fondo, la realidad de la calle, las penurias de autónomos y pequeñas empresas, la mayoría de ellas microempresas de no más de nueve trabajadores. Solo de este modo, cuando estén en el poder, podrán ser conscientes de que deben implementar normas, no dirigidas a la Administración, que todo lo absorbe y nada le afecta, sino enfocadas a una realidad socioeconómica que conozcan en profundidad y absoluto detalle, de forma que dicha normativa se ajuste a la perfección a lo que la sociedad necesita y puede poner en práctica.
A todo ello se añade algo tan humano como es la vinculación de las personas a colectivos con los que se sienten afines, de forma consciente o inducida, por lo que es fácil diseñar estrategias de ideologización aprovechando nuestra naturaleza gregaria. El sentimiento de pertenencia es inherente a los seres humanos. La afiliación a organizaciones políticas tiene como trasfondo el zoon politikón (‘animal político’) mencionado por Aristóteles en su Política , haciendo referencia a la capacidad y tendencia que tenemos las personas a participar de forma más o menos activa en la toma de decisiones que afectan a la comunidad, a la polis. Cada uno, en nuestro entorno y ámbito de actuación, tenemos esa capacidad para actuar en la esfera pública. Hay quien hace de ello una profesión. Otras personas lo convierten en su modelo de negocio. Y también, y no se puede dejar de resaltar, otras pasan por lo público ejerciendo su acción política con la mejor intención y deseo de servicio. Porque en el mundo de la política, hay, ha habido y siempre habrá personas extraordinarias. Curiosamente, y este es un dato para tener muy en cuenta, la mayoría de ellos —los extraordinarios— tiene su profesión, ha vivido de ella y puede seguir practicándola sin necesitar ejercer como políticos. Estos políticos fugaces saben lo que más le conviene a sus conciudadanos porque ellos han pasado antes por similares circunstancias. Se trata de profesionales o empresarios que saben lo que es hacer frente a los gastos de su actividad, pagar nóminas, recaudar y pagar impuestos, generar riqueza y puestos de trabajo, resolver conflictos laborales... Son personas, en definitiva, preparadas para servir a sus ciudadanos durante un periodo determinado, aportando mucho más de lo que se llevan como justa retribución a su esfuerzo por los demás. Lamentablemente, pocos son los que con estas cualidades se acercan a la política, y buena parte de los que lo hacen abandonan pronto, escandalizados de lo que han visto y sufrido en el ring político, donde la ambición de poder y riqueza alcanza límites vergonzosos.
Como vemos, sería esencial regular las condiciones para dedicarse a la política, para evitar que nos gobiernen personajes que bien podrían pertenecer a un guion cinematográfico escrito por Quentin Tarantino, Steven Spielberg, Pedro Almodóvar o Alfred Hitchcock, entre otros muchos grandes creadores.
Selección y formación de los políticos
El político debe tener: amor apasionado por su causa; ética de su responsabilidad; mesura en sus actuaciones.
MAX WEBER
La selección de los tecnócratas que deberían asumir la responsabilidad de gestionar el país estaría fundamentada en sus méritos y capacidades para desempeñar el cargo público que les corresponda. Será esta misma persona la que conformará su equipo, con el fin de cubrir los puestos de responsabilidad necesarios para desempeñar una buena labor de gobierno, siempre bajo la supervisión del consejo de sabios. Un sistema selectivo opositorial para poder formar parte de una candidatura política sería idóneo para garantizar la calidad y preparación de los postulantes, tal y como sucede con los procedimientos para el acceso a la función pública, que tan buenos profesionales ha proporcionado y proporciona a la Administración del Estado. A este respecto, hay que decir que se podría aprovechar para cambiar el modelo de oposición. Las oposiciones hoy en día excluyen a todo aquel que no sea un papagayo capaz de aprender de memoria y repetir textos interminables. No exigen la menor necesidad de una mente crítica o una especial predisposición natural para el puesto al que se opta (como puede ser el don de gentes, la capacidad para relacionarse con otras personas, la oratoria o diferentes aspectos de la inteligencia). Por tanto, deben ser pruebas muy bien pensadas para el cargo al que opta el opositor. Así lo hacen ya algunos países para ciertas funciones claves del Estado, como puede ser el servicio diplomático. Por ejemplo, Reino Unido ya ha implantado un nuevo sistema, y Francia está en proceso de remodelar el suyo.
Así mismo, es más que deseable disponer de un centro de formación de altos funcionarios, donde se los capacite para realizar con eficacia y eficiencia las responsabilidades que se les encomienden, convirtiéndose el paso por este centro en un requisito imprescindible para los puestos más elevados y complejos. Para acceder, se llevaría a cabo un estricto procedimiento de selección, basado tanto en las calificaciones de los estudios previos como en aptitudes personales para el desempeño de las funciones previsibles. Se primaría el mérito, en el sentido de no excluir a ninguna persona por razón de su origen o condición, pues lo único que se debe valorar son el conjunto de sus capacidades reales y su vocación de servicio a la sociedad. Para ello, se crearía un sistema de becas específico que posibilitara el acceso a las personas de origen más humilde, que cubriera todos los gastos necesarios para realizar los estudios sin agobios económicos. *
¿Cualquiera puede votar?
La opinión de diez mil hombres no tiene el menor valor si ninguno de ellos sabe nada sobre el tema.
MARCO AURELIO
Aunque este tema es muy controvertido, sería irresponsable no plantearlo aquí. ¿Están los ciudadanos preparados para saber qué es lo que más les conviene a ellos y a su país? En el caso de algunas democracias está claro que no, a la vista del modelo de país decidido por sus propios ciudadanos en las urnas durante los últimos decenios, hasta provocar un fallo del sistema. ¿Cuántas personas acuden a las urnas conociendo el programa electoral de los partidos políticos que se presentan? Pocas, muy pocas. ¿Conocen, al menos, lo que propone el partido al que votan? Una mayoría, ni siquiera esto. En general, se vota por costumbre, por intuición, por la tradición de votar siempre a los mismos, por las últimas declaraciones de un líder político en su mitin de cierre de campaña, por la manipulación realizada en las redes sociales... Otras personas se abstienen de votar o lo hacen en blanco.
Elegir a los gobernantes de un país es algo muy serio, y deberíamos hacer un esfuerzo para hallar una fórmula de sufragio universal en la que no valga igual el voto de una persona que el de otra. ¿Cuáles son los parámetros bajo los que articular esa solución? Debería ser objeto de debate entre sabios, no entre políticos o ciudadanos que dicen saber y no saben, o que creen saber sin tener verdadero conocimiento de lo que es el conocimiento y la sabiduría. Bajo este análisis, hay que decir que probablemente los resultados de un proceso electoral sí representan verdaderamente la voluntad del pueblo. Pero decir que los resultados de las urnas es lo más conveniente para los ciudadanos, es de una inocencia supina. Tanto como extravagante es el hecho de que micropartidos con una mínima representación determinen el destino de una nación.
Por otro lado, la manipulación a la que se ven sometidos los votantes a lo largo de las legislaturas, especialmente en los procesos electorales, es enorme. Los ciudadanos, en general, no votan lo que más les convendría, sino lo que se les dice —consciente o subliminalmente— que deben votar. Ellos, los ciudadanos, no son dueños de su voluntad, son víctimas de la manipulación en la comunicación política, de su desconocimiento irresponsable sobre los mecanismos que articulan la democracia, de su desidia y/o de su desafección hacia su país y hacia la política en general. Por último, ¿cuántos españoles conocen los derechos que les otorga la Constitución?
Dejemos que sea Winston Churchill quien nos resuma esta situación: « El mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio» .
Si ya la cuestión de si cualquier persona puede ser elegible para un cargo público no es ni mucho menos fácil de responder, pues establecer unos parámetros mínimos no deja de ser muy complejo, esto se agrava cuando lo que se trata es de decidir si cualquier persona puede y debe votar. Habría quien podría decir que para ambas cosas sería necesario tener unos estudios avanzados. Pero no olvidemos, como se suele decir, que hay quien pasa por la universidad, pero la universidad no pasa por él. Además, no son pocas las personas que, a pesar de carecer de estudios reglados, tienen una amplísima cultura general, normalmente por ser ávidos lectores, tanto de libros como de prensa diaria. Por otro lado, hay carreras técnicas que tampoco proporcionan un conocimiento general, pues están muy focalizadas en temas concretos. Sin olvidar que tener amplios conocimientos tampoco lleva aparejado ni sensatez ni sentido común, que al final es lo que más falta hace en política. No se equivoca Elon Musk al afirmar: «Odio cuando la gente confunde educación con inteligencia; puedes tener una licenciatura y seguir siendo un idiota».
Sin olvidar que conseguir que cada ciudadano fuera un voto es uno de los grandes logros sociales, cabe dudar de si el voto de ciertas personas puede llegar a ser no solamente inútil, sino incluso perjudicial para el conjunto de la sociedad, bien sea porque han votado por costumbre o por fanatismo, o porque carecen del mínimo conocimiento del contexto social, político y económico del momento, tanto nacional como internacional.
Ya hay quien ha pensado en ello, e incluso se ofrecen varias posibilidades. Una implicaría que los ciudadanos con capacidad de voto tuvieran que superar previamente un examen antes de ejercer su derecho. La materia sobre la que se examinarían estaría relacionada con cuestiones socioeconómicas, nacionales e internacionales, de cierta enjundia, para garantizar así unos conocimientos mínimos sobre la situación general. El problema que aquí se plantea es quién pondría las preguntas y cómo se valorarían, pues se podría caer con gran facilidad en una fuerte carga ideológica por parte del Gobierno de turno. La solución podría ser una prueba consensuada por todas las fuerzas políticas, pero ya sabemos que eso nunca termina de funcionar, al menos no en todos los países.
Una opción más, expuesta en 2017 por el escritor Ignacio Vidal-Folch en el diario El Mundo , en una tribuna titulada «Contra el sufragio universal», sería la de «restringir el derecho al voto a los ciudadanos de entre 28 y 65 años». Su argumento era que las personas menores de 28 carecen de la experiencia necesaria, mientras que los mayores de 65 ya no están en condiciones óptimas para opinar debidamente.
En su opinión, otra vía consistiría en que solo pudieran votar aquellas personas que estén contribuyendo a la sociedad, ya que las decisiones que salgan de las urnas les van a afectar muy directamente. En la práctica, significaría que solo votarían las personas que pagan impuestos, lo que no deja de ser una discriminación por motivos económicos que seguramente no aporte nada positivo. Según Vidal-Folch, ni los desempleados ni las clases pasivas podrían votar, porque, en su opinión «solo quienes sostienen el Estado tienen derecho democrático a decidir lo que este haga con su dinero».
Sin duda, estas opciones parecen sobre todo destinadas a provocar y generar polémica. No obstante, lo cierto es que introducen un debate sobre el que se debería reflexionar, con el único propósito de encontrar un sistema más justo que satisfaga mejor las necesidades del conjunto de la sociedad. 3
Así que el debate queda abierto. Ponerle el cascabel al gato será mucho más complicado. Pero dejar la situación como está probablemente quizá sea tan solo agudizar otro más de los problemas, de los muchos que ya tiene, el sistema democrático.
Control de las instituciones
Nada fortalece más a la autoridad que el silencio.
LEONARDO DA VINCI
Desde la jefatura del Estado debe establecerse la normativa necesaria para el control de las instituciones, de tal forma que los partidos políticos no puedan ejercer su influencia y presión sobre las principales instituciones. Por supuesto, estas instituciones deberían ser revisadas y optimizadas, adaptándose para satisfacer las necesidades de la sociedad, dotándolas de los recursos que precisen para cumplir con sus obligaciones.
Es más, se debería revisar la idoneidad y razón de ser de algunas de ellas, como es el caso del Senado, el Consejo de Estado y el Consejo Económico y Social. Pocos ciudadanos saben para qué sirven estas instituciones, que están pagando con sus impuestos.
Si a estas instituciones se les une el sistema autonómico o federal existente en algunos países democráticos, el Estado puede llegar a padecer una «obesidad mórbida» que le cause graves consecuencias. Es obvio que la ralentización burocrática, cuando no la paralización, es uno de sus principales síntomas. Por ello, es imprescindible aplicar diversos tratamientos multidisciplinares, desde los estructurales a los quirúrgicos.
Monarquía o república
Aquí cabe el debate sobre si es mejor una monarquía parlamentaria o una república (con sus diferentes versiones: parlamentaria, presidencialista, semipresidencialista...). En realidad, dependerá del contexto histórico y social de cada país. Y, sobre todo, de la aceptación popular, pues cada una de estas formas de jefatura del Estado tiene sus ventajas y sus inconvenientes. En el caso de las monarquías, tienen tantos partidarios como detractores. Para muchas personas, nada tienen que ver con la democracia, y mucho menos con la meritocracia, pues sus títulos y responsabilidades —también privilegios— se heredan y no están sujetos al escrutinio del pueblo. En definitiva, son una herencia de épocas pasadas y, por tanto, deberían tender a desaparecer. No obstante, en general, los monarcas son personas con una formación extraordinaria, preparados desde la infancia para ejercer su función y con una mentalidad patriótica que los faculta como adalides de la defensa del Estado. Por supuesto, un Estado republicano es perfectamente compatible con cualquier Gobierno de corte liberal. Se trata de saber qué es lo mejor en cada momento, en función de las circunstancias sociales, económicas y políticas, en el contexto nacional e internacional.
En cuanto a la posición del jefe del Estado se refiere, como cabeza institucional con funciones ejecutivas y capacidad de control político, sea en una monarquía parlamentaria o en una república, debería estar sujeto a adecuados mecanismos de control, para evitar todo atisbo de posible absolutismo. Ese control deberá ejercerse desde los órganos del poder judicial, que establecerían los protocolos precisos, con el fin de evitar que la monarquía pudiera perpetrar abusos de autoridad, prevaricación, nepotismo o cualquier otra acción impropia de su condición y alta responsabilidad. Después de todo, los monarcas también son personas que están sujetas a las debilidades propias de su naturaleza humana. Para eso están la ley y el orden constitucional, para controlar que esto no suceda.
No queremos que vuelvan a rodar cabezas reales. Sin embargo, es necesario buscar una solución ante desastres gubernamentales que puedan asolar los países. En esos casos extremos, la monarquía es un recurso, pagado por todos los ciudadanos, que puede enderezar la situación y sentar las bases para un nuevo modelo social, basado en el bienestar de la nación, no en el de sus políticos, más allá del proporcionado por sus emolumentos.
LECCIONES POR APRENDER
Uno de los grandes errores es juzgar políticas y programas por sus intenciones y no por sus resultados.
MILTON FRIEDMAN
Considerando el tsunami político y mediático que soportan las sociedades occidentales, no debe extrañarnos que una buena parte de su población se plantee hasta qué punto resultan útiles los modelos de gestión social y económica utilizados en las democracias liberales occidentales. Para comprender por qué se está produciendo esta situación debemos situarnos ante una cuestión clave: la utilidad.
¿Sigue siendo útil y necesaria la política?
En el ámbito profesional y empresarial tendemos a desechar o transformar lo que no resulta útil: mecanismos, sistemas, procesos, modelos de uso, profesionales improductivos... Buscamos la máxima eficiencia en la gestión de los recursos para lograr con eficacia los objetivos perseguidos. Sin embargo, no sucede lo mismo en la esfera de la política pública (propuesta de acción) ni de la gestión pública (propuesta de ejecución). ¿Por qué? Quizás, y especialmente en el ámbito de la política, parte de la respuesta la dio Winston Churchill: « El problema de nuestra época consiste en que sus hombres no quieren ser útiles, sino importantes».
La mejor manera para conocer el índice óptimo o deficiente de un sistema, en este caso el político, es calcular los indicadores de productividad (eficacia, eficiencia y efectividad). La eficacia indica en qué medida se alcanzan los objetivos establecidos; la eficiencia consiste en conseguir los objetivos con el menor coste posible; y la efectividad es el equilibrio entre eficacia y eficiencia. Medir estos tres parámetros esenciales, y corregir las deficiencias que se detectan tras analizarlos, aboca necesariamente a la obtención de ventajas competitivas y al aumento de rendimiento de una organización. Este es un término muy usado en el sector privado, distinguiendo entre competitividad interna, cuando nos referimos a la optimización en la gestión de recursos para mejorar la productividad, y competitividad externa, vinculada a la capacidad para alcanzar ventajas competitivas en el mercado.
En el sector público, la competitividad interna alude a la optimización de la gestión de los recursos públicos, y la externa, a la interacción exitosa de un territorio con otros, ya sea con otros países o en el ámbito interno, con el objetivo de beneficiar a los ciudadanos, es decir, a los clientes, porque así es como deberíamos ser considerados. Pagamos a políticos y funcionarios para que nos den el mejor servicio.
La competitividad institucional, concepto poco o nada presente en el entorno político, está muy vinculada con el ámbito internacional y encierra una complejidad especial por el condicionamiento de los factores estructurales: la organización territorial del Estado y su entramado político y administrativo, la calidad de sus recursos públicos, la inversión en investigación y su capacidad para generar innovación, etcétera.
Tal y como sucede en el sector privado, en el público existen procesos de competencia interna, factores estructurales sobre los que no se tiene pleno control, como sucede en ciertos países con las competencias territoriales y las tensiones políticas y económicas entre las Administraciones regionales (comunidades autónomas) y la Administración General del Estado. Nos encontramos aquí con uno de los mayores factores de ineficiencia conocidos a nivel de gestión del país: las diferentes comunidades autónomas, estados o regiones en las que se articulan algunos países, bien tengan un sistema de autonomías o conformen un Estado federal o confederado. Además de, en general, ser claramente ineficientes y representar un gasto de gestión política y administrativa considerable, y en no pocas ocasiones inasumible, resultan lesivas para la unidad nacional, de la que poco o nada habla la mayoría de los políticos.
Si bien la Constitución de determinados países reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las diferentes nacionalidades y regiones que la integran, esta concesión ha dado pie a que determinados partidos nacionalistas con tendencias separatistas reivindiquen el derecho a la autodeterminación, con la intención de que una región concreta sea reconocida como nación y reciba mayores cuotas de autogobierno de las que habitualmente ya gozan. Estas veleidades independentistas afectan seriamente a la estabilidad del país que las padece, produciendo ineficiencias de todo tipo, estructurales y sistémicas, que repercuten profundamente en la competitividad institucional del conjunto de la nación, como todo lo que incide sobre la imagen del país y su reputación. Son circunstancias que hay que asumir y tratar constitucionalmente y de la mejor forma posible, para que no afecten al conjunto de la sociedad, siempre con una máxima: cumplir y hacer cumplir la ley para salvaguardar el bienestar general y la seguridad en el conjunto del Estado. Se podrá discrepar total o parcialmente de la Constitución, pero no ir en su contra. La discrepancia es admisible y debe ser considerada y respetada, incluso como trampolín de reformas, pero no la inconstitucionalidad.
Los principios de la física rigen nuestras vidas, también la política. Conviene tenerlos en cuenta porque nos ayudan a prevenir los resultados de nuestras acciones. Es el caso del principio de acción y reacción, formulado por Isaac Newton (1643-1727), en el que nos explica que, si un cuerpo A ejerce una acción sobre otro cuerpo B, este realiza sobre A otra acción igual y de sentido contrario. También es importante tener en cuenta la ley fundamental de la dinámica, asimismo formulada por Newton, que nos enseña que la fuerza neta aplicada sobre un cuerpo es proporcional a la aceleración que adquiere en su trayectoria. Esto es esencial en los movimientos políticos para conocer el recorrido y duración que podrían tener ya que, en función de la fuerza ejercida con la acción política sobre sus opuestos, mayores serán el impacto social y sus efectos.
La «política de bandos», muy rentable para los líderes de las bandas, pero más costosa para sus víctimas, debe pasar a formar parte de la historia. Los continuos enfrentamientos, en los que se sustenta la partidocracia, socavan la esperanza de que se produzca un cambio esencial. Debemos sustituir los choques por movimientos sensatos, los ataques verbales por la dialéctica, el insulto por el respeto, la vanidad por la humildad y el verdadero espíritu de servicio. Si revisamos la historia, encontramos multitud de acontecimientos cíclicos que han influido sobre la Humanidad, haciendo que nos «bañemos» siempre en las mismas aguas movidas por la política, casi siempre turbulentas. Para comprender mejor este fenómeno que nos zarandea y condiciona el devenir de la civilización, podemos recurrir a una de las ramas más complejas de la mecánica, la dinámica de fluidos, comparable a la dinámica de los partidos políticos. Existen dos tipos de flujos. Uno de ellos es el laminar, cuando el movimiento de un fluido es suave, sin turbulencia, y discurre por el conducto que lo transporta a baja velocidad por su elevada viscosidad. El otro se denomina turbulento y tiene lugar cuando las partículas del fluido se mueven a gran velocidad, desordenadamente y formando remolinos, lo que hace impredecible su trayectoria. Este flujo turbulento suele producirse cuando surgen obstáculos que interrumpen el camino del fluido.
Podemos extraer varias conclusiones de esta comparación entre la dinámica de flujos y la dinámica de partidos. La más importante es que, cuando un partido político y sus líderes tienen un «flujo laminar», transmiten serenidad y proponen medidas de gobierno más ecuánimes y sensatas, con un enfoque constructivo, la calidad de vida de los ciudadanos mejora y su país tiene más oportunidades de prosperar en todos los sentidos. Por el contrario, cuando el flujo político es «turbulento», todo se vuelve imprevisible, generando incertidumbre e inseguridad en todos los ámbitos. No se puede conducir un país con prisas ni improvisación, cometiendo atropellos de todo tipo, deformando y deconstruyendo la realidad para construir otra completamente diferente y falsa sobre los escombros de la anterior, con la inestabilidad que conlleva semejante forma de proceder. En algunas democracias estamos viendo un clarísimo ejemplo de «flujo turbulento», con Gobiernos de coalición compuestos por formaciones que no buscan el interés general, sino el particular, tanto en el plano personal, como ideológico y de partido.
Por este y otros motivos es urgente buscar nuevos planteamientos de gestión pública y modelos políticos eficientes, que generen ilusión y seguridad para poder mirar hacia el futuro con optimismo. Esto no es posible fijándose en fórmulas fracasadas. Es necesario innovar, desarrollar e implementar modelos de gestión pública competitivos y útiles para el bienestar de los ciudadanos. Sin ideologías, aceptando todas las ideas que estén dentro del respeto a la ley y la convivencia ciudadana. Y no hay que dejarse llevar por ideas bucólicas ajenas a la realidad. Lo más importante es que gobiernen los mejores, en todos los sentidos. Con la formación adecuada para desempeñar su cargo desde la excelencia, con experiencia en el sector privado y, si es posible, también en el público, con rangos éticos inmaculados y mucha empatía. Hombres y mujeres extraordinarios para desempeñar una labor compleja y de gran responsabilidad, con capacidad para gestionar adecuadamente las herramientas del poder al servicio de sus conciudadanos. Porque a la política y a la función pública se viene a servir, no a servirse de ella. Por eso es tan importante que esas personas, las mejores, sean merecedoras de tal honor. Es aquí cuando entra en juego el mérito y su marco conceptual, la meritocracia como motor de la noocracia, probablemente, la mejor opción de gobierno que se ha planteado en la historia de la Humanidad.
Lo que es obvio es que la gestión de un país no puede estar en manos de personas inmaduras, incultas o sectarias, por más preparación teórica que estas tengan. Deben ser las mentes más brillantes y las personas con mayor madurez quienes se ocupen de un país y de sus ciudadanos. Deben ser los más sabios quienes iluminen el camino hacia una nueva realidad social, económica y política. Personas adscritas al humanismo de cualquier índole. Sin antiguos clichés, únicamente gestionando adecuadamente los recursos públicos y permitiendo que los ciudadanos vivan en libertad, bajo las premisas y la autoridad de un sistema judicial incorruptible. Cuanto más racional y eficiente sea la gestión de los recursos públicos, mayor riqueza habrá para hacer inversiones productivas que generen puestos de trabajo cualificados y bienestar social.
Hasta ahora, la democracia y su partidocracia han servido para todo lo contrario. Por su parte, la tecnocracia, la noocracia o un híbrido contemporáneo deben considerarse como una opción que posibilite ejercer unos mecanismos de control exhaustivos por parte de los poderes del Estado, que garanticen la máxima transparencia en la gestión. El poder legislativo siempre será imprescindible, y desde el poder ejecutivo tendrán que saber aplicar las leyes con objetividad y justicia, siempre con la supervisión del poder judicial, indispensable en todo orden constitucional, junto con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, las Fuerzas Armadas y la Diplomacia.
La democracia y su partidocracia, tal y como están configuradas actualmente, no tienen futuro, y, de seguir así, llevarán a las economías occidentales al abismo de la incompetencia, como ya se ha arrastrado a algunos países a la irrelevancia internacional, gracias a una pésima política exterior y a la falta de credibilidad de su Gobierno, tanto en su propio país como fuera de él.
Revisión del modelo de partidos
Tal y como nos ha demostrado la historia, la partidocracia es una fuente de problemas para la sociedad, por lo que sería imprescindible una revisión a fondo de las leyes de partidos. Cuando se analizan estas leyes y su nivel de cumplimiento, conviene fijarse primero en su fin primordial, que no es otro que garantizar el buen funcionamiento del sistema democrático e impedir que actúe en contra del régimen de libertades, ya sea favoreciendo la violencia de cualquier naturaleza, fomentando la discriminación o, por supuesto, yendo en contra de la estabilidad, soberanía, independencia, integridad territorial u orden constitucional del propio país.
¿Reforma constitucional?
Por lo que respecta a las Constituciones de los países democráticos, es adecuado analizar su idoneidad y vigencia, dado que lo más frecuente es que ya hayan transcurrido muchos años desde su redacción. Sin duda, la reforma constitucional, que tantas discusiones suscita entre los políticos, es un tema que se debe abordar con sensatez y con el mayor consenso. Innegablemente, en los últimos decenios se han producido cambios sustanciales en todo el mundo, y en todos los aspectos, comenzando por los avances tecnológicos, que pueden haber dejado desfasados algunos aspectos constitucionales.
¿Cómo deberían actuar los políticos?
Entre un Gobierno que lo hace mal y un pueblo que lo consiente, hay una cierta complicidad vergonzosa.
VICTOR HUGO
En Esencia y valor de la democracia , una de las obras más destacadas de Hans Kelsen (1881-1973), se dice que «el sistema democrático liberal es el único que permite la expresión libre de valores e intereses diversos mediante procedimientos decisorios basados en la regla de mayorías, posibilitando la aceptación de reglas formales iguales para todos» . Y este filósofo y jurista concluye: «La democracia representativa maximiza el valor de la libertad».
La clave para comprender la idoneidad del principio de las mayorías reside, principalmente, en que quienes las ostentan, junto a las minorías, deben remar en la misma dirección, que no es otro que el bien común de la nación a la que representan. Los políticos están obligados a entenderse en favor de los ciudadanos que les pagamos el sueldo, los gastos asociados, las prebendas de por vida que algunos disfrutan y los honorarios de sus diversos asesores.
Vivir para la política, pero no de la política
¿Por qué será que todo el que llega por la vía de la política a determinados puestos en las instituciones intenta permanecer a todo trance? La política debe ser un medio para servir, no para vivir de ella a costa de los ciudadanos, de todos, no solo de los que escogen a uno u otro político en unas listas nacidas, en la mayoría de los casos, del interés personal, no del interés general.
Obviamente, los políticos deben tener un sueldo acorde con sus altas responsabilidades, pues estar bien pagados asegura que los mejores tengan interés en acceder a estos puestos, más allá del prestigio personal que les pueda otorgar. Pero eso implica que deben estar todavía mejor supervisados, para velar de forma permanente por que no cometan ni el menor de los abusos, pero también para controlar su grado de eficacia. Si bien este aspecto es clave para contar con políticos de calidad, los mejores y más capaces, siempre habrá quien esté en contra, sea por envidia o por desconocimiento de la labor que hacen —o que deberían hacer— los altos cargos públicos.
Hemos visto que los problemas que presenta la partidocracia actual son muchos y graves. Pero también hemos intentado aportar soluciones, que las hay. ¿Las adoptamos? Por probar no perdemos nada, y a peor es difícil que vayamos.