1.

NUESTRO SENTIDO COMÚN POLÍTICO:

INTRODUCCIÓN A LA POLÍTICA FOLK

La siguiente jugada era nuestra y nos quedamos ahí,

esperando que pasara algo, como buenos objetores

de conciencia esperando nuestro castigo tras haber

señalado algo puramente simbólico.

DAVE MITCHELL

Actualmente, parece que se necesita la mayor cantidad de esfuerzo para lograr el menor grado de cambio. Millones de personas marchan contra la guerra de Irak, pero la guerra sigue adelante como estaba planeada. Cientos de miles protestan contra la austeridad, pero sigue habiendo recortes presupuestales sin precedentes. Las protestas, ocupaciones y revueltas estudiantiles en contra del alza en las matrículas se repiten una y otra vez, pero éstas siguen su avance inexorable. Por todo el mundo, la gente establece campos de protesta y se moviliza contra la desigualdad económica, pero el abismo entre los ricos y los pobres sigue creciendo. Desde las luchas alterglobalizadoras de fines de la década de 1990, pasando por las coaliciones antiguerra y ecológicas de principios del siglo XX, hasta los nuevos levantamientos estudiantiles y movimientos de Occupy desde 2008, ha surgido un nuevo patrón: las luchas de resistencia aparecen rápido, movilizan a cantidades cada vez mayores de personas y, sin embargo, terminan por palidecer para ser sustituidas por un sentimiento renovado de apatía, melancolía y derrota. A pesar de que millones de personas desean un mundo mejor, los efectos de estos movimientos son mínimos.

ALGO GRACIOSO PASÓ CAMINO A LA PROTESTA

El fracaso impregna este ciclo de luchas y, en consecuencia, muchas de las tácticas de la izquierda contemporánea han adoptado una naturaleza ritualista, cargada de una pesada dosis de fatalismo. Las tácticas dominantes protestar, marchar, ocupar y varias otras formas de acción directa se han vuelto parte de una narrativa bien establecida, en la cual la gente y la policía desempeñan cada uno sus papeles asignados. Los límites de estas acciones son particularmente visibles en esos breves momentos cuando el guion cambia. En palabras de un activista en torno a una protesta en la Cumbre de las Américas de 2001:

El 20 de abril, el primer día de las protestas, miles marchamos hacia la valla, detrás de la cual se habían reunido treinta y cuatro jefes de Estado para sacar adelante un acuerdo de comercio mundial. Bajo una granizada de osos de peluche lanzados con catapultas, los activistas vestidos de negro no tardaron en quitar los soportes de la valla con cizallas y derrumbarla con ganchos mientras los observadores los alentaban. Por un momento, nada se interpuso entre nosotros y el centro de convenciones. Trepamos a la valla derrumbada, pero la mayoría no pasó de ahí, como si nuestra intención hubiera sido simplemente sustituir la barrera de alambre y concreto con una barrera humana hecha por nosotros mismos.1

Aquí podemos ver la naturaleza simbólica y ritualista de las acciones, combinada con la emoción de haber hecho algo, pero con una profunda incertidumbre que surge en cuanto se rompe la narrativa esperada. El papel de manifestantes diligentes no les había brindado a estos activistas ninguna indicación de qué hacer cuando cayeran las barreras. Las confrontaciones políticas espectaculares, como las marchas para detener la guerra, las ahora famosas aglomeraciones contra el G20 o la Organi­zación Mundial del Comercio, así como las conmovedoras escenas de democracia en Occupy Wall Street, parecen ser muy significativas, como si algo estuviera de verdad en juego.2 Sin embargo, no cambió nada y las victorias a largo plazo se canjearon por una simple anotación de descontento.

A menudo, los observadores externos ni siquiera alcanzan a entender qué busca el movimiento, más allá de expresar un descontento generalizado con el mundo. Las protestas contemporáneas se han convertido en una mezcla de demandas diversas y desenfrenadas. Quienes se manifestaron en la cumbre del G20 de 2009 en Londres, por ejemplo, marcharon por temas que iban desde el planteamiento de aparatosas exigencias anticapitalistas hasta objetivos modestos centrados en problemas más concretos y cercanos. Cuando las demandas al­canzan a discernirse, a menudo no logran articular nada sustancial. No suelen ser sino eslóganes vacíos, tan significativos como pedir la paz mundial. El movimiento Occupy hizo lo indecible por articular objetivos relevantes, preocupado por si algo demasiado sustancial pudiera causar divisiones.3 Además, ocupaciones estudiantiles muy diversas en el mundo occidental adoptaron el mantra «sin demandas», en la creencia errónea de que no pedir nada es una acción radical.4

Cuando se les pregunta cuál ha sido el principal resultado de estas acciones, algunos participantes aceptan un sentimiento generalizado de futilidad, mientras que otros señalan una radicalización de los asistentes. Si vemos las protestas actuales como un ejercicio de conciencia pública, su éxito parece ser, a lo sumo, desigual. Sus mensajes son distorsionados por los medios, poco solidarios y amantes de las imágenes de destrucción de la propiedad privada suponiendo que los medios siquiera reconocen esa forma de disputa que se ha vuelto cada vez más repetitiva y aburrida. Hay quienes argumentan que estos movimientos, protestas y ocupaciones, en lugar de plantearse un objetivo específico sólo existen, en realidad, para sí mismos.5 El propósito en este caso es alcanzar cierta transformación de los participantes, así como crear un espacio fuera de las operaciones de poder habituales. Si bien hay cierto grado de verdad en ello, cosas como los campamentos de protesta tienden a ser efímeras, de pequeña escala y, en última instancia, incapaces de desafiar las estructuras más amplias del sistema económico neoliberal. Es una política convertida en pasatiempo quizá una experiencia de la política como droga y no algo que sea capaz de transformar a la sociedad. Estas protestas sólo quedan grabadas en la mente de los participantes y dan la vuelta a cualquier transformación de las estructuras sociales. Si bien estos esfuerzos de radicalización y concientización son, en cierta medida, indudablemente importantes, queda la pregunta de en qué momento exacto darán resultado. ¿Existirá un punto en el que una masa crítica de concientización esté lista para actuar? Las protestas pueden establecer conexiones, alentar la esperanza y recordar a la gente que tiene poder. Sin embargo, más allá de estos sentimientos transitorios, si no queremos que esos lazos afectivos se desperdicien, la política aún exige el ejercicio de ese poder. Si no actuamos después de una de las mayores crisis del capitalismo, entonces, ¿cuándo?

El énfasis en los aspectos afectivos de las protestas ayuda a sustentar una tendencia más amplia que ha llegado a privilegiar lo afectivo como la sede de la política real. Los elementos corporales, emocionales y viscerales sustituyen y obstaculizan (en lugar de complementar y mejorar) los análisis más abstractos. Por ejemplo, el paisaje contemporáneo de los medios sociales está contaminado por los amargos efectos secundarios de un interminable torrente de indignación y enojo. Dado el individualismo de las actuales plataformas de los medios sociales fundadas en el mantenimiento de una identidad online, quizá no nos sorprenda ver que la «política» online tiende a una autopresentación de pureza moral. Nos preocupa más estar en lo correcto que pensar sobre las condiciones del cambio político. No obstante, esta ira cotidiana desaparece tan pronto como surge y no tardamos en pasar a la siguiente cruzada corrosiva. En otros lugares, las manifestaciones públicas de empatía con quienes sufren sustituyen análisis más refinados, lo cual trae como resultado acciones apresuradas o descaminadas o la ausencia de acciones. Si bien la política siempre está relacionada con las emociones y las sensaciones (la esperanza o el enojo, el temor o la indignación), cuando se adoptan como la forma principal de la política estos impulsos pueden conducir a resultados profundamente perversos. En un famoso ejemplo, el Live Aid de 1985 reunió, mediante una combinación de imágenes que tocaban nuestras fibras más sensibles con eventos emocionalmente manipuladores encabezados por celebridades, una enorme cantidad de dinero para aliviar la hambruna. La sensación de apremio exigía acciones urgentes, a expensas de la razón. Sin embargo, lo que logró el dinero reunido fue extender la guerra civil que había provocado la hambruna, pues permitió que las milicias rebeldes utilizaran la asistencia alimentaria para sostenerse a sí mismas.6 Si bien el público en casa se sintió reconfortado por estar haciendo algo en lugar de nada, un análisis desapasionado reveló que en realidad había contribuido a agravar el problema. Estos resultados inesperados se generalizan aún más a medida que los objetivos de la acción se vuelven más amplios y abstractos. Si la política sin pasión conduce a una tecnocracia burocrática desalmada, la pasión desprovista de análisis corre el riesgo de convertirse en un sustituto libidinosamente motivado de la acción efectiva. Entonces, la política comienza a girar en torno a sentimientos de empoderamiento personal que ocultan la ausencia de ganancias estratégicas.

Quizá lo más deprimente sea que, aun cuando algunos movimientos tienen éxito, lo consiguen en contextos de pérdidas abrumadoras. Por ejemplo, varios residentes del Reino Unido se han movilizado con éxito en casos particulares para detener el cierre de hospitales locales. Sin embargo, estas victorias reales se ven superadas por los planes más amplios de eviscerar y privatizar los servicios de salud (el National Health Service). De igual manera, algunos movimientos recientes en contra del fracking han logrado detener la perforación exploratoria en varias localidades, pero los gobiernos continúan buscando gas de esquisto y apoyando a compañías para que lo hagan.7 En Estados Unidos, varios movimientos para detener los desalojos tras la crisis hipotecaria han obtenido triunfos reales en tanto han logrado que la gente permanezca en su casa.8 No obstante, los culpables de la debacle de las hipotecas de alto riesgo siguen cosechando beneficios, olas de acciones hipotecarias siguen arrasando el país y los alquileres no dejan de aumentar en todas las ciudades. Los pequeños éxitos que sin duda son útiles para infundir esperanza palidecen frente a las pérdidas apabullantes. Incluso los activistas más optimistas titubean al ver que las luchas siguen fracasando. En otros casos, proyectos bien intencionados, como el Rolling Jubilee, luchan por escapar del conjuro del sentido común capitalista.9 El objetivo aparentemente radical de recaudar dinero para pagar las deudas de los menos privilegiados implica creer en un sistema de caridad y redistribución voluntaria, así como aceptar la legitimidad de la deuda en primer lugar. En este sentido, la iniciativa forma parte de un conjunto más amplio de proyectos que sólo actúan como respuestas a los vacilantes servicios del Estado en tiempos de crisis. Se trata de mecanismos de supervivencia, no de una visión deseable del futuro.

¿Qué podemos concluir de todo esto? El reciente ciclo de luchas debe identificarse como predominantemente fallido, a pesar de los numerosos éxitos de pequeña escala y los momentos de movilización de gran escala. La pregunta que cualquier análisis de la izquierda debe tratar de resolver es simplemente: ¿qué ha salido mal? Es indiscutible que la represión intensificada de los Estados y el creciente poder de las corporaciones han desempeñado un papel significativo en el debilitamiento del poder de la izquierda. Con todo, la pregunta de si la re­presión que enfrentan los trabajadores, la precariedad de las masas y el poder de los capitalistas es mayor de lo que era a finales del siglo XIX sigue siendo objeto de debate. Por aquel entonces, los trabajadores aún estaban luchando por sus derechos básicos, a menudo en contra de Estados más dispuestos a valerse de la violencia letal.10 Sin embargo, mientras que en ese periodo hubo movilizaciones masivas, huelgas generales, organizaciones laborales militantes y feministas radicales, todas ellas con éxitos reales y duraderos, la actualidad se define por su ausencia. La debilidad reciente de la izquierda no puede atribuirse sólo a una mayor represión estatal y capitalista: una evaluación honesta debe aceptar que los problemas también están dentro de la izquierda. Un problema clave es la aceptación extendida y poco crítica de lo que llamamos «forma de pensar de la política folk».

DEFINICIÓN DE LA POLÍTICA FOLK

¿Qué es la política folk? La política folk identifica una constelación de ideas e intuiciones dentro de la izquierda contemporánea que moldea las formas de organizarse, actuar y pensar la política dentro del sentido común. Es un conjunto de supuestos estratégicos que amenaza con debilitar a la izquierda, volviéndola incapaz de crecer, generar cambios duraderos o expan­dirse más allá de los intereses particulares. Los movimientos de izquierda influidos por la política folk no sólo tienen pocas probabilidades de ser exitosos: a decir verdad, son incapaces de transformar el capitalismo. El término mismo se deriva de dos sentidos de «folk». En primer lugar, evoca algunas críticas a la psicología folk según las cuales nuestras concepciones intuitivas del mundo están construidas históricamente y a menudo equivocadas.11 En segundo lugar, se refiere a «folk» como la sede de la pequeña escala, lo auténtico, lo tradicional y lo natural. La idea de la política folk comprende estas dos dimensiones.

Así pues, en una primera aproximación podemos definir la política folk como un sentido común político construido de manera colectiva e histórica que se ha descoyuntado con los actuales mecanismos de poder. A medida que nuestro mundo político, económico, social y tecnológico va cambiando, las tácticas y estrategias que antes eran capaces de transformar el poder colectivo en ganancias emancipadoras han perdido su efectividad. En tanto sentido común de la izquierda actual, la política folk suele operar de manera intuitiva, poco crítica e inconsciente. Empero, el sentido común también es histórico y mutable. Cabe recordar que las formas conocidas de orga­nización y las tácticas actuales, lejos de ser naturales o estar dadas, se han ido desarrollando con el tiempo en respuesta a problemas políticos específicos. Las peticiones, ocupaciones, huelgas, los partidos de vanguardia, grupos afines, sindicatos: todos surgieron a partir de condiciones históricas particu­la­res.12 Sin embargo, el hecho de que algunas formas de organización y actuación hayan sido útiles en algún momento, no garantiza que conserven su relevancia. Muchas de las tácticas y estructuras organizativas que dominan la izquierda contemporánea surgieron como respuestas a la experiencia del comunismo de Estado, a los sindicatos exclusivistas y al colapso de los partidos socialdemócratas. Con todo, las ideas que tenían una razón de ser en esos momentos ya no ofrecen herramientas efectivas para la transformación política. Nuestro mundo ha cambiado, se ha vuelto más complejo que nunca, más abstracto, no lineal y global.

Contra la abstracción y la inhumanidad del capitalismo, la política folk busca acercar la política a una «escala humana» enfatizando la inmediatez temporal, espacial y conceptual. En su centro, la política folk es la intuición conductora según la cual la inmediatez es siempre mejor y a menudo más auténtica, lo cual trae como consecuencia una profunda sospecha de la abstracción y la mediación. En términos de la inmediatez temporal, la política folk contemporánea se muestra típicamente reactiva (responde a acciones iniciadas por corporaciones y gobiernos, en lugar de iniciar acciones);13 ignora los objetivos estratégicos a largo plazo en favor de las tácticas (se moviliza en torno a políticas sobre temas únicos o enfatiza el proceso);14 prefiere prácticas que suelen ser inherentemente fugaces (como las ocupaciones y las zonas autónomas temporales);15 elige lo que ya conoce del pasado rechazando lo que desconoce del futuro (por ejemplo, los sueños reiterados del retorno al «buen» capitalismo keynesiano),16 y se expresa como una predilección por lo voluntarista y espontáneo sobre lo institucional (como cuando idealiza los disturbios y la insurrección).17

En términos de la inmediatez especial, la política folk privilegia lo local como la sede de la autenticidad (como en la dieta de las 100 millas o las monedas locales);18 por lo general elige lo pequeño sobre lo grande (como en la veneración de las co­munidades o negocios locales de pequeña escala);19 favorece proyectos que no puedan crecer más allá de una pequeña comunidad (por ejemplo, las asambleas generales y la democracia directa),20 y a menudo rechaza el proyecto de la hegemonía, por lo que valora el retiro o la salida, en lugar de la construcción de una amplia contrahegemonía.21 De la misma forma, la política folk prefiere que sean los propios participantes quienes lleven a cabo las acciones en su énfasis en la acción directa, por ejemplo y considera la toma de decisiones como algo que debe efectuar cada individuo y no un representante. La forma de pensar de la política folk ignora o suaviza los problemas de escala y extensión.

Por último, en términos de inmediatez conceptual, existe una preferencia por lo cotidiano sobre lo estructural, así como una valoración de la experiencia personal sobre el pensamiento sistemático; del sentimiento sobre el pensamiento, con un énfasis en el sufrimiento individual, o las sensaciones de entusiasmo y enojo que se experimentan durante las acciones políticas; por lo particular sobre lo universal, donde esto último se considera intrínsecamente totalitario, y por lo ético sobre lo político, como en el consumo ético o las críticas moralizantes a la avaricia de los banqueros.22 Las organizaciones y comunidades deben ser transparentes y rechazar de entrada cualquier mediación conceptual e incluso grados modestos de complejidad. Las imágenes clásicas de la emancipación universal y el cambio global se han transformado en una priorización del sufrimiento de lo particular y la autenticidad de lo local. Como resultado, cualquier proceso de construcción de una política universal es rechazado de entrada.

Así entendida, podemos detectar rastros de política folk en organizaciones y movimientos como Occupy, el 15M de España, las ocupaciones estudiantiles, los insurreccionistas comunistas de izquierda como Tiqqun y el Comité Invisible, buena parte de las formas de horizontalidad, los zapatistas y políticas contemporáneas de tintes anarquistas, así como una variedad de tendencias como el localismo político, el movimiento de la comida lenta y el consumo ético, entre muchas otras. Sin embargo, ninguna postura incluye a todas estas tendencias, lo cual nos conduce a una primera puntualización: en tanto sentido común poco crítico y a menudo inconsciente, la política folk se ve ejemplificada, en distintos grados, en posturas políticas concretas, es decir, la política folk no designa una postura explícita sino sólo una tendencia implícita. Las ideas que caracterizan esta tendencia están ampliamente dispersas en toda la izquierda contemporánea, pero algunas posturas se apegan más a ella que otras. Esto nos lleva a una segunda puntualización importante: el problema con la política folk no es que comience por lo local, pues todas las políticas comienzan así. El problema es que la forma de pensar de la política folk se conforma con permanecer en ese ámbito (e incluso lo privilegia), en pasajero, la pequeña escala, lo no mediado y lo particular. Considera que éstos son momentos suficientes y no simplemente necesarios. Por tanto, aquí no se trata sólo de rechazar la política folk. Éste es un componente necesario de cualquier proyecto político exitoso, pero sólo puede ser un punto de partida. Una tercera puntualización es que la política folk sólo constituye un problema para cierto tipo de proyectos: aquellos que buscan llegar más allá del capitalismo. La forma de pensar de la política folk puede adaptarse perfectamente bien a otros proyectos políticos: aquellos que buscan sólo la resistencia, movimientos organizados en torno a problemas locales y proyectos de pequeña escala. Si bien los movimientos políticos fundados en la necesidad de mantener abierto un hospital o evitar desalojos son admirables, son muy distintos de los movimientos que intentan desafiar al capitalismo neoliberal. La idea de que una organización, una táctica o una estrategia funciona igual de bien para cualquier tipo de lucha es la creencia más prevalente y dañina de la izquierda actual. Antes de abordar cualquier proyecto político es necesaria una reflexión estratégica sobre los medios y los fines, los enemigos y los aliados. Dada la naturaleza del capitalismo global; cualquier proyecto poscapitalista requerirá de un enfoque ambicioso, abstracto, mediado, complejo y global; un proyecto que los enfoques de la política folk son incapaces de ofrecer.

Al combinar estas puntualizaciones podemos decir que la política folk es necesaria, pero insuficiente para un proyecto político poscapitalista. Al enfatizar y permanecer en el ámbito de lo inmediato, la política folk carece de las herramientas para transformar el neoliberalismo en otra cosa. Si bien este tipo de política puede, sin duda, llevar a cabo intervenciones importantes en las luchas locales, nos estaríamos engañando si pensamos que éstas pueden cambiar el curso del capitalismo global. Estas luchas representan, a lo mucho, un alivio temporal contra su arremetida. El proyecto de este libro es comenzar a esbozar una alternativa, una forma de que la izquierda navegue de lo local a lo global y sintetice lo particular con lo universal. Dicha alternativa no puede ser sólo un retorno conservador a la política de la clase trabajadora del siglo pasado. En su lugar, debe combinar una forma actualizada de pensar la política (un desplazamiento de la inmediatez al análisis estructural) con un medio renovado de hacer política (que dirija la acción hacia la construcción de plataformas y la expansión de escalas).

UNA POLÍTICA ABRUMADA…

¿Por qué apareció la política folk en primer lugar? ¿Por qué las tendencias de la política folk son, a pesar de todos sus fallos evidentes, tan seductoras y atractivas para los movimientos actuales? Hay al menos tres posibles respuestas. La primera explicación radica en ver la política folk como una respuesta al problema de cómo interpretar y actuar dentro de un mundo cada vez más complejo. La segunda explicación, relacionada con la primera, implica ubicar la política folk como una reacción a las experiencias históricas de la izquierda comunista y socialdemócrata. Por último, la política folk es una respuesta más inmediata al espectáculo vacío de la política de partidos contemporánea.

La política global multipolar, la inestabilidad económica y el cambio climático antropogénico están dejando cada vez más rezagadas las narrativas que utilizamos para estructurar y encontrar un sentido a nuestra vida. Cada uno de estos factores es un ejemplo de lo que se denomina un sistema complejo, que presenta una dinámica no lineal, en la que aportes marginalmente distintos pueden provocar resultados radicalmente divergentes, conjuntos intrincados de causas pueden retroalimentarse unos a otros de maneras inesperadas que suelen funcionar en escalas de tiempo y espacio que van mucho más allá de la percepción a simple vista de cualquier individuo.23 La globalización, la política internacional y el cambio climático: cada uno de estos sistemas da forma a nuestro mundo, pero sus efectos son tan extensos y complicados que resulta difícil ubicar nuestra propia experiencia dentro de ellos. La economía global es un buen ejemplo de ello. En términos sencillos, la economía no es un objeto abierto a la percepción directa: se distribuye a lo largo del tiempo y el espacio (nunca conoceremos a «la economía» en persona); incorpora una amplia gama de elementos, desde leyes de propiedad hasta necesidades biológicas, desde recursos naturales a infraestructuras tecnológicas, desde puestos de mercado hasta supercomputadoras, e involucra un enorme conjunto de circuitos de retroalimentación, que, además, interactúan de formas intrincadas, todo lo cual produce efectos emergentes que no pueden reducirse a sus componentes individuales.24 En otras palabras, la interacción de las partes de una economía produce efectos que no pueden entenderse sólo sabiendo cómo funcionan esas partes por separado: sólo si comprendemos las relaciones entre ellas podremos encontrarle sentido a la economía. Si bien podemos tener una idea de en qué consiste una economía, nunca podremos experimentarla directamente, como ocurre con otros fenómenos. Sólo podemos observarla por sus síntomas, mediante ciertos índices estadísticos (gráficas de los cambios en la inflación o en las tasas de interés, índices bursátiles, PIB, etcétera), pero nunca podremos verla, escucharla o tocarla en su totalidad.

Como resultado, a pesar de todo lo que se ha escrito sobre el capitalismo, aún nos cuesta comprender su dinámica y sus mecanismos. Y, lo más importante, no tenemos un «mapa cognitivo» de nuestro sistema socioeconómico, una imagen mental de cómo pueden ubicarse las acciones humanas, individuales y colectivas dentro de la inimaginable vastedad de la economía global.25 En décadas recientes se ha registrado una creciente complejidad en la dinámica que afecta a la política. Podríamos considerar la inminente amenaza del cambio climático antropogénico un nuevo tipo de problema, un problema que no tiene una solución sencilla y que conlleva efectos entrelazados de manera tan intrincada que incluso es difícil de saber en qué punto intervenir. De igual forma, la economía global actual parece significativamente más compleja en términos de mo­vilidad del capital, complicaciones de las finanzas globales y multiplicidad de agentes implicados. ¿Cuánto pueden adaptarse a estos cambios nuestras imágenes políticas tradicionales del mundo? Al menos para la izquierda, un análisis fundado en la clase trabajadora industrial constituyó una poderosa forma de interpretar la totalidad de las relaciones sociales y económicas en el siglo XIX y principios del XX, con lo cual pudieron articularse objetivos estratégicos claros. Sin embargo, la historia de esta izquierda global a lo largo del siglo XX atestigua las formas en que este análisis no supo prestar atención ni a la diversidad de posibles luchas liberadoras (basadas en género, raza o sexualidad) ni a la capacidad del capitalismo para reestructurarse mediante la creación del Estado de bienestar, o las transformaciones neoliberales de la economía global. Hoy en día, los viejos modelos a menudo se tambalean ante los nuevos problemas, estamos perdiendo la capacidad de entender nuestra posición en la historia y en el mundo en general.

Esta separación entre la experiencia cotidiana y el sistema en que vivimos trae como resultado una creciente alienación: nos sentimos a la deriva en un mundo que no comprendemos. El teórico cultural Fredric Jameson apunta que la proliferación de las teorías de la conspiración es en parte una respuesta a estas circunstancias.26 Las teorías de la conspiración funcionan reduciendo la agencia que dirige el mundo a una sola figura de poder (el grupo Bilderberg, los masones o cualquier otro chivo expiatorio que resulte conveniente). A pesar de la extraordinaria complejidad de algunas de estas teorías, sólo ofrecen una respuesta reconfortantemente simple a la pregunta de quién está detrás de todo y a cuál es nuestro propio papel en la situación. En otras palabras, actúan justo como un mapa cognitivo (defectuoso).

La política folk se presenta como otra posible respuesta a los problemas de complejidad abrumadora. Si no entendemos cómo funciona el mundo, el mandato de la política folk es reducir la complejidad a una escala humana. En realidad, los textos de la política folk están saturados de llamados a regresar a la autenticidad, a la inmediatez, a un mundo que sea «transparente», «de escala humana», «tangible», «lento», «armonio­so», «sencillo» y «cotidiano».27 Esta forma de pensar rechaza la complejidad del mundo contemporáneo y, con ello, rechaza también la posibilidad de un mundo verdaderamente poscapitalista. Intenta darle un rostro humano al poder y lo que realmente aterrador es la naturaleza por lo general no subjetiva del sistema. Los rostros son intercambiables: el poder sigue siendo el mismo. El viraje hacia el localismo, los momentos temporales de resistencia y las prácticas intuitivas de acción directa intentan, a efectos prácticos, condensar los problemas del capitalismo global en figuras y momentos concretos.

En este proceso, la política folk suele reducir la política a una lucha ética e individual. Existe una tendencia a imaginar que sólo necesitamos «buenos» capitalistas o un capitalismo «responsable». Al mismo tiempo, el imperativo de «hacerlo local» lleva a la política folk a fetichizar los resultados inmediatos y la apariencia concreta de la acción. Retrasar un ataque corporativo al medio ambiente, por ejemplo, se elogia como si fuera un éxito, aun cuando la compañía sólo esté esperando a que disminuya la atención pública para regresar. Además, como apuntó hace mucho Rosa Luxemburgo, la fetichización de los «resultados inmediatos» conduce a un pragmatismo vacío que lucha por mantener el equilibro presente del poder, en lugar de buscar cambiar las condiciones estructurales.28 Sin la abstracción necesaria del pensamiento estratégico, las tácticas terminan siendo gestos pasajeros. Por último, renegar de la complejidad se entrelaza con el argumento neoliberal a favor de los mercados. Uno de los principales argumentos en contra de la planificación ha sido que la eco­nomía es demasiado compleja para ser guiada.29 Por tanto, la única alternativa es dejarle la distribución de los recursos al mercado y rechazar cualquier intento por guiarla de manera racional.30 Considerada desde estas perspectivas, la política folk parecería un intento por reducir el capitalismo global a un tamaño que pueda pensarse y, al mismo tiempo, articular las formas de acción sobre esta imagen limitada del capitalismo. Este libro argumenta que las tendencias de la política folk están equivocadas. Si la complejidad está superando las capacidades de la humanidad para pensar y controlar, existen dos opciones: la primera es reducir la complejidad a una escala humana; la segunda es expandir las capacidades de la humanidad. Nosotros sostenemos la segunda postura. Cualquier proyecto poscapitalista requerirá por fuerza la creación de nuevos mapas cognitivos, narrativas políticas, interfaces tecnológicas, modelos económicos y mecanismos de control colectivo que permitan ordenar los fenómenos complejos para beneficio de la humanidad.

…ANTICUADA…

Si bien la respuesta a la complejidad creciente explica en cierta medida el auge de la forma de pensar de la política folk, también debe ubicarse en términos de la historia particular de la política de izquierda en el siglo XX. En muchos aspectos, las tendencias de la política folk son respuestas comprensibles (aunque inadecuadas) a los retos que se han enfrentado durante los últimos cincuenta años, retos que han surgido tanto dentro de la izquierda como en competencia con las fuerzas conservadoras y capitalistas.31 En particular, la política folk apareció en respuesta al colapso del complejo socialdemócrata de posguerra que entretejía instituciones de clase trabajadora, partidos socialdemócratas y la hegemonía del liberalismo integrado.32 El desplome de este bloque socialdemócrata ocurrió en múltiples líneas de conflicto y en varias esferas: en el surgimiento de nuevas formas de trabajo, asociadas con lo afectivo y lo cognitivo; en el surgimiento de crisis energéticas que trastocaron las certidumbres geopolíticas; en las crecientes dificultades enfrentadas por las empresas capitalistas para lograr la rentabilidad; en la proliferación de la ideología neoliberal en las redes institucionales de grupos de expertos y departamentos universitarios; en el estallido de nuevas formas de subjetividades, proyectos y demandas políticas, y en la vasta desacreditación de los Estados nominalmente comunistas. Cada uno de estos factores sirvió para trastocar la fundación del sistema social de posguerra en Europa y América. Y, en este proceso, los viejos paradigmas de la izquierda quedaron obsoletos y los nuevos, superados.

Quizá el momento más significativo en esta desestabilización del acuerdo de posguerra fue a finales de la década de 1960 y principios de la siguiente. Las revueltas globales de 1968 renovaron tanto la relevancia como la inspiración de una serie de movimientos de izquierda que rechazaban las coordenadas de lucha articuladas por los sindicatos y los partidos políticos. En parte, estos movimientos encontraron su motivación en la historia emergente de la represión estalinista que, aunada a la supresión a manos del régimen soviético de las corrientes democratizadoras en Europa Oriental, desacreditó cada vez más a los partidos comunistas a ojos de los jóvenes europeos de izquierda. Esto cuestionó la validez estratégica del programa leninista de estatización a manos de un partido revolucionario al frente de una coalición de fuerzas concentradas en la clase tra­bajadora industrial.33 Si incluso las revoluciones «exitosas» conducían a largo plazo a una tecnocracia esclerótica y a la represión política, ¿cuál sería entonces el curso de acción realmente emancipador? La jerarquía y el vanguardismo en el partido comunista parecían cada vez más opuestos a los objetivos de los movimientos sociales emergentes.

Más allá de las dificultades que presenta la transición al poscapitalismo bajo un gobierno comunista, las expectativas de una estatización en las naciones desarrolladas en los años sesenta y setenta parecían bajas y más dadas las divisiones en la izquierda. Los levantamientos en Francia en mayo de 1968, durante los cuales el Partido Comunista Francés no respaldó ni a los sindicatos ni a los grupos estudiantiles, parecieron poner fin a cualquier expectativa de una revolución política. Además, la socialdemocracia y sus soluciones corporativas-keynesianas a la desigualdad social parecían estar cada vez más conformes con el orden existente y no querer, o no poder, avanzar hacia un socialismo emancipador. Aunque la socialdemocracia pudo ofrecer beneficios significativos a ciertos grupos, mantuvo una dirigencia autoritaria y un elenco paternalista, que por lo general excluía a mujeres y minorías étnicas y dependía de un modo de organización capitalista (el fordismo) que generaba niveles poco usuales de cohesión social. Esta última se vio erosionada a finales de los años sesenta y principios de los setenta por el surgimiento de nuevos deseos de las masas (una mayor flexi­bilidad laboral, por ejemplo) y demandas renovadamente insistentes (de igualdad racial y de género, desarme nuclear, libertades sexuales y contra el imperialismo de Occidente). Para finales de la década de 1960, estos nuevos problemas ya no podían resolverse con el conjunto de agentes políticos de izquierda que había en ese momento y las presiones electorales comenzaban a transformar al partido socialdemócrata de un partido de masas para la clase trabajadora en un partido para la clase media basado cada vez más en coaliciones.34 Los elementos radicales que quedaban de los partidos socialdemócratas estaban siendo socavados poco a poco.

El continuo declive de la forma del partido puede rastrearse en parte hasta las desastrosas realidades de gobierno en los Estados nominalmente comunistas y la decepción de la social­democracia. Al mismo tiempo, desde dentro de la nueva izquierda surgió una serie de críticas bien fundadas, motivadas en parte por las experiencias de mujeres en grupos activistas, quienes notaron que sus voces seguían marginadas incluso en organizaciones supuestamente radicales. Algunas formas de organización más jerárquicas, como los partidos o las organizaciones sindicales tradicionales, continuaban protegiendo las relaciones sociales patriarcales y sexistas que predominaban en la sociedad en general, de ahí que se llevaran a cabo varios experimentos para producir nuevas formas de organización que pudieran ir en contra de esa represión social. Entre ellos destacaron el recurso a la toma de decisiones por consenso y las estructuras de debate horizontales que más tarde alcanzarían la fama mundial con el movimiento Occupy Wall Street.35 Además de los grupos feministas, la nueva izquierda estudiantil en los campus universitarios, aunque diversa en sus manifestaciones, solía ser explícitamente antiautoritaria, antiburocrática e incluso antiorganizacional.36 Muchas de las tácticas adoptadas por estos grupos enfatizaban los beneficios de la acción directa y estaban influidas por los movimientos africano-americanos de derechos civiles y los movimientos estudiantiles anteriores, así como por las ideas del situacionismo europeo, las corrientes políticas anarquistas y el incipiente movimiento medioambiental.37 Aquí podemos ver el surgimien­to de la orientación estratégica básica de la política folk y los modos de acción que la caracterizan: desde las ocupaciones, las sentadas o las comunas de okupas, hasta las protestas callejeras carnavalescas y los happenings. Cada una de estas tácticas apareció durante ese periodo como una manera de perturbar el funcionamiento del poder cotidiano, suspender las formas «normales» de regulación social y promover los espacios igualitarios de discusión. Más allá de intentar cambiar la sociedad, estas intervenciones buscaban transformar a los propios participantes y ser ejemplo de las nuevas formas de sociabilidad que estaban por llegar.

Los movimientos que se cristalizaron en ese periodo fueron, por tanto, diversos en su conformación y perspectiva y operaron desde varias subjetividades, ubicaciones territoriales y formas tácticas y estratégicas. Sin embargo, todas ellas, cada una a su modo, articularon nuevos deseos que no podían acomodarse fácilmente dentro de las viejas formas de la política de izquierda. Una manera de abordar esos movimientos es considerarlos parte de un fenómeno político «antisistémico» generalizado de la época.38 Por todo el planeta existía una tendencia a desafiar y desmontar el poder de las jerarquías burocráticas en favor de nuevas formas de acción directa, que se exten­dieron desde los movimientos estudiantiles, feministas y del poder negro en Estados Unidos hasta el movimiento situacionista, los movimientos laborales aliados y estudiantiles de Europa, los antiestalinistas de Praga, las revueltas estudiantiles de México y Tokio, así como la Revolución Cultural china.39 Sin embargo, en su forma más extrema, esa política antisistémica condujo a la identificación del poder político como algo inherentemente mancillado por tendencias opresivas, patriarcales y tiránicas.40 Esto lleva a una especie de paradoja. Por un lado, se podía elegir alguna forma de negociación o de acuerdo con las estructuras de poder existentes, lo cual habría tendido hacia la corrupción o cooptación de la nueva izquierda, pero, por otro, se podía elegir permanecer al margen, lo cual habría impedido transformar a aquellos elementos de la sociedad que aún no estaban convencidos de su agenda.41 Las críticas de muchos de estos movimientos antisistémicos a las formas establecidas de poder estatal, capitalista y burocrático de la vieja izquierda eran en gran medida acertadas. Sin embargo, la política antisistémica ofrecía pocos recursos para construir un nuevo movimiento capaz de enfrentar la hegemonía capitalista.

El legado de estos movimientos sociales tuvo, por tanto, dos caras. Las ideas, valores y nuevos deseos que articularon tuvieron un impacto significativo en el ámbito global: la difusión de las demandas feministas, antirracistas, antiburocráticas y en favor de los derechos de los homosexuales sigue siendo su mayor logro. En este sentido, representaron un momento absolutamente necesario de autocrítica por parte de la izquierda y es ahí donde el legado de las tácticas de la política folk encuentra sus condiciones históricas apropiadas. No obstante, al mismo tiempo, la incapacidad o la falta de voluntad para hegemonizar las partes más radicales de estos proyectos también tuvo consecuencias importantes para el periodo de desestabilización que siguió.42 Si bien fueron capaces de generar un amplio abanico de ideas nuevas y poderosas de libertad humana, los nuevos movimientos sociales se mostraron, en general, incapaces de sustituir el tambaleante orden socialdemócrata.

…SUPERADA

Así como los nuevos movimientos sociales estaban creciendo, la base económica del consenso socialdemócrata comenzaba a desmoronarse. La década de 1970 fue testigo de precios de la energía que se disparaban, el colapso del sistema Bretton Woods, el crecimiento de los flujos de capital globales, una estanflación persistente y ganancia capitalista a la baja.43 En términos prácticos, eso puso fin al acuerdo político básico que había sustentado el periodo de posguerra: ese nexo único de política económica keynesiana, producción industrial fordista-corporativista y el consenso ampliamente socialdemócrata que recuperó parte del excedente social para los trabajadores. En todo el mundo, la crisis estructural brindó una oportunidad a las fuerzas tanto de la izquierda amplia como de la derecha amplia para que generaran una nueva hegemonía que pudiera resolverla.

Para la derecha, el reto consistía en restaurar la acumulación y la rentabilidad del capital. Con el tiempo, este reto fue atendido con el surgimiento del pensamiento neoliberal en el escenario global, pero incluso antes, las fuerzas de la derecha en el Reino Unido y en Estados Unidos estaban experimentando con nuevas formas para aventajar tanto a la vieja izquierda como a la nueva. Un enfoque de particular importancia fue una estrategia político-económica para vincular la crisis del capitalismo con el poder sindical. Es posible que la derrota subsecuente del sindicalismo organizado a lo largo y ancho de las principales naciones capitalistas haya sido el logro más importante del neoliberalismo, pues cambió de forma significativa el equilibrio de poder entre el trabajo y el capital. Los medios utilizados para ello fueron diversos, desde la confrontación y el combate físicos44 hasta el uso de la legislación para socavar la solidaridad y la acción industrial, pasando por la adopción de cambios en la producción y la distribución que comprometieron el poder sindical (como desagregar las cadenas de suministro) y el rediseño de la opinión y el consentimiento públicos en torno a una agenda ampliamente neoliberal de libertad individual y «solidaridad negativa». Esta última denota más que una mera indiferencia ante las inquietudes laborales: consiste en fomentar un sentimiento agresivamente iracundo de injusticia, comprometido con la idea de que, como yo debo soportar condiciones de trabajo cada vez más austeras (congelamiento salarial, pérdida de beneficios, pensiones cada vez más bajas), los demás también deben hacerlo. El resultado de estos cambios combinados fue una socavación de los sindicatos y la derrota de la clase trabajadora en el mundo desarrollado.45

La derecha enfrentó con éxito la crisis estructural consolidando su poder político y económico, pero los movimientos de la vieja y nueva izquierda no fueron capaces de afrontar esta nueva configuración de fuerzas. En los años setenta, los partidos políticos socialistas, e incluso comunistas, fueron ganando terreno en las elecciones de Europa Occidental, pero la vieja izquierda simplemente intentó resolver la crisis apostando por la agenda empresarial tradicional.46 Sin embargo, las viejas formulaciones de política keynesianas no pudieron poner en marcha el crecimiento, limitar el desempleo ni reducir la inflación con las nuevas condiciones económicas. Como resultado, los gobiernos de izquierda que subieron al poder en los años setenta, como el Partido Laboralista británico, a menudo terminaron implementando políticas protoneoliberales en intentos frustrados por promover una recuperación.47 Para ese entonces, las fuerzas de la derecha estaban superando y cooptando el movimiento laboral tradicional, decrépito y estancado. En este contexto, la nueva izquierda era una crítica necesaria esencial para la revitalización y el progreso de la izquierda. No obstante, como vimos en la sección anterior, mientras que las viejas organizaciones laborales carecían de ideas en muchos sentidos, la nueva izquierda no fue capaz de institucionalizarse y articular una contrahegemonía. El resultado fue una izquierda cada vez más marginada.

A medida que el neoliberalismo fue expandiéndose y consolidando su sentido común, los partidos socialdemócratas que quedaban acabaron aceptando sus términos. Con la mayoría de los partidos principales adscritos en términos prácticos a su pro­grama político y económico y con cada vez más servicios públicos privatizados, la capacidad de lograr un cambio significativo en las papeletas electorales se vio drásticamente reducida. Un cinismo expandido comenzó a acompañar a una política partidista vacía que llegó a parecerse a la industria de las relaciones públicas, donde los políticos quedaban reducidos al papel de vendedores de mercancías indeseables.48 La participación masiva en la política electoral se redujo al tiempo que se iban aceptando las coordinadas neoliberales y entonces nos alcanzó la era de la pospolítica. El resultado es una desafección masiva de los votantes y una participación que de manera rutinaria alcanza mínimos históricos. En estas circunstancias, la insistencia de la política folk en los resultados inmediatos y en la democracia participativa de pequeña escala tiene un atractivo manifiesto.

La postura de los nuevos movimientos sociales en ese contexto era más ambigua. Para la década de 1990, el posicionamiento de la clase trabajadora como sujeto político privilegiado se había derrumbado del todo, al tiempo que una gama mucho mayor de identidades sociales, deseos y opresiones había obtenido reconocimiento.49 Se llevaron a cabo intentos cada vez más sofisticados por desarrollar el análisis de las estructuras de poder en interacción, lo cual dio lugar a ideas de opresiones intersectadas.50 Como resultado de la difusión cultural y de un apoyo político de la mayoría de la sociedad, parte importante de los programas de los movimientos feminista, antirracista y queer se habían consagrado en la ley y adoptado por la sociedad. Sin embargo, a pesar de esos éxitos, se ha notado una reducción en el tipo de demandas radicales esbozadas en los años setenta, demandas que imaginaban una transformación mucho más profunda de la sociedad. Las feministas, por ejemplo, han obtenido ganancias significativas en términos de igualdad salarial, derecho al aborto y políticas de cuidado infantil, pero éstas palidecen al compararlas con los proyectos de abolición total de género.51 Algo similar ocurre con muchos movimientos de liberación de los negros: si bien se aprobaron varias políticas de empleo antirracistas y antidiscriminatorias, no han venido acompañadas por otros programas radicales adoptados por movimientos anteriores.52 Buena parte del éxito experimentado por los nuevos movimientos sociales en la actualidad ha quedado confinado a los términos hegemónicos establecidos por el neoliberalismo, articulados en torno a demandas centradas en el mercado, derechos liberales y una retórica de la elección. Lo que ha quedado marginado en el proceso son los elementos más radicales y anticapitalistas de esos proyectos.

Viendo hacia atrás, tenemos el colapso de las organizaciones tradicionales de la izquierda y el ascenso simultáneo de una nueva alternativa de izquierda basada en críticas a la burocracia, la verticalidad, la exclusión y la institucionalización, combinadas con la incorporación de algunos de los nuevos deseos en el sistema del neoliberalismo. Fue con este telón de fondo cómo las intuiciones de la política folk se fueron sedimentando como un nuevo sentido común y llegaron a ser expresadas en los movimientos alterglobalizadores.53 Estos movimientos surgieron en dos etapas. La primera, que apareció a partir de mediados de los años noventa hasta principios de la primera década del siglo XXI, consistió en grupos como los zapatistas, anticapitalistas, alterglobalizadores y los participantes en el Foro Social Mundial y las protestas globales contra la guerra. Una segunda etapa comenzó inmediatamente después de la crisis financiera de 2007-2009 y comprendió a varios grupos unidos por sus formas de organización y posturas ideológicas similares, incluidos el movimiento Occupy, el 15M de España y varios movimientos estudiantiles en el ámbito nacional. Ambas etapas de los movimientos sociales más recientes quisieron contrarrestar el neoliberalismo y sus avatares nacionales y corporativos; la primera etapa se enfocó en el comercio global y las organizaciones de gobierno, y la segunda se centró más en la financiarización, la desigualdad y la deuda.54 Este último ciclo de luchas, influido por movimientos sociales anteriores, comprende grupos que tienden a privilegiar lo local y lo espontáneo, lo horizontal y lo antiestatal. La aparente plausibilidad de la política folk descansa en el colapso de las formas de organización tradicionales de la izquierda, en la cooptación de los partidos socialdemócratas hacia una hegemonía neoliberal sin opciones y en el amplio sentimiento de desempoderamiento generado por la insipidez de la política partidista contemporánea. En un mundo donde los problemas más serios que enfrentamos parecen intrincadamente complejos, la política folk presenta una forma atractiva de imaginar futuros igualitarios en el presente. Sin embargo, por sí solo, este tipo de política no es capaz de generar fuerzas duraderas que puedan sustituir, y no sólo resistir, al capitalismo global.

VIENDO HACIA EL FUTURO

La crítica a la política folk presentada en este libro es tanto una advertencia como un diagnóstico.55 Las tendencias existentes en la izquierda mayoritaria y en la radical se están desplazando hacia el polo de la política folk; nosotros buscamos revertir esta inclinación. El objetivo de la primera mitad del libro es, por tanto, subvertir un conjunto cada vez más dogmático de principios sobre cómo definir estrategias y hacer política hoy en día. El capítulo 2 comienza presentando una perspectiva crítica sobre la política existente, con miras a diagnosticar y esbozar los límites de la forma de pensar contemporánea de la política folk. El capítulo 3 muestra cómo, mientras la izquierda ha rechazado el proyecto de hegemonía y expansión, el neoliberalismo ha adoptado la vía opuesta con éxito. La segunda mitad del libro sugiere, en lugar de la política folk, un proyecto alternativo de izquierda organizado en torno a la emancipación global y universal. El capítulo 4 sostiene que una izquierda orientada hacia el futuro necesita reclamar la iniciativa de modernización y su énfasis en el progreso y la emancipación universal. El capítulo 5 presenta un análisis de las tendencias del capitalismo contemporáneo, destacando la crisis del trabajo y la reproducción social. Estas tendencias exigen una respuesta, y nuestro argumento es que la izquierda debería comenzar movilizando un proyecto político para dirigir estas fuerzas de manera progresiva. El capítulo 6 imagina un mundo postrabajo, en contraste con la atención que actualmente domina sobre la deuda y la desigualdad. Los capítulos 7 y 8 examinan algunos de los pasos que deberán darse para hacer realidad esta visión, los cuales incluyen construir un movimiento contrahegemónico y reconstruir las capacidades de la izquierda. Por último, la conclusión da un paso atrás para examinar el proyecto de la modernidad desde la perspectiva de una izquierda orientada hacia el futuro y guiada por el objetivo de la emancipación universal. Este libro parte de una creencia sencilla: una izquierda moderna no puede ni continuar con el sistema actual ni regresar a un pasado idealizado, sino que debe encarar la labor de construir un nuevo futuro.