4.

UNA MODERNIDAD DE IZQUIERDA

Alrededor de todo el mundo, en el clima presente,

casi cualquier cosa que se proponga como una alternativa

parecerá utópica o trivial. Así nuestro pensamiento

programático se paraliza.

ROBERTO MANGABEIRA UNGER

Este capítulo marca un cambio de rumbo. Atrás queda la tarea negativa de diagnosticar las limitaciones estratégicas de la izquierda contemporánea y comienza el proyecto positivo de elaborar una ruta de escape de nuestra condición actual. En los siguientes capítulos argumentamos que la izquierda contemporánea debería recuperar la modernidad, construir una fuerza populista y hegemónica y movilizarse hacia un futuro postrabajo. Los intentos de la política folk en materia de prefi­guración, acción directa y horizontalismo implacable muy probablemente no puedan lograrlo, en parte debido a que se equivocan al juzgar la naturaleza de su oponente. El capitalismo es un universal que se expande de manera agresiva y los esfuerzos por segregar un espacio de autonomía respecto de aquél están destinados al fracaso.1 La retirada, la resistencia, el localismo o los espacios autónomos representan un juego defensivo contra un capitalismo intransigente e incesantemente invasivo. Las innumerables variantes culturales y políticas del capitalismo contribuyen poco a suprimir la expansión de la mercantilización, la creación de proletariados y el imperativo de la acumulación. La mayoría de las veces, esa tan lamentada capacidad del capitalismo para incorporar la resistencia sólo revela que los particularismos son, por sí solos, incapaces de com­petir contra un universalismo.2 De hecho, dada la naturaleza inherentemente expansionista del neoliberalismo, sólo una alternativa expansionista e incluso universal de algún tipo será capaz de combatir y desbancar al capitalismo a escala global.3 Dado que la dinámica de acumulación está en el centro del capital, un capitalismo no expansionista es un oxímoron. Por tanto, una política de izquierda ambiciosa no puede quedar satisfecha con medidas para la defensa de lo local. En su lugar, debe intentar construir nuevas políticas orientadas al futuro, capaces de desafiar el capitalismo en las escalas más grandes. Una política de izquierda debe desenmascarar la seudouniversalidad de las relaciones sociales capitalistas y recuperar el significado del futuro.

El presente capítulo da un paso atrás a partir del enfoque empírico e histórico de los precedentes y busca elaborar una base filosófica para los capítulos que siguen. Argumentamos que un elemento clave de cualquier izquierda orientada al futuro debe ser la disputa por la idea de «modernidad». Si bien los enfoques de la política folk carecen de una visión tentadora del futuro, las luchas en torno a la modernidad siempre han sido luchas por cómo debería verse el futuro: desde el modernismo comunista de la Unión Soviética en sus comienzos hasta el socialismo científico de la socialdemocracia de posguerra, pasando por la eficiencia neoliberal acicalada de Thatcher y Reagan.4 El significado de ser moderno no está preestablecido sino que constituye en gran medida un «terreno en disputa».5 Sin embargo, ante la exitosa universalización del capitalismo, dicho término se ha cedido casi por completo a la derecha. La «modernización» ha terminado por significar simplemente alguna combinación pavorosa de privatización, aumento de la explotación, desigualdad en ascenso y mala gestión.6 Algo parecido sucede con las nociones de futuro, que tienden a girar alrededor de ideas de apocalipsis ecológico, desmantelamiento del Estado de bienestar o de una distopía encabezada por las corporaciones, más que en torno a cualquier cosa que lleve la marca de la utopía o la emancipación universal. De ahí que, para muchos, la modernidad sea meramente una expresión cultural del capitalismo.7 De esta sabiduría aceptada se deriva la siguiente conclusión necesaria: sólo la cancelación de la modernidad podría traer consigo el fin del capitalismo. El resultado ha sido una tendencia antimoderna dentro de numerosos movimientos sociales desde los años setenta en adelante. Sin embargo, esta conjunción equivocada de la modernidad con las instituciones del capitalismo pasa por alto las formas alternativas que puede asumir y las maneras en las que numerosas luchas anticapitalistas se asientan sobre sus ideales.8 La modernidad presenta tanto una narrativa de movilización popular como un marco filosófico para comprender el curso de la historia. Como término que indica la dirección que lleva la sociedad, debe ser un campo de batalla discursivo clave para muchas políticas de izquierda dedicadas a crear un mundo mejor.9 Este capítulo expone las líneas filosóficas generales de tal proyecto, examinando tres factores que ayudarían a elaborar una modernidad de izquierda: una imagen del progreso histórico, un horizonte univer­salista y un compromiso con la emancipación.

Al debatir sobre la «modernidad», nos enfrentamos con el problema inmediato de aclarar lo que significa. El término pue­de referirse a un periodo cronológico, normalmente filtrado a través de la historia europea, con diversos acontecimientos planteados como su origen: el Renacimiento, la Ilustración, la Revolución francesa, la revolución industrial.10 Para otros, la modernidad se define por un conjunto determinado de prácticas e instituciones: una burocratización generalizada, un marco básico de democracia liberal, la diferenciación de las funciones sociales, la colonización del mundo no europeo y la expansión de las relaciones sociales capitalistas. No obstante, la modernidad también se refiere a un repertorio de innovaciones conceptuales que giran en torno a ideales universales de progreso, razón, libertad y democracia. Este capítulo enfatiza estos últimos aspectos: la modernidad nombra un conjunto de conceptos que se han desarrollado de forma independiente en numerosas culturas en todo el mundo, pero que adquirieron una resonancia particular en Europa. Éstos son los elementos irrenunciables de la modernidad, los que conforman el manantial donde se generan discursos más populares alrededor de la modernización. Los ideales conceptuales como la libertad, la democracia, el secularismo constituyen la fuente tanto de la modernidad capitalista como de las luchas en su contra. Las ideas vinculadas a la modernidad animaron el trabajo de abolicionistas, constituyeron la base de numerosas luchas de sindicatos africanos11 y hoy todavía están presentes en «esas miles de campañas por los salarios, los derechos sobre la tierra, la salud básica y la seguridad, la dignidad, la autodeterminación, la autonomía, etcétera».12 Entonces, en términos generales, ya sea que se reconozca explícitamente o no, las luchas políticas de hoy son luchas dentro del espacio de la modernidad y sus ideales. La modernidad debe ser disputada, no rechazada.13

UN PROGRESO HIPERSTICIOSO

Invocar la modernidad significa, en última instancia, provocar preguntas por el futuro. ¿Cómo debería verse el futuro? ¿Qué curso deberíamos seguir? ¿Qué significa ser contemporáneo? ¿Y de quién es el futuro? Desde el surgimiento del término, la modernidad se ha preocupado por desenmarañar una noción circular o retrospectiva del tiempo e introducir una ruptura entre el presente y el pasado. Con esta ruptura, el futuro se proyecta como potencialmente diferente de y mejor que el pasado.14 La modernidad equivale al «descubrimiento del futuro» y, por ende, se ha encontrado a sí misma íntimamente vinculada con nociones como «progreso, avance, desarrollo, emancipación, liberación, crecimiento, acumulación, Ilustración, mejora, [y] vanguardia».15 Al señalar que la historia puede progresar a través de la acción humana deliberada, la materia de la lucha entre definiciones en pugna de la modernidad es la naturaleza de ese progreso.16 En términos históricos, la izquierda se ha sentido naturalmente en casa en su orientación hacia el futuro. Desde las visiones comunistas tempranas del progreso tecnológico hasta las utopías espaciales soviéticas, pasando por la retórica socialdemócrata del «calor blanco de la tecnología», lo que distinguió a la izquierda de la derecha fue su inequívoca acogida del futuro. El futuro debía ser una mejora sobre el presente en términos materiales, sociales y políticos. En contraste, las fuerzas de la derecha política, con algunas excepciones notables, se definían por su defensa de la tradición y su naturaleza esencialmente reaccionaria.17

Esta situación fue remontada durante el ascenso del neoliberalismo, ese momento en que políticos como Thatcher dominaban la retórica de la modernización y el futuro con efectos espectaculares. Al apropiarse de estos términos y movilizarlos en un nuevo sentido común hegemónico, la visión neoliberal de la modernidad ha predominado desde entonces. En consecuencia, las discusiones de la izquierda en términos del futuro parecen ahora aberrantes, incluso absurdas. Con el momento posmoderno, los vínculos aparentemente intrínsecos entre el futuro, la modernidad y la emancipación fueron eliminados. Filósofos como Simon Critchley pueden afirmar ahora con toda confianza que «debemos resistir la idea y la ideología del futuro, que siempre es el as bajo la manga de las ideas capitalistas del progreso».18 Sentimientos de la política folk como éste aceptan ciegamente el sentido común neoliberal y prefieren rehuir las grandes visiones y reemplazarlas por una pose de resistencia. Desde la incomodidad de la izquierda radical con la modernidad tecnológica hasta la incapacidad de la izquierda socialdemócrata para imaginar un mundo alternativo, hoy en día, en todas partes, el futuro ha sido cedido casi por completo a la derecha. Una habilidad en la que alguna vez se destacó la izquierda construir visiones tentadoras de un mundo mejor se ha deteriorado tras años de negligencia.

Sin embargo, si la izquierda ha de recuperar un sentido de progreso, no puede simplemente adoptar las imágenes clásicas de una historia que se encamina hacia un destino singular. El progreso, para esos enfoques, no sólo era posible, sino que de hecho estaba entretejido como una necesidad en la tela misma de la historia. Se pensaba que las sociedades humanas viajaban sobre un sendero predefinido hacia un resultado único cuyo modelo era Europa. Se consideraba que las naciones de Europa habían desarrollado de forma independiente la modernidad capitalista y sus experiencias históricas de desarrollo se creían tanto necesarias como superiores a las de otras culturas.19 Tales ideas dominaron la filosofía tradicional europea y siguieron vigentes en los influyentes textos sobre modernización en las décadas de 1950 y 1960, con sus intentos por naturalizar el capitalismo contra un oponente soviético.20 Este modelo de progreso histórico unitalla, apoyado en parte tanto por el marxismo temprano como por los capitalismos keynesianos y neoliberales posteriores, hizo de las sociedades no occidentales unas sociedades carentes y necesitadas de desarrollo; una postura que sirvió para justificar las prácticas coloniales e imperiales.21

Desde el punto de vista de sus críticos filosóficos, estas nociones de progreso fueron despreciadas precisamente por su creencia en destinos preconcebidos, ya fuera en la progresión liberal hacia la democracia capitalista o en la progresión marxista hacia el comunismo. El registro complejo y a menudo desastroso del siglo XX demostró de manera concluyente que no podía confiarse en que la historia siguiera un curso predeterminado.22 La regresión era tan probable como el progreso; el genocidio, tan posible como la democratización.23 En otras palabras, no había nada inherente a la naturaleza de la historia, el desarrollo de los sistemas económicos o las secuencias de la lucha política que pudiera garantizar un resultado particular. Desde una perspectiva amplia de izquierda, por ejemplo, incluso aquellos triunfos políticos limitados, pero no insignificantes, que se han obtenido como las prestaciones sociales, los derechos de la mujer y la protección a los trabajadores pueden revertirse. Más aún: incluso en Estados donde el poder quedó en manos de gobiernos comunistas nominales, se demostró que la transición de un sistema capitalista de producción a uno enteramente comunista era mucho más difícil de lo esperado.24 Esta serie de experiencias históricas alimentaron una crítica interna de la modernidad europea por la vía del psicoanálisis, la teoría crítica y el postestructuralismo. Para los pensadores del posmodernismo, la modernidad llegó a ser asociada con una ingenuidad crédula.25 En la definición histórica de Jean-François Lyotard, la posmodernidad se identificaba como la época que había llegado a sospechar de la gran metanarrativa.26 Sobre ello, la posmodernidad es una condición cultural de desencanto con el tipo de narrativa grandiosa representado por los recuentos capitalistas, liberales y comunistas del progreso.

Sin duda, estas críticas captan algo importante sobre la textura cronológica de nuestro tiempo. Y, sin embargo, para quienes están fuera de Europa el anuncio del fin de las grandes narrativas a menudo se ve como algo enteramente complementario de la modernidad.27 Es más, con el beneficio que brinda ver las cosas treinta años después, se puede decir que el impacto más amplio de la condición cultural diagnosticada por Lyotard no ha sido el declive de la creencia en metanarrativas per se, sino más bien un amplio desencanto con las que ofrece la izquierda. La asociación entre capitalismo y modernización permanece, mientras que las nociones propiamente progresivas del futuro se han marchitado por la crítica posmoderna y han sido aplastadas por el naufragio social del neoliberalismo. Lo que es más importante, con el colapso de la Unión Soviética y el ascenso de la glo­balización, la historia, en efecto, parece tener una gran narrativa.28 A lo largo y ancho del mundo, los mercados, el trabajo remunerado, la mercancía y las tecnologías que mejoran la productividad se han expandido bajo el imperativo sistemático de acumulación. El capitalismo se ha convertido en el destino de las sociedades contemporáneas y coexiste felizmente con las diferencias nacionales, además de prestar oídos sordos a los choques entre civilizaciones. Sin embargo, podríamos trazar aquí una distinción entre el punto de llegada (el capitalismo) y el sendero hacia él. En realidad, el entrecruzamiento de países significa que el sendero europeo (que depende en gran medida de la explotación de colonias y la esclavitud) está prohibido para muchos países en desarrollo. Si bien existen paradigmas amplios para el desarrollo, cada país ha debido encontrar su propia manera singular de responder a los imperativos del capitalismo global. Así, el sendero de la modernización capitalista queda ejemplificado en diferentes culturas, sigue diferentes trayectorias con diferentes ritmos de desarrollo.29 El desarrollo desigual y combinado está a la orden.30 El progreso, por tanto, no está atado a un sendero europeo único, sino que se filtra más bien a través de diversas constelaciones políticas y culturales, todas ellas dirigidas a encarnar relaciones capitalistas. Hoy en día, los modernizadores pelean simplemente por qué variante del capitalismo habrá de implantarse.

Recuperar la idea del progreso en estas circunstancias sig­nifica, ante todo, cuestionar el dogma de ese punto de llegada inevitable. La modernidad capitalista nunca fue un resultado necesario, sino más bien un proyecto exitoso impulsado por diversas clases y un imperativo sistemático de acumulación y expansión. Varias modernidades son posibles, y las nuevas visiones del futuro son esenciales para la izquierda. Imágenes de ese tipo constituyen un complemento necesario para cualquier proyecto político de transformación. Dichas imágenes le dan dirección a las luchas políticas y generan un conjunto de criterios para decidir qué luchas deben apoyarse, qué movimientos deben resistirse, qué debe inventarse, etcétera. En ausencia de imágenes del progreso, sólo puede haber batallas reactivas, defensivas, resistencia local y mentalidad de búnker: lo que hemos caracterizado como política folk. Las visiones del futuro son, por ende, indispensables para elaborar un movimiento contra el capitalismo. Contra lo dicho por aquellos pensadores de la modernidad, no hay progreso necesario, ni un camino único desde el cual juzgar el alcance del desarrollo. Lejos de ello, el progreso debe entenderse como hipersticioso: una suerte de ficción, pero que apunte a convertirse en verdad. Las hipersticiones funcionan catalizando un sentimiento disperso en una fuerza histórica que haga realidad el futuro. Tienen la forma temporal del «habrá sido». Tales hipersticiones del progreso conforman narrativas que orientan, con las cuales se puede navegar hacia delante y no son una propiedad establecida o necesaria del mundo. El progreso es una cuestión de lucha política que no sigue una trayectoria previamente elucubrada ni una tendencia natural y no tiene garantía de éxito. Si reemplazar el capitalismo es imposible desde el punto de vista de una o más posturas defensivas, esto se debe a que cualquier forma de política prospectiva debe proponerse la construcción de lo nuevo. Los senderos del progreso deben abrirse y pavimentarse, no sólo seguirse de una manera preestablecida; son una cuestión de logro político, antes que de providencia divina o terrenal.

UNIVERSALES SUBVERSIVOS

Cualquier esfuerzo por elaborar una imagen alternativa del progreso debe enfrentarse inevitablemente al problema del universalismo, es decir, a la idea de que ciertos valores, ideas y metas pueden sostenerse en todas las culturas.31 El capitalismo, como hemos afirmado, es un universal expansionista que se entreteje con múltiples telas culturales y las rediseña conforme pasa a través de ellas. Cualquier cosa que no sea un universal y que compita con esto acabará asfixiada por una serie omniabarcante de relaciones capitalistas.32 Diversos particularismos formas específicas y localizadas de política y cultura cohabitan fácilmente en el mundo del capitalismo. La lista de posibilidades continúa creciendo conforme el capitalismo se diferencia entre capitalismo chino, estadounidense, brasileño, indio, nigeriano, etcétera. Si defender un particularismo resulta insuficiente, eso se debe a que la historia nos demuestra que el espacio global del universalismo es un espacio de conflicto, donde cada contendiente requiere la relativa provincialización de sus competidores.33 Para competir con el capitalismo global, la izquierda necesita repensar el proyecto del universalismo.

No obstante, invocar una idea como ésta quiere decir traer a cuento varias críticas fundamentales dirigidas contra el universalismo en décadas recientes. Si bien una política universal debe ir más allá de cualquier lucha local y generalizarse en la escala global, atravesando las variaciones culturales, estas mismas características son las que se le critican.34 Tal como lo señala el recuento histórico, la modernidad europea fue inseparable de su «lado oscuro»: una vasta red de dominios coloniales explotados, el genocidio de pueblos indígenas, el tráfico de esclavos y el saqueo de los recursos de las naciones colonizadas.35 En esta conquista, Europa se presentó como la encarnación del modo de vida universal. Todos los demás pueblos eran simplemente particulares residuales que acabarían, por fuerza, subsumidos bajo el modo de ser europeo, incluso si esto requería una violencia física despiadada y un ataque cognitivo para garantizar el resultado. En consonancia con lo anterior, existía la creencia de que lo universal equivalía a lo homogéneo. Así, las diferencias entre las culturas quedarían borradas en el proceso mediante el cual los particulares quedarían subsumidos bajo lo universal, creando una cultura cuya imagen modelo sería la civilización europea. Éste era un universalismo indistinguible del chovinismo puro. A lo largo de este proceso, Europa disimuló su propia postura provinciana mediante el despliegue de una serie de mecanismos para invisibilizar a los sujetos que hacían esas afirmaciones: varones blancos, heterosexuales, con propiedades. Europa y sus intelectuales abandonaron su ubicación e identidad en la nave de la abstracción y presentaron sus afirmaciones como si se sustentaran en «una visión desde ninguna parte».36 Esta perspectiva se presentó como si estuviera libre de toda mancha racial, sexual, nacional o de cualquier otra particularidad y proporcionó la base tanto para la supuesta universalidad de las afirmaciones de Europa como para la ilegitimidad de otras perspectivas. Mientras los europeos podían hablar y encarnar lo universal, otras culturas sólo podían ser representadas como particulares y provincianas. Por tanto, el universalismo ha sido central para los peores aspectos de la historia de la modernidad.

Dada esta herencia, parecería que la respuesta más simple sería rescindir lo universal de nuestro arsenal de conceptos. Sin embargo, pese a todas las dificultades de la idea, aún resulta necesaria. El problema se debe, en parte, a que no es posible rechazar simplemente el concepto de lo universal sin generar otros problemas importantes. De manera más notable, abandonar esta categoría no nos deja más que una serie de particulares diversos. Parece que no hay manera de construir una solidaridad significativa en ausencia de algún factor común. Lo universal también funciona como un ideal trascendente, que nunca se satisface con ninguna encarnación particular, que siempre queda abierto a la lucha por algo mejor.37 Lo universal contiene el impulso conceptual para borrar sus propios límites. Rechazar esta categoría también implica el riesgo de orientalizar otras culturas, transformándolas en un Otro exótico. Si sólo existen particularismos y si la Europa provinciana se asocia con la razón, la ciencia, el progreso y la libertad, entonces la implicación incómoda es que las culturas no occidentales deben carecer de todo eso. Las viejas divisiones orientalistas se sostienen inadvertidamente en nombre de un antiuniversalismo mal encaminado. Por otra parte, se corre el riesgo de dar licencia a todo tipo de opresiones por tratarse sencillamente de la consecuencia inevitable de formas plurales de cultura. Todos los problemas del relativismo cultural reaparecen si no existen criterios para discernir cuáles son los conocimientos, las políticas y las prácticas globales que sostienen una política de emancipación. Dado todo lo anterior, no debe sorprendernos ver que algunos aspectos del universalismo aparecen de pronto a lo largo de la historia y entre culturas,38 ni ver que incluso sus críticos aceptan su necesidad a regañadientes,39 ni presenciar diversos intentos por revisar esta categoría.40

Para mantener esta herramienta conceptual necesaria, lo universal no debe identificarse con un conjunto establecido de principios y valores sino, antes bien, con un referente vacío imposible de llenar de manera definitiva. Los universales surgen cuando un particular llega a ocupar esa posición a través de la lucha hegemónica:41 el particular («Europa») llega a representarse como universal («global»). No se trata simplemente de un falso universal, empero, ya que existe una contaminación mutua: el universal se encarna en el particular al tiempo que el particular pierde algunas de sus especificidades al funcionar como universal. Sin embargo, nunca habrá un universalismo completamente logrado y los universales están, por ende, abiertos a la impugnación por otros universales. Esto es lo que esbozaremos más adelante en términos político-estratégicos como contrahegemonía: un proyecto dirigido a subvertir un universalismo existente a favor de un nuevo orden. Esto nos conduce a nuestro segundo punto: en tanto contrahegemónicos, los universales pueden tener una función subversiva y liberadora. Por una parte, un universal exige sin condiciones: todo debe colocarse bajo su orden.42 Empero, por otra parte, el universalismo nunca es un proyecto logrado (incluso el capitalismo se queda incompleto). Esta tensión provoca que cualquier estructura hegemónica establecida quede abierta a la impugnación y posibilita el funcionamiento de los universales como vectores de insurrección contra las exclusiones. Por ejemplo, el concepto de los derechos humanos universales, sin importar cuán problemático, ha sido utilizado en numerosos movimientos que van desde las luchas locales por la vivienda hasta la justicia internacional por crímenes de guerra. Su exigencia universal e incondicional ha sido movilizada con el fin de arrojar luz sobre aquellos que han quedado fuera de sus protecciones y derechos. De manera similar, las feministas han criticado ciertos conceptos como excluyentes para las mujeres y han movilizado exigencias universales contra esas restricciones, como el uso de la idea universal de que «todos los seres humanos son iguales». En tales casos, el particular («mujer») se convierte en una forma de procesar una crítica contra un universal existente («humanidad»). Mientras tanto, el universal previamente establecido («humanidad») se revela como un particular («hombre»).43 Estos ejemplos muestran que los universales pueden revitalizarse mediante luchas que los desafían y a la vez los esclarecen. En este sentido, «apelar al universalismo como una forma de afirmar la superioridad de la cultura occidental es traicionar la universalidad, pero apelar al universalismo como una manera de desmantelar la superioridad de Occidente es realizarlo».44 Entonces, el universalismo es producto de la política, no un juez trascendente que está por encima de la reyerta.

Ahora podemos voltear hacia un aspecto final del universalismo, que es su naturaleza heterogénea.45 Como lo deja claro el capitalismo, el universalismo no implica homogeneidad; es decir, no necesariamente implica convertir cosas diversas en el mismo tipo de cosa. De hecho, el poder del capitalismo radica precisamente en su versatilidad de cara a las condiciones cambiantes del terreno y su capacidad para albergar la diferencia. Un prospecto parecido también debe sostenerse para cualquier universal de izquierda: éste debe integrar la diferencia antes que borrarla. Así pues, ¿qué significa todo esto para el proyecto de modernidad? Significa que cualquier imagen particular de la modernidad debe estar abierta a la cocreación, a mayores transformaciones y alteraciones. En un mundo globalizado donde necesariamente coexisten pueblos diferentes, esto significa construir sistemas para vivir en común pese a la pluralidad de formas de vida. A diferencia de los recuentos eurocéntricos y de las imágenes clásicas del universalismo, éste debe reconocer la agencia de quienes están fuera de Europa, así como la necesidad de sus voces para construir futuros en verdad planetarios y universales. De tal suerte, lo universal es un referente vacío que los particulares hegemónicos (demandas específicas, ideales y colectivas) pueden llegar a ocupar. Puede funcionar como un vector subversivo y liberador de cambio respecto de los universalismos establecidos, además de ser heterogéneo e incluir diferencias en lugar de eliminarlas.

LA LIBERTAD SINTÉTICA

Aun cuando la izquierda se ha asociado tradicionalmente con los ideales de igualdad (algo que se manifiesta hoy en día en la atención a las desigualdades en materia de ingresos y riquezas), creemos que la libertad es un principio igualmente esencial de la modernidad de izquierda. Este concepto ha sido central en las batallas políticas que se han librado a todo lo largo del siglo XX, en el que Estados Unidos suele presentarse como «el mundo libre» contra un enemigo totalitario (bajo la figura de la Unión Soviética y después cada vez más bajo imágenes incoherentes del «islamofascismo»). En estas batallas hegemónicas, el capitalismo ha afirmado su superioridad una y otra vez mediante la defensa de una idea de libertad negativa.46 Ésta es la libertad que los individuos tienen frente a la interferencia arbitraria de otros individuos, colectivos o instituciones (paradigmáticamente, el Estado). La insistencia de la libertad negativa sobre la ausencia de interferencia la ha convertido en una herramienta ideal para blandirla contra oponentes supuestamente totalitarios; sin embargo, se trata de un concepto tristemente raquítico de libertad. En la práctica, se traduce en un mínimo de libertad política respecto del Estado (cada vez menor en una era de espionaje digital y de guerra contra el terrorismo) y en las libertades económicas para vender nuestra fuerza de trabajo y para escoger entre nuevos y resplandecientes bienes de consumo.47 Bajo la libertad negativa, los ricos y los pobres son considerados igual de libres, pese a las diferencias evidentes en sus capacidades para actuar.48 La libertad negativa es enteramente compatible con la pobreza masiva, la hambruna, la falta de vivienda, el desempleo y la de­sigualdad. También es enteramente compatible con la manufactura y el diseño de nuestros deseos a manos de una publicidad ubicua. Contra este concepto limitado de libertad, defendemos una versión mucho más sustancial.

Mientras que la libertad negativa se preocupa por garantizar el derecho formal a eludir la interferencia, la «libertad sintética» reconoce que un derecho formal sin una capacidad material resulta inútil.49 En una democracia, por ejemplo, todos tenemos la libertad formal de postularnos para el liderazgo político. Pero sin los recursos financieros y sociales para organizar una campaña, esta libertad no tiene sentido. De igual manera, tenemos la libertad formal de no aceptar un trabajo, pero la mayoría de nosotros nos vemos casi forzados a aceptar cualquier cosa que se nos ofrezca.50 En ambos casos, hay varias opciones disponibles en teoría, pero para efectos prácticos están fuera de nuestro alcance. Esto revela la importancia de contar con los medios para realizar un derecho formal y es este énfasis en los medios y capacidades para actuar lo que resulta crucial para un enfoque izquierdista de la libertad. Tal como escribieron Marx y Engels, «la liberación real no es posible si no es en el mundo real y con medios reales».51 Entendida de esta forma, la libertad se entrelaza con el poder. Si el poder es la capacidad básica de producir efectos intencionales sobre algo o alguien más,52 entonces un crecimiento de nuestra capacidad para llevar a cabo nuestros deseos es, al mismo tiempo, un crecimiento de nuestra libertad. Cuanta mayor capacidad tengamos para actuar, más libres seremos. Una de las acusaciones más grandes contra el capitalismo es que sólo posibilita la libertad de actuar de unos cuantos, que son cada vez menos. Un objetivo principal de un mundo poscapitalista sería, por tanto, maximizar la libertad sintética o, en otras palabras, posibilitar el florecimiento de toda la humanidad y la expansión de nuestros horizontes colectivos.53 Lograr esto implica al menos tres elementos distintos: el suministro de las necesidades básicas de la vida, la expansión de los recursos sociales y el desarrollo de las capacidades tecnológicas.54 En conjunto, estos elementos forman una libertad sintética que es construida antes que natural, un logro colectivo e histórico antes que el resultado de dejar a la gente a su suerte. La emancipación no consiste entonces en desvincularse del mundo y liberar un alma libre: es cuestión de construir y cultivar los víncu­los correctos.

En primer lugar, la libertad sintética conlleva el suministro máximo de los recursos básicos necesarios para una vida significativa: cosas como el ingreso, el tiempo, la salud y la educación. Sin estos recursos, la mayoría de la gente se queda en una libertad formal, pero no real. Visto así, la creciente desigualdad global se revela como una disparidad igualmente masiva en términos de libertad. Un paso inicial para resolver esto es la meta socialdemócrata clásica de proporcionar los bienes co­munes de la sociedad, como asistencia médica, vivienda, cuidado infantil, educación, transporte, acceso a internet.55 La idea liberal según la cual estas necesidades básicas de la vida supuestamente se fortalecen mediante la libertad de elegir en el mercado, ignora las cargas (financieras y cognitivas) reales implícitas cuando se hacen tales elecciones.56 En un mundo de libertad sintética, los bienes públicos de alta calidad nos serían proporcionados y podríamos seguir nuestra vida en lugar de preocuparnos por qué proveedor de asistencia médica elegir. Más allá de la imaginación socialdemócrata, empero, están dos cosas todavía más imprescindibles para la existencia: el tiempo y el dinero. El tiempo libre es la condición básica de la auto­de­ter­mi­na­ción y del desarrollo de nuestras capacidades.57 De la misma manera, la libertad sintética exige el suministro de un ingreso básico para todos a fin de que todos sean plenamente libres.58 Esta medida no sólo proporciona los recursos monetarios para vivir en un mundo capitalista, sino que también hace posible un incremento del tiempo libre. Nos brinda la capacidad de elegir nuestra vida: podemos experimentar y construir una vida poco convencional, optar por fomentar nuestras sensibilidades culturales, intelectuales y físicas en lugar de trabajar ciegamente para sobrevivir.59 El tiempo y el dinero, por tanto, representan componentes clave de la libertad en todo sentido sustantivo.

Una imagen completa de la libertad sintética también debe buscar expandir nuestras capacidades más allá de lo que es posible hoy en día. Si su objetivo es evitar el problema de manipular a la gente para que se sienta contenta con el statu quo, la libertad sintética debe estar abierta a lo que la gente desee;60 es decir, la libertad no puede equipararse sencillamente con hacer viables las opciones que ya existen, sino que debe estar abierta al conjunto más grande posible de opciones. Para ello, los recursos colectivos son esenciales.61 Los procesos de razonamiento social, por ejemplo, pueden posibilitar formas comunes de entender el mundo, creando en el proceso un «nosotros» con poderes mucho mayores para actuar que los individuos solos.62 De igual forma, el lenguaje es un andamiaje cognitivo efectivo que nos permite sacar ventaja del pensamiento simbólico para expandir nuestros horizontes.63 El desarrollo, la profundización y la expansión del conocimiento nos permite imaginar y conseguir capacidades que de otra forma serían imposibles de adquirir. Conforme adquirimos conocimiento técnico de nuestro entorno construido y conocimiento científico de nuestro mundo natural, y conforme llegamos a comprender las tendencias fluidas del mundo social, obtenemos mayores poderes para actuar. Como lo planteó Louis Althusser:

Del mismo modo que el conocimiento de las leyes de la luz no ha impedido nunca que los hombres vean [...] tampoco el conocimiento de las leyes que dirigen el desarrollo de las sociedades impide que los hombres vivan, ni sustituye al trabajo, al amor y a la lucha. Por el contrario: el conocimiento de las leyes de la luz ha producido las gafas, que han transformado la mirada de los hombres, del mismo modo que el conocimiento de las leyes del desarrollo de las sociedades ha producido empresas, que han transformado y ampliado el horizonte de la existencia humana.64

El antiintelectualismo que impregna a la derecha política y que infecta cada vez más a la izquierda crítica es, por tanto, una regresión del peor tipo. El sano escepticismo se transforma en una abdicación de nuestros compromisos por expandir la libertad. Esta regresión en términos del conocimiento también ocurre en lo que respecta a las fantasías de las libertades inmediatas e ili­mitadas en la práctica. La imagen voluntariosa que ve las me­diaciones, las instituciones y las abstracciones como opuestas a la libertad simplemente confunde la ausencia de artificio con la expresión plena de la libertad. No hace falta decir que esto es erróneo. La acción colectiva, con su expansión de la libertad sintética, se lleva a cabo las más de las veces a través de complejas divisiones del trabajo, cadenas mediadas de compromiso y estructuras institucionales abstractas. El aspecto social de la libertad sintética no es, por ende, un regreso a algún deseo humano de sociabilidad cara a cara y de simple cooperación, sino más bien un llamado a la autodeterminación colectiva, compleja y mediada.

Finalmente, si hemos de expandir nuestras capacidades para actuar, el desarrollo de la tecnología debe desempeñar un papel central. Como siempre ha sido el caso, «la tecnología es la fuente de nuestras opciones [y] las opciones son la base de un futuro que nos mantenga por encima del nivel del peón».65 Nuestro grado de libe rtad depende en gran medida de las condiciones históricas del desarrollo científico y tecnoló­gico.66 Los artificios que surgen de estos campos expanden nuestras capacidades existentes de acción y, a la vez, crean capacidades enteramente nuevas en el proceso. El pleno desarrollo de la libertad sintética requiere, por tanto, una reconfiguración del mundo material acorde con el impulso de expandir nuestras capacidades para la acción. Dicho desarrollo exige experimentar con la mejora colectiva y tecnológica y un espíritu que se niegue a aceptar cualquier barrera como natural e inevitable.67 Los androides mejorados, la vida artificial, la biología sintética y la reproducción tecnológicamente mediada son ejemplos de esta elaboración.68 El objetivo general debe considerarse un proyecto imparable para desatar las necesidades de este mundo y transformarlas en materiales para la construcción continuada de la libertad.69 Esta imagen de la emancipación nunca puede quedar satisfecha ni puede condensarse en una sociedad estática, sino que será llevada continuamente al límite, más allá de sus confines. La libertad es una empresa sintética, no un don natural.

Bajo esta idea de emancipación yace una visión de la humanidad como hipótesis transformadora y susceptible de construcción: una hipótesis armada a través de la experimentación y la elaboración teórica y práctica.70 No existe una esencia humana auténtica que deba realizarse, no hay una unidad armónica a la cual regresar, ni una humanidad no enajenada oculta tras falsas mediaciones, no hay una totalidad orgánica por alcanzar. La enajenación es un modo de habilitación y la humanidad es un vector incompleto de transformación. Lo que somos y lo que podemos llegar a ser son proyectos abiertos que han de construirse en el curso del tiempo. Como dice Sadie Plant:

Siempre ha sido problemático hablar de la liberación de la mujer porque eso presupone que sabemos lo que son las mujeres. Si tanto las mujeres como los hombres han sido organizados bajo las formas que cobramos en la actualidad, no queremos liberar lo que son ahora, si me explico [...] No es tanto una cuestión de liberación como una cuestión de evolución (o de ingeniería). Existe una reingeniería gradual de lo que puede significar ser una mujer y todavía no sabemos qué es. Debemos descubrirlo.71

Lo que debe articularse, por tanto, es un humanismo que no esté definido de antemano. Se trata de un proyecto de autorrealización, pero sin un destino preestablecido.72 La humanidad sólo puede llegar a conocerse a sí misma pasando por un proceso de revisión y construcción. Esto significa revisar lo humano tanto teórica como prácticamente, comprometerse con nuevos modos de ser y nuevas formas de sociabilidad en tanto ramificaciones prácticas para hacer explícito «lo humano».73 Se trata de asumir un enfoque intervencionista de lo humano a toda costa.74 Estas intervenciones van desde la experimentación corporal individual hasta las movilizaciones políticas colectivas contra las imágenes restrictivas de lo humano y todo lo que queda en medio.75 Conocer a la humanidad significa liberarnos de su imagen económica decrépita, impuesta por la modernidad capitalista, e inventar una nueva humanidad. La emancipación, desde esta perspectiva, significaría entonces incrementar la capacidad de la humanidad para actuar según aquello en que se transformen sus deseos. Y la emancipación universal sería la extensión insistente y máxima de esa meta a la totalidad de nuestra especie. Es en este sentido que la emancipación universal yace en el centro de una izquierda moderna.76

Hemos visto que, sin una concepción de futuro, la izquierda queda atada a una tradición de defensa, a proteger búnkeres de resistencia. Entonces, ¿qué aspecto tiene una modernidad de izquierda? Este aspecto sería el que ofrece visiones tentadoras y expansivas de un futuro mejor. Funcionaría con un horizonte universal, movilizaría un concepto sustancial de libertad y echaría mano de las tecnologías más avanzadas a fin de lograr sus metas emancipadoras. Más que una visión eurocéntrica del futuro, la modernidad de izquierda se apoyaría en un conjunto global de voces que articulan y negocian en la práctica lo que podría ser un futuro común y plural. Ya sea que operen mediante las revueltas de esclavos, las luchas laborales, los levantamientos anticolonialistas o los movimientos de las mujeres, las críticas hacia los universalismos sedimentados siempre han sido agentes esenciales en la construcción del futuro por parte de la modernidad; son estas críticas las que no han dejado de revisar, de rebelarse y de crear un «universalismo desde abajo».77 Sin embargo, para posibilitar la liberación de los futuros en plural, habrá que trascender primero el orden global de hoy, cuyas premisas son el trabajo remunerado y la acumulación capitalista. Una modernidad de izquierda requerirá, en otras palabras, la construcción de una plataforma poscapitalista y postrabajo sobre la cual puedan surgir y florecer múltiples formas de vida. Los siguientes dos capítulos expondrán tanto la necesidad como la conveniencia de esa visión particular del futuro.