La clave es conseguir que el «sentido común»
vaya en una dirección de cambio.
PABLO IGLESIAS
Una sociedad postrabajo posee un atractivo potencialmente amplio y mejoraría la vida de muchos en el sentido material, pero esto no es garantía de que se consiga. Las discusiones actuales en los medios sobre el ingreso básico y la automatización a menudo parecen dar por sentada la benevolencia de las élites, la neutralidad política de la tecnología y la inevitabilidad de una sociedad postrabajo. Sin embargo, hay una diversidad de fuerzas poderosas consagradas a la continuación del statu quo y la izquierda se ha visto devastada a lo largo de las últimas décadas. La miseria sigue teniendo más posibilidades que el lujo. Con las condiciones actuales, es probable que la automatización genere más desempleo y que los beneficios de las nuevas tecnologías queden en manos de sus propietarios ricos. Cualquier tiempo libre que obtengamos será eliminado con la producción de nuevos trabajos monótonos o la extensión de una existencia precaria. Y si el día de mañana se lograra establecer un ingreso básico, muy probablemente estaría por debajo de los niveles de pobreza y sería como un apoyo económico para las compañías. Por tanto, alcanzar una sociedad postrabajo significativa requiere cambiar las condiciones políticas actuales. A su vez, esto requiere que la izquierda enfrente de lleno la lúgubre situación que se le presenta: sindicatos en ruinas, partidos políticos convertidos en títeres neoliberales y una hegemonía intelectual y cultural menguante. La represión estatal y corporativa de la izquierda se ha intensificado de manera significativa en las últimas décadas, los cambios legales han dificultado su organización, la precariedad generalizada nos ha vuelto más inseguros y la militarización de la vigilancia policiaca se ha acelerado rápidamente.1 Y más allá de esto está el hecho de que nuestra vida interna, nuestro mundo social y nuestro entorno construido se organizan en torno al trabajo y su continuación. El cambio a una sociedad postrabajo, de manera muy similar al cambio a una economía sin carbón, no es sólo cuestión de superar unos cuantos intereses de élite. De manera más fundamental, se trata de transformar la sociedad desde sus bases. Un compromiso con la totalidad del poder y el capital resulta inevitable, no debemos hacernos ilusiones sobre las dificultades que tal proyecto supone. Si bien un cambio transformativo total no es inmediatamente posible, nuestros esfuerzos deben orientarse hacia la apertura de los espacios de posibilidad que sí existen y a fomentar que con el tiempo mejoren las condiciones políticas. Primero debemos establecer un espacio dentro del cual puedan articularse demandas más radicales de manera significativa y, para ello, debemos prepararnos para el largo plazo si queremos alterar sustancialmente el ámbito de la política.
Esto no debería tomarnos por sorpresa. El capitalismo no surgió de golpe, sino que se fue filtrando hacia una posición de dominio a lo largo de los siglos.2 Había que poner en su lugar numerosos componentes: los trabajadores agrícolas sin tierra, la producción de mercancías generalizada, la propiedad privada, la sofisticación técnica, la centralización de la riqueza, una clase burguesa, una ética del trabajo, etcétera. Estas condiciones históricas son los componentes que permitieron a la lógica sistémica del capitalismo ir ganando terreno en el mundo. La lección es que, así como el capitalismo se basó en la acumulación de un conjunto particular de componentes, también lo hará el poscapitalismo. No surgirá de golpe, ni después de algún momento revolucionario. La labor de la izquierda debe ser determinar las condiciones para el poscapitalismo y luchar por construirlos en una escala en continua expansión.
Este capítulo, por ende, parte de la premisa de que la izquierda contemporánea se halla en una situación desesperada y que cualquier proyecto transformador costará tiempo. Limitamos nuestro análisis en gran medida a las democracias capitalistas occidentales, con sus aparatos de poder político y económico peculiares. En su mayoría, dejaremos fuera las enormes regiones (y enormemente importantes) del resto del mundo.3 Sin embargo, cabe reiterar que los problemas de la automatización y las poblaciones excedentes son de naturaleza global y las bases para el postrabajo están floreciendo en todo el mundo, como lo demuestran algunos experimentos recientes con el ingreso básico en la India y Namibia, el incremento de la automatización industrial en las regiones más pobladas del mundo y el surgimiento espontáneo de movimientos en contra del trabajo en numerosos países. Aunque estas dinámicas son globales, cualquier proyecto político que busque transformar esta situación deberá responder necesariamente a condiciones particulares en el terreno. Si bien algunos principios centrales podrán traducirse entre contextos, su ejecución tendrá que variar de acuerdo con las distintas circunstancias. Con estas puntualizaciones en mente, ¿cómo puede construirse un mejor futuro? La estrategia leninista clásica de construir un poder dual con un partido revolucionario y derrocar al Estado es obsoleta.4 Los defensores del modelo de la Revolución bolchevique parecen más útiles como recreadores históricos que como guías para la política contemporánea. De igual forma, la historia reciente de las revoluciones —desde la Revolución iraní hasta la Primavera Árabe— sólo ha conducido a una combinación de autoritarismo teocrático, dictadura militar y guerra civil. El enfoque reformista electoral también es un fracaso. La idea de votar en un nuevo mundo se transformó en un alegre consenso de élite durante la posguerra y se instaló dentro de la ideología neoliberal en décadas recientes. En el mejor de los casos, este tipo de reformismo está condenado a mejorar el capitalismo y a actuar como una suerte de sistema homeostático mediado políticamente. Y, como lo ha demostrado el último ciclo de luchas, la estrategia de la política folk de priorizar varias formas de inmediatez no ha logrado transformar la sociedad. Los esfuerzos fragmentados, las luchas defensivas, las retiradas y los destellos prefigurativos de actividad han sido en gran medida incapaces de contener la marea y más incapaces aún de ganarle terreno al capitalismo global. De igual forma, sigue sin ser suficiente el hecho de afirmar que el progreso se irá resolviendo sobre la marcha o que las masas crearán un mundo mejor de manera espontánea.5 Si bien no cabe duda de que en cualquier lucha existen elementos de suerte e imprevisibilidad, la dificultad de construir un nuevo mundo exige un pensamiento estratégico previo. Nuestros esfuerzos deben organizarse de manera estratégica siguiendo ciertas líneas generales, en lugar de dispersarse en una serie de logros parciales e inconexos. Como afirma la modernidad, el progreso hacia un mejor futuro vendrá como resultado de una reflexión deliberada y una acción consciente.
Dadas las limitaciones de estos enfoques, aquí sostenemos que la mejor manera de ir hacia delante es una estrategia contrahegemónica. Se trata de una estrategia que pueda adaptarse desde posiciones de debilidad, escalar de lo local a lo global y que reconozca el control que el capitalismo tiene sobre todos los aspectos de nuestra vida, desde nuestros deseos más íntimos hasta los flujos financieros más abstractos. Una estrategia contrahegemónica conlleva un proyecto para derrocar el sentido común neoliberal dominante y rejuvenecer la imaginación colectiva. Fundamentalmente, se trata de un intento por instaurar un nuevo sentido común, que se organice en torno a la crisis del trabajo y sus efectos sobre el proletariado. En este sentido, conlleva un trabajo preparatorio para momentos en que estalle la lucha a gran escala, transformando nuestra imaginación social y reconfigurando nuestro sentir sobre lo que es posible. Reúne apoyo y desarrolla un lenguaje común para un nuevo mundo, buscando alterar el equilibrio del poder como preparación para el momento en que una crisis altere la legitimidad de la sociedad. A diferencia de las formas de la política folk, esta estrategia es expansiva, a largo plazo, no le teme a la abstracción ni a la complejidad y busca derrocar el universalismo capitalista.6 En este capítulo examinaremos tres posibles sedes de lucha: contra los medios intelectuales, culturales y tecnológicos de la hegemonía neoliberal. La siguiente sección examinará la hegemonía en un sentido teórico, mientras que el resto del capítulo explorará ejemplos de cómo podría ponerse en práctica un proyecto contrahegemónico: mediante narrativas utópicas, una economía pluralista y la reorientación de las tecnologías.
CONSTRUIR EL CONSENSO
En sus orígenes, la idea de «hegemonía» surgió como una forma de explicar por qué la gente no se estaba rebelando contra el capitalismo.7 De acuerdo con la narrativa marxista tradicional, los trabajadores tenían que volverse cada vez más conscientes de la naturaleza explotadora del capitalismo y, con el tiempo, se organizarían para trascenderla. Solía creerse que el capitalismo estaba produciendo un mundo cada vez más polarizado entre los capitalistas y la clase trabajadora, en un proceso que apuntalaba una estrategia política en la que la clase trabajadora organizada tomaría el control sobre el Estado con medios revolucionarios. Sin embargo, para los años veinte estaba claro que esto no iba a suceder en las sociedades democráticas de Europa Occidental. ¿Cómo lograron el capitalismo y los intereses de las clases gobernantes afianzarse en las sociedades democráticas casi sin utilizar la fuerza bruta? El marxista italiano Antonio Gramsci respondió que el poder capitalista dependía de lo que él llamó «hegemonía», la construcción del consenso de acuerdo con los dictados de un grupo particular. Un proyecto hegemónico construye un «sentido común» que instaura la visión del mundo específica de un grupo como el horizonte universal de toda una sociedad. Por estos medios, la hegemonía permite que un grupo guíe y gobierne a una sociedad sobre todo mediante el consenso (tanto activo como pasivo), en lugar de mediante la coerción.8 Este consenso puede lograrse de varias maneras: mediante la formación de alianzas políticas explícitas con otros grupos sociales, la difusión de valores culturales que apoyan una forma particular de organizar la sociedad (por ejemplo, la ética del trabajo inculcada por los medios y la educación), la convergencia de intereses entre clases (por ejemplo, a los trabajadores les va mejor cuando una economía capitalista está creciendo, aun cuando esto conlleve desigualdad y devastación medioambiental) y mediante la construcción de tecnologías e infraestructuras que contengan el conflicto social de manera silenciosa (por ejemplo, ampliando las calles para evitar que se erijan barricadas durante las insurrecciones). En un sentido amplio y difuso, la hegemonía permite que grupos relativamente pequeños de capitalistas «guíen» a la sociedad en su totalidad, aun cuando sus intereses materiales no coincidan con los de la mayoría. Por último, además de garantizar el consenso activo y pasivo, los proyectos hegemónicos también despliegan medios coercitivos, como el encarcelamiento, la violencia policiaca y la intimidación, para neutralizar a aquellos grupos que no se dejan guiar de otro modo.9 Vistas en su conjunto, estas medidas permiten que grupos pequeños influyan en la dirección general de una sociedad, en ocasiones mediante el éxito y el despliegue del poder estatal, pero también fuera de los confines del Estado.
El último punto es de particular importancia, pues la hegemonía no sólo es una estrategia de gobierno para quienes están en el poder sino también para los marginados que buscan transformar la sociedad. Un proyecto contrahegemónico permite que los grupos marginales y oprimidos transformen el equilibrio del poder en una sociedad y hagan posible un nuevo sentido común. Renunciar a la hegemonía implica, por tanto, abandonar la idea básica de ganar y ejercer el poder y consiste en perder la fe en el importante terreno de la lucha política.10 Si bien hay quienes desde la izquierda apoyan esta postura de manera explícita,11 en la medida en que los movimientos horizontalistas han sido exitosos, han tendido a operar como una fuerza contrahegemónica. El principal éxito de Occupy —transformar el discurso público en torno a la desigualdad— es un excelente ejemplo de ello. Un proyecto contrahegemónico buscará, por ende, derrocar un conjunto existente de alianzas, sentido común y dominación por consenso para instaurar una nueva hegemonía.12 Tal proyecto buscará construir las condiciones sociales desde las cuales pueda surgir un nuevo mundo postrabajo y requerirá de un enfoque expansivo que vaya más allá de las medidas temporales y locales de la política folk. Necesita de la movilización en distintos grupos sociales,13 lo cual implica entrelazar una diversidad de intereses individuales en un deseo común por una sociedad postrabajo. La hegemonía neoliberal en Estados Unidos, por ejemplo, surgió de la unión de intereses de los liberales económicos y los conservadores sociales. Ésta es una alianza problemática (en ocasiones incluso contradictoria), pero encuentra intereses comunes en el amplio marco neoliberal porque enfatiza las libertades individuales.14 Además, los proyectos contrahegemónicos operan en distintos ámbitos —desde el Estado hasta la sociedad civil y la infraestructura material—. Esto significa que necesitan toda una serie de acciones, como buscar la difusión de la influencia mediática, intentar obtener el poder estatal, controlar sectores clave de la economía y diseñar infraestructuras importantes. Este proyecto requiere trabajo empírico y experimental para identificar las partes de estos distintos campos que están operando para fortalecer la dirección general actual de la sociedad. La Sociedad Mont Pelerin es un buen ejemplo de ello. Con una profunda conciencia de las formas en que el keynesianismo constituía el sentido común económico de su época, la SMP emprendió la labor a largo plazo de desmontar los elementos que lo sustentaban. Fue un proyecto que tardó décadas en rendir frutos, tiempo durante el cual la SMP tuvo que emprender acciones contrahegemónicas para instaurarlo. Este pensamiento a largo plazo es un correctivo importante para la tendencia actual de enfocarse en la resistencia inmediata y la indignación por situaciones distintas cada día. No obstante, la hegemonía no es sólo un cuestionamiento inmaterial de ideas y valores. La hegemonía ideológica del neoliberalismo, por ejemplo, depende de una serie de ejemplificaciones materiales, paradigmáticamente en el nexo del poder gubernamental, la colocación en los medios y la red de grupos de expertos neoliberales. Como observamos en nuestro análisis del ascenso del neoliberalismo, la SMP fue especialmente hábil para crear una infraestructura intelectual que incluía las instituciones y las vías materiales necesarias para inculcar, encarnar y difundir su visión del mundo.
La combinación de alianzas sociales, pensamiento estratégico, trabajo ideológico e instituciones construye una capacidad para alterar el discurso público. Aquí lo fundamental es la idea de la «ventana de Overton» —el ancho de banda de las ideas y opciones que pueden discutir «realistamente» políticos, intelectuales y medios y que, por ende, son aceptadas por el público—.15 La ventana general de opciones realistas surge de un complejo nexo de causas: quién controla los nodos clave en la prensa y los medios emisores, el impacto relativo de la cultura popular, el equilibrio relativo de poder entre la mano de obra organizada y los capitalistas, quién tiene el poder político ejecutivo, etcétera. Aunque surge de la intersección de distintos elementos, la ventana de Overton tiene un poder propio para dar forma a las vías futuras que tomarán las sociedades y los gobiernos. Si algo no se considera «realista», ni siquiera será puesto sobre la mesa de discusión y sus defensores serán silenciados por «poco serios». Podemos evaluar el éxito de las ideas neoliberales en términos de todo esto observando hasta qué punto han enmarcado lo que es posible a lo largo de un periodo de más de treinta años.16 Si bien nunca ha sido posible convencer a la mayoría de la población de los méritos positivos de las principales políticas neoliberales, el acuerdo activo no es necesario. Una secuencia de gobiernos neoliberales por todo el mundo, junto con una red de grupos de expertos y de medios que en buena parte tienden a la derecha, han sido capaces de transformar el rango de opciones posibles para excluir incluso la más moderada de las medidas socialistas.17 De esta forma, la hegemonía de las ideas neoliberales ha permitido el ejercicio del poder sin requerir forzosamente de un poder estatal ejecutivo. Siempre y cuando la ventana de opciones posibles pueda extenderse aún más hacia la derecha, importa poco que quienes tengan el poder sean gobiernos de derecha —una realidad que el Partido Republicano de Estados Unidos ha explotado de manera consistente durante las últimas dos décadas, a menudo para sorpresa de quienes ocupan el ala izquierda liberal—. La hegemonía ideológica tal como la presentamos aquí no trata, por tanto, de mantener una línea partidista estricta sobre lo que se puede discutir. Simplemente colocar algunos temas y categorías de izquierda en posiciones importantes sería ya un gran paso.
Si bien a menudo se entiende como algo que pertenece a las ideas, los valores y otros aspectos inmateriales de la sociedad, la hegemonía también tiene un sentido material. Las infraestructuras físicas de nuestro mundo ejercen una fuerza hegemónica significativa sobre nuestras sociedades, imponiendo una forma de vida sin una coerción abierta. Por ejemplo, respecto de la infraestructura urbana, David Harvey señala lo siguiente: «Los proyectos referentes a qué queremos que sean nuestras ciudades son, por tanto, proyectos referentes a posibilidades humanas: en quién queremos o, quizá más pertinentemente, en quién no queremos convertirnos».18 Una infraestructura como los suburbios en Estados Unidos fue construida con la intención explícita de aislar e individualizar las redes de solidaridad existentes, así como de instaurar una división de género entre lo privado y lo público en forma de los hogares unifamiliares.19 Las infraestructuras económicas también sirven para modificar y esculpir los comportamientos humanos. A decir verdad, las infraestructuras técnicas a menudo se desarrollan para alcanzar objetivos tanto políticos como económicos. Por ejemplo, si pensamos en las cadenas de suministro just-in-time, son económicamente eficientes en el capitalismo, pero también excepcionalmente efectivas para romper el poder de los sindicatos. En otras palabras, la hegemonía, o dominio mediante la construcción de consenso, es una fuerza tanto material como social. Es algo que está engastado en la mente humana, en organizaciones sociales y políticas, en las tecnologías individuales y en el entorno construido que constituye nuestro mundo.20 Y, mientras las fuerzas sociales de la hegemonía requieren de un mantenimiento continuo, sus aspectos materializados ejercen una fuerza de impulso que dura mucho más allá de su creación inicial.21 Una vez establecidas, las infraestructuras son difíciles de desplazar o alterar, a pesar de las condiciones políticas cambiantes. En este momento enfrentamos ese problema, por ejemplo, con la infraestructura construida en torno a los combustibles fósiles. Nuestras economías se organizan en torno a la producción, la distribución y el consumo de carbón, petróleo y gas, lo cual dificulta enormemente descarbonizar la economía. La otra cara del problema, empero, es que una vez que la infraestructura poscapitalista esté instalada, será igual de difícil deshacerse de ella, a pesar de las fuerzas reaccionarias. Así pues, la tecnología y la infraestructura tecnológica plantean tanto obstáculos importantes para superar el modo capitalista de producción como un potencial significativo para garantizar la longevidad de un modo alternativo, de ahí que incluso la existencia de un movimiento populista masivo contra las formas actuales de capitalismo resulte insuficiente. Sin un nuevo acercamiento a aspectos como las tecnologías de producción y distribución, todos los movimientos sociales se verán obligados a regresar a las prácticas capitalistas.
Por ello, la izquierda debe desarrollar una hegemonía sociotécnica: tanto en la esfera de las ideas y la ideología como en la esfera de las infraestructuras materiales. El objetivo de tal estrategia, en un sentido muy amplio, es trasladar la actual hegemonía técnica, económica, social, política y productiva hacia un nuevo punto de equilibrio más allá de la imposición del trabajo remunerado. Esto necesitará de una praxis experimental y de largo plazo en múltiples frentes. Por tanto, un proyecto hegemónico implica y responde a la sociedad en tanto un orden complejo y emergente, resultado de diversas prácticas que interactúan.22 Algunas combinaciones de prácticas sociales conducirán a la inestabilidad, pero otras tenderán hacia resultados más estables (si no es que literalmente estáticos). En este contexto, la política hegemónica es el trabajo invertido en conservar o navegar hacia un nuevo punto de relativa estabilidad en una variedad de subsistemas sociales, desde la política del Estado en el ámbito nacional hasta el ámbito económico, desde la lucha de ideas e ideologías hasta los distintos regímenes de la tecnología. El orden que surge como resultado de las interacciones de estos distintos ámbitos es la hegemonía, que funciona para restringir cierto tipo de acciones y permitir otras. En lo que resta de este capítulo, examinaremos tres posibles canales mediante los cuales podría emprenderse esta lucha: pluralizar la economía, crear narrativas utópicas y reorientar la tecnología. Estos canales no agotan los posibles puntos de ataque, pero sí identifican zonas potencialmente productivas para enfocar los recursos.
RECORDAR EL FUTURO
Hoy en día, uno de los aspectos más generalizados y sutiles de la hegemonía son las limitaciones que ésta impone a nuestra imaginación colectiva. El mantra «no hay alternativa» sigue pareciendo verdadero, aun cuando cada vez más personas luchan contra él. Esto marca un cambio importante respecto del largo siglo XX, cuando florecieron los imaginarios utópicos y los planes espectaculares para el futuro. Las imágenes de los vuelos espaciales, por ejemplo, codificaban constantemente el deseo de la humanidad por controlar su destino.23 En la Rusia presoviética existía una fascinación muy difundida por la exploración espacial. Aunque la aviación seguía siendo una novedad, los sueños de volar en el espacio prometían la «liberación total de los indicadores del pasado: injusticia social, imperfección, gravedad y, en última instancia, la Tierra».24 Las inclinaciones utópicas de aquel entonces le otorgaban sentido a un mundo en rápida transformación, le daban credibilidad a la idea de que la humanidad podía guiar la historia en una dirección racional y cultivaba las expectativas sobre una sociedad del futuro. En las formulaciones más místicas, los cosmistas argumentaban con una ambición admirable que la geoingeniería y la exploración del espacio eran sólo pasos parciales hacia el objetivo real: la resurrección de todos los muertos.25 Mientras tanto, algunos enfoques más seculares esbozaban planes detallados para establecer economías totalmente automatizadas, una democracia económica de masas, el fin de la sociedad de clases y el florecimiento de la humanidad.26 Tales eran el los grados de entusiasmo y la creencia en la inminencia de los viajes espaciales que en 1924 casi estalla un disturbio cuando circularon rumores sobre un posible viaje en cohete a la Luna.27 La cultura popular estaba saturada de estas imágenes y de historias en las que las revoluciones tecnológica y social se entrelazaban. Sin embargo, no se trataba simplemente de fantasías extraterrestres, pues tenían efectos concretos en las formas de vida de la gente. En el periodo posrevolucionario, esta cultura de la ambición fomentó una serie de experimentos sociales con nuevas formas de vida comunitarias, asuntos domésticos y formaciones políticas.28 Estos experimentos le dieron credibilidad a la idea de que todo era asequible en un tiempo de rápida modernización, lo cual brindó apoyo a los bolcheviques y al pueblo. Si bien las ambiciones utópicas se vieron relegadas a la clandestinidad durante la época estalinista, resurgieron en los años cincuenta con el aumento de la confianza económica recién descubierta y los recursos para restituir algunos de los sueños anteriores.29 Los momentos más grandes del experimento soviético —el lanzamiento del Sputnik y el dominio económico que pareció estar a punto de alcanzar en los años cincuenta— fueron, en última instancia, inseparables de una cultura popular imbuida de deseos utópicos.30 Un periodo similar de ambición utópica también dominó los primeros años de Estados Unidos. Alimentados por la muy difundida creencia de que el nuevo capitalismo industrial era temporal y que no tardaría en surgir un mundo mejor, los trabajadores lucharon de manera combativa por este nuevo mundo. En un clima mucho más hostil que el nuestro, la mano de obra fue capaz de crear una gama de organizaciones fuertes y de ejercer una presión significativa.31 Los éxitos de ese entonces fueron inseparables de una cultura utópica más amplia.
Por el contario, el mundo actual sigue firmemente confinado a los parámetros del realismo capitalista.32 El futuro ha sido extinguido. Somos más propensos a pensar que el colapso ecológico es inminente, la creciente militarización inevitable y la creciente desigualdad imparable. La ciencia ficción contemporánea está dominada por una actitud distópica, más resuelta a registrar el declive del mundo que las posibilidades de algo mejor.33 Las utopías, cuando se proponen, deben justificarse rigurosamente en términos instrumentales, en lugar de que se les permita existir más allá de cualquier cálculo. Mientras tanto, en los pasillos de la academia, el impulso utópico ha sido castigado por ingenuo y fútil. Intimidada por décadas de fracaso, la izquierda se ha apartado de manera consistente de sus otrora grandes ambiciones. Por mencionar un ejemplo, mientras que en los años setenta existieron un feminismo radical y manifiestos queer que llamaban a una sociedad fundamentalmente nueva, para los años noventa éstos se vieron reducidos a una política identitaria más moderada, y para la primera década del siglo XXI las discusiones se vieron dominadas por demandas aún más tibias para obtener el reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo y para que las mujeres tuvieran las mismas oportunidades que los hombres para alcanzar el puesto de director ejecutivo.34 Hoy en día, el espacio de la esperanza radical ha sido ocupado por una madurez supuestamente escéptica y una razón cínica muy difundida.35 Y los objetivos de la izquierda ambiciosa, que en algún momento buscaron la transformación total de la sociedad, han quedado reducidos a un jugueteo menor en los márgenes de la sociedad.
Creemos que una izquierda ambiciosa es esencial para plantear un programa postrabajo y que, para conseguirlo, debemos recordar y reconstruir el futuro.36 Las utopías son la encarnación de las «hipersticiones» del progreso. Exigen que el futuro se lleve a cabo, conforman un objeto del deseo imposible pero necesario y nos brindan un lenguaje de esperanza y aspiración para un mundo mejor. Las denuncias de las fantasías utópicas pasan por alto el hecho de que es precisamente el elemento de la imaginación lo que hace de las utopías algo esencial para cualquier proceso de cambio político. Si queremos escapar del presente, primero debemos descartar los parámetros establecidos del futuro y abrir un nuevo horizonte de posibilidad. Sin la creencia en un futuro distinto, el pensamiento político radical quedará excluido desde el principio.37 En realidad, las ideas utópicas han sido fundamentales para todos los momentos importantes de liberación, desde el liberalismo temprano hasta los socialismos de toda índole, el feminismo y el nacionalismo anticolonial. Tanto el cosmismo como el afrofuturismo, los sueños de inmortalidad y la exploración espacial, señalan un impulso universal hacia el pensamiento utópico. Incluso la revolución neoliberal cultivó el deseo de una utopía liberal alternativa frente al consenso keynesiano dominante. Sin embargo, las utopías contrapuestas de izquierda se han quedado con muy pocos recursos desde el colapso de la Unión Soviética. Por ello sostenemos que la izquierda debe liberar el impulso utópico de sus cadenas neoliberales para expandir el espacio de lo posible, movilizar una perspectiva crítica sobre el momento presente y cultivar nuevos deseos.
En primer lugar, el pensamiento utópico analiza rigurosamente la coyuntura actual y proyecta sus tendencias hacia el futuro.38 Mientras los enfoques científicos intentan reducir las discusiones en torno al futuro para ajustarlo a un marco probabilístico, el pensamiento utópico reconoce que el futuro está radicalmente abierto. Lo que puede parecer imposible hoy en día podría volverse muy posible. Las mejores utopías incluyen en sí mismas tensiones y dinamismo y no presentan una imagen estática de una sociedad perfeccionada. Si bien no pueden reducirse a preocupaciones instrumentales, las utopías también fomentan la concepción de ideas que podrían implementarse cuando las condiciones cambien. Por ejemplo, los cosmistas rusos del siglo XIX fueron de los primeros en pensar seriamente sobre las implicaciones y potenciales sociales de los vuelos al espacio. Si bien en un principio se los consideró soñadores poco efectivos, terminaron ejerciendo una importante influencia sobre la ciencia de la ingeniería espacial.39 De igual forma, las primeras obras de ciencia ficción sobre la exploración espacial y las utopías cosmistas llegaron a influir en las políticas estatales sobre ciencia y tecnología tras la Revolución rusa.40 Y, antes de todo esto, la creación de alternativas hace posible reconocer la posibilidad de otro mundo.41 A medida que la alternativa global fallida, pero relevante, planteada por la Unión Soviética va desapareciendo de la memoria viva, esas imágenes de un mundo distinto cobran cada vez más importancia, ampliando la ventana de Overton y experimentando con ideas sobre lo que podría lograrse con condiciones distintas.
Al elaborar una imagen del futuro, el pensamiento utópico también genera una perspectiva desde la cual el presente se abre a la crítica.42 Suspende la apariencia del presente como algo inevitable y saca a la luz aspectos del mundo que de otra forma permanecerían inadvertidos, planteando preguntas que deben excluirse constitutivamente.43 Por ejemplo, la ciencia ficción reciente de Estados Unidos a menudo se ha escrito en respuesta a los temas contemporáneos de raza, género y clase, mientras que las primeras utopías rusas imaginaban mundos que superaban los problemas planteados por la rápida urbanización y las etnicidades en conflicto.44 Estos mundos no sólo modelan soluciones, sino que iluminan los problemas. Como apunta Slavoj Žižek en su discusión de Thomas Piketty, la demanda aparentemente modesta de implementar un impuesto global en realidad implica una reorganización radical de toda la estructura política global.45 Dentro de esta pequeña demanda hay un impulso utópico implícito, dado que las condiciones para hacerla posible requieren de una reconfiguración fundamental de las circunstancias existentes. De igual manera, la demanda de un ingreso básico universal ofrece una perspectiva desde la cual la naturaleza social del trabajo, su aspecto doméstico invisible y su extensión a todas las áreas de nuestra vida cobran una mayor visibilidad. Las formas en que organizamos nuestra vida laboral, familia y social adoptan una apariencia fresca cuando se miran desde la perspectiva de un mundo postrabajo. ¿Por qué dedicamos una tercera parte de nuestra vida a alguien más? ¿Por qué insistimos en que el trabajo doméstico (llevado a cabo sobre todo por mujeres) no se pague? ¿Por qué nuestras ciudades están organizadas en torno a desplazamientos laborales largos y deprimentes desde los suburbios? La demanda utópica del futuro nos pide, por tanto, cuestionar todo lo que damos por hecho en nuestro mundo. En este sentido, las utopías pueden ser tanto una negación del presente como una afirmación de un futuro posible.46
Por último, al afirmar el futuro, la utopía funciona como un modulador afectivo: manipula y modifica nuestros deseos y sentimientos, tanto conscientes como preconscientes. En todas sus variantes, la utopía tiene que ver, en última instancia, con la «educación del deseo».47 Nos brinda un marco y nos dice cómo y qué desear, al tiempo que libera estos elementos libidinales de las ataduras de lo razonable. Las utopías nos brindan un objetivo, algo más allá de la obsoleta repetición de lo mismo que ofrece el presente eterno del capitalismo. Al abrir el presente y ofrecer una imagen de un futuro mejor, el espacio entre el presente y el futuro se convierte en el espacio de la esperanza y el deseo de algo más.48 Al generar y canalizar estos afectos, el pensamiento utópico puede convertirse en incentivo para la acción, en catalizador para el cambio: perturba los hábitos y echa abajo la aceptación del orden existente.49 El pensamiento del futuro, extendido mediante los mecanismos de comunicación,50 genera afectos colectivos de esperanza —necesarios para cualquier proyecto político— que alientan a la gente a actuar por un mejor futuro.51 Si bien el pensamiento utópico rechaza la melancolía y el miserabilismo trascendental que caracteriza algunas partes de la izquierda contemporánea, también evoca su propio afecto negativo.52 El anverso de la esperanza es la decepción (un afecto que en la actualidad se encarna en figuras como el «joven universitario» sin futuro).53 Si bien el enojo ha sido el afecto dominante tradicional de la izquierda militante, la decepción evoca una relación más productiva: no sólo una transformación voluntaria del statu quo sino también un deseo de lo que podría ser. La decepción refleja un anhelo por un futuro perdido.
Si la izquierda ha de contrarrestar el sentido común del neoliberalismo («no hay dinero suficiente», «todos deben trabajar», «el Gobierno es ineficaz»), el pensamiento utópico será fundamental. Debemos pensar en grande. El hábitat natural de la izquierda siempre ha sido el futuro y este terreno debe ser reclamado. En nuestra época neoliberal, el impulso hacia un mundo mejor se ha ido reduciendo por las presiones y demandas de la vida cotidiana. En esta represión, lo que se ha perdido es esa ambición de producir «un mundo que exceda —en lo existencial, en lo estético y en lo político— los confines miserables de la cultura burguesa».54 Sin embargo, como característica aparentemente universal e irreprimible de las culturas humanas, el pensamiento utópico puede surgir con fuerza incluso bajo las condiciones de mayor represión.55 Las inclinaciones utópicas se desarrollan en todo el espectro humano de los sentimientos y afectos, encarnado en la cultura popular, la alta cultura, la moda, la planificación urbana e incluso la ensoñación cotidiana.56 El deseo popular de exploración espacial, por ejemplo, apunta a una curiosidad y una ambición que yacen más allá del motivo económico.57 La tendencia similar del afrofuturismo no sólo ofrece una imagen muy estilizada de un mejor futuro, sino que también la vincula con una crítica radical de las estructuras de opresión existentes y una rememoración de las luchas pasadas. El imaginario postrabajo también tiene varios precedentes históricos en la escritura utópica, los cuales apuntan hacia una lucha constante por avanzar más allá de las limitantes del trabajo remunerado. Los movimientos culturales y la producción estética deben desempeñar papeles esenciales para resucitar el deseo de la utopía y las visiones inspiradoras de un mundo distinto.
UNA EXPLORACIÓN DEL NEOLIBERALISMO
Mientras las utopías buscan transformar la hegemonía cultural del neoliberalismo, la educación constituye una institución clave para transformar la hegemonía intelectual. Es el aparato educativo el que adoctrina a las nuevas generaciones en los nuevos valores de una sociedad particular, reproduciendo su ideología a lo largo de las décadas. En el sistema educativo, los niños aprenden las ideas básicas de una sociedad, el respeto por (o, en realidad, la sumisión a) el orden existente y las habilidades necesarias para ser distribuidos en los distintos segmentos del mercado laboral.58 Transformar el sistema educativo de los intelectuales es, por tanto, una labor clave en la construcción de una nueva hegemonía.59 No por nada escribió Paul Samuelson, economista ganador del Premio Nobel: «No me importa quién escriba las leyes de una nación o quién componga sus tratados avanzados, mientras yo pueda escribir sus libros de texto de economía». Los proyectos que se enfoquen en cambiar este elemento institucional de la sociedad podrían concentrarse en tres objetivos amplios: pluralizar la enseñanza de la economía, revitalizar el estudio de la economía de izquierda y expandir los conocimientos populares sobre economía.
A menudo se olvida —de manera tan profunda estamos inmersos en el neoliberalismo— que la economía solía ser una disciplina relativamente pluralista. El periodo de entreguerras fue un momento de sana competencia entre varios enfoques formalistas y no formalistas.60 En las revistas académicas era común ver discusiones sobre planificación económica, la baja tendencial de la tasa de ganancia y otras categorías estándares de la economía marxista. En los años sesenta, el Debate de las dos Cambridges sobre el Capital unió a pensadores heterodoxos y ortodoxos en un influyente debate sobre las bases de la disciplina —debate que los pensadores heterodoxos ganaron, como todos reconocen—.61 En una fecha tan tardía como los años setenta, uno de los fundadores de la economía moderna examinaba la explotación, la teoría laboral del valor y el problema de la transformación en una destacada revista de economía.62 Hoy en día es difícil de imaginar un acontecimiento semejante. Si bien la economía neoclásica es una amplia tienda que contiene diversos enfoques, se trata de una perspectiva fundamentalmente limitada sobre qué se considera un conocimiento económico real. Este problema se compone de las demandas metodológicas particulares de las revistas más prominentes, en las que la elaboración formal de modelos tiene prioridad sobre análisis más sociológicos y visiones cualitativas.
Si esperamos que cambien las ideas culturales y académicas generales en torno a cómo administrar las economías, se requerirá al menos un mayor pluralismo en la educación de los estudiantes. Aquí hay destellos de esperanza para un renacimiento pluralista. En todo el mundo se está trabajando para introducir la economía alternativa en las principales universidades y algunos grupos de estudiantes y profesionales están comenzando a movilizarse en torno a este tema. Desde 2000, muchas universidades han visto cómo sus estudiantes exigen pluralismo en su educación económica.63 En años más recientes, algunos estudiantes han protestado abiertamente contra los defensores de la economía dominante y han surgido grupos, como la Sociedad Económica Post-Crash y Rethinking Economics, que están coordinando esfuerzos para cambiar los programas de estudio.64 Sin embargo, para el proyecto de pluralizar la economía, resulta fundamental el desarrollo de un programa de investigación y libros de texto adecuados. Parte de la razón del auge de los enfoques formalistas es que cumplen con los requisitos institucionales de la educación superior: ofrecen teorías para que los investigadores pasen tiempo demostrándolas, libros de texto y doctorados que continúen con una línea de pensamiento, así como principios claros y transmisibles.65 En la actualidad, el campo está dominado por libros de texto neoclásicos y el resultado es que, aun cuando los profesores busquen pluralizar la disciplina, no tienen acceso a muchos recursos.66 Entre los indicadores de que la situación podría estar cambiando está la creación de un libro de texto heterodoxo elaborado por dos defensores de la teoría monetaria moderna.67 Pero se necesita seguir trabajando en este frente para ampliar los horizontes provincianos de la economía dominante.
Para apoyar este proceso debería haber un movimiento para rejuvenecer la economía de izquierda. La ausencia de análisis económicos de la izquierda pudo verse tras la crisis de 2008, cuando la respuesta crítica más prominente fue un sustituto temporal del keynesianismo. Buena parte de la izquierda carecía de un programa económico significativo y deseable, pues se había concentrado ante todo en criticar al capitalismo en lugar de elaborar alternativas. Se trata de una crisis de imaginación utópica, aunque también de límites cognitivos. Se debe reflexionar a fondo sobre una serie de fenómenos contemporáneos emergentes, como, por ejemplo, las causas y los efectos del estancamiento secular; las transformaciones evocadas por el cambio a una economía informacional posescasez; los cambios originados por la introducción de la automatización total y un ingreso básico universal; los posibles acercamientos a la colectivización de la manufactura y los servicios automatizados; los potenciales progresivos de los enfoques alternativos a la distensión cuantitativa; las formas más efectivas de descarbonizar los medios de producción; las consecuencias de los dark pools para la inestabilidad financiera, etcétera. De igual forma, deberían reactivarse las investigaciones sobre cómo podría ser el poscapitalismo en la práctica. Más allá de algunos clásicos pasados de moda, se ha investigado muy poco para reflexionar con profundidad sobre un sistema económico alternativo y menos aún tras la aparición de tecnologías emergentes como la manufactura aditiva, los vehículos que se manejan solos y la robótica suave.68 ¿Qué papel, por ejemplo, podrían desempeñar las criptodivisas no estatales? ¿Cómo se mide el valor si no es mediante el trabajo abstracto o concreto? ¿Cómo puede darse cuenta de las preocupaciones ecológicas en un marco económico poscapitalista? ¿Qué mecanismo puede sustituir al mercado y superar el problema del cálculo económico socialista?69 ¿Y cuáles son los posibles efectos de la baja tendencial de la tasa de ganancia?70 Construir un mundo poscapitalista es una labor tanto técnica como política y, para comenzar a pensar al respecto, la izquierda debe superar su aversión generalizada a las matemáticas y a la elaboración formal de modelos. No es poca la ironía que conlleva el hecho de que las mismas personas que critican la abstracción de la elaboración matemática de modelos suelan adherirse a las lecturas dialécticas más abstractas del capitalismo. Reconocer la utilidad de los métodos cuantitativos no quiere decir sólo adoptar los modelos neoclásicos ni seguir servilmente los dictados de los números, pero el rigor y la elaboración informática que puede provenir de la elaboración formal de modelos son esenciales para lidiar con la complejidad de la economía.71 Sin embargo, de la teoría monetaria moderna a la economía de la complejidad, de la economía ecológica a la participativa, las trayectorias del pensamiento innovador están despuntando, aun cuando siguen siendo marginales. De igual manera, organizaciones como la New Economics Foundation encabezan el camino para crear modelos económicos que puedan dar forma a los objetivos políticos de la izquierda, así como fomentar la educación pública en cuestiones económicas.
Este último punto es de particular importancia, pues aumentar el conocimiento económico no sólo significa transformar la práctica de los economistas académicos, sino también hacer la economía inteligible para los no especialistas. Los sofisticados análisis de las tendencias económicas deben vincularse con las intuiciones de la vida cotidiana. Si bien es posible que el resurgimiento de la economía de izquierda se centre en la academia en el futuro cercano, el objetivo debería ser difundir dicha educación económica mucho más allá de los confines universitarios. Los sindicatos podrían utilizar sus recursos para educar a sus miembros sobre la naturaleza cambiante de la economía contemporánea. Mediante programas de educación interna, los trabajadores de base pueden empezar a ubicar los problemas en sus lugares de trabajo y comunidades dentro de un contexto económico más amplio. Mediante la formación de activistas pueden lograrse enfoques similares, cosa que en muchos casos ya se ha hecho. Las escuelas abiertas ofrecen otro medio para la educación, pues brindan al público la oportunidad de aprender ideas que la jerga académica suele volver impenetrables y de las que está excluido por las exorbitantes matrículas y tarifas de publicación. En el Reino Unido existe una larga tradición de programas educativos para la clase trabajadora de la que puede echarse mano como fuente de aprendizaje. Por ejemplo, la Worker’s Educational Association ya ofrece educación de bajo costo para adultos a las poblaciones.72 Estas instituciones ofrecen formas para vincular el conocimiento económico abstracto con el conocimiento práctico de los trabajadores, activistas y miembros de la comunidad, de manera que ambos se den forma uno a otro. La labor sistemática de desarrollar el pluralismo, la investigación económica y la educación pública desempeñará un papel significativo en el fortalecimiento de las narrativas utópicas esbozadas en la sección anterior y ofrecerá las herramientas de navegación necesarias para trazar una vía para salir del capitalismo.
REORIENTAR LA TECNOLOGÍA
Como ya argumentamos, la hegemonía no sólo está enquistada en las ideas de una sociedad sino también en el entorno y en las tecnologías construidas que nos rodean. Estos objetos llevan dentro de sí una política: facilitan usos y acciones particulares, al tiempo que limitan otros. Por ejemplo, nuestra infraestructura actual tiende a conformar nuestras sociedades en formas individualistas, basadas en el carbón y competitivas, independientemente de lo que puedan querer los individuos o las colectividades. La importancia de estas infraestructuras politizadas sólo va creciendo a medida que la tecnología se expande a las nanoescalas más pequeñas y a las formaciones posplanetarias más grandes. La tecnología no deja intacto ningún aspecto de nuestra vida y, a decir verdad, muchos argumentarían que la humanidad es intrínsecamente tecnológica.73 En respuesta a esta hegemonía materializada —que fue construida por y forma parte del capitalismo— se presentan unas cuantas opciones distintas. Una primera postura sostiene que lo único que podemos hacer para liberarnos es destruir este entorno construido.74 Si bien este argumento alcanza su cenit en el primitivismo y su exigencia de terminar con la civilización, la izquierda actual está permeada por inclinaciones similares. Dada la devastación que este proyecto conllevaría y la ineptitud teórica que subyace a estas demandas, consideramos esta postura poco más que una curiosidad académica. En cambio, una segunda postura sostiene que la tecnología es la base de un orden poscapitalista, pero que cualquier énfasis significativo en el cambio tecnológico debe esperar hasta después de concluido el proyecto político del poscapitalismo.75 Sin duda, esto simplificaría nuestra labor, pero, dado el entrelazamiento generalizado de la tecnología con la política y dados los potenciales latentes en la tecnología actual, creemos que la opción más prudente es examinar la forma de redirigir el desarrollo y reorientar de inmediato la tecnología existente, de ahí que un tercer enfoque se concentre en la invención y enfatice el hecho de que la elección de qué tecnologías desarrollar y cómo diseñarlas es, en primera instancia, una cuestión política.76 La dirección del desarrollo tecnológico está determinada no sólo por consideraciones técnicas y económicas sino también por intenciones políticas. Más que sólo tomar los medios de producción, este enfoque afirma la necesidad de inventar unos nuevos. Un enfoque final se concentra en cómo la tecnología existente contiene potenciales ocultos que forcejean con nuestro horizonte actual y en cómo podrían reorientarse.77 Bajo el capitalismo, el potencial de la tecnología queda severamente restringido, reducido a un mero vehículo para generar ganancias y controlar a los trabajadores. Sin embargo, aparte de estos usos, existen otros potenciales.78 Nuestra labor es revelar esos potenciales ocultos y vincularlos con procesos escalables de cambio. Se trata, en última instancia, de una intervención utópica, en la medida en que la reorientación aspira a encender la imaginación colectiva en torno a qué puede hacerse con los recursos disponibles.79
Tenemos, por tanto, dos estrategias efectivas para abordar la cuestión de la hegemonía tecnológica. El primer enfoque se concentra en la invención y la adopción de nuevas tecnologías y destaca que podemos crear herramientas de cambio. En este sentido, hay quienes han demandado un mayor control democrático sobre el diseño y la implementación de las infraestructuras y tecnologías.80 En el lugar de trabajo, esto implica luchar por sobre qué tecnologías se incluyen y cómo se usan. Dado que rara vez, si no es que nunca, se introducen todas las tecnologías de golpe, existe un largo periodo para aprovechar el poder y obtener control sobre cómo se desarrollan e implementan las tecnologías. El rechazo a las medidas de vigilancia es uno de los objetivos más obvios, aunque la lucha en el lugar de trabajo también conlleva resistirse a las tecnologías que sólo intensifican, aceleran y empeoran las condiciones de trabajo.81 En el ámbito estatal, hay un argumento igual de fuerte a favor del control democrático del desarrollo tecnológico, dado que las innovaciones más importantes provienen de la financiación del sector público y no del privado. El Estado encabeza las revoluciones tecnológicas importantes: desde internet hasta la tecnología verde, la nanotecnología, el algoritmo básico del buscador de Google y todos los componentes principales del iPhone y el iPad de Apple.82 El microprocesador, la pantalla táctil, el GPS, las baterías, el disco duro y SIRI son sólo algunos de los componentes derivados de la inversión gubernamental.83 El hecho es que los mercados capitalistas tienden a las visiones a corto plazo y a las inversiones de bajo riesgo. Los gobiernos proporcionan los recursos a largo plazo que permiten el desarrollo y el florecimiento de los principales cambios innovadores y el capital de riesgo contemporáneo tiende cada vez más hacia la generación de ganancias a corto plazo.84 Los gobiernos invierten en proyectos de alto riesgo con probabilidades de fracaso, pero que, por la misma razón, pueden conducir a cambios importantes. Dado el papel del Gobierno en el desarrollo tecnológico y en la innovación de productos de consumo, el financiamiento público debería estar bajo control democrático. Ello implicaría que los gobiernos intervinieran no sólo en el índice de desarrollo tecnológico sino, algo más importante, en su dirección.85 De particular importancia son los llamados «proyectos orientados a una misión».86 Éstos no tienen como objetivo la diferenciación de los productos ni la mejora marginal de bienes existentes, sino que se ocupan de proyectos de invención a gran escala como los viajes espaciales e internet. Esto es el desarrollo revolucionario, dirigido a crear vías tecnológicas completamente nuevas y abiertas a la posibilidad de que en el proceso surjan innovaciones inesperadas. Bajo un control democrático, este tipo de desarrollo podría responder a los mayores problemas sociales del momento y fomentar el pensamiento a gran escala utilizando, por ejemplo, bancos de inversión estatal para moldear el valor social de los proyectos mediante las decisiones de financiación.87 Un Gobierno que piense hacia delante podría apoyar proyectos orientados a una misión como la descarbonización de la economía, la completa automatización del trabajo, la ampliación de las energías renovables de bajo costo,88 la exploración de la biología sintética, el desarrollo de medicinas de bajo costo, el apoyo a la exploración espacial y la construcción de inteligencia artificial. El reto es desarrollar mecanismos institucionales que permitan el control popular sobre la dirección de la creación tecnológica.
El control público sobre la forma en que el Gobierno gasta sus fondos en el desarrollo también estaba en el centro de una serie de luchas laborales en los años setenta. En experimentos que llevan ya mucho tiempo en el olvido, algunos trabajadores en el Reino Unido y Japón (y más adelante en Brasil, la India y Argentina) buscaron canalizar el desarrollo tecnológico hacia la producción de «bienes socialmente útiles».89 Estos bienes respondían a necesidades sociales y se producían de tal forma que se minimizaba el gasto, eran ecológicamente sustentables y respetaban a los trabajadores y sus capacidades.90 Los más influyentes de estos proyectos se llevaron a cabo en Lucas Aerospace en el Reino Unido, una compañía que se concentraba en producir componentes de alta tecnología, sobre todo para el ejército, y que recibía una financiación gubernamental importante.91 Ante el creciente desempleo estructural y los despidos inminentes, los trabajadores de Lucas Aerospace se unieron para desarrollar una propuesta alternativa sobre cómo administrar la compañía y conservar sus empleos. Su argumento básico fue que, dado que la corporación estaba recibiendo fondos públicos, la sociedad debía opinar sobre —y beneficiarse de— la forma en que estos recursos debían utilizarse. Este argumento conllevaba quitar recursos al armamento militar y canalizarlos hacia productos útiles. Para desarrollar la propuesta de producir bienes socialmente útiles, los trabajadores compilaron una lista de las capacidades y el equipo que tenían a su disposición, adoptaron la perspectiva de planificadores, buscaron sugerencias de productos entre los trabajadores y sus comunidades y decidieron de manera colectiva cómo podían reorientarse esas tecnologías y capacidades para fines distintos.92 En lugar de equipo militar de alta tecnología, las capacidades existentes se readaptarían para diseñar y producir tecnologías médicas, energía renovable, mejoras en la seguridad y tecnología de calefacción para las viviendas.93 El plan final constaba de más de mil doscientas páginas e incluía propuestas detalladas para ciento cincuenta productos.94 Para que pudiera alcanzar sus objetivos políticos contra una administración intransigente, la estrategia adoptada fue, de muchas maneras, un proyecto contrahegemónico, pues los trabajadores buscaron de manera explícita «encender la imaginación de los demás» y revisar qué pensaba la gente sobre los objetivos de la producción.95
Ante todo, el Plan Lucas rechazaba seguir siendo un espacio temporal de política prefiguradora y, en su lugar, buscó movilizar los recursos de sindicatos y gobiernos en un esfuerzo por crear un nuevo orden hegemónico. En este esfuerzo, el plan tuvo resonancia entre activistas por la paz, ambientalistas, feministas y otros movimientos laborales, lo cual condujo al establecimiento de conexiones internacionales y a una ola de acciones encabezadas por trabajadores.96 Al final, empero, el estancamiento del Partido Laboralista y los sindicatos nacionales, combinado con el viraje emergente hacia el neoliberalismo, impidió que el Plan Lucas cumpliera con sus objetivos. Sin embargo, los éxitos que logró —desacelerar la pérdida de empleos— fueron en buena medida resultado de ir más allá de los enfoques defensivos y hacia la creación de alternativas.97 A pesar de sus fracasos, el Plan Lucas constituye un claro ejemplo de cómo la reorientación de las fuerzas productivas de la sociedad puede utilizarse para transformar la dirección tecnológica de la sociedad. No fue un simple intento por construir una fábrica controlada por los trabajadores en medio de una economía orientada hacia las ganancias: aquello fue algo más radical, fue un intento por reorganizar el desarrollo tecnológico alejándolo de las mejoras marginales del armamento y acercándolo a bienes socialmente útiles.98 Es un modelo ideal de cómo el conocimiento técnico, la conciencia política y el poder colectivo pueden combinarse para alcanzar una reorientación radical del mundo material.
A principios de los años setenta hubo en Chile un proyecto de reorientación aún más ambicioso. El Gobierno recién electo de Salvador Allende buscó transformar Chile en un país socialista mediante un cambio gradual, implementado por medio de las instituciones económicas y políticas existentes. Parte crucial de este proceso fue el desarrollo de Cybersyn, un intento innovador de planificación económica descentralizada que buscaba vincular a empresas en todo el país con las funciones gubernamentales y burocráticas. El proyecto implicaba el desplazamiento de la cibernética de lo que a menudo se ha criticado por ser un sistema de control99 hacia una infraestructura de socialismo democrático. El sistema Cybersyn no se concibió para un Gobierno central omnipotente y externo sino como un modulador parcial e interno de los continuos flujos económicos.100 Su intención era brindar a los trabajadores la oportunidad de opinar sobre el proceso de planificación y permitir que las fábricas se autoadministraran, todo ello al tiempo que daba una orientación racional a la economía del país. Para cumplir con estos objetivos, Cybersyn debía incluir un protointernet que vinculara las fábricas, un simulador económico para probar las políticas, un analizador estadístico para predecir los problemas y una sala de operaciones tomado directamente de la ciencia ficción. Sin embargo, la hostilidad estadounidense hacia el país volvió prácticamente imposible la adquisición de nuevas computadoras y los tratos con Francia sólo dieron frutos tras el derrocamiento de Allende.101 El resultado fue que los esfuerzos de Chile por construir un socialismo cibernético tuvieron en gran medida que reorientar las tecnologías existentes para tener posibilidades de éxito. Se trató de una suerte de trabajo de bricolaje que utilizó lo que se tenía a mano para improvisar algo nuevo. Por aquel entonces, Chile únicamente tenía cuatro computadoras centrales (de las cuales Cybersyn sólo podía contar con una)102 y cincuenta computadoras en todo el país, de modo que el protointernet se vio reducido al mínimo y se basó en las máquinas de télex, más numerosas. Al final, la ambición de tener un sistema de empresas democráticas, administradas por los trabajadores, se vio interrumpida por el golpe apoyado por Estados Unidos que terminó con el régimen de Allende en 1973. Sin embargo, si bien el proyecto nunca se completó del todo, partes del Cybersyn demostraron su potencial en una experiencia notable. Ante la creciente oposición por parte de la élite económica, en 1972 el Gobierno tuvo que lidiar con una huelga de más de cuarenta mil camioneros.103 La pequeña burguesía buscó socavar al Gobierno evitando el envío de materiales esenciales para la producción fabril. No obstante, los trabajadores tomaron las fábricas y siguieron conduciendo los camiones cuando les fue posible, mientras el Gobierno desplegaba la red de télex de Cybersyn para coordinar los envíos alrededor de los bloqueos y la huelga. En efecto, como apunta el conocido historiador de Cybersyn: «La red ofreció una infraestructura de comunicaciones para vincular la revolución desde arriba, encabezada por Allende, con la revolución desde abajo, encabezada por los trabajadores chilenos y miembros de las organizaciones de base».104 En otras palabras, la huelga mostró el potencial de Cybersyn para reorientar la infraestructura de la sociedad hacia fines democráticos y socialistas. Hizo posible una visión históricamente única y prometedora de cómo podría haber sido un futuro alternativo. Así, al final, este experimento ofrece un ejemplo imaginativo y utópico de la reorientación de los principios cibernéticos, la tecnología chilena existente y el software de avanzada.105
Si bien los ejemplos anteriores sugieren que la reorientación podría erigirse en el centro de los proyectos políticos inmediatos, también pueden imaginarse propuestas más especulativas para un futuro poscapitalista. Como fuente central de la productividad y de la expansión de nuestras capacidades para actuar, las innovaciones tecnológicas forman parte esencial de cualquier modo de producción más allá del capitalismo. Un nuevo mundo deberá construirse no sobre las ruinas del viejo, sino sobre los elementos más avanzados del presente. Hoy en día vemos por doquier los potenciales ocultos de este enfoque en el hecho de que las tecnologías para alcanzar los objetivos clásicos de la izquierda (trabajo reducido, una mayor abundancia, un mayor control democrático) están más disponibles que nunca. El problema es que siguen estando encerradas dentro de relaciones sociales que oscurecen estos potenciales y les quitan su poder. En este contexto, la demanda de reorientar y reflexionar sobre las tecnologías tiene como objetivo volver a encender una imaginación utópica en el seno de un capitalismo estancado. Ya existe toda una gama de posibilidades. El capítulo anterior examinó las tecnologías de automatización en tanto bisagra clave entre capitalismo y poscapitalismo, pero la reorientación se extiende mucho más allá de la automatización de las fuerzas productivas. Existen argumentos similares que se han movilizado en torno a las redes logísticas, a la reorientación de las ciudades por razones ecológicas y a desplegar la tecnología informática más reciente para fines poscapitalistas.106 Señalar este tipo de tecnologías puede ayudarnos a concentrar la energía en las luchas políticas sobre su uso y su desarrollo. La logística ofrece un ejemplo de particular importancia en la medida en que explota las diferencias salariales, al tiempo que permite la producción global y se halla en la punta de la automatización. Sin negar la importancia de la logística para el proyecto de explotar la mano de obra barata en todo el mundo, es posible identificar su utilidad para el poscapitalismo de varias maneras.107 En otras palabras, sus usos van mucho más allá de los capitalistas. En primer lugar, cualquier economía poscapitalista requerirá de flexibilidad tanto en la producción (por ejemplo, en la manufactura aditiva) como en la distribución (por ejemplo, en la logística del just-in-time). A diferencia de los grandes e inflexibles esfuerzos de planificación de la era soviética, esto permite que una economía sea sensible a los cambios en el consumo individual. Sin estas tecnologías, el poscapitalismo se arriesgaría a repetir todos los problemas económicos que surgieron en el primer experimento comunista.108 En segundo lugar, la logística global hace posible el uso de una amplia gama de ventajas comparativas, no sólo las diferencias salariales. Por mencionar un ejemplo, algunas investigaciones han concluido que resulta menos dañoso para el medio ambiente que ciertos bienes agrícolas se produzcan en Nueva Zelanda y se envíen al Reino Unido, que se produzcan y consuman en el Reino Unido.109 Aun cuando deban viajar por medio mundo, siguen teniendo una huella de carbono más pequeña, por la sencilla razón de que reproducir el clima apropiado en el Reino Unido implicaría un consumo intenso de energía. Estas ventajas ambientales comparativas sólo existen cuando hay una red de logística eficiente y global. Por último, la logística se halla a la vanguardia de la automatización laboral y, por ende, constituye un excelente ejemplo de cómo podría ser un mundo poscapitalista: máquinas zumbando y haciendo el trabajo difícil que de otra forma se verían obligados a hacer los seres humanos. Cabe recordar que antes de la revolución logística, el transporte de mercancías era una labor físicamente demoledora para el cuerpo de los trabajadores. La automatización de esta labor es algo que debe aplaudirse, no refrenarse por razones provincianas. Por todo ello, la logística representa una importante tecnología de transición entre el capitalismo y el poscapitalismo.
Empero, la reorientación tiene límites importantes. Los soviéticos, por ejemplo, pensaban que podían simplemente tomar las tecnologías y técnicas capitalistas y utilizarlas para fines comunistas,110 pero dichas tecnologías estaban sesgadas hacia la máxima eficiencia y un control administrativo riguroso.111 Dada su adopción indiscriminada de la maquinaria capitalista y sus técnicas de administración, no resulta sorprendente que el sistema tendiera hacia los modos de operar del capitalismo. Los trabajadores se volvieron —una vez más— meros eslabones en las máquinas, desprovistos de autonomía y obligados a trabajar más duro. El ambicioso plan de conquistar los medios capitalistas de producción se vino abajo ante la realidad de que las relaciones de poder se hallan engastadas dentro de las tecnologías que, por ende, no pueden orientarse infinitamente hacia propósitos que se opongan a su propio funcionamiento.112 Las tecnologías de control numérico, por ejemplo, se han utilizado para establecer el ritmo de la producción, obligando a los trabajadores a seguir el paso a las máquinas y volviendo el poder de la administración más indirecto e invisible.113 De esta forma, las máquinas pueden ocultar las relaciones de poder haciéndolas parecer simples procesos mecánicos. Sin embargo, a pesar de estas limitaciones, la reorientación sigue siendo posible porque a menudo existe una importante reserva de potenciales sin explotar que yacen latentes dentro de las tecnologías. Lo que es difícil de entender es, en palabras de un historiador, que la «tecnología no es buena ni es mala y tampoco es neutral».114 Cualquier tecnología es política, pero flexible, pues siempre excede los propósitos para los cuales fue ideada.115 Más bien, el diseño, el significado y el impacto de una tecnología están en constante cambio, se modifican a medida que los usuarios la transforman y su entorno cambia.116 Parafraseando a Spinoza, podemos decir que no sabemos lo que un cuerpo sociotécnico puede hacer. ¿Quién de nosotros reconoce por completo los potenciales inexplorados que esperan ser descubiertos en las tecnologías que ya se han desarrollado? ¿Qué tipos de comunidades poscapitalistas podrían construirse con el material de que ya disponemos? Nuestra apuesta es que los verdaderos potenciales transformadores de buena parte de nuestra investigación científica y tecnológica aún están por explorarse.
¿Cómo, entonces, podemos distinguir entre tecnologías atadas por sus limitaciones y tecnologías cuyas propiedades ofrecen posibilidades para un futuro poscapitalista? No existe una forma a priori de determinar los potenciales de una tecnología, pero aun así podemos establecer parámetros generales para evaluarlos y aplicar dichos parámetros en la reflexión de los aspectos específicos de las tecnologías individuales.117 En términos de criterios, un enfoque consiste en determinar qué funciones constituyen aspectos necesarios y/o exhaustivos de una tecnología. Por ejemplo, si el único papel de una tecnología es explotar a los trabajadores o si dicho papel es absolutamente necesario para su utilización, no puede ocupar un lugar en un futuro poscapitalista. El taylorismo, basado por fuerza en el control y la explotación intensificada de los trabajadores, sería rechazado sobre estos criterios. El armamento nuclear, que requiere la capacidad de producir destrucción masiva, tampoco tendría lugar en un mundo poscapitalista.118 No obstante, en su mayoría, las tecnologías serán más ambiguas. Si bien la tecnología diseñada para reducir la mano de obra especializada permite el dominio de una clase directiva, también abre espacios para compartir y reducir el trabajo. Si bien la tecnología que reduce los costos de producción reduce el porcentaje de empleados, también reduce la necesidad de que las personas trabajen. Si bien una tecnología que centraliza la toma de decisiones sobre la infraestructura facilita el control privado, también ofrece un punto nodal para la toma de decisiones colectiva. Estas tecnologías encarnan ambos potenciales al mismo tiempo y la labor de la reorientación es hallar la forma de alterar el equilibrio entre ellos. Uno de los objetivos de cualquier izquierda orientada hacia el futuro podría ser esbozar estos parámetros generales de decisión y emprender más investigaciones y análisis para determinar cómo las tecnologías específicas podrían reorientarse y movilizarse hacia un proyecto poscapitalista. Esto resulta de particular importancia para los trabajadores del sector tecnológico que están construyendo, mediante sus decisiones creativas, el terreno de la política del futuro.119 Sin embargo, hemos de ser claros: sin un cambio simultáneo en las ideas hegemónicas de la sociedad, las nuevas tecnologías continuarán desarrollándose por las vías capitalistas y las viejas permanecerán comprometidas con los valores capitalistas.
De ahí que esta estrategia hegemónica sea necesaria para cualquier proyecto que busque transformar la sociedad y la economía. Y, en muchos sentidos, la política hegemónica es la antítesis de la política folk. Busca persuadir e influir, en lugar de suponer una politización espontánea; funciona en escalas múltiples y no sólo en lo tangible y lo local; busca encontrar formas de poder social de larga duración y no temporales, y opera en ámbitos que no suelen ser superficialmente «políticos», en lugar de concentrarse en los medios políticos más espectaculares, como las manifestaciones en las calles. Una estrategia contrahegemónica incluiría esfuerzos por transformar el sentido común de la sociedad, revivir una imaginación social utópica, repensar las posibilidades de la economía y, con el tiempo, reorientar las infraestructuras tecnológicas y económicas. Ninguno de estos pasos basta por sí solo, pero son ejemplos de cómo pueden emprenderse acciones para construir las condiciones sociales y materiales para un mundo postrabajo: todos ellos preparan el terreno para un momento en que el cambio transformador pueda ocurrir, sustentado por un movimiento de masas. No obstante, la estrategia de la contrahegemonía, tal como se ha esbozado hasta ahora, sigue siendo abstracta. Lo que se necesita es una idea de cómo exactamente una estrategia contrahegemónica podría cobrar fuerza en el mundo real. La hegemonía debe crearse y el poder, construirse. A continuación, veremos cómo puede crearse ese poder y quién puede construirlo.