Comemos rápido, sin pensar y, normalmente, mal. Las prisas del mundo moderno nos llevan a abandonar lo que antaño fueron ceremonias sociales. Hemos sustituido el fuego del hogar por la televisión y los ritmos naturales de luz y oscuridad por el reloj. Por supuesto, también hemos pasado de no tener horario para cazar o labrar los campos a la obligatoriedad de fichar. Con todo esto, el concepto de una vida sana y equilibrada se antoja una quimera.
En palabras de la antropóloga Carmen Bonilla: «No sabemos alimentarnos. Hemos perdido la noción del valor que tiene aquello que nos llevamos a la boca. Nuestros antepasados más lejanos comían cuando comían y lo que podían. Carecían de abundancia y, por tanto, su ágape siempre era esencial. Pero cuando se sentaban a la mesa, que en este caso no era tal, sino el frío suelo de la cueva, disfrutaban de los dones que les había dado la naturaleza. No se planteaban adelgazar, ni tampoco conceptos como alimentos disociados, altos o bajos en colesterol, con o sin azúcar... Su cuerpo —el nuestro también— estaba y está programado para la supervivencia, para aglutinar el máximo de reservas en forma de grasa en previsión de no poder comer el día siguiente».
En las sociedades del Primer Mundo, las necesidades de nuestro organismo van por un lado y las de nuestra mente consciente por otro. Nuestro cuerpo sigue preocupándose por el futuro y ansía reservar grasa para posibles días de carestía, mientras que la mente, influida por espejos, modas, estereotipos, emociones y falsos tabúes, parece perseguir todo lo contrario. Hasta que no exista una comunión entre ambos, un equilibrio, tendremos problemas dietéticos.
Pero las adversidades con respecto a lo que comemos y cómo nos afecta no sólo vienen de esta dicotomía, sino que también proceden del ritmo de vida, del «aquí te pillo, aquí te mato». Se calcula que más de un 60 % de la población trabajadora come fuera de casa. Ello implica ingerir uno de los ágapes más importantes del día sentados en un ruidoso restaurante de menú o comer en nuestro centro de trabajo, tras recalentar en un microondas alimentos que hemos cocinado horas antes.
Es cierto que fuera de casa podemos acceder a menús equilibrados con ensaladas, verduras y sopas, que nos ofrezcan segundos platos de carnes o pescados a la parrilla, así como piezas de fruta para el postre: esencialmente, la cada vez más reivindicada dieta mediterránea. El problema está en que la tentación, mediatizada por las prisas de volver al trabajo cuanto antes o de no darle a la acción de comer la importancia que realmente tiene, nos lleva a seleccionar cualquier plato combinado, cuyos ingredientes se sustentan en frituras, rebozados, exceso de grasas, etc.
Sólo cuando comemos en nuestra casa, algo que evidentemente no siempre es posible, sabemos qué estamos ingiriendo, cuánto tiempo hace que han sido preparados los platos, cuántas veces se ha utilizado el aceite de la fritura, qué tipo de grasas empleamos o si la salsa condimenta o disimula los ingredientes.
No sólo estamos perdiendo los buenos hábitos a la hora de comer. Comer es comer, no ver la tele, discutir proyectos laborales, revisar la reunión que tendremos a primera hora de la tarde, estudiar, pasar apuntes en el último momento, etc. No se come porque toque ni porque sea la hora, o al menos no debería ser así.
Nuestro día a día no contempla como valor esencial la alimentación. Es como si sólo nos acordásemos de ella cuando no nos queda más remedio que hacer dieta. Para el psicólogo Alfons Ramírez, «nuestro día a día es un zapping emocional continuo. Somos capaces de atender las necesidades sociales y familiares, las laborales, las de consumo, las domésticas y, cada vez más, pensamos que las alimenticias no necesitan protagonismo ni exclusividad, con lo cual acabamos mezclándolas con las anteriores. En mi consulta hago una pregunta a mis pacientes con la que siempre les sorprendo: “¿Cuánto tiempo destinas a tu alimentación?”. La respuesta siempre es la misma: “Lo normal”. Y desgraciadamente esta normalidad pasa por ir al supermercado justo antes de comer o de que cierren, al darse cuenta de que no hay nada en casa. Pasa por adquirir productos precocinados, elaborar platos deprisa y corriendo e ingerirlos mientras se hace otra cosa. Eso en el mejor de los casos. En otras ocasiones, la respuesta “Como cualquier cosa rápida, como un bocadillo o una barrita energética, y luego ceno bien” confirma la ausencia de prioridad alimenticia y la falta de conocimientos dietéticos».
Efectivamente, los testimonios que recoge Ramírez confirman que se ha olvidado aquel dicho de las abuelas que afirmaba que había que desayunar como un rey, comer como un príncipe y cenar como un mendigo. Los dietistas ratifican que la primera comida del día, el desayuno, debe ser la más relevante de todas, mientras que la cena, obligatoriamente, debe ser la más frugal, dado que el gasto calórico que se producirá tras ella será mínimo.
No sabemos comer. No apreciamos el ritual del ágape. Nos conformamos con alimentarnos muchas veces con cualquier cosa o con productos poco recomendables. Dejamos que prevalezca el estrés de nuestras obligaciones y, encima, vivimos en una sociedad de confort donde curiosamente cada vez hay menos tiempo para disfrutar de las cosas. ¿Cómo esperamos que reaccione nuestro organismo? Sin duda, mal. Pero, por si todo ello no fuera poco, hay otra piedra más en este camino: la presión social. Aquella que nos exige mentes perfectas en cuerpos perfectos, aunque sea a golpe de bisturí. La que nos recuerda, a través de miles de impulsos publicitarios, que vigilemos nuestros bífidus, potenciemos nuestras defensas, activemos las digestiones, pero que, paralelamente, nos bombardea con productos precongelados, precocinados, bollería industrial, comida rápida, etc.
Entre los años 2000 y 2004, en nuestro país fueron analizadas 32000 personas. La buena noticia es que, con respecto a los últimos 20 años, la población española había crecido hasta 3,4 cm de media en los hombres y 4,2 en las mujeres, con lo que se equiparaba a la media europea. La mala noticia es que, aunque a lo alto éramos europeos, a lo ancho nos parecíamos cada vez más a los americanos, una población con un problema de sobrepeso evidente, ya que se calcula que a finales de 2008 el 73 % de los estadounidenses será obeso o padecerá problemas de sobrepeso.
Hace 20 años, sólo un 5 % de niños y adolescentes españoles eran obesos; hoy lo son el 15 %, según el estudio antropométrico realizado por cinco hospitales universitarios españoles y coordinado por el jefe del servicio de pediatría del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona, el doctor Antonio Carrascosa. En dicho estudio se concluye que se ha ganado más peso que altura. España ha crecido, pero ha engordado de forma desproporcionada en comparación con la altura.
La explicación que han dado los investigadores al citado fenómeno es que la especie humana no está adaptada para la sobreabundancia de la sociedad del bienestar. Con lo cual, volvemos, metafóricamente, a la cueva, pero con una diferencia: como hicieron nuestros antepasados, comemos todo lo que está a nuestro alcance; sin embargo, no sólo tenemos muchísimo más que ellos, sino que, además, la caza ahora se encarga por teléfono o por Internet. En consecuencia, no hay movimiento ni gasto calórico, no hay necesidad de invertir mucho tiempo en obtener aquello que, al vivir en la sociedad del sedentarismo, nos engorda. En este sentido, los investigadores de este estudio antropométrico inciden en que los adolescentes de hoy en día —que serán los obesos de mañana— han dejado de moverse, mantienen actitudes sedentarias y, en vez de comer frecuentemente verduras, hortalizas, frutas y productos estacionales frescos, ingieren alimentos preparados con un aporte energético excesivo.
En resumen, si comiéramos de una forma sana y equilibrada en vez de precocinada, si nos moviéramos un poco más sin tener que destrozarnos necesariamente en el gimnasio de turno, si mantuviéramos una cotidianidad más relajada y diéramos a cada actividad —la de comer también— el tiempo que se merece, no tendríamos necesidad alguna de plantearnos hacer una dieta orientada exclusivamente a perder peso. Por tanto, este libro no tendría sentido.
Con anterioridad a establecer un plan de adelgazamiento hay que ser objetivo, mantener la coherencia y, por supuesto, contar con la ayuda de expertos nutricionistas, terapeutas o médicos. Antes de hacer dieta es necesario saber si de verdad la requerimos. Quizá, sólo con cambiar algunos hábitos, modificar o abstenernos de ciertas comodidades o ingredientes, será suficiente.
Llevar a cabo una dieta es una actitud, no una marca en el calendario. Sólo un 13 % de la población que lanza como gran máxima el primer día del año un deseo, como dejar de fumar, apuntarse a un gimnasio, aprender un idioma o hacer dieta, lo sigue haciendo pasados tres meses. Se calcula que sólo un 5 % llega a cumplir sus objetivos nueve meses después. Únicamente alrededor de un 2% inaugura el nuevo año y ha visto cumplidas sus expectativas. Las estadísticas confirman lo que todo el mundo intuye: las buenas intenciones de calendario son sólo eso, vagos deseos sin continuidad, espejismos que consuelan de momento nuestra falta de voluntad.
No existen dietas, pastillas o productos milagro. Lo único que va a conducirnos a mantener un peso adecuado será apostar, en el día a día, por una vida sana y equilibrada. La dieta, si entendemos como tal no aquello que está prohibido, sino el conjunto de sustancias y actitudes que forman parte de nuestra alimentación, debe ser, como cualquier hábito esencial, algo para toda la vida.
Llegados a este punto, la pregunta obvia es: ¿para qué sirve este libro? Evidentemente para que baje su peso, elimine retenciones de líquidos o reduzca volumen, pero sin milagros y con cordura.
Las dietas que le ofrecemos pueden ser un punto de partida —que debe ser custodiado por un profesional de la alimentación—, pero, una vez haya logrado sus objetivos, lo ideal sería que no tuviera que recurrir a ellas nunca más. Y solamente lo conseguirá si «aprende a comer» y reconoce el porqué de la orden cerebral del hambre —estómago vacío o vacío emocional—, programa la organización y la compra de los alimentos, y selecciona cómo, cuándo, con quién y dónde se los llevará a la boca.