Camilla hizo una rápida incursión en su cuarto, se roció de perfume y se desabrochó dos botones de la camisa. Ya que Delaney consideraba el romanticismo una mera herramienta, ella iría cargada con todo el equipo.
Recogió el alcohol de romero, unas toallas limpias y unas cuantas velas de olor.
Era consciente de que todo aquello parecía una encerrona, pero una mujer enamorada tenía derecho a usar ciertas artimañas. Al igual que un hombre receloso tenía derecho a intentar defenderse, pensó Camilla cuando, al entrar en la habitación de Delaney, vio que este había encendido todas las luces. Sus precauciones defensivas le parecieron enternecedoras. E inútiles.
—Echemos un vistazo —rodeó la cama, donde él se había sentado, y al ver su espalda se olvidó de sus cálculos y se dejó llevar por la compasión—. Oh, Del, pero ¿qué te hiciste?
—Ya está mejor.
—Seguramente, pero aun así…
El hombro, que hasta ese instante siempre había llevado oculto tras la camisa o el cabestrillo, estaba aún visiblemente hinchado. La zona contusionada era de un color amarillo cetrino con salpicaduras de verde que hacían juego con los cardenales de las costillas.
Camilla deseó poder atenderlo y cuidar de sus heridas más que cualquier otra cosa.
—No había pensado en la hinchazón —murmuró, tocando levemente el hombro.
—Ya casi ha desaparecido —él movió el hombro con intención de probar su movilidad y, al mismo tiempo, de hacerle apartar la mano a Camilla. De repente, se había dado cuenta de que no estaba listo para que lo tocara.
—Da igual. Deberíamos haberla bajado con hielo.
Al recordar lo que había pasado la vez que intentó aplicarle aquel tratamiento, se le aceleró el pulso. Sí, quería curar sus heridas y reconfortarlo. Pero eso no era lo único que quería.
—Bueno, ahora relájate y veremos qué podemos hacer para que te sientas más… cómodo.
Se dio la vuelta y empezó a colocar y a encender las velas.
—¿Qué haces con esas velas?
Camilla sonrió al percibir su tono alarmado.
—¿No has oído hablar de la aromaterapia? Procura ponerte cómodo y empezaremos con el hombro. Nunca me has dicho cómo te hiciste esas heridas.
—Fui lo bastante estúpido como para permitir que un chico condujera el coche desde el laboratorio. Hay algunas personas que sencillamente son incapaces de conducir con lluvia —dijo con fastidio—. El muy idiota tumbó el Jeep.
—¿Que lo tumbó? —preguntó Camilla, espantada—. Dios mío, tuviste suerte de no matarte.
—El chico salió con un par de arañazos —dijo Del amargamente—. Tuvo suerte de que no le partiera el cuello en ese mismo momento. Por su culpa llevo más de tres semanas en el banquillo.
—¿En el banquillo?
—¿Es que en tu mundo no se juega al béisbol, hermana? En el banquillo, como los jugadores lesionados —Delaney pensó que lo mejor sería pensar en el béisbol o en cualquier otro deporte, o en el trabajo, o hasta en política internacional. Cualquier cosa con tal de no mirarla a la luz de las velas—. ¿Cómo vas a ver si apagas todas las luces?
—Veo perfectamente bien. Con la luz encendida, no podrás relajarte.
Camilla deseó que hubiera una radio o un equipo estéreo. Algo para escuchar música. Pero tendrían que apañárselas con lo que tenían.
Se subió a la cama y se arrodilló tras él. Delaney sintió que se le hacía un nudo en el estómago y que su cuerpo se preparaba como si se dispusiera a afrontar una batalla.
—Ahora, no te hagas el fuerte —dijo ella—. Si te hago daño, dímelo. Creo que te estás recuperando bastante bien, si sólo han pasado tres semanas desde el accidente. Y, además, has adelantado muchísimo trabajo desde que estás aquí —se aplicó aceite en las manos y las frotó para calentarlo. Luego, comenzó a acariciar suavemente las zonas contusionadas—. En mi opinión, a todos nos viene bien un cambio de rutina de vez en cuando para alejarnos de lo que nos oprime y para tener una visión más clara del cuadro.
—Puede ser.
Era cierto que, desde que había vuelto a la cabaña, consideraba el proyecto desde puntos de vista que le pasaban desapercibidos cuando estaba en la excavación. Como, por ejemplo, en lo concerniente al problema del dinero.
—No te pongas tenso —murmuró ella—. Cierra los ojos, anda —sus dedos acariciaban, masajeando suavemente—. Deja vagar tu mente. ¿No jugabas en el bosque cuando eras niño?
—Claro.
Béisbol. Iba a pensar en béisbol. ¿Pero cómo demonios iba a lograrlo si ella no dejaba de hablar con esa voz exótica y sensual?
—¿Nadabas en el lago? ¿Pescabas?
—A mi madre le gusta pescar.
—¿De veras?
Al recordar a su madre ataviada con uno de sus horrendos sombreros, botas de goma y una camisa ajada, unos pantalones viejos y una caña en la mano, Delaney sonrió y cerró los ojos. Seguramente, pensar en la madre de uno era un método tan eficaz para controlar las hormonas como pensar en el béisbol. O quizá mejor.
—Nunca consiguió contagiarnos a mi padre y a mí su afición por la pesca. La verdad es que nos aburre mortalmente.
—Yo me temo que respecto a la pesca tengo los prejuicios típicos de una chica —confesó Camilla—. Los peces son escurridizos y resbalosos. Me gustan más a la parrilla con una buena salsa especiada. ¿No tienes hermanos o hermanas?
—No.
—¿Notas este nudo de aquí? —le preguntó, tocándole la nuca—. Soportas demasiada presión. Por eso eres tan irascible.
—Yo no soy irascible.
—Por supuesto que no. Eres un sol. Un auténtico encanto.
—¡Ay!
—Perdona.
Aquello sí que era una espalda, pensó Camilla, entusiasmada. Ancha, bronceada y salpicada de cicatrices que daban al traste con su posible perfección. La espalda de un guerrero, se dijo ella. Fuerte y viril. Se moría de ganas por deslizar los labios a lo largo de ella y lamer las protuberancias de sus músculos. Pero no era aún el momento de abandonar la sutileza.
En cualquier caso, quería ayudar a Delaney. Quería aliviar su malestar. Y, luego, abalanzarse sobre él.
Distraerse, se dijo. Lo que necesitaba era distraerse.
—Ese libro que tienes ahí, la novela de misterio… He leído otro del mismo autor, pero no ese. ¿Es bueno?
—Sí, no está mal.
—Tienes una pequeña selección de libros aquí, pero es bastante ecléctica.
De acuerdo, pensó él, hablarían de literatura. Hablar estaba bien. De libros, en vez de béisbol. Lo mismo daba para el caso.
—Las novelas pueden relajar la mente, o estimularla.
En ese momento, no sabía qué le estaba haciendo Camilla, si relajarlo o estimularlo. Sus caricias le resultaban deliciosas. Suaves y firmes, tranquilizadoras y excitantes a un tiempo. La sangre le hervía, a pesar de sus esfuerzos por controlarla. Sin embargo, al mismo tiempo, las molestias y la rigidez de sus músculos iban disminuyendo poco a poco.
El olor de las velas, el olor de Camilla, el sonido de su voz, tan suave y baja, fueron relajándolo hasta que su mente empezó a vagar, como le había ordenado ella.
Sintió que el colchón cedía bajo el peso de Camilla cuando esta cambió de postura. Luego, notó el suave contacto de sus dedos, de su palma, en la parte delantera del hombro. Los pechos de Camilla se apretaron cálidamente contra su espalda mientras seguía masajeándolo.
Delaney se preguntó, soñoliento, cómo sería sentir aquellos pechos en sus manos. Sin duda eran firmes, menudos, suaves. ¿Qué sabor tendrían? Un sabor cálido, dulce y esencialmente femenino.
Camilla movió la mano libre hasta su otro hombro y comenzó a masajearlo hasta que la tensión muscular se disipó.
La lluvia repiqueteaba quedamente en el tejado y la luz de las velas retemblaba, rojiza y mansa, contra sus párpados cerrados.
—Túmbate —le susurró ella al oído.
—¿Hmm?
Camilla sonrió. Tal vez estuviera demasiado relajado, pensó. No quería que se le quedara dormido. Cuanto más lo tocaba, cuanto más lo miraba, más lo deseaba.
—Túmbate —repitió, resistiendo a duras penas el deseo de lamerle el lóbulo de la oreja—. Así no llego.
Él parpadeó y abrió los ojos, intentando despejarse. Tumbarse no era buena idea. Iba a decirlo, pero entonces ella empezó a empujarlo hacia atrás. Y se estaba tan bien así, tumbado…
—Las costillas aún te duelen, ¿verdad? Ahora me ocuparé de ellas. Fue una suerte que no te rompieras ninguna.
—Sí, fue mi día de suerte.
Iba a decirle que lo dejaran, que ya había hecho bastante, porque lo cierto era que estaba tan excitado que apenas podía hilvanar dos pensamientos. Pero entonces ella se estiró sobre él para recoger el frasco de aceite que había dejado en la mesilla de noche, y aquellos hermosos pechos bloquearon su visión. Y los pocos pensamientos que le quedaban se dispersaron como hormigas.
—Podría haber sido peor —Camilla se untó las manos de aceite y se las frotó sin dejar de mirarlo—. Pero estás en muy buena forma. Tienes un cuerpo sano y fuerte —puso las manos sobre sus costillas contusionadas—. ¿Cuántos años tienes, Delaney?
—Treinta. No, treinta y uno.
¿Cómo demonios iba a recordarlo si no dejaba de sonreírle?
—Joven, fuerte y sano. Mmm —suspiró, sentándose a horcajadas cobre él—. Por eso te has recuperado tan pronto.
Él no se sentía recuperado. Se sentía débil y estúpido. Y agarrotado por una tensión de naturaleza muy distinta. Apoyada de rodillas sobre la cama, ella se movía lenta y rítmicamente, y Delaney no podía evitar imaginársela desnuda, cabalgándole.
Delaney cerró los puños para no tocarla y dijo con voz áspera y baja:
—Ya basta.
Ella siguió mirándolo a los ojos. La mirada de Delaney se había vuelto turbia. Y su respiración se había acelerado.
—Aún no he acabado —bajó las manos lentamente hasta la cinturilla de sus vaqueros y volvió a subirlas. Y sintió estremecerse su tripa—. Tienes un cuerpo magnífico, ¿lo sabías? Tan fibroso y… duro.
Él masculló una maldición.
—Basta. Me estás matando.
—¿Ah, sí? —dijo ella, moviéndose levemente sobre él—. Sólo voy a besarte, nada más, para que te sientas mejor —la mirada de Camilla era un destello dorado bajo sus pestañas cuando bajó la cabeza y, vacilante, presionó los labios contra el pecho de Delaney. Notó que el corazón de este coceaba como un potro—. ¿Mejor? —preguntó, y siguió trazando una línea de besos hasta su garganta, sobre su mandíbula y luego de vuelta hacia abajo, hasta que oyó que reprimía un gemido.
—Esto es de locos —logró decir él—. ¿Cuánto tiempo supones que puedo aguantar sin tocarte si te abalanzas sobre mí?
—¿Y quién ha dicho que no puedas tocarme? —ella cerró los dientes levemente sobre su mentón—. ¿Te he dicho yo que no me toques? Creo… —rozó con los labios la comisura de su boca—. Creo que lo que quiero está bastante claro. ¿No?
—Estás cometiendo un error.
—Tal vez —sintió que la agarraba por la pantorrilla y que subía firmemente la mano hasta su muslo. Y un destello de triunfo iluminó sus ojos—. ¿Y qué?
Delaney la deseaba tanto que no se le ocurrió qué responder. Deslizó la mano por sus caderas hasta asir su redondeado trasero.
—Te estás aprovechando de mí.
—Desde luego que sí —ella se acercó un poco más a su cara—. ¿Quieres que pare? ¿Ahora? ¿O quieres que…? —le mordió provocativamente el labio inferior y luego lo soltó—. ¿O quieres más?
Cualquiera de las dos opciones probablemente lo mataría. Pero, ya que tenía que morir, mejor morir contento.
—Todo o nada.
—Todo, entonces —dijo ella, y lo besó.
Aquel primer beso dejó a Delaney sin aliento. Atravesó su cuerpo como un rayo, de tal modo que habría jurado que todas las conexiones de su cerebro ardían de repente. Crispó la mano con la que tocaba a Camilla, subiéndola hasta su espalda y cerrándose sobre la camisa. Impaciente, casi desesperado, intentó incorporarse. Y lanzó una maldición al sentir una nueva punzada de dolor.
—No, no, déjame. Déjame —musitó ella, besándole la cara, el cuello y de nuevo la boca, apasionadamente—. Estoy loca por tu cuerpo.
Delaney dejó escapar un gemido, pero no de dolor esta vez. Ella siguió trazando una ardiente línea de besos desde su pecho hasta su vientre y viceversa. Los lentos y ronroneantes gemidos que emitía parecían vibrar y traspasar la carne de Delaney hasta que este se encontró atrapado en algún punto entre el placer y el dolor.
Ansioso por tocarla, introdujo las manos entre sus cuerpos y buscó ávidamente sus pechos.
Conteniendo el aliento, ella se echó hacia atrás, estremecida. Luego, una lenta sonrisa femenina se extendió por su cara. Mirándolo a los ojos, comenzó a desabrocharse los botones de la camisa, muy despacio.
—Yo estoy al mando —le dijo mientras se quitaba lentamente la camisa—. Y tú tendrás que quedarte ahí tumbado, completamente a mi merced.
—Me has traído aquí arriba para esto, ¿verdad?
Ella ladeó la cabeza y, echando los brazos hacia atrás, se desabrochó el sujetador.
—Sí. ¿Y?
Cuando cayó el sujetador y aquellos preciosos pechos blancos aparecieron ante sus ojos, Delaney dejó escapar un largo suspiro.
—Nada. Que te lo agradezco.
—Bien. Ahora, tócame. Me paso las noches soñando con que me toques.
Él la acarició suavemente con las puntas de los dedos y advirtió que sus ojos se nublaban.
—Yo no quería que esto pasara.
—Y yo no pensaba dejarte elección. Oh, mon Dieu, tes mains.
Sus manos, sus maravillosas manos grandes, fuertes y encallecidas por el trabajo…
Camilla era suave como los pétalos de una rosa, exactamente como Delaney había imaginado. Deseaba tratarla con suavidad, con extremo cuidado. Pero no podía refrenarse. Y cuando ella se inclinó sobre él y, apoyándose sobre los codos, volvió a besarlo en la boca, sus manos se cerraron ávidamente sobre sus pechos.
Delaney intentó cambiar de postura y maldijo otra vez, sintiendo otra punzada de dolor en las costillas.
—Necesito… quiero…
Quería cubrirla con su cuerpo, apoderarse de su boca. Y aunque le dolía el costado, logró darse la vuelta para tenderse sobre ella.
—Espera. Te harás daño.
—Cállate, cállate, cállate —medio enloquecido, Delaney le mordió suavemente la curva del hombro, jadeando sobre su piel como un lobo que olfateara a una hembra en celo.
Cuando su boca tocó al fin uno de los pechos de Camilla, ambos gimieron.
Su boca, su piel eran tan ardientes, pensó ella, dejándose llevar por sus sensaciones. Parecían casi febriles. El corazón de Delaney galopaba, y el de ella también, mientras ambos se precipitaban, ávidos, a acariciarse y besarse. El delicioso peso de Delaney hundía a Camilla en el fino colchón, dándole la impresión de estar flotando entre nubes tormentosas. Sentir aquel deseo, sentirse así de deseada, únicamente por ella misma, la volvía fuerte y audaz. Y, por lo tanto, osada.
Aquella sensación de poder le hacía hundir los dedos entre el cabello de Delaney y clavarle las uñas en la espalda, cuyos músculos se crispaban.
Bajo ellos, la cama crujía. Sobre sus cabezas, la lluvia tamborileaba incesantemente en el tejado. La luz de las velas rielaba agitada por la brisa húmeda que entraba por la ventana abierta.
Camilla se arqueó bajo él y se estremeció al sentir que Delaney luchaba con los botones de sus vaqueros.
Ella era tan suave, tan deliciosa… Y tan ardiente, pensó él, casi sin aliento, mientras le bajaba la cremallera. Camilla comenzó a frotarse contra él de inmediato, dejando escapar leves gemidos. Delaney se sentía embriagado por su olor, por el tacto de su piel, por su sabor. Y deseaba más. Deslizó los dedos bajo la fina barrera de algodón hasta encontrar su sexo. Los gemidos de Camilla se convirtieron en jadeos y los jadeos en rápidos y desarticulados quejidos. Cuando alcanzó el clímax, Delaney apretó la cara contra su vientre y se estremeció con ella.
Cuando su boca se deslizó más abajo, Camilla se aferró a la colcha y se preparó para un nuevo ataque a sus sentidos. Tenía la mente nublada, y su cuerpo, sacudido por oleadas de placer, era un amasijo de deseos y ansias ardientes.
Delaney le bajó los pantalones, ávido por descubrir su sexo. Pero el hombro herido cedió bajo su peso. Camilla dejó escapar un gemido de sorpresa cuando se desplomó sobre ella. Y mientras él maldecía enfurecido, ella comenzó a reírse.
—No pasa nada, no pasa nada. Mon Dieu! Me da vueltas la cabeza. Deja que te ayude. Deja que lo haga yo.
—Espera un minuto.
—No puedo esperar un minuto —todavía riendo, Camilla logró incorporarse. Medio desnuda y excitada, empujó a Delaney suavemente hasta que este cedió y se tumbó de nuevo de espaldas en la cama. Viendo su expresión de rabia y de frustración, se echó a reír de nuevo.
—Cuando recupere el aliento, te daré una azotaina —masculló él.
—Oh, vaya, ¿no me digas? Estoy aterrorizada —ella se giró y, levantándose de la cama, se quitó los pantalones.
Delaney sintió que se le llenaba la boca de saliva. Enfadarse, se dijo mientras ella se quitaba las braguitas, era una pérdida de tiempo. Dadas las circunstancias.
—Vuelve aquí.
—Ahora voy, pero primero… —dijo, inclinándose para desabrocharle los vaqueros— vamos a librarnos de esto. Mira, me tiemblan las manos —dijo, medio riendo—. Es por tu culpa. Me encanta que me toques.
A fuerzas de tirones, consiguió quitarle los vaqueros y los calzoncillos al mismo tiempo. Entonces volvió a mirarlo despacio. Muy despacio.
—Oh, Dios mío —musitó y luego dejó escapar un largo suspiro—. Ya decía yo que tenías un cuerpo magnífico —sus ojos brillaron con una mezcla de regocijo y deseo mientras se tendía a su lado—. Tócame otra vez. Vamos, Del, bésame.
—Estás un poquito mandona, ¿no? —gruñó él, pero la asió por la nuca con una mano y la atrajo hacia sí para besarla.
Ella se dejó arrastrar por aquel beso dulce, lento y profundo. Y cuando las manos de Delaney se deslizaron sobre ella, sintió que el beso se hacía más urgente.
—Dime que me deseas —musitó—. Di mi nombre. Di mi nombre y que me deseas.
—Camilla —su nombre resonaba una y otra vez en su cabeza—. Te deseo.
Ella se movió, cerniéndose sobre él. Y, con el pulso acelerado, se montó sobre su miembro. La primera oleada de placer la hizo oscilar hacia atrás. Se quedó quieta un momento, intentando exprimir aquella sensación hasta que sintió que iba a estallar de placer. Delaney deslizó las manos por su cuerpo y las cerró sobre sus pechos. Apoyando las manos sobre su torso, Camilla comenzó a moverse y a balancearse, arrastrándolos a ambos hacia la locura.
Camilla era tan hermosa… Delaney no sabía cómo decírselo. Era tan esbelta y blanca, con aquel tenue fulgor rosado bajo la blancura de la piel… Su pelo era como un fuego dorado. Y la luz de las velas temblaba, dorada, en sus ojos enturbiados por el placer.
Delaney no podía respirar sin inhalar su olor. La observó, excitado hasta casi el frenesí, mientras ella alcanzaba un nuevo clímax. Deseaba abrazarla, rodearla con sus brazos como si fueran cadenas. Pero las heridas y la avidez de los movimientos de Camilla se lo impedían.
Luchó por refrenarse un minuto más. Y luego otro. Pero el cuerpo le exigía el frenesí de la liberación. Y al fin, echando la cabeza hacia atrás, se dejó arrastrar hacia el orgasmo y dejó escapar un suave grito de triunfo.
Un gato que se lamiera en las patas la última gota de un cuartillo de leche no estaría más contento, pensó Camilla, todavía aturdida por el fulgor postrero de la pasión.
En Delaney todo era completamente delicioso, se dijo.
Deseaba estirarse sobre él y abrazarlo. Pero Delaney permanecía tan inmóvil que, de no ser por el sonido regular de su aliento, podría haber pasado por muerto.
Camilla se conformó con inclinarse sobre su lado bueno para darle un beso en el hombro.
—¿Te he hecho daño?
A él le dolía literalmente todo el cuerpo. Las contusiones le palpitaban como si bajo la piel tuviera un nido de demonios danzantes. Pero en ese momento el dolor y el bienestar estaban tan mezclados que apenas los distinguía. De modo que se limitó a gruñir.
Camilla arqueó las cejas, se apoyó en un codo y observó su cara. Le hacía falta otro afeitado, pensó. Aunque sentir el roce de su barba incipiente sobre la piel le había resultado extrañamente erótico.
Él abrió los ojos.
—¿Qué?
—Quieres hacerte el enfadado. Pero no te dará resultado.
Más tarde, pensó él, pensaría si le gustaba o lo incomodaba que Camilla pudiera leerle el pensamiento con tanta claridad.
—¿Por qué no? Enfadarme se me da bien.
—Sí, hasta podrías ganar un premio. Pero volverás a desearme en cuanto te recuperes, así que déjalo. No tiene sentido que te enfades.
—Estás muy segura de ti misma, ¿no?
—A veces, sí —se inclinó y le dio un beso—. Como, por ejemplo, ahora.
—Pues la verdad es que te equivocas, listilla —Camilla lo miró con el ceño fruncido y, de pronto, notó que empezaba a acariciarle un pecho—. Ya te deseo otra vez, y puede que nunca me recupere del primer asalto.
—Te recuperarás, ya lo creo que sí. Pero siento que te duela. Creo que voy a bajar a preparar una bolsa con hielo.
—Y yo creo que deberías estarte quietecita y callada cinco minutos —dijo él, y apartándole el codo, hizo que Camilla diera con la cabeza sobre su hombro bueno.
—Estás duro como una roca —masculló ella.
—No intentes ponerme en marcha de nuevo, hermana. Voy a dormir media hora.
—Pero déjame…
—¡Chist! —esta vez, Delaney zanjó la cuestión rodeándola con un brazo y tapándole la boca con la mano.
Ella achicó los ojos y pensó en darle un mordisco. Pero, antes de que pudiera decidirse, los dedos de Delaney se aflojaron y su respiración se hizo lenta y regular. Camilla comprobó asombrada que, en menos de diez segundos, se había quedado profundamente dormido.
Media hora más tarde, poco después de que la propia Camilla se deslizara de la contrariedad al sueño, Delaney la despertó con un beso apasionado. Ella emergió del sueño bruscamente, se quedó un momento en suspenso y luego se dejó arrastrar de nuevo por el deseo.
Después, mientras ella yacía flojamente sobre la cama sintiéndose aún aturdida, utilizada y deliciosamente violentada, Delaney se giró del lado bueno y, tras mascullar algo acerca de apagar las malditas velas, se quedó instantáneamente dormido.
Durante largo rato, Camilla permaneció mirando el techo, sonriendo absurdamente. De pronto comprendía que había encontrado otra pasión, una pasión cuyo nombre era Delaney Caine. El hombre con el que iba a casarse, quisiera él o no.
Por la mañana, como de costumbre, se levantó mucho antes que él. Preparó café, se sirvió una taza y salió con ella en dirección a la laguna. Tenía la impresión de que Del necesitaba dormir.
Naturalmente, tendrían que repartir su tiempo entre el yacimiento, Vermont, Virginia y Cordina. De modo que iban a tener una vida un tanto ajetreada, pero sumamente intensa e interesante.
A Del le gustaría su familia, y a su familia le gustaría Del. Cuando llegaran a conocerse, claro, pensó Camilla mordiéndose el labio. Seguramente a él no le harían ninguna gracia la etiqueta y el protocolo que exigían sus deberes como princesa de Cordina y sobrina del príncipe reinante. Pero acabaría acostumbrándose. Al fin y al cabo, en el matrimonio había que aprender a ceder a veces.
Por supuesto, primero tendría que convencerlo de que quería casarse con ella. Y, antes que nada, debía convencerlo de que estaba enamorado de ella.
Tenía que estar enamorado de ella. Camilla no podía albergar tanto amor por un hombre cuyos sentimientos no fueran recíprocos, al menos en parte.
Paseó por el bosque, contemplando los rayos oblicuos y vacilantes del sol de la mañana a través de las ramas. Por el momento, se dijo, se limitaría a disfrutar del presente, de aquellos días de paz, sin pensar en el pasado, ni en el futuro.
Al llegar a la laguna, se sentó sobre el tocón de un árbol. Tendría que buscar un viejo banco pulido por la intemperie para colocarlo allí, pensó. Y tal vez sumergiera unos cuantos semilleros de lirios de agua alrededor del borde de la laguna.
Pequeños cambios, pensó. Cambios sutiles. Nada de importancia. Porque, en realidad, no había nada de vital importancia que quisiera cambiar en lo que a Del concernía.
Había dejado su impronta en la cabaña, sí, pero al mismo tiempo había respetado su rústico encanto. Y no iba a tratar al hombre con menos respeto que a la casa.
No, Delaney le gustaba tal y como era. Sus labios se curvaron en una sonrisa mientras alzaba la taza de café. Exactamente tal y como era.
Cuando ambos se hubieran acostumbrado a aquella nueva etapa de su relación, ella encontraría un modo de contarle quién era. «Dentro de una semana», pensó. Aún podía permitirse el lujo de ocultarlo una semana.
Naturalmente, tendría que encontrar un modo adecuado de presentarle los hechos. Podía empezar por su padre, reflexionó. Mencionarle como de pasada que antaño había sido poli, y que luego se había dedicado a la seguridad privada y había comprado la finca de Virginia porque quería montar una granja. Podía decirle que sus abuelos paterno y materno eran amigos. Y que, por eso, cuando su madre se encontró en apuros, su abuelo recurrió al hijo de su viejo amigo para que la ayudara.
Un tanto confuso, pensó Camilla, pero era un buen comienzo. Luego, podía decirle algo como: «Por cierto, ¿te he comentado que mi madre es de Cordina?». Con un poco de suerte, eso abría la puerta un poco más. Y, con un poco más de suerte, Del haría algún comentario o alguna pregunta sin importancia, de modo que ella pudiera mencionar casualmente que su tío, el hermano de su madre, era Su Alteza Real Alexander de Cordina.
Seguramente Del se echaría a reír y diría algo así como: «Sí, ya, hermana. Y tú eres la reina de Java».
Ella se reiría a su vez y replicaría como si tal cosa: «No, qué va. Sólo soy una princesa pasando unos días de vacaciones».
Pero eso no funcionaría.
Camilla masculló una maldición en francés, exasperada, y apoyó la barbilla en el puño.
—¿Vienes hasta aquí para insultar a los patos?
Camilla dio un respingo, y el café se derramó en parte sobre el dorso de su mano. Ella se levantó y se giró para mirar a Del.
—Casi prefiero que te muevas como un elefante.
Y él casi prefería no pensar en lo hermosa que era. Se había despertado buscándola en la cama. Al principio, había pensado enfurruñado que, ya que Camilla se había metido en su cama, lo menos que podía hacer era quedarse allí. Pero luego, al ver que no estaba en la cabaña, le había entrado el pánico. Creyendo que se había ido, había salido precipitadamente de la casa y había echado a correr hasta que logró calmarse.
Sin embargo, comprobar que no se había ido era cien veces peor. Camilla estaba allí de pie, con el sol y el agua refulgiendo a su espalda, y parecía un personaje salido de un cuento. La luz brillaba juguetona sobre su pelo, arrancándole destellos como a las joyas de una corona. Sus ojos eran más dorados que marrones, y parecía extrañamente cálidos y resplandecientes en contraste con su piel fresca y clara. Tenía una sonrisa en los labios, en aquellos labios carnosos, largos y encantadores.
Delaney deseo estrecharla entre sus brazos. Y retenerla allí para siempre.
Pero eso era una locura.
—Hoy no me ha despertado el olor del desayuno.
—Porque aún no lo he hecho. Pensaba que querrías dormir un poco más.
—Dijimos que hoy empezaríamos pronto.
—Sí, es verdad —ella sonrió—. Pero no sabía si querrías levantarte pronto, después de lo de anoche —se acercó a él y levantó una mano para acariciarle el pelo—. ¿Cómo te sientes?
—Bien. Escucha, lo de anoche…
—¿Sí? —se puso de puntillas y le besó suavemente los labios.
Delaney sintió que se le hacía un nudo en el estómago.
—Mira, anoche no hablamos de… En fin, lo que quiero decir es que entre nosotros no hay ataduras, ¿sabes?
Camilla notó en la garganta una pequeña burbuja de indignación, pero logró tragársela.
—¿Acaso he intentado atarte mientras dormías?
—No pretendo decir que… —Delaney odiaba sentirse a la defensiva—. Sólo quiero que no haya malentendidos entre nosotros, porque como anoche no hablamos de ello… Pasamos un buen rato, nada más, y así seguirán las cosas. Y cuando se acabe, pues se acabó.
—Está muy claro —sería degradante pegarle un puñetazo, pensó Camilla. Y, además, ella estaba en contra de la violencia física. Sobre todo, si se utilizaba contra los deficientes mentales. Así que se limitó a sonreír como si nada—. Bueno, entonces, no hay nada de qué preocuparse, ¿no? —con expresión amable e incluso paciente, le acarició el pecho, los hombros y el pelo. Y luego le dio en la boca un largo y apasionado beso. Esperó hasta que sintió que la mano de Delaney se crispaba sobre su camisa y entonces se apartó de él, dejándolo estremecido—. Prepararé unas tortillas y nos pondremos a trabajar.
Sus ojos brillaban de furia y de desafío cuando echó a andar por el camino. Pero al volverse hacia él y tenderle la mano, le lanzó la sonrisa más dulce de que fue capaz.
«Bestia», pensó, no sin cierto afecto, mientras Delaney le daba la mano y echaba a andar hacia la cabaña. «Ya puedes ir preparándote para la batalla».