Pasaron una semana de paz relativa. Camilla pronto descubrió que, con Delaney, toda paz sería siempre relativa y acabó dando por descontado su mal carácter y a considerarlo parte de su encanto.
Devoraba con avidez sus libros de Arqueología, y aunque él se quejaba refunfuñando de que tocaba sus cosas, Camilla sabía que en realidad le gustaba que demostrara un interés sincero por aprender. Cuando le hacía preguntas, él las contestaba cada vez con mayor detalle. Al final, adoptaron la costumbre de discutir sus lecturas. Y Delaney incluso llegó a sugerirle de pasada algunos libros o artículos que quizá podían interesarle.
Cuando él le regaló una pequeña hacha de mano neolítica de su colección, Camilla guardó aquella antiquísima y tosca herramienta como si fuera oro en paño. Para ella, era algo más que un obsequio. Y también mucho más que una posible señal. Para ella, era un símbolo.
Delaney apenas se quejó cuando le pidió que la llevara a la ciudad a recoger su coche. Parecía dar por descontado que, fueran cuales fuesen los planes anteriores de Camilla, se quedaría unos días más.
Camilla pensaba que estaban haciendo progresos. Por otra parte, había logrado que Delaney le contara algo más sobre su vida. Sabía ya que su padre era inglés, que al igual que él se educó en Oxford y que conoció a su madre, una estadounidense, en una excavación que el doctor Caine padre dirigía en Montana. Así pues, la infancia de Delaney había transcurrido en su mayor parte entre caravanas y tiendas de campaña en diversos yacimientos dispersos por el mundo, salvo durante las temporadas intermitentes que pasaba en Inglaterra y en Vermont.
El hacha de mano que le había regalado procedía de Kent. Delaney la había desenterrado siendo un niño. Lo cual hacía que fuera un objeto doblemente precioso para Camilla.
Delaney sabía leer griego y sánscrito, y una vez había sufrido la mordedura de una serpiente coral. Bajo el omóplato izquierdo, tenía la cicatriz de una cuchillada que le había dado un borracho en un bar de El Cairo. Y por insignificantes que fueran las cosas que le contaba, a Camilla le parecían increíblemente románticas.
Una mañana, Camilla se fue en coche al pueblo a echar al correo los primeros artículos y la correspondencia de Delaney. Los artículos de los dos, se dijo con orgullo. Porque ella no sólo los había mecanografiado, sino que había sugerido cambios y puntos de vista que Delaney solía aceptar, aunque a regañadientes.
Formaban, en fin, un buen equipo.
Cuando hacían el amor, le parecía que en el mundo no había nada ni nadie más que ellos dos. El pasado y el futuro le resultaban lejanos e irrelevantes cuando se hallaba inmersa en la intensidad y el ansia de aquel presente. Y sabía, por el modo en que Delaney la miraba cuando se unían, que él sentía los mismo.
Ninguno de los hombres que habían formado parte de su vida le había causado una impresión semejante. Una impresión que no sólo era física, sino también emocional e intelectual. Camilla confiaba, esperanzada, que para Delaney conocerla a ella hubiera significado lo mismo.
Nada de ataduras, pensó resoplando. Típico. Pero, si Delaney no quería ataduras, ¿por qué había empezado a acompañarla en sus paseos por el bosque? ¿Por qué contestaba a sus preguntas pacientemente o, al menos, con relativa paciencia, teniendo en cuenta su carácter? ¿Por qué a veces lo sorprendía mirándola con una extraña intensidad, como si fuera un rompecabezas que intentaba resolver? ¿Y por qué en los momentos más inesperados se acercaba a ella y le daba un beso que la dejaba sin aliento?
Delaney estaba enamorado de ella, y no había más que hablar. Sólo que era tan duro de mollera que no se daba cuenta. O, al menos, no quería admitirlo.
Camilla le daría un poco más de tiempo y luego le diría que estaba enamorada de él. Cuando se acostumbrara a la idea, le contaría quién era.
Mientras hacía los recados, todos sus planes le parecían perfectamente razonables. Al entrar en la tienda de antigüedades, estaba de un humor excelente. Había pensado que lo mejor sería intentar venderle el reloj a Sarah antes que a nadie. Resultaba muy incómodo no disponer de dinero y tener que pedirle a Del cada vez que necesitaba algo para la cabaña. Y, además, si podía aportar algo de dinero para los gastos diarios, podría exigirle a Delaney que se esforzara un poco más en las tareas domésticas. Ya iba siendo hora de que fregara los platos.
—Buenos días.
Camilla le lanzó a Sarah una sonrisa deslumbrante mientras avanzaba esquivando los artículos de la tienda. Sarah le dio la vuelta a la revista que estaba hojeando.
—Buenos días, eh… señorita Breen.
—Me he dado cuenta de que tiene una colección de joyas y relojes de segunda mano.
—Sí —respondió Sarah cautelosamente, escudriñando la cara de Camilla.
—Me preguntaba si podría interesarle este —Camilla se quitó el reloj y se lo ofreció.
—Es precioso. Hmm… —Sarah observó vacilante el reloj, acariciando la suave superficie del oro y reparando en los diminutos diamantes—. Pero no es del tipo que solemos… —de pronto se quedó callada y miró fijamente a Camilla.
—No importa. Pensé en traérselo por si podía interesarle. Lo intentaré en la joyería.
—Es usted —musitó Sarah casi sin voz, con los ojos como platos.
Camilla sintió un nudo en el garganta, pero mantuvo una expresión serena.
—¿Disculpe?
—Creía que… Cuando vino el otro día… Sabía que me recordaba a alguien.
—Todo el mundo se parece a alguien —Camilla recogió el reloj con mano firme—. Gracias, de todos modos.
—La princesa Camilla —Sarah se llevó una mano a los labios—. No puedo creerlo. ¡La princesa Camilla, en mi tienda! Está aquí. ¡Y aquí! —con una expresión de triunfo, Sarah le dio la vuelta a la revista y la abrió. Y entonces Camilla vio, desalentada, su propia cara calificada como una de las más bellas del mundo—. Se ha cortado el pelo. Su precioso pelo…
—Sí, bueno —suspiró Camilla, resignada—. Me apetecía cambiar un poco.
—Está guapísima. Incluso mejor que… —de pronto, Sarah palideció, avergonzada—. Oh, perdone… esto… Alteza —efectuó una rápida reverencia que hizo que su pelo rubio ondeara.
—No, por favor —intentando sonreír, Camilla miró hacia la puerta y rezó por que no entrara nadie—. En estos momentos viajo de incógnito. Y prefiero que siga siendo así.
—Tengo grabado en vídeo ese documental sobre la familia real. La semana pasada, después de que entrara en la tienda, me puse a pensar y a pensar, y entonces me acordé. Vi otra vez el vídeo. Pero pensaba que debía de ser un error. La joya de la corona de Cordina no iba a dejarse caer por mi tienda para comprar unas cuantas botellas viejas. Y, sin embargo, aquí está.
—Sí, aquí estoy. Pero Sarah…
—Ese Del… —balbució Sarah, aturdida—. Sé que hay que sacarle las cosas con sacacorchos, pero esto ya se pasa de la raya. Mira que tener a una princesa en la cabaña y no decir nada…
—Él no lo sabe. Y prefiero que no lo sepa todavía, por lo menos hasta que… Oh, Sarah…
Tener una princesa en la tienda era una cosa. Y tener a una princesa angustiada, otra bien distinta.
—Madre mía —mordiéndose el labio, Sarah rodeó apresuradamente el mostrador, pero no se atrevió a tomar del brazo a Camilla—. ¿Quiere beber algo, Alteza?
—Sí. Sí, gracias, me sentaría bien.
—Tengo… Vaya, estoy tan nerviosa… Tengo un poco de té con hielo en la trastienda.
—Es usted muy amable.
—Oh, no es nada. Déjeme que… Oh, Dios mío… Pondré el cartel de «cerrado» —corrió a la puerta, volvió otra vez y, retorciéndose las manos, no pudo evitar hacer otra reverencia—. Detrás del mostrador. No es gran cosa, pero…
—Me encantaría tomar algo fresco —Camilla siguió a Sarah a la pequeña trastienda y se sentó en una mecedora mientras Sarah abría aturullada la puerta de una pequeña nevera—. Por favor, tranquilícese. No soy distinta a la del otro día.
—Perdóneme, Alteza, pero sí lo es. Claro que lo es.
—No hace falta que me llame por mi título —dijo Camilla de mala gana—. Con «señora» es suficiente y, en este caso, preferiría que utilizara mi nombre.
—No creo que pueda. Verá, leo lo que publican sobre usted y su familia desde que era una cría. Somos casi de la misma edad, y yo solía imaginar que era una princesa y que vivía en un palacio y me ponía esos preciosos trajes de fiesta… Supongo que como todas las niñas —se giró hacia Camilla con ojos brillantes—. ¿Es tan maravilloso como parece?
—A veces, sí. Pero, Sarah, quisiera pedirle un gran favor.
—Lo que sea.
—Por favor, no se lo diga a nadie.
Sarah parpadeó.
—¿A nadie? ¿Absolutamente a nadie?
—Sólo durante una temporada, por favor… Verá, Sarah, ser princesa puede ser maravilloso, pero a veces, cuando era niña, yo soñaba con ser sólo eso: una niña cualquiera. Y ahora necesito un poco de tiempo para cumplir ese sueño.
—¿De veras? —a Sarah, todo aquello le parecía increíblemente romántico—. Supongo que siempre deseamos lo que no tenemos —le ofreció a Camilla un vaso de té granizado—. No se lo diré a nadie. Me costará —admitió con una sonrisa—, pero no se lo diré a nadie. ¿Podría…? ¿Le importaría… eh… señora… firmarme la revista?
—Claro que no. Muchas gracias.
—Es usted más simpática de lo que pensaba. Siempre imaginé que las princesas eran un poco, ya sabe, estiradas.
—Oh, y pueden serlo —Camilla sonrió y bebió un sorbo de té—. Depende del caso.
—Puede ser, pero, perdóneme, usted parece tan… normal.
La sonrisa de Camilla se hizo más cálida.
—Ese es el mejor cumplido que podía hacerme.
—Es muy elegante, claro. Eso lo noté enseguida, pero… —de pronto, Sarah abrió mucho los ojos y la miró estupefacta—. ¿De veras Del no lo sabe?
Camilla sintió una punzada de culpa.
—No ha salido la conversación.
—Eso es muy propio de él. Ese hombre es un despistado —Sarah alzó las manos, con las palmas hacia arriba—. Es un auténtico desastre. Cuando nosotros salíamos juntos, creo que la mitad de las veces se olvidaba de mi nombre. Y del color de mis ojos, claro. Esas cosas me ponían enferma. Pero luego me sonreía, o decía algo que me hacía reír, y se me olvidaba todo.
—Sé lo que quiere decir.
—Para algunas cosas es tan listo y para otras tan torpe… —Sarah alzó su vaso, pero estuvo a punto de derramarlo al advertir la expresión soñadora de Camilla—. ¡Dios mío! ¿Está enamorada de él?
—Sí, lo estoy. Y necesito un poco más de tiempo para que se acostumbre a la idea.
Aquello era como una película, pensó Sarah.
—Qué bonito. De verdad, esto es muy emocionante. Pensándolo bien, es perfecto.
—Lo es para mí, al menos —dijo Camilla, y se levantó—. Estoy en deuda con usted, Sarah, y no lo olvidaré —cuando le tendió la mano, Sarah se limpió la suya en los pantalones antes de estrechársela.
—Me alegra poder ayudarla.
—Vendré a verla antes de marcharme —le prometió Camilla, entrando de nuevo en la tienda. Cuando recogió su reloj, Sarah se mordió el labio otra vez.
—Alteza, señora, ¿de veras quiere vender ese reloj?
—Sí, de veras. En estos momentos ando un poco escasa de fondos.
—Yo no puedo darle lo que vale, ni siquiera la mitad. Pero podría… Podría prestarle quinientos. Y, bueno, puede llevarse el tintero que tanto le gusta.
Camilla la miró de nuevo. Estaba nerviosa, impresionada y confundida. Pero deseaba sinceramente ayudarla. Otro regalo, pensó Camilla, que guardaría como un tesoro.
—Cuando emprendí este viaje, quería descubrir… descubrir partes de mí misma que hasta entonces me eran desconocidas y al mismo tiempo ver… En fin, ahora mismo ya no estoy segura de lo que pretendía, pero creo que en definitiva era ver las cosas desde una perspectiva distinta. Y resulta sumamente gratificante haber encontrado una amiga. Tome el reloj. Lo consideraremos un intercambio entre amigas.
Del salió al porche de la cabaña y observó el accidentado camino. ¿Cuánto tiempo se tardaba en hacer unos cuantos recados? Eso era lo malo de las mujeres. Que convertían un par de recados en una especie de peregrinaje.
Tenía hambre, quería comer, tomarse una taza de café recién hecho y responder a la media docena de correos electrónicos que había recibido esa mañana. Todo lo cual podía hacerlo solo, reconoció de mala gana. Él siempre se las había apañado solo.
Lo que quería era que Camilla estuviera allí, con él.
Su vida, pensó metiéndose las manos en los bolsillos, se había ido al garete. Camilla lo ha-bía complicado todo, lo había descentrado, había arruinado su rutina.
Debería haberla dejado tirada en medio de la tormenta aquella noche. De ese modo, nada habría cambiado. Y no habría ninguna mujer ocupando su espacio. Ocupando su mente.
¿Quién demonios era Camilla? Aquella aguda y complicada mente suya guardaba extraños secretos. Si estaba metida en algún lío, ¿por qué no se lo decía para que supiera a qué atenerse?
Necesitaba que se lo dijera, que confiara en él, que acudiera a él en busca de ayuda.
Pero ¿desde cuándo demonios se veía a sí mismo como una especie de caballero andante? Aquello era ridículo, completamente absurdo.
Y, sin embargo, deseaba arreglar cualquier problema que tuviera. Y también necesitaba que confiara en él. Porque lo cierto era que, saltándose sus propias reglas, se había enamorado de ella como un crío.
Y la sensación no le gustaba nada, pensó pasándose una mano sobre el corazón. Era mucho más incómoda que las magulladuras de sus costillas. Y seguramente mucho más duradera.
Pero, en fin, si él iba a tener que acostumbrarse a la idea, ella también tendría que hacerlo.
Además, que entre ellos no hubiera ataduras no significaba que no pudiera haber confianza, ¿no? Si tenía tan poca confianza en él que ni siquiera se atrevía a decirle su verdadero nombre, ¿en qué situación estaban?
Volvió a entrar en la casa y, después de pasearse un rato por las habitaciones, salió de nuevo. Tal vez debería ir a buscarla. Se había ido hacía casi dos horas. Ya había tenido un accidente, así que podía tener otro… Quizá estuviera tendida inconsciente sobre el capó del coche, sangrando. O…
Justo cuando empezaba a entrar en un estado de agitación nerviosa, oyó su coche. Enfadado consigo mismo, volvió a entrar en la casa antes de que Camilla lo viera allí fuera. Dio dos veces la vuelta al cuarto de estar, luego se detuvo y se quedó pensando.
Romanticismo, pensó de repente. Camilla parecía creer que el romanticismo era una parte esencial de cualquier cultura. Las culturas se componían de relaciones, de rituales y de romanticismo. Tal vez debiera hacer una pequeña incursión en ese campo, a ver qué pasaba.
Entró en la cocina mientras Camilla depositaba una bolsa con comida sobre la mesa.
—Te he traído los resguardos de las cartas certificadas que he mandado —le dijo ella.
—Bien —repuso él, acariciándole de pasada el pelo porque, de todos modos, le apetecía.
Ella le lanzó una sonrisa ausente y se dio la vuelta para guardar una botella de leche en el frigorífico.
—Había algunas cartas en tu apartado de correos —frunciendo el ceño, se frotó las sienes, donde empezaba a molestarla una dolor de cabeza—. Creo que me las he dejado en el coche.
—No importa —él se inclinó y le husmeó el cuello—. Hueles muy bien.
—¿Qué? Ah —Camilla le dio una palmadita en el hombro y asió la bolsa de patatas que había comprado para la cena—. Gracias.
Decidido a impresionarla, Delaney hizo un nuevo esfuerzo. ¿Qué era lo que tanto preocupaba a las mujeres? ¡Ah, sí!
—¿Has perdido peso? —preguntó, sintiéndose muy inspirado.
—Lo dudo. En todo caso, habré engordado un par de quilos —ella sacó el frasco de café del armario y comenzó a preparar la cafetera.
A su espalda, Delaney achicó los ojos. Dado que con las palabras no parecía llegar a ninguna parte, sería mejor pasar a la acción. De pronto, la tomó en brazos y salió de la cocina.
—¿Qué estás haciendo?
—Te llevo a la cama.
—Pues podrías haber preguntado… y, además, aún no he acabado de guardar la compra.
Delaney se detuvo al pie de la escalera y le dio un beso en los labios.
—En ciertas culturas —dijo al retirarse—, las mujeres indican su deseo de mantener relaciones íntimas llenando la despensa. Lo único que estoy haciendo es interpretar una serie de signos tradicionales.
Divertida y un tanto preocupada, Camilla preguntó mientras él seguía subiendo los escalones:
—¿En qué culturas?
—En la mía. Es una tradición nueva.
—Oh, qué bonito —ella restregó la cara contra su cuello—. Creo que me has echado de menos.
—¿Echarte de menos? Pero ¿es que has ido a alguna parte? —mientras Camilla resoplaba, la tiró sobre la cama. Ella rebotó, y Delaney hizo girar el hombro—. Me he hecho daño por levantarte. Puede que hayas engordado un par de quilos.
Ella se apoyó sobre los codos.
—¿Ah, sí?
—Pero no importa. Nos libraremos de ellos enseguida —dijo, y se abalanzó sobre ella.
Camilla se echó a reír. Delaney no solía mostrarse tan juguetón, y su actitud la había pillado desprevenida. Pero, mientras rodaban sobre la cama, olvidó sus recelos.
—Pesas mucho —dijo, empujándolo—. Y no te has afeitado. Y tienes las botas puestas encima de mis sábanas limpias.
—Bla, bla, bla —dijo él y, sujetándole las manos por encima de la cabeza, la besó. Sintió que su pulso se aceleraba, que sus manos se quedaban flojas y que su cuerpo se estremecía. Le besó suavemente la mandíbula y susurró—: ¿Qué decías?
—Cállate y bésame.
Delaney le sujetó las muñecas con una mano y con la otra le desabrochó la camisa.
—Entonces, ¿estás insinuando tu deseo de mantener relaciones íntimas? —pasó un dedo por el centro de su cuerpo y jugueteó con el botón de sus pantalones mientras la miraba a la cara—. Sólo quiero asegurarme de que interpreto bien las señales.
Camilla estaba casi sin aliento.
—Tu despensa está llena desde que estoy aquí, ¿no?
—Sí, es cierto —él le bajó la cremallera y pasó los nudillos por la piel expuesta—. Estás loca por mí, ¿eh?
—Si vas a ponerte chulito…
—Puede que estuvieras esperando que entrara en tu habitación una noche —continuó él, siguiendo con los dedos la hendidura entre su pubis y su muslo—… e hiciera esto.
—Yo nunca… —ella arqueó las caderas y dejó escapar un gemido cuando Delaney tocó su sexo—. Dios mío, Del…
—Déjame enseñarte lo que yo quería hacerte.
Sin soltarle las manos, la tocó hasta lanzarla infaliblemente hacia un orgasmo y sofocó su grito asombrado con un beso mientras su cuerpo se contorsionaba. Luego, cuando ella recuperó el aliento, Delaney le mordió ligeramente los pezones erectos a través del sujetador de algodón. Le bajó las tiras y le lamió los hombros casi con delicadeza, mientras con la mano libre la acariciaba ávidamente.
Bajo él, Camilla se retorcía, empapada de deseo. Sin poder refrenarse, se estremeció, alcanzó de nuevo el clímax y pareció quedar flotando un instante, sólo para verse de nuevo impelida hacia el orgasmo cuando Delaney siguió tocándola implacablemente. Frenética, intentaba soltar las manos. Y su indefensión añadía un toque de excitado temor a sus sentidos hipersensibilizados.
Sentía el cuerpo flojo, derretido, y el calor que se deslizaba por su piel y calentaba su sangre la hacía temblar. Aun así, se arqueó de nuevo hacia él, pidiéndole más.
Oyó la voz de Delaney suave y densa.
—Te compensaré por esto —dijo él, y de un tirón rompió en dos el sujetador.
Entonces su boca, sus dientes, su lengua, encontraron al fin carne. Camilla sintió que su cuerpo entraba de nuevo en erupción y dejó escapar un gemido profundo y desgarrado.
—Déjame. Suéltame las manos. Necesito tocarte.
—No, aún no. Aún no.
Todo acabaría demasiado rápido si le permitía tocarlo. Hasta ese momento, Delaney no sabía que pudiera excitarse de aquella manera sólo con tocarla. Y quería verla gemir, débil e inerme, a su merced. Y luego poseerla.
Pero cuando la sintió quedarse floja bajo él, cuando notó que un nuevo clímax la inundaba dejándola laxa, se dio cuenta de que aún no tenía bastante. Le arrancó las braguitas, sintiendo una extraña satisfacción al oír rasgarse el delicado tejido, y a continuación volvió a arrastrarla al frenesí utilizando la boca.
Por fin, cuando Camilla pensaba que no podría soportar más placer, Delaney la penetró. Ella deslizó las manos, ya sueltas, por sus hombros sudorosos y se incorporó ávida para besarlo en la boca. Y entonces se aferró a él como una hiedra.
—Mon amour, mon couer —murmuraba, enloquecida, mientras cabalgaban juntos hacia el borde del abismo—. Toujours mon amour.
Durmieron desparramados sobre la cama, uno sobre el otro, como dos niños exhaustos. Y cuando despertaron, cubrieron de vapor las paredes de la ducha tomándose de nuevo bajo el chorro caliente.
Comprendiendo que Delaney había dado un paso sin precedentes al tomarse un día libre, Camilla preparó un picnic y lo convenció para ir a tomar un almuerzo tardío junto al lago.
No tuvo que insistir mucho. Los picnics, pensó Delaney, eran románticos. Y el romanticismo había pasado a ser la clave del juego.
Ella parecía feliz, pensó Delaney. Feliz y relajada. Su cara resplandecía, sus ojos tenían una expresión dulce. De haber sido pintor, la habría pintado en ese preciso momento y habría titulado el cuadro Retrato de Camilla feliz.
Y no se sintió ridículo, o al menos no mucho, cuando se lo dijo.
—Es que me siento feliz. Este sitio me encanta —tendida junto a la orilla, Camilla miraba las nubes algodonosas—. Hay tanto silencio que se diría que no hay nadie más en el mundo —giró la cabeza y le sonrió—. Es perfecto para un ermitaño.
—Yo no soy un ermitaño —Delaney dio cuenta del último sándwich triangular que ella había preparado—. Sólo que no me gusta que haya mucha gente a mi alrededor.
—A mí la gente me gusta —ella se tumbó boca abajo—. A menudo los desconocidos son más amables de lo que pensamos —añadió, pensando en Sarah—. Pero en ocasiones, si no se tiene un lugar donde esconderse para estar solo, o para estar tranquilo, a uno se le olvida y solo ve las exigencias, las responsabilidades, las obligaciones que los demás le imponen.
—Si no se tiene un lugar para estar solo, no se puede hacer nada.
—Tú tienes un propósito en la vida. Tienes vocación. Eso es un auténtico regalo del que no todo el mundo disfruta —sus ojos se enturbiaron—. Algunos de nosotros vamos a ciegas, buscando un propósito, y acabamos echándonos encima tantas responsabilidades que, de pronto, nos damos cuenta de que no tenemos nada, nada en absoluto.
—No creo que tú hagas nada a ciegas.
—Hmm. A veces, la eficacia puede ser un defecto. Si no te tomas un respiro, dejas de ver los defectos y también las virtudes. Puedes olvidar no sólo quién eres, sino también quién querías ser —alzó la mirada hacia él, sonriendo y luego se dio la vuelta otra vez y apoyó la cabeza sobre el regazo de Delaney—. Por eso me gusta este lugar. Porque me ha ayudado a recordar quién soy.
—¿Y quién eres, Camilla?
Ella comprendió al instante que quería una respuesta auténtica. Pero se dio cuenta de que, si se lo decía, echaría a perder aquel instante. Así que le contestó con una evasiva.
—Una mujer que no olvidará de nuevo —tomó una ciruela, le dio un mordisco y se la ofreció a Delaney—. Me gusta estar a solas contigo, Delaney.
Y dejaría que pasaran solos el resto de aquel delicioso día de descanso, antes de que Camilla de Cordina se les uniera.
Delaney deseaba ser paciente, pero la paciencia no se contaba entre sus virtudes. Había creído, incluso se había convencido, de que Camilla estaba lista para confiar en él. ¿Qué tenía que hacer para que se abriera a él?, se preguntaba. La mayoría de la gente contaba toda su vida a la primera de cambio. Ella, en cambio, salía con alguna vaga sentencia filosófica o con una caprichosa evasiva. Y se cerraba en banda.
Aquello resultaba frustrante, pero se iba a acabar. Presionaría a Camilla hasta que se lo dijera. Y para ello tendría que dejarle claro que estaban… que él estaba…
Nunca en su vida le había dicho a una mujer que la quería. Y ello nunca lo había preocupado. Ahora, en cambio, lo preocupaba.
Podía entrar en la cocina, soltárselo y acabar de una vez. Sería como arrancar un esparadrapo pegado a una herida de un tirón. O podía ir preparando el terreno poco a poco, paso a paso… lo cual sería como meterse centímetro a centímetro en una piscina de agua helada para acostumbrar al cuerpo al choque térmico.
Podía decirle: «Me gusta estar contigo. Tal vez deberías pensar en quedarte».
Podía dejarlo así durante un tiempo y luego pasar al nivel del «me importas». Ella sin duda tendría algo que decir al respecto. Ella siempre tenía algo que decir. ¿Quién hubiera creído que alguna vez llegaría a gustarle tanto escuchar a una mujer?
Pero, en cualquier caso, pensó centrándose otra vez en la cuestión, cuando hubieran pasado por todas aquellas etapas, tendría que acabar diciéndole que la quería.
—Te quiero —arrugó el ceño al oír su propia voz y lanzó una mirada de reojo hacia la cocina. Ni siquiera parecía su voz, se dijo. Aquellas palabras no se ajustaban a su boca—. Te quiero —repitió, y exhaló un suspiro. Mejor esta vez—. Ahora, cuéntame en qué clase de lío estás metida, lo arreglaremos y seguiremos adelante.
Sencillo, decidió. Directo y reconfortante. A las mujeres les gustaba que las reconfortaran.
Dios. Iba a necesitar una buena dosis de whisky para pasar aquel trago.
—Sé que es muy tarde —sujetando el teléfono entre el hombro y la mejilla, Camilla se miró la muñeca y recordó que no tenía reloj. Echó un rápido vistazo al reloj de la cocina y calculó que en Cordina era más de la una de la madrugada. No era de extrañar que hubiera despertado a Marian.
—No importa. Sólo estaba durmiendo.
—Lo siento, de veras. Pero es que tenía que hablar con alguien.
—Está bien. Espera un momento, que me centre. ¿Cuándo vas a volver a casa?
—Pronto, te lo prometo.
—Te has perdido la primera cita para probarte el vestido del baile. Tu modista está que echa chispas.
—¿El vestido del baile? —preguntó Camilla, extrañada, antes de recordar—. Ah, el Baile de Otoño. Bah, hay tiempo de sobra. Marian, estoy enamorada.
—Eso dices ahora, pero si hubieras oído a la modista chirriar los dientes, te habrías… ¿Qué? ¿Qué has dicho?
—Que estoy enamorada. Y es maravilloso. Y aterrador. Es la cosa más increíble que me ha pasado nunca. Él es perfecto. Bueno, la verdad es que a menudo resulta un tanto irritante, pero eso me gusta. Y además es tan listo y tan divertido… Y está muy comprometido con su trabajo.
—Camilla…
—Y es muy guapo. Sé que eso no importa, pero ¿no es fantástico que, ya que una se enamora de un hombre por cómo es por dentro, por fuera sea también guapísimo?
—Camilla…
—Y él también está enamorado de mí. Todavía no se ha hecho a la idea y quizá le cueste un poco de tiempo, pero…
—¡Camilla!
—¿Sí?
—¿Quién es él?
—Ah, es el hombre para el que estoy trabajando. Delaney Caine.
—¿El arqueólogo? ¿Te has enamorado de Indiana Jones?
—Hablo en serio, Marian.
—Por lo menos se parecerá a Indiana Jones, ¿no?
—Pues no. Hmm, bueno, puede que un poco sí. Pero eso no importa. Esto no es un juego, ni una película, es mi vida, Marian. Y te aseguro que me siento realmente bien.
—Ya lo noto. Camilla, me alegro muchísimo por ti. Pero ¿cuándo vas a presentárnoslo?
—Aún no lo sé —intranquila, Camilla comenzó a enredarse el cordón del teléfono alrededor de un dedo—. Ese es el problema. Cuando le explique lo que pasa, supongo que podremos arreglar las cosas para que conozca a la familia.
—¿Cuando le expliques lo que pasa? —hubo una larga pausa—. ¿Quieres decir que no le has dicho quién eres?
—Todavía no. Es que no esperaba que me ocurriera esto. ¿Cómo iba a imaginármelo? Y luego, cuando quise decírselo… —se interrumpió, nerviosa, al oír los pasos de Del en dirección a la cocina.
—Camilla, ¿cómo has podido dejar que las cosas lleguen tan lejos sin decírselo? Si está enamorado de ti…
—Es que aún no lo sé seguro —murmuró en francés—. No creía que las cosas fueran a complicarse tanto —se aclaró la garganta mientras Del sacaba la botella de whisky de un armario. No podía pedirle que se diera prisa, ni cortar a Marian, así que continuó la conversación en francés, manteniendo un tono de voz lo más tranquilo posible—. Marian, tengo derecho a mi intimidad. ¿Cómo querías que me quedara aquí si hubiera anunciado que pertenezco a la familia real? El objetivo del viaje era precisamente dejar de ser Camilla de Cordina durante unas cuantas semanas.
—Pues parece que el objetivo ha cambiado.
—Sí, es verdad, pero no hubiera podido quedarme aquí si la gente supiera quién soy. La cabaña estaría rodeado de fotógrafos y eso, por si no lo recuerdas, fue lo que me hizo marcharme.
—Si crees que ese tal Caine es capaz de avisar a los periodistas…
—No, claro que no. ¿Cómo voy a creer eso? Y, además, no he llamado para discutir contigo, Marian. Hice lo que tenía que hacer, lo que me pareció lo mejor para mí. Y en cuanto al resto —lanzó una mirada de reojo a Del, que estaba sirviéndose un vaso de whisky—, ya me las arreglaré.
—Soy tu amiga, Camilla, y te quiero. No quiero que te hagan daño, ni que te lleves una desilusión. Ni que se aprovechen de ti.
—No te preocupes, eso no pasará. Dile a mi familia que pronto volveré a casa.
—Y a la modista, ¿qué le digo?
Camilla suspiró.
—Informa a Madame Monique de que Su Alteza no la dejará en mal lugar en el baile de otoño. Ahora, vuelve a dormir, Marian —colgó y abrió la nevera para sacar un refresco mientras Del permanecía de pie, acunando el vaso de whisky—. Espero que no te importe que use el teléfono.
—No, no me importa.
—Era una llamada a cobro revertido.
—Bien. Porque seguramente me habría llevado un buen susto si hubiera visto una llamada a Cordina en mi factura de teléfono del mes que viene.
—Sí, ya me lo imagino. Así que… —Camilla se calló de repente, y dejó caer la mano que había alzado para tomar un vaso.
—Je parle français aussi —Del se llevó el whisky a los labios mientras ella se volvía para mirarlo—. Alteza.