Alice se detuvo a la entrada de la suite del tercer piso del ala de invitados en la que se alojarían durante su estancia en Cordina.
Ya era hora, se dijo, de contrastar la impresión que tenía respecto a Gabriella de Cordina.
—Me preguntaba, madame, si podría concederme un instante de su tiempo. En privado.
—Desde luego —contestó Gabriella, que desde que viera por primera vez a Alice, no había dejado de calcular sus opciones y de considerar cómo debía tratar a su invitada. En su opinión, Alice Caine prefería la franqueza. Y ella también, siempre que le era posible—. Iremos a mi sala de estar. Es muy cómoda, muy íntima.
Mientras conducía a Alice a través del palacio, hacia las habitaciones privadas de la familia, Gabriella le fue contando la historia del edificio y hablándole de su colección de arte. Mantuvo aquel tono amable y cortés hasta que se hallaron tras las puertas cerradas de su elegante sala de estar, decorada en rosa y azul.
—¿Puedo ofrecerle un refrigerio, lady Ali-ce?
—No, madame, gracias —Alice tomó asiento y cruzó las manos—. Es evidente que ambas conocemos la relación que existe entre nuestros hijos, y el modo desafortunado en que acabó a fines del pasado verano —dijo.
—Sí. Su hijo fue sumamente amable al acoger a mi hija.
—Discúlpeme, pero eso carece de importancia. Delaney no acogió a su hija por amabilidad, o al menos no del todo. No es que sea un hombre desagradable, pero sí es un poco duro de mollera.
Gabriella se recostó en la silla.
—Lady Brigston… Alice —respondió cálidamente, sintiéndose complacida por haber acertado al juzgar a su interlocutora—. No sabía si estaba haciendo lo correcto al invitarlos sin decirle nada a Camilla. Ha sido una osadía por mi parte. Quería darle tiempo a mi hija para que aclarara sus sentimientos, y al mismo tiempo quería observar su reacción al ver de nuevo a su hijo. Y, en cuanto la he visto, me he dado cuenta de que había hecho lo correcto.
—Así que ¿se ha dado cuenta de cómo se han mirado?
—Sí, me he dado cuenta. Nuestros hijos se quieren, pero ambos están dejando que el orgullo se interponga en su camino.
—Para Del, se trata de algo más que de orgullo. Mi hijo es igual que su padre. Si se le dan unos cuantos huesos, puede contar la vida y milagros de la mujer a la que pertenecieron hace tres mil años. Pero, respecto a las mujeres de carne y hueso, es un completo ignorante. No es que sea un estúpido, madame…
—Llámeme Brie, por favor —la interrumpió Gabriella.
Alice tomó aliento y se sentó más cómodamente en la silla. Al igual que su hijo, conocía las exigencias del protocolo… y, al igual que él, las encontraba perfectamente absurdas. Se alegraba de que Su Serenísima Alteza sintiera del mismo modo.
—Brie, entonces. Mi hijo no es ningún tonto. Simplemente, es un Caine. De la cabeza a los pies.
—A mí no me gusta interferir en la vida de mis hijos —comenzó a decir Gabriella.
—Ni a mí tampoco. Técnicamente.
Se quedaron calladas un momento y, luego, ambas sonrieron.
—¿Por qué no tomamos una copita de brandy? —sugirió Gabriella.
Alice pensó que era una suerte poder observar a la mujer a la que amaba su hijo en los ojos de su madre. Y que ambas le gustaran.
—Oh, ¿por qué no?
Complacida por su respuesta, Gabriella se levantó, tomó una licorera y sirvió dos copas.
—Tengo una idea que, aunque técnicamente no interferirá en su relación, tal vez contribuya a arreglar las cosas. Mis hijos lo llamarían jugar a dos bandas.
—Soy toda oídos —diez minutos después, Alice asintió con la cabeza y dijo—: Me gusta tu estilo. Lo cual es una suerte, ya que vamos a ser consuegras —al oír voces, miró hacia la ventana—. Ese es Del. Resopla como un toro cuando está enfadado.
Se levantaron a la vez y se acercaron al balcón. Casi sin darse cuenta, se tomaron del brazo mientras observaban a sus hijos desde lo alto.
—Están discutiendo —dijo Gabriella, emocionada.
—Es fantástico, ¿no?
—No deberíamos cotillear.
—Pero si sólo estamos aquí tomando un poco el aire. ¿Qué culpa tenemos nosotras de que se estén gritando?
—Supongo que tienes razón.
Mientras se inclinaba un poco más hacia delante, Gabriella oyó que la puerta de la salita se abría y se cerraba de un portazo.
—¿Ha llegado ya ese sinvergüenza de Caine?
Avergonzada, Gabriella cerró los ojos y, al darse la vuelta, vio que su marido aparecía en la puerta del balcón.
—Reeve —murmuró.
—Usted debe de ser el padre de Camilla —encantada, Alice dio un paso adelante y le estrechó la mano—. Yo soy la madre del sinvergüenza. Justamente estábamos haciendo como que no cotilleamos mientras nuestros hijos se gritan en el jardín. ¿Quiere unirse a nosotras?
Aquel hombre alto, con el pelo negro entreverado de canas, se quedó mirándola pasmado mientras su mujer se echaba a reír.
—Bueno, demonios —fue lo único que logró decir.
Camilla no había tenido intención de discutir. De hecho, estaba decidida a no morder ningún señuelo que Del pudiera lanzarle. El muy canalla.
Lo condujo a través de los jardines a marchas forzadas, sin deleitarse como solía con los olores, las texturas y la belleza de las flores.
—Estamos particularmente orgullosos de nuestra rosaleda. Hay más de cincuenta variedades de rosas, incluyendo las especies trepadoras de las enramadas de lo que llamamos el Promenade de la Rose. Los parterres menos refinados de la zona exterior añaden, en mi opinión, un cierto encanto a la elegancia del jardín.
—Me importan un bledo las rosas.
—Muy bien, entonces iremos al jardín amurallado. Es un lugar particularmente bonito don-de…
—Corta el rollo, Camilla —agarrándola del brazo, Delaney la hizo girarse.
—Yo no le he dado permiso para que me toque, señor.
—Eso díselo a otro que no te haya visto desnuda.
Ella se puso colorada, pero su voz permaneció fría.
—Tampoco me agrada que me recuerden mis errores.
—¿Eso es lo que fue para ti? ¿Un error?
—Fuiste tú quien le puso fin.
—Y tú quien se marchó.
—¡Tú me dijiste que me fuera!
—Como si siempre hicieras caso de lo que te decía… Si hubieras sido sincera conmigo desde el principio.
—¿Y usted se atreve a hablarme de sinceridad, lord Delaney? —enfurecida, Camilla se desasió de su brazo—.
Él se puso colorado.
—Eso no tiene nada que ver. Tampoco te dije que tuve sarampión a los diez años, y no importa.
—Tu título no es precisamente un sarpullido.
—Es sólo un título, una herencia de mi padre. No tiene ninguna…
—¡Ja! Así que tu título y tu linaje no cuentan, pero los míos sí. Eres un bestia y un caradura.
—Refrena tu lengua —le advirtió él—. No es lo mismo, y tú lo sabes. Yo no me veo a mí mismo como un noble. Nunca uso el título. La mitad de las veces ni siquiera me acuerdo de que existe. Yo no vivo en un palacio y…
—¡Ni yo tampoco! ¡Yo vivo en una granja! Esta es la casa de mi tío. Dices que la mitad de las veces ni siquiera te acuerdas de tu título. Yo no tengo elección, tengo que pensar en el mío cada día, cada vez que hago un gesto, aunque sea en privado. Necesitaba vivir un tiempo como vives tú, para disfrutar de lo que tú das por descontado. De la libertad. Así que me escapé —dijo ella apasionadamente—. Me equivocara o no, hice lo que necesitaba porque tenía miedo de que…
—¿De qué?
—Ahora ya no importa. No tiene sentido pensar en ello. Será mejor pensar que fue mala suerte que acabara donde acabé aquella noche de tormenta —respondió ella, intentando recobrar la compostura—. No avergonzaré a mi tío ni al resto de mi familia discutiendo con uno de sus invitados, por muy insufrible que sea. Así que, mientras estés aquí, sugiero que procuremos que nuestros caminos no se crucen —añadió, volviéndole la espalda—. No tengo nada más que decirte.
—Vaya, qué hospitalarios soy en Cordina.
Asombrada, Camilla se dio la vuelta bruscamente.
—Mi madre… —dijo, y estuvo a punto de atragantarse—. Mi madre os ha invitado a tu familia y a ti a nuestro país, al hogar de su hermano. En público, tanto mi familia como yo te trataremos con la mayor cortesía. Pero en privado… —y añadió siseando un insulto que parecía más apropiado para una taberna francesa que para un jardín palaciego.
Del se limitó a arquear las cejas.
—Menuda lengua, Alteza.
—Ahora, creo que no tenemos nada más que decirnos.
—Yo tengo muchas cosas que decirte, hermana.
Su tono, aquella manera de referirse a ella, hizo que a Camilla se le formara un nudo en la garganta. Dándole la espalda, intentó contener las lágrimas.
—Señor, le ruego que se retire.
—Oh, deja ya ese tono —lleno de impaciencia, Delaney la obligó a girarse. Pero se quedó inmóvil al ver el brillo de las lágrimas en sus ojos—. ¿Qué haces? Deja de llorar. Si crees que por gimotear un poco vas a hacerme sentir culpable, estás muy equivocada —dio un paso atrás para apartarse de ella y buscó algo en sus bolsillos—. Cielos… Mira, no tengo pañuelo, así que trágate las lágrimas.
—Vete —murmuró ella, tan asombrada como él al sentir que una lágrima rodaba por su mejilla—. Vete dentro, o vete a América, o vete al infierno, ¡pero vete!
—Camilla —pasmado, Delaney se acercó de nuevo a ella.
—Alteza —dijo Marian, apareciendo por un sendero del jardín—. Le ruego me perdone, pero la señorita Lattimer acaba de llegar. Ya ha sido conducida a sus habitaciones.
—¿Sarah? —sorprendido, Del miró a Camilla—. ¿Has invitado a Sarah al palacio?
—Sí. Ahora mismo voy, Marian, gracias. ¿Serías tan amable de enseñarle el camino a lord Delaney a sus habitaciones o adonde quiera ir? Por favor, discúlpeme, milord.
—¿Milord? —Marian observó atentamente a Delaney mientras Camilla se alejaba a toda prisa. No sabía si insultarlo por hacer sufrir a su mejor amiga, o si suspirar de compasión ante la expresión afligida de su rostro—. ¿Desea que le enseñe el resto de los jardines?
—No, gracias, a no ser que haya a mano un estanque o una fuente donde pueda meter la cabeza.
Marian sonrió.
—Estoy seguro de que podremos arreglarlo.
Delaney se preguntaba si no les haría a todos un favor marchándose. Su madre se pondría furiosa, y su padre se quedaría desconcertado. Y ambos se sentirían avergonzados. Pero, evidentemente, para Camilla su marcha sería un alivio.
Y él no tendría que verla, ni que mirarla, ni que intentar olvidar qué aspecto tenía vestida con vaqueros y una camiseta, friendo huevos. Porque ya no parecía la misma. Allí, en el palacio, se mostraba refinada, elegante y sofisticada como los diamantes que lucía en las orejas. E igual de fría, pensaba Delaney.
Sin embargo, lo cierto era que no podía consentir que lo ahuyentara de allí… como él la había ahuyentado de su casa. Se quedaría, aunque sólo fuera para demostrarle de qué estaba hecho.
En cualquier caso, resultaba fácil no cruzarse en su camino. El palacio no era precisamente una cabaña de cinco habitaciones en los bosques de Vermont.
Además, no podía decir que no se estuviera divirtiendo, en cierto sentido. Los hermanos y primos de Camilla le caían bien. Estar con ellos era como observar a una manada de hermosos y elegantes lobos recién domesticados.
Siendo hijo único, Delaney ignoraba lo que era formar parte de una familia numerosa y alborotada. Y pronto descubrió que eso era justamente lo que formaban aquellas personas, bajos sus títulos y sus buenas maneras. Una familia. Y tan unida que le costaba trabajo recordar quién era hermano o primo de quién.
Algunos de ellos lo convencieron para visitar los establos, que eran, en realidad, como un palacio caballar. En cuanto descubrieron que sabía montar, lo acomodaron sobre un caballo.
Así fue como conoció a Alexander, el jefe de estado de Cordina, y a su hermano, el príncipe Bennett, ambos tíos de Camilla. Y al padre de esta, Reeve MacGee.
—Señor —Dorian, uno de los jóvenes, sonrió e hizo las presentaciones.
Del se removió en la silla de montar. Había recibido, naturalmente, una educación exquisita, pero podían pasar meses e incluso años sin que tuviera que utilizar sus conocimientos acerca del protocolo. Lo disgustaba tener que desenterrarlos… y aún lo disgustaba más sentirse diseccionado por tres pares de ojos penetrantes y escrutadores.
—Bienvenido a Cordina, lord Brigston —dijo Alex con una voz suave y levemente distante—. Y a mi hogar.
—Gracias, señor —montado sobre el nervioso caballo que le habían asignado, Del logró hacer algo parecido a una reverencia.
—Nos complace tenerlo entre nosotros y poder compensar en cierta medida la hospitalidad que demostró con nuestra sobrina —añadió Alex con un sutil tono de ironía.
—Ese caballo necesita correr —dijo Bennett, compadeciéndose de Delaney. «Pobrecillo», pensó. «Está perdido»—. Tiene usted pinta de poder manejarlo.
Del acusó las palabras de Alex como el pinchazo de la punta roma de un florete de esgrima, y prefirió mirar al hermano que se mostraba más amistoso.
—Es una belleza.
—Dejaremos que disfrute de su paseo. Será interesante conversar con usted acerca de su trabajo —añadió Alexander—. Que, por cierto, se ha convertido en una auténtica pasión para la princesa Camilla.
—Cuando quiera, señor.
Alex inclinó la cabeza y condujo a su montura hacia los establos. Tras lanzarle a Delaney una mirada compasiva, Bennett siguió a su hermano. Pero Reeve hizo girar a su caballo y se situó junto a Del—. Vosotros —dijo, señalando a sus hijos y sobrinos—, esfumaos —luego, girándose hacia Del, añadió—: Ya es hora de que tú y yo tengamos una pequeña charla —dijo mientras el eco de los cascos de los caballos se desvanecía colina arriba—. Me pregunto si se te ocurre alguna buena razón para que no te parta el cuello.
Bueno, pensó Del, al menos con Reeve MacGee no hacía falta tirar del protocolo. Aquel hombre parecía, en efecto, ser muy capaz de partirle el cuello. Era fibroso, ancho de hombros, y sus manos parecían fuertes y curtidas. A Del le recordaba más a un soldado que cualquier granjero que hubiera conocido nunca.
—Lo dudo —dijo Del—. ¿Quiere hacerlo aquí, o prefiere un lugar más apartado, donde pueda tirarme en una zanja?
Reeve esbozó una fría sonrisa.
—Demos una vuelta. ¿Tienes costumbre de llevar a tu casa a chicas en apuros, Caine?
—No. Camilla fue la primera. Y le aseguro que será la última.
El día era cálido, pero ventoso. Del sabía que estaba sudando, y detestaba aquella sensación. Los ojos de Reeve MacGee eran como rayos láser.
—¿Pretendes que me crea que la acogiste en tu casa por simple bondad? ¿Que no sabías quién era, a pesar de que su cara está en todas las revistas, en todos los periódicos, en las televisiones de todo el mundo? ¿Que no tenías intención de aprovecharte de ella, ni de usar su influencia en tu provecho? ¿Ni de venderle a la prensa la historia de cómo te la llevaste a la cama?
—Espere un momento —Del tiró de las riendas y le lanzó una mirada centelleante—. Yo no tengo por costumbre aprovecharme de las mujeres. Y, de todos modos, no habría podido aprovecharme de Camilla, porque ella misma me habría dado una patada en la boca de haberlo intentado. Y no tengo tiempo para dedicarme a leer revistas o a ver la televisión, ni esperaba encontrarme una princesa extraviada en una cuneta y en mitad de una tormenta. Ella dijo que andaba mal de dinero, así que le ofrecí alojamiento y trabajo. No le hice preguntas, ni le presté mucha atención.
—Alguna le prestarías, porque te la llevaste a la cama.
—Sí, es cierto. Pero eso no es asunto de nadie, más que de ella y mío. Si quiere darme una paliza por ello, adelante. Pero, como vuelva a acusarme de querer convertir lo que hubo entre nosotros en una historia barata para la prensa del corazón, seré yo quien le dé una patada en el trasero.
«Respuesta correcta», pensó Reeve, removiéndose en la silla. Indudablemente correcta. El chico tenía agallas, decidió complacido. Pero esa no era razón para no mortificarlo un poco.
—¿Cuáles son tus intenciones respecto a mi hija?
Del se puso pálido.
—¿Mis…? ¿Mis qué?
—Has oído perfectamente la pregunta, hijo. No pongas esa cara de pasmo y contéstala.
—No tengo ninguna intención respecto a su hija. Ella no quiere ni dirigirme la palabra. Voy a quitarme de su camino.
—Y yo que empezaba a pensar que no eras tan sinvergüenza, después de todo —Reeve hizo dar la vuelta a su montura—. Dale una buena carrera a ese caballo —le dijo—. Y no te caigas y te partas el cuello.
Mientras cabalgaba de regreso a los establos, Reeve pensó que probablemente aquello no era a lo que su esposa se refería al pedirle que mantuviera con Del una conversación de hombre a hombre. Pero, aun así, había sido ciertamente satisfactoria.
A Camilla le habría sentado bien un buen paseo a caballo. Pero el té de las damas requería su presencia. Como hacía buen tiempo, la recepción tuvo lugar entre la terraza meridional y la rosaleda, para que las invitadas pudieran disfrutar de las vistas sobre el Mediterráneo y de la fragancia de las flores.
Su tía Eve había querido dar a la ocasión un aire de elegancia informal, y las mesas estaba cubiertas de manteles de un suave color melocotón y puestas elegantemente con platos de cristal de un tono oscuro de azul cobalto. Alegres flores tropicales emergían de las vasijas, y los camareros vestidos de blanco servían copas de champán y tazas de té. Una arpista tocaba suavemente a la sombra de una enramada cargada de rosas blancas.
Su tía Eve, pensó Camilla, sabía cómo preparar un escenario.
Mujeres ataviadas con vestidos vaporosos se paseaban por el jardín o se reunían en grupos. Camilla se movía entre las invitadas con una copa de champán en la mano. Sonreía, intercambiaba amables saludos, charlaba un poco, y procuraba mantener el recuerdo de Del arrumbado en un rincón de su mente.
—Apenas he tenido tiempo de hablar contigo —Eve la tomó del brazo y la llevó a un lado. Su tía era una mujer menuda, dotada de una hermosa melena negra que enmarcaba a la perfección su rostro en forma de diamante. Sus ojos, de un azul oscuro y vivo, centelleaban mientras llevaba a Camilla hacia el poyete de la terraza—. Ahora no tenemos mucho tiempo —dijo con una voz que aún recordaba vagamente el acento de su Texas natal—, pero luego quiero que me cuentes tu aventura con todo detalle.
—Mamá ya te lo habrá contado todo.
—Claro —riendo, Eve la besó en la mejilla. Gabriella había hecho algo más que contarle la aventura de su hija: le había pedido ayuda para poner en práctica su plan—. Pero eso es información de segunda mano. Y a mí me gusta ir directamente a las fuentes.
—Creía que el tío Alex iba a echarme la bronca.
Eve enarcó una ceja.
—¿Eso te preocupa?
—Odio disgustarle.
—Si yo me preocupara por eso, me pasaría la vida comiéndome las uñas —Eve frunció los labios y se miró sus uñas perfectas—. No, qué va. Alex es lo que es, no le queda más remedio —añadió con mayor seriedad, mirando el mar que se extendía, azul, más allá de las playas y acantilados de su país adoptivo—. Tiene muchas responsabilidades. Nació para asumir ese papel, y fue educado para ello. Igual que tú, cariño. Pero él confía en ti completamente. Y está deseando conocer a tu chico.
—No es mi chico.
—Ah, bueno —dijo Eve, recordando que, en otro tiempo, ella también había intentado convencerse de que Alex, el heredero del trono de Cordina, no era para ella—. Digamos entonces que está muy interesado en el trabajo de lord Delaney… y en la pasión que tú pareces sentir por él.
—La tía Chris ha sido de gran ayuda —dijo Camilla, viendo a lo lejos a la hermana mayor de Eve, la cual, a pesar de no ser técnicamente su tía, era como de la familia.
—A Chris no hay nada que le guste más que una campaña por una buena causa. Eso le pasa por casarse con Su Excelencia el senador por Texas, al que le encantó discutir el asunto de la financiación del proyecto Bardville con sus correligionarios de Florida.
—Pero fue la tía Chris quien lo convenció para que lo hiciera, y le estoy muy agradecida por ello. Chris está fantástica, por cierto.
—Como recién casada —dijo Eve—. Después de cinco años de matrimonio. Siempre dijo que estaba esperando al hombre perfecto. Me alegro de que lo encontrara. Aunque cueste cincuenta años o cinco minutos —dijo, apretándole la mano a Camilla—, cuando llega el momento, una se da cuenta enseguida. Y, cuando ese momento llega, si eres un poco lista, no aceptas un «no» por respuesta. Por algo así, merece la pena luchar. En fin, volvamos al trabajo.
Camilla fue de mesa en mesa, saludando a las invitadas. Encontró tres preciosos minutos para hablar con su joven prima Marissa y vio que su hermana Adrienne estaba sentada charlando con aparente buen humor con una anciana condesa italiana sorda como una tapia. Hannah, la esposa de su tío Bennett, le hizo señas para que se acercara a la mesa sombreada en las que estaba tomando el té con la madre de Del.
—Lady Brigston y yo tenemos numerosos conocidos en común —le explicó Hannah—. La he estado friendo a preguntas sobre su trabajo, y ya estoy deseando irme a desenterrar huesos de dinosaurio.
En otro tiempo, cuando era agente del servicio de inteligencia británico, la aventura había sido el modo de vida de Hannah. Pero al convertirse en princesa y en madre de dos hijos, había cambiado una aventura por otra. Cuando era espía, se había visto obligada a ocultar su belleza y su pasión por la moda, pero como princesa le estaba permitido mostrar ambas. Llevaba el pelo rubio oscuro recogido hacia atrás en un moño, y el vestido de tarde sin mangas, del mismo vívido tono de verde que sus ojos, dejaba al descubierto unos brazos atléticos.
—A mí también me gustaría —sonriendo, Camilla obedeció la señal de Hannah y se sentó—. Aunque imagino que es un trabajo duro y tedioso. A usted debe de encantarle —le dijo a Alice.
—Es lo que siempre quise hacer, hasta cuando era niña. Otras niñas coleccionaban muñecas. Yo coleccionaba fósiles.
—Es tan satisfactorio —dijo Camilla— saber lo que uno quiere y esforzarse para conseguirlo…
—Sí, desde luego —Alice inclinó la cabeza—. Y, en mi opinión, resulta tremendamente emocionante descubrir una vocación… y trabajar para satisfacerla.
—Oh, disculpadme un momento —dijo Hannah, levantándose—. Debo hablar con la señora Cartwright —intercambió una rápida mirada con Alice… y se marchó.
—He de decir, Alteza, que tiene usted una familia maravillosa.
—Gracias. Estoy de acuerdo con usted.
—Yo por lo general me siento más a gusto en compañía de hombres. Sencillamente, no tengo mucho en común con las mujeres. En mi opinión, se preocupan demasiado por las cosas más extrañas —dijo Alice agitando una mano de uñas cortas y sin pintar, cuyo único adorno era una sencilla alianza de boda—. Pero con su madre y sus tías me siento como en mi casa —continuó—. Lo cierto es que ya les he tomado cariño.
—Gracias —dijo Camilla de nuevo, un poco colorada—. Es usted muy amable.
—¿Está muy enfadada con mi hijo?
—Yo…
—No es que la culpe —prosiguió Alice antes de que Camilla pudiera formular una respuesta diplomática—. Delaney puede ser muy… ¿cuál es la palabra? Ah, sí. Muy bruto. Sí, realmente bruto. Ha salido a su padre, así que en realidad no puede evitarlo. Supongo que le hizo pasar unos días terribles.
—No. En absoluto.
—Conmigo no hace falta que se ande con tanto tiento —dijo Alice, dándole una palmadita en la mano—. Ahora estamos solas, y yo conozco a mi hijo perfectamente. Tiene unos modales espantosos. En parte por mi culpa, no lo negaré. La verdad es que nunca me preocupé mucho por esas cosas. Además, tiene muy malas pulgas. Eso también lo sacó de su padre. Aunque la verdad es que la mitad de las veces se le pasa a los cinco minutos y ni siquiera se acuerda de por qué se ha enfadado. Lo cual resulta sumamente irritante para la otra parte, ¿no le parece?
—Sí… —Camilla sacudió la cabeza, medio riendo—. Lady Brigston, me está usted poniendo en una situación un tanto comprometida. Déjeme decirle que admiro el trabajo de su hijo, y la pasión que siente por él. Pero, respecto a nuestra relación personal, tenemos lo que podríamos llamar «estilos incompatibles».
—Es usted una joven muy bien educada, ¿eh? —Gabriella ya le había advertido que no le sería fácil traspasar la corteza de buenos modales de Camilla—. ¿Le importa que le cuente una pequeña historia? Había una vez una joven americana de apenas veintiún años, recién salida de la universidad, que albergaba en su interior una pasión devoradora por la Paleontología. La mayoría de la gente creía que estaba loca —añadió, sonriendo—. Al fin y al cabo, ¿qué hacía una chica jugueteando con huesos de dinosaurio? Sin embargo, ella logró su propósito y comenzó a trabajar en una excavación. En una excavación en particular, dirigida por un hombre cuyo trabajo admiraba —hizo una pausa, sonrió y bebió un sorbo de té—. La joven leía los libros de aquel paleontólogo, devoraba su artículos y todo lo que caía en sus manos sobre él. Para ella, era todo un héroe. Imagine su reacción cuando él resultó ser un hombre grandullón, impaciente e irascible que apenas parecía reparar en su existencia y que, cuando lo hacía, era casi siempre para quejarse.
—Definitivamente, es igual que su padre —murmuró Camilla.
—Oh, su vivo retrato —comentó Alice con cierto orgullo—. Aquel hombre hosco y desabrido y aquella joven apasionada discutían continuamente. En realidad, era sobre todo ella quien discutía, porque él era tan duro de mollera que la mayoría de las veces lo que ella decía le rebotaba en el cráneo. Lo cual resultaba tremendamente irritante.
—Sí —dijo Camilla casi para sí misma—. Muy irritante.
—Aquel hombre era fascinante. Tan brillante, tan guapo… y tan aparentemente distante. Sin embargo, comenzó a suavizarse un poco al comprobar que ella era realmente buena en su trabajo y que poseía una inteligencia aguda y penetrante. Los hombres de la familia Caine admiran ante todo la inteligencia y la curiosidad.
—Eso parece.
—La joven se enamoró perdidamente de él y, tras superar el enojo que le produjo darse cuenta de que así era, puso a trabajar aquella mente tan afilada. Persiguió al paleontólogo, lo cual a él lo aturdía. Él encontraba toda clase de razones para evitarla. Que si era quince años mayor que ella, que si no tenía tiempo para mujeres, etcétera, etcétera. Ella, por su parte, también albergaba ciertas dudas. El paleontólogo era conde de Brigston, lo cual no encajaba muy bien con su mentalidad yanqui. Aquello habría podido desalentarla, pero era una joven muy tenaz… y, en el fondo, sabía que él sentía algo por ella. Y, por otra parte, dado que el título era inseparable del hombre, y ella quería al hombre, decidió que podría vivir con aquel pequeño inconveniente. Así que ¿qué podía hacer, sino seducirlo?
Alice miró a Camilla buscando su asentimiento, y ella respondió obedientemente.
—Por supuesto.
—Durante unos deliciosos instantes, él se resistió, bufó y pateó como un caballo aterrado atrapado en un establo en llamas. Pero ella se salió con la suya. Tres semanas después, se casaron. Y, al parecer, no les ha ido mal del todo —añadió con una leve sonrisa.
—Ella era una joven admirable.
—Sí, lo era. Y dio a luz a un hombre admirable, aunque un poquito cabezota. ¿Está enamorada de él?
—Lady Brigston, yo…
—Oh, por favor, llámame Alice. Cuando te miro, veo a aquella joven, tan inteligente, tan llena de energía y tan infeliz. Sé cuál es mi lugar, pero ahora estoy apelando a Camilla, no a Su Alteza Real.
—Él no ve más que el título, y se olvida de la mujer que lo ostenta.
—Si lo quieres, no dejes que lo olvide. Llenaste su casa de flores —dijo suavemente—. Yo no recuerdo haber hecho nunca algo así. ¿Sabías que las conservó cuando tú te fuiste?
Camilla sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Él ni siquiera las veía.
—Sí, sí que las veía. Una parte de él desea alejarse de ti y volver a sumergirse en su trabajo. Imagino que los dos, siendo como sois jóvenes fuertes y capaces, no tendríais ningún problema para salir adelante por caminos separados. Pero no puedo evitar preguntarme qué haríais, hasta dónde podríais llegar, si rompierais esa barrera de orgullo y dolor y os unierais. ¿A ti no te pasa lo mismo?
«Sí», pensó Camilla. «Constantemente».
—Le dije que lo quería —murmuró—, y me echó de su casa.
Alice dejó escapar un suspiro y se recostó en la silla.
—Será burro… En fin, Camilla, me gustaría darte un pequeño consejo. Hazlo rabiar un poco hasta que te diga lo mismo. Le sentará bien. Y estoy segura de que sabrás ingeniártelas.
Del tuvo que soportar una larga y, en su opinión, aburridísima cena de etiqueta. Estaba sentado entre la condesa italiana sorda como una tapia y Adrienne, la hermana de Camilla. La única ventaja de aquel sitio era que el padre de Camilla estaba sentado en el otro extremo de la larguísima mesa. De ese modo, le resultaría más difícil clavarle el cuchillo de cortar carne.
Para cuando les sirvieron el segundo plato, Del había desechado su impresión inicial de que Adrienne era una chica simpática, pero ornamental, y había llegado a la conclusión de que se trataba de una mujer de carácter dulce y que era al mismo tiempo sumamente feliz, discreta y encantadora. Gracias a su ayuda, Del conservó la cordura tras su conversación con la condesa. Y cuando Adrienne lo miraba, el rápido brillo de sus ojos le recordaba la ironía de Camilla.
De pronto se encontró hablándole de su trabajo, después de que ella le hiciera ciertas preguntas destinadas expresamente a animarlo a ello. Hasta algún tiempo después no se le ocurrió que el talento de Adrienne consistía precisamente en su facilidad para comunicarse con los demás.
—No me extraña que Camilla esté tan fascinada —sonrió Adrienne. Delaney pensó que tenía la voz apaciguadora de su madre y los ojos centelleantes de su padre—. A ella siempre le han gustado los rompecabezas. Y, en realidad, eso es tu trabajo, ¿no? Un complejo rompecabezas. A mí nunca se me dieron bien. ¿Volverás pronto a Florida?
—Sí, muy pronto.
En realidad, no debería estar allí, pensó él.
—Cuando mis hijos sean un poco más mayores, los llevaremos allí, a Disneyworld —dijo ella, mirando a su marido, que estaba sentado al otro lado de la mesa.
Delaney también pensaría más tarde en aquella mirada. En la felicidad pura que contenía. Y se daría cuenta de que aquella expresión sólo aparecía fugazmente en el rostro de Camilla. Él la había visto una vez, mientras ella estaba tumbada en la orilla del lago. «Retrato de Camilla feliz», había pensado entonces. Y luego ella había desaparecido.