11

 

Para ser princesa, Camilla trabajaba como una bestia. Uno no podía estar ni cinco minutos a solas con ella para disculparse.

Del no sabía exactamente por qué tenía que disculparse, pero empezaba a pensar que acabaría haciéndolo. La culpa, cuyo sabor no le gustaba, le formaba un nudo en la garganta desde que aquella única lágrima había rodado por la mejilla de Camilla. Y, aparte de eso, algunos miembros de su familia eran tan condenadamente amables, o generosos, o ambas cosas al mismo tiempo, que empezaba a sentirse como un auténtico sinvergüenza.

Incluso la madre de Camilla lo había acorralado. Si es que podía llamarse así al hecho de que lo hubiera llevado a un aparte para expresarle afectuosamente su gratitud por abrirle las puertas de su casa a Camilla.

—Sé que mi hija es una mujer adulta —le decía Gabriella mientras permanecía de pie, en un mirador que daba sobre las aguas azulinas del Mediterráneo—. Y sé que además es una mujer muy capaz. Pero soy su madre, y no puedo evitar preocuparme.

—Sí, señora —dijo él, aunque en realidad nunca había visto a su propia madre a aquella luz.

—Me sentí un poco más tranquila cuando supe que estaba con alguien amable y de confianza, a quien obviamente respetaba —continuó Gabriella con una sonrisa, a pesar de que él hizo una visible mueca de estupor—. Llevaba algún tiempo angustiada por ella.

—¿Angustiada?

—Camilla llevaba mucho tiempo esforzándose en exceso. Desde la muerte de mi padre, y desde que Camilla floreció, por decirlo así, los deberes oficiales han exigido demasiado de su tiempo y de sus energías.

—Su hija tiene mucha energía.

—Sí, por lo general, sí. Pero me temo que durante el último año o dos ha estado más expuesta a la avidez de los medios de lo que era posible soportar —¿podría entenderlo él?, se preguntaba Gabriella. ¿Podía entenderlo alguien que no lo hubiera vivido? Esperaba que sí—. Ella es encantadora, como sabes, y muy vital. Pero también es la más mayor de las chicas de esa generación de la familia. La prensa la ha perseguido sin descanso, y me temo que su acoso le ha pasado factura emocional. Incluso físicamente. Yo sé lo que es eso. Cuando era joven, yo también solía escaparme. A veces, la necesidad de huir, aun de algo muy preciado, resulta irresistible. ¿No te parece?

—Sí. Yo puedo huir a mi casa de Vermont.

El rostro de Gabriella se suavizó, iluminándose. Sí, pensó, él lo entendía.

—Y yo tengo mi granja. Creo que hasta hace muy poco, Camilla no ha encontrado un lugar al que huir. Un lugar donde estar tranquila y en paz consigo misma. Gracias —añadió y, poniéndose de puntillas, le dio un beso en la mejilla—. Gracias por ayudarla a encontrarlo.

Cuando se separaron, Del se sintió más bajo que si avanzara arrastrándose sobre el vientre y dejando a su paso un rastro pegajoso. Tenía que hablar con Camilla. Con calma. Racionalmente. Tenía muchas preguntas que hacerle, y quería respuestas.

Pero cada vez que preguntaba sutilmente por ella, le decían que estaba en una reunión, o que tenía un compromiso, o que estaba despachando con su asistente personal. Del prefirió pensar que, en realidad, todo aquello significaba que estaba haciéndose la manicura, o comprando de tienda en tienda o algo parecido, hasta que Adrienne lo sacó de su error.

—Disculpa, ¿buscas a Camilla?

—No —dijo él, y se sintió ruin por mentir ante aquella hermosa y suave sonrisa—. No exactamente. Pero no la he visto esta mañana.

Adrienne llevaba en brazos a su hija recién nacida.

—Me temo que hoy tiene turno doble. Mi hijo mayor no se encuentra bien, y no quería dejarlo solo. Así que Camilla ha ido al hospital en mi lugar. Yo tenía que visitar el ala de pediatría, pero como el pequeño Armand está enfermo, no quería marcharme…

—Ah… Espero que no sea nada grave.

—Ahora está durmiendo la siesta, y parece encontrarse mucho mejor. Se me ha ocurrido sacar al bebé a tomar un poco el aire antes de volver a ver cómo está Armand. Creo que Camilla volverá dentro de una hora. Ah, no —se corrigió—. Luego tiene una cita con nuestra madre para hablar sobre el Centro de Arte. Sé que normalmente a mediodía despacha su correspondencia, aunque hoy no sé si le dará tiempo —Adrienne siguió sonriendo. El pobrecillo se sentía tan frustrado, pensó. Y estaba tan enamorado de su hermana…—. ¿Puedo hacer algo por ti?

—No, no, gracias.

—Creo que Dorian se ha escapado a los establos —dijo ella amablemente—. Algunos de los invitados han salido a montar a caballo. Si te apetece unirte a ellos…

Delaney rechazó el ofrecimiento, pero deseó no haberlo hecho cuando poco después el príncipe Alexander lo llamó a su despacho.

—Lord Brigston, espero que no lo hayamos desatendido desde su llegada.

—En absoluto, Alteza.

El despacho era un reflejo de su ocupante, pensó Delaney. Ambos tenían un aire de elegancia, de virilidad y de lustre refinado por la tradición. El príncipe exudaba poder y dignidad. Tenía el pelo negro como la noche, surcado de hebras plateadas. Su semblante era aristocrático y anguloso. Sus ojos negros, agudos y penetrantes.

—Desde que la princesa Camilla demuestra un interés tan apasionado por la Arqueología, he estudiado algunos de sus trabajos. Los intereses de mi familia —dijo Alexander suavemente— son mis intereses. Hábleme sobre su actual proyecto.

Del obedeció, a pesar de que le desagradaba sentirse como un alumno en un examen oral. Sabía perfectamente que lo estaban juzgando y calibrando.

Cuando, veinte minutos después, fue amablemente invitado a marcharse, Del no sabía si había superado el examen o si debía vigilar con recelo al verdugo. Pero sabía que le picaba la nuca cada vez que la imagen de un hacha asaltaba su pensamiento. De pronto, pensó que cualquier hombre que pensara aun remotamente en la posibilidad de emparentar con la familia real de Cordina debía hacerse examinar la cabeza… mientras todavía la conservara sobre los hombros.

Él siempre se había considerado perfectamente cuerdo. Y, para seguir así, decidió escaparse un par de horas. Lo cual, desde luego, no era fácil. No se podía simplemente llamar a un taxi para que fuera a recogerlo a uno a palacio. Había que seguir ciertos procedimientos protocolarios, ciertas normas de actuación. Al final, Kristian, el hermano mayor de Camilla le ofreció su coche… y un chófer, si quería. Del aceptó el coche y rechazó al chófer.

Y estuvo a punto de enamorarse de una tierra que no era la suya, lo cual no le había pasado en toda su vida. Había algo asombroso y deslumbrante en aquel pequeño país a orillas del mar que hacía pensar en preciosas y antiguas joyas transmitidas de generación en generación.

Cordina se alzaba formando hileras de colinas desde la ribera del mar. Las casas, rosas, blancas y doradas, se apiñaban en las pendientes de las lomas y emergían del promontorio como si hubieran sido labradas en la roca viva. Las flores crecían en abundancia por doquier, tan espontáneamente que conferían un inefable encanto a la dramática belleza de la roca y los acantilados. La frondosidad de las majestuosas palmeras se agitaba constantemente empujada por la brisa balsámica.

La sensación de antigüedad que lo impregnaba todo atraía e intrigaba a Delaney. Generación tras generación, siglo tras siglo, aquella pequeña joya había sobrevivido y brillado, conservando su esencia sin ceder al frenético ajetreo de la civilización urbana y sin destruir con rascacielos sus amplios y pictóricos paisajes.

Imaginaba que el tiempo habría producido cambios aquí y allá. Ningún lugar permanecía siempre igual a sí mismo. En eso consistía la capacidad transformadora del ser humano. Pero cuando el ser humano poseía sabiduría además de inventiva, lograba encontrar un modo de preservar la esencia de las cosas y de satisfacer sus propósitos. Era evidente que los Bisset, que llevaban cuatro siglos en el trono de Cordina, habían sido gobernantes sabios.

En el trayecto de regreso, Delaney se detuvo en la sinuosa y empinada carretera para observar el palacio. Le pareció que era cuestión de justicia que el majestuoso edificio ocupara el punto más alto de la ciudad. Situado de cara al mar, sus blancos muros se alzaban sobre el acantilado, y sus murallas, sus torres y almenas se extendían en serpentina, remontándose con aire de soberbia a tiempos pasados.

Guerra y poder, pensó Delaney. Inseparables compañeros de cama.

Incluso en tiempos modernos se había librado allí, en Cordina, una pequeña y fea contienda. Cuando él era niño, un retorcido terrorista intentó asesinar a la familia real. La madre de Camilla fue secuestrada. Y su tía, que entonces se llamaba simplemente Eve Hamilton, había resultado herida de un disparo.

De pronto, Delaney comprendió que no había tenido en cuenta cómo afectaba a Camilla aquella historia vieja pero cercana. Y también comprendió que, pese a todo, ella no había consentido que aquel recuerdo le impidiera marcharse sola, ni regresar allí, a aquel castillo sobre el promontorio, y retomar sus obligaciones familiares.

El país y la familia real se hallaban en paz. Pero la paz era algo sumamente frágil.

Delaney suponía que quienes vivían en el palacio sabían que el edificio había sido construido con un propósito defensivo. Y su ojo de arqueólogo le revelaba la astucia de su diseño. Cordina no podía sufrir un ataque desde el mar, pues ningún ejército podría abrirse paso por las paredes de roca viva de los acantilados. Y la altura de las colinas las hacía casi inexpugnables.

El puerto hacía de Cordina un país rico y, por otra parte, había sido construido en aras de la belleza. Y Delaney consideraba la belleza una necesidad humana.

Desde donde estaba, Delaney no habría visto el palacio como un hogar, sino como un símbolo. Pero había visitado su interior, había traspasado sus verjas de hierro. Y, por más que fuera simbólico y majestuoso, era un hogar.

Tal vez Camilla hubiera vivido parte de su vida en una granja en Virginia, pero aquel lugar, aquel palacio, aquel país, era en definitiva su hogar. Y a ambos debía de resultarles obvio que, en cambio, no podía ser el suyo.

Cuando volvió a cruzar las puertas de hierro, dejando atrás a los guardias vestidos de rojo, Delaney llevaba consigo la negra nube del desaliento.

 

 

—Está de un humor de perros —le confesó Alice a Gabriella cuando consiguieron reunirse cinco minutos en el salón de música, como dos conspiradoras—. Al parecer, salió a dar un paseo en coche y regresó deprimido. Yo creo que es buena señal.

—Camilla lleva toda la tarde distraída y ensimismada. Todo está saliendo a la perfección. Ah, y mis espías me han dicho que esta mañana Delaney preguntó por ella varias veces.

—Ha sido una suerte que Camilla esté tan ocupada. Así, el chico ha tenido tiempo para pensar.

—Pues está noche, cuando la vea, no podrá ni pensar. Oh, Alice, está tan guapa con su vestido de noche… Estuve en su última prueba con la modista, y estaba espectacular.

—Vamos a tener unos nietos guapísimos —dijo Alice con un suspiro.

 

 

A Delaney no le gustaba vestirse de frac. El traje tenía tantas piezas… ¿Para qué se necesitaban tantas cuando uno podía ir tan a gusto con una camisa y unos pantalones?

Pero, al menos, había decidido marcharse por la mañana, lo cual era un alivio. Ya se había inventado la excusa perfecta para justificar su repentina marcha: un e-mail urgente que había recibido del yacimiento.

Nadie se enteraría de que aquel e-mail no existía. Esa noche, cumpliría con su obligación para no disgustar a sus padres y encontraría un modo de disculparse o, al menos, de hacer las paces con Camilla. Y luego volvería al mundo real lo más rápidamente que le fuera posible. Él no era hombre de palacios. A no ser que se tratara de desenterrar uno. Eso sí que podía resultar interesante.

Lo único que tenía que hacer era soportar las exigencias del protocolo una noche más. Estaba seguro de poder escapar también a aquel acontecimiento. Por la mañana, les presentaría sus respetos a sus anfitriones, y se largaría de allí a toda prisa.

Pero primero tenía que concluir una pequeña tarea. Tenía que expresarle a Camilla su agradecimiento por haberlo ayudado a conseguir fondos. Cara a cara, y sin la rigidez y la frialdad que le había demostrado en sus cartas. Aquello había sido una muestra de ruindad y de desagradecimiento por su parte.

Ya vestido y deseando que aquel suplicio pasara cuanto antes, Delaney se reunió con sus padres en el cuarto de estar de su suite.

—Vaya, pero qué guapa estás —resultaba extraño ver a su madre tan elegantemente vestida. Delaney sonrió e hizo girar un dedo para indicarle que se diera la vuelta. El sencillo vestido negro resaltaba su atlética figura, y las perlas de los Brigston le conferían cierta sofisticación—. Eres un bombón —dijo Delaney, y su madre se echó a reír.

—Supongo que podré aguantar estos tacones más o menos hora y media. Después, no sé lo que pasará —Alice se acercó a su marido y le enderezó la pajarita.

—No te molestes, Alice. Pienso librarme de la maldita pajarita a la primera oportunidad —rezongó Niles, pero se inclinó y la besó en la mejilla—. Pero el chico tiene razón. Eres un bombón.

—Por supuesto que sí. Y, hablando de bombones —le dijo Alice despreocupadamente a su hijo—, ¿has visto a Camilla hoy?

—No.

—Ah, bueno. Entonces, la verás esta noche.

—Sí, ya —con cientos de personas a su alrededor, pensó él. ¿Cómo demonios iba a decirle lo que tenía que decirle, una vez averiguara lo que era, si siempre estaban rodeados?—. En fin, acabemos con esto cuanto antes —sugirió al fin.

—Dios mío, eres igual que tu padre —resignada, Alice agarró a padre e hijo del brazo.

Los invitados eran anunciados formalmente y luego conducidos a la fila de recepción. A Delaney le pareció que las genuflexiones y las reverencias se prolongaban interminablemente. Pero entonces vislumbró a Camilla, y se olvidó de todo lo demás.

Ella llevaba un vestido del mismo color dorado que sus ojos. Así vestida, parecía una criatura iridiscente. Luminosa. El vestido le dejaba los hombros desnudos, se ajustaba a su cintura diminuta y a continuación se extendía en lo que parecían kilómetros y kilómetros de una seda que, a la luz de las elegantes lámparas, refulgía como el agua iluminada por el sol. Diamantes blancos y amarillos centelleaban en sus orejas, caían en complejas hileras hacia la curva de sus pechos y relumbraban en la diadema que lucía sobre el lustroso pelo corto.

En ese momento, era una princesa de cuento de hadas en carne y hueso, toda belleza, elegancia y gracia.

Y Delaney nunca se había sentido tan sapo.

Sin embargo, esperaba dejar de babear antes de llegar junto a Camilla.

—Milord.

Madame —él tomó la mano que Camilla le ofrecía y le acarició ligeramente los nudillos. ¿Era posible que aquella mujer le hubiera frito unos huevos? Si aquello era la realidad, tal vez todo lo demás no hubiera sido más que una extraña fantasía.

—Espero que disfrute de la velada.

—No creo.

La amable sonrisa de Camilla no vaciló.

—Entonces, espero que no le resulte demasiado tediosa.

—Necesito cinco minutos —murmuró él.

—Me temo que este no es momento oportuno. Suéltame la mano —susurró ella al sentir que Delaney le apretaba los dedos—. Nos están mirando.

—Cinco minutos —repitió él, mirándola a los ojos.

Y luego, de mala gana, siguió avanzando a lo largo de la fila.

 

 

Camilla sintió que el corazón se le aceleraba, pero continuó allí de pie, sonriendo y saludando a los invitados. Una mezcla de fuerza de voluntad y disciplina le impidió ceder al deseo de torcer el cuello y buscar a Delaney entre la muchedumbre que deambulaba por el salón de baile. Pero, para cuando sus tíos abrieron el Baile de Otoño de Cordina, la curiosidad y la esperanza casi la habían aturdido por completo.

Delaney la había mirado como en aquellos raros momentos en la cabaña. Como si ella fuera el centro de sus pensamientos.

Pero, mientras avanzaba por la pista del brazo de su primo Luc para ejecutar su primer baile, Camilla dejó de pensar en sus cuitas privadas. Cuando las puertas del palacio se abrían para un baile, se abrían de par en par y con deslumbrante ceremonia. El glamour y la pompa entraban a raudales. Las lámparas de cristal alumbraban los fastuosos vestidos, las refulgentes joyas, los suntuosos macizos de flores, y el champán helado burbujeaba en las copas de cristal.

En la terraza, más allá de las puertas del salón de baile, brillaba el seductor fulgor de las velas y las antorchas. En las paredes se alineaban cientos de espejos antiguos que multiplicaban el reflejo de las mujeres fastuosamente vestidas y de los apuestos caballeros mientras unos y otros giraban alrededor del suelo pulido y encerado. Las joyas brillaban y la música lo impregnaba todo.

Camilla bailó sin descanso por placer y por obligación. Y luego bailó con su padre por amor.

—Os he visto a mamá y a ti.

—¿Que nos has visto?

—Sí, os he visto bailar hace un rato. Y he pensado: «míralos —apretó la mejilla contra la de él—. ¿Cómo puede alguien apartar la mirada de ellos? Son tan guapos…»

—¿Te he contado alguna vez la primera vez que vi a tu madre?

Camilla se echó a hacia atrás y lo miró, sonriendo.

—Muchas veces. Pero cuéntamelo otra vez.

—Fue el día que cumplió dieciséis años. En un baile muy parecido a este. Ella llevaba un vestido verde pálido, no muy distinto al que llevas tú hoy. Con todo ese vuelo que hace que las mujeres parezcáis salidas de un sueño. Llevaba diamantes en el pelo, como tú esta noche. Me enamoré de ella al instante, aunque no volví a verla hasta diez años después. Era la criatura más exquisita que había visto nunca —bajó la mirada hacia su hija—. Y ahora estoy bailando con la segunda criatura más exquisita.

—Papá… —Camilla le acarició la cara con una mano—. Te quiero muchísimo. Siento haberte hecho enfadar.

—No estaba enfadado, cariño. Estaba preocupado. Pero en cuanto al sinvergüenza ese con el que estabas…

—Papá…

Él le mantuvo la mirada.

—Tengo algo que decir sobre él. Tiene potencial.

—Pero si en realidad no… —Camilla se interrumpió de repente y lo miró recelosa, achicando los ojos—. ¿Qué has dicho?

—Antes me preocupaba que apareciera algún niñato embaucador y relamido y que te llevara consigo antes de que te dieras cuentas de que era un sinvergüenza. Pero la verdad es que a Caine no se le puede acusar de ser relamido, ni embaucador.

—No, desde luego.

—Y como ya sabes que es un sinvergüenza, por lo menos sabes a qué atenerte —añadió, haciéndola reír—. Quiero que seas feliz, hija. Para mí, eso es incluso más importante que conservar a mi niña para mí solo.

—Vas a hacerme llorar.

—No, nada de eso —la apretó contra sí—. Tú eres muy fuerte.

—Quiero a Delaney, papá.

—Lo sé —Reeve vio que Delaney los estaba mirando desde otro lado del salón, entre los invitados—. Ese pobre hijo de perra está perdido. Lo tienes atrapado, cariño. Y, si no se decide pronto, házmelo saber. Todavía tengo ganas de darle una patada en el trasero.

 

 

—Decídete de una vez, Delaney.

—¿Que me decida a qué?

Alice le quitó la copa de vino que Delaney había ido a buscarle.

—¿Vas a pasarte toda la noche mirando a Camilla, o vas a sacarla a bailar?

—No ha dejado de bailar ni dos minutos en toda la noche, ¿no?

—Es parte de su trabajo. ¿O crees que le gustaba bailar con ese joven con cara de pizza y dientes de conejo que no hace más que pisarla? Vamos, ve a bailar con ella.

—Si crees que voy a hacer cola con la mitad de los hombres que hay aquí para…

—Si lo hicieras, diría que has perdido el juicio —dijo Alice—. Anda, ve ahora. Un minuto más con ese gordinflón, y le quedará una cojera permanente.

—Está bien, está bien.

Viéndolo así, era como hacerle un favor. Como acudir en su auxilio, pensó Delaney viendo que Camilla hacía una leve mueca cuando aquel tipo la pisaba de nuevo.

Sintiéndose más heroico a cada paso, Delaney avanzó sorteando a las parejas de baile. Le dio un golpecito a la pareja de Camilla en el hombro y se metió en medio tan suavemente que se sorprendió a sí mismo.

—Cambio de pareja —dijo, y se alejó girando con Camilla, dejando al chico boquiabierto.

—Eso ha sido una grosería.

—Pero ha dado resultado. ¿Qué tal tus pies?

Ella esbozó una sonrisa.

—Aparte de un par de dedos rotos, por el momento aguantan, gracias. Baila bastante bien, milord.

—Hace mucho tiempo que no bailo, pero en cualquier caso todo el mérito es suyo, madame. De todos modos, no podría hacerlo peor que tu última pareja. Pensé que te vendría bien un respiro.

—¿Rescatando de nuevo a una damisela en apuros? —preguntó ella arqueando las cejas—. Cielo santo, ya van dos veces. Ten cuidado o acabará convirtiéndose en costumbre. Dijiste que querías que habláramos cinco minutos… pero de eso hace ya dos horas. ¿Has cambiado de idea?

—No —pero, ahora que la tenía en sus brazos, no sabía qué quería hacer con esos cinco minutos—. Quería… hablarte del proyecto… de los fondos…

—Ah —Camilla sintió una punzada de desilusión—. Si se trata de asuntos oficiales, le diré a Marian que te reserve un hueco en mi agenda para mañana.

—Camilla, quería darte las gracias.

Ella se suavizó un poco.

—No hay de qué. Ya sabes que el proyecto también es importante para mí.

—Sí, lo sé. Pero ahora… —sólo tenía que inclinar un poco la cabeza, y podría besarla. Deseaba más que cualquier otra cosa saborear de nuevo su boca. Aunque fuera por última vez—. Camilla…

—El baile ha acabado —dijo ella, pero siguió mirándolo a los ojos y su voz se hizo más densa—. Debes soltarme.

Delaney lo sabía. Pero no podía hacerlo.

—Necesito hablar contigo.

—Aquí no. Por el amor de Dios, si no me sueltas, mañana verás tu cara en todas las revistas —dijo ella, sonriendo alegremente.

—Me importa un bledo.

—Tú no sabes lo que es eso, pero yo sí. Por favor, suéltame. Si quieres hablar, saldremos a la terraza.

Cuando Delaney la soltó, ella se alejó y, alzando la voz, dijo claramente y en el tono más cordial:

—Hace calor. Me pregunto, lord Delaney, si querría acompañarme a tomar un poco de aire fresco. Y, además, me encantaría beber una copa de champán.

—Por supuesto.

Ella lo tomó del brazo mientras cruzaban la pista de baile.

—Mis hermanos me han dicho que es usted un consumado jinete. Confío en que siga disfrutando de nuestros establos mientras esté aquí —dijo amablemente cuando Delaney tomó una copa de champán de una bandeja y se la ofreció.

—¿Usted monta, madame?

—Desde luego —ella dio un sorbo y se dirigió lentamente hacia las puertas de la terraza—. Mi padre cría caballos en su granja. Aprendí a montar siendo niña.

Unos cuantos invitados se habían dispersado por la terraza. Antes de que Camilla pudiera acercarse a la baranda, Del la asió del brazo y tiró de ella bruscamente hacia la amplia escalinata blanca.

—¿Quieres ir más despacio? —dijo Camilla, deteniéndose en lo alto de la escalinata—. No puedo bajar corriendo las escaleras con este vestido. Me partiré la crisma.

Delaney le quitó la copa y aguardó impaciente mientras ella se recogía la falda con la mano libre. Al llegar al pie de la escalinata, él dejó la copa, que estaba casi intacta, en la mesa más cercana, y tiró de Camilla hacia un sendero del jardín.

—Deja de tirar de mí —siseó ella—. La gente pensará que…

—Oh, relájate, ¿quieres? —contestó él.

Ella apretó los dientes y procuró mantener la compostura.

—Ya veremos si tú consigues relajarte cuando mañana tu nombre aparezca en las revistas de cotilleos de diez países distintos. En cualquier caso, llevo tacones de ocho centímetros y una falda de varios kilómetros. Así que ve más despacio.

—Yo no hago caso de los chismorreos, así que ni siquiera me enteraré si hablan de mí. Y, si voy más despacio, seguro que alguien vendrá a pedirte que hagas algo. O a adularte. O a saludarte sólo para decir que han hablado contigo. Sólo quiero estar cinco minutos a solas contigo.

La réplica que acudió a los labios de Camilla se desvaneció de pronto. Pequeñas luminarias plateadas alumbraban un sendero suavemente inundado por la luz de la luna. Camilla percibía el romanticismo de la noche en el olor de los jazmines y de las rosas y en el batir del mar. Y de su propio corazón.

Su amante quería estar a solas con ella.

Delaney no se detuvo hasta que la música se convirtió en murmullo distante.

—Camilla…

Ella contuvo el aliento.

—Delaney…

—Quería… —a la luz de la luna, Camilla parecía cubierta de perlas, pensó de pronto, mudo de asombro. Su piel refulgía. Sus ojos brillaban. Los diamantes de su pelo centelleaban, recordándole que había fuego bajo su elegancia—. Quería disculparme por… Decirte que…

Camilla no supo quién hizo el primer movimiento. Y, al fin y al cabo, qué más daba. Lo único que importaba era que de pronto se encontraron uno en brazos del otro. Sus bocas se encontraron una vez, dos. Frenéticamente. Y luego una tercera, larga y profundamente.

—Te echaba de menos —Delaney la apretó contra sí—. Dios, cuánto te echaba de menos.

Sus palabras parecieron derramarse dentro de Camilla, inundándola de placer.

—No me abandones. Por favor, no me abandones.

—Creía que no volvería a verte —él giró la cabeza y comenzó a besarle frenéticamente la cara—. Y pensaba que era lo mejor para todos.

—Yo, al principio, decidí no verte nunca más —dijo ella, riendo—. Me enfadé tanto cuando recibí esa carta… Esa carta formal, estirada y desagradable. «Los miembros del equipo de investigación del Proyecto Bardville desean expresarle su más sincero agradecimiento…». Me dieron ganas de matarte.

—Deberías haber visto el primer borrador que escribí —Delaney se echó hacia atrás y le sonrió—. Era mucho más… expresivo.

—Seguramente lo habría preferido —ella le rodeó el cuello con los brazos—. Oh, soy tan feliz… Estaba intentando imaginarme cómo podría vivir sin ti. Y ya no tendré que hacerlo. Cuando nos casemos, me enseñarás a interpretar esos informes del laboratorio con todos esos símbolos. Yo sola no podría… —se interrumpió al notar que Delaney se quedaba completamente rígido, y de pronto sintió una dolorosa punzada en el corazón—. No me quieres —dijo con escrupulosa serenidad apartándose de él—. No quieres casarte conmigo.

—Vamos a tomárnoslo con calma, ¿de acuerdo? El matrimonio… —se le cerró la garganta al pronunciar aquella palabra—. Seamos sensatos, Camilla.

—Por supuesto. Naturalmente, seamos sensatos —dijo ella en un tono extrañamente complaciente—. Adelante, empieza tú.

—Hay… hay ciertas cuestiones que deberíamos discutir —dijo él, intentando aclarar sus ideas.

—Muy bien —ella cruzó los brazos—. ¿Cuál es la primera?

—Corta el rollo, ¿quieres? —dijo él, y empezó a pasearse arriba y abajo por el sendero—. Yo tengo una profesión que exige mucho tiempo y muchas energías, ¿sabes?

—Sí.

—Cuando estoy de excavación, suelo vivir en un remolque al lado del cual la cabaña parece un hotel de cinco estrellas.

—¿Y?

Él apretó los dientes, pero logró refrenar su cólera en el último instante.

—No puedes quedarte ahí, con ese palacio a tu espalda, llevando una maldita corona en la cabeza, y decirme que no ves cuál es el problema.

—De modo que la cuestión número uno es que tenemos estilos de vida distintos y responsabilidades profesionales diferentes.

—En pocas palabras, y dejando de lado el asunto de las coronas y los zapatitos de cristal, sí, así es.

—¿Zapatitos de cristal? —dijo ella, asombrada—. ¿Es así como me ves? ¿Acaso crees que me paso la vida de baile en baile, montada en mi calabaza mágica? Yo, con mis zapatitos de cristal, tengo un papel tan importante en el mundo como tú con tus botas de trabajo.

—Por supuesto que sí. Y ese es precisamente el problema —Delaney se desató la pajarita y la tiró a un lado—. Este no es mi mundo. Yo no puedo vestirme como un pingüino cada dos por tres porque tú tengas un compromiso social. Deberías casarte con alguien a quien esas cosas no le importen. Y no pienso pedirte que dejes tus diamantes y tus vestidos para vivir en un campamento en medio de la nada. Es ridículo. Jamás funcionaría.

—Ahí es donde te equivocas. Mi padre era un policía cuyo sueño era tener una granja y que deseaba más que nada en el mundo llevar una vida tranquila trabajando la tierra. Mi madre era y es una princesa. Cuando se conocieron, ella era la señora de este palacio. Al morir su madre, asumió las responsabilidades de anfitriona, de embajadora y de primera dama de este país. Pero mi padre y ella se querían tanto que encontraron un modo de cumplir sus deseos y de asumir las responsabilidades y las obligaciones que conllevaba la forma de vida de cada uno, y de hacerse felices mutuamente —dijo Camilla alzando la barbilla—. Me siento orgullosa de ellos. Y estoy decidida a seguir el ejemplo de mi madre. Pero tú, tú con tus excusas y tus ridículas dudas, no eres ni la mitad de hombre que mi padre. Él se enamoró y demostró coraje y valentía. No se dejó intimidar por una corona porque respetaba y comprendía a la mujer que la llevaba —se recogió las faldas de nuevo y añadió—: Yo habría vivido en tu remolque y habría seguido siendo una princesa. Jamás habría faltado a mi deber. Eres tú quien no sabe que podría vivir en este palacio y seguir siendo un hombre.