El hombre del adorno de gamuza

Hansen leía Huellas y esperaba su llamada. Después de tres días, un viernes, no aguantó más en la casa del lago y condujo hasta Múnich en dirección a la plaza Münchner Freiheit. Subió las escaleras hasta el segundo piso, llamó tres veces. No salió nadie a pesar de que se oían voces dentro. Parecía que las mujeres se estaban peleando. No entendía nada de lo que decían. Volvió a llamar. Apareció una mujer con un niño en brazos, al verlo gritó en dirección al pasillo: Ha venido el yanqui. Otra voz femenina vociferó desde atrás. La Stetten no está. Y otra más exclamó: Pero que deje el café aquí. Efectivamente, había traído un kilo de café para Molly. Una figura se acercó a la puerta, una mujer de mediana edad delgada y con la cara roja vestida con una bata que se abría por delante y dejaba ver una crucecita de oro sobre un pecho arrugado.

La dama no está. Pero puede dejar el café tranquilamente.

Y le entregó el café a la mujer como si hubiera sido una orden.

¿Cuándo regresará la señora Stetten? Yo qué sé. Nunca se sabe. Y entonces aquella muniquesa de cara roja dijo: Bye-bye.

Bajó las escaleras pensando en lo aplicados que se mostraban todos con el inglés, y se preguntó por qué sabían que llevaba café consigo. Debían de haberlo olido, y el descaro de exigir el café le sorprendió tanto como su atontada obediencia. Lo bueno era que el regalo parecía pensado para todas las inquilinas y resultaba así menos embarazoso para Molly.

No le parecía que ese nombre, a pesar de haberlo elegido ella, encajara con el apellido Stetten.

Hansen tomó la Ludwigstraße y aparcó el descapotable en la universidad. Se estaba trabajando en el edificio principal, que había recibido el impacto de una bomba. Los hombres del andamio no tenían pinta de obreros. Más bien de estudiantes, algunos de los cuales bien podrían estar recién liberados del cautiverio americano. Llevaban los escombros en carretillas, quitaban a golpes el mortero de los ladrillos viejos pero todavía enteros, y se los pasaban de mano en mano hasta llegar a los que se habían subido al andamio y rellenaban los huecos de la pared. El tejado dañado se estaba tapando con lonas. Hansen los observó un rato. Hasta que uno de ellos alargó la paleta en su dirección pidiéndole que ayudara, entre risas, mientras los demás jóvenes levantaban la mirada del trabajo y la dirigían al americano de uniforme riéndose. ¿Nos echas una mano? Titubeó, se preguntó si debía seguir su impulso, unirse a ellos y pasar ladrillos. Pero entonces pensó que si se ponía a trabajar con alemanes vestido de oficial parecería que estaba congraciándose con ellos. Sería fácil hacer chistes, primero tirar bombazos y después reconstruir un poquitín. Por otro lado, por qué no, al menos simbólicamente, recogió un ladrillo y se lo lanzó a uno de los de arriba, que lo atrapó al vuelo. Thanks.

Se rieron y se despidieron de él con la mano, y ninguno le pidió cigarrillos.

Giró en la Schellingstraße. Muchos de los edificios antiguos estaban intactos, solo ligeramente dañados por cascos de proyectiles. Un tejado se había quemado. Recorrió la calle buscando hasta dar con la tienda en una casa de tres plantas, un escaparate grande separado por tres columnas de hierro forjado, cada parte a su vez dividida por puntales estrechos. En la viga de encima, también de hierro forjado, se leía en grandes letras romanas: «LIBROS ANTICUARIO GRABADOS». La entrada estaba a la izquierda. La imagen le resultaba familiar, le recordaba a las tiendas de Greenwich Village. Hansen observó los libros expuestos en el escaparate. Libros de fotografías: Durero, El Renacimiento en la Italia septentrional, Palladio, Venecia, Brueghel, Altdorfer. En la ventana derecha: una bonita última edición de autor de las obras reunidas de Goethe, lomo de piel y cantos dorados, al lado Schiller, Herder, Hesse, Thomas Mann, Heinrich Mann, Döblin, André Gide, Baudelaire, también literatura americana traducida al alemán y tres obras en inglés: ¡Absalom, absalom! de Faulkner, A Farewell to Arms de Hemingway, y allí estaba, el letrerito indicaba que se trataba de una primera edición firmada por el autor, The Waste Land.

Hansen, que se había propuesto no visitar a Wagner en la librería, al menos todavía no, entró en el local empujado por la curiosidad y acompañado por un melódico trío de campanillas. En la pared, los estantes barnizados en tono oscuro llegaban hasta el techo. Una escalera cuyo borde superior se deslizaba por una barra de acero. Dos o tres armarios acristalados en los que Hansen sabía que se guardaban las valiosas primeras ediciones firmadas. Una mesa de madera peculiarmente larga en medio de la tienda sobre la que había libros ordenados con gusto, algunos de ellos abiertos, las páginas sujetas con guijarros blancos y negros mostraban firmas o dedicatorias. Al fondo había un hombre sentado a un secreter escribiendo sin levantar la mirada, hasta que unos minutos después se puso de pie y le preguntó si necesitaba ayuda. Hansen distinguió una chaqueta color guisante y unos pantalones grises oscuros. Estaba seguro de que se trataba del anticuario Axthelm que le había descrito Wagner.

A la derecha, un poco más atrás y alejada de la luz del día, Hansen descubrió la trampilla levantada.

¿Puedo ayudarle en algo?, repitió el hombre. Hansen le pidió echar un vistazo al ejemplar expuesto de The Waste Land. El librero cogió el libro del escaparate. Un ejemplar bien conservado.

Hansen lo hojeó, vio la firma de Eliot y sobre ella una frase latina manuscrita: «Hinc primum fortuna fidem mutata novavit».

Virgilio, comentó el librero, es raro encontrarlo con esa cita escrita por Eliot que significa…; Hansen se dio la satisfacción de interrumpirlo para corregir la imagen del estadounidense inculto: En ese momento, Fortuna se volvió y fue infiel.

Sí, dijo el anticuario, correcto —jactándose de nuevo, podría decirse que impertinente—, aparte de tres líneas con el lápiz, el volumen está inmaculado. Sin manchas, sin rasgaduras en el papel. Un ejemplar exquisito.

No negoció, compró The Waste Land por cinco dólares. Mientras el librero envolvía el libro en papel de seda y después en un papel de embalar más grueso y reutilizado, Hansen descubrió sobre la mesa de madera Una juventud en Alemania de Ernst Toller. Una primera edición publicada en 1933 en Ámsterdam.

Un estudiante en el seminario de St. Louis había presentado una ponencia sobre aquella biografía. Hansen también compró ese libro y pagó con marcos imperiales, casi sin valor, lo que decepcionó visiblemente al anticuario, que esperaba dos dólares. Así que Toller solo fue envuelto en papel de embalar. Hansen señaló la trampilla abierta: ¿La carbonera?

No, el almacén. Hansen se acercó al agujero cuadrado. Una tenue luz iluminaba aquel mundo subterráneo. No vio a Wagner.

Salió de la tienda acompañado por el sonido de las campanillas.

Condujo hasta Odeonsplatz. En la pared del Feldherrnhalle alguien había escrito con pintura blanca «Aquí comenzaron las desgracias». La placa de bronce que conmemoraba como mártires a los dieciséis golpistas caídos se había arrancado y estaba tirada en la alcantarilla. En el aire flotaba el olor a mampostería fresca. Dos mujeres con vestidos de verano agarradas del brazo pasaron junto a él y le sonrieron. Él les hizo un gesto con la cabeza.

George le había dicho que las chicas se volvían locas por aquellas gafas de sol de aviador. Pilot’s goggles. Creen que la montura es de oro. Decía que las mujeres eran increíblemente fogosas. Y dispuestas a todo. El vencido se somete por completo. Eso alivia la conciencia. La derrota anula la moral. Hansen les preguntó a las dos mujeres a qué se dedicaban. Maestras infantiles. Flirteaban. Elogiaron su buen alemán. Hablaba alemán como un alemán. ¿O sería judío? Les gustaría conocer a alguno. ¿Cuándo había llegado a Europa? ¿Había combatido? La otra se rio, sacó una barra de carmín y una pequeña polvera del bolso y se repasó los labios. Hansen dijo: No, hoy no, se volvió a poner las gafas de sol, había quedado.

Esas dos sabían lo que se hacían, tenían práctica, quizá estaban a un paso de la prostitución profesional. Lo asombroso era, según George, que por el momento las enfermedades de transmisión sexual estaban muy poco extendidas.

Un hombre con un enorme adorno de pelo de gamuza en el sombrero se dirigió a Hansen en inglés, un inglés que este no entendió, el hombre pasó al alemán, le habló en dialecto bávaro de la Theatinerkirche, que también había recibido un impacto de bomba. Por suerte no le había dado a la cúpula de setenta y un metros de altura. Y el de la gamuza siguió hablando, con cada movimiento de la cabeza mostraba un detalle marrón plateado del sombrero, le habló de los Wittelsbach, el mausoleo en el que descansaban reyes, príncipes e incluso un emperador. Si la monarquía hubiera resistido, ese Hitler jamás de los jamases habría llegado al poder. Cuando los pardos ya tenían el ochenta por ciento en todo el Reich, había distritos donde el centro todavía obtenía más del treinta por ciento de los votos. Pero claro, dijo, ese buen partido católico firmó entonces la ley de plenos poderes y aupó definitivamente a Hitler. Un pecado que se expió internando a muchos miembros centristas en el campo de concentración de Osthofen. Los Wittelsbach también se oponían a los nazis. El príncipe Rupprecht tuvo que emigrar a Italia, las SS iban a detenerlo en 1944 pero pudo esconderse, en cambio su mujer y sus hijos acabaron en el campo de Dachau. La culpa de la guerra es de los prusianos.

Hansen quiso interrumpir la lección de historia monárquica, preguntó al hombre por el adorno de gamuza en su sombrero, y su portador se lanzó a explicar que era un trofeo de caza. El príncipe regente Leopoldo, que había asumido el cargo en lugar de su hermano Otón I, enfermo mental, también llevaba un adorno de pelo de gamuza como ese en el sombrero. El príncipe había sido un gran cazador que había abatido numerosos jabalís, ciervos, urogallos y gamuzas. Él mismo, dijo, había tenido el honor de acompañar al príncipe regente de caza como batidor, asintió zarandeando la densa borla de pelo. Para conseguir un trofeo de semejante tamaño era necesario haber abatido al menos veinte machos.

O sea, una especie de cabellera como la que llevan los indios sioux.

La comparación confundió al hombre. Si usted lo dice. En cualquier caso es importante que las gamuzas vengan de la vertiente norte de la montaña, donde los vientos ascendentes son especialmente fríos. El pelo se obtiene de la zona de la columna, de la franja del lomo de los machos. Esa raya está formada por solo unos pocos milímetros de las puntas, de color blanco grisáceo. Asintió y el adorno se agitó. El príncipe regente, qué tiempos aquellos. El reyezuelo Luis II exageró un poco con su manía de construir y con sus castillos. En cambio el príncipe regente se preocupó por la agricultura, por el cultivo de lúpulo, por los prados y el ganado y sobre todo por el bosque, y era cercano y popular, llevaba lederhosen y lazos en las pantorrillas. En su cumpleaños, todos los niños de Obersdorf recibían un bocadillo de salchicha, y los de tercero, medio litro de cerveza. Le encantaría enseñarle a Hansen el sarcófago del príncipe en el mausoleo pero los escombros todavía bloqueaban la entrada. Resulta que tenía el título de guía de la ciudad. No tendría Hansen un poco de tabaco para darle, se lo había dejado en casa. Y diciendo esto se sacó una pipa del bolsillo lateral de su chaqueta tradicional. Como se lo había pedido con tanta habilidad y dramatismo, Hansen le regaló el paquete de Camel con los cuatro o cinco cigarrillos que le quedaban y le prometió contratarlo como guía cuando tuviera tiempo.