La Estrella de Bronce

Hansen debía personarse en Múnich para dar parte.

Middleton le ofreció una silla y le preguntó por las pesquisas. Hansen respondió vagamente que avanzaban y que la época del cambio de siglo parecía ser importante. Temía que Middleton lo destinara a su equipo administrativo. Pero el coronel dijo que lo habían convocado porque el comandante de la división le había concedido la Estrella de Bronce. Por el combate de Dietersdorf.

Hansen trató de explicar que la condecoración no le correspondía. Que él y su chófer habían acabado por descuido en la vanguardia y de pronto habían comenzado a dispararles con una ametralladora desde un pueblo en el que se habían atrincherado un par de soldados alemanes y miembros del Volkssturm bajo las órdenes de un sargento. Se había tumbado en la cuneta y había disparado un par de veces con la pistola. Es la única vez que he oído el silbido de las balas, señor. No, la condecoración no le correspondía. Más bien debía recibirla el capitán que había avanzado con rapidez y lo había sacado del apuro.

Middleton hizo un gesto de desdén con la mano. Puede que también se la hayan dado. Pero, por favor, nada de rechazarla, eso pondría todo el sistema burocrático al rojo vivo. No. Nada de rectificaciones. Felicidades.

Hansen se puso en pie. No podía estar orgulloso y de hecho no lo estaba. Pero se puso la gorra de acuerdo con el reglamento, conocía las costumbres, se puso firme, y después de que el coronel le colocara la insignia en la chaqueta, saludó con la mano en la visera. El coronel abrió su estuche de cigarrillos, le ofreció uno a Hansen, cogió uno él también y señaló la silla que había delante del monstruoso escritorio. Fumaron sentados y en silencio.

Middleton, que fumaba en pipa, estaba pasándose a los cigarrillos. Hansen admiraba el gesto pulido con el que encendía las cerillas y el ligero movimiento que hacía con la mano para apagar la llama.

Entonces el coronel sí que le preguntó a Hansen por la entrevista, quería más detalles, cuánto tiempo duraría aún.

El hombre era mayor. Ochenta y uno. Había estado en el campo. Un par de meses en Dachau.

¿Comunista?

Anarquista, no militante, pacifista. Muy leído. Librero de viejo, pero asalariado.

¿Y cuánto tiempo más le hará falta?

Dos o tres semanas.

¿Le interesa la historia?

Sí, respondió Hansen, mucho. Recibirá el informe.

Bien, dijo Middleton.

Hansen, envalentonado por su Estrella de Bronce, le preguntó si podía proponer algo.

Adelante.

¿No sería posible acondicionar una sala de lectura con literatura americana? Hansen comenzó a hablar con un entusiasmo desacostumbrado en él, por ejemplo en esa librería hay libros americanos, Faulkner, Wilder, Hemingway, en alemán y en inglés, quizá el ejército podría comprarlos y ponerlos en una sala de lectura. En invierno habría que caldearla. Así se podrían unir ambas cosas de un modo estupendo, pies calientes y mente despierta. Una mente liberada de la neblina mística nazi. También se podrían poner periódicos a disposición de los lectores. Libros de fotografías de Estados Unidos. La gente está sedienta de información. Muchos quieren aprender inglés. Se podrían proyectar películas, organizar exposiciones, teatro, conferencias, debates…

Okay, dijo el coronel Middleton, me lo pensaré y lo comentaré.

Hansen tuvo que recuperar el aliento.

Permanecieron allí sentados en silencio y miraron el cielo gris por la ventana, de tanto en tanto el viento empujaba la lluvia contra el cristal. Después de un rato el coronel dijo: Dos mesecitos más. Estas montañas son imponentes, también los lagos, pero no se pueden comparar con el mar de Boston.

Hansen había quedado con Molly al mediodía. Esta se acercó corriendo al coche debajo de un paraguas, se subió y dejó el paraguas detrás. Llevaba un vestido camisero blanco con una flor de tela roja en la solapa, zapatos de cuero marrones de tacón alto y medias de seda. Tuvo que contenerse para no preguntarle de dónde había sacado ese vestido y los zapatos nuevos. A pesar del tiempo lluvioso, Hansen se puso las gafas de sol y le dijo con una sonrisilla irónica: Deslumbras.

Vamos a mi casa, añadió, el almacén puede esperar.

No, he organizado la visita al almacén y después tengo una cita, por la noche.

Ahí ya no pudo controlarse, a pesar de que no tenía ningún derecho a preguntárselo, ¿qué tipo de cita?

De negocios.

Los negocios también pueden esperar.

No, eso no.

Ya he conseguido el permiso. Puedes ir a la zona francesa.

Gracias.

Ese escueto «gracias» fue todo lo que dijo mientras comprobaba el nombre y las fechas del documento.

¿No quieres hacer una excursión al lago?

No. Hoy no.

Era imposible hacerle cambiar de opinión, así que salieron en dirección al almacén en el que se guardaban los cuadros de la Pinacoteca Antigua. Una medida de precaución que había resultado justificada porque la galería había recibido un impacto de bomba. Hansen le había dicho al conservador, vestido con un traje demasiado ancho, que quería ver el cuadro de Piloty. El hombre fue a buscarlo acompañado por dos empleados. Después de un rato trajeron un cuadro de tamaño exagerado envuelto en arpillera como si fuera un regalo. El conservador se quejó, ¿por qué había que desembalar aquello? Hansen contestó: Eso a usted no le importa. Venga, ¡desenvuélvanlo! Sin protestas.

La iluminación era mala. Desembalaron el cuadro. A media luz, pero fácilmente reconocible, la mujer central: Thusnelda. Menudo ideal de mujer. Inmensa, lleva de la mano a un niño rubio.

Un bodrio histórico, dijo Molly. La batalla del bosque de Teutoburgo había sido una catástrofe. De no ser por Arminio el Querusco habríamos podido tener también un tepidarium en la zona de Hamburgo o Berlín. Y en lugar de lino tieso, nuestros antepasados habrían llevado algodón y seda.

Y como le reconcomía y se le había presentado la oportunidad, se lo preguntó: ¿De dónde has sacado el vestido?

Ella se puso las gafas de sol y dijo fríamente: Lo he cambiado.

El conservador preguntó qué debía hacer.

Vuelva a embalar esta porquería.

Ella guardó silencio todo el camino de vuelta, de nuevo miró aburrida por la ventana, él se decía: Está de morros, lo que ve es destrucción, son ruinas, solo de vez en cuando, por una de esas casualidades que se rebelan contra la ley en las catástrofes, una casa intacta se alzaba de entre los montones de ladrillos, travesaños, vigas metálicas.

La dejó en la Odeonsplatz. Levantó un poco la mano, lo saludó con la cabeza y se marchó. Él la siguió con la mirada observando cómo el vuelo del vestido jugueteaba con sus rodillas.

La idea de volver a la casa del lago, contemplar la puesta de sol con un Martini, comerse a solas el pollo que había conseguido la señora Sachs a cambio de una cajetilla de Camel y, peor aún, tumbarse solo en la cama le resultaba humillante. Se había creado expectativas bastante detalladas de aquella noche. Y eran expectativas salvajes, llenas de gritos, de cuerpos entrelazados, el olor a sudor con una nota de perfume.

Para compensar su decepción —solo se sintió miserable durante un instante—, creyó que tenía derecho a resarcirse. Llamó a Sarah y le preguntó si esa noche tenía tiempo y ganas. Y resulta que sobre todo tenía ganas.

Sarah llegó de uniforme y maldiciendo por haberse roto las medias con un ganchito de metal al subirse al jeep. Ya era el segundo par. Había detenido la carrera con esmalte de uñas. Se levantó hasta las rodillas la larga falda del uniforme, que ya llevaba tres centímetros más corta de lo estipulado. Un caminito prometedor ascendía hacia la oscuridad.

Era incómodo tener que llevar uniforme. Estaban sentados delante de la casa. Sarah se abrió los botones de la chaqueta. He engordado tres kilos.

Hansen había subido al máximo el volumen de Artie Shaw, The Carioca, su canción preferida, y se había preparado un café americano. Permanecieron allí sentados contemplando los Alpes más allá del lago y Hansen le habló del anciano al que estaba entrevistando, de su vida y de la vida de aquel que había estado investigando en ese castillo de allí al lado.

¿Y tu lancha?

Hansen le contó lo complicado que había sido encontrar la pieza de repuesto, y que ya la habían utilizado, había sido magnífico. Pero hoy, con esta llovizna, no apetece mucho. Ya tendremos tiempo.

George pasó por allí, vio a Sarah y dijo: Tengo que irme. Me recogerán enseguida, así que no os molestaré.

No me molestas, contestó Sarah, al contrario: me pones a tono.

Miró a su alrededor, comentó que era increíble cómo vivían allí los dos, aquello era jauja, la vista a los Alpes, la lancha y la cocinera, mientras ella se pudría en la residencia de oficiales. Visitas masculinas prohibidas.

Para eso tendrías que estar hurgando en la mierda parda, dijo George.

Cualquiera lo diría viendo a Michael con el viejo, el único no nazi en kilómetros a la redonda.

Tienes razón, contestó George, no era del todo cierto.

Después de que George se fuera, Sarah quiso saber si Hansen también estaba confraternizando.

¿Quién lo dice?

Lo he oído por ahí. ¿Y bien? ¿Son distintas las mujeres alemanas?

Él resopló por la nariz, se levantó y puso el disco de Well, All Right Then.

Y Sarah se acaloró; aquello que se les reconocía a los hombres sin cuestionamientos era impensable para las mujeres. Ellas iban simplemente por detrás. Una injusticia. Tenía un hombre alemán en el punto de mira, un profesor de literatura inglesa, un buen tipo, ya no estaba intacto, le habían disparado en un pie en Rusia, pero eso no le importaba. Qué escándalo, la teniente americana con un alemán, y encima un exoficial. Así que tenía que limitarse a él, Michael, y a los demás compañeros; se reía, pero era endogamia. Cuando Hansen quiso replicar, ella le dijo que podía hacer y deshacer a su gusto, que tenía carta blanca. Se puso de pie y se le sentó en el regazo de manera que la butaca de mimbre crujió.

Cuidado, exclamó él, se va a romper.

Qué va, pero tenía que contárselo todo, con detalles, si no se pondría celosa. Ella también se lo contaría todo si él quería.

No, mejor que no, repondió él riendo.

Cobarde.

La señora Sachs dijo que la cena estaba lista. Había puesto la mesa y había convertido el pollo en un asado con manzana. Las frutas de la última cosecha se guardaban en el sótano envueltas en papel de seda. Que tengan una buena noche, se despidió la señora Sachs.

- 2 de agosto -

¿Es inmoral comparar? ¿O siquiera querer comparar? El deseo que ya ansía el siguiente deseo, algo distinto. Las diferencias sutiles y, por otro lado, su disfrute. El peligro de perderse en el goce. Y por eso la obligación de ser monógamo. Habría que evitar las comparaciones. Se piensa que las diferencias en estas simplezas no son grandes. Sí que lo son.

Las diferencias son lo que nos permite conocernos, conocer nuestro cuerpo. Y con él, nuestros deseos más profundos. Las caricias están muy bien, pero…