Indagaciones

George estaba sentado en el jardín y dijo: No nos marcharemos jamás. Había solicitado alojarse en la casa junto al lago con el pretexto de que allí estaba al alcance de Múnich y también de Landsberg, donde se internaría a los médicos acusados de crímenes de guerra. Enseguida había emprendido la búsqueda con sus prismáticos. La primavera había sido inusualmente cálida y las aves ya estaban incubando por segunda vez. Mientras tomaban juntos el desayuno preparado por la señora Sachs, sentados delante de la casa, le habló del song thrush y del mistle thrush, que picoteaban el prado con diligencia, y señaló con el cuchillo los pájaros, cuyo nombre Hansen buscó más tarde en el diccionario: zorzal común y zorzal charlo. Dos días después de llegar, George había descubierto un carricerín común a la orilla del lago, y un poco más tarde un segundo, así que una parejita. En su opinión, las cañas, los matorrales y por supuesto los árboles, entre los que se incluían seis viejos robles parcialmente huecos con algunas ramas cubiertas de hiedra, eran entornos maravillosos para las aves. George estaba entusiasmado: Un paraíso ornitológico.

Hansen había acudido a la comandancia de Múnich por la mañana. La inmensa águila de piedra con la que los GI habían realizado sus prácticas de tiro durante las primeras semanas se había cubierto con un letrero provisional del «American Military Government» y un águila americana pintada encima. Lo recibió un capitán de la administración militar, a quien propuso fotografiar los lemas propagandísticos de los nazis. Los alemanes ya estaban empezando a pintar encima. En su opinión, aquellos lemas constituían una pieza del puzle que demostraba la eficacia y la dimensión del trabajo propagandístico del régimen. El capitán, que rebuscaba nervioso en una pila de informes, dijo que había cosas más importantes como controlar las centrales eléctricas o reparar el suministro de agua, pero que el teniente hiciera sus fotitos.

Después Hansen había ido a la catedral, en el centro de la ciudad, pasando junto a los cascotes de las casas bombardeadas. La Frauenkirche también había recibido impactos. El techo se había derrumbado pero los muros y la mayoría de los pilares habían resistido. Escaló las ruinas de la nave central. Entre los ladrillos y las tejas había vigas carbonizadas. Las altas e imponentes columnas se elevaban hacia el cielo gris. En la nave lateral, dos hombres escarbaban entre los escombros. Junto a uno de los pilares había un fragmento de escultura, reconocible por varios pliegues de las ropas, un trozo de brazo y algo que en algún momento había sido una mano. Uno de los dedos se había conservado entero, seguramente estaba extendido en señal de anuncio o advertencia. Hansen pensó que debía recoger aquel dedo intacto y guardarlo como reliquia de la destrucción. Se metió el dedo de piedra en el bolsillo de la chaqueta del uniforme.

Entonces se dirigió a la zona de la estación, donde casi todos los edificios estaban en ruinas. Delante de una panadería se había formado una larga cola. Mujeres con bolsas de malla, un par de hombres mayores, uno llevaba un casco de bombero. De la puerta cerrada colgaba un letrero de cartón: «No hay pan. No hay suministro de harina». La gente estaba allí como esperando un milagro, como si de pronto fueran a abrirse las puertas a las bodas de Caná. Hansen pasó por su lado, sus caras no mostraban odio, ni curiosidad, más bien una indiferencia apática.

Había pedido que le abonaran la paga y condujo hasta un PX para comprar todo lo necesario: detergente, papel higiénico, pasta de dientes y, sobre todo, pan, pasta, carne en lata, café, azúcar y mantequilla.

- 3 de junio -

Pienso en el anciano. Está delgado, el fino jersey está zurcido y le cuelga como una capa. No ha intentado pedirme nada. Su orgullo. El trayecto hasta el cuartel es largo y le cuesta caminar. Además, la oficina desnuda crea ambiente de interrogatorio. Lo entrevistaré en su buhardilla.

He comenzado a leer Huellas.

Al día siguiente fue en descapotable a Garmisch-Partenkirchen por la autovía. Había escrito a casa que el paisaje era como las iglesias barrocas, precioso, y lo repitió ahora: The countryside is like baroque churches.

Sarah asintió. Ella, que al ser teniente primera era su superior —otro motivo para ponerle la mano ostensiblemente en la rodilla—, respondió: Bonita descripción. El tacto seco y cálido de sus medias de seda. Atravesaban el principio de la tarde con la capota bajada. Sarah había sintonizado Radio München, de manera que las montañas de la Alta Baviera oían aquello que había estado prohibido durante doce años en la emisora del Reich, jazz, Love Me Or Leave Me de Billy Eckstines, y cuando anunciaron My Wild Irish Rose de Chick Webb, Sarah se quitó el gorro militar, asomó parte del cuerpo fuera del coche y dejó que el viento le revolviera el cabello rubio rojizo. Le cogió la mano a Hansen y se la llevó a la parte interior del muslo mientras se subía un poco la falda, que le llegaba a las pantorrillas, y cantó el estribillo: I take you by the hand and I will lead you to heaven...

Hansen había conocido a Sarah cuatro días antes en el hotel que el ejército estadounidense había requisado en Múnich. Era jurista y la habían destinado a la justicia militar. Ella también se había alistado voluntaria para salir de Montana, del pueblucho de Billings. La guerra era una oportunidad de ver mundo, y además con buena conciencia ya que se luchaba por la libertad y la democracia.

Hansen se había sentado junto a ella en el bar y todo había ido muy rápido. Ella le habló de la universidad y él tuvo la oportunidad de volver a relatar la historia de su padre, de cómo había llegado de Hamburgo a Nueva York. Gracias a un simio. Ella se reía a menudo y con ganas.

Sarah le había hablado de los juicios contra los GI, aunque en realidad estaba prohibido. La mayoría de los casos: apropiación indebida de bienes alemanes. Conducción temeraria con daños personales. Y también se habían producido violaciones. Acusación. Sentencia. Prisión. Todo discurría ya dentro de la normalidad.

Hansen había confiscado el descapotable en Gilching, un Adler Trumpf con el lujo poco habitual de una radio, con la sensación imperante de que lo que hacía no era completamente legal. Pero ¿qué significaba eso en aquella transición de un orden a otro? El antiguo había capitulado, pero para las personas que lo sostenían en funciones no había dejado existir por completo. Hansen había obtenido una autorización para confiscar un coche alemán. Los permisos se expedían sin preguntar. Sin embargo apenas quedaban coches privados. La mayoría los había requisado la Wehrmacht o eran inservibles por falta de repuestos. El sargento conocía a alguien en Gilching con coche, un descapotable. Al llegar Hansen con la autorización, el dueño, farmacéutico y presidente del Colegio Regional de Boticarios, se había quejado de que necesitaba el vehículo para trabajar, pero Hansen le había respondido que había bicicletas. Pedalear era sano y fortalecía el cuerpo, y eso era lo que el promovía, ¿verdad? Lo había dicho dando golpecitos a la funda de su pistola. Le había mostrado el documento de la autoridad militar, que se había expedido para la confiscación de un basic motor-driven vehicle, un vehículo básico a motor. ¿Valía también para un descapotable de semejante tamaño? Hansen pidió las llaves y vio por el retrovisor que el hombre, cuyo pelo teñido de negro brillaba al sol, lo seguía con la mirada.

En el cuartel había quien lo llamaba nuestro turista de uniforme. El puesto remoto y el vago encargo de investigar las ideas de un higienista racial le otorgaban muchas libertades. La gasolina abundaba para los trayectos de servicio.

La cámara fotográfica, una Voigtländer Bessa, se la había comprado a un guarda forestal a cambio de diez dólares y un cartón de cigarrillos. Unos días después también le había cambiado varios carretes. En rigor, aquello era mercado negro y estaba prohibido. Hansen, que por lo general era más bien correcto, se sorprendió a sí mismo: le daba igual. Reinaba el estado de excepción y, en su opinión, él también podía aprovecharlo.

Ahora cuando veía un lema ya no siempre se bajaba, sino que lo fotografiaba desde el coche. El Partido había hecho pintar las divisas del Ministerio de Propaganda en todas las paredes y puentes a la vista, en blanco o negro dependiendo del color de fondo. En los vagones de tren aún se leía la frase «Que rueden las ruedas hasta vencer». Como eslogan no estaba mal, tanto por el ritmo, con la aliteración oscura «ru-ru» y la nota luminosa de «vencer», como por el mensaje en sí.

Hansen aseguraba que, a su regreso, aquellas investigaciones no solo se analizarían en términos de la facilidad con la que se retenían estas frases —que en este caso quedaba demostrada—, sino también con la intención de reproducirlas en anuncios de cigarrillos, coches o whiskey. ¿Por qué no? Una frase pintada en blanco: Placer para las criaturas del desierto: un Camel.

Tonterías. No son más que eslóganes tontos, dijo Sarah y se echó a reír.

O quizá: Kilroy estuvo aquí y se tomó un buen Jim Beam, insistió Hansen. Yo pediría uno sin dudarlo.

No te metas a publicista.

«Kilroy estuvo aquí» había acompañado a Hansen y a las tropas por cada ciudad alemana conquistada: Wurzburgo, Augsburgo, Múnich, incluso en Coburgo, donde, al entrar la vanguardia de la tropa, los GI habían encontrado la frase en un monumento, un muro y un inodoro, como si una fuerza secreta del ejército se les adelantara con una tiza.

Sarah libraba el fin de semana siguiente y tomó el tren desde Múnich. Él la esperó en la estación de Starnberg sentado en el descapotable. El tren ya había entrado y ella salió del vestíbulo de columnas de hierro forjado, pelirroja, su pecho forzaba la abotonadura del uniforme, irradiaba una alegre franqueza, sonreía mucho, era hija de un médico rural de Montana. Tras conocerse, y después de tres whiskeys dobles, habían ido a la habitación que compartía con cuatro compañeras. Se quitó la falda, se bajó las medias y las bragas, pero conservó la chaqueta del uniforme y dijo que mientras la llevara, era su superior, túmbate, y empezó a ascender a besos desde las rodillas, los botones se deslizaban fríos sobre el vientre de Hansen, subía por el pecho, relájate, le ordenó, no te muevas mientras subo. Así de fácil había sido. Sin juramentos de amor. Sin promesas. Tampoco se inmutó cuando una de sus compañeras entró en el cuarto, le dijo: Si te molesta, quédate fuera. Si no, entra y estate calladita.

La compañera se quedó.

Ay, si su padre de Montana, médico y cuáquero, la hubiera visto cabalgar así, ¿habría hablado de las tentaciones, de la culpa de las circunstancias impías, o simplemente habría dicho que el mal acecha en todas partes?

Hansen llevó a Sarah a la casa del lago. George tenía visita de una joven a la que había pescado en Múnich la semana anterior. Su marido era prisionero, talaba árboles en Siberia.

Hansen y Sarah solo echaron un vistazo a la terraza acristalada en la que ambos estaban sentados, la joven en el sillón con las piernas entrelazadas; cuando Sarah entró, con una mano se estiró la falda, que se le había escurrido hacia arriba, con la otra sujetaba un cigarrillo con el meñique estirado. Estaba aprendiendo a fumar. Ella no hablaba inglés y George sabía leer alemán, también lo entendía bastante bien, sobre todo en temas médicos, pero apenas lo hablaba.

No necesitan hablar, pero nosotros sí, dijo Sarah mientras subían las escaleras.

George confraterniza, añadió más tarde, venga, no pares. Adelante. Y cuando la tuvo delante, desnuda, siguió hablando, gracias a Dios, le besó los hombros, a la mierda el tribunal regional, y le lamió la cara, se acabó el tiempo.

Después oyeron los jadeos de la mujer de abajo. Lo que Hansen estaba experimentando allí era completamente distinto a lo de las chicas del college o lo de Catherine en Nueva York.

Así, tumbado junto a Sarah, aquella mujer durmiente que de vez en cuando chasqueaba la lengua, pensó en Catherine, en cómo había salido con ella a la mañana siguiente, el comienzo de la primavera había llegado por sorpresa.

Ella se había puesto primero un vestido rosa floreado y después uno azul con lunares, le había preguntado: Este o este. Y él había señalado el moteado: Exactamente ese.

Después de desayunar habían bajado en ascensor y habían ido a Central Park, los dos trasnochados pero asegurándose mutuamente que no estaban cansados, al contrario, más despiertos que nunca. Estás radiante, le dijo él. Fueron al parque, él de uniforme y ella con aquel vestido veraniego demasiado ligero. Se dio cuenta de que tiritaba y le propuso entrar en una cafetería. Alternaban el alemán y el inglés. Rodeados de gente, utilizaban el alemán para lo más íntimo, también para celebrar la fortuna que les había deparado la tormenta de nieve.

¿Estaba comparando? Sí. ¿Qué pensaba de sí mismo? Dios mío, quién lo habría dicho. ¿Se sorprendía a sí mismo? Sí, había muchas cosas de las que no se habría creído capaz. ¿O acaso era el recuerdo de ella tan lejano como el de una vida anterior con otras costumbres, otra ropa, otros amigos? En cualquier caso había anotado lo siguiente en tono ceremonioso:

El Viejo Mundo es para mí el nuevo. Hic sunt leones.

- 6 de junio -

En la autopista hacia el lago Chiem. Todavía se ven en los puentes consignas de resistencia pintadas en blanco: «Proteged a las mujeres alemanas de los negros. El Führer manda, nosotros aceptamos». Alguien ha añadido la coma a posteriori con pintura roja. Algunas de estas frases se han completado en otro color (negro), probablemente después de la capitulación: «El Führer manda, nosotros aceptamos (las consecuencias)».

Los rótulos informativos de las autoridades americanas de ocupación se las dan de pedagógicos: «Conducid despacio, infractores europeos».

La autopista atraviesa el paisaje acolinado, un único árbol sobre una montaña, probablemente un peral. Abetos, prados, y al fondo los Alpes, aún nevados, que se acercan imponentes.

El Viejo Mundo es para mí el nuevo. Hic sunt leones.

- 7 de junio -

Sol. Cielo bávaro, eso me han dicho. Nubecillas blancas sobre un magnífico fondo azul. Ejército y amor: en caso de igual rango, la jerarquía se señala en la vestimenta homogénea (uniformada) con el número de ángulos o galones metálicos. Un sistema claro de poder y autoridad. ¿Dónde existe algo así fuera del mundo animal, en el que los extremos de la cornamenta de un ciervo dan cuenta de su capacidad de procrear? A esto se añade —y aquí la coyuntura se distancia de la selección— la sutil disposición psicológica. Los soldados van y vienen. El desliz se perdona interiormente. Los hombres protectores han fracasado. Llega el vencedor. Los regalos se aceptan sin cargo de conciencia. Desde abajo se oyen los jadeos; la señorita alemana que es en realidad una señora alemana confesa. Después no hay enamorados que se lamenten. No hay separaciones dolorosas ni despedidas. Saber que el tiempo es limitado resulta más estimulante que la idea de un amorío que siempre se fundamenta en la esperanza y la constancia. El amor de los soldados: nos vemos y después ya no. Menos engorro. Estado de excepción erótico.

- 8 de junio -

He aprendido una palabra nueva para este acontecimiento natural: joder. En inglés: screwing.

Al joder oigo la cama.

Una gata de manchas negras y blancas, hoy ha vuelto. Le he puesto un poco de leche en un platillo y se la ha bebido con su lengua asombrosamente articulada. Se ha lamido el bigote, se me ha acercado y ha saltado a mi regazo, como ayer y anteayer. George la ha ahuyentado, teme por sus zorzales.

Es curioso lo que me ha dicho el comandante Engel: Los animales nos reconocen, pero ¿se reconocen en nosotros? Suplican irredimibles que los comprendamos.