RAQUEL

 

Amanece y oscurece y sigue cayendo nieve. El año pasado tuvieron una nevada grande, claro que no tanto como esta, y después la temperatura subió casi a cincuenta grados y volvió a bajar. La nieve a medio derretir se volvió hielo, muy peligroso. La mitad de la población de viejos de los cinco condados se quebró la cadera, entre ellos Albor, vecino y amigo de Raquel, que ni siquiera es anciano todavía, aunque vaya para allá que se las pela.

Julián se puso a tomar whisky con hielo y se quedó dormido en la hamaca, con Hojas de hierba en la barriga. Traducido por Borges, y ni tan buena la traducción, tampoco, piensa Raquel. Cuando Julián empieza a beber no puede parar y se quema en menos de una hora, máximo dos, como una caseta de pólvora de las que se incendiaban en las afueras de Bogotá. De niño, Raúl se voló con un cohete la punta de dos dedos de la mano izquierda. No se habían ido todavía para Bogotá. En Medellín prohibieron después la pólvora y los globos. ¡Lo bellos que se veían los globos, confundidos con las estrellas, encima de las montañas! En la época de Giuliani prohibieron los triquitraques que echaban en la fiesta del dragón en Chinatown. Es muy triste un dragón sin triquitraques. Todo terminan por ajustarlo a la insulsa norma gringa. En el East River Park los puertorriqueños tenían unas bellezas de ruletas artesanales decoradas con pinturas naif, idénticas a las que Raquel y Raúl habían conocido de niños en la Costa Atlántica. Desaparecieron también para siempre, junto con el Bacardí que vendían en vasitos. ¡Ilegal! ¡Ilegal! ¡Ilegal! Claro que el ruido que metían los boricuas en el parque era infernal, Eddie Santiago rompiendo tímpanos, y el mierdero de basura todavía más infernal y feo. Raquel recuerda lo mucho que se conmovió Raúl, que por ese tiempo estaba en lo de la pasantía, cuando ella lo llevó a mostrárselas. Ese día, ya oficialmente en primavera, pero todavía con puñados de nieve sucia en los rincones, conoció a Julia, que la abrazó como si la quisiera mucho. Ya aquello a Raquel no le gustó, y eso que a ella la gente le cae bien por principio. Incluso cuando la cagan y muestran el cobre le caen bien. Todos menos Julia. Una persona sin cobre sería como un dragón sin triquitraques, piensa Raquel. Aquellos versos tan bonitos, ¿cómo eran? Simpatizo con algunos hombres por sus cualidades de carácter y simpatizo con otros por su falta de esas cualidades. Uno de sus estudiantes es fanático de Pessoa y cree que era una especie de santo. Me gustan los hombres superiores porque son superiores. Me gustan los hombres inferiores porque son superiores también. Cada cual con sus santos. Su mamá se convirtió en su santa. Pero Julia tenía algo que a Raquel no le gustaba, un egoísmo feo, escondido detrás de la zalamería infantil que agarraba a ratos para conquistar a la gente. Enamorada de ella misma y sólo de ella misma. Por lo que llamaba su carrera era capaz de matar.

 

 

RAÚL

 

Después de pasar algunas horas en el corredor viendo llover, Raúl termina por sentir que nada es sólido. Todo es ilusión, tremendo cliché, pero verlo de verdad no es tan fácil, pues las montañas por lo general parecen firmes y las piedras, duras. Hay algo que no tuvo principio ni va a tener fin, pero que no es esto ni es aquello, aunque esté en las montañas y en las piedras y en el agua y en el aire y sea tan poco sólido como ellos. Esa vendría a ser su religión. Nada de lo que uno ve tiene mucha realidad, pero aquello que sí tiene realidad está en todo lo que uno ve. «Nuestro nevado», decía Julia del Nevado del Tolima, que se ve en toda su imponente perfección desde el deck de su casa y desde el balcón de la de Raúl, cuando no llueve ni está nublado. Y él lo sentía también así, ilusionado que estaba, pero el nevado se volvió humo, ella misma se volvió nada, se volvió agua, se volvió lodo, se volvió niebla. Hay que quedarse quieto para verlo. Te mueves un poco y las cosas se aferran a su ilusión de sólido.

Es lo que tienen la guadua, el bambú. Son nada. No buscan la solidez, al contrario, quieren ser aire. La nada de los juncos que se mueven por el viento, piensa Raúl. Aire adentro, aire afuera. Con todo y lo corpulento que es Raúl, casi todo su organismo, si no todo, está vacío, igual que una guadua. Es sólo ruido. El vacío sonoro. El vacío pedorro. Lo bueno de vivir solo es que se está en libertad de soltarlos y poner a temblar los vidrios de las ventanas. Con Sonia debe tener cuidado y estar seguro de que no esté por ahí, pues la diferencia de edad no le permite descuidos. Menos mal ella se la pasa metida entre las matas. Un día lo oyó y le dio risa. «Las tres pes de los veteranos», dijo Sonia. «Pedos, periódico y pantuflas». Las pantuflas le gustan a Raúl, aunque sólo las tuvo cuando era niño. Las hay con forma de animales. Ya se ve sentado allí con dos conejazos en los pies, de la raza gigante de Flandes, por el tamaño del pie, y de color fucsia, para que le alegren la vida y alumbren en esa oscuridad de las lluvias. Y periódicos hace como mil años no lee, ni tampoco oye noticias. Los periodistas nos quieren hacer creer que suceden muchas cosas, cuando en realidad no está pasando nada. Hay una emisora en la que el locutor da la hora cada minuto, con tono de extrema urgencia, y luego viene alguna noticia tremenda o la continuación tremenda de una noticia tremenda. Hora, noticia, hora, noticia… Es el formato. El oyente termina exasperado, enervado. La historia se dispara, acelerada fuera de toda realidad por esos vándalos. Según el modo de ver de Raúl, la última noticia digna de mención fue el fin de la Segunda Guerra Mundial. O la muerte de Cristo, si uno se pone estricto. «Cinco de la tarde: ¡atención! Muere Jesús de Nazaret. Soldados que lo custodiaban afirmaron que el presunto salvador había fallecido tras pronunciar algunas palabras confusas… Cinco y un minuto de la tarde: ¡Último minuto! Pilatos niega su responsabilidad en tan lamentables hechos. En declaraciones a la prensa el funcionario afirmó... Cinco y dos minutos: Los dos ladrones que lo acompañaban en el suplicio…».

 

 

JULIA

 

¡Tan quieta que me tengo que estar! Yo tenía mis defectos, como cualquiera, eso lo acepto, pero yo no hice nada para merecer esto. Tranquilo sí es, mentiría si dijera lo contrario. Me queda el consuelo de que conocí el amor y conocí el triunfo y si me hundieron tuvieron que hacerlo a los empellones y esquivando mis dentelladas, pues cobarde nunca fui. No me agradaban los timoratos, ni los flojos, y si a veces me derretía como si hubiera regresado a la infancia era por ternura o compasión. Por humana que era. Como con esos pobres animales, pobres, pobres. Esos caballos flacos que arrastraban carretas en Bogotá. ¡Pobechitos, pobechiiitos! Me provocaba bajar y abrazarlos. ¡Qué pesaaaar! Me mataban de la tristeza. Me tocaba empujar un poco a Manuela, mi propia hija, para que se despabilara y escapara de esa delicadeza femenina que a veces me desesperaba. La niña nació así, nada que hacerle. A Manuela a los seis años le fastidiaba la arena de la playa. Salía corriendo de los grillos y hasta de las mariposas. Ja, ja, ja. Y mientras Diana andaba brincando por ahí vestida de cualquier modo, Manuela se mantenía como un postre, pues le disgustaba sentirse mal arreglada. Viene en los genes. La abuela paterna era tal cual. Diana empezó a vestirse con cuidado, claro, y hasta con muy buen gusto, pues eso sí tenía, pero ya en la adolescencia. Rencor no le guardo a pesar de que ella a mí sí. Quien nos hubiera visto juntas habría pensado que nos queríamos, y es posible que nos hubiéramos querido, pero fue un amor complejo, lleno de malestares y celos. Como una planta llena de esos piojos que les dan. Mi amor por Manuela era muy intenso y Diana tal vez se resentía, a pesar de que ella misma la quería tanto como yo. Me parecía muy bella, Manuela, y me brillaban los ojos cuando la miraba, aún ya de grande. Escribí un poema. ¡Con esa delicadeza tan conmovedora! ¿Por qué estaba todo tan lleno de espinas? ¿Por qué la mía es hoy la voz de nadie, la voz del agua? A mi pobre padre lo ha hecho ir a este lado y al otro la gente que dice haberme visto en una ciudad o en otra, y como él no pierde la esperanza de encontrarme y quiere creer, hace los viajes, me busca y paga detectives o informantes llenos de malicia y de codicia. ¿Por qué todo de repente se quedó sin color?

 

 

De: Raquel

Fecha: Martes, 10 de enero, 6:32 p.m.

Para: Adela

Asunto: Maricadas varias

Adjuntar: Foto

 

¡Impresionante! ¡Acaba de pasarme lo mismo! Apareció la foto de mi mamá en un baúl donde no tenía por qué estar. Asusta un poco, así se trate de ella, ¿cierto? Raúl dice que a nosotras dos nos gusta dárnoslas de brujas e imaginarnos cosas, pero yo creo que también a ellos les pasa y ni se dan cuenta.

Y sobre lo otro que preguntabas… La muchacha es azafata, era. Auxiliar de vuelo. Muy bonita, sí, mucho más que la poeta esa, que nada que aparece. Te adjunto la foto de la muchacha, que me mandó Raúl.

La poeta era creída, mala poeta y casi lo mata. A Raúl le tocó en suerte, o en desgracia más bien, enamorarse de una aspirante a poeta, arribista y mediocre como pocas. A él le parecía bonita, pero bonita, lo que se dice bonita, no era. Más bien común y silvestre, como dicen por ahí.

Pero, en fin, comparado con lo que ocurrió, ya eso no tiene ninguna importancia, ya eso es lo de menos.

A mí me late que algo muy malo le pasó. Ya va casi un mes, y nada. Guerrilla no hay por esos lados, dice Raúl, pues por un rato corrió el rumor de que el último marido, que vino a ser el sexto, imagínate, un hampón de buena familia, un playboy de los de las páginas sociales, se la había vendido a la guerrilla. En ese país todo lo hace la guerrilla, y los culpables de tanta cosa se lavan las manos. Hasta los peculados se los achacarían a la guerrilla, si pudieran.

¡Nada de vender! Le hizo algo él mismo. La guerrilla más bien le habría echado mano al hijo de papi ese. La policía lo ha estado interrogando, en todo caso, cómo no lo van a interrogar, si es el marido; claro que vos sabés cómo es la policía allá. Ha habido pedidos de rescate, pero falsos, dice Raúl. También ven posible que ella se haya escondido, como hacen a veces los que sufren depresiones graves, y que se haya ido a vivir muy lejos, Buenos Aires, Boca Ratón, Manizales, y cambiado de identidad. No es chiste: alguien dijo que había visto a una mujer muy parecida a ella, pero desgreñada y sucia, que cantaba muy bonito en una banca de la catedral de Manizales. Pero Julia, de deprimida, poco, me parece a mí. Yo siento una… Ni sé cómo explicarlo. Usted me entiende. Y lo malo es que en esas cosas casi nunca fallo. Ahora que estaba mirando el colchón de nieve apilada en la escalera de incendios algo me sobrecogió. La nieve brilla como si estuviera viva. Fría y viva, ¿sí me entendés? Asusta. Como no sabemos nada sobre el mundo; como no tenemos ni idea de qué es esto donde estamos, seguimos desvalidos como niños. Y de pronto hay cosas como esa nieve sobre el óxido de la escalera, o un ventarrón con lluvia contra el vidrio de la ventana, y uno se tiene que controlar para no sentir pánico; pavor, mejor dicho.

¿Qué más era lo que preguntabas? Ah, sí. El mofongo se prepara de la siguiente manera: seis plátanos bien verdes. Allá en Saskatoon no ha de ser fácil encontrarlos, pero ya casi no hay sitio en el planeta donde no se consigan…

 

 

ALEJA

 

No debes pensar en otra sucursal solamente, Aleja, le dijo Humberto, tan bello, sino en una cadena de institutos. Él estaría dispuesto a invertir, y ahora Aleja debe frenarlo, pues está entusiasmado y mirando locales en el centro y también por Suba, y consiguiendo más socios entre sus colegas de publicidad. Aleja le dice que ni sueñe con crecer tan rápido, que yoguinis capacitadas sólo tienen a Diana —lo odia a muerte, dicho sea de paso, lo mismo que Manuela— y Humberto dice que eso nunca ha sido problema: se las capacita y listo. De la misma clientela van a salir las administradoras de las nuevas sedes, dice. Aleja preferiría ir piano pianito, y tampoco quiere mezclar amistad y trabajo, sentimientos y trabajo, sexo y trabajo, pero todo lo que dice Humberto es tan sensato, tan bien pensado. Y hay que tener en cuenta que las cosas siempre le han salido bien, por su instinto para los negocios, y por eso hoy está tan rico, digan lo que digan las malas lenguas. Porque envidias nunca faltan. Claro que Aleja preferiría que no interviniera tanto, pero no encuentra la manera de decírselo, y es más difícil todavía por ser sus ideas tan brillantes. Los treinta millones que Aleja le prestó son otra cosa. Son algo personal, nada que ver con sus proyectos profesionales. Lo mejor es siempre mantener las cosas separadas, pues de otra manera se forma un caos que uno no sabe ya ni dónde está parado. Y Humberto mismo ha insistido en pagarle esos intereses tan generosos. Tan bello que es. Tan buenmozo. Con esa voz profunda que acaricia el oído. Ayer le dijo que por favor le prestara otros diez, que seguía un poco ilíquido, temporalmente, y Aleja tuvo que mentirle y decirle que no los tenía. Él no puede estar ilíquido, pues tiene todos esos CDT que le dejó Julia. No es que le preocupen los treinta a Aleja, no, ella sabe que él va a responder, para él eso es plata de bolsillo.

El martes de la semana entrante le tiene que consignar los primeros intereses.

 

 

RAÚL

 

Los seis meses que duró la construcción de la casa de Raúl fueron más bien tranquilos. De vez en cuando estallaban malentendidos, que se aclaraban con relativa rapidez, y que después de terminada la construcción se harían más frecuentes, intensos y difíciles de resolver. Él la irritaba sin querer y se enfurecía cuando Julia hacía gesto de tenerle paciencia, de ser tolerante con él. Las peleas parecían aparecer siempre de la nada, como ratas que cayeran de pronto del techo, irracionales, absurdas.

Raúl había pensado la casa en bahareque, que es un material barato, bonito, fácil de construir, pero al fin se hizo de adobe sin pañetar, idea de Julia, y también fue idea suya que todas las esquinas fueran curvas. Un acierto las dos, pues el adobe es más duradero, y como la tierra allí es gredosa, fabricaron los adobes ellos mismos y la casa no salió cara. El color del adobe es descansado y hace resaltar el trabajo de madera. No tiene ángulos rectos, la casa. Trajeron un maestro de obras de Villa de Leiva, un artesano, más bien, a quien Raúl conocía porque había visto en un libro sus trabajos de adobe, diseñados y realizados por él mismo, una especie de Gaudí rústico, muy bellos. Tremendamente callado y llevado de su parecer, el maestro Segundo, como una mula, y sin duda un hombre de genio. Y de mal genio. Se enojaba fácilmente, igual que el maestro Nosferatu del centro de zen, pero sus resultados eran más visibles, pues producía bellezas, a diferencia del otro, que no obtiene resultados muy concretos, en opinión de Raúl, pues hasta donde alcanza a ver, los que vienen a buscar su guía salen, meses después, o años después, tan enredados como llegaron. Y tal vez con menos sangre. O con la sangre debilitada, en todo caso, pues se alimentan muy mal en el monasterio. Los que salen disgustados dicen que el maestro trata de arrancarles el yo a palazos.

Segundo terminó haciendo la chimenea como le dio la gana. Raúl le dejó las indicaciones y, cuando volvió, el maestro había hecho algo fuera de serie, sin duda, pero totalmente distinto de lo que se le había indicado. Tan bonita le quedó la chimenea que Raúl ni siquiera pudo enojarse. En alguna parte, Segundo se consiguió una enorme laja de piedra para ponerla sobre el depósito de guardar la leña, y la dejó saliente, de forma que sirviera de asiento a quien encendiera la chimenea. Se parecía a los hornos de barro para hacer pan. La enmarcaban adornos abstractos en barro suavizado casi hasta lograr la textura de la madera, picudos o redondeados, aunque discretos, y el buitrón subía con curvas apenas insinuadas que daban la sensación de materia viva.

Gaudí se habría sentado a mirarla.

Un peligro de maestro de obras. Si estaba de acuerdo con las indicaciones de Raúl, las seguía al pie de la letra; pero si consideraba mejor lo que él tenía en mente, no había poder humano que le impidiera hacerlo a su manera, como pasó con la chimenea. Entre su genio y su mal genio, a Raúl sólo le quedaba confiar en que a la larga todo saliera bien. Y todo salió siempre mejor que bien. Cuando publican fotos de su casa pide que le den crédito a Segundo, cosa que pone feliz al maestro, pero Raúl nunca más volverá a trabajar con él, pues la lucha permanente contra su terquedad lo deja agotado al final de cada obra.

Tantos años trabajando en esto hacen de Raúl un experto en maestros de obra.

Huele a torta de plátano maduro horneada con jalea de guayaba. Huele a pollo con vino de Marsala.

El maestro Braulio, que le ayudó con la casa de Julia, nunca se acostumbró a que Raúl lo tratara de igual a igual, y al final se le subió la soberbia a pesar de ser de habilidad apenas mediana, se puso irrespetuoso y Raúl tuvo que echarlo. Y el maestrico William, de cortísima estatura, con quien está trabajando ahora, comete errores garrafales e intenta convencerlo de que todo quedó bien y es Raúl quien mira mal. En la casa que ahora construyen en las afueras de Zipacón, los tomacorrientes, según William, no le habían quedado torcidos: era una ilusión óptica, por la manera como les llegaba la luz. «Ilusión, las bolas», le dijo Raúl. La clienta se reía. Simpática. Bonita. Extranjera. Francesa. No muy joven. Raúl lo obligó a quitarlos, claro, y la segunda vez le quedaron como tenían que quedar. Simpatiquísimo, William, gracioso como un mono, pero así realmente no se puede trabajar y Raúl va a tener que buscar otro. Julia no alcanzó a conocerlo. Lo habría detestado.

El maestro Segundo le inspiraba a Julia temor, más que respeto, cosa que ella jamás habría reconocido, pues detestaba sentir miedo. Se sentía humillada. El día en que conoció a Raquel, Raúl la vio controlarse para que no se le notara el pánico. Estaba hermosa, eso sí, pequeña, con la cabeza erguida, desafiante, como una perrita terrier. Le dio un abrazo desproporcionado a Raquel, que se desconcertó. Después, hablando de su gata, y por su mucho amor al animalito, o por el nerviosismo, más bien, Julia se convirtió durante unos segundos en la niña de diez años, cosa que desconcertó todavía más a Raquel.

Durante esos seis meses largos, el maestro Segundo y Julia evitaron siempre cruzarse. Cuando Raúl y Segundo hablaban sobre temas de la obra, ella prestaba mucha atención, pero no decía nada. Después le hacía sus comentarios a Raúl y opinaba sobre lo que él le debía decir al maestro. Desde el principio, Raúl supo que ella lo abandonaría en cualquier momento y, a pesar de eso, actuaba y hacía planes como si fueran a estar juntos para siempre. Esa zozobra, que al comienzo se negaba a reconocer y mucho menos expresar, le había comenzado a minar el espíritu ya desde los días del Jardín Botánico. Cada vez decía y hacía las cosas con más cuidado, no fuera que alguna imprudencia precipitara el abandono. Lo que ella decía casi siempre se hacía. Y el maestro Segundo siempre aceptó sin chistar las sugerencias que venían de ella, por considerarlas valiosas o quién sabe por cuál razón, pues ni siquiera tenía cómo saber que eran de Julia. Así habrían podido seguir ella y Raúl mucho tiempo, décadas, o incluso hasta el fin de sus días, él cuidándose de no provocarla, midiendo cada una de sus palabras, y ella siempre al borde de irritarse del todo y abandonarlo.

El problema fueron los poemas. Con eso Raúl no pudo.

Si a una persona le leen un poema, que en opinión de esa persona es ininteligible y además desabrido, y se espera que reaccione y opine, el aburrimiento le aparece en el gesto, aunque no lo quiera. Preferible sufrir un infarto, considera Raúl, o que se acabe el mundo de una buena vez, antes que verse obligado a oír tal poema u opinar sobre él. Pero Julia, que claramente le veía el gesto, orgullosa, imperiosa, insistía. Raúl le decía que él no sabía nada de poesía, que a él lo que le gustaba eran las novelas policíacas, y ella, seca y muy enojada, contestaba:

—La poesía no se escribe para los que saben. Se escribe para todo el mundo.

¿Por qué no se dedicó sólo a cantar, más bien, y a la publicidad? Eso era lo que ella hacía más que bien. Así tal vez habrían sido felices.

 

 

RAQUEL

 

Lleva más de cuarenta años en Saskatoon, Adela. Increíble. Veranos de diez días, inviernos de 70 grados bajo cero. Comparado con eso, Inwood está a la orilla del Magdalena. Alberto, Lucía y Marta no han salido de Colombia. Marta poco ha salido de Teusaquillo, y Alberto ni de Teusaquillo, piensa Raquel, y muy poco de la casa. Sólo a trabajar a la oficina, que queda a dos cuadras, y vuelta a la casa. Hermanos solterones haciéndose compañía. Lucía sí ha viajado, pero no largo. Cuando Raquel va a la casa, siente que su mamá está por ahí, leyendo o tejiendo en su cuarto. De los cinco, Raquel es la única que conoce la finca de Raúl. ¿Las llanuras de Abraham era en Saskatoon? Buena lectura para adolescentes. Buscar por internet. ¿Sherwood Anderson? No. La novela sucede en Canadá, Raquel la leyó cuando era niña. Raúl tiene la biblioteca del padre completa y muy cuidada, con Las llanuras de Abraham incluidas, pero se le va a podrir allá de todas formas, con esa humedad tan berraca. Cuando fue a conocer la finca de Raúl, le tocó una noche de lluvia y niebla como para ponerse a llorar. Lluvia, niebla, arroyos, nacimientos, quebradas… Demasiado. El aire se mantiene saturado. Todo rezuma agua, todo gotea, hay que salir siempre con botas de caucho y no se sabe si hace calor o hace frío. La vegetación es espectacular, eso sí, pero a Raquel el campo le parece una mierda, y más ese tan húmedo donde vive Raúl. En el campo lo mata a uno la melancolía. «Lugar absurdo donde los pollos caminan crudos», decía Bernard Shaw. La mamá casi nunca iba a la finca que compró el padre en Pacho, pésimo negocio, y todos menos Raúl le salieron a ella en eso. Y a él se le va la mano en el otro sentido. Prepararle a Julián un caldo de pollo con fideos. Raquel no quiere que deje de beber, no, pero que al menos lo haga con alguna moderación, cosa que no conoce ni para eso ni para el sexo, a Dios gracias, ni para nada. A las once se va a despertar, se va a tomar el caldo, algunos whiskies, y se va a dormir a eso de las tres o más, otra vez con Hojas de hierba en la barriga. Raquel no entiende a las mujeres que aceptan estar con un hombre y después quieren cambiarlo. Raúl había hablado siempre mezclando el «usted» y el «vos», que era como hablaban en la casa, y de un momento a otro lo oímos hablar sólo de tú, pues era lo que Julia le exigía. Lo corregía en público. «¿Usted?», le decía. Vieja pendeja.

Y le hacía poner suéteres de colores, a él, que le gustan el gris y el negro.

—Parecés un golfista moreno. Un caddie gordo, mejor dicho —le dijo Raquel. Y Raúl sonrió.

—Robusto —precisó—. Me alegra que te guste el suéter.

Persona grande su hermano menor, piensa Raquel, en todo sentido. Para que su irritable y amada miquita estuviera contenta le hablaba de tú y se disfrazaba con suéteres rojos y amarillos.

 

 

JULIA

 

Siento lástima de mi padre, pues su hija se le volvió agua y aire, y él no quiere resignarse. Va siempre a donde le dicen que me vieron. Duerme mal. Sueña que llego a su casa y toco a la puerta, pero que él está como aprisionado en la cama, y, cansada de esperar, vuelvo a irme. Mis hermanos están pendientes de él, que, aunque vigoroso y lúcido, ya es anciano. Pero su tristeza es grande y en eso ellos no alcanzan a ayudarle.

Añora a su única hija.

Para un poema: «Cada cual solo con su tristeza».

Mi poesía era tan sensible a la tristeza como a la alegría. En el libro que le dediqué a Raúl, que escribí pensando en él, mejor dicho, pues al único al que le dediqué expresamente algún escrito mío fue a mi padre —un poema, no todo un libro tampoco—, se percibe mucho la alegría. Aquel libro de amor nació de nuestros primeros meses en la finca, mientras construíamos su casa, cuando fui tan feliz. Pero su respuesta no fue ni remotamente la que yo esperaba. Su desapego, su cortesía, me dolió en el alma, pues me di cuenta de que no lo habían tocado los poemas, no le habían interesado, y que las dos o tres cosas que dijo habían sido dichas por cumplir. Él no era expresivo, es cierto, era patológicamente callado, y no era lector de poesía, como me lo explicó varias veces, demasiadas veces ese día, pero así y todo quedé descorazonada. Aquello me partió en dos y así se lo diría después. Me lo publicaron en la revista Luna de Locos, no muy conocida pero de buen nivel, y sobre todo recibí excelentes comentarios de mis amigos del blog.

A Raúl tuve yo que tenerle mucha paciencia y tolerancia, por sus muchas rarezas, por esa tendencia suya a no quererse dejar ver, a desaparecer, a evaporarse, alguien como él, que podía brillar más y que por algún motivo no lo hacía. Si aquello era timidez, debo reconocer que me parecía patética la timidez en alguien que ya no era joven, como él, que había cumplido los cincuenta y cinco años de edad seis meses después de nuestro regreso. Los viejos tímidos son ridículos. Pero era apasionado y tremendamente cariñoso, cosa que eché de menos, especialmente ya casada con Humberto, que en la hora final se mostraría tan brutal, tan cruel.

Y la casa nos quedó bellísima. Escribí un poema con mis impresiones sobre la construcción ya terminada, pero no quise mostrárselo a Raúl, pues ya iba yo entendiendo por entonces que no se iba a interesar en estos asuntos míos. Es decir, en mi mundo, en mi vida. ¡Si su reacción ante los poemas de amor fue la que fue! Está bien. Digamos que yo no haya sido una gran poeta… Claro que eso nadie lo sabe y sólo los siglos pueden decidir sobre un asunto que a mí ya no me incumbe. ¡Pero si no se trataba de eso! Mi pasión por las palabras era genuina, mi amor por ellas grande, y eso no supo él ni verlo ni entenderlo, y por eso un día me arranqué de su vida y se la desgarré hasta el hueso.

Me han buscado por montes y por selvas. Han preguntado por mí en barrios de mala muerte de ciudades en las que nunca he estado. Me han buscado incluso aquí donde ya no estoy. Y no me han visto. ¿Será que no quiero que me encuentren? ¿Qué fecha será hoy allá donde todavía hay fechas? ¿Será que no quiero que se den cuenta de que ya no tengo cómo ponerme mis zarcillos? Han pasado helicópteros por encima de donde ya no estoy y también por encima de donde nunca he estado. Mis hermanos le dicen a mi padre que van a seguir buscándome. ¿Para qué?

En cambio mis hijas a ratos se olvidan de mí.

La gente pensó que había abandonado a Raúl de forma abrupta, pero no fue así. Lo desgarré, es cierto, y con buenas razones. Pero antes se había producido un deterioro más lento que el que produce el agua bajo los juncos.

 

 

RAÚL

 

Es hermosa la estufa de leña, con sus herrajes de cobre rosado, que Sonia mantiene muy brillantes. La de gas parece la estufa auxiliar. También aquí el maestro Segundo se lució, con sus diseños de baldosines multicolores partidos, diseños que iba creando a medida que los incrustaba en la pared. Sonia prefiere preparar ciertas cosas en la estufa de leña. El sancocho de gallina, por ejemplo. Las arepas de maíz pelao. Quién sabe cuánto va a estarse allí con él, quién sabe qué irá a hacer Raúl cuando se vaya ella. Él es un solitario que nunca ha estado solo. Un solterón siempre emparejado, pero piensa que esta vez va a ser distinto. Piensa que ahora sí le va a llegar la soledad grande, tal vez, la soledad final, que se va a juntar de nuevo con la del inicio.

La vida es un irse todo el mundo, a otra ciudad, a otro mundo, al otro mundo, y uno quedar ahí, sin entender muy bien por qué no se ha ido también. Ella parece feliz, con su cocina y sus jardines, pero es muy joven para estar del todo en una finca. Quién sabe si tenga Raúl la capacidad para quedarse solo, y menos ahora, con el recuerdo de lo que pasó con Julia rondando por la región. Tendría que pedir el apartamento de Bogotá, para ir de vez en cuando a hacerse acompañar por el humo y el bochinche y emborracharse con los tres amigos que tiene. No se acostumbra Sonia a estar mantenida, además, a no tener su propia plata. Ganan bien las auxiliares. Trabajo durísimo. El aire se recicla en el avión y uno va, digamos a París, respirando una y otra vez, diez horas, los eructos de las doscientas personas de a bordo. A la gente que abre la puerta a la llegada se le viene encima la bocanada de mal olor, le cuenta Sonia, y tiene que taparse las narices. Con el tiempo las azafatas pierden la memoria, por los muchos cambios de presión, dice Sonia. Y por respirar gases ajenos también, le dice Raúl, y sobre todo por la comida. Ella se ríe. Dientes perfectos los de Sonia, bella sonrisa. Excelentes hoteles, excelente comida en los hoteles, horrenda en los aviones, horarios brutales. Cuando pasan los aviones arriba de las montañas, ella los mira.

No con nostalgia, piensa Raúl.

Muchas veces, sentado allí, le parece ver a Julia con el delantal mexicano de flores, caminando hacia él con un vaso de ron con hielo y limón en cada mano. Le gustaba cocinar y lo hacía bien, aunque no tanto como Sonia, que es una chef innata. La lengua de res con alcaparras y tomate es la mejor que Raúl ha probado nunca. Mucha y muy fuerte es la presencia de Julia aquí en su casa. Entristece su recuerdo como entristece la presencia de los muertos. En cada adobe. En muchos detalles. En los diseños grandes. Cuando estaban juntos, todo lo que vivían tenía la calidad de eterno, así durara un parpadeo. Durante aquellos meses la alegría de estar juntos, a pesar de las peleas, los hizo sentir más que duraderos, más que estables. «Tú eres mi lugar», decía Julia. ¡Siempre con sus clichés! O «Es que somos apasionados», decía, refiriéndose a lo intenso de sus conflictos. La reina del lugar común, la llamaba Raquel. ¿Será que sí lo sentía?, se pregunta Raúl. ¿Será que de verdad estuvo enamorada? Puede que tal vez quién sabe, como decían de niños. Bueno, ¿y qué mayor lugar común que el de la fugacidad de las cosas, el famoso parpadeo? Si Raúl dijera «¿Por qué esa sensación de eternidad en la gota que pende de la hoja seca que cuelga de una telaraña que está a duras penas agarrada de la rama quebrada de un árbol muerto en plena niebla?». Igual sería un lugar común, pero mejor vestido. Son clichés porque son ciertos. Exégesis de los lugares comunes es el título de uno de los libros que heredó de su padre y todavía no ha leído ni va a leer. León Bloy, el escritor. Tremendo nombre.

Y ni sabe Raúl lo que significa exégesis.

Boleros en Tolima Estéreo en ese mismo corredor y en esa misma silla que se ha de comer la tierra. Mientras se tomaba el ron, Julia los cantaba también en la cocina, con toda la calidez de su voz, y sentía Raúl el corazón como sumergido en miel. Hermoso cantaba. La casa estaba ya casi terminada y pasaban allí la mayor parte del tiempo. El maestro Segundo había dejado para el final el baño exterior y también el kiosco redondo, de guadua, palma y piso de zapán de muchas vetas, y que Raúl casi nunca usa. Allá está el chichorro que compraron Julia y él días antes de la separación, lujoso, blanco, muy caro, como de princesa guajira, y en él es donde se ha devorado Sonia las novelas de los rusos. Raúl es persona de silla en corredor apoyada en pared, no de kioscos con chinchorros caros y equipos de sonido, mesas y vasos. Si acaso el transistor.

 

 

ALEJA

 

—Señora Aleja, voy a introducir lo que quedó de las lentejas en la nevera —dice Katerina, y a Aleja le da mal genio. «Meter, meter las lentejas, ¡meter!», está a punto de decirle, tal vez gritarle.

Introdúzcalas, Katerina, sí, por favor —dice, en cambio, con todo el veneno del que es capaz.

Quedaron muy buenas, con chorizo, pero hicieron demasiadas y la comida guardada se pone tamásica. Una vez cada mil años no hacen daño con chorizo. Una vegetariana que come chorizo, diría Humberto. O le dice Katerina: «Perdón, señora Aleja, qué vergüenza, no le estaba colocando atención». ¡Ay! Le provoca matarla. ¿Así le hablaría al indigente? ¿Sería por eso que le hizo caso y le ayudó a recoger la basura? Lentejas tamásicas, en todo caso, para el cochino ese. Aleja le puso una vela a una torta pequeña que había horneado, y abrió una botella de vino blanco frío, pero no quiso sentarse sola. Sintió algo, miedo, y Katerina se sentó con ella. Aleja prendió y sopló la vela y comieron mientras sonaba la lluvia en la claraboya del comedor y Katerina le hablaba de la úlcera varicosa que por fin habían podido curarle a su mamá después de muchos años. Aunque Julia nació a las doce y veinte de la mañana del 10 de enero, Aleja le celebró el cumpleaños unas horas antes. No quiso decirle nada a Katerina, y la muchacha pensó que era el cumpleaños de Aleja. Llamar a los hermanos de Julia y al papá los habría entristecido peor, son unos caballeros, todos ellos, y del papá tiene Aleja muy buenos recuerdos de la infancia. De la mamá nunca más volvió a saber ni le interesa. La quiso poco cuando eran niñas, por lo odiosa que era con ella, y hoy la quiere todavía menos. Y con Julia, ni se diga lo cruel que fue esa señora. Una yoguini debe evitar sentir gusto o disgusto por las cosas, no discriminar con la mente, pero el caso de la mamá de Julia es especial. Qué vieja horrible. Huele siempre a cosméticos. A las niñas Aleja las llamó hoy. Diana no quiso pasar, Manuela sí. Lloraron, claro.

Maravillosas sus fiestas de cumpleaños. Se las organizaba Julia misma. Ella siempre fue la persona más importante en el mundo para ella misma. Ponía sus propias fotos en la biblioteca. En segundo lugar estaban su padre y Manuela, aunque por allá muy lejos y ninguno de los dos con fotos. Preparaba las fiestas de su cumpleaños con mucha antelación y a veces eran temáticas. Su último cumpleaños fue con tema de la escritora Doris Lessing, y preparó la sopa de tomate que aparece en una de sus novelas. Aleja no es de novelas, y de poesía, menos. Julia la veía leer sus libros de yoga y autosuperación y hacía gesto de condescendencia. «Yo soy muy escéptica para esas cosas», decía con un tono que a Aleja le producían ganas de matarla. Así que de esas cosas casi mejor no hablaban. Julia era engreída con sus… A Raúl tampoco le entusiasmaban demasiado las fiestas literarias ni los cumpleaños en general. Después, Julia se inventó unas noches literarias en las que varios poetas leían sus trabajos. Todos los martes. Aburridísimo. Aleja estuvo en dos y no entendió ni medio poema. Parece que escriben para que la gente no los entienda. Se felicitaban entre ellos. A ella ni siquiera le preguntaba Julia si le gustaban sus poemas. La daba por perdida en ese campo y no le importaba su opinión. Y con razón, piensa Aleja. Los últimos versos que leyó fueron de Simón el Bobito. Claro que el Tao te King son poemas. Fueron amigas de infancia, esto es, mucho antes de que ella se volviera escritora, y Aleja todavía no entiende por qué quería a Julia como a una hermana. O la detestaba como a una hermana, más bien. Esas cosas no se entienden, y menos cuando empiezan en la infancia. Ocurren y punto, nada que hacer. Las veladas eran en su apartamento de Bogotá y tal vez por eso mismo Raúl dejó de venir y se encerró en la finca. Ese encierro de él tuvo mucho que ver con la decisión que de pronto tomaría Julia de abandonarlo, piensa Aleja. «Él no compartía mi mundo», le dijo un día Julia, disculpándose, pues sabía que Aleja no había estado de acuerdo con la forma como hizo Julia las cosas. No con lo que hizo, sino con la forma tan dolorosa como lo hizo. «Tú siempre has encontrado disculpas para dejar de querer», le contestó Aleja, para bajarle los humos y defender un poco a Raúl, la verdad. Se pelearon muchas veces desde que estaban niñas. Julia no dijo nada, pero dejó de comunicarse durante casi un mes y Aleja sabía muy bien a qué se debía su enojo. Por lo menos no le dijo esa vez que no se metiera en lo que no le importaba.

 

 

RAQUEL

 

A veces a Julián lo despierta el olor del caldo, pero esta vez tomó mucho y muy rápido y no lo despierta ni el Ángel del Juicio Final. Está muerto en la hamaca, sólo que respira. Ojalá se acueste en la cama sin beber más. Darle el caldo apenas abra los ojos, para que se vuelva a desplomar. Echarle mucho cilantro, para que obre como narcótico.

Cada que pasa frente a la escalera de incendios y ve el colchón de nieve espumosa, piensa en Julia. ¡La mente! No hay que jugar con la cabeza, le dice con frecuencia Julián, que la conoce. «Ahora me va a dar por lamentarla, vea pues, quién me entiende», piensa Raquel. La muerte es una mierda, pero lo peor no es la muerte sino esto. Y en Colombia en los periódicos siguen dándole al tema. Fotos del hijo de papi ese, todo bonito, burlándose de todo el mundo, como quien dice «prueben que le hice algo, a ver, si son tan machos». Un gesto de arrogancia parecido al de O.J. Simpson y también al de aquel muchacho yuppie que estranguló a la novia una noche en el Central Park, detrás del Metropolitano. ¿Cómo se llamaba? Ella era de apellido Levin. Yuppies los dos. Ella menudita, él grande. Dijo que ella lo había amarrado, y que le estaba haciendo caricias sexuales demasiado fuertes y la mató por accidente al tratar de quitársela de encima. «Llevo mucho tiempo trabajando en esto», dijo el juez. «Y, que yo sepa, usted es el primer hombre que ha sido violado por una mujer en el Central Park». Después del chiste del juez lo zamparon a la cárcel, a ese sí, desgraciado, y se le fue hondísimo.

Incluso hubo orden de cateo de la casa de Raúl, quién sabe ordenada por quién, algún juez, pero se limitaron a tomar café en el corredor, dos policías. Lo que se dice catear no catearon nada. Días después fueron los de antisecuestros y lo molestaron un poco más, tampoco mucho. Están demasiado ocupados con el Mono Jojoy como para perder el tiempo con Raúl. Tipo maluco, el Mono, piensa Raquel. De revolucionario no tiene un soberano jopo. Mientras no haya notas de rescate ellos no pueden hacer nada. Tiene ojos apacibles, como de yogui, Raúl, como de santo. Mosco muerto, le dice Raquel. Mucha fuerza sí tiene. La habría podido ahorcar con dos dedos, mejor dicho, o medio ponerle una almohada en la cara y listo. Unos arañacitos de nada le quedarían en los brazos. Como asfixiando a una gata. ¿Por qué a Raquel siempre se le ocurren esas imágenes tan horribles? Tantos asesinatos impunes. Tantos ojos morados, reventados, dientes tumbados, labios partidos, fracturas de huesos, lesiones de órganos, concusiones. Las dejan parapléjicas, idiotas, tuertas, desorejadas, desdentadas, cojas, vegetalizadas, muertas… Sin contar la angustia sin límites, el infierno de la tristeza sin remedio. Son unas bestias, los hombres. Raquel debería aprovechar para darle una patada en el trasero a ese de la hamaca, y cuando se despierte decirle que es por lo de Ciudad Juárez. Si se despierta. Mentiras, pobrecito. ¡Cómo se le ocurre! Con lo suave que es. Sus hermanas le dicen que debe tener cuidado de no irlo a aporrear con las burradas que le dice a veces.

 

 

RAÚL

 

Cuando están en el corredor o en el balcón de arriba, por las noches, y pasa algún jet muy arriba, alumbrando como un cocuyo, Raúl le dice a Sonia «Allá van tus colegas respirando pedo de pasajero». Ella lo mira entre horrorizada y asqueada, y risa no le da. «Viento de pasajero», corrige Raúl, y ahí sí logra que se ría un poco. Sonia acaba de leer La muerte de Iván Ilich y está conmovida. También le gusta a él Tolstói, y eso que muy buen lector no ha sido. Con los libros le pasa lo mismo que con el cine: no puede evitar ver las maromas que hacen para enganchar a la gente, y con los dos primeros trucos del escritor le pierde el interés al libro. Todo es truco, claro, en estas cosas; la pared no es lisa y bonita, sino que tiene adentro boñiga, greda, pasto y esterilla de guadua. Con basura y estiércol se construye la casa del Señor. Pero hay el truco falso y hay el truco verdadero. Una cosa es construir la casa del Señor y otra querer ganar plata. Sonia, en cambio, pasa sin problemas de Tolstói al bestseller más burdo. «Bueno no está, para qué, el libro, pero no puedo parar de leer», dice. Raúl empezó a explicarle lo del truco falso y el verdadero y vio que a Sonia la atención se le empezaba a separar del cuerpo, como con ganas de irse para el cielo. Y ahora a Raúl ya le comenzó el hambre en serio. Le importa poco lo de los trucos, a Sonia. «Y tiene razón, yo jodo mucho». El mejor pollo con vino de Marsala se lo sirvieron en el club ese de Bogotá la única vez que estuvo con Julia y sus padres. Allá conoció, mejor dicho, el tal pollo. Se lo mencionó a Sonia y ocho días después lo tenían en la mesa. Quién sabe dónde se consiguió el vino. La receta, de internet. Y le quedó casi tan bueno como el del club.

Si no fuera por las depresiones, Sonia sería una persona perfectamente feliz. Le llegan de pronto, como un ladrillazo, y desaparecen de repente, como si nunca le hubieran dado y hubiera sido feliz sin interrupción desde la infancia. Se encierra y no vuelve a hablar. Se le apaga el brillo de los ojos. «Se me ponen color pasto. Parezco una gallina encenizada», dice. Se acuesta —a dormir, supone Raúl—, no en la cama de los dos, sino que se encierra en uno de los otros cuartos. A veces él toca a la puerta, no sea que se haya colgado de una de las vigas de roble. Así de brutal es la embestida de la tristeza. «Todavía estoy aquí, Raúl, no te preocupes», dice con voz neutra, ni débil ni fuerte. Siempre hablan de consultar algún médico, un siquiatra, y nunca lo hacen. Se recupera y olvidan el asunto. Han tenido suerte ahora que ha pasado todo esto de Julia, pues hace meses que Sonia no sufre episodios de tristeza. Y está tranquila con eso, mucho más que Raúl.

Raúl a veces siente que Julia los mira desde alguna parte. Se lo mencionó a Sonia y ella dijo que eso mismo le había pasado después de la muerte del mayor de sus hermanos. Ni riesgos de mencionárselo a Raquel, o se alborota. Ayer, chateando, le dijo a Raúl que está sintiendo que Julia no está muerta; que podría estar hecha un zombi o algo, por ahí en algún lado. Cómo así, le preguntó Raúl. Le dieron algo, escopolamina o algo, la emburundangaron y se les fue la mano o algo, escribió. Y después de un momento agregó: «Y bastante pendeja que ya venía, ¿no?». Hace chistes pesados para disimular lo impresionada que está con el asunto. Lo ha sorprendido con eso.

 

 

JULIA

 

Lo que más extraño son las formas de las cosas. Ahora que no las tengo las entiendo y podría escribir como los dioses. Pero manos ya no hay. Todo ahora por fin está completo y ya no tengo que luchar para ver el lado oculto de nada. Antes veía yo superficies, cáscaras, apariencias. Extraño todo eso. Antes veía yo una montaña que en una parte era azul profundo, en otra verde, y no lograba saber dónde comenzaba el azul y terminaba el verde. Por eso era tan bella. Ahora no. Ya sé bien que no existe el azul ni existe el verde. Todo es circular ahora. Todo está completo. Frío. Yerto.

No estoy aquí y, sin embargo, tengo frío. Es como si estuviera allí donde se acumula la nieve. O como si estuviera al descampado, de pie entre los iris, o en el guadual de la casa de Raúl, frente a la casa, tiritando entre la lluvia. Todo es un sueño helado. La casa nos quedó lindísima. Muchas cosas se hicieron como yo propuse. Mi espíritu estaba en ellas y habita en ellas todavía, pero el cansancio de que él no se interesara en mi mundo aumentaba, y necesitaba yo buscar otro horizonte donde se valorara lo que yo era, se apreciara mi trabajo, mi pasión, mi vida. Y ¡qué hermosos se veían, desde ese corredor, los bambúes llenos de lluvia! Escribí un poema: La lluvia en los bambúes. Raúl había diseñado un bosque al lado izquierdo de la casa, grande, quinientos metros cuadrados o tal vez más, y había dejado un claro en el centro, al que se llegaba por un sendero sinuoso entre los bambúes, y en el claro había colocado piedras grandes, para uno sentarse en silencio y sentirse en la espesura. Era una persona única, él, un artista a su modo. Y tuve que asesinar ese corredor, y esos bambúes, y esas guaduas, y esa hermosa cocina que le hicimos, y nuestro cuarto y los muebles. Asesinados. Y asesinado él, para que yo pudiera ser yo misma.

Si yo fuera yo tendría mucho sueño después de lo que pasó y querría de todas formas dormirme para siempre.

 

 

ALEJA

 

Se fue Katerina a la cama y Aleja quedó sola. Se introdujo en la cama, Katerina. Si Aleja se acostara a las diez, como ella, se dormiría, sí, y a las doce estaría alumbrando como un bombillo. Podría llamar a Humberto, pero él se va a dar cuenta de que le está haciendo falta, y no conviene. Si algo se le presenta y no puede pagarle los treinta millones en los tres meses que acordaron, tendría Aleja que posponer lo de la sucursal de Santa Bárbara. No pensar en eso ahora, no. Julia jamás le habría prestado. Una vez los oyó discutir muy feo por asuntos de plata, y Humberto tenía razón: era tacaña. Desde niña fue amarrada. Tampoco a Aleja quiso prestarle cinco tristes millones de pesos que necesitó de urgencia para lo de un apartamento, y no lo pudo comprar. Que en ese momento no los tenía, dijo. ¡Por supuesto que los tenía! Aleja debe cuidarse, en cambio, para no ir soltando la plata como una boba. Por eso le cayó siempre bien Raúl, por desapegado, generoso. Aleja consigue la plata sin problemas, pero se le va igual de fácil. Invierte rápido, antes de que se vuelva plata de bolsillo, y más bien deja las propiedades en alquiler, consignadas en una agencia de administración de inmuebles. Para los yoguinis el dinero no es malo ni bueno en sí. Es un flujo de energía, como el prana. Tener propiedades buen negocio no es, pero el capital se mantiene y algo deja. No era generosa, Julia, pero era leal, y la acompañó siempre en los momentos difíciles. Las pocas veces que Aleja se enfermaba, allí estaba. Con la enfermedad tan larga del padre de Aleja siempre estuvo pendiente. Buena amiga sí, desde niña, aunque dominante. Hasta los siete años o algo así parecía una actriz infantil de cine o una niñita de la realeza de Mónaco. La mamá la vestía para exhibirla ante las señoras amigas. Habría podido salir en ¡Hola! El papá la ponía a cantar para las visitas, o en el club, y le brillaban los ojos al señor, mirándola. Julia le dijo una vez que la mamá no la había querido por celos con el papá. Es una mujer de esas a las que les gustan mucho los hombres y odian a todas las mujeres. Y se va a seguir maquillando así tenga un pie en el cementerio, piensa Aleja. Entonces Julia de pronto empezó a usar bluyines y a jugar fútbol o elevar cometas con los hermanos en los parques, o a jugar tenis y golf en el club, con el padre. No quiso ponerse más los vestiditos de niña bonita, y la mamá la detestó aún más, ahora por brincona. Que la gente iba a pensar que era una marimacho, le decía.

El 24 de enero, Humberto debe consignar los primeros intereses.

 

 

RAÚL

 

Deja la cocina reluciente de limpieza, Sonia, y se va a leer al chinchorro hasta la medianoche. Cuando acabe con la biblioteca habrá que salir a comprarle un par de metros cúbicos en alguna librería de usados de Bogotá. Como una esponja: todo queda en su disco duro. Primer cigarrillo del día a las diez de la noche, nada mal. Cinco al día y hace un año Raúl se fumaba diez. A Julia al principio le impresionaba que se sentara al oscuro a fumar. Una vez Raúl le explicó, casi disculpándose, que era para ver con más intensidad la luz de las luciérnagas y también la de los aviones. Noche tras noche tras noche hasta la medianoche. Y está de pie a las cuatro de la mañana, pues es de las personas que necesitan poco sueño. Que sus días y sus noches siguieran una pauta casi idéntica semana por semana, mes por mes era, según Julia, rigidez mental, arterioesclerosis espiritual. Él era un sicorrígido, mientras que ella era un ser libre que se acostaba a veces a las diez, otras a las once, otras a las doce. ¡Qué mundo el suyo!

El día en que se terminaron las obras de la casa se produjo una gran pelea.

Para celebrar, él y Julia habían subido a tomarse algunos rones en el balcón del segundo piso, al atardecer. Estaban muy contentos de que Segundo y su ayudante no fueran a llegar a las siete de la mañana del día siguiente, el ayudante a silbar música de cantina, Segundo a trabajar como loco, hacer mala cara y no hablar. El trabajo es para él una droga. Si no pudiera resolver problemas de construcción, diseñar construcciones, poner ladrillos, pañetar, tendrían que sedarlo y ponerle camisa de fuerza. Son los problemas de los genios. Tiene muy buen ritmo y es ordenado para trabajar. Y nunca para. A las seis de la tarde se va casi sin despedirse y se emborracha con cerveza en la tienda más cercana. A la mañana siguiente, aún tembloroso por la resaca, vuelve a embestir en silencio la faena del día, alegre diría Raúl, aunque no hay manera de saberlo. La resaca desaparece pronto. El ayudante silba sin parar, seguramente para combatir el silencio, y de vez en cuando dice algo a lo que Segundo, concentrado en lo suyo, no contesta.

A Raúl le quedaría difícil reproducir de manera detallada, por absurdas, las peleas que tuvieron él y Julia. El tema de los exmaridos causó la de aquella noche en que celebraban el final de la obra. Raúl no sabe por qué a Julia se le ocurrió contarle de pronto lo que había sido la vida con cada uno de ellos. Él no le había preguntado nada ni quería informarse de su larga vida amorosa. No le interesaba saber lo decente que había sido su primer marido, y tuvo que armarse de paciencia para oírle explicar cómo tanta decencia a veces le había resultado mortalmente aburridora, pero cómo no había sido eso, sino el malhumor de él, lo que había terminado por llevarla a tomar la decisión de terminar el matrimonio. Siguió con el número dos. Un artista. Pintor. Los ojos de Raúl en la oscuridad del balcón se llenaban de lágrimas de tedio, y su corazón, de un poderoso malestar. «¿Para qué me cuenta todo esto?», pensaba. Del segundo marido Julia dijo que le había empezado a producir una especie de frigidez que era casi fastidio físico. Raúl dejó de escucharla. Julia aún no había terminado con el segundo y había dos más. Quedaba Diego, el fotógrafo talentoso y buenmocísimo al que le faltaba un ojo. Faltaba el artista de fama nacional que la había dejado a ella y cuyo abandono le había «dolido hasta el fin del mundo». Raúl no recuerda su nombre. Faltaba mucho, Dios mío.

Terrible pelea. Raúl no recuerda con exactitud lo que le dijo a Julia, aunque lo supone. «Me importa un soberano rábano tu historia sentimental», le diría, pero tal vez dijo soberano culo. Julia salió furiosa de su casa. Después Raúl supo que no se había ido para su finca sino que había estado manejando, sola y a esa hora de la noche, para calmarse, y había acabado por tomar una ruta poco conocida y más larga para Bogotá. Cuando estaba tensa salía a manejar por ahí, sin rumbo. Su padre le había enseñado a conducir siendo aún niña, y era una chofer espectacular. Raúl no es buen conductor y sabe apreciar esos talentos. Muchas veces Julia escapaba a pueblos de Boyacá, que le gustaban mucho, y pasaba la noche en hostales u hoteles o en casas de familia que la hospedaban.

Humberto Fajardo le dijo a la policía que eso precisamente había hecho después de una discusión que tuvieron por teléfono, él en Bogotá y ella en la finca. Cuando manejaba así podía llegar a los Llanos Orientales, fácil, y cierta vez había terminado en un hotel en Cartagena, después de conducir veinticuatro horas seguidas, oyendo música a todo volumen y llorando de vez en cuando. Era una persona apasionada, sin duda. No por nada tuvo tantos maridos. Manuela dijo que su mamá nunca llegó a su apartamento de Bogotá, a donde se suponía que iba a ir antes de encontrarse con Diana en un centro comercial. Diana asegura que nunca llegó a la cita. Y como tardaron demasiado tiempo en encontrar su camioneta, se creía que había desaparecido con ella.

 

 

JULIA

 

De no haber sido porque tenía más fuerza bruta que yo, jamás habría podido conmigo. Yo habría terminado por imponerme con arañazos y dentelladas. Le habría sacado los ojos. Nunca pudo nadie conmigo. Mejor que no encuentren nada nunca, para que mi padre no tenga que verme humillada y toda descoyuntada por alguien que escondía su bestialidad bajo la piel de cordero. Pobre Diana, que no sabía lo que hacía. Pobre Manuela. Y ahora lo único que hay es esta niebla gracias a la cual todo lo entiendo por fin, pero sin ser yo misma y sin poder escribir, sin poder siquiera cantar. Pobres, pobres.

Mi corazón se está desbaratando. Mis mejillas se están destejiendo. Mis ojos se están entregando a otros seres.

 

 

RAQUEL

 

El cilantro lo mandó a la cama como si hubiera recibido un garrotazo, y no le dio tiempo ni de lavarse los dientes. Va a dormir menos de dos horas, se va a levantar dormido a lavárselos y ya no va a buscar la botella de Gordon’s. Las diez y media y aquí me quedé sola como el ánima sola, piensa Raquel. La nieve, de noche, cayendo seguido por la ventana, es como el paso del tiempo en algún sitio fuera del tiempo, donde hay movimiento, pero todo sigue igual. Es el paso del tiempo cuando uno está muerto. O borracho, como éste. O en coma. O hecho un vegetal. Raúl nunca está conectado a internet a esta hora, sólo por las mañanas y tampoco demasiado tiempo. Claro que Raquel no puede hablar mucho con él sobre las imágenes que le llegan quién sabe de dónde, pues Raúl les cree poco a esas brujerías, como las llama, y demás intuiciones suyas. Avanza la noche y Raquel empieza a sobresaltarse, a ponerse nerviosa. Pero no es miedo. Es, más bien, como si tuviera la capacidad de ver sitios oscuros que preferiría no mirar y terminara siempre mirando. Es por esta nieve, piensa Raquel, que a veces es tan triste y a veces tan bella.

Raúl ya no reacciona cuando uno le habla de Julia. Trata de ser amable y no dice nada, pero se ve que está hasta las tetillas del tema. Ayer, chateando, Raquel le dijo que ella pensaba que Julia no estaba muerta, y él se iba enojando, y escribió que dónde carajos podría entonces estar. «Si estuviera en alguna parte hecha un vegetal ya la habrían identificado. ¿No crees?», y agregó: «No me jodás ahora, Raquelita, ¿sí? Mejor no hablemos de eso».

A Raquel no le extrañó su enojo. Primero casi lo aniquila el abandono de Julia y después pasó lo que pasó y no faltaron las habladurías y teorías. Raquel entiende que Raúl lo único que quiera ahora sea gozar de su muchacha joven en paz y de su finca, de sus guaduas y demás aficiones, y que le importe ya un bledo la suerte de la otra. Es apenas natural que no quiera seguir cargándola en las espaldas. Pero a Raquel le molestan las malas actitudes, vengan de quien vengan, nunca se ha dejado intimidar por ellas, y tecleó: «Nada de joder. La posibilidad existe, Raúl, no nos digamos mentiras». Ella sabía de una señora, continuó, a la que habían drogado con escopolamina en Bogotá, se la habían llevado para la Costa, la habían estrangulado y sus familiares la encontraron más de un mes después en una morgue de Barranquilla. Habían reseñado mal el cadáver, con otro nombre, lo habían archivado en una nevera y por puro azar la encontraron. Fácil fácil pudo no haber aparecido nunca, esa señora. A lo cual Raúl contestó que tenía que cortar, que la chateadera esta no estaba buena y que él tenía cosas para hacer. «Vaya, pues, don avestruz, meta su cabecita en su hueco si le da la gana», escribió Raquel.

Mejor dicho, se pelearon.

Sin dejar de mirar la nieve en la ventana, Raquel se sienta en la hamaca encima de las Hojas de hierba de Julián, que siempre va dejando todo tirado por ahí. Se acomoda, respira profundo, para que se le quite el mal genio, y se pone el libro en el regazo. ¡Qué delicia son las hamacas! Por lo menos medio metro tiene ya el colchón de nieve en la escalera. Saliendo de Paumanok, la isla en forma de pez donde nací, bien engendrado y criado por una madre perfecta, después de andar por muchas tierras, amante de populosas aceras… ¡Tanta luz! Tan distinto de estos socavones donde nos gusta meternos. No Raúl, no, él es del aire libre, y cuando se pone violento, lo es de forma inocente, como un niño. Nunca hubo más principio que ahora, ni más juventud y vejez que ahora, ni habrá más perfección que ahora, ni más infierno ni cielo que ahora. Dondequiera que uno lee brota la belleza, como el agua en las montañas de Raúl, pero allá brotan también la muerte y cosas peores que la muerte. «The horror!», decía Kurtz, con la voz de Marlon Brando, como llena de polvo. Tocar el tema en clase. Coppola. Conrad. Es persona contenta, Raquel, y, sin embargo, de eso sabe. De lo horrible sabe, a pesar suyo, y también de lo fatal.

Para eso y para la música tiene oído.

 

 

RAÚL

 

Aunque se recuperaron de la pelea que había causado la insistencia de Julia en hablarle de sus cuatro maridos, todo parecía irse deteriorando con rapidez. Julia escribía el día entero, lo cual preocupaba a Raúl, pues ella sospechaba lo que él pensaba de su poesía, y él sabía que esa avalancha de creatividad los arrastraría al desastre. Además, tenía que disimular para que no se le notara lo tontas que le parecían sus actitudes de escritora, la mirada que se adentraba en las nubes en busca de verdades profundas, el ceño fruncido de poeta apasionada y las fotos de ella misma en las paredes y bibliotecas del apartamento. Terriblemente seria. Atractiva siempre.

Empezó a sentir miedo.

Un día estaba Raúl en el apartamento de Julia en Bogotá y llegaron de pronto tres poetas casi niñas, un poeta joven, barbilampiño y muy gordo, y una poeta casi anciana, de voz ronca, que daba la impresión de haber sido alcohólica hasta hacía muy poco y que fumaba sin parar. Todos sacaron sus cuadernos. La poeta casi anciana extrajo de su bolso una cantimplora con ron, con lo cual supo Raúl que seguía siendo alcohólica, trajeron vasos y de repente él quedó fuera de lugar en aquella sala. La incompatibilidad profunda entre Julia y él nunca fue tan evidente como en ese momento. Los poetas empezaron a leer sus textos y todo se puso todavía peor. Las jóvenes lo miraban como a un intruso. Los poemas eran incomprensibles. Fue a la habitación a meter sus cosas en la mochila y salió del apartamento casi sin despedirse. Se vino para la finca. En algún momento sintió cierto alivio, alivio aprensivo, si puede decirse así, pues al fin la crisis iba a estallar, el malentendido a aclararse, ellos dos a separarse.

Por la noche, casi sin pensarlo, la llamó y le dijo que quería terminar la relación. Ella se mostró sorprendida y no estuvo de acuerdo. No lloró. Dijo que era triste que se separaran antes de que su relación diera todo lo que tenía para dar. Raúl le dijo que le dejara en una maleta en la portería las pocas cosas que tenía en el apartamento, que iba a pasar por ellas. La voz de Julia empezó a sonar metálica, muy tensa. Estaba furiosa. Raúl nunca lo sabrá a ciencia cierta, pero piensa que la abrumaba el hecho de que el rompimiento viniera de su lado. Como sicólogo amateur su opinión es que la mamá rompió demasiadas veces con ella cuando era niña y que eso le resultaba insoportable y sencillamente no iba a permitir que ocurriera. Le dijo a Raúl que le devolvería sus cosas cuando estuviera preparada para hacerlo, no antes. «Quédate con ellas, entonces», contestó él. «Es basura al fin de cuentas».

 

 

ALEJA

 

Katerina ronca. Tan joven y tan fina para hablar, y, sin embargo, ronca. El problema está en la conformación de la tráquea. Aleja, nunca. El yoga nos mantiene libres de muchos defectos y aflicciones, y su efecto es inmediato. Media hora de ejercicios y la melancolía que le produjo la soplada de la vela de Julia desapareció como por encanto. Para el tarot es muy importante la hora en que nace la persona. Cuando Julia y Aleja trataron de averiguar la hora en que Julia había nacido, fue el padre quien les pasó el dato, no la madre. La señora dijo que las cosas nefastas era preferible olvidarlas, y, fingiendo corregirse, agregó que se refería al dolor del parto, claro, no al hecho de que Julia hubiera venido a este mundo, cosa que a todos nos había alegrado, ¿o no? Vieja malvada. Y se reía. A Aleja le habría gustado que los ladrones de las tarjetas se hubieran esforzado un poco más y la hubieran dejado lisiada o algo. Tuerta, por ejemplo, para que se tuviera que maquillar alrededor del parche. Respirar profundo hasta que salga del cuerpo todo el rencor, todo el odio. Los yoguinis tienen todas las pasiones humanas, sólo que saben dominarlas con técnicas. ¡Mamarracho!

Aleja piensa que un té verde la equilibra. Qué llovedera. ¡Oigan a Katerín! Suena como las motobombas de la finca del papá de Aleja en Mariquita, cuando regaban los cultivos de sorgo. ¡Tanto que disfrutaba de sus fincas, su papá, para venir a templar a la casa por cárcel por una calumnia! Un año de casa por cárcel y ya el corazón se le había dañado, por la congoja, y estaba listo para morirse. Lo dejaron de chivo expiatorio los muchos enemigos que hizo cuando se metió en política. Lo mismo quieren hacer con Humberto, sólo que él no se deja, porque bobo no es. Seis meses arrastrando el carrito de oxígeno, el papá de Aleja, y arrastrando la tristeza, que no le daba tregua. Julia se portó como una princesa con él, ella, que no era precisamente la más generosa. Pero sufría de asma y entendía.

Unas veces Aleja le dice Katerina, y otras, Katerín, y ya ni sabe cómo se llama. La muchacha se lo ha dicho como cuarenta veces y Aleja siente vergüenza de volver a preguntarle. El té verde es rico en antioxidantes. Oxidados van a quedar con esta humedad del aire, piensa Aleja, si no deja de llover. Ha sido el invierno más fuerte en décadas, dice el Ideam. Las fotos del periódico parten el corazón, por tanta gente desplazada, ahogada, por tantas vacas infladas. La compasión es el rasgo más notable del ser humano iluminado, el desapego es el segundo. No quiere decir eso que uno se desapegue a la loca de los asuntos de este mundo de convenciones. Hay que respetar las convenciones, pero saber lo que son. Respetar nuestros compromisos. Si uno se compromete a algo en materia monetaria, cumplirlo.

Los intereses.

Una vez le prestó a Humberto cuarenta mil pesos, y hasta el día de hoy. Pero estamos hablando ahora de treinta millones. Con eso no se juega.

 

 

RAÚL

 

No eran basura las pertenencias de Raúl. Julia tenía su cámara de fotografía, que no era mala. Toda su ropa «elegante», la que se ponía para dar las conferencias sobre el acero vegetal, estaba allá, y había algunas prendas —una chaqueta de cuero, por ejemplo— por las cuales Raúl sentía cariño. También libros, como los dos tomos sobre aves de Colombia y las obras completas de un poeta italiano, que le regaló Raquel y le gustaba, a pesar de que los poemas eran casi ininteligibles. En esto, como en todo hay dos clases de poeta, opina Raúl como crítico amateur: aquel que no dice casi nada aunque parece que dijera mucho; y aquel del que uno sabe que dice mucho, pero no quiere que uno entienda, vaya usted a saber por qué. Es decir, el italiano ese. Comunicarse con Raquel y exponerle su teoría.

La cámara, la chaqueta de cuero, las obras completas del poeta, muy bien empastadas, y nada de esto se perdió, no esta vez, pues menos de dos semanas después, agotado por el infierno de la separación, que era como un ensayo del infierno aún peor que lo esperaría cuando fuera ella quien lo dejara, la llamó para rogarle que volvieran juntos. Julia estaba en su finca. No le dijo que se vieran allá ni que ella vendría a la finca de él, sino que decidió que la reconciliación sería en lo que llamó «terreno neutral», esto es, un hotel campestre de Villeta, a tres horas de allí, y además decidió que no se fueran juntos, sino que se encontraran allá. Reconciliación tórrida, de un erotismo casi violento, de cliché, salvaje, de película. El restaurante del hotel era de comida casera de primer orden. «Comimos y tiramos como locos», palabras de ella. Después escribió un poema en el que se asentaba el hecho en lenguaje erótico-filosófico. Se lo publicaron.

Subió la neblina al corredor.

A mediados de noviembre, Sonia se consiguió un pino perfecto, lo puso en el corredor, compró los adornos, lo decoró, y ahora, justo cuando Raúl se estaba acostumbrando y empezaba a disfrutar de las esferas y de las luces, se puso a desmontarlo. Él le dijo que los pinos se dejaban hasta el Día de Reyes. Ella sonrió y Raúl supuso que se había sorprendido de que supiera de la existencia del Día de Reyes, pues él vive en la luna en cuanto a esas cosas. Sonia colgó otra vez las esferas que había quitado y volvió a enchufarlo.

—El Día de Reyes fue el 6 —dijo.

Alumbra bonito en la esquina del corredor, en especial cuando hay niebla, como ahora.

 

 

JULIA

 

Mi poesía era diferente del resto de la poesía de mujeres, o de la poesía erótica, haya sido ésta de hombres o de mujeres, en que yo no perdía la cabeza al escribirla, arrastrada por la sensualidad, y así jamás descuidaba la profundidad. Si alguien no entendía los conceptos y las intuiciones que plasmaba en el poema, tanto peor para ese alguien. La profundidad no es para todo el mundo. Lo que se encuentra en la profundidad ¿es qué? Lodo. Y ese lodo es de tal naturaleza que no se lo puede distinguir de todo lo demás, que así se convierte también en lodo. Viscoso, asfixiante. Como una hamaca. ¡Menos mal que ya no puedo yo sentirlo!

A Raúl en Villeta yo lo estaba enloqueciendo de amor. Me publicaron el poema en una revista de poesía de Medellín, con distribución en todo el país. Cuando lo leía en los recitales y festivales, la gente me aplaudía largo. Claro que aquello tenía que ver también con lo atractiva que siempre fui, así no me sintiera hermosa. El talento y la atracción física no tienen por qué estar reñidos, al contrario. Eso extraño, los aplausos, el calor de las lecturas en vivo. Con el erotismo, como con la muerte, uno puede tocar el más allá. No es lo mismo leer un poema en silencio que recitarlo en voz alta. Estar muerto no es lo mismo. En el fondo, sólo hay silencio.

A mi padre le dijeron que yo estaba en Antigua, viviendo con otro nombre, y mi pobre padre tomó un avión y fue a buscarme. ¿Y cómo iba a encontrarme si no me he movido ni un centímetro del lugar en el que ni siquiera estoy? ¡Cómo será que ni siquiera logro ver la niebla!

Fue hermoso nuestro reencuentro. Yo me la pasé en la piscina. Feliz. ¡Qué bello es el pasado! ¡Qué bueno sería si ahora lograra recordarlo! Hacíamos el amor, jugábamos ping-pong, nadábamos, comíamos, volvíamos a hacer el amor. Algo me decía que aquello tampoco iba a durar. Raúl fingió incluso interesarse por mis proyectos de escritura y por mi grupo de poetas del miércoles por la noche. Humberto me supo apreciar más que Raúl, claro que el mal humor hacía que se volviera rudo, y la codicia, cuando él no lograba las ganancias que buscaba, hacía que el mal humor se le volviera horrendo.

 

 

RAQUEL

 

No sabemos nada de este mundo, piensa Raquel. Whitman también lo dice. Un niño me preguntó: ¿Qué es la hierba?, trayéndola a manos llenas. ¿Cómo podría contestarle? Yo tampoco lo sé. Hay la hierba que se nombra y hay la que no se puede nombrar, aunque sí traerse a manos llenas. Pero, acto seguido, Whitman empieza a hablar de lo que tal vez sea la hierba, y entonces, en la modesta opinión de Raquel, la caga. Que el «pañuelo de Dios». Que «una prenda fragante». Que «la cabellera suelta y hermosa de las tumbas». Maricón al fin de cuentas. ¡Si él mismo acababa de decir que tampoco lo sabía! Tenía que haberlo dejado ahí, sostenerse en lo dicho, no seguir carajeando con las palabras. Así es la poesía. Un destello deslumbrador y acto seguido el blablablá. Y no es que sea ni tan bueno este Borges traduciendo. Le suena rígido a Raquel, como su poesía, si se lo mira bien. Media hora y el placer de las hamacas va convirtiéndose en incomodidad, y la incomodidad en dolor. Ni Neruda se salva del blablablá. Un muerto descomponiéndose en una hamaca de lodo. Raquel piensa que debería volver a dibujar, para darles salida a estas imágenes que le llegan quién sabe de dónde. Levantarse de este fango de hamaca. A la gente le gustaba lo que Raquel pintaba. También sus esculturas de trapo. Sus muñecos. Los sigue haciendo, pero en la mente, y no es lo mismo. Se dedica demasiado a sus alumnos. Si no hace los muñecos o los dibujos, es decir, los físicos, no los mentales, las imágenes la abruman todavía. Se defendía mejor cuando agarraba algodón, trapo y aguja, o carboncillos.

Desde niña le tiene desconfianza a la medianoche. Cuando va llegando, como ahora, ansiedad. Cada vez que la cruza, alivio. Es por las historias que les contaban las muchachas del servicio cuando eran pequeños, en Medellín. A esa hora, de los cementerios salían las ánimas del purgatorio a recorrer las calles en filas ordenadas y luminiscentes. Una imagen conserva Raquel muy vívida: la de una señora que se quedó cosiendo en la Singer hasta la medianoche y algo horrible le ocurrió, por imprudente, cuando pasaron las ánimas. No recuerda qué. Preguntarle a Raúl. No. A Alberto, mejor, que se acuerda hasta de lo que no pasó. ¡Más mentiroso!

Salir a la terraza a mirar las luces de los puentes y las de los barquitos en el Hudson. Debe haber un colchón de nieve también en la terraza. No importa que le caiga nieve encima, piensa Raquel. Ponerse abrigo, gorro y botas y esperar allá las doce, admirando el río que admiró Walt Whitman.

 

 

RAÚL

 

Volvieron de Villeta al apartamento de Julia, no a la finca. Hablaron. Raúl se comprometió a participar más en su mundo, pues tal era la mayor queja que ella ahora tenía: él no participaba en su mundo. Y «su mundo» no eran sus hijas, Raúl las estimaba bastante, ni el padre, todo un caballero, ni los hermanos, muy decentes también, sino las poetas casi niñas, la poeta alcohólica casi anciana y el poeta joven y gordo y los demás poetas ocasionales, casi siempre demasiado jóvenes, que la admiraban tanto y que a él le caían mal. Bueno, y la poesía de ella.

Raúl piensa que deberían dejar el árbol de Navidad con sus luces todo el año. Metido en la neblina produce una mezcla de tristeza y contentura parecida a la que le causa el aguardiente. O le causaba, pues siempre al fin vencía la tristeza y no volvió a beber. Raúl le dio una sorpresa a Sonia el 7 de diciembre, cuando llenó todo de faroles de papel. El corredor, los dos nogales del frente, el bosque de bambúes. Como un sueño. Se deshicieron todos esa misma noche, cuando cayó un aguacero de los grandes. A esta hora a Raúl le va dando hambre otra vez, y aunque quedó pollo y arroz, decide no comer más, pues ya está demasiado bien nutrido. Juan Felipe le dijo que no se preocupara, que todavía no alcanzaba a clasificar como obeso, y esa misma noche, aterrorizado, Raúl cenó galletas de soda con té verde. ¡Obeso! Obeso el poeta joven ese. ¿Y de qué podían posiblemente hablar Raúl y el poeta, el par de gordanas, o de qué podía hablar él con esas adolescentes engreídas? Una suerte tener a Juan Felipe. Médico independiente y monje zen más independiente todavía. De otra forma le tocaría visitar a los médicos del Seguro cada vez que lo agarre el dolor de espalda o luchar para que esos mismos médicos le receten alguna droga fuerte contra sus insomnios. Da por rachas, el insomnio. Duerme un poco mejor desde que está con Sonia, y sabe que cuando ella se vaya va a dejar de dormir del todo. Hace dos meses Juan Felipe, cansado de los métodos del maestro Drácula, que él consideraba medievales, lo acusó de farsante e inepto, y se marchó del monasterio y de la región. Ahora si a Raúl le llega una racha de las largas debe consultarlo por teléfono y esperar que le mande por correo la receta del Valium o lo que sea.

Allá debe estar Sonia en el chinchorro, dándole machete a Thomas Mann. Muy pronto va a marcharse, Raúl lo sabe. El mundo es ancho y él tiene cincuenta y cuatro años y es silencioso y solitario y está obsesionado con su trabajo y no es muy buena compañía, como se lo hizo saber Julia de tantas formas. Esta vez no siente angustia y pánico sordos, como cuando supo que Julia lo dejaría, sino un miedo de carácter más filosófico. Ser o no ser. Los seres humanos son de tribu: solos no existen, se mueren. De nada de lo que Raúl ha hecho o pensado en la vida se arrepiente, por duro que haya sido, pero cuando uno está solo tiende a enredarse la cabeza y empieza a aparecer la inquietud, la culpa. A eso le teme. Menos mal que tiene su trabajo. Y siempre tendrá la compañía de los albañiles.

Mañana, madrugar a lo del salero y empezar a diseñar uno de esos espantavenados japoneses, para instalar en el estanque. Pozos, los llaman por esos lados, a los estanques, por más nenúfares que tengan. El espantavenados es para su disfrute personal, pues comerciales no son. Onisho o algo así se llama en japonés. Preguntarle a Sonia, que tiene memoria de grabadora Philips. Es bello el sonido regular que produce el bambú contra la piedra. El agua mueve la guadua y la guadua golpea la piedra. ¡Clac!, pausa, y otra vez ¡clac! Se necesita un sonido que acompañe desde el estanque a este inminente solterón solitario. En internet encontró varios modelos, algunos demasiado aparatosos. Sería bueno instalar otro en la quebrada.

Hiciera lo que hiciera, Julia lo iba a abandonar. Raquel dice que se lo comió cuando quiso y lo escupió como una semilla de sandía cuando le dio la gana. «Me estás haciendo sentir como un imbécil», protestó Raúl. No le podía decir que de todas formas él había logrado su venganza. «Imbécil y medio», dijo Raquel. «Y eso que estoy diplomática». Quién sabe. Raquel la detestaba tanto que tal vez la calumniaba a pesar suyo, pues vean ahora lo impresionada que anda con todo. Muy raro. Sólo falta que Julia se le aparezca en sueños y le diga dónde está. ¡No lo quiera Dios! El lengüetazo helado del miedo te recorre la espina dorsal y llega hasta el cerebro. Con Raquel todo es posible. Cuando supo que Raúl había flaqueado y llamado a Julia para pedirle que volvieran, le anunció que ahora sí se había metido en camisa de once varas.

—Téngase fino, Raúl, para lo que le espera.

 

 

ALEJA

 

Las motobombas de la finca del padre de Aleja se le quedan pequeñas a Katerina. Sus ronquidos resuenan por todo el apartamento.

—Hola, Katerina, despiértese, hija, que se va a asfixiar. Voltéese y verá que se le quita.

—¡Ay, qué vergüenza, señora Aleja!

Había comenzado a roncar con moderación, pero fue agarrando cada vez más fuercita hasta terminar en un terremoto. Contarle a Humberto. Se va a reír. Dientes tan parejos que tiene Humberto, tan blancos. Un encanto de sonrisa. Mantiene cepillo de dientes y seda dental en el bolsillo y se los lava cada vez que fuma o come algo. Cuando se aplica seda dental lo hace con tanto cuidado que parece tallándoselos. Sacándoles filo, decía Raúl, que nunca le tuvo simpatía. Todos esos intereses que insistió en pagarle. Mejor habría sido un interés normal, tal vez. Con Raúl dejó Aleja de tener contacto desde que se separó de Julia. No tenían nada en común, aunque se simpatizaron siempre. Aleja le enseñó algunos asanas, que él hacía muy bien a pesar del sobrepeso. Era más flexible de lo que uno podría imaginarse. Buenmozo a su manera. Las reuniones de los cuatro en la finca de Julia o en su apartamento eran organizadas por ella, para tener vida social no relacionada con sus poetas, decía, e incluirnos así a nosotros, sus mejores amigos. Raúl no tiene destrezas sociales para nada. Las reuniones empezaban tensas, pero se iban relajando con el vino y todos terminaban por pasarla bien y reírse mucho. Raúl cuando está con sus vinos puede ser gracioso, y Humberto ni se diga, con ese humor tan fino que se gasta siempre. Si uno los veía juntos podía hasta pensar que eran amigos.

Cuando Aleja supo que Julia y Raúl se habían reconciliado se alegró, pero no se hizo ilusiones. Ella la conocía bien y podía verle el hastío en los ojos, así otra vez hubiera vuelto a la costumbre de sentársele encima. Julia después le diría que Raúl no había logrado entrar a su mundo y por eso al final lo había dejado, pero eso Aleja no lo cree. Simplemente se moría del aburrimiento. La opinión de Aleja es que Julia disfrutaba de la primera parte de la relación, por decirlo así, la parte más emocionante, y entonces se cansaba y echaba a sus parejas. Siempre encontraba razones para dejar de querer. No cree Aleja tampoco que Raúl haya tenido nada que ver con lo que sea que ahora le haya pasado a Julia, pues él parece iracundo a veces, pero en realidad es muy pacífico. Algo así como los elefantes, que hay que tratarlos suavecito o podrían enfurecerse y hasta matar. Tiene que cuidarse mucho, Raúl, porque uno pasa muy fácil de la gordura a la obesidad. A todos los que conocieron a Julia los han interrogado.