PASO 3


Reconocer el momento clave de una adicción

Cuando alguien piensa en una adicción, la suya o la de otra persona, suelen centrarse en sus efectos devastadores. Probablemente la pregunta más común que se plantea a una persona con adicciones es «¿No te das cuenta de lo que te haces a ti mismo?». La segunda pregunta más probable es «¿No te das cuenta del daño que haces a quienes te rodean?». Muy a menudo esto último se dice con rabia, pero tras esas palabras también subyace la idea de que, si el adicto tomara consciencia de su comportamiento, lo cambiaría de una vez por todas.

Tener una adicción no conlleva ni una pérdida de la memoria ni de la capacidad de pensar. A lo largo de las tres últimas décadas, he visto a muy pocas personas con adicciones que no tuvieran una idea muy clara de lo que se habían hecho a sí mismas y a los demás. Buena parte del tiempo son tan conscientes de ello que los inunda el remordimiento. Centrarse en los efectos de la adicción no lo ayuda ni a usted ni a nadie que le importe. Lo normal es que solo provoque vergüenza en el adicto y que este se aleje de cualquiera que pueda recordarle sus actos.

Al dedicar demasiado tiempo a las consecuencias del comportamiento, es fácil pasar por alto el hecho de que aquellas son involuntarias. Ya sabemos que las adicciones son una solución a un problema interno, y no un intento de crear problemas externos a uno mismo o a los demás.

Dedicar tiempo y esfuerzo a pensar en los efectos de la adicción conlleva un problema aún más fundamental. Cuanto más tiempo se dedica a pensar en ellos, menos se tiene para hacer algo verdaderamente útil, como analizar las causas de la adicción.

NO SE CENTRE EN EL COMPORTAMIENTO ADICTIVO

Prestar mucha atención al comportamiento adictivo en sí mismo no es un uso productivo del tiempo. En el momento en que se cae en la adicción, el impulso es generalmente demasiado poderoso como para manejarlo. A continuación se expone un caso que ilustra el problema:

JAMES

James no podía dejar de comprar billetes de lotería. Tenía una tienda favorita donde comprarlos, una que le gustaba porque cada semana colgaban un nuevo cartel en el que indicaban cuánto dinero había ganado la gente que había comprado lotería allí. Su ludopatía había sido terrible para él. Para empezar, no era un hombre adinerado, así que no podía permitirse perder los cientos de dólares que invertía torpemente cada vez. Estaba decidido a parar. Así que trazó un elaborado plan.

En primer lugar, evitaría su tienda favorita, que estaba cerca de su apartamento, dando un rodeo al volver a casa del trabajo, desde la parada del autobús. En segundo lugar, cuando no tuviera más remedio que ir a la tienda a comprar algunas cosas imprescindibles (no tenía coche, así que le resultaba difícil comprar en otra parte), pensaba mantenerse lejos de la mesa que se usaba para rellenar los billetes de lotería. Por si eso no funcionaba, procuraba llevar encima una lista donde había apuntado las cantidades que había perdido en cada una de las cuatro semanas previas y estaba resuelto a mirarla antes de comprar el billete.

Su sistema le funcionó a la perfección durante dos días.

El tercer día, fue a la tienda a comprar leche. Se dirigió directamente a la mesa de lotería, rellenó un billete con su número favorito, lo entregó en el mostrador, hizo que le sellaran el boleto en la máquina detrás del mostrador y pagó. Más tarde, cuando le preguntaron qué se le había pasado por la cabeza, dijo: «Simplemente, pensé: “A la mierda, voy a comprar este billete”».

Tras su experiencia en la tienda, James redobló sus esfuerzos. Cambió por completo su ruta. Encontró otro colmado en el que comprar, donde no se vendía lotería. Le fue bien durante un tiempo, pero seguía pensando en jugar a la lotería y se dio cuenta de que cuando no lo hacía se sentía ansioso e irritable. Un día o dos después, mientras estaba en el nuevo colmado, se detuvo a comprar un paquete de cigarrillos. No había fumado en diez años, pero, cuando se encendió el cigarrillo, se dio cuenta de que se le aliviaba toda la tensión corporal. Fue maravilloso. De hecho, le aliviaba la tensión tanto como comprar billetes de lotería. Al cabo de una semana, fumaba un paquete al día.

Varias semanas después, fue a visitar a su médico para una revisión rutinaria.

—Me encuentro bien, doctor —dijo cuando se dieron un apretón de manos.

Su médico sonrió.

—Me alegra oír eso.

Entonces el médico procedió a las preguntas habituales en sus consultas: problemas con la cabeza, los ojos, la nariz, la garganta, el corazón, la respiración, etc. James respondió rápidamente: no, no, no, bien, bien. Todo iba como la seda hasta que le preguntó si fumaba. El médico se quedó de piedra.

—Pensaba que usted no fumaba —dijo.

—Sí, bueno, no solía, pero acabo de empezar.

El doctor lo miró sorprendido.

—Por Dios santo, ¿por qué?

James se encogió incómodo.

—No sé —respondió finalmente.

Tal y como ejemplifica la experiencia de James, otra razón por la que no merece la pena centrarse demasiado en el acto adictivo en sí mismo es que puede cambiar. Sabemos que la forma particular de una adicción es solo un desplazamiento —una acción que proporciona una sensación de poder frente a una situación de indefensión— y que ese desplazamiento puede variar. James se había preparado lo mejor que había podido para evitar jugar a la lotería, pero no se había dado cuenta de cómo había caído en la adicción al tabaco.

Por último, centrarse en el comportamiento adictivo en sí mismo es insensato porque, simplemente, no reside ahí el problema. Durante el siglo pasado, se ha visto la adicción y la forma que adoptaba —el comportamiento— como el enemigo. Incluso en la actualidad, algunos tratamientos consideran el comportamiento adictivo como el enemigo que hay que eliminar. Sin embargo, es una concepción errónea. Dado que el comportamiento adictivo es solo un síntoma, hay que mirar más allá y examinar el momento previo a realizarlo, un punto más cercano a la causa de la conducta que a la conducta en sí misma.

Por supuesto, si usted tiene alguna adicción, intentar detenerla no supone ningún problema. Desde luego, si consigue dejar de beber tras tan solo una copa, las consecuencias de beber se reducirán; si puede dejar de apostar tras perder la primera vez, reducirá sus pérdidas; y si logra comer solamente un trozo de pastel, su salud mejorará. Todo eso es fantástico, pero contenerse una vez no modifica de raíz los procesos de pensamiento y emocionales que conducen a la acción. No es la solución a su adicción. Si nuestro objetivo es acabar con una adicción, y no luchar con ella toda la vida, debemos examinar qué se esconde tras ese comportamiento.

La capacidad de detenerse en plena conducta adictiva, aunque obviamente limita el daño, no sirve para predecir qué ocurrirá en el futuro. Los alcohólicos a menudo se prueban a sí mismos que pueden tomar «solo una copa», pero posteriormente superan todos los límites. Así que es magnífico que pueda contener su comportamiento adictivo; ahora bien, asumir que por ser capaz de detenerse una vez podrá contenerse siempre sería peligroso. De hecho, las personas que no llegan a entender el porqué de la necesidad de recurrir a esas conductas adictivas son altamente vulnerables a las recaídas. Si no puede detenerse en plena conducta adictiva, no crea que es débil o que no podrá controlar su adicción. Ese hecho solo demuestra que todavía no ha averiguado las razones de su adicción y cómo llega a caer en ella. ¡No se preocupe, solo estamos en el paso 3!

EXAMINE SU COMPORTAMIENTO HASTA DAR CON EL MOMENTO CLAVE

Como hemos visto, la acción adictiva es solo el paso final de una serie de pensamientos impulsivos. De hecho, todas las acciones vienen precedidas por ideas, sentimientos y, en ocasiones, comportamientos que llevan al resultado final. Conocer las paradas de ese camino le ayudará a encarar el comportamiento final antes, en un punto en el que el impulso adictivo sea menos intenso. A continuación se ofrece un ejemplo.

MARJORIE

Marjorie Fuller contaba con el amor de toda su familia. A los cuarenta y dos años, no se había casado nunca, pero se consideraba afortunada por tener una estrecha relación con sus hermanos y hermanas. De hecho, como la mayor de cinco hermanos siempre había sentido que le correspondía la función de velar por la felicidad y la buena relación entre sus hermanos menores. Al margen de que fuera una idea realista o no, aun siendo adulta siguió pensando que era su obligación. Siempre que había una reunión familiar, se encargaba de planearlo todo. Tenía una casa suficientemente grande para hospedar a todo el mundo y, cuando alguien se quedaba a dormir, se aseguraba de ser la primera en levantarse para preparar el desayuno. Después de comer, animaba a los demás a salir al patio trasero a sentarse y disfrutar del buen tiempo mientras ella se ocupaba de limpiarlo todo.

A veces, en ocasiones anteriores, su hermana menor solía ofrecerse a ayudarla a limpiar, pero Marjorie insistía en que ella podía ocuparse de todo. Después de un tiempo, sin embargo, incluso esa hermana dio por sentado que Marjorie quería hacerlo todo y dejó de intentar ayudar. Los dos hermanos varones de Marjorie siempre habían asumido esta situación desde que eran niños, y ahora, ya adultos, sus esposas sonreían y daban las gracias a Marjorie por ser una anfitriona tan amable, pero parecían alérgicas a los conceptos de lavar los platos, comprar, planificar o cocinar.

La propia Marjorie también creía que quería servir a los demás.

«Está mal ser egoísta», solía decir. Si le preguntaban sobre el tema, respondía: «¿Qué tipo de mundo sería este si la gente solo se preocupara de sí misma?». La idea de que pudiera haber una posición intermedia entre dedicarse a servir a los demás y prestar, al menos, cierta atención a sus propios deseos no parecía habérsele ocurrido. Marjorie parecía asumir con comodidad su papel de cuidadora. En su cabeza tenía claro que estaba viviendo como debía, de la manera adecuada.

Sin embargo, no todo estaba bien en su mundo, y la señal más evidente de ello era que Marjorie consumía una enorme cantidad de píldoras. Tenía provisiones de Xanax, Valium y Klonopin que le habían recetado varios doctores a lo largo de los años, y, por supuesto, se había asegurado de que ninguno de los médicos se enterara de las pastillas que le habían recetado sus colegas. Las tomaba siempre que se notaba «nerviosa». Paradójicamente, todos sus esfuerzos por cuidar de los demás daban como resultado que sus amigos y su familia consideraran que era poco de fiar cuando se trataba de cumplir con sus compromisos. A menudo estaba nerviosa y deprimida. Habían tenido que hospitalizarla en dos ocasiones, la primera después de caerse desplomada en el suelo en estado de shock y la segunda, tras tener un ataque. (Se había quedado inconsciente después de perder la cuenta de las pastillas que ya había tomado. Su ataque había tenido lugar tras sufrir el mono por dejar de tomar pastillas abruptamente.)

Marjorie era muy consciente de su problema con las pastillas, pero lo consideraba principalmente un fracaso personal por ser incapaz de hacer las cosas bien. Cuando se le preguntó sobre su abuso de pastillas, dijo: «No debería hacerlo. Lo sé. Hago daño a otras personas. Cuando no pude acompañar a mi hermana a comprarse un nuevo sofá, me sentí fatal. Tuvo que ir a comprarlo sola. Y lo odia. ¿Qué clase de hermana soy?».

Evidentemente, Marjorie era consciente de que su abuso de pastillas también le creaba problemas a sí misma, algunos serios. Pero les restaba importancia. Esos problemas solo la dañaban a ella, ¿y a quién le importaba eso en realidad?

Un cálido fin de semana de septiembre, reunió a su familia en su casa otra vez. En aquel momento llevaba un par de semanas sin tomar pastillas y se sentía bastante bien. Siempre le resultaba emocionante planear cosas. Le gustaba imaginar quién querría hacer qué, o qué querrían comer (tenía la costumbre de preparar varias opciones para cada comida, como en un restaurante), y los días previos se dedicaba a comprar y a ocuparse de los pequeños detalles. Sus hermanos, con todos sus cónyuges y niños, llegaron el viernes por la tarde y se quedaron a cenar esa noche, desayunaron, comieron y cenaron el sábado, y el domingo hicieron un brunch. Preparó juegos y actividades para todo el fin de semana hasta última hora del domingo. Cuando todo el mundo se fue, ella sonrió y se despidió. «Me parece que se lo han pasado muy bien», pensó mientras estaba de pie en su porche delantero, antes de volver a entrar en casa.

Fue directamente al botiquín del baño, desenroscó la tapa de uno de los botes de medicinas y se echó unas cuantas píldoras ovaladas en la mano, se metió seis en la boca, se sirvió un vasito de agua y se las tragó. A lo largo de las seis horas siguientes, se tomó cuatro más y cayó en un profundo sueño.

El estricto sentido de la obligación de Marjorie de cuidar de otras personas era como vivir en una prisión. No es fácil intentar ser una santa, y eso era exactamente lo que se imponía a sí misma. Puesto que expresar sus propias necesidades o limitar la cantidad de cosas que hacía por los demás era moralmente inaceptable para ella, estaba atrapada.

Sin embargo, en alguna parte de su interior se escondía una tormenta de resentimiento por vivir en esa trampa, que no podía o no quería ver. Tenía que explotar por alguna parte y, cuando se tomó las pastillas a última hora del domingo por la tarde, finalmente lo hizo. Cuando estaba de pie delante del botiquín era demasiado tarde para detener la explosión.

Marjorie creía que tomarse las pastillas era una especie de ocurrencia tardía tras el fin de semana, pero no era así. En varias ocasiones, mientras atendía a sus invitados el viernes y el sábado, se le había pasado por la cabeza la idea de tomar píldoras. Había mantenido bajo control esas ideas mientras sus huéspedes estaban allí. Solo las recordó mucho después, cuando se le preguntó concretamente si había pensado en tomar pastillas mientras se ocupaba de sus invitados.

Claramente, la idea de recurrir a las pastillas no era posterior. No había tomado pastillas durante el fin de semana, y ni siquiera había considerado seriamente hacerlo. Ahora bien, la idea estaba allí, y eso es lo que verdaderamente cuenta al tratar una adicción.

¿Y si hubiera prestado atención a su idea? Quizás todo podría haber cambiado. En lugar de ir directamente al botiquín después de despedirse el domingo por la tarde, y seguir el impulso que había tras la idea de tomar una pastilla justo entonces, tal vez Marjorie habría sido capaz de reflexionar sobre por qué pensaba en drogarse en ese momento. Como discutiremos más adelante en este libro, habría tenido la oportunidad de pensar en qué sabía sobre su adicción y, por tanto, entender su necesidad de tomar pastillas. Y si pudiera haber reflexionado sobre ello antes de obligarse a seguir sirviendo a los demás, a entretenerlos, a ser una anfitriona agradable de nuevo, podría haber tenido una oportunidad de detener la concatenación de episodios que causaba el aumento de la presión que conducía a la abrumadora compulsión de tomar medicamentos.

Ahora bien, vamos a fijarnos en los hechos anteriores. La idea de tomar píldoras no se le había ocurrido por primera vez mientras entretenía a sus huéspedes durante ese fin de semana, sino que el viernes por la mañana, antes de que nadie llegara, mientras preparaba la casa, había pensado en tomar píldoras. En cuanto se le había cruzado la idea por la cabeza, se había imaginado intentar atender a sus huéspedes drogada. Estaba decidida a no ponerse en evidencia de nuevo, pero no llegó a considerar qué podía significar su idea, o incluso que podría ser útil sopesar los motivos que escondía. De hecho, Marjorie creía que pensar en drogarse era peligroso y estaba mal. Lo más apropiado era alejar esas ideas de su mente lo más rápido y con el mayor ahínco posible.

Desde luego, Marjorie desperdició una oportunidad de manejar su impulso adictivo, incluso antes de que sus huéspedes llegaran el viernes. Entonces, ¿era ese el punto óptimo en el que podría haber centrado su atención en sus propios pensamientos? No. La primera vez de verdad que había pensado en tomar pastillas no había sido ese viernes, ni siquiera el jueves, sino el miércoles, cuando empezó a planear las compras que debía hacer para el fin de semana, cuatro días enteros antes de tomar una sola píldora. Fue cuando se sentó en la mesa de la cocina y, con su habitual organización, se dispuso a escribir en un cuaderno una lista de las cosas que tenía que hacer. El proceso que culminaba en una acción adictiva el domingo había empezado el miércoles.

Imaginemos qué podría haber hecho Marjorie si hubiera prestado atención a ese primer momento. En ese punto, el impulso adictivo era menor, así que estaba en la mejor posición para reflexionar sobre ello. Podría haber tomado dos decisiones críticas.

En primer lugar, desde una perspectiva práctica, todavía tenía opciones sobre cómo manejar el fin de semana. ¿Había alguna manera de hacerlo todo de forma más sencilla para no acumular en su interior toda esa rabia nacida de la trampa en la que estaba a punto de caer? (Volveré a este punto después.)

Algo que es igual de importante es que en ese primer momento tuvo la oportunidad de comprender su adicción de una nueva manera. ¿Por qué? Porque en ese momento se encontraba más lejos de su comportamiento adictivo, y, por tanto, estaba más cerca de la causa de su adicción. El acto, sea beber, tomar pastillas, comer o consumir pornografía de forma compulsiva, es siempre el final de la cadena de causalidad. El primer eslabón de esa cadena es la idea de realizarlo.

El momento clave de una adicción es aquel en el que se nos pasa por primera vez la idea por la cabeza, cosa que puede ocurrir horas o incluso días antes de que se produzca el comportamiento adictivo.

Como en el caso de Marjorie, reconocer este momento clave puede no ser tan simple. Aquí ofrezco un ejemplo diferente:

BRIAN

Brian tenía adicción al sexo y lo sabía. Se dedicaba a ver pornografía en su ordenador durante varias horas al día. Por desgracia, también tenía que acudir a su trabajo fijo como investigador en una biblioteca todos los días, lo que significaba que su empresa, una universidad importante, no era el centro de su atención. Brian tenía que pasar evaluaciones cada seis meses, pero como no conseguía tener suficiente trabajo hecho a tiempo para cada una de esas evaluaciones, su jefe había aumentado su frecuencia. Ahora controlaban el trabajo que Brian realizaba cada mes. Sabía que se movía en un terreno peligroso, y si lo perdía sería su tercer strike. Ya había perdido otros dos buenos trabajos por culpa de su baja productividad, debida también a su adicción a la pornografía.

Brian era un hombre muy inteligente y eso le ayudaba a mantener los trabajos durante cierto tiempo. Sus jefes seguían dándole el beneficio de la duda porque veían que sabía hacer el trabajo y creían en su potencial. De hecho, más de uno de sus jefes habían intentado llevarlo a un aparte y preguntarle si tenía algún problema en casa que pudiera estar distrayéndolo, o si necesitaba tomarse algún tiempo de descanso. La realidad era que la incapacidad de Brian de completar una tarea a tiempo y seguir con la siguiente resultaba un completo misterio para quienes lo contrataban.

Para Brian no era ningún misterio, por supuesto, y había probado de todo para limitar las horas que dedicaba a ver pornografía. Su defensa primaria a la adicción estaba en tratar de ir un paso por delante. De hecho, era una buena idea, como ya hemos visto en el caso anterior de Marjorie. Detectar el proceso adictivo en sus primeras fases es difícil, pero lo que Brian consideraba adelantarse a la adicción radicaba en detectar pronto la necesidad y acabar con ella. De hecho, pensaba que su adicción era como un bicho y que su trabajo consistía en exterminarlo. Cuando tenía veintitantos años, había vivido en un apartamento colonizado por cucarachas. Se había acostumbrado a merodear por el apartamento furtivamente antes de irse a la cama cada noche, con un bote de insecticida en cada mano, dispuesto a aniquilar cualquier cosa que se atreviera a aparecer. Si podía pillarlas en cuanto aparecieran, creía que podría evitar que se adueñaran del lugar. Este procedimiento no parecía disminuir la población de insectos, pero eso no disuadía a Brian. En realidad, le gustaba bastante la idea de que estaba plantando cara a los invasores y dibujando una línea en la arena. Eran numerosas y desagradables, pero él resultaba un tipo duro.

Este proceso tampoco funcionaba bien para su adicción. Durante los primeros días después de una evaluación, Brian normalmente trabajaba un poco mejor; pero tras el segundo día de mantenerse centrado, se decía: «Muy bien, esta vez estaré preparado antes de que me pille». Respiraba profundamente y fruncía el ceño. «Muy bien, estoy listo. ¡Mañana, nada de porno!» Aguantaba la respiración durante un momento, y ponía una mirada que habría sido capaz de asustar a cualquier enemigo, fuera un insecto o un sitio web de pornografía. Sin embargo, el día siguiente en el trabajo estuvo navegando por varios de los sitios de pornografía que llevaba visitando cuatro años. Después, volvió a sentirse derrotado. Quizás no era tan duro como pensaba, se decía para sus adentros con tristeza.

El problema de Brian era que no reconocía el momento clave como lo que era. Pensaba que estaba un paso por delante en el juego cuando afirmó que no iba a caer en la tentación de ver pornografía. Lo que se le escapaba era que cuando decidía no ver pornografía ya estaba pensando en verla. Su idea de «esta vez estaré preparado» era un poco como cerrar la puerta del granero una vez que las vacas ya hubieran salido. Pensaba que expresar su determinación le impediría recaer. En realidad, ese resultaba el momento clave de su adicción; tenía que escucharse a sí mismo, darse cuenta de que ya había dado el paso 1, y analizar por qué su proceso adictivo había empezado una vez más.

Brian creía que podía vencer su adicción siendo más astuto y mostrándose firme, pero la adicción no era el enemigo.

No tenía enemigo alguno.

Lo que tenía era una necesidad de ver pornografía, un síntoma que podía comprenderse y dominarse. En lugar de luchar contra él como si fuera un bicho, debía verlo como una parte de sí mismo, aprender de él, comprenderlo y encontrar maneras de manejarlo. Localizar ese momento clave habría sido su primer paso.

A veces, encontrar e identificar el momento clave es especialmente difícil. Aquí propongo un breve ejemplo:

STEVEN

Steven padecía alcoholismo. Había decidido dejar de beber en muchas ocasiones, pero nunca era capaz de atenerse a su decisión. Un sábado buscaba en el frigorífico algo que comer. Cogió las llaves y salió al coche. Había un par de supermercados a poca distancia en coche. El más cercano estaba a unos pocos minutos de distancia, pero lo comparó mentalmente con otro que había en un gran centro comercial. «Probablemente necesitaré otras cosas, así que echaré un ojo mientras esté allí», pensó. Después de tomar esa decisión, asintió aunque estaba solo.

Steven conocía ese centro comercial. Compró rápidamente unas cuantas cosas en el supermercado, después salió para dar un paseo por las otras tiendas. Sabía que había una tienda de licores al final del pasillo, justo a la derecha. Caminó hasta allí, compró una botella de su marca habitual de whisky, volvió por el mismo camino, cruzando el supermercado hasta su coche, y condujo a casa. Cuando llegó, dejó a un lado la comida y la botella y se sentó delante de la televisión para ver el partido de béisbol. En la tercera entrada, se había levantado, había abierto la botella y se había servido el primero de los vasos de whisky que se tomaría ese día.

Entonces, ¿cuál era el momento clave de la adicción de Steven? Debía de haber pensado en recorrer ese pasillo hasta la tienda de licores antes de hacerlo. Quizás esa idea marcaba el momento clave. O tal vez había tomado la decisión de salir por el pasillo que llevaba a las tiendas, en lugar de dar media vuelta y volver directamente al coche. No, ese no podía ser el momento clave, puesto que había elegido ese supermercado precisamente porque quería ver otras tiendas. El plan desde el principio había sido pasar por otras tiendas. Salir del supermercado por el centro comercial no era el momento clave. Steven había tomado la decisión antes incluso de salir de casa.

Exacto.

El momento clave de la adicción de Steven ese día se había producido mucho antes de llegar a la tienda de licores o al supermercado. Ni siquiera había sido en un momento en el que pensara en beber. Fue cuando decidió ir al supermercado que estaba cerca de la tienda de licores. En ese momento, había dado el primer paso para acabar cayendo en la bebida un par de horas después.

Steven había sido capaz de ocultarse a sí mismo el primer paso clave, porque, al contrario que Marjorie y Brian, nunca planeaba conscientemente beber. Se inventaba una explicación para haber ido a la tienda de licores (lo racionalizaba) sin llegar a ser consciente de la razón por la que elegía ir allí.

Así que debemos hacer una pequeña modificación de la regla para los momentos clave:

El momento clave de la cadena de pensamientos, sentimientos y actuaciones que conducen a un comportamiento adictivo puede ser una decisión de llevar a cabo una acción que le acerque más al comportamiento adictivo, en lugar de una idea consciente del acto adictivo en sí mismo.

Como nunca pensamos concretamente en el acto adictivo, puede resultar difícil localizar ese momento clave. Para verlo claramente, Steven y todas las demás personas cuyas historias hemos conocido en este capítulo tendrían que reconocer los mecanismos tras los que se ocultan sus auténticas motivaciones. Las formas en las que la gente se engaña a sí misma pueden denominarse estilos defensivos. Conocer su propio estilo defensivo es una herramienta esencial para evitar recorrer a ciegas el camino a la adicción. Desarrollar este mecanismo es el siguiente paso para acabar con la adicción.