Estrategias para evitar ver la adicción que se padece
En el capítulo anterior, vimos que hay un momento clave en la adicción: cuando se piensa por primera vez en la idea de realizar ese acto adictivo. También hemos visto que este momento es difícil de localizar porque el adicto puede convertirse en un experto en evitar tomar conciencia de él.
También es probable que uno pueda ocultarse pasos ulteriores en el camino hacia el acto adictivo. El momento clave de Marjorie, por ejemplo, tuvo lugar mucho antes de tomarse las pastillas, cuando estaba sentada en la mesa de su cocina el miércoles, planeando la fiesta para el siguiente fin de semana. Así, aun después de haber evitado la idea de tomar pastillas el viernes y el sábado, acabó haciéndolo el domingo. Siempre que había tenido esos pensamientos, se los había quitado de la cabeza, pero cada una de esas veces era una oportunidad para reconocer que se precipitaba hacia la adicción antes de que la necesidad la abrumara.
¿No habría sido mejor que Marjorie hubiera tenido un modo de saber que estaba a punto de recaer en su adicción, aunque se esforzara por ignorarla? Ojalá conociera algún síntoma o señal que pudiera alertarla . . .
En realidad, todo el mundo experimenta sus propias señales que le indican que se dirige a una recaída. Por supuesto, los signos de una persona pueden ser diferentes de los de cualquier otra persona. Pero basta con conocer las propias señales.
Esos signos no están a su alrededor. No se trata de encontrarse en una situación en la que las probabilidades de tomar drogas, jugar o comer compulsivamente sean altas. Los tipos de señales de los que he hablado no están a su alrededor, sino en su interior. Son formas de manejar su ansiedad.
Cada persona tiene una manera habitual de tratar la ansiedad, el miedo, la ira y otros sentimientos. Estas defensas emocionales son básicamente aspectos permanentes de su personalidad: técnicas que adoptamos en una fase temprana de nuestra vida para manejar las emociones. Como estas técnicas están tan asentadas, cuando se identifican, pueden usarse como indicadores o incluso señales de aviso.
En el caso de Marjorie, conscientemente, es decir, de forma intencionada, intentaba alejar sus pensamientos de tomar pastillas, pero ese no era el único momento en el que había hecho algo así. En realidad, era una de sus principales técnicas para manejar las ideas que ella creía que no debía tener. Cuando se había sentido atraída hacia ciertos hombres a los que consideraba inadecuados para ella, se había comportado de la misma manera. Cuando se había descubierto imaginándose en una relación con ellos, apartaba esos pensamientos de su cabeza, cosa que no funcionaba mucho mejor que sus intentos de alejar la idea de tomar pastillas. Ahora bien, lo importante es que estaba usando la misma técnica.
Pongamos que, hace algunos años, Marjorie confió a una amiga que eso era lo que hacía cuando intentaba evitar su atracción hacia ciertos hombres. Así pudo ser la conversación que mantuvieron. Ambas mujeres se sentaron en una cafetería y pidieron un par de cafés.
(Marjorie mira distraída a su alrededor, a las otras mesas de la cafetería.)
(Marjorie se queda pensativa un rato.)
¿Y si Marjorie se tomara los comentarios de su amiga en serio? ¿Y si prestara atención de verdad al hecho de que procurara olvidarse de aquellas ideas que realmente le importaban solo porque le parecían inapropiadas? Tal vez también notaba que intentar ignorarlas no funcionaba demasiado bien. De hecho, cuando Marjorie decía que tenía un día ocupado, era completamente cierto. De lo que no era consciente era de que procuraba no pensar en lo que le importaba de verdad, cosa que puede ser, además de un factor de distracción, agotadora.
Si Marjorie conociera su tendencia a apartar de su pensamiento las ideas que le resultaban incómodas, el fin de semana en que abusó de las pastillas podría haber sido muy diferente. La semana previa a la visita de su familia, cuando pensó en tomar pastillas y se esforzó por apartar esa idea de su cabeza, pudo haberse detenido en seco.
«¡Estoy haciéndolo otra vez! —podría haber pensado—. Intento bloquear mis pensamientos. Sé qué significa eso. Tengo que prestar atención a esta idea que intento mantener alejada de mi mente. No es una idea que desaparecerá sin más. Es importante. Si no pienso en ello, quizás consiga enterrarlo, pero no se desvanecerá. Volverá a causarme problemas.»
En lugar de darse apenas cuenta del momento clave que la llevaba directamente a las pastillas, Marjorie lo habría reconocido como lo que era.
Los modos de defensa varían; la gente tiene métodos muy diferentes de crear «puntos ciegos». Consideremos otro caso que vimos en el último capítulo:
Steven racionalizó que necesitaba ir al supermercado de un centro comercial, y pensó que necesitaba otras cosas que podía comprar allí, pero, en realidad, eligió ese supermercado porque el centro comercial tenía una tienda de licores. No podía reconocer el momento clave de su camino a su adicción porque estaba enterrado en su racionalización. Steven a menudo usaba racionalizaciones cuando se sentía impulsado a hacer algo que le causaba recelo.
Era un gran fan del fútbol americano; durante la temporada, veía los partidos universitarios los sábados, y los de la NFL, el domingo. Fue uno de los muchos factores que habían provocado su divorcio seis años antes. Durante su matrimonio, a menudo se encontraba dividido entre el deseo de no enfrentarse a su mujer y ver sus amados partidos. En más de una ocasión, se acercaba a la televisión y cambiaba de canal: «Solo quiero ver cómo van», decía siempre a su mujer. A pesar de su larga experiencia con su propio comportamiento, continuamente se convencía a sí mismo de que aquello era cierto, que solo iba a comprobar el resultado.
A su mujer, sin embargo, no la engañaba con esa racionalización.
—Te vas a quedar ahí sentado a verlo entero —decía ella.
—No, no, solo quiero ver cómo va el partido —respondía invariablemente Steven.
Unos pocos minutos después, su mujer le gritaba:
—¿Todavía no has visto cómo van?
Steven dudó.
—Bueno, sí, pero ya es casi la media parte. Solo quiero ver qué ocurre antes de que acabe. Solo quedan cinco minutos de reloj.
Su mujer, que no entendía nada de fútbol y no podía importarle menos, sí que sabía, sin embargo, que cinco minutos de partido podían significar quince o más minutos de tiempo televisivo. También sabía que Steven lo sabía, pero hablar con él sobre el tema nunca servía de nada, al menos no en el calor del momento. La capacidad de Steven de racionalizar lo que sus impulsos lo llevaban a hacer era una característica permanente de su matrimonio, y fue un factor en su decisión final de divorciarse.
Ahora bien, ¿y si Steven comprendiera cómo funcionaba su mente? ¿Y si se hubiera tomado tiempo para pensar en el modo en que manejaba situaciones como ver partidos de fútbol? Podría haberse dicho: «Sé que puedo convencerme para hacer lo que me apetece, incluso cuando sé que no es lo mejor. El problema es que soy listo. Puedo hallar razones realmente convincentes para hacer cosas, pero seamos honestos, esas razones son chorradas. Son excusas para realizar lo que iba a hacer de todos modos».
Si Steven hubiera tenido esa conversación consigo mismo, habría ido al centro comercial mejor preparado. Si hubiera sido consciente de su alcoholismo, podría haber anticipado que hallaría alguna racionalización para comprar alguna bebida. Como Marjorie, podría haberse preparado para enfrentarse al momento clave antes de dejarse llevar por el impulso que le hacía beber.
A continuación ofrezco un par de ejemplos más en los que conocer el estilo defensivo propio podría ayudar a pillar la adicción en su momento clave:
KEVIN
Kevin Lewis se enorgullecía de su capacidad de analizar las cosas con sutileza. Cuanto más difíciles se ponían las cosas, más se apoyaba en su pensamiento.
Se consideraba una tortuga. Cuando el peligro acechaba, escondía la cabeza y sopesaba la situación durante el tiempo necesario hasta estar seguro de haber examinado todos los aspectos. Quienes estaban a su alrededor se maravillaban por su capacidad para mantener la calma. De hecho, era la persona perfecta a la que recurrir cuando todo el mundo se dejaba llevar por el pánico. Y como encargado del pequeño departamento de su empresa a menudo tenía que resolver problemas. La desventaja era que tardaba bastante en llegar a conclusiones. En ciertas ocasiones, algo de pánico habría ayudado. No parecía oír a nadie cuando le recordaban que el tiempo pasaba. Kevin se retiraba en parte por una razón que conocía: se le daba bien reflexionar y necesitaba paz y tranquilidad para hacerlo. También se sentía motivado para esforzarse en averiguar cómo solucionar los problemas, ya que se sentía bien consigo mismo cuando los resolvía. Era una importante parte de su autoestima.
Sin embargo, eso también significaba que cada vez que se le planteaba un problema, era una amenaza. Si no podía resolverlo, su autoestima sufría. Esa era una razón más profunda de su lentitud. Tenía que repasar las ideas una y otra vez mentalmente para asegurarse de que no se le escapaba nada antes de enseñárselas al mundo. Cuando la gente se mostraba impaciente con él, la ignoraba, porque lo importante era hallar la solución correcta.
Kevin siempre se había mostrado distante con los demás. A la mayor parte de gente le caía bien, pero nadie podía decir que tuviera una relación de amistad. En el mejor de los casos, cuando estaba menos ansioso, podía bromear con colegas y estar relajado. Sacaba la cabeza del caparazón. Sin embargo, tenía asuntos más profundos sobre sí mismo, y no podía permitir que la gente llegara muy lejos. La amenaza que suponía para su autoestima el miedo a no resolver correctamente los problemas era un ejemplo de la vulnerabilidad que subyacía tras su apariencia tranquila. A pesar de su calma exterior, Kevin a menudo estaba ansioso. En su interior, se veía frágil y débil, incapaz de ejercer control alguno en el mundo que lo rodeaba. Había llegado a pensar en sí mismo como una tortuga no solo porque podía encerrarse en sus pensamientos cuando se sentía amenazado, sino también porque creía necesitar un caparazón. Siempre había una amenaza.
Kevin era un jugador compulsivo. Apostaba igual que vivía el resto de su vida: buscaba soluciones. Apostaba sobre todo en carreras de caballos y siempre se esforzaba por saber todo lo posible sobre cada caballo. Sabía cómo corría en malas condiciones y en pistas duras. Sabía si era mejor en largas distancias o en las cortas. Lo sabía todo sobre los jockeys. Sabía tanto como podía saberse sin pasearse por las cuadras y examinar a cada animal.
Por desgracia, a pesar de todo su conocimiento, Kevin perdía dinero habitualmente en las carreras. Había un par de razones realistas para ello. En primer lugar, era un acontecimiento deportivo. Si el resultado pudiera predecirse con fiabilidad, no habría habido necesidad de correr la carrera. Y lo que es más importante: apostaba contra los pronósticos que se establecían de acuerdo con cómo se distribuían apuestas. Cuando los favoritos corrían, la mayoría de personas apostaba por ellos, de manera que había apuestas poco favorables: siempre podía perderse todo lo que se apostaba, pero si se ganaba, las ganancias eran miserables. Entre el riesgo de que las cosas no salieran según lo esperado y las apuestas sobre seguro, perder dinero por el camino era fácil.
Sin embargo, Kevin tenía incluso más pérdidas que otros, porque apostaba compulsivamente. Tenía que apostar, lo que interfería con su habitual buen juicio. Apostaba más de lo que podía permitirse, y la desesperación crecía, y apostaba más, así que seguía perdiendo.
Había intentado parar. Durante un tiempo lo consiguió. No fue al hipódromo y no leyó la sección diaria de las carreras ni los resultados en los periódicos. Se sentía mejor y su vida mejoraba porque no perdía dinero.
Entonces ocurrieron un par de cosas. En primer lugar, tuvo un grave problema en el trabajo. Su jefe, el director de la sección, quería hacer un cambio organizativo que exigía que Kevin redujera su departamento y se fusionara con otro. No estaba claro quién dirigiría el nuevo departamento combinado, pero se suponía que Kevin y su homólogo en el otro departamento tenían que trabajar juntos durante el proceso. Cada uno se ocuparía de reducir el personal a su cargo, al mismo tiempo que se coordinaban para asegurarse de que el departamento combinado final tendría gente con las habilidades necesarias.
A Kevin le gustaba resolver problemas, pero solo cuando podía hacerlo a su manera, es decir, solo; pero tener que trabajar con alguien más y que poseía el mismo poder —especialmente alguien que tenía a su propia gente que proteger y su propia agenda para el departamento combinado— lo atormentaba. En estas circunstancias, Kevin no podría poner en marcha sus propias soluciones. Aun así, hacerlo era muy importante para él. Implicaba que tenía el control, que era capaz de manejar las cosas, y que era un hombre altamente competente que podía manejar cualquier amenaza.
Se mostró más retraído de lo normal. En lugar de trabajar con su colega, se sentaba en su oficina para buscar una manera de controlar el resultado. No había forma de hacerlo. El problema era que tenía que realizar un esfuerzo coordinado, e inevitablemente llegar a acuerdos. Cuanto más trabajaba Kevin, más se obsesionaba con resolver el tema. La tortuga estaba completamente dentro del caparazón.
Kevin nunca había prestado mucha atención ni a su larga historia de alejarse de los demás para resolver los problemas por su cuenta ni a su manera de manejar la ansiedad. Ser como era parecía una forma razonable de vivir.
Si hubiera sido consciente de que su introspección era un patrón defensivo para manejar la ansiedad, en lugar de un método sensible de resolver las cosas, entonces, el grado inusual de distancia que estaba creando habría sido como ondear una bandera roja. Habría sido consciente del problema, y se habría detenido el tiempo suficiente para comprender qué significaba: que estaba bajo un gran estrés. Sabía que su estrés estaba relacionado con la fusión, por supuesto. Sin embargo, podría haberse dado cuenta de que bajo ese grado de introversión se escondía algo más que los problemas reales que creaba la fusión. Podría haber sido capaz de ver qué le molestaba aparte de la fusión en sí misma. Y, si se hubiera conocido mejor, podría haberse dado cuenta de que los problemas del trabajo suponían un desafío a su necesidad de controlar su mundo. Incluso podría haber recordado que había tenido ese problema durante toda su vida.
Si hubiera sido consciente de su patrón de defensa, podría haber intentado salir de él y sopesar lo que realmente le molestaba. Su estilo defensivo podría haber sido una señal de alerta en lugar de una barrera para saber por qué se sentía tan amenazado.
Sin embargo, no pensaba en su estilo defensivo. Así que no estaba preparado para el siguiente problema que surgió casi de inmediato: su adicción al juego.
Kevin estaba luchando con su problema laboral cuando vio una noticia sobre carreras de caballos en las páginas de deporte del periódico. No se trataba de resultados de carreras, que era lo que había estado evitando. Se trataba de un artículo sobre una importante carrera de caballos con un premio enorme. Se dio cuenta inmediatamente de que había estado intentando ignorar justamente artículos como ese. Bueno, ahora lo había visto, así que no podía fingir que no lo había hecho. ¿Qué debía hacer?
Empezó a dar vueltas mentalmente al problema. Como era una carrera importante, conocía casi todos los caballos que participaban. Sentía que sabía mucho de esa carrera y cómo ganar dinero. Había un par de caballos favoritos, pero todo el mundo parecía estar de acuerdo en que ese año concurrían muchos candidatos con oportunidades. Eso significaba que predecir quién ganaría era inusualmente difícil, lo que resultaba un punto a favor de Kevin. Como no había ninguna opción obvia por la que pudiera apostar la mayoría de jugadores, las probabilidades bajaban y alguien con mucha información tendría ventaja. Y Kevin era ese alguien; estaba seguro de ello.
Por supuesto, había dejado de apostar, pero esa era una oportunidad fuera de lo común. Buscó los resultados de esa carrera de los últimos cinco años. Comprobó las condiciones de la carrera de los últimos años, algo que raramente hacía. Buscó los registros de los caballos. Revisó sus pedigríes. Buscó los resultados de cada jockey de ese año. Se empapó de cada aspecto de la carrera. Las horas que había dedicado a hacer eso prácticamente igualaban a las dedicadas al problema de la fusión.
Kevin no había reparado en por qué adoptaba una actitud introvertida para solucionar los problemas cuando se enfrentaba a la amenaza de perder su departamento y de tener que compartir el control de su futuro. Del mismo modo, no reconocía el significado de su obsesión de resolver el problema del resultado de la carrera. Igual que antes, si hubiera reconocido que estaba haciendo «lo de siempre», es decir, que estaba volviendo a repetir sus habituales patrones defensivos cuando se enfrentaba a la ansiedad, podría haber comprendido que su tremenda obsesión en la carrera era una señal de alarma. Podría haber entendido que intentaba manejar mucha ansiedad, un nerviosismo por las mismas cosas que lo inquietaban antes de ver el artículo en el periódico. Hay muchas carreras cuyo resultado no está claro. En realidad, esta carrera no suponía ninguna oportunidad habitual. Kevin solo se dejaba llevar por su adicción.
Claramente, mientras Kevin pensaba en la carrera, ya había iniciado el camino hacia el acto adictivo. El momento clave de su proceso adictivo fue cuando vio por primera vez el artículo en el periódico y empezó a sopesar qué hacer. Cuando sopesaba sus posibilidades, ya estaba en la senda de la adicción. Habría sido capaz de verlo por sí mismo si, al leer el artículo, simplemente hubiera empezado a pensar en qué apuestas hacer.
Sin embargo, su estilo defensivo le impedía ver el momento clave como lo que era. En lugar de pensar «voy a apostar a esta carrera», convertía la carrera en un desafío que resolver. Se decía para sus adentros que había ciertos factores de esa carrera que la hacían especial. Pensaba que era el tipo de cosas que podía resolver.
Al crear un problema intelectual que era capaz de resolver, Kevin ignoraba los sentimientos que lo movían en realidad. Sus mecanismos de defensa le impedían reconocer el impulso que lo llevaba a su adicción.
KAREN
Karen comía compulsivamente. Tenía sobrepeso por ello, y lo odiaba. Parecía que la comida y el peso le habían dado dolores de cabeza durante casi sus veintisiete años. Por supuesto, había probado innumerables dietas. Leía todas las ideas que daban en las revistas que compraba cada mes (y, al parecer, surgía una nueva idea en casi cada número). Había acudido a grupos de apoyo, había comprado programas de comida y había probado diversas píldoras, todas ellas que «garantizaban la pérdida de peso». Como muchas personas, había conseguido perder peso muchas veces, pero había vuelto a ganarlo. El ciclo era desesperante y deprimente. Aunque seguía intentándolo, en su interior dudaba de que alguna vez fuera capaz de controlar la comida.
Cualquiera que viera a Karen en un restaurante se preguntaría por qué tenía tanto sobrepeso. La mayoría de las veces pedía ensaladas y una bebida dietética sin alcohol; pero cuando estaba en casa todo cambiaba radicalmente. Aunque ponía todo su empeño, no podía evitar darse atracones. A menudo se comía un cuarto de kilo de helado, un bote entero de mantequilla de cacahuetes o una bolsa de galletas de una sentada. Las patatas fritas y el pastel eran habituales. Si quedaban sobras, a la mañana siguiente a menudo habían desaparecido. Un enorme plato de sobras de pasta, seguido por un helado, podía ser un tentempié para antes de irse a la cama.
Karen, sin embargo, no se daba atracones siempre. El que se sintiera fatal —física y emocionalmente— después era un factor para tener en cuenta; pero lo que resultaba aún más importante era que no siempre sentía el impulso intenso hacia su adicción, igual que las personas alcohólicas no tienen siempre la misma necesidad de beber cada día. Por tanto, había días buenos y malos, según lo que ocurriera en su cabeza; pero, dado que no conocía esos factores más profundos, los momentos de los atracones parecían tan aleatorios y confusos como el por qué los tenía.
Karen estaba casada y trabajaba a tiempo parcial como profesora sustituta. Su marido, Larry, era contable en un bufete de abogados de tamaño medio. La pareja tenía un único hijo, un niño de dieciocho meses llamado Sam. Larry y ella habían debatido intensamente sobre si llevar a Sam a la guardería para que Karen pudiera volver a asistir unas horas a clase. Estaban ante un dilema, puesto que si Karen trabajaba era para aportar algo de dinero extra. Volver a estudiar sería caro y también implicaría el coste añadido de la guardería para Sam. De hecho, si podía hacer sustituciones como profesora era porque tenía buenas amigas que se ocupaban del bebé cuando llamaban a Karen para trabajar. Ahora bien, no podían cuidar de Sam todos los días. A largo plazo, por supuesto, la idea de Karen era poder ganar más dinero. Sin embargo, recorrer ese camino era como saltar el Gran Cañón.
Karen siempre había querido ser profesora. Más tarde, cuando estudió Historia americana en la facultad y se dio cuenta de lo mucho que le gustaba, comprendió que quería enseñar esa asignatura a otros estudiantes universitarios; pero para hacerlo tenía que acabar el doctorado. Las sustituciones en colegios de primaria estaban bien, al menos se dedicaba a enseñar, pero no eran su sueño.
Karen y Larry eran conscientes de este posible problema, incluso antes de casarse, y pensaban que lo habían resuelto. Ambos habían hecho planes para sus carreras, pero también querían tener un niño. Siguieron el plan que habían trazado. Karen se quedaría en casa con el bebé durante un año o dos y después volvería a clase a tiempo parcial. En su momento, parecía bastante razonable porque habían imaginado que Larry ganaría más dinero del que ahora ganaba. Sin embargo, cuando la economía se estancó, el sueldo de Larry lo hizo también. En realidad, era afortunado por tener un trabajo decente. Los sueños de Karen para su carrera se habían quedado atascados. Tenía buenas razones para estar deprimida y preocupada.
Durante toda su vida, Karen había recurrido a la comida cuando tenía esos sentimientos, pero normalmente no pensaba en pegarse un atracón hasta que estaba mirando fijamente el frigorífico o el estante donde estaban las galletas. Normalmente, en esos momentos, se producía una lucha interna sobre si comer o no. A veces, era capaz de controlarse un poco más, pero, en la mayoría de los casos, no podía evitar comer porque, cuando se quedaba mirando la comida, era ya demasiado tarde, igual que ocurría en los demás actos adictivos. Y como en las demás formas de adicción, habría necesitado reconocer el momento clave en el camino que la llevaba a darse un atracón para no llegar a ese punto.
Ahora bien, detener ese proceso en su primera fase resultaba especialmente difícil para ella debido a su tipo de defensa. Además de no ser consciente de recurrir a algún mecanismo de defensa, ese en concreto interfería con su propio pensamiento.
Podemos citar un ejemplo que había tenido lugar un par de meses antes. Karen había ido a su médico para un chequeo rutinario. Su médico le había pedido que se hiciera unos análisis antes de la visita para poder revisarlos con Karen cuando se vieran. Cuando llegó a casa tras la visita, Larry preguntó cómo había ido.
Por la reacción de Karen, parecía que no le importaban los resultados anormales de los análisis, y ciertamente, Karen no solía alarmarse enseguida por temas médicos. Sin embargo, en este caso estaba preocupada de verdad. Su madre y su tía tenían diabetes, y ella tenía sobrepeso. Durante su embarazo, le había inquietado el nivel de azúcar en sangre, y había sido todo un alivio que sus parámetros se hubieran mantenido dentro de la normalidad para una mujer embarazada. Sin embargo, desde niña había albergado un profundo miedo a enfermar y morir de diabetes. Y desde una temprana edad había tenido que luchar con su miedo a comer.
Así que esta cuestión médica en concreto sí le preocupaba, y esa noche tenía problemas para conciliar el sueño debido a ello.
¿Por qué, entonces, Karen no parecía haber prestado mucha atención a lo que el médico le había dicho? ¿Por qué se mostraba tan confusa al contarlo?
Estar confusa (y, por tanto, resultarlo) era una defensa que Karen había desarrollado para manejar su ansiedad. Si se liaba, no comprendía las cosas o no podía pensar con claridad, no tenía que llegar a conocerlas bien. Era un sistema elegante a su estilo. Si no puedes entender las ideas que te ponen ansioso o triste, no tendrás que sentirte mal.
Por supuesto, este estilo de defensa tenía sus inconvenientes. Se impedía a sí misma enterarse de cosas que serían importantes para ella. Al mostrarse tan confusa, también corría el riesgo de que otros se exasperaran con ella, como en el ejemplo de más arriba. Karen, no obstante, era completamente inconsciente de la frustración que provocaba en los demás. No se trataba de que no le importara, sino de que más bien no era consciente de hacer algo. Se decía a sí misma que simplemente era muy difícil estar continuamente atenta.
Su mecanismo de defensa le impedía localizar cuál era el primer paso hacia el atracón. Como no podía dormir, Karen se levantaba de la cama y se sentaba en la mesa de la cocina a devorar una caja de galletas de chocolate.
Varios meses después del incidente con los análisis, Karen y Larry decidieron que era conveniente que ella hablara con alguien en la facultad en la que estaba interesada para hacerse una idea del proceso y de las posibilidades de ser admitida. Concertó una cita para hablar con Harold Campbell, un eminente profesor del departamento de Historia. Se reunieron en su oficina a primera hora de la mañana.
Cuando salió de la oficina, Karen estaba confundida. ¿Qué había dicho en realidad el profesor Campbell? Parecía que le interesaba la investigación, pero también daba por hecho que sus estudiantes tendrían que saber enseñar. Había estado alejada de los estudios durante cinco años, ¿importaba eso? Había dicho que lo entendía, ¿no? ¿Pensaba que su trabajo como profesora sustituta era algo bueno o malo? Karen sacudió la cabeza. No sabía muy bien qué pensar de la entrevista.
Volvió a casa. Larry se había ocupado de vigilar al bebé, pero en ese momento tenía que irse al trabajo. Karen se encogió de hombros.
—Supongo que ha ido bien.
Larry salió corriendo por la puerta.
—Vale —respondió—. Hablamos después.
Sam tenía sueño, y Karen lo acostó enseguida para que durmiera la siesta. Tenía que hacer la ropa y necesitaban ir a comprar más pañales a la tienda. Ya casi era la hora de comer. Miró en el frigorífico. Quizás comiera solo un sándwich. También había una fuente con restos de arroz con pollo de la noche anterior. Había suficiente para la cena de esa noche. Karen miró la fuente. «No debería comérmelo», pensó. La sacó y la metió en el microondas. Una hora después se lo había comido todo, después sacó un helado de chocolate del congelador y se lo comió también.
Inmediatamente después, se sintió fatal.
«¿Por qué hago esto? —se dijo—. No hay ninguna razón.»
Podemos ver que el atracón compulsivo de Karen era una consecuencia de su deprimente entrevista con el profesor Campbell. Se había sentido atacada, infravalorada y finalmente desalentada respecto a sus posibilidades en la enseñanza universitaria. La ansiedad que le provocaba el futuro de su carrera era mucho más alta después de la entrevista. Todo esto podría haber sido una clara señal para ella de que corría el riesgo de repetir su comportamiento adictivo; pero ella no lo veía. Todos los sentimientos que la habían asaltado durante y después de su reunión con el profesor Campbell eran un batiburrillo en su cabeza. Ni siquiera estaba segura de que hubiera un problema. No estaba preparada para el acto adictivo que se iba a producir a continuación.
Como en otros casos que hemos visto, si Karen hubiera sabido que confundirse era su manera de manejar el sentimiento de frustración, podría haber procurado evitar su mecanismo de defensa, y ver las cosas como ocurrían. Si estaba tan confundida, debía de estar más disgustada de lo que pensaba. Si lo hubiera reconocido, podría haberse sentado a analizar qué la disgustaba tanto. Y aunque no hubiera podido asumir sus sentimientos, porque le daban demasiado miedo, al menos habría podido reconocer que su nivel de confusión podía provocarle problemas. Podría haberse dado cuenta de que corría el riesgo de darse un atracón y haber hecho algo para impedirlo antes de que fuera abrumador.
Llegar a conocer los mecanismos de defensa que usamos cuando nos enfrentamos a algo que nos resulta incómodo puede ser extremadamente útil para localizar el momento clave de su adicción. Si repasa mentalmente su vida, probablemente reparará en los principales. ¿Intenta alejar algunas ideas de su mente, como Marjorie? ¿Intenta disminuir la importancia de los problemas en lugar de analizarlos, como Brian? ¿Procura racionalizar sus problemas, como Steven? ¿Convierte sus emociones en problemas intelectuales que hay que resolver, como Kevin, o se atolondra al pensar cuando se disgusta, como Karen? Hay innumerables formas de tratar cuestiones incómodas. Conforme repasemos los casos de las diferentes personas de este libro, intente fijarse en qué estilos de defensa usan. Será una buena práctica para localizar su propio mecanismo. Además de para poder detectar el proceso adictivo antes, saber cómo se funciona emocionalmente es bueno para la vida en general.
Descubrirá que ver sus defensas como lo que son es un poco como abrir la puerta a una habitación. En su interior, escondidas detrás de las defensas, estarán las cuestiones emocionales que más importantes son para su vida. No hace falta decir que, si padece una adicción, también hay problemas que subyacen tras su adicción. Examinaremos estos problemas en los siguientes dos capítulos.
Bien, ahora que hemos visto las formas que tiene una persona de ocultarse el momento clave de su adicción, volvamos a ese punto, y examinemos con más atención en qué consiste el proceso.