Estrategias a corto plazo para tratar la adicción
Ya hemos visto cómo funcionan las adicciones. Sabemos que si se puede localizar el momento clave en el que comienza una adicción, empezaremos a poder hacer algo al respecto antes de que el sentimiento resulte abrumador. Hemos visto cómo identificar ese momento clave. También hemos identificado las formas en las que el adicto puede ocultarse a sí mismo ese momento. Sabemos que en el momento clave se produce un sentimiento de indefensión o incapacidad, de estar en una trampa. Ahora, en el paso 6, examinaremos estrategias para escapar de la trampa de indefensión.
Empecemos por examinar un ejemplo que ya hemos conocido en el paso 3 y paso 4: la historia de Marjorie. Marjorie se tomó las pastillas después de un fin de semana de celebración que, en el fondo, no quería organizar. Como subrayamos, el momento clave de su deriva hacia un comportamiento adictivo no se produjo el día que se tomó las pastillas, sino días antes, cuando se sentó a la mesa de la cocina a planear las compras del fin de semana que se avecinaba; en ese momento pensó por primera vez en consumir drogas. También vimos que había desarrollado una estrategia propia de defensa que le impedía ver ese momento clave: cuando se enfrentaba a pensamientos incómodos, procuraba alejarlos de su mente. Tras hacerlo, conservaba la calma durante unos instantes, pero a costa de sentirse incómoda por lo que pensaba o sentía. Como resultado, no reconocía el momento clave y perdía la oportunidad de detener su descenso hacia la adicción.
Si Marjorie se hubiera dado cuenta de la importancia de ese momento, podría haber sopesado si podía contrarrestar de otro modo sus sentimientos de indefensión sin tener que recurrir a las drogas. En realidad, había una larga lista de posibles acciones que podrían haberle hecho sentir menos indefensa. Podría haber pedido a sus huéspedes que colaboraran con algo de comida, o incluso contratar a alguien que se ocupara de la comida de su fiesta. También podría haber explicado a sus invitados que no le venía bien que se hospedaran en su casa, o haberles pedido que acortaran la visita, o que incluso la cancelaran, simplemente. De hecho, siempre y cuando fuera consciente de cuáles eran los procesos emocionales que regían sus acciones, podría haber decidido seguir adelante con el fin de semana sin desempeñar su papel de medio sirvienta, medio anfitriona.
Marjorie no contempló ninguna de estas posibilidades porque, cuando se le ocurrió por primera vez tomar píldoras, ignoró la idea. Ahora bien, pensemos qué habría ocurrido si hubiera sabido que apartar ciertas ideas de su cabeza era una de sus principales defensas, como hablamos en el paso 4. Tras aceptar que estaba pensando en tomar pastillas, podría haberse preguntado por qué. Inmediatamente se habría dado cuenta de que se sentía atrapada e indefensa. Desde luego en ese punto, inmediatamente se daría cuenta de por qué se sentía atrapada: por el fin de semana de la fiesta que estaba planeando en ese mismo momento. Si hubiera llegado a ese punto, casi habría estado a salvo. Reconocer que la obligación de organizar la celebración era la causa de sus sentimientos de indefensión le habría permitido contemplar muchas posibles soluciones. Al fin y al cabo, pedir a sus huéspedes que llevaran su propia comida o acortar el fin de semana son bastantes obvias unas vez que sabes cuál es el problema.
¿Qué hace que las soluciones a las situaciones que desencadenan las adicciones sean tan fáciles de encontrar? La respuesta se encuentra en la naturaleza de la adicción. Cuando una persona siente que no puede actuar directamente contra la indefensión (normalmente porque suele hacerles sentir culpables o ansiosos), recurre a una acción desplazada: el comportamiento adictivo. En consecuencia, si cuando uno se enfrenta a una adicción, busca alternativas, deshace el camino del desplazamiento.
Las soluciones a las trampas de indefensión que llevan a la adicción son solo las acciones directas que se nos ocurrirían de inmediato si un factor emocional no nos impidiera actuar directamente.
«¿Cómo puede ser tan fácil?», se preguntará. En realidad, no lo es. Seguir comportamientos alternativos más directos cuando uno se siente abrumado por el sentimiento de indefensión es tan difícil como necesario. Al fin y al cabo, la mente busca una respuesta sustitutiva (la propia adicción en sí misma) en el momento clave porque no ve, o no quiere ver, otras alternativas. En el caso de Marjorie, el problema que había tenido de por vida para entender y expresar sus sentimientos le había impedido pensar directamente en formas de dar una fiesta para sus familiares. Así que para ella no era fácil invertir el desplazamiento y tomar una acción directa para escapar de su trampa.
¿Qué se puede hacer para romper su trampa de indefensión? Como dije en el paso 5, hay dos caminos a partir de aquí. A largo plazo, alguien como Marjorie puede averiguar las causas más profundas de su necesidad de servir a los demás y de su miedo a hacer cosas para sí misma. Si consigue hacerlo, tendrá la posibilidad de evitar la adicción en el futuro. Volveré a insistir en el tema en el siguiente capítulo.
Sin embargo, hay otra estrategia a corto plazo que le puede permitir dominar su adicción ahora tal y como he descrito, sin haber tenido que trabajar en todos los problemas subyacentes. Si Marjorie hubiera seguido todos los pasos que he descrito —identificar el momento clave, reconocer el origen de sus sentimientos de indefensión en ese momento, y, entonces, ver el abanico de acciones alternativas disponibles—, habría tenido mayores posibilidades de evitar recurrir a su antigua «solución» de tomar pastillas en los días posteriores. A corto plazo, no tendría que ocuparse de las emociones complejas que se esconden bajo la sensación de indefensión en situaciones como estas; solo necesitaba encontrar una manera de manejar el problema en este mismo momento. Y esa es una tarea mucho más manejable.
Para buscar alternativas a su comportamiento adictivo, no necesita recurrir a la mejor alternativa posible. Solo necesita encontrar la mejor acción que aborde su conflicto de forma más directamente que el acto adictivo.
En el caso de Marjorie, tal vez no pudiera cancelar la fiesta porque la habría puesto demasiado nerviosa, aunque fuera lo que realmente quisiera hacer. Tal vez no habría podido acortar la estancia de sus huéspedes. Ahora bien, el simple hecho de aligerar los planes, tras admitir que tenían algo que ver con su indefensión, habría sido suficiente para evitar la necesidad de tomar pastillas. La razón de que este mecanismo funcione es que la «trampa de indefensión» que reside en el centro de la adicción puede aliviarse mediante cualquier acción que restaure en alguna medida una sensación de control, y por tanto reduzca la presión de repetir un acto adictivo.
Veamos algunos tipos diferentes de situaciones que inducen a caer en adicciones y cómo pueden manejarse mediante estrategias a corto plazo.
ERIC
A sus treinta y cinco años, Eric se consideraba desde hacía tiempo un «alcohólico funcional». Con ello quería decir que, a pesar de beber mucho, tenía una familia, amigos, un trabajo estable en un pequeño bufete de abogados y buena salud. Normalmente, los periodos en los que bebía eran breves, y entre esas borracheras se encontraba bien, así que le resultaba fácil minimizar los efectos de su adicción a la bebida. Sin embargo, sus excesos eran un problema. Por mucho que su mujer lo quisiera, la tensión entre ellos había crecido porque él no dejaba de beber. Y había otro problema enorme también. Lo habían arrestado dos veces por conducir bajo los efectos del alcohol y, en ambos casos, había perdido su carné de conducir como consecuencia. Sus detenciones también eran una causa de vergüenza (personal y profesional), y añadía presión a su matrimonio. Aun así, Eric no empezó a ver la gravedad de su problema con la bebida hasta su segunda detención. Se había salido de la carretera y su coche casi volcó cuando las ruedas del lado del bordillo pasaron por un socavón. Se dio cuenta de que podría haberse matado o haber matado a otra persona. Ese fue el punto de inflexión en el que empezó a pensar honestamente en dejar de beber completamente.
Creyó que no sería muy difícil por las mismas razones por las que había sido capaz de reducir las veces que bebía. Siempre había pensado que bebía para «relajarse» cuando estaba tenso o disgustado. Si bebía por eso, con toda seguridad no le costaría dejarlo. Solo tenía que encontrar otro modo de relajarse. No tenía ni idea de que su adicción a la bebida estaba conectada a cuestiones más profundas, que se aferraba a una solución temporal para situaciones en las que no podía tolerar la impotencia. En consecuencia, cuando se encontró bebiendo de nuevo tras decidir dejarlo para siempre, se sintió confuso y preocupado.
Ocurrió una noche, después de una reunión tardía en el bufete. Había asistido a una reunión junto a unos quince colegas para hablar de planes sobre el futuro del bufete. Tenía que decidir si mudarse a un espacio más grande o incluso comprar un pequeño edificio que fuera la sede del bufete. Al mismo tiempo, su crecimiento implicaba que había que tratar el procedimiento para la admisión de nuevos socios, y los problemas financieros asociados con ellos. El debate fue agitado, casi acalorado, puesto que algunos de los miembros del bufete defendían mantener el bufete básicamente como estaba, mientras que otros creían con igual firmeza que era mejor expandirse, lo que requeriría mudarse a una nueva sede y cambios esenciales en cómo dirigían la empresa.
Eric permaneció sentado en silencio durante toda la reunión, pero no porque careciera de opinión o no le importara. Había hablado con unos cuantos colegas que habían aceptado la necesidad de expandirse, y tenía una opinión tan firme como cualquier otra persona de la habitación. Sin embargo, cada vez que estaba a punto de hablar, se contenía. No era un socio sénior. Se le ocurrían ideas, pero las cuestionaba todas. Tal vez sonara estúpido. En la sala, los ánimos estaban muy caldeados y el hecho de que alguno de los socios con mayor antigüedad estuviera en desacuerdo lo retenía. Cada vez que estaba a punto de hablar, dudaba, y se le escapaba la oportunidad.
Por fin, la reunión acabó sin alcanzar ninguna decisión, y los asistentes se quedaron en pequeños corrillos, ya fuera para seguir discutiendo con sus aliados sobre varios aspectos de los problemas, o para continuar el debate con los del barrio contrario. Eric miró a su alrededor, pero no se sentía cómodo para unirse a ninguno de esos grupos improvisados. Se puso el abrigo y se marchó solo.
Cuando llegó a su casa, su mujer y sus dos hijos ya habían cenado. De todos modos, Eric no tenía hambre. Dijo a su mujer que había tenido un día duro y que necesitaba algo de paz. Se encerró en su pequeño despacho, cogió la botella de whisky del cajón de su escritorio y empezó a beber.
Después de este episodio, Eric buscó ayuda, y así llegué a conocerlo. Mientras hablábamos sobre su adicción y su vida, llegó a reconocer los factores emocionales que se escondían bajo su necesidad de beber, y cómo beber era una forma de controlar esos factores. Llegamos a la conclusión de que Eric había sentido ansiedad en situaciones competitivas toda su vida. Su actitud introvertida durante la última reunión de la empresa era típica en él. No era tanto un problema de autoestima, sabía que sus aportaciones a los problemas discutidos podían ser valiosas. Decirse a sí mismo que no estaba seguro de qué decir era en realidad una estrategia de defensa: una razón que se daba a sí mismo para no tomar la palabra. Y a un nivel más profundo, sentía un gran temor a desafiar a los demás, especialmente a figuras paternas, como los miembros sénior de su bufete. ¿Y si se enfrentaba a ellos y reaccionaban violentamente? De niño, ese era el tipo de cosas que lo aterrorizaba. De hecho, cuando pensó durante la reunión que uno de ellos podía «derribarlo», inconscientemente estaba pensando en los términos en los que exactamente lo habría hecho de niño.
Como Eric se inhibía en ese tipo de situaciones competitivas que acababan haciéndole sentir tan indefenso, en la reunión se había sentido humillado por haberse mantenido en silencio, y su rabia por esa antigua y arraigada indefensión lo impulsaba a su habitual acción desplazada. Cuando regresó a su casa, bebió durante tres horas antes de quedarse dormido en el escritorio del despacho de su casa.
Sin embargo, ahora que Eric empezaba a comprender cómo funcionaba su adicción, tenía las mismas herramientas a su disposición que tiene quien haya leído el libro hasta este punto. Pronto se presentó la oportunidad de poner esas herramientas en práctica.
Fue un día de cielo azul, despejado, perfecto para ir a un partido de béisbol. Eric y otros tres amigos —Greg, Andy y Keith— habían comprado entradas para el partido, y habían llegado a tiempo para oír el himno nacional. Tenían buenos asientos en la banda derecha del campo, justo pasada la primera base. Eric era un auténtico aficionado a este deporte. No cabía duda alguna sobre la pasión que sentía por su equipo local, pero también disfrutaba con las complejidades del juego. Como había jugado al béisbol en el instituto, observaba los partidos con mayor conciencia que el aficionado medio. Se fijaba en los cambios de ubicación de los jugadores según quién lanzaba, en las estadísticas de cada lanzador y, por supuesto, en quién bateaba y en la situación del partido. Observaba las estrategias que seguían el lanzador y el receptor según los bateadores y se esforzaba por desentrañar el patrón de lanzamientos, aunque lo cierto es que podía verlo mejor en la televisión que desde su sitio en el estadio.
Al llegar la sexta entrada, las cosas iban mal para su equipo. Perdían 9 a 2. La posibilidad de un regreso dependía en buena parte de la capacidad de los lanzadores de recambio de mantener a raya a los visitantes con la esperanza de que el equipo de casa pudiera repuntar. Por desgracia, el lanzador de recambio del equipo de Eric era una fuente crónica de desespero para los seguidores. Dos de los lanzadores ya habían salido y ambos habían vuelto de inmediato a los vestidores después de una serie de tantos de sus oponentes. Mientras tanto, el lanzador oficial del equipo opuesto parecía crecerse conforme el partido progresaba. Después de que el equipo de Eric siguiera perdiendo al final de la sexta entrada, muchos de los aficionados empezaron a marcharse.
—¿Qué decís, chicos? —preguntó Greg.
—Digo que no pinta bien —respondió Andy con una carcajada.
Keith se limitó a sacudir la cabeza.
—Entonces, ¿nos vamos? —preguntó Greg.
—Sí, larguémonos —dijo Keith.
Andy añadió:
—Por mí bien. Ya he tenido suficiente tortura por un día.
—¿Eric? —dijo Greg, volviéndose hacia él.
Eric se quedó sentado un momento. No le importaba que el resultado fuera tan desigual y que su equipo tuviera todas las papeletas para perder. Quería quedarse. Había ido a ver un partido de béisbol, pero todos los demás deseaban irse, y no pretendía ser un fastidio para ellos. Se limitó a encogerse de hombros. Greg lo miró.
—¿Cómo? ¿No quieres irte?
Keith apostilló:
—Venga, Eric, este partido se ha acabado.
Andy añadió:
—Sí, de esta ya no salimos, tío.
Eric volvió a dudar. Casi a la vez, lo asaltaron dos ideas. Primero pensó: «De acuerdo, me iré con ellos». E inmediatamente después: «Ya me tomaré una copa cuando llegue a casa».
En ese momento, Eric reconoció qué ocurría. Acababa de pensar en tomarse una copa. Ese era el instante clave de su proceso de adicción. Y sí, cuando lo pensaba en ese instante, se sentía básicamente atrapado. Su tendencia en esas situaciones siempre había sido evitar el conflicto, y eso era precisamente lo que sentía que debía hacer entonces, aunque de verdad quería quedarse. ¡No cabía duda de por qué había pensado en beber! Encajaba con la forma en que había llegado a comprender su adicción: se sentía indefenso (y a la vez se daba cuenta de que era él mismo quien creaba esa trampa al evitar todo conflicto con sus amigos). Siguiendo su patrón habitual, estaba a punto de compensar su sentimiento de impotencia mediante un comportamiento desplazado: beber. Fue capaz de ver el paralelismo entre esto y el día que bebió en exceso tras volver de la reunión del bufete.
Aunque el proceso de descripción es largo, todas estas ideas pasaron por la mente de Eric en un par de segundos. Pero ¿qué podía hacer?
Greg dijo:
—Eric, ¿sigues ahí?
Eric levantó la mirada hacia Greg, que estaba ya de pie.
—Espera un segundo —dijo en voz alta.
«Vale —pensó Eric—, ¿y si no bebo? Tendré que hacer otra cosa.» Respiró hondo y procuró tranquilizarse. «Bueno —siguió diciéndose—, supongo que la otra opción es quedarme. Sí, es bastante obvio. Me conozco lo suficiente para saber lo difícil que sería para mí enfrentarme a los demás. Tal vez algún día consiga solucionar esa parte. Espero. Ahora bien, por el momento tengo que encontrar un modo de manejar esto o acabaré bebiendo. Tiene que haber una manera de no irme sin tener que pelearme con los chicos.» Hizo otra pausa y asintió.
—Bueno —dijo en voz alta a sus amigos—, vosotros id tirando. Yo me quedo un poco más.
—¿De verdad? ¿Estás seguro? —dijo Andy.
—Sí —respondió Eric.
—Muy bien, como quieras —dijo Greg antes de darse media vuelta y marcharse.
—Nos vemos luego —gritó Keith mientras subía por el pasillo.
—Adiós —dijo Andy—. Si remontan y ganan, ya te reirás a nuestra costa después.
Eric les dijo adiós con la mano y se fueron.
Eric no bebió ese día. Como era habitual, en encontrar una salida práctica a su trampa no radicaba el problema. Al darse cuenta de que esa idea pasajera de tomarse una copa en realidad era el momento clave de su adicción, fue capaz de ver que se sentía impotente y el motivo de ello. En ese momento, la solución era obvia. No obstante, poner en marcha la solución era difícil debido a la ansiedad que le provocaba enfrentarse a sus amigos.
Mientras lo meditaba, Eric se dio cuenta de que solo consideraba dos maneras de solucionar la situación. Había pensado que, o bien podía marcharse con el grupo como quería, o desafiarlos negándose a irse. Examinar la situación desde esos dos puntos de vista hacía que se sintiera como en la reunión en el trabajo: como si estuviera ante un enfrentamiento peligroso con otras personas que podían volverse en su contra.
De hecho, Eric todavía no era capaz de manejar una confrontación tan directa. Quizás, tal y como había pensado, algún día lo sería. Pero, como había descubierto, no necesitaba tener completamente resuelto el problema central en su cabeza.
Había encontrado una manera de librarse de la trampa de la impotencia al darse cuenta de que aquella situación no tenía que ser una de sus temidas confrontaciones, en absoluto. En lugar de aceptar sin rechistar lo que decían los demás o desafiarlos, podía considerar la situación una decisión pacífica: podía hacer lo que quisiera. En lugar de decir «no, no quiero irme», podía simplemente decir «id tirando vosotros. Yo me quedo un rato más».
La solución de Eric estaba bien, pero vale la pena detenerse un momento a evaluarla y así poder darnos cuenta de que, en realidad, no controlaba todos los sentimientos que ese incidente despertaba en él.
¿Y si no hubiera tenido tantos problemas para enfrentarse a sus amigos? En ese caso, podría haber dicho «sabéis que me encanta el béisbol. He conseguido sacar tiempo para venir hoy porque quería ver todo el partido. Definitivamente, no quiero irme ahora. Quedémonos como mínimo hasta la novena entrada». Esa habría sido una manera directa de que Eric se expresara. (Y finalmente, después de que trabajáramos un poco más su miedo al conflicto, Eric fue capaz de hacer justamente eso.)
Sin embargo, lo principal aquí es —al margen de encontrar solución a los problemas subyacentes— que, si se toma consciencia del momento clave en una adicción, se puede llegar a dar con una solución intermedia suficientemente buena. Era una solución que abordaba al mismo tiempo el problema y lo contrarrestaba lo suficiente como para evitar que llegara a caer en su adicción.
KIMBERLY
Kimberly Powell no podía dejar de comer. Llevaba comiendo compulsivamente durante los últimos diez de sus cuarenta y cinco años, justo desde que dejó de beber. Una vez había explicado a una amiga preocupada que no podía dejar de comer por una buena razón. Cuando era una adolescente, había probado todas las drogas que había disponibles, además de alcohol. Más adelante, a los veintitantos, había dejado de tomar pastillas y solo bebía mucho. Cuando llegó a los treinta y tantos y bajo presiones diversas, había dejado de beber pero había recurrido a la comida. Cuando dejó de beber, su familia y sus amigos la felicitaron y creyeron que había resuelto sus problemas. A lo largo de los siguientes años, conforme su talla no dejaba de aumentar, quedó patente que se equivocaban. Kimberly había dejado de abusar del alcohol y de otras drogas, como había confesado a su amiga, por eso ahora tenía una buena razón para comer: era lo único que le quedaba.
Kimberly necesitaba tener alguna adicción, daba igual la forma que adoptara. Era la tercera de cinco hermanos. Los tres mayores, Kimberly y dos hermanos, habían nacido en el plazo de cinco años; de ellos, el mayor y el siguiente (una chica y un chico) eran, a ojos de Kimberly, los favoritos de sus padres. Tras Kimberly, pasaron cinco años antes de que su hermana pequeña naciera, y cuando tenía siete, nació su otro hermano. Desde el punto de vista de Kimberly, los «pequeños» formaban el segundo grupo favorito. Tenían embobados a sus padres, a la hermana mayor de Kimberly e, incluso, a su hermano mayor, hasta que se sumergió de lleno en la vida de preadolescente y le aburrieron los niños pequeños.
Kimberly creía que cada hijo tenía un lugar especial en la familia, excepto ella. Su hermana mayor era la primera, su hermano mayor era el primer chico, y después iban los pequeños, tan monos como pequeños. Kimberly había sido la pequeña durante cinco años, pero no la habían tratado como tal. Quizás se debía a que los primeros habían llegado tan rápido que, cuando ella llegó, la paternidad había perdido la novedad. Quizás sus padres estaban más descansados cuando los nuevos bebés llegaron. En cualquier caso, Kimberly continuamente había sentido que ella sobraba. Siempre que ese viejo sentimiento afloraba en su vida, corría el riesgo de caer en su adicción. O por decirlo con mayor precisión, siempre que ese sentimiento afloraba, tenía que hacer algo, y había descubierto una serie de desplazamientos —una serie de «cosas»— que conformaban su historia de adicciones.
Kimberly era aficionada a la cerámica. Había aprendido a trabajar la arcilla unos meses antes en una clase para adultos y descubrió que le encantaba la creatividad que entrañaba esa actividad y el orgullo de poder decir que había fabricado un cuenco o un jarrón, y que podía sujetarlo o ponerlo en un estante. No tenía ningún equipo en casa, así que debía apuntarse para usar uno de los muchos tornos de alfarero y el horno del instituto local donde le habían dado las clases de cerámica. Como iba muy a menudo por allí, se interesó por los avisos que colgaban en el panel de noticias sobre las reuniones mensuales de los ceramistas locales. Nunca iba porque había visto algo de su trabajo y estaba más allá de sus capacidades.
Sin embargo, después de hacer lo que creía que era un buen cuenco, con una bonita curva, se animó a asistir al grupo de cerámica. Era el siguiente jueves por la noche, y lo apuntó en su calendario.
La sala de cerámica parecía particularmente iluminada en comparación con el cielo encapotado que había oscurecido rápidamente a finales de noviembre. Kimberly no conocía a nadie de las doce personas más o menos que estaban allí, pero para su alivio la reunión empezó rutinariamente con una serie de presentaciones para los nuevos miembros, aunque resultó que ella era la única recién llegada. Un hombre más o menos de su edad, que se presentó como profesor de cerámica del departamento de Arte de una facultad local, llevaba las riendas de la conversación. Una vez que acabaron las introducciones, la conversación rápidamente giró hacia una cuestión técnica: las ventajas de aplicar esmalte a la arcilla sometida a una primera cocción comparada con aplicarla a la que estaba completamente seca. Kimberly se perdió inmediatamente. Para ella, la cerámica se limitaba a poner arcilla en un torno, intentar hacer un objeto que se pareciera ligeramente a un cuenco, cocerlo, pintarlo y rezar. De todos modos, se quedó sentada y escuchó, con la esperanza de que la clase pasara a tratar algo más relevante para ella, como, por ejemplo, la forma de evitar que los cuencos giraran como locos, sin control, en el torno, y si se podía reutilizar la arcilla después de que cayera sobre la pared y sobre uno mismo. El tema de conversación finalmente cambió, solo que para tratar otro tema que le parecía igual de oscuro.
Después de otros diez minutos, el profesor se sentó en uno de los tornos de alfarero, hizo una breve demostración, y después pidió a todo el mundo que cogieran algo de arcilla de la cantidad que estaba a disposición de todos, que eligieran un torno e intentaran copiar lo que él hacía. Kimberly no esperaba que fuera como una clase, pero estaba encantada de poder trabajar con las manos. Empezó a intentar reproducir lo que el instructor había hecho mientras este se paseaba entre el grupo y hablaba con cada uno de los presentes. Cuando llegó a ella, tenía muchas preguntas que hacerle. Fue paciente, pero, después de lo que le pareció un tiempo bastante breve, dijo que tenía que hablar con otros alumnos y se fue.
La creación de Kimberly parecía tosca y propia de una aficionada comparada con el trabajo de los demás que, al fin y al cabo, tampoco eran profesionales. Hizo señas al instructor para que volviera con ella, cosa que hizo, y lo acribilló con más preguntas. De nuevo, fue considerado y paciente, pero no se quedó mucho tiempo. La tercera vez que Kimberly levantó la mano para llamar su atención, estaba con otro miembro del grupo y levantó un dedo y dijo: «Un momento». Tardó un rato en acudir, y cuando lo hizo casi se había acabado la clase. Cuando finalmente se acercó, fue solo para mencionarle un par de cosas en las que creía que Kimberly necesitaba trabajar, y ella se dio cuenta de que eran mucho más básicas que los apuntes técnicos que daba al resto del grupo.
Cuando regresó a casa, empezó a comer.
Al día siguiente, Kimberly se sentía fatal, como siempre. Sabía que había comido mucho porque se había sentido mal en la reunión. Se había sentido insignificante e inferior a los demás. De nuevo era la que sobraba. Sin embargo, ser consciente de lo mal que lo había pasado en la reunión no le había impedido darse un atracón después.
Como Eric en el ejemplo anterior, tras este episodio, Kimberly tenía la oportunidad de aprender los pasos que hemos explicado. Al contrario que Eric, sin embargo, decidió no esperar a que surgiera una circunstancia que pusiera a prueba su nueva comprensión de su adicción, y la creó a propósito.
Ocurrió un par de meses después; Kimberly fue a mirar el tablón de anuncios del instituto para ver cuándo era el siguiente encuentro del grupo de cerámica. Seguía interesada en participar, pero en esta ocasión iría preparada.
Su habilidad con la cerámica no había mejorado demasiado. Las partes superiores de sus jarrones tenían tantas posibilidades de derrumbarse como de mantenerse en pie. A veces, cuando acudía al instituto a ver sus obras después de que las cocieran en el horno, seguía encontrando un revoltijo de trozos con un pedazo de papel encima con su nombre y una nota: «Lo siento, se agrietó y se rompió mientras estaba en el horno. Ven a vernos para averiguar qué ha ido mal». No, no estaba más preparada porque hubiera mejorado con la cerámica, sino que había averiguado cómo sus sentimientos la habían conducido a darse un atracón después de la primera reunión.
Cuando volvía a cavilar en esa reunión, Kimberly reconoció que había empezado a pensar en comer mientras todavía estaba allí, pero no lo había reconocido como el momento clave. En consecuencia, aunque se daba cuenta de que estaba disgustada, no se detuvo a considerar si había alguna acción directa que pudiera llevar a cabo en ese punto para manejar sus sentimientos.
Más tarde, cuando pensó en la reunión, se dio cuenta de que el problema no era solo que no estuviera técnicamente a su nivel. El verdadero problema era que, en cuanto la reunión empezó y vio que la clase era muy difícil, se había sentido abrumada por la impotencia: era la vieja sensación de ser menos que los demás y menos importante. De inmediato, la desesperación de que la vieran y la oyeran fue superior a ella. Después, cuando el grupo se puso a trabajar con la arcilla, se descubrió intentando atrapar el tiempo y la atención del instructor más allá de lo que era realista esperar en un grupo; ahora lo entendía. El instructor se había ido cada vez antes de atender todas sus dudas, porque preguntaba demasiado, no porque la considerara menos importante. Sin pretenderlo, Kimberly había provocado justamente la situación que temía. Y aún era peor porque sus preguntas no solo servían para asegurarse de que el instructor le prestaba la misma atención que a los demás, sino que también pretendía aprender mucho, rápidamente, para poder ponerse al nivel de los demás. Era otra forma de sentirse integrada, que le había salido terriblemente mal.
Kimberly llegó unos minutos antes a su siguiente reunión de cerámica. Quería poder hablar con algunos de los demás miembros antes de que la sesión empezara. Era una manera de trabajar el sentimiento de quedarse al margen. Cuando los asistentes se reunieron para charlar, Kimberly esperó su turno para presentarse. Cuando le llegó su turno, dio un pequeño discurso que había preparado: «Hola, soy Kimberly. Vine aquí hace un par de meses. Soy nueva en esto de la cerámica. Empecé a trabajar con arcilla hace solo seis meses. Espero poder venir a las sesiones de este grupo regularmente para mejorar mi técnica, pero también para conocer a más personas a las que les interese la cerámica. Probablemente no podré contribuir demasiado a vuestras discusiones, pero espero que os parezca bien que asista». La respuesta fue inmediata.
«¡Pues claro que puedes venir! Todos empezamos de la misma manera.» «¡Bienvenida! Créeme, seguro que no vas tan rezagada. Tengo un millón de preguntas sobre mi trabajo.» «Estamos encantados de que estés aquí.» Más tarde, el grupo se dividió para practicar una técnica, y Kimberly volvió a sentir su lucha interna. En esa ocasión, cuando el instructor se acercó a ver cómo iba, le dijo: «Bueno, ya sé que esto es un desastre. ¿No podría hacer alguna versión más simple?». Él sonrió y le sugirió que trabajara solo una pequeña parte de toda la técnica.
Tras la reunión, mientras se despedía, Kimberly pudo decir encantada que los vería a todos al mes siguiente.
La forma en la que Kimberly había manejado esa segunda reunión no tenía nada de especial. Había sido agradable y abierta, como solía ser cuando no se sentía abrumada por los principales problemas emocionales de su vida. Como en los demás casos que hemos tratado, una vez que Kimberly aprendió cómo funcionaba su adicción, le resultó fácil salir airosa de lo que habría parecido una trampa imposible, que la habría conducido inexorablemente a su acto adictivo. Por supuesto, se habría sentido mejor si no hubiera tenido que cargar con los mismos sentimientos de falta de importancia e inutilidad que la habían acompañado durante toda su vida; Kimberly se sometió a psicoterapia para resolver en última instancia esas cuestiones, pero, como Eric en el ejemplo previo, incluso antes de solucionar ese problema, fue capaz de conseguir controlar su adicción.
CÓMO ENCONTRAR SOLUCIONES A CORTO PLAZO
Tras oír estas historias, puede preguntarse si llevar a cabo una acción más directa cuando se siente impotente es realmente tan fácil de hacer. Es cierto que estas soluciones son bastante obvias una vez que se identifica el problema. Pero ¿puede llegar a realizarlas?
La cuestión de si es capaz de llegar a cortar su adicción depende de si puede encontrar una solución «suficientemente buena» a su trampa de impotencia. Eso era lo que Eric hizo cuando dijo que quería quedarse en el partido. Aún no podía ser completamente sincero con sus amigos sobre cómo se sentía, pero lo que hizo fue suficiente para aliviar su sensación de impotencia y que no tuviera que recurrir a la bebida. A continuación, le propongo algunas estrategias generales para que sea capaz de dar con una solución propia que sea suficientemente buena:
• Simplemente, váyase
Una de las muchas opciones posibles para situaciones de lo más diverso es simplemente marcharse. Naturalmente esto no siempre funcionará, puesto que marcharse cuando se está en un aprieto podría aumentar los sentimientos de impotencia. Sin embargo, en algunos casos, es una forma perfectamente buena y simple de librarse de una trampa de impotencia. En la historia de Kimberly, durante la primera reunión del club de cerámica, cuando se había sentido tan atrapada, podría haberse ido sin más. Sin embargo, esa actuación no habría sido tan directa o útil como lo que hizo en la segunda reunión, cuando se sinceró y dijo directamente cómo se sentía; ahora bien, irse le habría dado una libertad que le habría evitado el episodio de la comida. La libertad es un antídoto para la sensación de impotencia.
• Haga lo que le gusta
Dejar una situación también le puede permitir estar libre para hacer algo que le gusta; hacer lo que realmente quiere hacer es una buena manera de invertir el sentimiento de estar obligado a hacer algo que no quiere hacer. Si recuerda el caso de Marjorie y su fiesta, se había pasado la vida sirviendo a los demás. Como vivía tan entregada a otros, a menudo recurría a tomar sus drogas. A largo plazo, lo mejor para ella, por supuesto, habría sido trabajar su excesiva necesidad de servir a los demás. Ahora bien, mientras tanto, podría haber aliviado su sentimiento crónico de no controlar su propia vida asegurándose de hacer más cosas para ella misma. A Marjorie le gustaba la fotografía, pero raramente dedicaba tiempo a hacerlo porque estaba demasiado ocupada cuidando de los demás. No poder disfrutar de su afición era una fuente de continua exasperación, incluso tristeza, para ella. Y todo ello contribuía a su persistente necesidad de tomar pastillas. Si hubiera comprendido cómo funcionaba su vida emocional y lo importante que era hacer cosas que le gustaban, se habría asegurado de sacar tiempo para su fotografía.
Por supuesto, eso no lo habría resuelto todo, pero habría sido una manera simple de disminuir el estrés de su vida que la mantenía atada a su adicción. Además, no se le podía exigir a Marjorie lo que era incapaz de hacer justo en ese momento, esto es, prestar atención a cómo se sentía cuando la abrumaba su necesidad de servir a los demás. Incluso antes de comprender completamente el mecanismo de su adicción, los problemas que se esconden tras ella y cómo y por qué surgía ese impulso, podía disminuir las posibilidades de tomar drogas al crear oportunidades de hacer lo que le gustaba en momentos emocionalmente menos estresantes.
• Nunca es demasiado tarde
Otra forma de actuar más directamente cuando no está completamente preparado para encarar su impotencia es actuar a posteriori. A menudo, hay una oportunidad más tarde de decir o hacer algo que desearía haber dicho o hecho en su momento. Después de que Kimberly se marchara de la primera reunión tan disgustada, si se hubiera detenido un momento a pensar que iba a correr el peligro de caer en su adicción, podría haber escrito una carta o un e-mail al director del club de cerámica para explicarle lo que acabó diciendo en la segunda reunión. Lo habría hecho tarde, pero no demasiado, igual que no había sido demasiado tarde para explicarlo cuando acudió al club por segunda vez. Repasar y abordar sus sentimientos de indefensión tras el hecho; nadie escruta su vida con un cronómetro. En el caso de Eric, después de quedarse en silencio durante la reunión del bufete porque tenía miedo de alzar la voz, también podría haber puesto por escrito su visión sobre los temas discutidos y, o bien enviarle ese documento a las personas pertinentes del bufete o incluso prepararles un memorándum para debatirlo un día después o así. Por supuesto, puede ser difícil llevar a cabo estas acciones a posteriori porque uno está mucho más cerca de la recaída en la adicción, y probablemente sentirá una mayor compulsión; ahora bien, la posibilidad de actuar tras el hecho es un buen recurso que vale la pena tener en mente.
Cuando empiece a practicar con estas herramientas, será mejor que primero intente hacerlo en las situaciones más seguras posibles, y pueda darse algo de margen en lo directas que sean sus acciones. Recuerde, no tiene que dar con la mejor solución posible, solo con una que funcione.
CÓMO ENCONTRAR SOLUCIONES A CORTO PLAZO A SITUACIONES MÁS COMPLEJAS
Lo que puede hacer más difícil tomar una acción directa bajo ciertas circunstancias es que su comportamiento está restringido por factores externos o que el miedo a las consecuencias es demasiado grande para adoptar incluso acciones parciales con las que contrarrestar sus sentimientos de impotencia. Cuando eso ocurre, se necesita un poco más de imaginación y tolerancia a los sentimientos de tristeza o ansiedad para encontrar alternativas en el momento clave, puesto que las soluciones inmediatas y más simples pueden no estar disponibles.
Aquí encontrará un ejemplo:
GIL
Gil era adicto a la heroína. Estaba a punto de perder a su novia, en parte porque —después de haber estado al borde de la muerte dos veces— no podía seguir viviendo con el miedo a que él muriera de una sobredosis. Ella era muy importante para él, él se enfrentaba a una pérdida terrible: el tipo de pérdida dramática que anteriormente en su vida lo había conducido a su adicción, en primer lugar. Cuando su novia empezó a amenazarlo en serio con romper con él, su deseo de consumir heroína prácticamente lo sobrepasaba.
Entonces, ¿qué tipos de soluciones a corto plazo podía plantearse Gil? ¿Qué podía hacer para enfrentarse a esa enorme sensación de impotencia ante la inminente pérdida de su novia, sin recurrir a esa vieja «solución» a sus problemas? Sabía que, llegados a ese punto, hablar con su novia no la haría cambiar de opinión. La promesa de no seguir drogándose, por mucho que fuera sincera en ese momento, tampoco importaría. No podía sustituir a su novia mágicamente por otra persona. ¿No había nada que pudiera mantenerlo alejado de su adicción?
Siempre hay alguna manera de detener la caída en una adicción. Sin embargo, en casos difíciles como esos, encontrarla requiere retroceder unos pasos y tomarse algo de tiempo para poder pensar en ello.
Gil se enfrentaba a una pérdida que sería difícil para cualquiera. Tendrá que pasar por un periodo de duelo, puesto que el duelo es la reacción normal a la pérdida. Esto era más difícil para él que para los demás debido a su historia personal de múltiples pérdidas a una edad temprana. A causa de esas pérdidas, a lo largo de su vida había manejado el dolor intentando evitarlo por cualquier modo. De hecho, precisamente la lucha que lo había acompañado toda su vida por manejar el dolor ante la pérdida lo había llevado a desarrollar la adicción a la heroína. Ahora la única forma de evitar tomar heroína era centrarse en manejar su duelo.
Aunque pudiera parecer algo obvio, no lo es. Gil no se centraba en cómo abordar su duelo; se centraba en el problema de perder a su novia. Y estas son dos cosas diferentes.
Céntrese en sus sentimientos, no en la realidad externa
Para Gil, perder a su novia era un aspecto de la realidad externa sobre el que no tenía control. Su sentimiento de impotencia era real. Sin embargo, podía tomar medidas para soportar ese duelo, que sí era un sentimiento personal. Nadie sustituiría a su novia, pero sí había otras personas con las que podía hablar para soportar sus sentimientos. A algunas personas, cuando se enfrentan a pérdidas serias, les resulta reconfortante hablar con un líder religioso, o con una persona de mayor edad que sea un referente y tenga más experiencia en la vida. Otros se apoyan principalmente en la familia o en los amigos, y pueden hablar o vivir con ellos al pasar por un duro trance. Simplemente planear hacer una de estas cosas podía ayudar a Gil, puesto que la acción de trazar un plan, en sí misma, es una manera de sentir que se recupera el control y de contrarrestar la impotencia.
Si se centrara en abordar su duelo en lugar de en la pérdida de su novia, la perspectiva de la pérdida para Gil también habría sido mejor. Perdía a alguien que le importaba, pero seguía teniendo a otras personas a las que quería y que lo querían. Como todos sabemos, cuando pasa suficiente tiempo tras una pérdida, vemos que podemos seguir adelante; la vida sigue y seguimos disfrutando de sus alegrías. Pasar un duelo no es lo mismo que estar atrapado en una cueva, aunque pueda parecerlo. Es horrible, pero no permanente. Si Gil hubiera pensado en pasar su duelo como su problema central, en lugar de en la pérdida de su novia, podría haberse alejado lo suficiente de la tremenda indefensión que siempre lo dirigía a su adicción.
El final de una relación o la ausencia de un ser humano no es el único tipo de pérdida que escapa a nuestro control. Los sucesos que activan la espiral adictiva pueden ser la pérdida de un trabajo o incluso de una carrera. Podría implicar el traslado de un lugar que nos gusta, la pérdida de una oportunidad o una herida seria. Podría tratarse de cualquier desilusión que sea profundamente significativa para usted. En todas estas situaciones, desde luego no hay ninguna forma práctica de invertir el problema; realmente se encuentra indefenso ante la realidad. En todos estos casos el enfoque sería el mismo: tómese tiempo para relajarse y centrarse en sus sentimientos en lugar de solo en los hechos externos.
Centrarse en sus sentimientos es, en realidad, solo una forma de observarse a sí mismo, y cuando lo haga (imagínese que flota a 3 metros por encima de su cuerpo y que mira hacia abajo), es posible que ya no se sienta atrapado. Así puede conseguir algo de tiempo para encontrar una forma más directa de tratar su situación al tiempo que gana poder en el proceso.
A continuación, ofrezco un ejemplo algo diferente.
MARY
Mary llevaba saliendo con su novio, Chad, dos años. Aunque de vez en cuando se peleaban, a sus veintiocho años, aquella era la relación más larga que había tenido. Le parecía que valía la pena. O, al menos, hasta que llegó su cumpleaños y resultó que Chad lo había olvidado. Ella había estado hablando de su cumpleaños durante todo el mes previo. Incluso había dado pistas de qué regalo podría hacerle un hombre con el que mantenía una relación tan estrecha durante dos años. ¿Cómo podía haberse olvidado?
Mary era alcohólica, y respondió a la situación bebiendo durante dos días seguidos y faltando al trabajo. Cuando dejó de beber, llamó a Chad y le dijo que lo suyo había acabado.
Mary se sentía profundamente herida. Desde su punto de vista, Chad había demostrado que no era el hombre apropiado para ella. Olvidar su cumpleaños era una alerta. Había demostrado lo egocéntrico que era. Nunca podría ser un compañero cariñoso en el que se pudiese confiar.
Mary se sentía incluso más herida porque Chad no era el primer novio que demostraba no ser quien ella pensaba y esperaba. En ese momento más que en ningún otro, Mary se pregunta si alguna vez podría encontrar a un hombre que realmente la amara. Había pasado mucho tiempo deprimida por esa razón, en una trampa de la que parecía no haber salida posible.
En ese momento y en el pasado, se había lanzado a la bebida por sentimientos como estos; se trataba de una respuesta desplazada, cuyo propósito era contrarrestar la abrumadora indefensión que sentía a menudo. Además de beber, también reaccionó directamente (movida por la impotencia y la rabia) cuando le dijo a Chad que no quería verlo de nuevo.
Como en el caso de Gil, Mary se enfrentaba a un suceso real (el olvido de Chad de su cumpleaños), que no podía deshacerse mediante ninguna acción directa por su parte. En ese momento clave, estaba profundamente disgustada, pero la preguntar que podría haberse hecho fue: «¿Por qué me he disgustado tanto?». Tenía una historia de relaciones decepcionantes; de ahí que esa última relación fuera tan importante. Tenía la esperanza de que ese hombre fuera el adecuado. Más allá del hecho real, no obstante, consideró el olvido de Chad un indicador de que nunca encontraría a nadie que pudiera amarla. La interpretación personal de la metedura de pata de Chad fue lo que desencadenó su adicción, no el error de Chad por sí solo. Si Mary se hubiera tomado un momento para pensar en Chad y en sus fracasos sentimentales con perspectivas, podría reconocer qué significaba en sí mismo que él se hubiera olvidado de ella.
Sin quitar importancia a lo que había hecho Chad, podría haber tenido en cuenta lo mal que reaccionaba a las heridas emocionales como la que acababa de sufrir. Si hubiera visto su relación de ese modo, quizás habría tenido en cuenta las veces que Chad sí recordó lo que era importante para ella. Quizás, en ocasiones, él había sido más generoso y cariñoso de lo que ella esperaba. Eso le habría permitido valorar con algo de perspectiva sus sentimientos. O tal vez habría llegado del mismo modo a la conclusión de que Chad era realmente el tipo insensible que temía. En ese caso, habría considerado que el problema era básicamente de Chad, no suyo, y, del mismo modo, acabar la relación con él podría ser la reacción más sensata.
En cualquier caso, Mary podría entender que, a partir de la experiencia con Chad, había pasado a la generalización de que jamás la amaría nadie, un temor que le venía de lejos. Si se hubiera dado cuenta del salto mental que había dado, habría podido contenerse y procurar entender de dónde provenían esos sentimientos abrumadores. Con esa perspectiva, podría escapar de su trampa de indefensión y no tendría tantas probabilidades de caer en la bebida.
La importancia de la anticipación
Los casos de más arriba, que comportaban pérdidas irreparables, son especialmente difíciles porque no hay acciones claras y prácticas que puedan reparar o deshacer las pérdidas. Gil, por ejemplo, no era capaz de hacer nada para recuperar a su novia. En estas ocasiones, por tanto, es especialmente importante reconocer por adelantado cuándo pueden presentarse. Una vez que sea usted consciente de las defensas a las que recurre y los tipos de problemas que le hacen caer en trampas de indefensión, procure repasar las situaciones y sucesos que pueden hacerle caer en esas trampas y cuál sería su respuesta. Anticipar estos sucesos es más fácil si se es capaz de percibir las pistas que indican qué puede ocurrir.
Gil y su novia, por ejemplo, llevaban peleándose mucho tiempo por su adicción a la heroína y por otros problemas. La ruptura no le pillaría completamente por sorpresa. Si Gil hubiera reconocido su arraigado miedo al abandono —que ese tipo de pérdida le resultaba abrumadora y estaba unida a su adicción—, podría haber anticipado su intensa necesidad de consumir heroína. Si simplemente la hubiera visto venir, se habría podido proteger de algún modo contra su compulsión a caer en el consumo de drogas.
Del mismo modo, Mary podría haber reconocido que la sensación de no sentirse querida y la idea de que tal vez nunca encuentre a alguien que la quiera le resultaban abrumadoras. Con esto en mente —y siendo consciente de que sufría alcoholismo— podría haber pensado con antelación en la posibilidad de romper con Chad, y el riesgo de caer en la bebida que eso entrañaba. Si se hubiera detenido a pensar cómo reaccionaría ante una ruptura y se hubiera dado cuenta de que era el tipo que habitualmente la conducía a caer en su adicción, habría tenido menos probabilidades de beber.
Dado que reconocer el momento clave es tan valioso, pues es el primer momento en el que se empieza a pensar en caer en la adicción, puede ayudarse a sí mismo imaginando cómo actuar en ese instante. Puede hacerlo anticipando las circunstancias en las que algo así podría ocurrir.
Todas las personas que hemos visto en este capítulo tenían algún determinado punto débil emocional que resultaba abrumador bajo circunstancias relevantes. Reconocer que esos puntos débiles las conducían a sus adicciones puede servir para encontrar soluciones prácticas a corto plazo, o para examinar con perspectiva por qué sus sentimientos eran tan fuertes en esos momentos. Estas estrategias a corto plazo —como evitar situaciones en las que llegue a sentir esa indefensión—, hacer cosas por su propia satisfacción si tiene que contenerse en otras ocasiones, actuar «después del hecho» para contrarrestar los sentimientos de indefensión, centrarse en los sentimientos provocados por los sucesos, en lugar de los propios sucesos, y anticipar e imaginar situaciones potenciales que le resultarán abrumadoras, todas estas cosas pueden ayudarle a liberarse de sus trampas de indefensión.
Ahora podemos dar un paso final. Si usted conoce y comprende las raíces de su trampa de indefensión, puede eliminar los sentimientos de inutilidad e impotencia desde su origen. Sin tener que cargar con un sentimiento abrumador de impotencia cuando se enfrente a situaciones desencadenantes, puede eliminar la adicción para siempre de su vida. Veamos cómo hacerlo en el paso 7.