En la casa principal, que llevaba cuatro generaciones siendo el hogar de los O’Neil, Walter O’Neil se acomodó junto a la limpísima mesa de la cocina y vio cómo Alice, su esposa desde hacía sesenta años, ayudaba a Elizabeth a colocar masa de galletas sobre grandes placas de hornear.
–Así que Brenna se ha mudado con Tyler.
–Necesitaba un lugar adonde ir –Elizabeth sacó dos bandejas de estrellas de canela del horno e introdujo la siguiente tanda–. Tenemos suerte que de Tyler tenga espacio.
Walter gruñó.
–La última vez que lo conté, tú tenías cinco habitaciones de sobra.
–He invitado a unos familiares de Inglaterra –respondió Elizabeth pasando las galletas a una rejilla para que se enfriaran.
Walter miró las sillas vacías alrededor de la mesa.
–Pues yo no veo a ningún familiar de Inglaterra.
–No estoy segura de qué va a pasar, pero no me parecía justo invitar a Brenna y arriesgarme a tener que pedirle que se marche después. Necesita un lugar permanente.
–¿Permanente? –Walter afiló la mirada. Su rostro estaba ajado y cubierto de arrugas por una vida vivida al aire libre, pero aún tenía mucho pelo y parecía tener setenta años en lugar de ochenta.
–¿Exactamente cuánto tiempo crees que se quedará con Tyler?
–No lo sé –Elizabeth partió una de las galletas por la mitad para comprobar la masa–. Al menos hasta Navidad. A Jess le encanta la Navidad, y será positivo que Brenna forme parte de ella.
–¿Pretendéis juntarlos a los dos, verdad?
–Yo no estoy haciendo eso –contestó Elizabeth mordisqueando una galleta–. Pero prácticamente han crecido juntos y Jess adora a Brenna. Tiene sentido que se haya mudado con él.
–Soy viejo, pero no estúpido. Os estáis entrometiendo.
–No eres viejo –Alice le dio una palmadita en la mano–. Y creo recordar que tú te entrometiste bastante en el caso de Sean y Élise.
–Te estás imaginando cosas –contestó Walter aunque los ojos le brillaban–. Lo único que hice fue señalar algo que todo el mundo sabía. Esos dos eran demasiado testarudos como para ver lo que los demás veíamos.
–Con Tyler pasa lo mismo. Está claro lo que Brenna siente por él –Elizabeth agarró un cuenco de cobertura y Walter se la quedó mirando pensativo.
–¿Pero qué siente él por ella? No es su tipo habitual de chica. No se parece en nada a las otras.
–Él no iba en serio con las otras, solo formaban parte de esa vida que llevaba. Y no recuerdo haber recibido la llamada de ninguna de esas mujeres cuando estuvo postrado en una cama de hospital y con su carrera arruinada. ¿Dónde estaban entonces? –se secó las manos en el delantal–. Fue Brenna la que estuvo a su lado. Estuvo ahí noche y día, y no había forma de convencerla de que se marchara. Fue ella la que hacía que se le pasara el mal genio cuando a los demás casi nos daba miedo entrar en esa habitación. Ha estado a su lado en lo bueno y en lo malo.
–Y en todo ese tiempo nunca ha pasado nada. Recuerdo la fiesta de este verano. Él ni la miró. Lo que tienen es una amistad, y nunca llegará a ser otra cosa –Walter alargó la mano para robar una galleta y Alice le dio un golpecito en los nudillos.
–Son para el Boathouse Café.
–No van a echar de menos una, y no quiero darles a los clientes algo que yo no haya probado.
–Ya te has comido demasiadas de esas en toda tu vida, Walter O’Neil. Recuerda lo que dijo el médico.
–Dijo «moderación» –contestó mirando a Alice–. Una galleta es moderación, y además, me he pasado toda la mañana recogiendo nieve.
–Siente algo por ella –Elizabeth estaba espolvoreando azúcar glas sobre las galletas–. A veces pienso que estar aquí lo está matando lentamente, pero se ha ofrecido a entrenar al equipo del instituto porque sabía que ella no quería volver por allí. No habría hecho eso por nadie. Es lo más romántico que he oído en mi vida.
Walter suspiró.
–Ese chico lleva saliendo con mujeres desde que llegó a la pubertad y jamás lo he visto mostrar por Brenna un interés que no tenga que ver con su amistad.
–No ha puesto ninguna pega cuando Kayla ha sugerido que se mudara con él.
–¿Cómo iba a hacerlo? Todos lo estabais presionando, parecía una araña atrapada bajo una montaña de madera. Lo más seguro es que al final se rebele, como siempre hace cuando intentáis enjaularlo.
–Nadie está intentando enjaularlo, Walter.
–Puede que vuestro plan fracase. A lo mejor ella no es lo que él necesita.
–Creo que es exactamente lo que necesita, y espero que lo descubra por sí mismo –calmada, Elizabeth sirvió el té.
Tyler sacó a los perros fuera y esperó. Su aliento formaba pequeñas nubes al contacto con el gélido aire.
No tenía ninguna prisa por volver adentro sabiendo que Brenna estaría acurrucada en su estudio. Jess y ella habían elegido una película y entre las dos lo habían condenado a una noche de cine romántico y azúcar a la que no podría sobrevivir sin el apoyo de una botella de whisky.
La elección no lo había sorprendido.
Ya sabía que Brenna era una romántica. Era una faceta de ella que habría sorprendido a más de uno dada su actitud de chicazo, pero no a él.
Ella creía en el amor y en los finales felices para siempre, lo cual era otra razón por la que con ella no había querido pasar de la amistad.
Por desgracia, ese plan se había complicado más desde que Jess la había instalado en la habitación contigua.
Respiró hondo e intentó desterrar lo que solo se podía describir como pensamientos inapropiados.
Brenna había estado en su casa en millones de ocasiones y ni una sola vez había resultado una situación incómoda.
Hasta esa noche.
Estaba seguro de que su hija no le había preparado esa habitación por error. Y también estaba seguro de que no recibirían visita desde Inglaterra próximamente, pero no había querido avergonzar a Brenna diciéndole a su irritante y entrometida familia lo que podían hacer con todos sus planes, sobre todo porque ella ya parecía lo suficientemente avergonzada.
¿Cómo iba a dormir sabiendo que estaba al otro lado de la pared?
¿Dormiría desnuda?
Por lo que había visto, en esa maleta no había espacio para mucha ropa.
Oyó la puerta abrirse y Jess salió.
–Brenna está preparando chocolate caliente. Lo hace con todo, con nata y malvaviscos.
–No tenemos malvaviscos.
–Le quedaban unos pocos en casa y se los ha traído en la maleta.
Lo cual dejaba menos espacio aún para la ropa.
–Genial –se bajó la cremallera de la cazadora para que el aire frío le rozara la piel–. Así que ya que viendo esa película que habéis elegido no me he muerto de sobredosis de azúcar, ahora sí que lo haré.
Jess zapateaba contra el suelo para mantenerse en calor.
–Me gusta que haya otra mujer por casa. Ojalá se quede para siempre.
–Tienes que dejar lo que estás haciendo, Jess.
–¿Qué? ¿Qué estoy haciendo?
Él siempre prefería hablar claro y no veía motivos para cambiar ese enfoque con su hija.
–Tienes que dejar de intentar emparejarme con Brenna.
–¿Estás sugiriendo que…? –ella abrió la boca y a él le hizo gracia ese gesto exagerado de sorpresa y ofensa. Después, sacudió la cabeza.
–¿Quieres un consejo? No te unas al club de teatro. No resultas convincente. Cíñete al equipo de esquí.
Jess cerró la boca.
–He cometido un error con las habitaciones, eso es todo.
–Sí, claro. Supongo que encima tengo que dar las gracias por que no la hayas metido en la mía. Ahora deja de entrometerte, o tendré que buscarle otro alojamiento a Brenna porque esto no es justo para ella –y tampoco era justo para él. Había pasado de no permitirse nunca pensar en sexo y en Brenna al mismo tiempo a no ser capaz de separarlos.
Sudando, esperó que la película que habían elegido no contuviera escenas de sexo.
–Papá, ¿te puedo preguntar algo?
–Claro –sacado de una perturbadora ensoñación en la que Brenna aparecía desnuda en la ducha, se obligó a prestar atención.
–¿Incluso aunque sea de algo sobre lo que no hemos hablado nunca?
Ahora sí que le estaba prestando toda su atención. ¿Sería una pregunta relacionada con el sexo? Después de su conversación con Brenna, se había decidido a comprar un libro sobre cómo hablar del tema con los adolescentes, pero no lo había hecho aún. No tenía ni idea de por dónde empezar.
–Puedes preguntarme lo que sea –dijo con la voz entrecortada. Carraspeó–. Hicimos ese trato cuando viniste a vivir conmigo el invierno pasado. Sigues siendo muy pequeña, pero podemos hablar de los detalles si quieres… –«por favor, que no sea sobre…»–, aunque lo primero que hay que saber es que es mejor si tienes una relación estable.
–¿Qué? –preguntó Jess mirándolo–. ¿De qué estás hablando?
¿Por qué demonios no había comprado ese libro?
–Lo único que digo es que no pasa nada por hablar del mecanismo, pero debería significar algo, eso es todo –suponía que como experto en sexo vacío e insignificante, estaba cualificado para hablar de ello.
–¿Qué debería significar algo?
–El sexo –respondió. Se le había secado la boca–. ¿Eso es lo que me estás preguntando, verdad?
–¡No! ¡Papá, qué asco! –se puso roja y dio una patada a la nieve con la punta de la bota–. ¡No quiero hablarte de sexo! ¡Puaj, qué situación tan incómoda!
–No es incómoda –pero sí, podía equipararse a la situación más incomoda de su vida–. Puedes preguntarme sobre el tema. Es importante que conozcas la información real en lugar de cargarte con un montón de datos falsos de tus amigos.
–¡No quiero hablar de sexo! Ya lo sé todo, ¿de acuerdo?
–¿Todo? –de pronto, ahora tenía una nueva preocupación–. ¿Cómo lo puedes saber todo? Tienes trece años.
–Casi catorce, y todo eso nos lo enseñan en el colegio y… –se llevó las manos a la cara y sacudió la cabeza–. ¡Da igual! ¡Eso no es lo que te quería preguntar!
Tyler se sentía tan incómodo como su hija.
–Bien. De todos modos no importa, porque no pienso dejarte salir de casa hasta que cumplas los cuarenta.
–Tranqui, papá. Me interesa más el esquí que los chicos.
Esa era una buena noticia, pero no tanto como para calmarse.
Iba a encargar ese condenado libro ahora mismo para que la próxima vez que surgiera el tema pudiera tratarlo sin sentir que se le había atado la lengua por tres sitios.
–Entonces, ¿qué querías preguntarme? No te conviertas en una de esas mujeres que espera que un hombre juegue a las adivinanzas. Si se te pasa algo por la cabeza, dilo claramente.
–Iba a preguntarte si lo echas de menos.
–¿El sexo?
–¡No! –respondió Jess soltando una carcajada–. Papá, ¿es que solo piensas en el sexo?
«Sí, desde que has puesto a Brenna en la habitación de al lado».
–Empecemos esta conversación otra vez –dijo y respiró hondo–. ¿Que si echo de menos qué?
–Esquiar –contestó Jess y él frunció el ceño.
–¿Por qué iba a echarlo de menos? Sigo esquiando.
–Pero no en competición. Desde el accidente ya no puedes competir… –se lo quedó mirando con cierta inquietud–. Me preguntaba si sería duro, eso es todo. Quiero decir, nunca ves el esquí por la tele. Jamás. ¿Odias no poder competir más?
–Si estuviera compitiendo, no podría enseñarte. Y me encanta enseñarte.
–¿En serio? –a la niña se le iluminó la cara–. ¿No te molesta?
–No –y ahora se dio cuenta de que era la verdad–. Me divierto mucho. Eres buena. Y vas a ser aún mejor.
–Guay. Me encanta que esquíemos juntos.
Él la rodeó por los hombros y la abrazó.
–A mí también me encanta.
–Y te encanta esquiar con Brenna.
Tyler bajó la mano y la miró.
–Deja eso de una vez a menos que quieras que te meta nieve por dentro de la cazadora.
–Solo era un comentario.
–Pues no comentes nada. Y tampoco pienses.
–Ten cuidado –Brenna comprobó el casco de Jess y le subió la cremallera de la cazadora para protegerla del cortante viento–. Lo importante no es ganar, sino participar.
–Claro que lo importante es ganar –Tyler estaba relajado y cómodo subido a sus esquís, ajeno a la atención que estaba despertando entre el resto de niños y sus madres–. De lo contrario, ¿de qué sirve arriesgarte a romperte el cuello descendiendo por una colina a velocidad inhumana? Para eso, mejor te quedas en casa.
Brenna suspiró.
–Lo único que digo es que no pasa nada si no gana.
–Y yo digo que sí pasa. Va a ganar, y si no gana estudiaremos el porqué y trabajaremos en ello –Tyler puso las manos sobre los hombros de Jess y le giró la cara hacia él–. Escúchame porque, ya que se me está empezando a dar bien, voy a darte un consejo. Olvídate de todo lo que no sean tus esquís y de lo que sientes en la colina. Confía en ti misma. Céntrate. Puedes darles una paliza de la hostia.
Jess sonrió encantada.
–No deberías decir «hostia». Es un grave error como padre.
Brenna no sabía si reír o golpearse la cabeza contra un árbol.
–Y tampoco puedes decirle que tiene que darles una paliza. Se supone que eres un entrenador. Si hablas así en las sesiones de los viernes por la noche, al instituto llegarán montones de quejas de los padres.
–Bien. Entonces me despedirán y podré volver a hacer algo interesante por las noches. No tengo paciencia con gente que no quiere oír la verdad.
–Si te despiden, tendré que hacerlo yo.
–Es verdad –respondió él apretando los dientes–. Puedo dar consejos de buen entrenador si hace falta –se giró hacia Jess–. Necesitas que el vértice del giro esté en la puerta. Observa la transición e intenta mantener un ritmo constante.
Jess asintió con la cabeza.
–¿Vas a estar viéndolo?
–Todo el tiempo.
–Haré que te sientas orgulloso, papá.
Hubo una pausa y Tyler se aclaró la voz.
–No deberías estar hablando con nosotros. Deberías estar concentrándote. No dejes que nada ni nadie te distraiga –se agachó y comprobó las correas, le sacudió nieve de los esquís y asintió–. Necesitamos a Chas.
Jess se ajustó las botas.
–Está con el equipo nacional.
–Ese hombre tiene confundidas sus prioridades, pero si no viene a ti, tendrás que ir tú a él.
–Papá, yo nunca lograré estar en el equipo nacional.
–«Nunca» es una palabra prohibida en la familia O’Neil. Ahora sal de aquí y machácalos.
Brenna estaba escuchando, preguntándose si ayudar a Jess hacía que Tyler se sintiera peor con el tema del esquí.
Quería decirle algo, pero Tyler O’Neil no era persona de compartir sus sentimientos, y no quería obligarlo a hacerlo.
¿Habría hablado de ello con alguien? ¿Con sus hermanos? Probablemente no. Los tres estaban muy unidos, pero dudaba que alguna vez se sentaran a expresar sus sentimientos. Hablaban sobre esquí, sobre todo lo que tuviera un motor e, inevitablemente, sobre el negocio.
Estaba ahí de pie, consciente de su poderosa presencia a su lado, mientras ambos veían cómo Jess se situaba en su posición.
Brenna casi podía sentir sus nervios.
–Está nerviosa.
–Eso no es malo.
–Está pensando en agradarte, no en esquiar. Le pides demasiado.
Tyler gruñó.
–Son los pequeños detalles los que pueden marcar la diferencia entre ganar y perder. Y no le pido nada que no sea capaz de lograr.
Brenna lo miró exasperada. Él tenía la mirada clavada en su hija. Había visto esa misma mirada en su rostro miles de veces en el pasado. Una mirada de absoluta concentración. Pero ahora esa concentración estaba dirigida a su hija, y eso era algo que no había visto antes.
–En la vida hay más cosas que ganar una carrera, Tyler.
–Eso me han dicho.
–Ella no es tú.
Él frunció el ceño.
–¿Qué estás sugiriendo?
–Me preocupa que la estés presionando demasiado.
–La presión forma parte de la competición. Puede soportarlo.
–¡No todo se trata de ganar, Tyler! Si le haces pensar eso, entonces se hundirá cuando no gane.
–¿Qué mierda de discurso liberal es ese? Es una competición. Por supuesto que se trata de ganar. Si no, ¿para qué sirve? –dejó de mirar a Jess lo justo para lanzarle a Brenna una mirada de incredulidad–. ¿Quieres que aminore y sea educada para que la chica que va detrás pueda ganar?
Brenna quiso reírse porque en ese momento él le recordó al chico que había sido años atrás, deslizándose a toda velocidad por las pistas como si tuviera un cohete pegado a los esquís.
–Lo único que digo es que quiere agradarte tanto que podría ponerse en peligro.
–El esquí de descenso siempre es peligroso.
–¡Pero existe una línea muy fina entre romper récords de velocidad y romperte el cuello!
–Es buena.
–¡Pero creció en Chicago y la crió una madre que odia el esquí!
–Razón de más para que ahora recupere el tiempo perdido. Es una O’Neil. No solo por el pelo y los ojos, sino por lo que siente por la nieve. ¿O es que no te has dado cuenta?
–Sí, me he dado cuenta –Brenna se rindió y decidió centrarse en Jess esperando que lo hiciera bien y no se cayera.
–Quiere esquiar. No la obligo a hacer nada que no esté desesperada por hacer de por sí. El invierno pasado intenté contenerla y mira dónde estamos ahora por eso.
Brenna pensó en la noche en la que Jess había desaparecido decidida a impresionar a su padre esquiando la pista más complicada del complejo.
–Fue una noche horrible.
–Es la siguiente –Tyler vio a Jess impulsarse desde la salida y ganar velocidad de inmediato.
–Tiene un estilo bueno.
–Está echando la mano atrás. Está rotando el cuerpo y perdiendo segundos en cada puerta.
–Lo está haciendo bien –Brenna se estremeció cuando una de las puertas, los postes que marcaban el recorrido, golpeó a Jess en la cara–. Es su primera temporada de invierno de verdad aquí, Tyler, y la temporada solo comenzó hace unas semanas.
–Lo cual significa que tenemos mucho tiempo para compensarlo. Se está concentrando en las puertas y no en sus giros.
–Tyler –una mujer se plantó delante de él con la boca en un tono rojo brillante y esbozando una sonrisa–. Soy Anna. La madre de Patty Clarke.
No podía haber elegido un peor momento para intentar captar su atención.
Tyler ni la miró. Tenía los ojos clavados en Jess.
–Está patinando en los giros. Está poniendo demasiado peso en el esquí interior con demasiada antelación en cada giro, y necesita una línea más definida cuando se acerque a la puerta.
–Podemos trabajar en eso. Es principiante, Tyler, ¡no tiene la fortaleza física de un esquiador Campeón del Mundo!
–Está perdiendo tiempo.
Al ver que no iba a responder a Anna Clarke, Brenna intervino.
–Patty promete mucho como esquiadora, Anna.
La madre de Patty la ignoró y se acercó más a Tyler.
Brenna se puso colorada y por un momento sintió que volvía a tener quince años, que estaba sola en los pasillos del instituto por los que resonaban las carcajadas de los otros chicos. Cada vez que pensaba en el instituto, el recuerdo dominante era el de estar sola mientras el resto de compañeros se movía en manada. Algunos días había sido invisible, otros se había sentido como una gacela solitaria rodeada por una manada de hienas. Había preferido los días invisibles, los días en los que sus verdugos la dejaban tranquila, a pesar de que esa soledad había resultado deprimente. Saltarse las clases para reunirse con Tyler había sido la única luz en un periodo gris de su vida.
Miró brevemente a Anna preguntándose qué se sentiría al tener esas habilidades sociales. Al estar tan seguro de una respuesta positiva a tus propuestas. A Brenna la habían rechazado tantas veces que ahora le daba miedo exponerse demasiado.
Había salido del instituto con la autoestima hecha trizas y, aunque había logrado recomponerla poco a poco, era consciente de su intrínseca fragilidad. En la pista de esquí se sentía segura. Con la gente que quería y conocía, se sentía segura. Pero cuando se trataba de gente como la madre de Patty, volvía a ser una adolescente torpe e insegura.
Anna no mostraba señales de ser insegura. Y si en algún momento de su vida había sufrido rechazo, no parecía que eso le hubiera dejado huella.
–Me estaba preguntando si estarías dispuesto a darle clases particulares. Yo también iría.
Tyler observó cómo Jess terminó el recorrido y después giró la cabeza, con su hermoso rostro absolutamente inexpresivo. Si se percató de la sonrisa que le dirigió Anna Clarke, no reaccionó ante ella.
–Si está en el equipo del instituto, entrenará los viernes, y yo daré algunas de esas clases.
–He visto el folleto en la web y dice que estás disponible para clases particulares –el tono ronco de su voz implicaba que estaba interesada en algo más que en la pericia de Tyler en la nieve.
–Solo esquiadores expertos, y, aun así, solo en casos concretos.
–¿Quién decide a quién eliges?
Tyler la miró a los ojos, al parecer nada impactado por esa cantidad de máscara de pestañas aplicada tan generosamente.
–Brenna –su voz sonó a seda sobre capas de acero–. Si ella considera que un esquiador muestra un talento excepcional, entonces lo entreno. Tendrás que hablar con ella.
Anna Clarke no respondió a eso, pero se ruborizó y le dijo algo a él en voz baja antes de alejarse con sus esquís.
A Brenna le latía el corazón a toda velocidad.
–No deberías haber hecho eso.
–Tienes razón. Lo deberías haber hecho tú –respondió algo molesto–. Ha sido una grosera y le has dejado que se saliera con la suya.
El corazón le golpeteaba.
–No importa.
–Sí que importa, Brenna. Tienes que decir lo que piensas. Si dejas que una persona te pisotee, volverá a hacerlo una y otra vez.
–Estamos rodeados de niños y de sus padres. No quería discutir. Es poco profesional.
–Los dos sabemos que tú no discutirías ni aunque te vieras acorralada.
¿La consideraba una persona tan patética?
–Crees que no tengo agallas.
Él la miró fijamente.
–Cielo, te he visto esquiar. Tienes más agallas que nadie que conozca. Puedes esquiar por una pendiente vertical sin vacilar, pero cuando se trata de relacionarte con gente, sobre todo con gente como Anna, cuando una situación social te hace sentir incómoda, te vienes abajo.
–Me estás llamando cobarde.
–No –frunció el ceño–. No se te da bien manejar a esa clase de gente. Pero lo vamos a cambiar.
Él nunca había dicho algo así, y Brenna, casi sin respiración, soltó una carcajada.
–¿Quieres que me pelee con Anna?
–No, voy a enseñarte a ser asertiva –se colocó el guante–. La próxima vez, en lugar de dejar que te trate con desdén, le dirás unas cuantas cosas que harán que te trate con respeto.
–No se me dan bien las palabras. Normalmente se me ocurre qué decir una semana después de que haya pasado la oportunidad de haberlo dicho.
–Pues entonces pensaremos en ello por adelantado. Tengo las palabras perfectas para decirle a una mujer como esa –se le acercó, le susurró algo al oído y ella abrió la boca asombrada y miró atrás para asegurarse de que nadie lo había oído.
–Yo jamás diría eso.
–Te garantizo que si se lo dijeras, no volvería a hacerte lo que te ha hecho.
Medio riéndose, medio asombrada, Brenna sacudió la cabeza.
–De todos modos, no creo que vuelva a dirigirme la palabra. Has sido muy maleducado con ella.
–Y ella ha sido una grosera contigo –dijo sin más. Después se quitó el guante y posó la mano en su nuca para obligarla a mirarlo. Era un hombre grande y protector. La fuerza de sus dedos contrastaba con la calidez de su mirada.
Nunca nadie había arrojado a ese hombre a una zanja ni lo había hecho sentirse inferior.
El corazón le latía con tanta fuerza que se sintió como si se le fuera a salir del pecho.
–Puedo cuidar de mí misma. Siempre lo he hecho. Siempre lo haré.
–Te alejas de todo, lo cual es un modo de gestionar la situación, pero ahora vamos a probar a hacerlo a mi modo –bajó la mano, aunque no antes de acariciarle la mejilla.
El gesto resultó tan inesperado como íntimo, e hizo que el estómago le diera un vuelco.
Por un breve instante, a Brenna le pareció ver algo en sus ojos, pero al instante despareció y él ya se estaba volviendo a poner el guante y fijándose en la carrera.
–He aprendido a ser brutalmente directo con algunas personas porque, de lo contrario, la próxima vez que abra la puerta de mi habitación puede que me encuentre a una de ellas ahí tendida y desnuda.
–¿Desnuda? –se sintió como si estuviera cayendo desde un precipicio hasta un abismo sin fondo. No por primera vez se sentía ajena a la vida que él había vivido. Ella jamás se habría tendido desnuda en una cama a esperar a un hombre al que no conocía–. ¿Eso te ha pasado?
–Más a menudo de lo que te podrías imaginar. Al parecer, ahí fuera hay un montón de mujeres que se piensan que tumbarse en la cama de un hombre les garantiza atención personal.
Un sentimiento de tristeza se entremezcló con otro de fascinación.
–¿Y cómo manejabas la situación? –y entonces vio su pícara sonrisa y se sonrojó–. Lo siento. Olvida la pregunta.
–Les decía que se pusieran a la cola –estaba tomándole el pelo, y ella no supo cómo responder porque a lo largo de los años de su amistad, habían hablado de todo excepto de eso. Sabía que había habido mujeres, por supuesto. La prensa le había sacado el máximo provecho a su pasión por la velocidad y por las mujeres, y en cierto punto de su carrera había sido complicado distinguir cuál era su prioridad.
Y fue en ese momento cuando Brenna había dejado de leer las noticias.
–No me puedo imaginar qué clase de mujer se metería en la cama de un hombre al que no conoce –hablaba sin pensar y entonces se dio cuenta de lo ingenua que estaba sonando, de lo poco sofisticada que resultaría. Y él estaba acostumbrado a mujeres que no eran ninguna de esas dos cosas.
–¿Quieres que te describa a esa clase de mujer? –Tyler se estaba riendo, convirtiendo la tensión en humor, tal como siempre hacía–. La primera vez que sucedió fue después de mi primera victoria en el campeonato del mundo. Salí y pedí otra habitación. El hotel estaba tan aterrado de que fuera a denunciarlos por ese fallo de seguridad que me dieron la Suite Presidencial. La segunda vez Jackson estaba allí. Él se ocupó.
Podía imaginarse a Jackson, tan sereno y diplomático, sacando a mujeres desnudas de la cama de Tyler.
–También se ocupaba de las mujeres que lloraban por Sean.
–Era un tipo muy ocupado. Pero ya basta de hablar de mi pasado porque tenemos compañía –sonrió cuando Jess se acercó hasta ellos esquiando–. Te inclinas hacia la puerta para salvarla y por eso giras tu cuerpo en exceso y pierdes el equilibrio. Tienes que afinar más tu línea de descenso. Oye, ¿qué pasa? –frotándose el brazo, se giró hacia Brenna–. ¿Por qué me clavas el codo?
Brenna no sabía si reírse o golpearlo en la cabeza con el bastón.
–Porque ha hecho un montón de cosas bien, y tú solo estás señalando lo que ha hecho mal. Ha sido un gran primer descenso, Jess. Bien hecho.
Tyler parecía desconcertado.
–No necesita que le diga lo que ha hecho bien, ya sabe lo que ha hecho bien. Mi trabajo como entrenador consiste en decirle lo que ha hecho mal para que pueda corregirlo la próxima vez.
Brenna respiró hondo.
–Es joven, Tyler. No es una atleta profesional. Tu trabajo es alentarla además de entrenarla. De lo contrario, la gente pierde el entusiasmo y abandona.
–¿Estás diciendo que si no le digo a la gente lo que hace bien, abandona? Por mí, perfecto. Si son tan debiluchos, entonces deberían abandonar directamente.
Con las mejillas coloradas, Jess se rio.
–Yo no soy una debilucha.
–Por supuesto que no lo eres –disgustado, Tyler se inclinó hacia delante y le desabrochó el casco.
–Siento no haber ganado, papá –pronunció esas palabras con cierta despreocupación. Tyler abrió la boca para decir algo, pero Brenna lo miró.
–Lo estás haciendo genial. Y vamos a trabajar en los aspectos que no son tan buenos. Para cuando termine la temporada, te los cargarás a todos. Y ahora vamos a casa para que Brenna te prepare uno de sus chocolates calientes. Si tengo suerte, hasta puede que me prepare uno a mí también.
Tyler echó atrás su silla y puso los pies sobre la mesa mientras observaba cómo Brenna freía beicon. Desde que se había mudado, no había podido relajarse en su propia casa. Estaba acostumbrado a sentirse cómodo con ella, pero esa sensación se había esfumado y ahora estaba reemplazada por tensión, por excitación sexual y por un abrumador deseo de tenderla sobre la mesa y descubrir esas partes de ella que no conocía.
–¿Vamos a tomar el desayuno para cenar?
Brenna le dio la vuelta al beicon con gran pericia y lo fulminó con la mirada.
–Añade tomates y chile y el desayuno se convierte en una salsa perfecta para pasta –su jersey era de un luminoso tono azul y se ceñía a sus curvas.
Unas curvas en las que él no quería fijarse.
–Podrías escribir un libro. «Mil y una cosas que hacer con beicon».
–¿Te estás quejando?
–Con tal de no ser el cocinero, jamás me quejo.
Desde hacía un año nadie se había alojado allí además de Jess y él, e incluso antes de que su hija hubiera llegado, no había tenido el valor de dejar que ningún invitado se quedara a pasar la noche porque la experiencia le decía que después eran difíciles de echar.
Ojalá Jess se reuniera con ellos, pero oía sonidos de la televisión procedentes del estudio y sabía que estaba solo ante la situación.
–Si sigue nevando así, mañana valdrá la pena madrugar para ir a esquiar.
–Mañana no puedo –respondió ella removiendo la cazuela–. Desayuno con mis padres.
–¿Por qué? Te vuelven loca. Siempre que los ves, vuelves disgustada. ¿Por qué te obligas a pasar por eso?
–Porque siguen siendo mis padres –removió la salsa con la cuchara–. Y porque me siento culpable.
–¿Por qué te sientes culpable?
–Porque los he decepcionado. Esto no es lo que querían que hiciera con mi vida.
–Pero es lo que tú querías hacer con ella, así que eso tiene que significar algo, ¿no?
–Tal vez. Pero eso no cambia el hecho de que hace un mes que no paso por casa, y eso que vivo al lado.
–Tienes un trabajo a tiempo completo –él juntó las manos por detrás de la cabeza y sonrió–. Y ahora también cocinas para mí.
–No pienso revelar esa parte –bajó el fuego y dejó que la salsa cociera–. Y voy a ir a desayunar porque así tengo una excusa para marcharme por la clase de las diez.
–Tú asegúrate de que no dejas que te pisoteen. ¿Quieres que te lleve?
–¿Te estás ofreciendo a interceder entre mi madre y yo? –preguntó sonriendo–. Siempre he pensado que eras valiente, Tyler O’Neil, pero ahora lo sé con seguridad.
–No me da miedo tu madre.
–Pues debería. No eres su persona favorita.
–Me relaciona con malas noticias –y probablemente tenía razón–. ¿Cómo va a reaccionar al hecho de que estés viviendo conmigo?
–No estoy viviendo contigo. Me alojo en tu casa. No es lo mismo –lo miró y desvió la mirada–. Sigo viviendo en Snow Crystal, así que no necesita saber nada más que eso.
Él la imaginó caminando descalza por la casa y durmiendo en la habitación de al lado.
–Sí, es probable que eso sea buena idea.