Tyler despertó y la encontró acurrucada contra su cuerpo.
Se quedó quieto, adaptándose a la extraña y desconocida experiencia de tener a una mujer en su cama de la Casa del Lago. Y no cualquier mujer.
Brenna.
Su mejor amiga. Aunque lo que habían compartido ya no se podía seguir definiendo como amistad, ¿verdad? Ahora eran amantes. Y no era tan estúpido como para pensar que eso no lo cambiaba todo.
Había hecho la única cosa que había jurado que jamás haría.
«Te quiero, Tyler».
La frente le comenzó a sudar y se apartó de ella, empapado en pánico y pesar. No tenía la más mínima duda de que esas palabras habían sido sentidas y auténticas. Eso siempre lo había sabido de ella, y era la razón por la que había tenido el cuidado de evitar esa situación. No podía ser lo que ella quería que fuera.
¿Y entonces qué estaba haciendo allí?
En cuanto Brenna había pronunciado esas palabras, él debería haber salido de la habitación.
Debería haberle explicado que no era capaz de darle lo que quería.
Nada.
Lo único que no debería haber hecho era llevarla a la cama.
¿Se habría fijado en que él no le había respondido lo mismo?
¿Qué pasaba ahora?
¿Qué vendría a continuación y qué pasaría con la amistad que habían compartido durante toda su vida?
Era culpa suya. Se había sentado con ella, se había desahogado, había compartido partes de él que nunca había compartido con nadie antes, y ella había hecho lo mismo. Por primera vez en su vida, Brenna le había contado la verdad, y esa verdad había cortado la tirante correa que lo mantenía bajo control.
Incapaz de pensar con claridad teniéndola tumbada a su lado, salió de la cama y fue en silencio hasta el cuarto de baño. A través de las ventanas veía la nieve aún cayendo y posándose sobre los árboles y el sendero del bosque. Todo apuntaba a que sería un día perfecto para esquiar sobre nieve polvo. En condiciones normales ahora estaría aporreando su puerta, tentándola a salir antes de que el resto del mundo despertara, pero ahora no lo haría.
Se pasó la mano por la cara.
Temía despertarla. Temía enfrentarse a lo que le había hecho a su relación.
Maldijo para sí y miró su reflejo en el espejo.
–Eres un idiota.
–¿Por qué eres un idiota?
Vio los ojos de Brenna a través del espejo y vio su expresión cambiar, pasar de serenidad a una mirada de recelo.
Se había puesto su camisa azul y a él le resultó muy entrañable que la hubiera invadido la timidez, que sintiera la necesidad de cubrirse después de las intimidades que habían compartido la noche anterior. Pero tampoco le sorprendió porque la conocía y sabía exactamente cómo reaccionaría en cada situación.
–Brenna –¿qué debía decir? Era una situación nueva para él. No podía marcharse, no podía fingir que no había sucedido nada.
Tenía que enfrentarse a ello. Normalmente no tenía problemas para decir lo que pensaba, pero ahora mismo no se reconocía.
Se giró deseando poseer el don de palabra de Sean o la natural diplomacia de Jackson.
–Te arrepientes, ¿verdad? –la voz de Brenna sonó plana, se rodeaba con sus propios brazos como dándose el consuelo que él debería estar ofreciéndole–. Lo lamentas, y te gustaría poder retroceder en el tiempo.
¿Era eso lo que le gustaría?
No lo sabía, pero el retraso a la hora de responder lo condenó.
En los ojos de Brenna se iluminó un brillo de dolor y después ella se giró. Tyler se pasó la mano por la nuca, desconcertado.
–Brenna, cielo, espera…
–¿A qué? ¿A que encuentres un modo sutil de decirme que has cometido un error? Olvídalo –recogió su ropa del suelo y se la puso apresuradamente; el pelo le caía hacia delante, enmarañado. A él no lo ayudó mucho saber que era el causante de ese delicioso desaliño. Sus dedos, su boca, el movimiento de su cuerpo bajo el suyo…
Quería abrazarla, y quería soltarla.
Quería quitarle esa camisa azul y sentirla desnuda bajo él otra vez, y al mismo tiempo no quería tocarla.
Jamás en su vida se había sentido tan confundido. Hasta ese momento, sus relaciones con las mujeres habían sido fugaces y habían estado totalmente libres de complicaciones.
–Mira, anoche hablamos de un montón de cosas y los dos dijimos cosas que nunca antes habíamos dicho –se pasó la mano por el pelo, se sentía muy torpe–. Valoro nuestra amistad. No quiero perderla –la vio detenerse en la puerta. Vio sus nudillos palidecer al agarrar el pomo con tanta fuerza que fue un milagro que no lo arrancara de la madera–. Tenemos una relación fantástica, y no quiero que eso cambie.
Lentamente, ella soltó el pomo.
–Todo ha cambiado ya.
Y salió por la puerta sin mirar atrás.
¿Por qué le había dicho lo que sentía?
Quería retroceder en el tiempo y retirarlo todo.
Fue tambaleándose por el camino sintiendo el frío y la nieve calándole la ropa. Sin saber muy bien cómo, llegó a casa de Elizabeth y al abrir la puerta, oyó unas risas de mujer provenientes de la cocina.
–Así que le dije: «Tienes que estar de broma». Es imposible que te consiga una entrevista hasta que… –Kayla se detuvo al ver a Brenna–. ¡Hola! Como no has respondido a mi mensaje, no estaba segura de si vendrías. Creía…, ¿pero qué te ha pasado? –se levantó de inmediato, al igual que Elizabeth. Élise siguió de pie, sin soltar la sartén ni dejar de mirar a Brenna.
–Merde, ¿qué te ha pasado?
–¡Oh, tienes las manos heladas! ¿Por qué no llevas abrigo ni guantes? –Elizabeth le agarró las manos y se las frotó con las suyas–. Ahí fuera hay más de medio metro de nieve y los caminos aún no están despejados. Mírate, estás empapada –le sacudió la nieve con delicadeza y la llevó a una silla junto a la mesa–. ¿Estás enferma? Élise te preparará un té. Es más suave para el estómago que el café.
Élise la miró.
–¡No sé hacer un buen té! No soy inglesa. Kayla lo puede preparar –dijo mirando con preocupación a Brenna mientras se sentaba–. Merde, estás pâle comme un fantôme.
–¿Que está qué? –Kayla la miró confundida y Élise se encogió de hombros.
–Pálida como un fantasma.
–¡Pues entonces di «pálida como un fantasma»! –contestó Kayla sacudiendo las manos con exasperación–. No puedo traducir del francés a estas horas de la mañana.
–No puedes traducir del francés a ninguna hora del día. No tienes ni idea de lo agotador que es tener que estar siempre hablando en el idioma de otros. Nunca puedo ser yo del todo.
Brenna se sentó, entumecida por el frío y la desolación, aunque reconfortada por la normalidad de la conversación. Esas eran sus amigas. Y se preocupaban por ella.
–No quiero té, gracias. ¿Está Jess aquí?
–Hoy han cancelado las clases por la nieve. Ha ido a ver a Alice y a Walter para ver cómo están después de toda la nieve que ha caído esta noche. ¿Por qué no te has puesto abrigo, cariño? No es propio de ti –Elizabeth le sacudió más nieve del jersey y Brenna se sacudió la cabeza.
–Yo… quería salir de la casa. Ni siquiera lo he pensado.
–¡Ah! Así que Tyler te estaba molestando. Eso lo explica todo, creo –dijo Élise volteando los ojos, pero Brenna no sonrió.
No podía hablar de lo que había pasado.
Era demasiado íntimo. Demasiado personal.
–Élise, se te están quemando las tortitas –Elizabeth se levantó y Élise maldijo en francés y después en inglés mientras apartaba la sartén del fuego y miraba a Kayla.
–Esto es culpa tuya.
–Por supuesto. Todo es culpa mía –Kayla miró a Brenna y después se giró hacia Elizabeth–. ¿Recuerdas esas fotos que me prometiste? ¿Esas en las que aparece Tyler de bebé?
–Me mataría si te las diera.
–No las usaré sin su permiso, lo prometo.
Elizabeth abrió la boca y la cerró de nuevo al captar la indirecta.
–¿Por qué no voy a buscarlas ahora mismo? Puede que tarde un poco –dijo vagamente–. No tengo ni idea de dónde están. Chicas, que disfrutéis del desayuno. No me esperéis.
–No me puedo creer que haya hecho esto –disgustada, Élise rascó los restos del fondo de la sartén y la metió en el fregadero para ponerla en remojo–. Si alguien de mi plantilla fuera tan descuidado, lo despediría.
–Me asombra que tus empleados te quieran tanto –dijo Kayla sentándose al lado de Brenna–. ¿Qué ha pasado, Bren? ¿Es tu madre?
–No –respondió Brenna sacudiendo la cabeza–. No pasa nada. Estoy bien.
–Oh, venga, estás hablando con nosotras, no con un grupo de extraños. Podemos ver que no estás bien –Kayla alargó la mano para frotarle el hombro cariñosamente y la ternura del gesto la conmovió tanto que la hizo estallar.
–Lo he estropeado todo –dijo con la voz entrecortada–. He hecho lo que me dijisteis y le he dicho lo que siento, pero lo he estropeado todo, y quiero volver atrás, pero sé que no puedo y que ya está hecho, pero he perdido a mi mejor amigo, y no sé cómo voy a superarlo. No sé cómo voy a ser capaz de no hablar con él, no reírme con él, no ir a esquiar con él… –la magnitud de todo ello la sacudió y de pronto estaba llorando tanto que no podía respirar. Sintió los brazos de Kayla rodeándola, se sintió abrazada y reconfortada, pero eso solo hizo que llorara más–. Ha terminado. Por un momento me sentí más feliz que en toda mi vida… –hipaba a la vez que hablaba–, y ahora me siento más hundida que en toda mi vida.
–No lo entiendo –Kayla le acariciaba el pelo y la abrazaba–. ¿Por qué ha terminado?
–Estoy completamente confundida –dijo Élise dejándose caer en una silla a su lado y apretando con gesto cariñoso la pierna de Brenna–. Explícate.
–Le dije lo que sentía. Y después nos acostamos. Me he acostado con Tyler.
Hubo una breve pausa y le pareció ver a Kayla alzando los brazos en gesto de victoria; sin embargo, cuando se limpió las lágrimas de la cara, sus dos amigas la estaban mirando con gesto de preocupación.
–¿Y eso es malo porque llevabas toda tu vida deseando ese momento, y te habías hecho ilusiones, y al final ha sido una gran decepción, no?
–¡Qué? ¡No! Fue increíble –recordarlo le provocó más lágrimas y se metió la mano en el bolsillo para sacar un pañuelo de papel y sonarse la nariz–. Ha sido la noche más increíble de toda mi vida. Ha sido… Dios… Casi ha merecido la pena acabar con una amistad –pero no del todo.
–Vale –dijo Kayla lentamente–, ¿entonces por qué es tan malo?
–Porque esta mañana se ha despertado y me ha dicho que todo ha sido un gran error, que ojalá no hubiera pasado y que quería que las cosas fueran como antes.
Kayla se recostó en la silla con un suspiro.
–Tyler, qué idiota eres.
–Lo voy a filetear, ¿vale? –dijo Élise sin levantar la mano de la pierna de Brenna–. Lo serviré medio hecho o muy hecho. Como queráis. Así aprenderá a comunicarse mejor.
–No quiero que hagáis nada –contestó Brenna sonándose la nariz–. Ni que digáis nada. No quiero que nadie sepa nada ni hable de esto. No puede evitar lo que siente.
Kayla esbozó una mueca de disgusto.
–Está loco por ti, Bren.
–Claramente no lo está –Brenna se guardó el pañuelo en la manga–. Esta mañana me he despertado en una cama vacía. Él estaba en el baño con un ataque de pánico. Se lo he visto en los ojos.
Élise emitió un sonido de desdén.
–¡Hombres! Qué flojos son.
–Le dije que lo quiero –volvió a sonarse la nariz–. Pensé que debía intentar ser sincera y decir lo que sentía porque ya estoy harta de ocultar mis sentimientos. Y él pareció reaccionar bien, nada cambió… pero no me dijo lo mismo. En ese momento…
–En ese momento estabas centrada en el momento.
–Sí, pero esta mañana… Lo he visto en sus ojos.
–Está asustado –Élise abrazó a Brenna y se levantó–. Está aterrorizado, y el terror lo está atontando. Podemos resolverlo. Se calmará. Así que ahora deja de llorar y cómete las tortitas mientras se nos ocurre un plan –bordeó la mesa, encendió el fuego y comenzó de nuevo.
Brenna sacudió la cabeza.
–No habrá ningún plan. Ya basta de entrometeros. Ya basta de decirme que diga lo que siento. Ya basta de intentar juntarnos –miró a Kayla, que se sonrojó.
–Lo siento muchísimo –parecía arrepentida–. No quería hacerte daño, Bren. Te veía tan triste, y te quiero, y quería arreglarlo, y pensé que si los dos pasabais más tiempo juntos, entonces las cosas podrían funcionar.
–Bueno, pues no han funcionado, y no lo harán, y ahora ya ni siquiera tenemos nuestra amistad –intentó controlar la respiración–. Siempre que algo iba mal en mi vida, cuando las cosas se ponían duras en el colegio o en casa, él era a quien recurría. Era mi mejor amigo. ¿Pero con quién voy a hablar ahora que él es el problema?
–Con nosotras –dijo Kayla acariciándole el brazo con delicadeza–. Nos tienes a nosotras.
–¿Así que te rindes? –preguntó Élise vertiendo la masa en la sartén y ladeándola–. Eres una mujer fuerte y decidida. Esto no es propio de ti.
–Esto no tiene nada que ver ni con la fuerza ni con ser o no decidida. Le he dicho lo que siento. Lo he hecho. Y ojalá no lo hubiera hecho. He apostado y he perdido.
–¿De verdad crees que no siente nada por ti?
Brenna pensó en la noche anterior. En su boca, en sus caricias, en cómo la había mirado, en lo delicado, cariñoso y dulce que había sido.
–Creo que sí que siente algo por ti, pero tienes razón cuando dices que esos sentimientos lo aterran. No ha ido en serio con una mujer desde lo de Janet.
–Con Janet tampoco iba en serio –dijo Elizabeth volviendo a la habitación–. Lo siento, cariño. Sé lo incómoda que te sentirás hablando conmigo de esto, pero no deberías. Has formado parte de esta familia desde que eras una niña pequeña. Te quiero como si fueras hija mía.
A Brenna se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas y Kayla se sorbió la nariz.
–No sigas, Elizabeth.
Elizabeth se sentó en la silla que Élise había dejado libre.
–No quería a Janet, ya lo sabes. Las cosas no fueron así.
Brenna se preguntó si Elizabeth sabía más sobre Janet de lo que dejaba ver.
–Pero toda la situación pudo con él, el hecho de perder a Jess. Se sentía como un fracasado por no haber sido capaz de mantenerla a su lado, y eso lo destrozó, lo sé. Desde entonces no ha tenido una relación seria con ninguna mujer. Nunca –tomó el plato que le ofreció Élise–. Y, por supuesto, por eso ha tardado tanto tiempo en admitir por fin lo que siente por ti.
–No lo ha admitido.
–Por fin ha cambiado la naturaleza de vuestra relación –Elizabeth tuvo mucho tacto a la hora de elegir sus palabras–. Y eso es un paso hacia el hecho de admitirlo. Tienes que ser paciente. No te eches atrás.
–No hay nada que pueda hacer. He visto su cara.
–Es una cara increíblemente hermosa –murmuró Élise–, pero a veces lo que pasa en el cerebro que hay detrás de esa cara está hecho una pena. Está asustado, así que tienes que quitarle ese susto de encima.
Brenna miraba la tortita sin llegar a verla.
–¿Cómo?
Élise miró a Elizabeth, que esbozó una media sonrisa.
–No os preocupéis por mí, cariño. Si tienes una sugerencia, adelante.
–Mi sugerencia es que entres en su habitación con la ropa interior más sexy que tengas y solo eso –consciente de que todas la estaban mirando asombradas, Élise se encogió de hombros–: No solo eres una amiga, eres una mujer. Demuéstraselo.
–¡Yo jamás podría hacer eso!
–¿Te has acostado con él con la ropa puesta?
Brenna sintió calor en las mejillas.
–No, pero… yo no soy como tú.
–Lo cual es bueno, probablemente, porque si fueras como ella, Tyler ya estaría fileteado ahora mismo –murmuró Kayla–. No estoy segura de que Elizabeth deba estar escuchando esto.
–Pues a mí me parece que es un plan excelente. Me quedaré con Jess otra noche. Puede ayudarme a llenar el congelador para Navidad. Está resultando ser una chef nata. Y hablando de comida… –Elizabeth partió un pedazo de tortita y se la dio a Brenna–. Tienes que recuperar fuerzas, cariño.
–¡Esperad un minuto! –Brenna casi se atragantó–. Para empezar, yo no tengo ropa interior sexy.
–Vraiment? –Élise parecía horrorizada–. ¿Ni un simple trozo de seda o encaje? Por favor, dime que es un chiste muy malo.
–No –le ardía la cara y vio a Élise mirar a Kayla y luego mirarla a ella.
–Pues entonces ve desnuda.
–Me rechazará –la posibilidad de verse rechazada la hizo estremecer–. ¿Y entonces qué?
–No estarás mucho peor que ahora.
–No creo que pueda hacerlo –Brenna sacudió la cabeza. A pesar de lo sucedido la noche anterior, las palabras de Janet seguían metidas en su cabeza–. Si no me desea, ahí acaba todo. No voy a insistir. No quiero que nuestra relación sea así. Esto ha terminado y ahora tenemos que encontrar el modo de recuperar nuestra amistad tal como era –pero, ¿y si no podían hacerlo? ¿Y si eso era imposible?–. ¿Podemos hablar de otra cosa?
–Por supuesto. Es más, tengo noticias –dijo Elizabeth con tono despreocupado y dejando el tenedor sobre el plato–. Tom me ha pedido que vaya a cenar con él, y le he dicho que sí.
Kayla se detuvo con el tenedor a medio camino de la boca.
–¿Tom? ¿Qué Tom?
Élise volteó los ojos.
–Deberías intentar levantar la vista de tu teléfono de vez en cuando. Ahí fuera hay todo un mundo –sonrió a Elizabeth–. Me cae muy bien Tom y cultiva los mejores tomates. Creo que tiene unas buenas manos y me encanta un hombre con buenas manos. Sean es así.
–¿Tomates? –preguntó Kayla–. ¡Ah, ese Tom!
Brenna, aliviada por el cambio de tema, dio un trago del té que Élise le había puesto delante. Y dado que su amiga tenía en la mano una sartén caliente, decidió no decirle que estaba asqueroso.
–Me encanta Tom. Lo conozco de toda la vida.
–Ha sido muy paciente –dijo Elizabeth antes de dar un sorbo de té. Después se detuvo, tragó y puso mala cara–. Confieso que lo pasé muy mal cuando Michael murió, pero Tom ha sido un buen amigo y la amistad es la mejor base para cualquier relación, ¿no?
–Eso es verdad –dijo Élise–, pero nunca se es demasiado mayor para disfrutar del buen sexo, como siempre nos está diciendo Alice. Y ahora ya podéis tirar ese té porque veo que todas os estáis mirando y que os está costando tragarlo. La próxima vez, pedidme café.
–¿Adivina qué? –dijo Jess entrando dando saltos en la cocina a la mañana siguiente–. El instituto ha vuelto a cerrar por la nieve. ¿Podemos ir a esquiar? ¿Papá? ¿Me estás escuchando? ¿Por qué estás mirando por la ventana?
Tyler se movió.
–¿Qué haces aquí? Creía que la abuela te iba a llevar al colegio.
–¡Te acabo de decir que no hay clases por la nieve! –repitió Jess dejando la mochila en el suelo–. ¿Qué te pasa?
El sentimiento de culpabilidad se entremezclaba con unos pensamientos que amenazaban con prenderle fuego a su cerebro.
Había escrito a Brenna dos veces, pero ella no había respondido.
No tenía ni idea de dónde estaba.
–No pasa nada –inquieto, Tyler agarró su cazadora. Tal vez lo ayudaría subir a la montaña–. Vístete, vamos a esquiar.
Jess se puso las botas.
–¿Invitamos a Brenna?
–Está dando clase.
–Papá, ¿qué está pasando? –Jess se situó delante de él obligándolo a mirarla–. Algo ha pasado, ¿verdad?
–No. Ve a por tu abrigo –salió por la puerta antes de que ella pudiera hacer más preguntas.
Esquiaron juntos y después Tyler estuvo dándole clases, haciéndole repetir el mismo recorrido y los mismos giros una y otra vez hasta que quedó satisfecho. Y ella no se quejó, ni siquiera cuando se cayó y fue rodando por la pendiente hacia él.
Se quedó allí tendida, sin aliento, mirando al cielo.
–Supongo que lo he hecho mal.
Él se agachó, la levantó y recogió sus esquís.
–Has echado mal el peso en el esquí interior. Levantas mucha nieve, y eso significa que te estás deslizando sin trazar la curva correctamente, pero quitando ese pequeño fallo, lo estás haciendo bien. Muy bien.
Y Brenna tenía razón. Disfrutaba dando clase a su hija mucho más de lo que se había imaginado.
Jess se sacó nieve de los guantes y la sacudió de la parte delantera del esquí.
–Te tengo que contar una cosa.
–Adelante.
–Vas a pensar que soy una cobarde.
–Dime.
Jess se encogió de hombros y miró hacia la pendiente.
–Cuando estoy ahí arriba, mirando hacia abajo antes de empezar, me entra miedo.
–Claro –Tyler alargó la mano y le sacudió nieve de la cazadora–. A todos nos entra miedo.
Ella abrió los ojos de par en par.
–¿Incluso a ti?
–Claro que sí. Pregúntale a cualquiera y todos te dirán lo mismo. Si no, es que te mienten. La mayoría de nosotros sabemos lo que se siente al caer y en ese momento antes de empezar, cuando estás mirando hacia abajo, empiezas a ver lo peor que podría pasar. Y admitámoslo, cuando estás deslizándote a esas velocidades, no hace falta mucho para que te caigas… o hagas un mal giro… –se encogió de hombros al no querer ahondar en otras opciones más escalofriantes–. No es que no sientas miedo, sino que lo controlas. Y para eso hace falta disciplina. Lo que la gente no entiende es que esto no se trata solo de un desafío físico, sino que también es un reto emocional.
–Pensé que el hecho de que esté asustada podría significar que no puedo hacerlo.
–No. El problema no es sentir miedo, sino cómo lo manejes. Puedes aprender –alargó la mano y le abrochó el casco–. Podrías dedicarte a esto. Tienes lo que hay que tener.
–¿Crees que algún día podría tener mi propia bola de cristal?
–Si te esfuerzas mucho, ¿quién sabe? ¿Quieres tenerla?
–¿Me ayudarás?
Lo invadió una ráfaga de adrenalina y entusiasmo que no había sentido desde el accidente. Sabía que podía ayudarla y sabía que disfrutaría haciéndolo.
–En todo momento.
–Pues entonces vamos a hacerlo –con los ojos cargados de emoción, Jess se sacudió la nieve de las botas y plantó los pies sobre los esquís–. Vamos arriba otra vez.
Brenna terminó la última clase y volvió conduciendo hasta la Casa del Lago. Había sido un día muy largo y lo único que quería era darse un baño relajante y ver la nieve caer a través de la ventana.
Lo que no quería era pasar una situación incómoda con Tyler.
¿Qué se suponía que debía decir?
«Olvídalo, Tyler. Fue solo una noche. Mucha gente lo hace».
Pero ella no hacía esas cosas. Y él lo sabía.
«Finjamos que nada ha cambiado».
¿Cómo podía decir eso cuando los dos tenían claro que todo había cambiado?
Jamás debía haber pronunciado esa palabra que empieza por «A».
Exasperada y sobrepasada por la vergüenza, se quedó aliviada al ver que no había ni rastro de su coche. Al menos así podría irse directa a su habitación.
Abrió la puerta, saludó a Ash y a Luna, y vio un paquete en el suelo que llevaba su nombre.
Luna gimoteó y le olfateó la pierna.
–Lo he estropeado todo, Luna –le dijo Brenna acariciándola con delicadeza antes de abrir el paquete.
Un endeble trozo de tul y encaje negros cayó en su mano. Lo miró, y miró la nota de sus amigas con incredulidad.
Puede que hoy sea el día de tu cita con el destino. Y lo mejor es estar lo más bella posible para el destino. Coco Chanel (con algunos toques de Élise y Kayla xxxx).
–Tienen que estar tomándome el pelo.
Luna gimoteó y ella sacudió la cabeza mirando a la perrita.
–No puedo ponerme esto. No puedo.
Giró la prenda y la sostuvo en el aire.
No le hacía falta probársela para saber que iba a revelar mucho más de lo que cubriría.
Oyó la puerta de un coche cerrarse de golpe y esperó a oír voces, pero una breve mirada por la ventana le indicó que Tyler llegaba solo.
Sin molestarse en quitarse el abrigo, subió corriendo las escaleras hasta su habitación y cerró la puerta aún con el ofensivo paquete en la mano.
Con el corazón acelerado, dejó la prenda sobre la cama y miró la etiqueta.
Francesa, por supuesto. Y cara. Transparente, sexy, y algo que no se pondría ni en un millón de años.
A menos que…
Nerviosa, se quitó el abrigo y lo colgó sintiéndose como si la ropa interior la estuviera observando, culpándola por ser una cobarde.
¿De verdad Élise se ponía esa clase de ropa? No le extrañaba que Sean siempre fuera por ahí con una sonrisa en la cara.
¿Qué podía impedirle a ella hacer lo mismo?
Oyó ruidos procedentes de la cocina y se relajó ligeramente. Una cosa estaba clara: Tyler no iría a buscarla. Se sentía tan incómodo con esa situación como ella.
Después de quitarse la ropa, se preparó un baño y se hundió en el agua.
Pensó en la ropa interior tendida en la cama.
No pasaría nada por probársela, ¿verdad? Así al menos podría darles las gracias a sus amigas, decirles que habían tenido un detalle maravilloso, pero que no le valía de talla.
Tras salir del reconfortante baño de burbujas, se envolvió en una toalla y entró en el dormitorio. La única luz de la habitación provenía de la lamparita de noche. Soltó la toalla y agarró la ropa. Resultaba muy suave entre sus dedos, como un susurro de pícara tentación.
Se la puso y se giró para mirarse en el espejo. Nunca antes se había puesto nada tan ligero y delicado. Era como no llevar nada y el sujetador de tul encajaba a la perfección en su pequeño cuerpo.
Tuvo la sensación de que Coco Chanel le habría dado su aprobación.
Se recogió su densa melena en lo alto de la cabeza, puso morritos e hizo una pose. Sacudió la cabeza.
Estaba ridícula.
Si entraba en la habitación de Tyler así, él se reiría. Podía imaginarse su expresión.
Pero entonces la puerta de la habitación se abrió en ese momento y no le hizo falta imaginarse su expresión porque él se quedó ahí parado, con cara de asombro. No tenía aspecto de ir a reírse.
–¡Joder!
–¡Tyler! ¿Qué haces aquí? ¡Largo! –bajó los brazos e intentó cubrirse. Agarró la toalla mojada del suelo, pero la estaba pisando y se cayó.
Con la dignidad por los suelos, se quedó allí tirada a sus pies pensando que cuando Coco Chanel se había referido a una cita con el destino, no se había imaginado que sería algo así. Se sentía como si hubiera decepcionado a toda la humanidad.
«Lo siento, Coco».
Oyó a Tyler resoplar y dio por hecho que era porque nunca había presenciado nada tan ridículo y menos provocativo en su vida.
–¿Estás bien?
–¡No, no estoy bien! Al menos deberías llamar. ¡Ay, Dios mío, Tyler, vete! –sentía calor en las mejillas y rabia mezclada con frustración, pero rabia hacia sí misma. Élise o Christy le habrían lanzado una mirada felina y lo habrían metido en el dormitorio; ellas ni se habrían caído ni le habrían gritado.
–¿Te has hecho daño? –en lugar de marcharse, Tyler se agachó a su lado y esos poderosos hombros quedaron al nivel de sus ojos.
–Sí. No –tenía el orgullo herido y la autoestima diezmada–. ¿Qué haces aquí?
–He venido a decirte… Quería… –bajó la mirada al sujetador de tul–. ¿Por qué llevas eso? ¿Adónde vas?
No podía decirle que estaba a punto de entrar en su dormitorio para hacerle una proposición indecente. Se reiría de ella y no podría culparlo.
–Me iba a vestir.
–¿Por qué? –la mirada de Tyler se oscureció y su boca ya no sonreía–. ¿Vas a volver a salir con Josh?
–¡No!
–¿Entonces por qué vas por ahí vestida como recién salida de un sueño erótico? ¿Eso es lo que llevas debajo de los pantalones de esquí? Si me hubiera enterado en las pistas, me habría pegado un leñazo allí mismo.
Y en ese momento, al oír esas palabras, dejó de sentirse como un fraude y comenzó a sentirse como una mujer.
Ya había contado la verdad. ¿Cómo podría empeorar las cosas seguir diciéndola?
–Me lo estaba probando y armándome de valor para entrar en tu habitación y lanzarte una proposición.
Él levantó la mirada del sujetador transparente y la posó en su boca para finalmente mirarla a los ojos.
–¿Cómo dices? –le preguntó con voz ronca; sus ojos se veían de un pícaro tono azul bajo unas densas y oscuras pestañas que aumentaban su atractivo sexual hasta el infinito.
–No estoy de acuerdo con lo que dijiste anoche –pensó en las palabras de Elizabeth–. Querías volver atrás, fingir que nunca había pasado, pero no podemos hacer eso. No podemos volver atrás, Tyler, solo podemos ir hacia delante. Los dos estamos un poco asustados por lo que pasó, pero pasó, y ahora tenemos elección –hablaba con voz firme–. Y esta es la mía.
Él se quedó quieto con la respiración entrecortada.
Brenna esperó a que dijera algo, pero no lo hizo.
Sonrojada, comenzó a sentirse humillada. ¿Lo habría malinterpretado? ¿Estaría a punto de decirle que no estaba interesado, que la noche anterior había sido el resultado de demasiado whisky y sinceridad?
Su frágil autoestima se evaporó en el calor del silencio.
–Bueno, esto es muy embarazoso –se apartó el pelo de la cara con una mano temblorosa–. Tienes que marcharte, Tyler. Ahora mismo.
–¿Irme? –parecía que le costaba hablar–. ¿Te has esforzado en llamar mi atención y ahora quieres que me vaya?
–¡Porque está claro que no te interesa!
Esa frase fue recibida por otro largo silencio.
–¿Qué parte de lo que estoy haciendo te hace pensar que no me interesa?
–El hecho de que no estés diciendo nada, para empezar.
–Cielo, estás tirada delante de mí y cubierta prácticamente solo por una mirada de nervios. Soy un hombre, y los hombres somos criaturas muy simples. Mi cerebro se ha bloqueado en cuanto te he visto con eso puesto. Ahora mismo me cuesta mucho formar una frase, así que tienes que ser delicada conmigo –se levantó y extendió la mano.
Asombrada, ella lo miró y lo que vio en sus ojos hizo que en el estómago se le hiciera un nudo de salvaje tensión sexual. Esa mirada ardía y en su expresión no había nada delicado. No la estaba mirando como a una amiga. Es más, no reconocía esa mirada en absoluto. Había algo en esos brillantes ojos azules que no había visto antes, algo que la animó a alargar la mano.
Él la puso de pie y la llevó contra su cuerpo. Brenna sintió la dureza de su erección contra ella y al instante ya la estaba besando; fue un beso ardiente e intenso, nada parecido al de la noche anterior cuando había sido tan tierno, tan cuidadoso. En esa ocasión fue un beso profundamente erótico y desenfrenado. Tyler le rodeó la cara con las manos y apartó la boca como si fuera lo más difícil que había hecho en su vida.
–Me da miedo hacerte daño –su voz sonó ronca–. Me da muchísimo miedo hacerte daño.
–No, no lo harás. No pares. Por favor, no pares –brutalmente excitada, se agarró a sus hombros y sintió su músculoso pecho a través de la tela de la camisa.
Notaba un cosquilleo en el estómago, un aluvión de deseo que hizo que las piernas dejaran de resultarte útiles, pero no importó porque Tyler la levantó en brazos y la llevó hasta la cama, y en ese momento, cualquier duda que hubiera podido tener, se disipó con la química que estalló entre los dos. Sintió la calidez de sus manos sobre sus muslos desnudos, el roce de la tela vaquera contra su piel y al instante él ya la estaba besando otra vez, primero en la boca y después por el cuello. La sentó al borde de la cama y se arrodilló en el suelo ante ella. La luz de la lámpara iluminaba su brillante pelo oscuro. Había una expresión en su mirada que hizo que Brenna se quedara sin aliento, y cuando ella alzó las manos para desabrocharse el sujetador, él se las agarró y se las bajó.
–De eso nada –le dijo, y volvió a posar la boca sobre su cuello.
Ella cerró los ojos, sintió la caricia de sus labios y de su lengua y cómo iba descendiendo por su cuerpo, explorando. El sujetador transparente no ofreció protección alguna contra su habilidoso ataque, y cuando uno de sus pezones quedó cubierto por el húmedo calor de su boca y el roce de su lengua, dejó escapar un pequeño gemido, incapaz de contenerlo, incapaz de contener nada.
–Tyler… –le tiró del hombro, pero él la ignoró y se movió más abajo. La tendió en la cama empujándola suavemente con la mano. Le separó las piernas y ella soltó un grito ahogado a la vez que intentaba resistirse contra la fuerza de sus manos–. ¿Qué estás haciendo?
–Estoy dando un paso adelante, como me has sugerido –le separó los muslos y ella quedó allí expuesta, vulnerable, protegida únicamente por un delicado trozo de tela.
Tyler recorrió el borde de la prenda de seda con los dedos y ella alzó las caderas, retorciéndose contra las sábanas, intentando desesperadamente aliviar ese deseo que se estaba acumulando en su pelvis y volviéndola loca. Él la tocó por todas partes excepto donde necesitaba que la tocara; esos largos y hábiles dedos iban despertando excitación a cada roce, atormentándola hasta que ya no pudo respirar, no pudo soportar la deliciosa agonía del placer, no pudo aguantar ni un momento más.
Pronunció su nombre entre gemidos, le suplicó, pero él se limitó a separarle más los muslos con manos firmes y decididas, y la cubrió con la boca. En ese momento, Brenna perdió la capacidad de pensar con coherencia porque se vio engullida por una intensa sensación. La suavidad de la seda, el resbaladizo roce de su lengua… Se sentía como si se estuviera derritiendo, desmoronándose, y entonces él la despojó de la única protección que tenía, dejándola desnuda y a merced de su hábil boca y sus habilidosos dedos. Alzó las caderas al sentir sus dedos, pero en ese momento él se apartó con delicadeza y se unió a ella en la cama.
Estaba cerca, muy cerca, y no podía creer que Tyler se hubiera detenido justo ahí. Era cruel. Era…
–Tyler… Quiero… Necesito… –gimió al notar el roce de su cuerpo contra el suyo, y después Tyler se hundió en su interior con un único y suave movimiento.
–¿Qué necesitas? –tenía la voz ronca, los ojos oscurecidos por la pasión, casi negros, y se hundía más y más en ella, tan profundamente que por un momento estuvieron tan unidos que ella no pudo ni respirar ni moverse–. Dime qué necesitas, cielo.
Ella deslizó las manos por su espalda y lo miró a los ojos.
–Ya lo sabes.
Tyler la besó entregándole todo hasta que lo único que Brenna pudo sentir fueron su masculinidad y un sedoso e intenso calor. Hundió las uñas en sus hombros, arrastró los dedos por su espalda y posó las manos sobre sus nalgas mientras él se hundía en ella una y otra vez, más profundamente, con más intensidad, llenándola hasta que Brenna sintió su cuerpo tensarse y vibrar alrededor de su poderoso miembro.
Tyler murmuró algo y Brenna supo que se estaba intentando contener, pero ella ya había perdido el control y su cuerpo palpitaba, vibraba, y se tensaba alrededor del suyo. Él dejó escapar un gemido, un sonido casi animal, a la vez que cada espasmo de placer lo alejaba de los límites del control. Seguía hundiéndose en ella, intensificando su excitación con cada movimiento, prolongando el momento de éxtasis.
Y entonces Brenna se dejó caer. Sin fuerzas. Él, con la piel cubierta de sudor y la respiración entrecortada, apoyó la frente sobre la de ella y sus miradas se encontraron.
Brenna hundió los dedos en su pelo.
–No me digas que lamentas lo que ha pasado o te dejaré inconsciente de un golpe.
–No lo lamento –murmuró las palabras contra su boca, arrastrando los labios sobre los suyos, y después se quedó tendido boca arriba sin soltarla.
–Y si mañana te despiertas lamentándolo, no quiero oírlo.
–Puede que no me llegue a despertar nunca –cerró los ojos–. Creo que es posible que me hayas matado, pero no quiero que te sientas culpable. Solo dime una cosa, ¿dónde te has comprado esa trampa para hombres de seda negra?
Ella sonrió y posó la boca sobre su hombro.
–¿No te ha gustado?
–Iba a preguntarte si lo venden en otros colores –con un gemido la llevó contra su cuerpo y Brenna se abrazó a él.
Las palabras «te quiero» pendían de su lengua, pero esta vez las contuvo, no se atrevió a hacer nada que pudiera alterar ese nuevo equilibrio, ese nuevo cambio en su relación.
A través de la ventana veía la nieve caer como si fuera confeti, y sonrió porque el momento resultaba perfecto; quería aferrarse a él para siempre.
–No me puedo creer que esté en tu cama.
–Técnicamente es tu cama.
–¿Alguna vez habías pensado en hacer esto? ¿Sinceramente?
–Constantemente.
Ella pensó en la fiesta que habían celebrado en verano para la inauguración del Boathouse Café.
–Apenas me mirabas.
–Me entrené para no hacerlo. Me entrené para no pensar en ti de ningún modo. Nuestra amistad era más importante para mí que unas cuantas noches calentando las sábanas.
¿Eso era lo que había significado para él? ¿Una noche calentando las sábanas?
Sintió un golpe de decepción y entonces recordó que para Tyler ese era un gran paso.
Estaba ahí con ella ahora. Y eso era lo único que importaba.
–Mañana habrá nieve polvo, así que Jess volverá a tener día libre en el instituto.
Sintió cómo se relajaba y supo que había hecho bien al cambiar de tema.
–Iremos a esquiar… –la abrazó con más fuerza–, y esta vez no tendrás que salir por la ventana.
–Era divertido.
–Lo era –él miraba al techo–. Cuéntame algo de ti que no sepa.
–Jamás pensé que terminaríamos aquí.
Tyler se giró para mirarla.
–¿No?
Las palabras de Janet seguían grabadas en su cabeza.
–Jamás pensé que pudieras encontrarme sexy.
–¿En serio? –soltó una carcajada–. Siempre supe que serías una bomba en la cama.
–¿Sí?
–Claro. Eres atlética y tienes un cuerpo fantástico.
A ella se le iluminó la cara de placer ante el halago.
–¿Y ahora qué pasa?
Él le acarició el pelo.
–Supongo que no vamos a necesitar dos dormitorios.
–No quiero molestar a Jess.
Había un brillo en la mirada de Tyler.
–¿Por qué crees que Jess se ha quedado a dormir con mi madre?
Brenna se sonrojó.
–No son muy sutiles, ¿verdad?
–Ni lo más mínimo.
–¿Te preocupa que nuestra relación haya cambiado?
–Ya no. He decidido que esta relación es perfecta.
–¿Sí?
Sonriendo, la rodeó con sus brazos.
–Claro, porque ahora además de ser amigos, puedo hacerte el amor, y para mí eso es salir ganando.