IME qué quieres tomar y mi cocinero te lo
preparará.
–¿Cómo pudiste decirles que estábamos juntos? ¿Por qué hiciste algo así?
Jessie no dejaba de andar arriba y abajo por el inmenso salón, incapaz de centrarse en nada excepto en lo que acababa de oír de labios de Silvio, que después de soltarle aquello la había dejado a solas para que se vistiese.
–No puedo creer que hicieras eso.
«Les dije que eras mía»... El eco de aquellas palabras en su mente hizo que el estómago le diera un vuelco. Se parecía demasiado a las fantasías que había tenido de adolescente. Años atrás había estado locamente enamorada de él, pero Silvio jamás había visto en ella más que a la hermana pequeña de su mejor amigo.
Los separaba una diferencia de edad de diez años, y todo un abismo de experiencia, un abismo que las circunstancias de la muerte de su hermano había hecho aún más profundo. Estaba traicionando a Johnny sólo con estar allí.
–Jess, ¿qué quieres comer? –le repitió él pacientemente.
Ella lo miró, demasiado agitada como para concentrarse.
–¿Cómo puedes pensar en comida? –le espetó ella irritada–. ¡Tenemos que hablar de esto!
–Hablaremos cuando hayas comido –respondió él. Y, con una calma exasperante, se giró hacia una mujer del servicio que le había traído una taza de café y se había quedado esperando instrucciones. Le dijo algo en italiano, y cuando ésta se hubo marchado, se volvió hacia Jessie–. Como no me respondías he elegido yo por ti. Tienes que comer algo. Estás muy delgada. ¿Cuándo comiste por última vez?
–No estoy delgada, Silvio, y tenemos que...
–No, no tenemos que hacer nada. Tú tienes que confiar en mí –la cortó él yendo hacia la mesa que el servicio había dispuesto–. Ven, sentémonos.
Jessie, que estaba debatiéndose entre el hambre y la sensación de culpa, no se movió.
–Jess, siéntate –le ordenó él en un tono aséptico, como si estuviera hastiado de toda aquella situación–. ¿O es que me odias hasta el punto de que no puedes sentarte a mi mesa?
Jessie se quedó mirándolo en silencio, preguntándose una vez cómo un hombre podía hacerle sentir tantas cosas al mismo tiempo.
–No puedo sentarme a tu mesa –murmuró, retorciendo con dedos nerviosos el dobladillo de la sudadera que Silvio le había prestado–. No puedo comer tu comida ni dormir en tu cama. No puedo. Sé que me has salvado, pero eso no cambia lo que siento.
Las facciones de Silvio no traslucían emoción alguna, pero los nudillos de su mano, que estaba apoyada en el respaldo de una silla, se habían puesto blancos.
–¿Estás diciéndome que preferirías morirte de hambre y poner tu vida en peligro?
–Sé cuidar de mí misma, Silvio.
Él tuvo la deferencia de no echarse a reír.
–Necesitas ayuda, Jess.
–No quiero ninguna ayuda.
–Más bien di que no quieres mi ayuda –replicó él, antes de tomar asiento y volver a fijar sus ojos en ella.
Con la mandíbula oscurecida por la sombra de barba incipiente, y esas piernas largas y musculosas, encarnaba la fantasía prohibida de cualquier mujer.
–Tienes razón –admitió Jessie, irritada por el modo en que de pronto le temblaban las rodillas–. No quiero tu ayuda. No quiero nada de ti.
Silvio jugueteó con su tenedor, sus movimientos lentos y deliberados.
–Si te vas esta noche –le dijo–, te encontrarán. ¿Es eso lo que quieres?
Jessie se frotó los brazos con las manos en un intento por controlar sus temblores.
–Puedo protegerme –le reiteró.
–¿Como esta noche? –replicó él–. No te estoy dando opción a elegir, Jess, así que no tienes que quedarte ahí de pie, preguntándote si estarías traicionando a tu hermano por sentarte a mi mesa. Si te hace sentir mejor, puedes decirte que voy a retenerte aquí contra tu voluntad –una sonrisa desprovista de humor arqueó las comisuras de sus sensuales labios–. Otro crimen que añadir a los muchos que he cometido contra ti.
Jessie apartó sus ojos de los de él para fijarlos en la ventana. Silvio era el único que podía protegerla de lo que la amenazaba allí fuera.
Por si no estuviera flaqueando ya bastante, justo en ese momento regresó la empleada de servicio con una sopera, y el estómago de Jessie hizo un ruido embarazoso.
–Mientras sigues atormentándote con si deberías aceptar mi ayuda o no, podrías comer algo –le sugirió Silvio, señalando la mesa con un ademán–. Ven a sentarte, Jess.
A la joven se le hizo la boca agua con el delicioso olor a sopa de verduras. Se acercó a la mesa tan vacilante como se aproximaría una gacela a una charca para beber, sabiendo que estaba siendo observada por un depredador.
–Este sitio es enorme –dijo deteniéndose frente al lugar que habían dispuesto para ella, en el extremo opuesto de la mesa.
–Para mí el espacio es muy importante.
–¿Por los años que pasaste viviendo en un cuchitril?
Una sombra cruzó por el rostro de Silvio.
–Algo así.
–Bueno, desde luego puedes decir que has dejado todo eso atrás –murmuró ella. Sin poder contener su curiosidad, paseó la vista por el salón–. ¿Construiste tú este edificio?
–No con mis manos, si es a lo que te refieres –respondió él, divertido–. Lo construyó mi compañía.
A Jessie le era imposible no sentirse impresionada con todo lo que había conseguido.
–Pero hace años sí que trabajabas con tus manos. Acarreabas ladrillos y sudabas con el resto de los peones –dijo, lanzando una mirada furtiva a los músculos que se adivinaban bajo su cara camisa.
–¿Vas a comer de pie?
Jessie se sentó en el borde de la silla. Sólo cuando Silvio dejó de mirarla para echarse azúcar en el café, se atrevió a tomar su cuchara.
–Tu compañía... ¿qué más cosas construye? –inquirió.
–Hoteles sobre todo. Pero también construyo edificios para empresas cuando los proyectos me parecen interesantes.
Jessie tomó otra cucharada de sopa antes de contestar. Le sabía a gloria con el hambre que tenía.
–Has progresado mucho desde tus comienzos.
–Ésa era mi intención.
–Pero en cambio no has construido este bloque de apartamentos en una zona privilegiada de Londres –apuntó ella–. Al mirar por la ventana cada día puedes ver lo que dejaste atrás. Un psicólogo diría que estás tratando de demostrar algo.
–Y un analista financiero te diría que ha sido una astuta inversión. La ciudad no deja de crecer, y en menos de tres años este barrio se convertirá en una de las zonas de moda –respondió Silvio con la seguridad en sí mismo de alguien que nunca se equivocaba–. Justo al lado del río, y cerca del centro comercial de la ciudad.
La sirvienta regresó con una bandeja y colocó sobre la mesa las fuentes que llevaba en ella: una con un revuelto de gambas, setas y ajetes, otra con una colorida ensalada, y una tercera con un budín de frutas.
–Grazie –le dijo Silvio, y añadió algo más en italiano que Jessie no entendió.
La mujer se retiró, y Jessie, que estaba decidida a no dejarle ver lo impresionada que estaba, hizo como que reprimía una risita.
–¿Ese pobre cocinero tuyo está levantado toda la noche por si se te antoja comer algo?
–Tengo un equipo de cocineros. Trabajan por turnos.
–¿Tan comodón te has vuelto que no eres capaz de poner un huevo a cocer?
–Tengo invitados con bastante frecuencia, y por lo general esperan que les sirva algo más que huevos duros.
–Vaya, y esta noche te has visto obligado a compartir mesa con una chica humilde como yo. Pobre Silvio –dijo ella, recurriendo al sarcasmo para ocultar lo incómoda que se sentía. Se inclinó hacia delante y olisqueó el revuelto–. Mmm... Huele de maravilla. ¿Puedo servirme, o tiene que venir alguien a hacerlo?
–Pensé que preferirías tener privacidad.
En otras palabras: ella lo avergonzaba. Jessie se sirvió con las mejillas ardiéndole de indignación, y trató de convencerse de que le daba igual lo que él pensara.
–¿Tú no quieres? –le preguntó.
–Ahora no, no tengo hambre.
–Yo siempre tengo hambre –dijo Jessie, olvidándose de que no quería que él supiera que apenas tenía para comer.
Miró su plato, preguntándose si se habría servido mucho revuelto, y volvió a echar parte en la fuente.
–¿Eso es todo lo que vas a comer? –Silvio se puso de pie, fue hasta ella, y sin esperar una respuesta, le puso más revuelto del que ella se había servido, y un poco más de ensalada–. Si no te lo comes todo, mi cocinero se sentirá ofendido, y no puedo permitirme perderlo. Hace muy bien su trabajo –añadió antes de volver a su asiento.
Jessie probó el revuelto y tuvo que admitir que tenía razón. Estaba delicioso.
–Cuando hayas terminado deberías intentar dormir unas horas más. Mañana voy a llevarte de compras –anunció Silvio, llevándose la taza de café a los labios.
Jessie dejó de masticar, tragó la comida que tenía en la boca, y se quedó mirándolo.
–¿De compras? –repitió. La idea era tan ridícula que se echó a reír–. Me parece que te estás confundiendo conmigo, Silvio. No necesito ropa; lo que necesito es una nueva vida, y eso no es algo que pueda comprarse en unos grandes almacenes. Y de todos modos... –sin pensar, tomó una gamba con los dedos y se la metió en la boca–. Ni siquiera tengo dinero para ir de compras.
–Por eso no tienes que preocuparte; seré yo quien pague.
Sin darse cuenta de lo que hacía, Jessie se limpió los dedos en la impoluta servilleta, y cuando vio con horror que la había manchado de grasa, por un momento pensó en esconderla, pero sabía que Silvio estaba observándola. Azorada, se removió incómoda en su silla.
–Perdona, estaba distraída. He usado los dedos para comer y he manchado la servilleta de grasa, pero si me dices dónde puedo lavarla, lo haré.
Él la miró perplejo.
–Déjala ahí; ya se ocupará alguien del servicio. ¿Por qué ibas a tener que hacerlo tú?
Ella se rió nerviosa y dejó la servilleta sobre la mesa.
–Bueno, en mi casa no tengo a nadie que lo haga por mí.
–Pues eso va a cambiar; tu vida va a cambiar.
De pronto a Jessie se le quitaron las ganas de comer.
–¿Crees que arrojándome dinero vas a solucionar mis problemas?
Alzó sus ojos hacia los de él, y se quedaron mirándose en medio de un tenso silencio.
–Al menos parte de tus problemas.
–El dinero no cambiará mi opinión de ti, y no necesito tu dinero. Puedo ganar dinero por mí misma –al ver la mirada desaprobadora que le lanzó él, Jessie suspiró–. Mira, Silvio, hay algo que debo decirte sobre...
–Déjalo. No quiero saberlo –la cortó él con aspereza–. Lo que quiero saber es por qué has estado pagando las deudas de Johnny.
El oír el nombre de su hermano la dejó sin aliento, y Jessie se mordió el labio, sobrecogida por la ráfaga de emoción que la sacudió.
–No digas su nombre.
–¿Por qué?
–Porque yo... no puedo... ¡No vuelvas a decir su nombre, por favor! –balbuceó Jessie, levantándose de la silla con el corazón en la garganta.
–Estás pagando por sus errores, Jess –masculló Silvio furioso, entre dientes–. Esto tiene que acabar.
–Acabará cuando haya terminado de pagar todo lo que debía.
–Esos tipos quieren algo más que dinero de ti, tesoro.
Aquella palabra se clavó en su corazón como un dardo certero. No quería que la llamara «tesoro». No quería nada de él.
–Lo sé –murmuró. Comenzó a andar arriba y abajo, sintiéndose atrapada en una situación que ella no había creado–. Ya sé lo que quieren.
El saber lo que querían de ella la había mantenido despierta muchas noches durante meses.
–Maledizione, todos los hombres que te miran quieren lo mismo –Silvio se levantó también. Su voz estaba teñida de ira, y sus manos cortaban el aire cuando hablaba–. ¿Sabes lo que piensan esos hombres del club? Todos ellos te imaginan desnuda mientras cantas, y con ese vestido dorado no les hace falta demasiada imaginación.
–Es el dueño del local quien me obliga a vestirme así.
–¡Porque las mujeres a las que emplea proporcionan otros servicios además de cantar! –Silvio se pasó una mano por el cabello con las apuestas facciones rígidas–. No puedo creer lo que te has hecho a ti misma, Jess.
–Lo que haga con mi vida no es asunto tuyo.
–Ahora sí –replicó él con firmeza–. ¿Por qué estás desperdiciando esa voz increíble que tienes en un antro como ése? Podrías trabajar donde quisieras.
Jessie esbozó una sonrisa cínica.
–En otro club nocturno, quieres decir.
–No. Fue decisión tuya cantar en un club. Hay otras opciones.
–No para la gente como yo.
–Jess... –masculló él entre dientes, como si estuviera controlándose para no explotar–. Tu voz es excepcional, verdaderamente excepcional. Si la educaras, podrías llegar a lo más alto. Serías una estrella de renombre internacional.
–Difícilmente podría ser una estrella internacional sin un pasaporte –contestó ella con retintín.
Silvio resopló.
–De modo que piensas que es mejor rendirte en vez de luchar, ¿no es así?
Jessie tragó saliva. No le había confesado a nadie que cuando cantaba cerraba los ojos y se imaginaba que estaba ante un público embelesado en una sala de conciertos o en un estadio, en vez de en un local de mala muerte.
–A veces los sueños hacen que vivir resulte más difícil.
–No es verdad. Soñar puede empujarte hacia delante.
–Y también acentúa la brecha entre los deseos y la realidad.
–¡Pues haz de tus sueños tu realidad! –le espetó él.
Jessie lo miró vacilante, agitada por la ira apenas contenida que destilaban sus ojos entornados.
–No entiendo por qué estás furioso.
–Y yo no entiendo que tú no lo estés –replicó él en un tono agresivo–. ¿No estás furiosa con Johnny por que te dejara en esta situación?
Jessie parpadeó y apretó los puños.
–Sí –susurró–. A veces siento ira al pensar en él. Y luego me siento culpable porque sé que en buena medida lo que ocurrió fue por mi culpa.
Las facciones de Silvio se endurecieron.
–Nada de lo que ocurrió fue culpa tuya.
–Te equivocas –replicó ella con voz quebrada, debatiéndose entre la necesidad de abrirse a él, y la de alejarse de él–. Habría podido hacer mucho más por ayudarlo. Cometí muchos errores.
–Todos cometemos errores –contestó Silvio–. Y Johnny fue quien más errores cometió.
–No tienes derecho a culparlo.
–Tengo todo el derecho –Silvio fue hasta la ventana y le dio la espalda. Todo su ser parecía a punto de estallar de tensión–. Era egoísta, y débil, y debería haber cuidado mejor de ti. Se comportó como un chiquillo cuando debería haber luchado como un hombre.
–¡No todo el mundo es tan duro como tú!
–Estás en esta situación por su culpa –repitió Silvio volviéndose hacia ella abruptamente–. Si yo no hubiera acudido en tu auxilio esta noche...
–Le echas a Johnny la culpa de todo sólo porque no está aquí para defenderse –murmuró Jessie.
–Ojalá estuviera aquí –gruñó Silvio. Sus ojos relampaguearon–. Una de las cosas de las que más me arrepiento es de que nunca llegué a hacer que se enfrentase a la realidad.
Jessie se sintió palidecer.
–Se suponía que eras su amigo.
–Habría sido un amigo mejor si le hubiese hecho ver que estaba en la cuerda floja en lugar de darle lo que pedía. Le fallé. ¿Y crees que no lo lamento? –en su voz había una nota amarga de recriminación hacia sí mismo–. Por supuesto que lo lamento. Más de lo que sabrás jamás. Pero hay algo que lamento aún más, y es que no le recordé su deber hacia ti. ¡Debería haberte protegido!
–¡Él me quería! –le espetó ella, saliendo instintivamente en defensa de su hermano–. Johnny me quería.
–Sí, te quería –dijo él despectivo–. Te quería como a él más le convenía, no cómo debía. Pero ahora todo va a cambiar, Jess. No vas a volver a esa vida. Se acabó. No debería haberte dejado sola, y a partir de ahora voy a hacer lo que tu hermano debería haber hecho. Voy a sacarte de ese mundo, y si el estar conmigo te hace sentir culpable, es tu problema.
Jessie dio un paso atrás con el corazón latiéndole pesadamente en el pecho.
–No soy responsabilidad tuya. No quiero tu ayuda. Te odio –le respondió–. ¿Y por qué ibas a querer ayudarme sabiendo cuál es mi opinión de ti?
Un músculo se tensó en la mejilla de Silvio.
–Perdiste a tu hermano. No te culpo por lo que piensas de mí.
–¡Pero yo te culpo a ti, Silvio! –la voz de Jessie temblaba de frustración–. Le diste el dinero. Sin él no habría podido hacer lo que hizo.
Los ojos de él se oscurecieron, y pareció que iba a decir algo y al momento cambiar de parecer.
–Sé lo que hice –respondió en un tono neutro. No trató de esquivar sus acusaciones ni de excusarse–. Y sé muy bien que me culpas de su muerte.
–¿Es ése el motivo por el que estás ayudándome? ¿Porque te sientes culpable? Creía que eras de los nunca miran atrás. Creía que siempre mirabas hacia delante.
Él permaneció callado un buen rato, y antes de volver a hablar, inspiró profundamente.
–No pienso perderte a ti también. Eso es mirar hacia delante.
Sus palabras la hicieron estremecerse por dentro, como una hoja al viento, pero al mismo tiempo la invadió una profunda tristeza, porque sabía que se habían perdido el uno al otro años atrás.
Era demasiado tarde. La culpa y las recriminaciones habían erosionado su relación como el viento erosiona las rocas, y la había transformado en algo que ya no lograba reconocer.
–Yo no puedo fingir... –le costaba decir las palabras– que estamos juntos.
–Pues tendrás que hacerlo. Johnny habría querido que te mantuvieras a salvo, independientemente de lo que tengas que hacer para conseguirlo.
Jessie tragó saliva.
–¿Y qué vas a hacer, obligarme a mudarme a tu lujoso apartamento, darme ropa nueva y besarme en público?
–Irás donde vaya yo –respondió él, bajando la vista a sus labios–. Y te besaré cuando quiera besarte.
Sus palabras hicieron que le temblaran las rodillas.
–Esto es una locura.
–¿Por qué?
–Pues, para empezar, porque no creo que a tu novia le haga mucha gracia que te traigas a una desarrapada a vivir a tu casa.
–No hables de ti de esa manera. Y no estoy saliendo con nadie en este momento.
Jessie lo miró incrédula.
–Sí, ya. Seguro que a un hombre como tú le cuesta mucho encontrar a una mujer que quiera salir con él. No soy tonta, Silvio. Las mujeres siempre te han encontrado irresistible. Estoy segura de que recibes miles de ofertas.
Silvio no sonrió.
–El que se me presente la oportunidad de acostarme con una mujer no significa que vaya a acabar haciéndolo –le dijo muy calmado–. Siempre he sido muy selectivo.
Jessie lo miró cansada, y miró después a su alrededor. Sólo lo mejor para Silvio Brianza: un apartamento enorme, un coche caro... y mujeres hermosas y sofisticadas.
–Razón de más por la cual nadie va a creerse que estamos juntos. No resultaría convincente en el papel de tu novia. No sabría moverme en el mundo en que vives.
–En mi mundo todo es fácil –dijo él, algo divertido–. Es en el tuyo en el que es duro vivir.
–La vida es dura –dijo ella jugueteando con un mechón de su cabello–. ¿Y cuánto tiempo tendremos que seguir con esta pantomima?
–Hasta que yo lo diga.
Jessie lo miró exasperada.
–Jamás se lo tragarán. Nunca tendrías una relación con una mujer que trabaja en un club de mala muerte.
Silvio sonrío con ironía.
–Me temo que ya no tienes ese trabajo. Le dije al dueño que no ibas a volver.
–¿Que hiciste qué?
–No necesitas un trabajo en el que te hagan vestirte como una de esas chicas que salen en las páginas centrales de las revistas pornográficas.
–¡Me pagaban bien!
–Pero no precisamente por tu capacidad como cantante. No vas a volver a ese antro.
Su tono inflexible le dejó claro que no le serviría de nada discutir.
–No deberías haberlo hecho, Silvio.
–¿Tanto te gustaba ese trabajo?
Jessie dejó de pasearse arriba y abajo y lo miró.
–¡No! Por supuesto que no. ¡Pero no quiero que me controles! ¿De qué se supone que voy a vivir? ¿Y cómo voy a pagar a esos tipos el resto del dinero? Además, independientemente de que piensas seguir adelante con esta charada que estás sugiriendo, necesitaré un trabajo cuando lo «nuestro» acabe.
–Yo te lo daré.
Jessie lo miró furibunda.
–No quiero tu caridad.
–No sería caridad; sería un empleo.
–¿Y qué clase de empleo ibas a darme? –nerviosa y cansada, a Jessie se le escapó una risa histérica–. Te dedicas a construir hoteles.
–Sí, pero una vez que están construidos le doy empleo a gente que trabaja en ellos, y una de las cosas que ofrecen mis hoteles es música en vivo.
–¿Me estás ofreciendo trabajar para ti como cantante?
–Bueno, desde luego no espero que pongas ladrillos.
Jessie se encontró debatiéndose entre el orgullo y el sentido práctico. Quería decirle que preferiría morir antes que aceptar su oferta, pero el problema era que, si no la aceptaba, su destino podría acabar siendo la muerte.
Se quedó allí parada, consciente de que él estaba estudiándola, sabiendo que aquél era un momento decisivo, que tenía que tomar una decisión.
Al final su instinto de supervivencia resultó ser más fuerte que sus principios. Además, en el fondo, como él había dicho, no era caridad, estaría pagándole por hacer un trabajo.
Y la oportunidad de dejar todo aquello atrás, de ir a otro lugar a kilómetros de allí, era algo demasiado tentador como para rechazarlo.
–¿Y dónde tendría que ir?
–Para empezar, a Sicilia. Mi hotel insignia abrió sus puertas el mes pasado, y dentro de unos días va a celebrarse allí el banquete de la boda del año: Gisella Howard y Brentwood Altingham III –una sonrisa maliciosa acudió a los labios de Silvio al pronunciar ese nombre–. Rancio abolengo. Y mucho, mucho dinero.
Jessie se encogió de hombros, como si no estuviese impresionada en absoluto.
–¿Conocen tu pasado?
–Por eso han escogido mi hotel –los ojos de Silvio brillaron con ironía–. Saben que no tendrán que preocuparse con nuestras medidas de seguridad.
–Ya. Y has puesto a trabajar a tus amigos matones para que mantengan a raya a los paparazzi.
–Algo así.
–Bueno, o sea que entonces... ¿estás ofreciéndome un puesto de trabajo en uno de tus hoteles de lujo? –inquirió, sin poder creérselo aún. De pronto se encontró deseando tener la suficiente confianza en sí misma para aceptarlo–. Desde luego encajaría allí con mi vestido dorado.
–No llevarás ese vestido. Y eso no es negociable –Silvio echó un vistazo a su Rolex–. Es muy tarde, y es evidente que estás exhausta, así que vete a descansar. Puedes dormir en mi habitación; yo dormiré en una de las otras. Y ahora me marcho; tengo que salir.
–¿Salir? –balbuceó ella.
¿Iba a dejarla allí sola? El cálido manto de seguridad que la había envuelto hasta ese momento se desvaneció de repente, y tuvo que contenerse para no rogarle que no se fuera.
–¿Pe-pero dónde vas?
–Ya te lo he dicho, tengo que salir.
Y sin más explicaciones se dirigió a la puerta, dejando a Jessie inmovilizada por el pánico. ¿Qué podía ser tan urgente como para que tuviera que salir en medio de la noche? ¿Y cómo iba a sentirse segura allí sin él?
–Silvio... –lo llamó nerviosa, y él se volvió con una mirada distraída, como si su mente estuviera ya en otra cosa.
–¿Qué?
Jessie abrió la boca para pedirle que no se fuera, pero no logró que las palabras saliesen de su garganta. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Por qué estaba comportándose de un modo tan patético?
–Nada –musitó finalmente–. Hasta luego.
Le costó un esfuerzo inmenso ocultarle lo mal que se sentía, y por un momento pensó que no lo había conseguido por cómo se quedó mirándola él, con los ojos entornados.
–Non ti preoccupare. Aquí estás a salvo, Jess.
–No estoy preocupada –replicó ella al punto, delatándose a sí misma, y de inmediato se odió por mostrar con tanta facilidad sus inseguridades.
Consciente de que Silvio aún estaba observándola, se encogió de hombros, y añadió:
–Que te diviertas.
¿Dónde podría ir a esas horas, sino a ver a una mujer? ¿Y por qué eso la hacía sentirse tan deprimida?
Silvio volvió a mirar su reloj.
–Vete a la cama, Jessie –le dijo, y se fue.
Al oír el clic que hizo la puerta al cerrarse tras él, Jessie dio un respingo, consciente de pronto del enorme espacio que la rodeaba, y de lo vulnerable y aterrada que se sentía. ¿Cómo podía saber, siendo aquel sitio tan grande y con tantas habitaciones y recovecos, que no había alguien agazapado tras una columna o una esquina?
Presa del pánico que ella misma se había provocado, Jessie trató de convencerse de que cualquier edificio que Silvio construyese tenía que ser seguro, pero sabía que no era el edificio lo que la había hecho sentirse protegida hasta ese momento. Había sido Silvio. Y se había ido.
Fue horas más tarde cuando Silvio regresó al apartamento. Satisfecho con lo que había conseguido, le dijo al personal de servicio que podía retirarse, y se sirvió una copa.
Cuando los primeros rayos del amanecer rasgaron el cielo nocturno, se quedó plantado frente a la ventana con la mirada perdida, intentando no pensar en qué le habría pasado a Jessie si no hubiera ido en su auxilio. Lo que había descubierto acerca de la vida de la joven en las últimas horas lo había dejado helado.
Había hecho preguntas, había pedido favores a cambio de otros que él había hecho, había recurrido a sus contactos..., y todo para difundir el mismo mensaje: que Jessie le pertenecía.
Se encaminó a una de las habitaciones de invitados en medio del silencio que reinaba en el apartamento, pero se detuvo al llegar a la puerta de su dormitorio, incapaz de resistir el impulso de comprobar si Jessie estaba bien.
Abrió la puerta muy despacio, y al posar los ojos en la cama vio que estaba vacía. Paseó la mirada por la habitación, pero no veía a Jessie por ninguna parte.
Ya estaba preparándose para despedir de manera fulminante al jefe de su equipo de seguridad por su incompetencia, cuando se fijó en que a la cama le faltaba la colcha. Con el ceño fruncido y una sospecha formándose en su mente, se adentró en la habitación.
Miró en el cuarto de baño, y luego en el vestidor. Nada. Se frotó la nuca con la mano, y se detuvo un momento, intentando pensar como Jessie.
Desde el incendio en el que habían muerto sus padres, sentía terror ante la idea de quedarse atrapada. Lo último que haría sería encerrarse en un vestidor.
Con los ojos entornados, giró la cabeza, diciéndose que lo que se le estaba ocurriendo no podía ser. No podía habérsele ocurrido... ¿O sí?
Sin hacer ruido, cruzó la habitación y se detuvo frente a la puerta que daba a la salida de emergencias del tobogán. Estaba entreabierta. La abrió despacio, y al asomar la cabeza vio a Jessie acurrucada junto a la pared, a sólo unos centímetros de lo alto del tobogán, cubierta con la colcha, y con la caja de zapatos bajo el brazo.
Se quedó mirándola en silencio, y vio que se le había corrido el maquillaje; había estado llorando. El hecho de que hubiera esperado a estar a solas para permitirse llorar lo hizo sentirse mal.
La alzó en volandas sin el menor esfuerzo para llevarla a la cama, y cuando la depositó sobre el colchón Jessie abrió los ojos.
–Silvio... –murmuró adormilada.
–Vuelve a dormirte.
Mientras la arropaba esperó que protestara, pero en vez de eso tomó su mano. Silvio se puso tenso. Jessie no era precisamente dada a mostrarse débil, y no estaba seguro de cómo debía reaccionar. Además, él era el último hombre en el que buscaría consuelo. El hecho de que hubiera tomado su mano era un claro indicador de lo angustiada que debía estar.
Conteniendo el aliento, bajó la vista a sus manos unidas, a los finos y elegantes dedos de Jessie que se aferraban confiados a los suyos.
Jessie exhaló un suave suspiro.
–Me alegra que hayas vuelto –murmuró con una sonrisa, mientras los ojos volvían a cerrársele–. ¿Vas a volver a salir?
–No –contestó él con voz ronca–. No voy a ir a ninguna parte, tesoro. Duérmete.
Y Jessie se durmió con la sonrisa en los labios, y su mano en la de él.
Silvio, que no se atrevía a moverse por temor a despertarla, se quedó mirándola, y se obligó a afrontar cosas que hasta ese momento no había querido afrontar. Cosas como la atracción explosiva que había entre ambos. Cosas como que el hecho de que por su culpa Jessie había perdido a su hermano.
Bajó la vista a la estropeada caja de zapatos a la que Jessie se aferraba como si fuera un salvavidas. Sentía curiosidad por abrirla y ver qué contenía, qué podía ser tan importante para que no quisiera separarse de ella, pero podría despertarla.
Inspiró profundamente y se reafirmó en la decisión que había tomado: No podía deshacer lo que había hecho, y no podía devolverle a su hermano, pero podía sacarla del agujero en el que había caído. Podía apartarla de aquel infierno y darle algo mejor. Se lo debía.