UANDO llegaron al aeropuerto de Palermo, en Sicilia, en el jet privado de Silvio, estaba esperándolos un helicóptero, también propiedad de él, que los transportaría al puerto deportivo.
Jessie se sintió como una niña cuando sobrevolaron con él el resplandeciente mar. Nunca había experimentado nada tan emocionante.
–Esto me recuerda al parque de atracciones –dijo agarrándose al borde del asiento mientras miraba por la ventanilla las cálidas aguas de color turquesa.
–¿Cuándo has estado en un parque de atracciones?
–Johnny me llevó al cumplir los siete años –murmuró Jessie con un nudo en la garganta–. Yo era demasiado bajita para montar en la montaña rusa, así que me metió pañuelos de papel para que pareciera más alta.
Como sabía que Silvio lo desaprobaría, no lo miró, pero podía sentir sus ojos sobre ella.
–¿Y te gustó?
–Sí, pero nuestra madre se enfadó muchísimo con él. Para ese día me había comprado un vestido precioso, y regañó a Johnny porque podía haber vomitado sobre él. Pero no lo hice. Tengo un estómago de hierro.
Aquellos recuerdos parecían ahora tan lejanos...
–¿Cuánto cuesta un helicóptero? –le preguntó a Silvio.
–¿Por qué lo preguntas?
–Porque aunque lo de tener un jet privado es alucinante, esto es mucho más divertido –le respondió Jessie. Y tal vez distraída por la novedad que suponía para ella el viajar en helicóptero, bajó la guardia, y añadió–: Un día, cuando la gente pague por oír mi voz, y tenga un contrato con una discográfica importante, me compraré un helicóptero como éste.
–¿Tanto te estás divirtiendo?
Jessie giró la cabeza, y la intensidad de su mirada le hizo darse cuenta de que había hablado demasiado. No quería compartir sus sueños con él. No quería que pensara que era una ingenua.
–No lo decía en serio –dijo encogiéndose de hombros–. Sólo lo decía por decir; estaba bromeando.
–Soñar no tiene nada de malo, Jess. Los sueños son lo que nos impulsa hacia delante.
–¿Con qué sueñas tú? –le preguntó ella, lanzando la pelota a su tejado–. ¿Por qué has vuelto a Sicilia después de todos estos años? Imagino que no será sólo algo casual. ¿Has redescubierto tus raíces, o algo así?
En todos los años que hacía que se conocían, Silvio jamás le había hablado de su pasado. Lo único que sabía era lo poco que su hermano le había contado: que Silvio se había pasado los primeros diez años de su vida en aquella isla del Mediterráneo, y que su padre había sido un hombre violento.
–Hace muy poco que abrí aquí mi hotel insignia. Es el mayor de mis proyectos, la culminación de tres años de duro trabajo.
Tres años... De modo que había vuelto a Sicilia tras la muerte de Johnny. Después de que ella le dijera que no lo quería en su vida.
–¿Y por qué vamos a alojarnos en tu barco y no en el hotel?
–Es un yate, no un barco, y te da más libertad. No te ata a un sitio.
–Oh. Pero no has contestado a la pregunta que te hice antes. Ahora que tienes tu propia compañía, un coche caro, y todo eso... ¿Qué sueños te quedan?
–En la vida hay cosas más importantes que lo material, Jess.
–Es fácil decir eso cuando te sobra el dinero –replicó ella–. ¿Y qué me dices del matrimonio? ¿Piensas casarte?
–Supongo que dices eso porque la mayoría de los hombres ricos se casan y se divorcian una y otra vez para que luego sus ex mujeres les sangren –respondió él divertido–. La verdad es que el matrimonio es algo por lo que nunca me he sentido particularmente tentado –apartó la vista de ella y miró por la ventanilla–. Hemos llegado.
¿Por qué cada vez que entraban en el terreno de lo personal Silvio cambiaba de tema?
Jessie miró por su ventanilla. Frente a ella, allá abajo, había un encantador pueblecito de pescadores, con casas pintadas de colores pastel bordeando el puerto, donde flotaban varias embarcaciones deportivas. Más allá se veían colinas, con alguna que otra ermita en sus faldas.
–¿Que hemos llegado? Pero si aquí no hay ningún aeropuerto. ¿Dónde vamos a...?
Su pregunta quedó contestada cuando bajó la vista y vio que estaban descendiendo sobre una pequeña plataforma de aterrizaje.
–¡Estamos aterrizando sobre un barco! –exclamó sorprendida, y oyó a Silvio suspirar.
–Un yate, es un yate –dijo con exagerada paciencia.
Jessie giró la cabeza hacia él y se quedó mirándolo boquiabierta.
–¿Estamos aterrizando en un yate? ¿Y no se hundirá?
Silvio reprimió a duras penas una sonrisa.
–Espero que no, o no tendré dónde celebrar el cóctel.
Jessie volvió a mirar abajo.
–Pero si es enorme... Cuando me dijiste que tenías un yate, pensé en algo... diferente.
Algo más pequeño. Se sintió tan tonta como cuando él le dijo que no estaban en un hotel, sino en su apartamento.
Azorada, no volvió a decir nada hasta que el helicóptero aterrizó, con tanta ligereza como lo habría hecho un pájaro.
–Ya estamos aquí, Jess –dijo Silvio poniéndose de pie.
Le tendió la mano para ayudarla, pero ella la ignoró, tomó su bolso, y se levantó con la mayor dignidad posible.
–¿Hay alguna otra sorpresa que no me hayas contado?
Al ver a dos miembros de la tripulación que esperaban uniformados en cubierta para saludarlos, sintió que la invadía el pánico.
–Me sorprende que no me enviaras en otro helicóptero para que no tuvieras que ser visto conmigo.
–Relájate, Jessie. Nadie va a juzgarte.
–No es verdad –le siseó ella, demasiado intimidada como para sonreír siquiera–. La gente me mirará y se preguntará por qué estás con alguien como yo.
–Estás bien, no tienes que preocuparte.
«Bien». Era la palabra que usaba siempre. Ni «sexy», ni «guapa», ni «seductora»... Sólo «bien».
Apostaría lo que fuera a que las mujeres con las que salía estaban mejor que bien. Dios, no quería ni pensar en el ridículo tan espantoso que iba a hacer en aquel cóctel.
¿Y si nadie hablaba con ella? O quizá al verla con Silvio pensarían que estaban juntos, y hablarían con ella sólo para acercarse a él, y entonces tendría un problema aún mayor, porque no sabía qué se suponía que debía decir si le preguntaban por su relación: dónde y cómo se habían conocido, a qué se dedicaba...
Dudaba mucho que Silvio quisiera que les dijese que era la cantante de un club nocturno a la que estaba escondiendo porque un grupo de matones quería matarla. ¿De qué se suponía que hablaban las mujeres en esa clase de eventos? ¿De zapatos? ¿Del pintalabios que usaban? El que ella usaba lo había comprado en un supermercado, y no creía que a nadie le pudiese interesar eso.
Cada vez más nerviosa, tiró a Silvio de la manga, y le dijo: –Espera un momento, Silvio. Sobre ese cóctel de esta noche...
–Deja de preocuparte. Simplemente sé tú misma –la cortó él, y la tomó del brazo para conducirla lejos del helicóptero, hacia unas escaleras.
La ansiedad de Jessie fue en aumento a medida que iba descubriendo el lujo que la rodeaba. Cuanto más veía, más intimidada se sentía.
Pero entonces recordó toda la ropa cara y elegante que Silvio le había comprado, y se prometió a sí misma que se transformaría de tal manera que iba a dejarlo con la boca abierta.
Esa noche, cuando se vistiese para el cóctel, no sería la Jessie de los suburbios, la Jessie del vestido dorado.
Cuando cayó la noche y el yate se iluminó con cientos de pequeñas bombillas colgadas de un extremo al otro, Silvio salió a la cubierta superior a recibir a los primeros invitados. Jessie aún no había aparecido, y a cada minuto que pasaba su tensión aumentaba.
¿Habría decidido que, ahora que estaban lo bastante lejos de Londres, ya no lo necesitaba y podría arreglárselas por su cuenta? Frunció el ceño mientras consideraba aquella posibilidad, pero la descartó de inmediato. Su equipo de seguridad habría impedido que bajara a tierra sin que él lo supiera.
Mientras charlaba con una famosa actriz que estaba flirteando de un modo escandaloso con él, lanzó una mirada discreta a su reloj. Probablemente no había motivos para que se preocupase. Seguro que Jessie estaba delante del espejo, cambiándose de ropa una y otra vez, incapaz de decidirse. Esperaría cinco minutos y luego iría a buscarla.
Iba a decir algo para desembarazarse de la actriz, pero ésta se calló de pronto al ver a alguien detrás de él, y sus ojos centellearon con un destello peligroso.
–Vaya... ¿No vas a presentarnos, Silvio? –dijo.
El tono gélido que había empleado sólo podía haber sido causado por la llegada de una mujer extremadamente atractiva, y Silvio se volvió intrigado.
La mujer en cuestión estaba allí de pie, mirándolo, con una seductora sonrisa en los labios, pintados de un rojo tan intenso como el sexy vestido de tubo y escote palabra de honor que llevaba.
Se quedó tan aturdido que le llevó un instante darse cuenta de que era Jessie. Jamás la había visto tan hermosa. Sus ojos descendieron por el cuerpo de la joven hasta llegar a sus piernas desnudas. Era como un delicado pájaro de la selva tropical que se hubiera extraviado de su hábitat.
Se había dejado el cabello suelto, y los suaves rizos le caían en desorden sobre los hombros desnudos, como si acabase de levantarse de la cama de algún hombre muy afortunado.
Su mente se vio asaltada por pensamientos impropios, haciendo que la boca se le secara, y en el momento en el que sus ojos se encontraron, fue como si se desatara una explosión térmica.
–¿Silvio? –la voz de la actriz destilaba miel y ácido al mismo tiempo–. ¿No vas a presentarnos?
Silvio se humedeció los labios.
–Disculpa. Ésta es Jessie...
–¿Qué tal? Encantada –la saludó Jessie muy calmada, como si el conocer a una estrella de Hollywood fuera algo que le ocurriera todos los días, e intercambió unas palabras con ella sin problema.
Luego entrelazó su mano con la de él y le sonrió. –Están llegando más invitados, Silvio. ¿No deberíamos ir a recibirlos?
Aquel «deberíamos», en plural, daba a entender que eran pareja, logró sacar a Silvio de su aturdimiento: era un sutil recordatorio de que se suponía que estaban interpretando un papel.
Jessie se puso de puntillas y lo besó ligeramente en los labios. Aquel breve contacto no debería haber tenido en él el efecto que tuvo, pero sus dulces labios y el sensual aroma de su perfume se apoderaron de sus sentidos igual que un embrujo.
Si no hubiera sido porque estaban rodeados de gente, la habría hecho suya allí mismo, contra la barandilla, sin molestarse siquiera en quitarle aquel vestido rojo.
Dio un paso atrás, aturdido. Nunca le había costado tanto controlar su libido. Por suerte para él en ese momento llegaba un invitado importante, y aprovechó la oportunidad para excusarse. Necesitaba espacio.
–Os dejo para que os conozcáis mejor –les dijo–. Tengo que ir a saludar a alguien. Nos vemos luego, Jessie.
La había dejado tirada... Jessie se quedó allí, inmóvil, y roja de humillación. Con el estómago revuelto, lo siguió con la mirada mientras se alejaba. No podía creer que Silvio hubiera hecho lo que acababa de hacer. Le había dado igual si se sentía cómoda o no; simplemente se había alejado y la había dejado allí, rodeada de gente a la que no conocía.
¿Tanto lo avergonzaba? Lo cierto era que, como la había mirado de arriba abajo, no sabía qué era lo que no le había gustado. Intentó controlar su respiración. El corazón se le había desbocado, las manos se le habían puesto frías y sudosas, y le estaban entrando ganas de llorar. Pensando que el sostener una bebida la haría parecer menos nerviosa y le daría algo con lo que ocupar sus manos, imitó a la actriz con la que Silvio la había dejado, y tomó una copa de champán del primer camarero que pasó.
Convencida de que todo el mundo estaba mirándola, tomó un sorbo, y casi se atragantó cuando las burbujas se le subieron a la nariz.
Oh, Dios, ni siquiera era capaz de beber champán sin ponerse en evidencia. Además, tomar alcohol no era una buena idea. No estaba acostumbrada a beber. Una copa la hacía hablar demasiado, y con dos empezaba a entrarle sueño. Y cualquiera de esas dos situaciones abochornaría a Silvio, que ya parecía bastante abochornado.
¿Pero por qué? ¿Sería por el vestido? Se había probado al menos una docena antes de decidirse por aquél, y había estado segura de que le sentaba bien. Tan segura, que había salido excitada de la habitación, con confianza en sí misma, y deseando ver la cara de Silvio, pero su reacción no había sido la esperada.
Y a juzgar por el hecho de que se había ido al otro extremo del yate, lo más seguro era que hubiera metido la pata con el vestido. O quizá hubiera sido el pelo suelto. O tal vez el beso en los labios. Había retrocedido cuando lo había besado.
Pero todo aquello había sido idea suya; había sido él quien había puesto las reglas. Jessie observó cómo subían las burbujas en su copa de champán sintiendo que un creciente enfado se apoderaba de ella. ¿Cómo se suponía que iban a convencer a la gente de que estaban juntos si la trataba como si tuviese una enfermedad contagiosa? Lo buscó con la mirada entre la gente, y vio que incluso estaba dándole la espalda.
–Si te lo vas a tomar tan mal cada vez que te ignore, me parece que te has equivocado de hombre –le dijo la actriz en un tono de aburrimiento–. Silvio tiene fama de ser cruel con las mujeres, pero parece que a ninguna nos importa, ¿no?, porque siempre volvemos por más. No deberían existir hombres tan endiabladamente guapos.
–¿Silvio y usted...? Quiero decir... –a Jessie se le atragantaban las palabras.
–¿Que si habido algo entre nosotros? –la mujer tomó un sorbo de champán y fijó sus ojos en la espalda de Silvio igual que un ave de presa–. No. Digamos que por mi parte estoy trabajando en ello. Aunque hay mucha competencia, claro.
Jessie tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una mueca de desagrado.
–Pues si trata tan mal a las mujeres, me sorprende que quiera nada con él –le dijo–. Hay muchos otros hombres en este yate, hombres atentos y civilizados.
–No quiero un hombre atento y civilizado –repuso la mujer, deslizando la yema del índice por el borde de su copa–. Quiero un hombre de verdad. Lo que hace tan irresistible a Silvio, aparte de ese cuerpo de infarto que tiene, es que, según cuenta, sabe exactamente cómo satisfacer a una mujer en la cama. Y tiene ese aire de hombre oscuro, rudo y misterioso..., por no mencionar su fortuna. Lo tiene todo.
Jessie se apresuró a apartar de su mente una turbadora imagen de Silvio satisfaciendo a una hermosa mujer en su cama.
–Espero no haberte molestado con mi descaro, encanto –añadió la mujer antes de tomar otro sorbo de champán–. Pero ya sabes lo que dicen: en el amor y en la guerra todo vale –levantó su copa en un gesto fingido de disculpa, y Jessie notó que le ardían las mejillas.
Era evidente que aquella mujer no la creía capaz de mantener el interés de un hombre como Silvio. Como no se le ocurría ninguna respuesta cortante para ponerla en su sitio, se quedó callada, preguntándose cuánto tiempo se suponía que debía permanecer en aquel cóctel, sólo para sentirse tan humillada como se sentía en ese momento.
La mujer dejó su copa vacía en la bandeja de un camarero que pasaba y tomó otra.
–La última –dijo–. No me dejes beber más, porque estoy segura de que los paparazzi estarán apuntando hacia aquí con los teleobjetivos de sus cámaras. Por cierto, ¿en qué clínica te has operado el pecho? ¿Te lo ha pagado Silvio?
–No me he hecho ninguna operación –replicó Jessie, y la mujer sonrió.
–Oh, sí, claro. Bueno, pues felicita al cirujano que ha conseguido que te quede tan... natural. Y buena suerte con Silvio. Disfruta mientras dure.
Y, sin dar a Jessie la oportunidad de contestar, se alejó hacia un grupo de mujeres que había cerca riéndose.
Ahora que se había quedado allí sola, Jessie se sentía como si le hubiesen puesto una señal de neón en la cabeza. Siempre era mejor ser parte de una conversación incómoda que no tener con quien conversar. Como la gente estaba empezando a lanzarle miradas curiosas, tomó otro sorbo de champán por hacer algo. Habría preferido un vaso de agua, pero no se atrevía a pedirlo, sobre todo cuando los pobres camareros no hacían más que ir de un lado a otro sin descanso.
Aunque estaba rodeada de gente, en ese momento estaba sintiéndose más aislada y sola que nunca. Ella no encajaba allí. Se sentía como si estuviese allí expuesta para que todo el mundo se burlara de ella, y cuando vio a dos mujeres que se habían quedado mirándola sin el menor disimulo, ya no pudo más.
Se abrió paso entre los elegantes invitados con la vista siempre al frente, y bajó los escalones que llevaban de la cubierta superior a la suntuosa cubierta principal, con sus lujosos sofás y los amplios ventanales. Ignorando a la gente que había allí, siguió caminando y bajó otras escaleras que llevaban a las cocinas.
Al oír el ruido de platos, sartenes y las conversaciones entre el personal, suspiró aliviada y empujó la puerta.
Las conversaciones se detuvieron, y todos se quedaron mirándola. Jessie sonrió nerviosa.
–Yo... Me preguntaba si podrían darme un vaso de agua –dijo vacilante.
Una chica teñida de rubia corrió al frigorífico a sacar una botella de agua mineral.
–Con agua del grifo me va bien –murmuró Jessie, pero la chica ya le estaba sirviendo un vaso, que le llevó a continuación.
–Podría habérselo pedido al personal que atiende en la cubierta superior, señorita –le dijo el cocinero jefe respetuosamente.
Jessie se sonrojó al comprender que había vuelto ameter la pata al ir allí. Ése tampoco era su lugar.
–Estaban tan ocupados que no quería molestarlos. Y además, allí arriba nadie bebe agua. Ni siquiera estaba segura de que tuvieran –dijo. Bebió un buen trago. Estaba sedienta–. Y por favor, no me llamen «señorita». Me llamo Jessie.
–Yo soy Stacey –le dijo con una sonrisa la chica que le había llevado el vaso de agua–. Ese vestido es alucinante. Me encanta el color.
–¿Sí? ¿Te gusta? Jessie bajó la vista al vestido, dudosa, y deseando que en Silvio hubiera tenido el mismo efecto.
–Ya lo creo, es alucinante. Ojalá yo pudiera...
–¡Stacey! –la silenció con aspereza el cocinero jefe.
Jessie miró al uno y a la otra.
–Escuchad: siento haberme presentado aquí así, pero... Bueno, parece que tenéis mucho trabajo aquí, y me preguntaba si podía echar una mano.
El cocinero jefe se quedó mirándola atónito, y al ver que no contestaba, Jessie tragó saliva y esbozó una sonrisa vacilante.
–Supongo que no. Es igual; era sólo una idea.
–Podrías lavar esas copas –intervino Stacey, lanzando una mirada insegura el cocinero jefe–. Freddie acaba de dejar caer una caja entera de copas y no tenemos bastantes.
Al cocinero jefe parecía que estuviese a punto de darle un ataque.
–Stacey... –masculló entre dientes.
–Bueno, ha sido ella quien ha preguntado –replicó la chica poniéndose a la defensiva.
Jessie agarró al instante un delantal que había colgado de un perchero en la pared, y se lo ató a la cintura.
–Lo haré encantada –dijo corriendo al fregadero.
–Pero, señorita... –insistió el cocinero.
–Mi nombre es Jessie –lo cortó ella, empezando a meter copas en el agua jabonosa.
La familiaridad de aquella tarea, que tantas veces había hecho en la cafetería, la calmó un poco. Las marcas de lápiz de labios en algunas copas parecían reírse de ella, y no pudo evitar preguntarse con qué hermosa mujer estaría brindando Silvio en ese momento.
Al poco rato el personal dejó de prestarle atención, y la cocina volvió a ser el lugar bullicioso al que había entrado hacía unos minutos.
Cuando hubo acabado con las copas llegó otra tanda, y poco a poco Jessie sintió que el nudo que tenía en el estómago se iba deshaciendo, y que se disipaba la tensión de sus hombros.
Fue entonces cuando se hizo un silencio sepulcral en la cocina. Jessie levantó la cabeza, y cuando la giró para ver qué pasaba se encontró con Silvio plantado frente a la puerta mirándola de hito en hito.
–¿Jessie? ¿Qué...? –balbuceó, como si le costase articular las palabras.
Jessie sacó las manos del agua y lo miró desafiante. No iba a perdonarle que la hubiera dejado sola en medio de toda esa gente.
Sin embargo, vio que el cocinero estaba sudando, y no precisamente por el calor de la cocina, y le pareció que no sería justo involucrar a testigos inocentes en la confrontación que se iba a desatar.
Se tomó su tiempo para secarse las manos, se quitó el delantal, y después de dirigirle una sonrisa a Stacey, que estaba blanca como una sábana, fue hasta Silvio.
–¿Os habéis quedado sin champán? ¿Necesitáis más canapés?
Aunque Silvio no contestó, el brillo en sus ojos le advirtió de que no estaba para bromas. Saltaba a la vista que le estaba resultando difícil controlar su ira, pero Jessie no comprendía por qué estaba enfadado. Ella era la única con derecho a enfadarse después de que la hubiera abandonado a su suerte en medio de un montón de extraños que la intimidaban.
–Ven conmigo –le ordenó Silvio en un tono suave como la seda que la hizo estremecer.
¿Qué esperaba, que lo siguiera como si fuera un perro obediente?
Por un momento se sintió tentada de volver fregadero, pero sabía que si no salía de allí por su propio pie él la sacaría a rastras, y ya se había humillado bastante en público por un día.
Lo siguió fuera, y Silvio la condujo al camarote en el que se había cambiado antes. Cuando hubo entrado, cerró tras de sí, pero se quedó junto a la puerta.
–¿Qué pasa? ¿No se ha presentado alguno de tus invitados importantes?
Silvio se volvió hacia ella hecho una furia.
–¿Te das cuenta de que mi equipo de seguridad ha estado buscándote? Estábamos a punto de llamar a la policía.
Jessie se quedó mirándolo aturdida, tanto por su tono agresivo como por la noticia de que habían estado buscándola.
–¿Que han estado buscándome? ¿Pero por qué?
–¿Que por qué? ¡Porque desapareciste de repente! –le espetó él–. No te encontraban por ninguna parte.
–No había desaparecido. Y si no me encontraban sería porque estaban buscando en los sitios equivocados.
Los ojos de Jessie se posaron en la enorme cama, y deseó que Silvio hubiera elegido un lugar menos íntimo para aquella confrontación. De pronto no podía apartar las palabras de aquella mujer de su mente: «Sabe exactamente cómo satisfacer a una mujer en la cama»...
Los ojos de Silvio se clavaron en los suyos con la letal certeza de un misil, y se desabrochó el primer botón de la camisa con dedos temblorosos, como si el ambiente en aquel camarote le resultase tan opresivo como a ella.
–A nadie se le ocurrió que pudieras estar en las cocinas.
Jessie se giró un poco para que la cama quedase fuera de su campo de visión.
–Quería un vaso de agua.
–¡Para eso no tenías por qué ir allí! –casi le gritó Silvio–. Podías habérselo pedido a cualquier camarero que...
–Bastante ocupados estaban ya sirviendo a tus amigos.
Jessie se preguntó si él era consciente de que estaba lo más lejos de ella que le permitían aquellas cuatro paredes. ¿Hasta ese punto lo avergonzaba?
–Así que se te ocurrió bajar a las cocinas por el vaso de agua tú misma y luego pensaste que te quedarías a echar una mano –dijo Silvio–. Jessie, ya no trabajas en una cafetería. ¡Puedes hacer mucho más que eso!
Dolida por su evidente deseo de mantenerla a distancia, las inseguridades de Jessie salieron a la superficie.
–No hay nada de malo en trabajar en una cafetería. Al menos allí la gente es amable y habla contigo en vez de mirarte por encima del hombro.
–Nos has venido aquí a trabajar –le dijo él con aspereza–. Lo único que tenías que hacer era pasarlo bien.
–¿Pasarlo bien? ¿Cómo esperas que lo pase bien cuando todo el mundo se me queda mirando como si fuese un bicho raro? ¿Cómo crees que me sentía ahí fuera, Silvio?
Él se encogió de hombros exasperado, como si la respuesta fuese obvia.
–¿Excitada? ¿Privilegiada?
–¿Privilegiada? ¿Qué privilegio hay en ser humillada en público? –le espetó Jessie con voz temblorosa–. Tú me trajiste aquí; tú me has hecho asistir a un evento en el que sabías que estaría fuera de lugar, y luego me dejaste sola. To-todo esto ha sido una idea estúpida, y jamás debería haber aceptado, porque desde el principio era evidente que no iba a funcionar.
Estaba temblando de ira. La expresión de Silvio cambió, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que no estaba llevando aquello bien.
–¿Qué te hace pensar que no encajas? –le preguntó en un tono cauto, y la miró como un padre miraría a un niño al borde de un berrinche–. ¿Acaso alguien te ha dicho algo?
–No. ¡Nadie me dirigía la palabra, ése es el problema! Me ignoraban, y yo estaba sola, sabiendo que estaban hablando de mí, y preguntándome qué estaba haciendo allí. Me sentía como un animal en el zoo. Estaban mirándome con tanto descaro que debería haberles cobrado por ello. Por eso me fui a esconderme en las cocinas, porque ya no podía soportarlo más.
Silvio inspiró profundamente.
–Estás reaccionando de un modo exagerado a...
–¡No es verdad! Todo el mundo estaba mirándome. Y tú... Te da tanta vergüenza que me vean contigo que pones todo el espacio posible de por medio entre nosotros.
Silvio se quedó mirándola sorprendido.
–¿Crees que me avergüenzo de ti? ¿De dónde has sacado esa idea?
–No sé, déjame pensar... ¿Quizá del hecho de que ahora mismo estás justo en el extremo opuesto de la habitación? –dijo ella sarcástica, inclinando la cabeza hacia un lado–. O a lo mejor es por el modo en que me miraste de arriba abajo, o por el hecho de que pareció que te molestara que te besase cuando se suponía que era lo que debía hacer, o tal vez porque me dejaste sola y te fuiste a la otra punta del yate. No soy estúpida, Silvio; sé que te avergüenzas de mí.
–Jess, yo no...
–Y no hace falta que te inventes excusas, porque ya sé que es todo por mi culpa –lo interrumpió ella antes de que dijera algo que pudiera empeorar la situación–. Nunca debí acceder a esto. Debería haber sabido desde el principio que esto no funcionaría, después del modo en que te comportaste en la boutique esta mañana. Ni siquiera eras capaz de mirarme. No soy más que una chica normal, y el que me vistas con ropa cara no va a cambiar eso.
Los ojos de Silvio relampaguearon.
–Yo no estoy intentando cambiarte.
–¿Y entonces por qué me has hecho vestirme así?
–¡Porque creí que con esa ropa te sentirías más cómoda! –Silvio apretó la mandíbula–. Vamos a dejar clara una cosa: No me has avergonzado en ningún momento. No se trata de eso.
–¿Entonces de qué se trata? Ahí arriba me estabas dando la espalda, Silvio.
–Maledizione, ¿por qué creer que te daba la espalda?
–Porque te avergüenzas de mí.
–Jess, no vuelvas a usar esa palabra –le advirtió él agitado, apretando los puños. Aquél no parecía el Silvio frío y calmado de siempre; parecía que estuviera a punto de estallar, como un reactor nuclear–. ¿No se te ocurre ninguna otra explicación? No creo que seas tan ingenua, tesoro. Sabes lo que hay entre nosotros; sabes contra lo que estoy luchando.
El corazón de Jessie palpitó con fuerza.
–¿Porque odias sentirte... atraído por alguien como yo?
–¿Alguien como tú? –repitió Silvio, maldiciendo en italiano. Y antes de que Jessie pudiera saber qué estaba pasando, cruzó la habitación y fue junto a ella–. ¿Por qué no haces más que tirarte por tierra todo el tiempo? ¿Por qué te haces eso? –entornó los ojos y plantó las manos en la pared a ambos lados de ella, atrapándola contra la puerta–. La razón por la que me mantengo alejado de ti no es porque me avergüence de ti, ni porque no encajes con un estúpido estereotipo de mujer como parece que piensas. Es porque nunca me he permitido pensar en ti de esa manera. Pero me he dado cuenta de que no soy tan fuerte como pensaba.
–Silvio...
–No puedo resistir la atracción que siento por ti –dijo rozando sus labios contra los de ella. Era una sutil advertencia, como la de un depredador oliendo a su presa antes de devorarla–. Y no puedo seguir alejándome de ti. Ya no puedo.