ESSIE estaba hipnotizada por el ardiente deseo en los ojos de Silvio... y por el tentador roce de sus sensuales labios.
Notó un cosquilleo delicioso en el estómago, y se estremeció impaciente cuando el cuerpo de Silvio la empujó contra la puerta. Tenía una ligera sombra de barba, y por la camisa entreabierta asomaba su piel de bronce y el vello oscuro de su pecho.
Tomó sus labios con un beso apasionado, y Jessie gimió cuando los eróticos movimientos de su lengua hicieron que le flaquearan las rodillas.
El estómago le dio un vuelco, como si estuviera cayendo en picado desde muy alto. Las manos de Silvio se deslizaron entre sus cabellos, sujetándole la cabeza mientras la besaba como jamás la habían besado.
Jessie le respondió con idéntico fervor. Sus dedos se aferraron a la camisa de Silvio, y sus muslos se apretaron contra los de él.
Cuando Silvio despegó sus labios de los de ella y levantó la cabeza, Jessie abrió los ojos, desorientada, y sintió su cálido aliento en el cuello.
–¿De verdad crees que me avergüenzo de ti, tesoro? –susurró él contra su piel, deslizando sus manos hasta la base de su espalda–. ¿Tienes idea de cómo he tenido que controlarme hasta ahora para no hacer esto?
Jessie jadeaba, tratando de recobrar el aliento. Con un suave gemido, le tiró de la camisa, y Silvio acabó de desabrochársela con fiereza antes de que sus labios cubrieran de nuevo los de ella. Jessie le rodeó el cuello con los brazos, poniéndose de puntillas para apretarse más contra él, y apenas se dio cuenta cuando él le bajó la cremallera del vestido y éste cayó al suelo, dejándola vestida sólo con unas braguitas minúsculas.
Sin dejar de besarla, Silvio la alzó en volandas y la llevó a la enorme cama para depositarla sobre la colcha de satén. Le quitó los zapatos, y cuando se colocó sobre ella, el pulso de Jessie se disparó.
En algún momento Silvio había bajado las luces, y el suave resplandor de la luna llena se filtraba a través de las cortinas del balcón. Fuera se oía el ruido de risas y música de la fiesta, que continuaba, pero allí, en la intimidad del camarote, no había nada más que ellos dos, nada más que el sonido de su respiración mientras Silvio la besaba una y otra vez, sin darle tiempo a pensar ni a titubear.
Cuando su mano encontró la curva de uno de sus senos, Jessie jadeó, y pronto sus caricias hicieron que los jadeos se convirtieran en gemidos. Luego, cuando separó sus labios de los de ella para tomar el pezón en su boca, Jessie sintió como si la hubieran atravesado con un hierro candente desde la garganta hasta la pelvis, y sus manos se aferraron a las sábanas de seda y se arqueó hacia él.
Presa de las sensaciones que Silvio había desatado en ella, Jessie sólo quería que aliviase el ansia que estaba generándose en la parte baja de su abdomen. Cuando Silvio descendió frotándose contra su cuerpo y le abrió las piernas, fue incapaz de resistirse.
Sus fuertes de dedos rasgaron la delicada tela de las braguitas, y sintió su aliento sobre ella. Luego notó su lengua en la parte más íntima de su cuerpo, y cada pasada de ésta la hacía sentir tan bien que al poco rato le parecía que iba a estallar de placer. Se retorció sobre las sábanas, desesperada por aliviar aquel resquemor, pero Silvio le sujetó con fuerza los muslos, inmovilizándola mientras continuaba con su erótico festín.
Era demasiado: demasiado intenso, demasiado placentero... Jessie jadeó su nombre cuando aquellas sensaciones se dispararon, como un cohete. Silvio volvió a colocarse sobre ella, deslizó una mano por debajo de sus nalgas, y le levantó las caderas.
–Mírame, Jess –le ordenó.
Su voz ronca atravesó la sensual niebla que enturbiaba su mente, y Jessie alzó la vista.
Había una mirada fiera en los ojos de Silvio. Su cicatriz era una advertencia, un recordatorio de que no era el tipo de hombre amable y civilizado que te invitaba a cenar y luego se despedía de ti en el porche de tu casa. Por un instante, tuvo miedo.
–Silvio...
Volvió a besarla. Fue un beso tan íntimo y explícito como los anteriores, pero más lento, más meditado.
Su mirada se oscureció, deslizó una mano por debajo de su muslo, e hizo que le rodeara la espalda con la pierna. Jessie sintió cómo la quemaba su miembro, caliente y suave como la seda, y cuando la penetró la sensación fue tan increíble que gritó su nombre y le hincó los dedos en los musculosos hombros. Silvio se introdujo aún más en ella, y Jessie sintió una punzada de dolor tan intensa que se le cortó la respiración y durante un instante fue incapaz de moverse.
Su cuerpo se tensó, y él debió intuir su malestar porque se detuvo, jadeante por el esfuerzo que estaba haciendo por controlarse, y con la mandíbula apretada.
–¿Jessie? –la llamó con los dientes apretados–. Jessie, háblame...
Pero Jessie no podía articular palabra, aturdida como estaba por el inesperado y lacerante dolor y por aquella sensación desconocida para ella de íntima unión. Cuando vio que él hacía ademán de retirarse, le rodeó la espalda con los brazos y arqueó las caderas para detenerlo.
–No.
Se obligó a relajarse, y poco a poco el dolor fue remitiendo para ser reemplazado por el deseo.
Silvio puso una mano contra su mejilla y mientras la miraba a los ojos empujó las caderas. Sus labios estaban sobre los de ella, y aunque no llegaban a tocarlos, compartían el mismo aire, ajenos a todo lo que los rodeaba.
El corazón le martilleaba a Jessie en el pecho mientras se abandonaba a aquel mundo de exquisitos placeres sensoriales. Cada embestida de Silvio, sabiamente dosificada, aumentaba su excitación, alargando el tormento de Jessie, que creía que iba a enloquecer. Sus pliegues internos se estremecieron alrededor del miembro de Silvio, que exhaló un gemido y aminoró el ritmo, prolongando la agonía de ambos. Pero ahora que había vislumbrado el paraíso Jessie no podía esperar más.
Levantando un poco a cabeza le mordió el labio inferior, y una sonrisa malévola curvó los labios de Silvio antes de que fuese más adentro de ella, tomando su boca con un beso ardiente.
Jessie sintió que se elevaba más y más, que perdía el control sobre sí, hasta que las sensuales cadenas que habían estado conteniéndola se rompieron y voló libre. Se tensó en torno a su miembro, y oyó a Silvio mascullar algo en italiano antes de hundirse una última vez en ella, derramando los jugos de la pasión en su interior.
Fue el intenso placer de los últimos coletazos del orgasmo lo que los retuvo cautivos, unidos el uno al otro, hasta que finalmente Silvio murmuró algo contra su cuello y rodó sobre la espalda, llevándola con él.
Aunque no hacía frío, tiró de la colcha y los tapó a ambos, y Jessie, aturdida y maravillada por lo que acababa de experimentar, se dio cuenta de que lo había hecho porque ella estaba temblando.
Las manos de Silvio le acariciaban la espalda calmándola, y Jessie se preguntó si habría adivinado que sus temblores no tenían nada que ver con la temperatura de la habitación.
Ahora que la loca y salvaje tormenta de la pasión había pasado y que su mente había recuperado la claridad, se encontró cara a cara con la realidad: Había dormido con el enemigo.
Silvio miró a Jessie, que yacía en sus brazos con los ojos cerrados, y supo al instante que no estaba dormida. Con un suspiro de frustración, se giró sobre el costado para mirarla a la cara.
–¿Jessie?
Ella permaneció con los ojos cerrados, y Silvio apretó los labios.
–Solías hacer eso cuando eras niña –murmuró–. Cerrabas los ojos cuando había algo que no te gustaba, y te negabas a abrirlos.
Cuando le apartó un mechón del rostro, su tacto sedoso y su aroma hicieron que olvidara por un segundo lo que iba a decir, y supo que a ella también le había afectado su caricia, porque se produjo un cambio casi imperceptible en su respiración.
–Jessie, antes o después tendrás que hablarme –dijo acariciándole la mejilla con el dorso de los dedos–, así que... ¿por qué no ahora?
Jessie por fin abrió los ojos y lo miró.
–¿De qué quieres hablar? La mayoría de los hombres lo que quieren es dormir después de practicar sexo, no conversar. ¿Por qué tienes tú que ser distinto?
Silvio tomó la mejilla de Jessie en su mano. Su piel era suave, tersa, y Silvio sintió una punzada de culpabilidad.
–¿Qué sabrás tú de lo que quieren los hombres? –gruñó irritado–. Te he hecho daño, ¿no es verdad? –murmuró.
–No –replicó ella–. No me has hecho daño.
Sus ojos verdes no delataban emoción alguna. Silvio suspiró, frustrado y también algo preocupado. Le habría gustado poder leer la mente de Jessie en ese momento.
–No me mientas, Jess. Quiero que seas sincera conmigo.
–¿Eso quieres? Muy bien, pues seré sincera –se apartó de él y se incorporó–. Me arrepiento de hacer lo que acabo de hacer, y me odio casi tanto como te odio a ti.
Silvio aún estaba aturdido por el descubrimiento de que era la primera vez que Jessie yacía con un hombre, y no estaba acostumbrado a encontrarse en situaciones en las que no sabía cómo reaccionar.
–Entiendo que me culpes de esto, pero...
–Yo no te culpo. La culpa es tanto mía como tuya. No soy una cría, Silvio; me responsabilizo de mis actos –le espetó ella.
Y como si ya no pudiese soportar ni un segundo más el estar a su lado, se bajó de la cama y fue a recoger su vestido del suelo.
Cada deliciosa curva de su cuerpo se recortó contra la luz de la luna mientras volvía ponérselo. Era como ver un espectáculo erótico, y a los pocos segundos Silvio se notó excitado otra vez. Tuvo que contenerse para no arrastrarla de vuelta a la cama, tumbarse sobre ella, y repetir el «error» que acababan de cometer hasta que los dos estuvieran demasiado cansados como para analizar nada.
–¿Por qué estás vistiéndote? Los invitados ya hace rato que se han ido.
–Éste es tu camarote –respondió ella con voz calmada, pero sin mirarlo–. Es aquí donde duermes, ¿no? Yo dormiré en otra parte. Imagino que éste no será el único camarote del yate.
Silvio, que aún seguía bajo el efecto de la erupción volcánica de sus hormonas, no podía pensar con claridad. Ninguna otra mujer había abandonado su cama antes de que él lo hubiera querido.
–Dormirás donde yo duerma.
–Silvio ahora no hay nadie mirándonos –replicó ella–. Estamos solos.
Jessie recogió del suelo sus braguitas, y se puso roja como una amapola al darse cuenta de que no podría volver a ponérselas. Sus ojos se cruzaron un instante con los de él, y Silvio sintió que ardía por dentro al recordar cómo se las había arrancado.
–No vas a dormir en otra habitación –le dijo, dirigiendo hacia ella el enfado que tenía consigo mismo.
–La charada se ha acabado, Silvio. Terminó en el momento en que decidiste ignorarme en público y me arrastraste a la cama cuando nos quedamos a solas.
Aquella Jessie irritable no se parecía en nada a la mujer dulce y dócil que tan apasionadamente le había respondido entre las sábanas. ¿Estaba apartándolo de ella a propósito?
–No sé qué pensamientos estarán cruzando por tu mente en este momento, y no pretendo ser un experto en la psique femenina –le dijo–, así que... ¿Por qué no me dices por qué estás enfadada?
–No me gusta diseccionar algo cuando ya ha pasado, Silvio. Si cometo un error, prefiero dejarlo atrás y seguir adelante. Eso es todo.
Silvio la habría creído si no la conociera tan bien. Además, las manos le temblaban mientras luchaba por subirse la cremallera del vestido. El esfuerzo por parecer indiferente estaba agotándola.
–Tu primera vez debería ser especial –le dijo suavemente, y vio cómo sus mejillas se teñían de rubor–. Si me lo hubieras dicho habría tenido más cuidado.
Podría haber dicho que si se lo hubiese advertido habría parado, pero no estaba tan seguro de haber podido hacerlo.
Jessie no lo miró.
–No era mi primera vez. No seas ridículo –le espetó, tirando irritada de la cremallera–. Primero crees que soy una prostituta, y luego que soy virgen. Vas de un extremo al otro, y ninguna de tus dos suposiciones es correcta. Además, mi vida sexual no es asunto tuyo.
–Ahora sí lo es.
–Dame un respiro, Silvio. Lo último que necesito ahora mismo es a un hombre posesivo a mi lado. Lo que necesito es espacio, y tomar el aire, así que por favor no me sigas.
Como un animal atrapado y desesperado por escapar de su cautiverio, tomó sus zapatos y salió corriendo de la habitación. Silvio se dejó caer sobre la almohada, se tapó los ojos con el antebrazo, y maldijo en italiano.
Jessie no se detuvo en su carrera. No estaba huyendo sólo de Silvio, sino también de la horrible sensación de culpa que se había apoderado de ella. Sentía como si su hermano estuviese observándola y condenándola por lo que había hecho. «No, Jessie, eso no... Con él no...»
Acostarse con Silvio había sido la peor traición que podía haber cometido contra su hermano. Jadeante, descubrió que había llegado a la proa del yate. Cerró los dedos en torno a la barra de metal, esforzándose por controlarse. Allí fuera, con la brisa marina refrescando su piel, no podía entender por qué había dejado que aquello ocurriese. ¿Por qué no lo había rechazado?
Bajó la cabeza y apoyó la frente en sus manos con un gemido de desesperación. Mentir a Silvio era una cosa, ¿pero qué sentido tenía mentirse a sí misma? No lo había rechazado porque no había querido hacerlo. Había soñado con aquel momento desde hacía mucho tiempo, y si no hubiera sido por la muerte de Johnny...
–Te estás torturando sin motivo.
La voz de Silvio detrás de ella hizo que levantara la cabeza, pero no se giró.
–Márchate. No voy a saltar, si es lo que te preocupa.
–No, no es eso –Silvio se quedó callado un momento–. Pienses lo que pienses, Johnny habría querido que fueras feliz.
Jessie permaneció con la vista fija en la oscuridad de la noche, escuchando el ruido de las olas y de la brisa. Las luces del yate iluminaban la superficie del agua.
–No quiero hablar de mi hermano.
–Jess, no puedes ir por la vida evitando todo lo que te hace daño.
–Muy bien, deja entonces que lo diga de otro modo –contestó ella apretando la barra de metal y sin volverse aún–: No quiero hablar de mi hermano contigo.
–De acuerdo, entonces seré yo quien hable y tú me escucharás –dijo Silvio con aspereza–. Si Johnny estuviese aquí ahora mismo no sería a ti a quien culparía, sino a mí.
–Pues estaría equivocado. Tú no eres responsable de mis decisiones. Soy yo quien te siguió al camarote.
–Y yo quien perdió el control. Iba a pasar antes o después, y Johnny lo sabía.
De pronto a Jessie le costaba respirar.
–Eso no es cierto.
–¿Por qué crees que fue siempre tan protector contigo?
–Era mi hermano mayor.
–Y era consciente de la química que había entre nosotros. Sabía que me atraías y tenía miedo por ti. Pensaba que eras demasiado joven para estar con alguien como yo, y tenía razón. Lo eras. Sólo tenías dieciocho años.
Las palabras de Silvio la dejaron aturdida. El saber que se había sentido atraído por ella desde hacía tanto tiempo era un pensamiento más embriagador que el champán, y Jessie sintió que la invadía una ola de calor.
–Eso no tiene sentido –replicó–. Tú ni siquiera me mirabas.
–Y no te haces una idea de lo que me costaba no hacerlo.
Era terriblemente doloroso para ella oír de sus labios las palabras que siempre había soñado con oír ahora que ya era demasiado tarde.
–Yo ya no era una niña; podrías haberme dicho algo. Si de verdad te sentías tan atraído por mí, dudo que hubieras dejado que mi hermano te lo impidiera.
–Y no le habría dejado, pero él decidió interponerse entre nosotros de la manera más efectiva posible.
Jessie cerró los ojos.
–¿Cómo puedes decir algo tan horrible?
–Johnny tenía miedo de perderte, Jess. Todos sus amigos le habían dado de lado. Las únicas personas con las que se veía eran los traficantes y gente como él. Sólo te tenía a ti. Aunque viviese en la miseria, y por bajo que cayese, tú siempre estabas a su lado.
–Era mi hermano –murmuró ella–. Habría permanecido a su lado hiciese lo que hiciese o estuviese con quien estuviese.
–Pero las drogas no le dejaban pensar con claridad. Para él eras tan importante como las jeringuillas y ese veneno que se inyectaba.
–Si odiabas ese «veneno», ¿por qué le diste dinero para que comprase más?
–Fue un error.
–¿Y es eso lo que ha pasado esta noche? ¿Otro error?
A Jessie se le hacía raro estar teniendo aquella conversación en la oscuridad de la noche y sin mirarlo, pero de algún modo eso hacía más fácil el decirle las cosas que tenía que decirle.
–No, lo de esta noche no ha sido un error. Pero sé que es imperdonable que perdiera el control como lo perdí.
Viniendo de Silvio el que admitiera aquello ya era mucho, y a Jessie se le escapó una risita.
–Tampoco tienes por qué echarte toda la culpa. Yo podía haber dicho que no.
–¿Acaso te di opción? –dijo él. Sus manos se posaron en los hombros de Jessie y la hizo volverse hacia él–. ¿Acaso te di tiempo para pensar o dudar?
–Podía haberte parado los pies.
–Oh, sí, claro, como eres mucho más fuerte que yo... –replicó él con una sonrisa irónica, acorralándola contra la barra de metal.
El corazón de Jessie palpitó con fuerza.
–No he dicho que no seas fuerte; he dicho que podría haberte parado los pies.
–¿Cómo?
La aspereza de su voz hizo a Jessie dar un respingo, y se preguntó si Silvio estaría siquiera dándose cuenta de que estaba clavándole los dedos en la carne.
–Te habría pedido que pararas –le dijo quedamente–. Y lo habrías hecho.
Las manos de Silvio dejaron de apretarle.
–Yo no estoy tan seguro.
Sabía que estaba intentando hacer que se sintiera mejor, que borrase de su alma esa terrible sensación de culpa, pero era imposible. Esa traición al recuerdo de su hermano la acompañaría el resto de su vida.
–No volveremos a hablar de esto –dijo bajando la vista a su pecho.
–¿Y ya está? ¿Así pretendes zanjarlo?
–Sí –Jessie eliminó toda expresión de sus ojos y lo miró–. Quizá tengas razón, quizá esta atracción llevaba tanto tiempo latente que necesitábamos sacarla fuera. Y ahora podemos olvidarlo y seguir con nuestras vidas.
Los dedos de Silvio volvieron a hincarse en sus brazos desnudos.
–Ésa es una respuesta muy despreocupada viniendo de una mujer que acaba de pasar por su primera vez.
–No era mi primera vez –mintió Jessie de nuevo, y la desesperación le hizo escoger las palabras que sabía que lo alejarían de ella–. Y probablemente haya sido para bien, porque tu comportamiento de cavernícola violento en la cama no habría sido la mejor iniciación al sexo. ¿Has oído hablar de algo llamado juegos preliminares?
Su interpretación debió resultar convincente, porque Silvio dejó caer las manos.
–Así que te hice daño.
–Sí, es evidente que en lo físico no somos compatibles –dijo ella, preguntándose por qué se sentía tan mal por estar mintiéndole.
–Tienes una constitución muy delicada...
–Y tú eres un bruto –volvió a mentir Jessie. Cierto que habría sido más cuidadoso si le hubiese dicho que era su primera vez, pero la culpa era de ella, y Silvio no había sido brusco sino apasionado–. En fin, nos hemos desahogado y ya podemos olvidarnos de ello.
Le dio la espalda con las piernas temblando y una sensación horrible en el estómago.
Estaba siendo cruel al despachar con tanta ligereza aquellos momentos íntimos que habían compartido, pero era la única forma de evitar que volviera a tocarla. No podía permitir que volviera a tocarla.
–Vuelve al camarote –le dijo Silvio con tirantez, haciéndose a un lado–. Yo dormiré en otro.
Sus facciones eran una máscara rígida. La había creído... Debería sentirse aliviada, pero en vez de eso sentía asco de sí misma, como si hubiese destruido algo único y especial.
Lo había herido en su orgullo masculino y Silvio jamás se lo perdonaría.