E VERDAD era aquélla su vida? Lo días que siguieron a aquella excursión a la playa fueron tan felices para Jessie que casi parecían irreales. Silvio se mostraba extraordinariamente atento con ella, y cuando no estaba haciéndole el amor estaba mostrándole Sicilia a bordo de su Maserati.
–Tienes un coche en cada puerto –le había dicho Jessie con sorna al verlo.
Sicilia la enamoró por completo con sus almendra-les y viñedos, sus calles estrechas, las casitas de sabor añejo, las iglesias antiguas, los niños jugando en las plazas y el pausado ritmo de vida.
Mientras Silvio conducía por la carretera de la costa, Jessie echó la cabeza hacia atrás en su asiento, disfrutando de las caricias del sol en su rostro.
–¿Adónde vamos?
–Quiero enseñarte algo.
Jessie no podía ver la expresión de sus ojos, ocultos por las gafas de sol, pero el tono de voz que empleó despertó su curiosidad.
Giraron para entrar por una carreterilla de tierra, y aparcaron junto a un monasterio abandonado. Las flores silvestres se asomaban entre la hierba, y una lagartija verde tomaba el sol en una roca.
–A partir de aquí tendremos que ir a pie. Las calles son demasiado estrechas.
Se bajaron del coche, y Silvio la condujo a través de un laberinto de pintorescas callejuelas hasta detenerse frente a una casa vieja. Las contraventanas estaban cerradas y la pintura resquebrajada. Era obvio que no vivía nadie allí.
Intuyendo que tenía algún significado especial para él, Jessie alzó la vista y le preguntó:
–¿Es esto lo que querías enseñarme?
–Sí. Ésta es la casa donde nací.
–¿Vivías aquí?, ¿en este pueblecito? –inquirió ella–. ¿Y cuándo te marchaste de Sicilia? Nunca me has contado nada de tu infancia. Johnny me dijo que tu padre era un hombre violento, pero... –se quedó callada, deseando no haber pronunciado esas últimas palabras, pero Silvio tomó su rostro entre ambas manos y la besó con ternura.
–No hay nada que no puedas decirme, tesoro –susurró contra sus labios–. Nada.
Sabiendo que era muy celoso de su vida privada, Jessie se sintió halagada. Confiaba en ella.
–¿Aún vive tu padre?
–No –la voz de Silvio se endureció, y se acercó a la casa–. Volví aquí hace tres años. Tenía un diario de mi madre y conseguí encontrar a varias personas que la habían conocido –alargó la mano y tocó la pared desconchada.
–¿Volviste aquí cuando Johnny murió?
–Sí –Silvio retrocedió y levantó la cabeza, alzando la vista hacia las ventanas del piso superior–. No podía quedarme en Londres.
–Por mi culpa –murmuró Jessie, sintiendo una punzada de culpabilidad. Era ella quien lo había empujado a marcharse–. Lo... lo siento.
–No tienes que sentir nada –dijo él guardándose las gafas en el bolsillo y volviéndose hacia ella–. Yo tuve parte en la muerte de Johnny.
–No es verdad. Tú intentaste ayudarlo; ahora lo sé –replicó Jessie, rodeándose la cintura con los brazos–. Yo estaba equivocada. Estaba equivocada respecto a tantas cosas...
Silvio la atrajo hacia sí.
–¿Me has perdonado?
–Cuando Johnny murió estaba destrozada, y te echaba la culpa porque era más fácil que culparme a mí –murmuró Jessie, obligándose por primera vez a decir la verdad–. Me sentía como si le hubiese fallado.
–No. Hiciste todo lo que se podría haber hecho por él.
Jessie apoyó la cabeza en su pecho.
–No lo sé. Yo lo quería, y eso me impedía ver cómo era en realidad. Era débil, y cuando nos llevaron al orfanato se volvió tan resentido. Era como si odia ra al mundo entero. Claro que le era muy difícil resignarse a la idea de que había perdido para siempre la vida que había llevado hasta entonces.
–Tú también la habías perdido.
–Sí, pero yo era mucho más pequeña. Yo sólo tenía cinco años y él quince –contestó ella–. Aunque supongo que eso no lo excusa. Supongo que la niñez no debería dictar la clase de persona en que te conviertes al crecer, ¿no? ¿Crees que todo depende de las elecciones que hagamos?
Silvio le acarició el cabello.
–Probablemente es un poco más complicado.
Jessie sacudió la cabeza.
–Pero tú creciste rodeado de violencia y lograste dejar todo eso atrás. ¿Por qué Johnny no pudo?
–Cada persona es distinta. Y estoy de acuerdo en que el pasado no debería dictar nuestro futuro. Sea cual sea la vida que llevemos, todos podemos elegir.
Jessie alzó la cabeza para mirarlo.
–¿Podrás perdonarme por haberte culpado todo este tiempo? Silvio la besó con dulzura. –No hay nada que perdonar. Todo eso ha quedado atrás; quiero que lo olvides.
Jessie miró a su alrededor y suspiró.
–Me cuesta creer que una vez vivieras aquí. ¿A qué edad abandonaste Sicilia? ¿Recuerdas cómo fue?
–Tenía diez años. Y sí, lo recuerdo –se apartó de nuevo de ella y miró la casa que había sido su hogar–. Recuerdo lo asustada que estaba mi madre cuando me llevó al puerto para tomar el ferry en mitad de la noche. Y me recuerdo a mí mismo preparándome para protegerla, por si mi padre nos seguía.
Jessie no podía ni imaginar lo que debía haber sido para él, siendo tan pequeño, el tener que proteger a su madre de su padre.
–¿Y lo hizo?
–No lo sé. Mi madre había planeado una ruta muy intrincada para escapar. Dudo que nos hubiera podido dar alcance aunque lo hubiera intentado.
–Debías odiarlo.
–Sí, aunque vivir con él me enseñó a pelear, y a ser más duro, dos cosas que me resultaron muy útiles cuando me encontré en un país extranjero. Mi madre escogió Londres porque tenía un pariente allí, pero no había una comunidad siciliana. Vivíamos en un pequeño apartamento en una calle fronteriza entre los territorios de dos bandas rivales. Y allí estaba yo, con diez años, sin hablar nada de inglés, y con la piel morena. Ya te lo puedes imaginar –dijo Silvio con una sonrisa amarga–. Era el objetivo perfecto.
–Estoy segura de que no pudieron contigo.
–Sí, bueno, creo que los chicos del barrio se llevaron una sorpresa. Peleaba con tal fiereza que nadie quería tenerme como enemigo.
Silvio tomó su mano y la condujo calle abajo, hacia el sitio donde habían dejado el coche.
Un grupo de niños se había agolpado en torno al Maserati y Silvio les dijo algo en italiano que hizo que se echaran a reír y se apartaran del vehículo, mirándolo con una mezcla de admiración y envidia cuando se puso al volante y encendió el motor.
Jessie giró la cabeza hacia la ventanilla mientras dejaban el pueblo atrás.
–Debió ser muy difícil para ti venir en mi auxilio cuando habías dejado todo aquello atrás –murmuró.
–Lo he dejado atrás –replicó él–. Fue sólo una visita al infierno.
Jessie no comprendía por qué aquellas palabras la hicieron sentirse tan mal. Silvio rechazaba aquella vida de miseria y violencia, no a ella. Sin embargo, ¿no era ella parte de aquello que estaba decidido a dejar atrás para siempre?
–¿Tienes hambre? –Silvio giró para entrar en otro pueblecito de la costa y aparcó el coche–. Conozco un restaurante fantástico en este lugar. La comida es deliciosa.
Más que un restaurante era una casa de comidas, con sillas de madera pintadas de colores y mesas cubiertas con manteles de cuadros.
El camarero los condujo a una mesita para dos con vistas a la playa.
–No hay menú –le explicó Silvio. Levantó la jarra de vino tinto que les había dejado el camarero, y sirvió un vaso a Jessie–. Es comida casera, y te sirven los platos que haya preparado la cocinera para el día.
La comida, tal y como había dicho Silvio, era deliciosa. Mientras saboreaba el mejor pescado que había probado en toda su vida, Jessie empezó a relajarse.
Silvio le habló de algunos de los grandes proyectos en los que estaba trabajando, y Jessie se esforzó por que pareciera que el charlar sobre proyectos de millones de libras era algo que hacía todos los días cuando en realidad le costaba no quedarse mirándolo boquiabierta y preguntarle: «¿Cuántos millones has dicho?».
Una parte de ella ansiaba preguntarle qué pasaría después de que hubiera cantado en la boda, pero la otra no estaba segura de querer oír la respuesta.
Silvio disfrutaba de su compañía, se dijo. ¿Por qué sino iba a estar pasando el día con ella? Sin embargo, tenía la sensación de que aquél era más un viaje de placer que el comienzo de una relación seria y de que para él aquello no era más que una novedad de la que acabaría cansándose.
Tras el almuerzo regresaron paseando hasta el sitio donde habían dejado el Maserati para regresar al yate.
–Estás muy callada –dijo Silvio cuando se sentó de nuevo al volante, frunciendo el entrecejo–. ¿Ocurre algo?
–No. Es sólo que estoy nerviosa por lo de la boda –mintió Jessie, aunque eso también era cierto.
–Pues no tienes por qué estarlo. Tienes un talento increíble, Jess –Silvio la miró pensativo, acariciándole el cabello–. Y cuando cantes mañana dejarás boquiabierto a todo el mundo. De hecho, me atrevo a hacer una predicción: mañana tu vida cambiará en un momento.
–¿Es mañana? –a Jessie la invadieron los nervios–. No me había dado cuenta de que ya estamos a viernes.
–Tranquila –le dijo él, poniendo en marcha el motor–. Llegaremos mañana por la tarde y podrás ensayar con la orquesta.
–Pero es que ni siquiera sé qué canciones querrán que cante. Quizá no las conozca.
–Los novios me han dicho que estarán encantados de que cantes lo que quieras.
–¿Qué les has dicho de mí?
Silvio sonrió.
–Que deberían sentirse afortunados porque después de mañana tu caché subirá como la espuma y muy poca gente podrá permitirse lo que cobrarás por cantar.
Jessie gimió desesperada. ¿Cómo podía haberles dicho eso? ¿Y si al final decepcionaba a todo el mundo?
–Vives en un mundo de fantasía, Silvio.
–Es la realidad –replicó él, poniendo el intermitente para tomar el desvío que llevaba al puerto–. Espera y verás.
–¡No es la realidad! No sé si podré hacerlo. ¿No podrías buscar a otra persona?
–No. Quieren lo mejor y tú eres la mejor, Jessie.
–Yo no soy nadie, Silvio –murmuró ella, fijando la vista al frente–. Si de verdad va a ser la boda del año, sería mejor que buscases una cantante famosa.
La sonrisa de Silvio no pudo disimular cierta exasperación.
–Jess, te aseguro que cuando hayas terminado de cantar la primera canción ya te habrás hecho famosa.
–¡No digas eso! No me presiones de esa manera –le rogó ella, girando la cabeza hacia él–. No sé si podré hacerlo.
–Todo saldrá bien, ya lo verás –insistió él–. Sólo tienes que olvidarte de la gente. Yo estaré sentado al fondo; puedes cantar para mí.
Jessie se dio cuenta de que por mucho que tratara de explicárselo no lo entendería, y dejó el tema. Silvio se sentía cómodo en ese nuevo mundo en el que se movía ahora; se había ganado su sitio entre los ricos y los poderosos.
Ya se veía el puerto a lo lejos. Los ojos de Jessie se posaron en el yate: un símbolo visible de todo lo que Silvio había conseguido. Mientras habían estado recorriendo la isla en coche, como si fueran turistas, una pareja de enamorados disfrutando de unas vacaciones, le había resultado un poco más fácil olvidarse de las diferencias entre ellos. Ahora, en cambio, era como si el abismo insalvable hubiera vuelto a abrirse entre los dos.
Mientras yacían el uno en brazos del otro tras otra increíble sesión de sexo, Jessie alzó la mano y tocó la cicatriz de Silvio.
–En todos los años que hace que nos conocemos, nunca me has hablado de esto. Había muchos rumores sobre cómo te habías hecho esa cicatriz, pero nunca supe si alguno de ellos era cierto.
Silvio se quedó muy quieto.
–Fue hace mucho tiempo.
–Perdona, no debería haber preguntado.
–No, ya te lo he dicho, Jess: puedes preguntarme lo que quieras –dijo Silvio antes de besarla con ternura–. No es algo de lo que me sienta orgulloso. No me siento orgulloso de cómo era entonces.
–Pero escogiste un camino distinto. Deberías estar orgulloso de eso –replicó Jessie–. Y tu cicatriz tiene su utilidad: asusta a la gente –bromeó recordando la noche en el callejón.
Pero Silvio no se rió, sino que la miró a los ojos muy serio y le preguntó:
–¿Te doy miedo, Jessie?
–No –se apresuró a tranquilizarlo ella, levantando la cabeza para depositar un beso en su cicatriz–. Nunca me has dado miedo.
La idea de perderlo la asustaba, pero eso era algo que no estaba dispuesta a admitir. Sintiendo que la fría niebla de la soledad volvía a cernirse sobre ella, se apretó más contra él.
Silvio frunció el ceño.
–¿En qué piensas?
–En nada –musitó ella. Difícilmente podía decirle que no quería que aquello se acabara–. Sigo preocupada por lo de mañana.
–No debes tener miedo a nada –le dijo él, besándola de nuevo–. Ahora estás conmigo, Jess. No tienes que preocuparte por nada.
Jessie le rodeó el cuello con los brazos.
–Nadie me ha hecho sentir como tú me haces sentir.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Silvio y volvió a besarla una vez más.
–¿Cómo te hago sentir?
–Especial –murmuró ella, y esbozó una sonrisa pícara–... y sexy.
–Es que eres muy sexy –respondió él con un ronroneo, deslizando una mano por su muslo–. Tan sexy que me haces perder la cabeza. Nunca había deseado a una mujer tanto como te deseo a ti. Y es bastante... inquietante sentir que no tienes el control. No te lo puedes ni imaginar.
–Me alegro –dijo Jessie riéndose, y mordisqueó el lóbulo de la oreja de Silvio–. Háblame de tu cicatriz –le pidió acurrucándose más contra él.
Silvio le acarició el cabello con una mano.
–Es el recuerdo de algo que cambió mi vida. Verás, había un profesor en el instituto que...
–Yo creía que nunca aparecías por allí.
–Bueno, alguna que otra vez los honraba con mi presencia –dijo él con sorna–. El caso es que había un profesor que había organizado un taller de metalmecánica, y que en su tiempo libre se dedicaba a la construcción. Me ofreció la posibilidad de ganarme un dinero, y los fines de semana iba a trabajar al solar donde estaba construyendo un edificio. Me encantó la sensación de construir algo con mis manos en vez de destrozarlo o llenarlo de pintadas. La noche en que me hicieron esto –dijo señalando la cicatriz en su rostro– estaba trabajando en el solar. Los chicos de la banda rival de nuestro barrio se presentaron allí para destruir nuestro trabajo. Yo sabía que harían que pareciera que había sido yo, y no estaba dispuesto a permitirlo.
–¿Te peleaste con ellos?
Silvio asintió.
–Por suerte el profesor había instalado un circuito cerrado de televisión en el solar, y se demostró que yo había actuado en defensa propia. Ninguno de esos tipos volvió a tocarme, y el profesor me hizo un préstamo. Yo empecé un pequeño negocio de reformas, y pronto descubrí que el éxito era más adictivo que cualquier droga.
–¿Y sigues en contacto con ese profesor?
–Sí, ahora lleva un proyecto que yo subvenciono para ayudar a chicos desfavorecidos.
Jessie no podía estar más impresionada. Silvio había dejado atrás todo aquello, pero estaba tratando de ayudar a toda la gente que podía.
–Recuerdo la noche en que trajiste a Johnny de vuelta al orfanato–murmuró.
–Se había adentrado solo en la parte más peligrosa de la ciudad.
–Y tú lo rescataste –recordar aquello era tan doloroso para Jessie que apenas podía respirar–. Siempre estabas rescatándolo.
–Pero él no quería que lo rescataran.
Jessie suspiró.
–Estaba furioso con el mundo entero, y luego empezó a mezclarse con malas compañías porque así creía que parecía más duro. Supongo que eso le permitía sacar fuera la ira que sentía. Él nunca creyó que las cosas pudieran cambiar. Tú viste que había un camino distinto, pero él sólo veía el camino en el que estaba.
Silvio se quedó callado un momento.
–¿Puedo preguntarte algo?
–Claro –asintió ella.
–¿Qué hay en esa caja de zapatos? Es lo único que trajiste contigo.
–Es lo único que tenía valor para mí –contestó Jessie, y sin vacilar se bajó de la cama para ir por la caja. Al fin y al cabo, Silvio había compartido sus secretos con ella–. Es todo lo que me queda de Johnny –regresó a la cama, se sentó en el borde y le quitó la tapa a la caja. Con un nudo en la garganta sacó una fotografía–.Ésta es mi favorita –dijo tendiéndosela a Silvio–. Salimos los tres.
–Recuerdo ese día –dijo Silvio incorporándose sobre el codo para tomar la fotografía–. Johnny y yo fuimos a tu colegio para verte jugar en un partido de voleibol.
–Y casi provocasteis una revuelta –murmuró Jessie, sonriendo a pesar de las lágrimas en sus ojos.
Silvio metió la mano en la caja para sacar el resto de las fotografías.
–También me acuerdo de esto: quedaste segunda en ese concurso de talentos.
Jessie se rió.
–Johnny no hacía más que meterse con los jueces porque decía que debería haber ganado yo.
Al recordar la otra cosa que había en la caja aparte de las fotografías y el peluche, tomó la tapa para cerrarla, pero Silvio fue más rápido que ella. Tomó el colgante por la cadena y sus ojos buscaron los de Jessie.
–Aún lo conservas... –murmuró con la voz ronca por la emoción–. Te lo regalé cuando cumpliste los dieciséis años.
Jessie no le dijo que lo había llevado cada día hasta la terrible noche en que murió su hermano. No quería que supiera lo mucho que había significado para ella, las fantasías que ese regalo había alimentado en su mente adolescente. Finalmente optó por una respuesta evasiva.
–Es muy bonito; por eso lo guardé –lo guardó con el resto de las cosas y cerró la caja–. Es parte de mi pasado.
–¿Y qué ves en tu futuro? –inquirió Silvio.
El corazón de Jessie palpitó con fuerza. Veía un futuro en el que estaban juntos, pero sabía que eso no iba a pasar. Silvio no era de los hombres que querían casarse y tener hijos.
–Ahora mismo no puedo ver más allá de mañana –dijo apartando la caja–. Me veo abriendo la boca para cantar, pero de ella no sale ningún sonido, y veo a los invitados preguntándose de dónde me has sacado.
Silvio la asió por los brazos para que volviera a tumbarse junto a él y la besó.
–Basta, Jess –murmuró contra sus labios–. Ahora quiero que cierres los ojos y que visualices una situación completamente distinta: Abres la boca y cantas maravillosamente, y la gente se queda en silencio. Dejan de hablar, de reír y de chismorrear sobre la novia porque ninguna de esas personas ha oído antes una voz como la tuya.
Jessie, que había cerrado los ojos, prorrumpió en risitas.
–No, no funciona. Eso no es lo que yo veo.
–Tienes que mirar bien –le dijo él en un tono seductor, acariciándole el muslo antes de colocarse sobre ella–. ¿Qué ves ahora?
«El paraíso», pensó Jessie cuando sus labios se posaron sobre los de ella. Un paraíso con nubes negras en el horizonte.
A la mañana siguiente, cuando llegaron al hotel y Silvio la condujo a la entrada principal a través de los hermosos y cuidados jardines, Jessie empezó a sentirse cada vez más nerviosa. El edificio se integraba perfectamente con el paisaje, y a sólo unos metros había una playa privada. Parecía que estuvieran en medio del decorado de una película.
–Nos llevó dos años acabar de construir todo esto, pero este año nos han dado el premio al Mejor Spa de Europa –le dijo Silvio señalando las instalaciones donde se realizaban los tratamientos–. Esta tarde podrás relajarte allí y te arreglarán el cabello y te maquillarán para que estés perfecta.
Jessie esbozó una breve sonrisa.
–Gracias.
–Y también podrás ensayar como te dije.
Cuando cruzaron las puertas de cristal y entraron en el grandioso vestíbulo de mármol, la deferencia con que los trataba el personal estaba haciendo a Jessie sentirse tan nerviosa, que sin darse cuenta se colocó casi detrás de Silvio.
–Deja de esconderte –la reprendió él en voz baja, tomándola de la cintura para que se pusiese de nuevo a su lado.
El gerente aguardaba a una discreta distancia, como si necesitase hablarle de algo urgente. Silvio cruzó unas palabras en italiano con él, y lo que éste le dijo le hizo fruncir el ceño y volverse a Jessie con una sonrisa de disculpa.
–Lo siento muchísimo, Jess, pero tengo que ocuparme de unos asuntos. Romana te conducirá a nuestra suite y luego al spa –dijo señalando con un ademán a una joven empleada que aguardaba junto a la mesa de recepción–. Cuando vuelva te presentaré a la orquesta para que puedas ensayar con ellos.
–Tranquilo, no pasa nada. Me parece perfecto –respondió ella con una sonrisa forzada.
La suite era lujosa y moderna: amplios espacios, decoración minimalista..., y al fondo había unas puertas cristaleras que salían a una terraza privada con vistas al mar.
–Luego traerán su equipaje –le dijo Romana–. Si me acompaña la llevaré al spa. –Hablas muy bien el inglés.
–El señor Brianza insiste en que todo el personal lo hable. Cuando empezamos a trabajar con él lo primero que hacemos es recibir un curso intensivo de inglés.
Con él... No para él, sino con él.
–¿Y llevas mucho tiempo trabajando con él?
–Desde que abrió el hotel. Es un jefe estupendo.
Abandonaron la suite, y Romana la condujo hasta el spa, que cautivó a Jessie con sus arcos, sus columnas, y la sencilla decoración, que transmitía una sensación de calma.
–Es precioso.
–Es el orgullo del hotel –le dijo Romana. Una mujer ataviada con un uniforme blanco se les acercó enese momento–. Ésta es Viola. Ella se ocupará de sus tratamientos. Si necesita cualquier cosa no tiene más que pedírselo.
Jessie siguió a Viola a una sala cuyas cristaleras se asomaban a la playa privada, y allí le dieron un masaje con aceites esenciales, y le hicieron la manicura y la pedicura antes de llevarla al exclusivo salón de belleza del hotel, donde un estilista le arregló el cabello y la maquilló.
Cuando se miró al espejo Jessie se quedó maravillada por el cambio, y se preguntó si todas aquellas mujeres tan elegantes que asistieron al cóctel en el yate tardarían tanto tiempo en arreglarse cada día.
Varias horas después Jessie volvía a subir a la suite para vestirse. Los miembros de la orquesta la habían tratado con mucha cordialidad y amabilidad, pero tenía los nervios metidos en el estómago y sabía que no había cantado tan bien como habría podido durante el ensayo. Esperaba encontrar a Silvio andando arriba y abajo impaciente por la suite, preguntándose cuánto tiempo podía llevarle a nadie ensayar unas canciones, pero cuando entró lo que vio fueron dos cajas en la cama junto con una nota. Curiosa, leyó la nota primero: Te infundirá valor. S. Preguntándose qué podría ser, abrió la primera caja, y un gemido ahogado escapó de sus labios. Era un vestido dorado, pero no se parecía en nada al que tantas veces había llevado enel club. Éste era una obra de arte, único y exquisito.
Casi temerosa de tocarlo, se frotó los dedos en el albornoz para asegurarse de que estaban limpios, y lo levantó con cuidado. La tela, que brillaba de un modo trémulo con la luz del atardecer, fluía entre sus dedos igual que un líquido, y tenía una caída maravillosa.
Jessie se quitó el albornoz y se lo probó. El escote era palabra de honor, la cintura ceñida, y la falda caía hasta el suelo igual que un río de oro.
–Sabía que estarías preciosa con él –dijo la voz de Silvio detrás de ella, antes de que sus manos le subieran la cremallera.
Jessie se volvió sorprendida.
–¿Lo has escogido tú?
Silvio asintió.
–Pedí que lo hicieran expresamente para ti. Es un guiño a la noche en que volvimos a encontrarnos, y también al futuro, porque estoy seguro de que después de esta noche todo lo que toques se convertirá en oro.
Jessie tomó la otra caja.
–¿Qué hay en ésta?
–Si te lo digo no será una sorpresa.
Jessie rasgó el papel nerviosa. Era una caja del mismo tamaño que su caja de zapatos, sólo que ésta era de madera tallada con incrustaciones de oro. Era preciosa.
–Para que puedas guardar en ella todos tus recuerdos –dijo Silvio–. Y contiene otro regalo. Ábrela.
Jessie levantó la tapa muy despacio. Dentro, había un colgante de oro con un diamante engarzado, una réplica del que le había regalado años atrás. Abrumada, Jessie se quedó callada mientras él se lo ponía.
–Te queda perfecto –murmuró Silvio con una sonrisa, dando un paso atrás para verla mejor.
–Pero no puedo llevar esto –dijo ella en un hilo de voz, tocándolo con las puntas de los dedos–. Podría perderlo. O alguien podría intentar robármelo...
–Por eso no tienes que preocuparte. Hemos incrementado las medidas de seguridad precisamente por la boda –la tranquilizó él–. Además, si alguien intentar quitártelo siempre puedes pegarle con el zapato o darle un puñetazo –añadió con un guiño, y Jessie se rió–. Bueno, ¿estás lista?
Jessie se miró al espejo. Por fuera parecía tan sofisticada como las mujeres del cóctel, pero por dentro no se sentía distinta. No quería que Silvio pensase que era una desagradecida, y de hecho agradecía todo aquello, pero se sentía como si Silvio la estuviese... mejorando, como un coche al que se le pone un motor más potente o unas ruedas más resistentes.
Silvio le tendió su brazo.
–¿Vamos?
El pánico volvió a apoderarse de Jessie.
–Yo... Creo que necesito ensayar un poco más.
–Bobadas. Los músicos me han dicho que estuviste fantástica en el ensayo.
–No es verdad, te lo habrán dicho por ser amables –tenía la boca tan seca que no sabía cómo podría cantar una sola nota–. Oh, Silvio, no puedo hacer esto. Te defraudaré. Tú no me has oído cantar desde que era una niña.
–Sí te he oído, Jessie –replicó él con una sonrisa–. Te oí cantar en el club, aquella noche.
Jessie se quedó inmóvil.
–¿Estabas allí? Yo no... No lo sabía.
–Bueno, pues esta noche estaré ahí cuando subas al escenario, y quiero que cantes como si estuvieras cantando sólo para mí –tomó su mano y la besó.
Los temores de Jessie se disiparon al instante. Le importaba de verdad. Le había comprado aquellos regalos porque quería que se sintiera segura de sí misma, y estaba comportándose como una tonta, como una paranoica. No estaba intentando mejorarla; la estaba mimando.
–Gracias –murmuró sonriéndole–. Gracias por todo lo que has hecho por mí, Silvio. ¿Nos vamos?
Sentado al fondo del salón donde se estaba celebrando el banquete, Silvio vio a Jessie subir al escenario.
Las risas y las conversaciones no cesaron, y nadie prestó atención cuando el pianista empezó a tocar. Quizá fuera mejor así, pensó Silvio viendo cómo le temblaban las manos a Jessie cuando tomó el micrófono. Si veía que no estaban mirándola tal vez le resultaría más fácil empezar a cantar.
Para empezar había elegido una melodía con ritmo de jazz, tranquila, una canción de amor, y cuando empezó a cantar Silvio sonrió satisfecho y se echó hacia atrás en su asiento.
Su voz se extendió por la sala como un encantamiento, silenciando a quienes charlaban e interrumpiendo todo movimiento. Hasta los camareros se detuvieron para escucharla. Sin embargo, Jessie no vaciló, sino que siguió cantando.
Cuando llegó a las notas más altas, a Silvio se le erizó el vello de la nuca, y al mirar de reojo vio lágrimas en las mejillas de las mujeres de la mesa más cercana. Nadie comía. Nadie hablaba.
Cuando Jessie terminó la canción al principio nadie se movió, y Silvio vio el pánico en sus ojos antes de que se produjera una explosión de aplausos y todo el mundo se pusiera de pie.
Jessie miraba a su alrededor con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creerse lo que estaba pasando, y Silvio supo que su predicción se había cumplido: su vida había cambiado en un instante.
Al final de la noche Jessie se sentía como si estuviese flotando. No sólo por la increíble respuesta del público, sino también por el orgullo que había visto en los ojos de Silvio, y porque mientras cantaba, mientras cantaba para él,, se había dado cuenta de que sentía cada una de las palabras que decía la primera canción que había cantado. Estaba enamorada de él. Había estado enamorada de él toda su vida. Y estaba segura de que él también sentía algo por ella. ¿Por qué sino habría hecho todo aquello por ella?
Estaba deseando compartir sus sentimientos con Silvio, pero no podía llegar hasta él por toda la gente que estaba acercándosele, deseosa de hablar con ella.
Los flashes de las cámaras se disparaban en su cara, y para cuando se dio cuenta de que el hombre con el que estaba hablando era un periodista, éste ya la había entrevistado. Esperaba que no fueran a publicar nada embarazoso. Cuando se volvió, se encontró con un hombre alto de cabello canoso que le estrechó la mano con efusividad.
–¿Le ha conseguido ya Silvio un contrato para grabar un disco? –le preguntó llevándola a un lado.
Jessie lo miró perpleja.
–No. ¿Por qué iba a hacer eso?
–Porque Silvio Brianza tiene un ojo clínico para las inversiones y con usted ha hecho todo un descubrimiento. Ese hombre es un genio, no se puede negar. Imagino que no podría persuadirla para que lo abandone y venga conmigo a Las Vegas, ¿verdad? –se sacó una tarjeta del bolsillo–. Mi hija se casa la semana que viene, y me encantaría que cantase en el banquete. ¿Quién es su agente?
–Yo...
–Hable con él. Dígale que estoy dispuesto a pagar un millón de dólares si viene usted a cantar.
Jessie casi se desmayó.
–¿Un millón de dólares? ¿Está de broma?
El hombre frunció el ceño.
–Discúlpeme, la he insultado. ¿Consideraría hacerlo por dos millones? Me impresiona ver que es usted consciente de lo que vale. En fin, imagino que tendrá muchas ofertas, pero espero tener noticias suyas.
Se despidió de ella con un asentimiento de cabeza y una sonrisa, y Jessie se dejó caer en la silla más próxima. ¿Acababan de ofrecerle dos millones de dólares por cantar en un banquete?
Aturdida, buscó con la mirada a Silvio para poder ir a contárselo y reírse con él, pero no lo veía por ninguna parte.
–Silvio nunca deja de sorprenderme –le dijo una hermosa mujer sentada a su lado–. ¿Hace mucho que lo conoce? ¿O es otro de sus proyectos?
Jessie se notó la boca seca de repente.
–¿Proyectos?
–Sí, ya sabe –la mujer ahogó un bostezo–: toda esa gente a la que saca del arroyo. Rescataría al mundo entero si pudiese. Esa vena altruista de Silvio lo hace tan tierno... En fin, no digo que no lo entienda: comprometerse en obras sociales siempre da buena publicidad.
Jessie apretó la mandíbula.
–A Silvio no le preocupa su imagen. Da una oportunidad a quienes lo necesitan para ayudarlos a cambiar sus vidas.
–Oh, no hay duda de que con usted desde luego lo ha conseguido. Aunque no estoy segura de que funcione de verdad, ese tipo de... «ingeniería social» –la mujer tomó un sorbo de vino de su copa–. No sé, a mí me parece un poco cruel. ¿De verdad se siente usted cómoda en este ambiente?
Jessie se sentía como si se hubiera quedado paralizada, como si no pudiera mover un músculo.
–Estoy bien.
Bien. Ahora era ella quien estaba utilizando aquella palabra.
–Bueno, desde luego Silvio ha hecho un trabajo excelente con su aspecto pero... ¿es usted feliz?, ¿o está nerviosa, mirando a su alrededor y comparándose con toda esta gente?
Jessie no sabía qué pensar ni qué decir. Había creído que era feliz. Hasta ese momento había creído que aquél era el día más feliz de su vida.
–Yo no soy una de sus buenas obras. Silvio no está ayudándome por eso.
Pero no podía dejar de pensar en sus regalos, en todo lo que había hecho por ella.
La mujer le sonrió con lástima.
–Perdóneme si la he ofendido. Es sólo que me preocupaba porque la he visto aquí sentada, sola, sin conocer a nadie. ¿Por qué está ayudándola Silvio entonces?
Jessie no lograba articular una respuesta.
Intentó acallar la insistente voz que le decía que si a Silvio le hubiese importado como persona no le habría importado que llevase su barato vestido dorado en vez de aquella versión de alta costura. Se habría preocupado por ella, no de cómo hacer que encajase mejor en su mundo.
Además, Silvio no había hablado del futuro en ningún momento, ni de amor. Silvio Brianza no se enamoraba.
Desesperada por demostrar que se equivocaba al pensar eso, lo buscó de nuevo entre la multitud y lo vio charlando animadamente con una morena despampanante. A juzgar por cómo sonreía a la chica, que estaba flirteando con él del modo más descarado, parecía que estaba disfrutando de su compañía.
–Ésa es Ángela Santos, la actriz española. Silvio y ella tienen una relación intermitente. Hace unos meses se les vio juntos en Cannes, y según dicen está decidida a conseguir como sea que se comprometa con ella. Puede que lo consiga; a él desde luego es evidente que le gusta –la mujer tomó su copa y se levantó–. En fin, buena suerte con su carrera.
Jessie ni siquiera la oyó. Sus ojos estaban fijos en la mujer elegante y refinada que estaba riéndose con Silvio. No era difícil imaginar algo entre ellos. ¿Y por qué no iba a haberlo? Los dos estaban solteros. Los dos eran ricos y llevaban una vida llena de glamour. Eran perfectos el uno para el otro.
Silvio nunca tendría que comprarle un vestido o decirle qué se tenía que poner. No tendría que hallar una manera sutil de deshacerse de una caja embarazosa. No tendría que rescatarla de unos matones en un callejón.
Jessie tragó saliva y se obligó a aceptar la verdad: Era uno de sus proyectos. Silvio la había ayudado porque se sentía culpable por la muerte de su hermano, no porque hubiera algo especial entre ellos.
Y ella había aceptado su ayuda porque estaba desesperada, pero ya no lo estaba, ya no tenía motivos para quedarse. Demasiado orgullosa como para convertirse en una carga para nadie, Jessie se levantó y buscó al hombre de pelo canoso. Las Vegas estaba muy lejos de Londres y muy lejos de Sicilia. Podría ser un buen sitio para empezar una nueva vida. Además, con dos millones podría devolverle a Silvio todo lo que le debía. No más deudas, no más culpas... Nada. Se había acabado.
Desde el otro extremo del salón Silvio observaba cada vez más tenso a Jessie mientras ésta hablaba con una de las figuras más influyentes del mundo de la música. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no abrirse paso entre la gente a codazos y arrastrarla lejos de aquel hombre que, sin duda, estaría intentando convencerla para que firmase por su compañía de discos.
–¡Silvio! ¡Te has cortado! –exclamó Ángela dando un paso atrás–. El pie de tu copa se ha roto... ¿Cómo ha podido pasar?
Silvio bajó la vista a su mano ensangrentada.
–Debe ser un cristal muy endeble –respondió.
–O puede que tus dedos sean muy fuertes –repusoÁngela–. Toma, usa esto –dijo tendiéndole una servilleta– y luego dime qué te ha enfadado tanto.
–No estoy enfadado –replicó Silvio, tomando la servilleta para presionarla contra sus dedos.
Sus ojos volvieron a posarse en Jessie, y Ángela siguió la dirección de su mirada.
–Ah, ya veo... Brad está interesado en tu pequeña protegida. Deberías estar contento –alzó la vista hacia él, y entornó los ojos–... pero no lo estás.
–Por supuesto que lo estoy –mintió él–. Ella siempre había soñado con poder vivir de la música.
Había esperado poder acompañar a Jessie cuando diera sus primeros pasos en ese mundo tan competitivo, poder estar a su lado, aconsejarla... Observó irritado cómo aquel hombre le ofrecía su tarjeta. Jessie no se iría con él, no...
Ángela suspiró.
–Silvio, me estás ignorando. Y si no te conociera tan bien me sentiría ofendida.
–Mi dispiace. Lo siento –Silvio apartó la vista deJessie y miró a Ángela–. ¿Qué decías?
Ella sacudió la cabeza.
–Si tanto te gusta, ¿por qué no le has pedido ya que se case contigo? Cuando quieres algo no sueles perder el tiempo.
–No se trata de lo que yo quiera.
Ángela abrió mucho los ojos.
–Entonces debes estar enamorado de verdad, porque hasta ahora sólo te habías preocupado de lo que tú querías.
¿Enamorado? ¿Era así como se sentía uno cuando se enamoraba? Aturdido, Silvio no respondió, sino que giró de nuevo la cabeza hacia donde estaba Jessie, pero ella ya no estaba allí. Buscó entre la gente, pero no la veía por ninguna parte.
Ángela suspiró.
–Me siento invisible. Anda, ve tras ella –le dijo cansada–. ¿A qué estás esperando?
Silvio, que hasta entonces nunca había dudado, se estaba haciendo la misma pregunta. Estaba pensando en el éxito que Jessie había cosechado aquella noche, en todo lo que había hecho por ella en esos momentos en que ella se había sentido insegura y vulnerable, y en que en ningún momento le había dejado elegir: no le había dejado volver a su apartamento, le había comprado toda esa ropa aunque ella no la quería... Maldijo entre dientes.
–¡Silvio, ve tras ella! –insistió Ángela.
–No voy a ir tras ella –replicó él con aspereza.
Estaba seguro de que Jessie se sentía en deuda con él. Siempre estaba dándole las gracias, azorada porque se estuviera gastando tanto dinero en ella. Sabía lo orgullosa que era, y que si no hubiera estado desesperada no habría dejado que la ayudase.
–Si se queda tendrá que ser porque ella lo decida.
Pero... ¿lo haría? Él le había dado la oportunidad que le había prometido, y de pronto estaba dándose cuenta de que había hecho más que eso: ahora Jessie ya no lo necesitaba, le había dado alas.