Capítulo 9

INCO minutos, señorita Gray –anunció una voz acompañada de unos golpes en la puerta de su camerino.

Jessie se miró en el espejo, y se sintió como si la mujer del reflejo fuera una extraña. ¿Dónde había quedado la chica asustada y desaliñada a la que Silvio había rescatado de aquel callejón hacía sólo dos meses?

El maquillador y la peluquera habían hecho un trabajo espectacular, y el vestido que lucía llevaba la firma de uno de los diseñadores de moda en Hollywood.

El hombre del cabello canoso que le había hecho aquella extravagante oferta de los dos millones de dólares había resultado ser el dueño de una discográfica. A los pocos días de llegar a Las Vegas y cantar en el banquete de boda de su hija, su popularidad había empezado a subir como la espuma, y había empezado a dar recitales ante miles de personas mientras preparaba un disco.

Cada noche, después de cada actuación, regresaba al lujoso ático que se había convertido en su hogar de forma temporal. Con sólo hacer una llamada podía conseguir cualquier cosa que quisiera. Jessie miró de nuevo su reflejo. No, cualquier cosa no.

Se había esforzado por apartar esos pensamientos de su mente, y no iba a pensar ahora en ello, se dijo, recordándose que por fin estaba viviendo su sueño.

Alguien del departamento de publicidad de la discográfica había dejado sobre la mesa de su camerino un montón de periódicos y revistas con artículos que hablaban de ella. ¿Habría visto Silvio alguno de ellos? Si veía su nombre en la portada de un periódico o una revista, ¿lo leería con interés, o lo arrojaría a un lado para volver a dedicar toda su atención a alguna mujer despampanante, como aquélla del banquete?

¿Pensaría siquiera en ella? No, era evidente que no,

o habría ido tras ella. Se había ido del hotel sin hablar con él, pero le había dejado una nota dándole las gracias por todo lo que había hecho por ella. Luego le había mandado un cheque para pagarle todo el dinero que le debía, pero no había tenido noticias de él.

El que ni siquiera hubiera tratado de hablar con ella para saber cómo le iba, le había partido el corazón.Ésa era la prueba de lo poco que le importaba en realidad. Una vez había concluido su «proyecto» se había desentendido de ella.

Cuando salió al escenario oyó el clamor del público, y sintió el habitual cosquilleo de nervios en el estómago, pero había desarrollado una rutina para calmarse: se llevaba la mano al colgante, se quedaba mirando el auditorio a oscuras, y se imaginaba que Silvio estaba allí, sentado al fondo. Y luego, cuando empezaba a cantar, se olvidaba de todo para centrarse en la canción.

La canción con la que comenzaba el repertorio de aquella noche era una conocida que hablaba sobre una mujer que había amado y perdido al hombre al que había amado. Jessie cerró los ojos, recordando una playa de blanquísima arena, y la seductora sonrisa del único hombre al que ella había amado.

Cuando acabó la canción abrió los ojos, y por instante contuvo el aliento, porque le pareció ver su rostro entre la multitud. No, debía haber sido su imaginación, se dijo agradeciendo con una sonrisa los aplausos del público. Sin embargo, a pesar de esa sonrisa y de la calidez de los aplausos, no se sentía tan feliz como debería haberse sentido.

Sintiéndose terriblemente vacía, cantó la siguiente canción, y luego la siguiente, manteniendo al público hechizado con su voz mientras intentaba no pensar en aquellos mágicos días en Sicilia.

Su actuación terminó y recibió nuevos aplausos, vítores y flores.

Una hora después, ya de regreso en su ático, cerró la puerta, se quitó los zapatos, y cruzó el salón descalza.

–¿Cómo es que estás viviendo en un ático?

Aquella voz masculina le hizo dar un respingo y el corazón se le subió a la garganta del susto.

–¿Silvio...? –inquirió volviéndose, para encontrarlo sentado en un sillón junto a la ventana.

–Odias los pisos altos.

¿Qué estaba haciendo allí? ¿Estaba allí de verdad?

–Por tu culpa casi me da un ataque –dijo Jessie llevándose una mano al pecho, donde el corazón seguía latiéndole como un loco–. ¿Có-cómo has entrado aquí? La puerta estaba cerrada.

–El haber crecido en un barrio pobre tiene sus ventajas –respondió él levantándose para ir hacia ella sin la menor prisa–. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Cómo es que estás viviendo en un ático?

–Es... es lo que me ofrecieron los de la discográfica y no me atrevía decir que no –murmuró Jessie sin poder creer aún que Silvio estuviese allí de verdad.

–Seguro que cada noche duermes al lado de la salida de incendios, ¿me equivoco?

Jessie no se molestó en mentir.

–No, es verdad.

Silvio se detuvo a unos pasos de ella.

–Bueno, ¿y qué tal es tu nueva vida? ¿Es lo que siempre habías soñado?

–Soy muy feliz –mintió ella–. Es maravilloso poder hacer por fin lo que había querido hacer durante tanto tiempo.

Él la miraba impasible.

–¿Y por qué tienes ojeras entonces?

–Estoy cansada. Estoy trabajando aquí y la semana pasada tuve que ir a California para grabar el álbum y... Es mucho trabajo –dio un paso atrás, incómoda por la proximidad entre ambos–. ¿Te apetece tomar algo?

–No, gracias.

Jessie se humedeció los labios nerviosa.

–¿A qué has venido, Silvio?

–He venido a ver cómo estabas –respondió él en un tono quedo–. La última vez que nos separamos, hace tres años, tú me dijiste que me querías fuera de tu vida y eso es lo que hice, alejarme de ti. En esos tres años, por respetar tus deseos, me mantuve al margen, y desde el día en que te vi en ese club no me he podido perdonar por ello.

–Silvio, no soy responsabilidad tuya.

Él apretó la mandíbula.

–Si hubiese ido a verte antes no habría dejado que esos tipos te acosasen, ni que trabajaras en un antro como ése. –¿Por qué estás sacando todo esto ahora? Todo eso ya pertenece al pasado.

–Lo sé. Y me voy a asegurar de que no vuelva a repetirse en el futuro.

El corazón de Jessie palpitó con fuerza, pero se recordó que si quería protegerla a toda costa era sólo porque se sentía culpable.

–Así que vas a venir a verme de vez en cuando para asegurarte de que no me he metido en problemas, ¿es eso? Pues no tienes porque hacerlo, Silvio. Ya has hecho bastante por mí. Es gracias a ti que estoy teniendo las oportunidades que estoy teniendo –Jessie extendió los brazos, señalando a su alrededor, y se encogió de hombros.

Silvio se quedó mirándola un buen rato antes de darle la espalda e ir hasta la ventana. Parecía inquieto, impaciente.

–¿Por qué no me dijiste nada antes de marcharte? ¿Por qué no hablaste conmigo en vez de dejarme una nota para decirme que querías irte?

Porque no se había ido porque quisiera. Si las cosas hubieran sido distintas, no se habría marchado.

–Parecías muy ocupado hablando con no sé qué actriz –contestó ella como si no le importara–. Además, ¿no es esto lo que querías para mí? Deberías alegrarte: uno más de tus proyectos ha resultado un éxito. Puedes felicitarte y volver a vida de lujos con la conciencia tranquila.

Silvio se volvió hacia ella con una expresión que Jessie no supo interpretar.

–¿Es eso lo que crees que eres para mí?, ¿un proyecto?, ¿crees que te he ayudado para acallar mi conciencia?

El corazón le dio un vuelco a Jessie.

–¿Acaso no es así?

–Según parece no has oído los rumores: yo no tengo conciencia, Jess –respondió él con mordaz iro

nía.

–Silvio, yo...

–¿Por qué te fuiste así, Jessie, sin siquiera hablar conmigo?

Ella alzó la barbilla desafiante.

–¿Y tú?, ¿por qué me dejaste marchar?

Algo relumbró en los ojos de Silvio.

–Porque fui un idiota –murmuró–. Cometí un tremendo error, otro de los muchos que he cometido contigo.

Avanzó hacia ella, pero Jessie retrocedió.

–Estabas con esa mujer, esa actriz, y ella estaba flirteando contigo.

Silvio resopló con impaciencia.

–Ángela flirtea con todos los hombres que se le pongan por delante, y no me digas que ella fue la razón por la que te marchaste, porque no me lo creo.

–¿Qué es lo que quieres, Silvio? –inquirió ella desesperada.

Silvio enarcó una ceja.

–¿De verdad no lo sabes? He cruzado un océano para venir a buscarte –murmuró acercándose más a ella–. Mírame, Jessie –dijo poniéndole las manos en los hombros–. Quiero que me mires y que me veas de verdad. Quiero que recuerdes de dónde provengo. No crecí en el seno de una familia rica; la cicatriz en mi rostro es la marca de mis orígenes.

–Lo sé, todo eso lo sé, Silvio.

–¿Estás segura? ¿O lo has olvidado? Puede que lo único que seas capaz de ver sea el yate, el helicóptero... al hombre que puede comprar todo lo que se le antoje –respondió él con amargura–. ¿Por qué te fuiste de esa manera, Jessie?

–Porque creí que era lo correcto, porque me pareció que no encajaba en tu nueva vida, porque temía que el tenerme a tu lado te recordaba la vida que habías dejado atrás –contestó ella–. ¿Y tú?, ¿por qué no me detuviste?

–Porque quería que fueras tú quien escogieras qué futuro querías. Quería que te quedases conmigo, que escogieses el «nosotros», pero porque tú lo quisieras, no porque te sintieses en deuda conmigo.

Los ojos de Jessie se llenaron de lágrimas.

–No sabía que tenía esa opción. No sabía que había un «nosotros».

–Pero sabías lo que sentía por ti.

–No –replicó ella negando con la cabeza–. Yo creía que te avergonzabas de mí.

–Jamás –Silvio la estrechó entre sus brazos–. Jamás me avergonzaría de ti. Te quiero.

La dicha invadió a Jessie como los rayos del sol en un día de verano, llevando calor hasta el último rincón de su alma.

–Nunca volveré a dejarte. Quiero que todo el mundo sepa que eres mía, y si para ello tengo que poner un anillo en tu dedo, lo haré –dijo Silvio con fiereza, apartándose para mirarla a los ojos mientras la sostenía por los hombros–. Te casarás conmigo.

Jessie se quedó mirándolo en silencio, con los ojos muy abiertos, y Silvio inspiró tembloroso.

–Perdóname, lo he dicho todo mal –murmuró–. Quería pedírtelo, no que pareciera una orden, quería que fuera algo romántico –dijo atolondradamente–. ¿Podrías hacer como que no lo has oído? Volveré a intentarlo y...

Jessie se echó a reír.

–Silvio...

–Es que nunca antes me había declarado, y nunca le había propuesto matrimonio a una mujer –dijo pasándose una mano por el cabello. Era tan inusual verlo inseguro de sí mismo que resultaba enternecedor–. Te quiero con toda mi alma, Jess, ¿te casarás conmigo? –le preguntó tomando su mano y besándola.

Jessie tenía un nudo en la garganta.

–Yo... Todavía no puedo creer que me ames. Si me dejaste ir porque querías que la decisión fuera mía, y creías que había escogido esta vida, ¿por qué al final has venido?

Silvio sonrió como un niño travieso.

–Porque había tomado la decisión equivocada.

Jessie volvió a reírse.

–De modo que puedo decidir siempre y cuando decida lo que tú quieres. Eres un caso, Silvio Brianza.

–Lo sé, sé que soy un desastre, y te necesito, Jess. ¿Eso es un sí?

Jessie puso la mano en su mejilla, abrumada por el amor que había en sus ojos.

–Sí, Silvio, te quiero y quiero casarme contigo.

Silvio la besó con tal pasión que casi la dejó sin aliento, y tan atolondrado como antes se apresuró a sacar algo del bolsillo.

–Me olvidaba de esto –dijo poniéndole un anillo en el dedo–. Por favor, recuérdame que nunca vuelva a proponerle matrimonio a otra mujer.

Jessie se rió una vez más.

–No te preocupes, no te dejaré –le aseguró, mirando embelesada el bonito anillo en su dedo. Le echó los brazos al cuello–. Es precioso, pero tienes que dejar de comprarme cosas.

Silvio frunció los labios.

–Eso podría ser un problema. Me parece que se ha convertido en una adicción para mí. Y además aún tengo otra cosa que creo que te gustará.

Sacó un pequeño paquete que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y se lo dio. Jessie rompió el papel y sacó una cámara digital.

–¡Oh, Silvio...!

–Necesitabas una cámara para poder atesorar nuevos recuerdos –le dijo–. Y dentro de treinta años podrás enseñárselas a nuestros nietos.

Nuevas lágrimas afloraron a los ojos de Jessie, que la guardó en la caja que él le había regalado, junto con todas las demás cosas que eran importantes para ella, antes de volver con él.

–¿Dónde viviremos? –le preguntó, rodeándole el cuello con los brazos de nuevo.

–Donde tú quieras.

–No quiero volver a Londres. Me gustaría que viviésemos en el yate y fuéramos navegando de un lugar a otro. Así podría hacer fotografías de todos los sitios que visitemos.

Con ternura, Silvio apartó un mechón rizado de su rostro.

–Y cuando tengamos hijos te construiré una villa en Sicilia, cerca de nuestra playa favorita.

–Hijos... –repitió Jessie, que no acababa de creerse que aquello estuviera sucediendo.

–Claro, no podemos tener nietos sin tener antes hijos –bromeó Silvio, haciéndola reír de nuevo. Inclinó la cabeza para besarla–. Soy un siciliano, Jessie, y quiero formar una familia, una familia cuyos miembros se apoyen unos a otros. Y estoy seguro de que tú serás una madre excepcional –le dijo–. Y si nuestros hijos heredan tus cualidades vocales podríamos formar un coro. Ganaríamos una fortuna.

Jessie se rió y puso los ojos en blanco.

–¿Hasta con nuestros hijos vas a hacer negocio?

Él se encogió de hombros.

–Ya sabes como soy.

–Lo sé.

–Bien. Y espero que sepas también cuánto te quiero. Ti amo, Jess.

Silvio inclinó la cabeza y Jessie suspiró de felicidad cuando sus labios se unieron.