Capítulo Cuarenta y Ocho

—¿Por qué me haces esto?

La voz de Simon Clovelly, a pesar de estar tapado con una bolsa de tela, sacaba de quicio al Unicornio. No soportaba las constantes quejas del chico.

—¿Acaso no aprendiste nada? Eres conocido como una buena herramienta para negociar.

—No funcionará. Mi padre nunca negocia con secuestradores o terroristas.

—Si piensas que creeré esa mierda, entonces eres más idiota de lo que pensaba. ¿Sabe papá que estuviste en el rally hoy?

—Por supuesto que lo sabe. Nunca hago nada sin que él lo sepa.

—¿Con quién carajo piensas que estás hablando, pendejo? ¿Entonces me dices que él sabe de todas las visitas que hiciste últimamente a los prostíbulos, tú y los ricachones que frecuentas? Ni gastes aliento en negármelo. Tengo las pruebas. Lo tengo todo grabado.

Se rio a carcajadas al ver que Simon tragaba con dificultad.

—A él no le intereso yo ni en que ando. Todo lo que le preocupa es destruir este país.

—Al menos coincidimos en una cosa. Aunque no creo que no le preocupe que su hijo juguetee con prostitutas. De todos modos, lo sabremos pronto. Esto será divertido, ¿Chicos?

Sus seguidores leales se rieron.

—¿A dónde me llevan?

—Así que eres un curioso de mierda, ¿eh? Ya lo sabrás. Ahora cállate de una maldita vez —el Unicornio le pegó una bofetada en la cabeza cubierta y sonrió cuando vio la reacción de susto a continuación.

—Solo como advertencia, nosotros no somos como el grupo de maricones que te llevó la última vez. No llegarás a buen puerto a menos que cooperes.

Satisfecho de haber callado al pendejo de mierda, el Unicornio se concentró en el viaje y cuanto faltaba para llegar. El paisaje urbano se fue alejando hasta encontrar la verde pradera de Kent.

—Faltan unos treinta minutos, jefe. —dijo Ramón— ¿Por qué no intenta dormir? Lo despertaré cuando lleguemos.

La manera de comportarse de Ramón era la de alguien intentando caerle bien al jefe. El Unicornio odiaba a los chupamedias. Intercambiaron miradas por el espejo retrovisor, el Unicornio mirándolo como si fuera el enemigo.

—Aclaremos una cosa, ¿quieres? Y esto va para ambos. Yo soy el jefe. Duermo cuando yo quiero dormir. Como cuando yo quiero comer. Cojo cuando yo quiero coger. No hace falta recordarles como terminó Gary, ¿verdad? Además, otra cosa. No esperen ningún ascenso pronto. Todos trabajan para mí, y yo estoy a cargo. He decidido que no necesito a ningún líder de seguridad. Si alguien quiere marcharse, me lo dice ahora, y me encargo de que tenga una buena despedida, si entienden de qué hablo —le había gustado eso. Su risa llenó el coche, sonando siniestra.