LAS TÍAS MAYORES ESTÁN SENTADAS en los sillones blancos de mimbre, desplegando sus abanicos con un giro de muñeca y cerrándolos nuevamente de un golpe. Si no fuera porque ahora hay más vestidas con los grises y negros de la viudez, parecería que han cambiado poco desde la última vez que Yolanda estuvo en la isla, hace cinco años.
Sentadas entre las tías, en las sillas del comedor que resultan mucho menos cómodas, las primas son destellos de color en enterizos azul turquesa y ajustados vestidos de jersey.
El bizcocho está en una mesa aparte, donde los primitos se amontonan para discutir a quién le va a tocar cuál pedazo. Cuando el bullicio se vuelve fastidioso, sus niñeras los llaman desde los banquitos que ocupan al fondo del patio, como una falange de uniformes blancos almidonados.
Antes de que alguien se voltee para saludarla en la entrada, Yolanda se ve como la verán ellos: raída, con su falda de algodón negro y su blusa de jersey, de sandalias, y con el alborotado cabello negro recogido con un cintillo. Tal como una misionera, dirán sus primas, como esas muchachas del Cuerpo de Paz que no se arreglan y más bien dedican su vida a andar por el mundo haciendo cosas supuestamente buenas.
UNA SIRVIENTA SE ASOMA desde la despensa hacia el pasillo. Es una mujer flaca y morena, vestida con el uniforme negro de las sirvientas de la cocina. Su cabeza está cubierta con trenzas diminutas enrolladas en moñitos y sujetadas con pinchos. “Doña Carmen”, dice dirigiéndose a la anfitriona, una de las tías de Yolanda, “no hay fósforos. Justo salió a buscar unos a casa de doña Lucinda”.
“Por Dios, Iluminada”, la regaña tía Carmen, “pero si tuviste todo el día”.
La sirvienta baja la mirada hacia las manos que mantiene entrelazadas ante sí, en un gesto que Yolanda recuerda haber visto ilustrado en un libro para actores del Renacimiento. Figuraban en una página de gestos clásicos. “El gesto de súplica”, rezaba al pie. Si estaban sobre el pecho, al lado del corazón, eran “las manos de un amante que le suplica a su amada que se apiade de él”.
LA CONCURRENCIA SE PERCATA de la presencia de Yolanda. Su prima Lucinda dirige un coro desafinado de primitos que canta “¡Aquí viene Miss América!” Yolanda se lleva la mano a la frente y suelta el esperado sollozo melodramático. Al coro le da trabajo concluir la primera estrofa, y entonces se precipita hacia ella con abrazos, besos, y hasta una imitación de patadas de karate de parte de dos varoncitos.
“Te ves horrible”, declara Lucinda. “No te lo tomes a mal, pero estás demasiado flaca y tu cabello necesita un corte”. éstaes la prima que no tiene pelos en la lengua. Con su traje de pantalón de marca y con la cabellera alisada y salpicada de reflejos de un rubio platinado, Lucinda parece una modelo de revista, un estilo que a Yolanda siempre la hace pensar en una prostituta cara.
“¡Prendan las velas, prendan las velas!”, claman los primitos a coro.
Tía Carmen levanta las manos hacia el cielo, en un gesto que sin duda aprendió de alguno de sus amigos sacerdotes. “La muchacha olvidó los fósforos”.
“¡El servicio! Cada día peor”, le confía tía Flor a Yolanda, mostrándole una de sus famosas sonrisas. Las primas se refieren a tía Flor como “la política”, porque es capaz de producir esa sonrisa sin importar las circunstancias. Cuentan que una vez, durante quién sabe cuál revolución, uno de los tíos menores, que era radical, se apareció con su esposa en casa de tía Flor en medio de la noche, pidiendo asilo. Ella los recibió en la puerta con una sonrisa y con un “¡Encantada de que hayan venido a verme!”
“Déjame contarte lo último que pasó en mi casa”, continúa tía Flor. “Ayer, el chofer me estaba llevando a mi novena, y de repente el carro da un brinco hacia adelante y se apaga, en plena calle. Me preocupo, pues tú sabes cómo son las cosas, un carro grande parado en medio de la zona universitaria; y digo: ‘César, ¿qué podrá ser?’ Él se rasca la cabeza: ‘No sé, Doña Flor’. Un hombre muy amable se para a ayudarnos, revisa todo y dice: ‘Pues, su carro se quedó sin gasolina, señora’. ¡Sin gasolina! ¿Te imaginas?” Tía Flor niega con la cabeza. “¡Un chofer que no puede mantener el carro con gasolina! ¡Bienvenida a tu islita!” Luego sonríe, abre su abanico con un giro de la muñeca, y bellas aves silvestres extienden sus alas plateadas.
Tras un tirón posesivo de una de las primitas, Yolanda se deja guiar hacia la mesa del bizcocho, engalanada con un mantel de encaje blanco y servilletas festivas planchadas y almidonadas. Yolanda finge sorpresa al ver que el bizcocho tiene la forma de la isla. “Fue idea de Mami”, explica la niña de Lucinda con una sonrisa resplandeciente.
“Vamos a prenderle velas por todas partes”, añade otra de las primitas. Cual si fuera un fantasma, su carita evoca a alguien de la generación de Yolanda. “ésta tiene que ser la hija de Carmencita”, piensa.
“Por todas partes no”, dice uno de sus hermanos mayores, corrigiéndola. “Las velas son sólo para las ciudades grandes”.
“No. ¡Por todos los lados!”, insiste la reencarnación de Carmencita. “¿Verdad Mami, de punta a punta?”, y se dirige a una mujer cuyo rostro avejentado le resulta menos familiar a Yolanda que las facciones de la niña.
“¡Carmencita!”, exclama Yolanda. “No te había reconocido”.
“Más vieja pero no más sabia”, contesta Carmencita en inglés, producto de sus dos o tres años en un internado en los Estados Unidos. Sólo los varones se quedan allá para estudiar en la universidad. Carmencita continúa en español: “¡Pensamos en darte la bienvenida con un bizcocho isleño!”
“Cinco velas”, cuenta Lucinda. “¡Una por cada año que has estado fuera!”
“Cinco ciudades principales”, grita el primito sabelotodo.
“¡No!”, lo contradice su hermana. La madre de ambos se inclina para terciar en la discusión.
YOLANDA, SUS PRIMAS y sus tías se sientan a esperar que lleguen los fósforos. El sol del atardecer se cuela a través de la trinitaria decidida a escalar las paredes del patio, entrenada para treparse por la pérgola y derramar sus flores rosadas y moradas. El patio de la casa de tía Carmen es el lugar de reunión en el residencial familiar. Ella es la viuda del patriarca de la familia, así que su casa es la más amplia. Donde acaba su patio y comienzan los jardines bien cuidados, hay senderos empedrados que toman rumbos diferentes. Después del bizcocho y los cafecitos, las primas se dispersarán por esos senderos hacia sus respectivos hogares situados dentro del mismo complejo residencial y allí supervisarán a sus cocineras en la preparación de la cena para sus maridos, quienes volverán a casa después del happy hour en algún bar. Una vez, uno de los primos alardeó diciendo que ese rato antes de la cena no debería llamarse así, “hora feliz”, sino más bien “hora de la puta”, y no tuvo el menor inconveniente en explicarle a Yolanda que era el momento del día en que los dominicanos de cierta clase van a visitar a su “querida” antes de llegar a casa y ver a su esposa.
“Cinco años”, dice tía Carmen suspirando. “Vamos a tener que añoñarla esta vez”, y ladea la cabeza para confirmar la colaboración de las demás tías y primas, “para que no se nos vuelva a quedar por allá tanto tiempo”.
“No es bueno”, dice tía Flor. “Ustedes cuatro se pierden por allá”, y sonríe, señalando el cielo con la barbilla.
“¿Cómo están las cuatro?”, pregunta Lucinda guiñando un ojo. Durante los años de adolescencia, en las visitas que hacían en el verano, las cuatro muchachas escandalizaban a sus primas de la isla al hacerles los cuentos de sus aventuras en los Estados Unidos.
Yolanda informa sobre sus hermanas en un español vacilante. Y cuando vuelve a hablar en inglés, un coro la corrige clamando: “¡En español!” Las tías insisten en que, mientras más practique, más rápido recuperará su lengua materna. Sí, y cuando regrese a los Estados Unidos, se va a encontrar con la mente en blanco en algún momento, cuando trate de dar con una palabra en inglés, o será como su mamá, que confunde expresiones comunes. Sólo que Yolanda no está tan segura de que vaya a regresar esta vez. Pero eso es un secreto.
“Cuéntanos en detalle qué quieres hacer mientras estás aquí”, dice Gabriela, la hermosa esposa de Mundín, el príncipe de la familia. El rostro de Gabriela, con su piel muy blanca y los ojos oscuros y dramáticos de una heroína del romanticismo, le recuerda a Yolanda el gesto del amante con las manos entrelazadas sobre el pecho. Pero añade en forma muy directa, lo cual es un alivio: “Si no tienes planes, créeme que acabarás con una cantidad de invitaciones que no vas a poder rechazar”.
“Y si tienes algún antojito, es mejor que nos digas”, concuerda tía Carmen.
“¿Qué es un antojo?”, pregunta Yolanda.
Claro. Sus tías tienen razón. Luego de tantos años lejos, se le está olvidando el español.
“Bueno, no es una palabra sencilla de explicar”, responde ella y cruza una mirada de picardía con las demás tías. ¿Cómo expresarlo? “Un antojo es como las ganas locas de comer algo”.
Gabriela infla las mejillas: “Calorías”.
Un antojo es una palabra española muy antigua, continúa una de las tías mayores. “De mucho antes de que tus Estados Unidos estuvieran en la mente de alguien”, agrega con tono ácido. “De hecho, en el campo puedes encontrar campesinos que la usan en el sentido antiguo. ¡Altagracia!”, grita para llamar a una de las sirvientas que están sentadas al otro extremo del patio. Una anciana diminuta, con el pelo peinado hacia atrás y recogido en un moño blanco apretado, se acerca. Le piden que le explique a Yolanda qué es un antojo. Ella esconde las manos morenas en los bolsillos de su uniforme.
“U’té que sabe”, responde Altagracia en voz baja.
“A ver, Altagracia”, la regaña su patraña.
La criada obedece. “En mi campo decimos que una persona tiene un antojo cuando se apodera de ella un santo que quiere algo”. Altagracia retrocede y, como no la llaman nuevamente, regresa a su banquito.
“Ya les digo lo que quiere mi santo luego de estos cinco años”, dice Yolanda. “Estoy impaciente por comer guayabas. A lo mejor puedo conseguir unas cuantas cuando vaya hacia el norte dentro de unos días”.
“¿Tú sola?”, pregunta tía Carmen, negando con la cabeza ante la simple idea.
“Aquí no es como en Estados Unidos”, dice tía Flor con una sonrisa de sapiencia. “Una mujer no puede viajar sola en este país, y menos en estos tiempos”.
“No va a tener problemas”, añade Gabriela con tono de autoridad. “Mundín se va de viaje, si quieres que te prestemos uno de los carros”.
“¿Te estás volviendo loca, Gabi?”, pregunta Lucinda con expresión de incredulidad. “Un Volvo, en el interior, ¡como están las cosas!”
Gabriela levanta las manos. “¡Está bien! ¡Está bien! Puedes llevarte el Datsun”.
“No quiero molestar a nadie”, dice Yolanda, y retrocede para recostarse silenciosamente en el respaldo de la silla, con la esperanza de haber aprendido, al fin, a dejar que la poderosa ola de la tradición pase a su lado y rompa en alguna otra orilla femenina. Aspira a mantenerse a flote a pesar de las muchas negativas que puedan enfrentar sus planes. Por el rabillo del ojo ve a Iluminada que entra con una caja de fósforos en una bandeja de plata.“Pienso ir en guagua”.
“¡En guagua!”, y el grupo entero estalla en carcajadas. Los primitos se acercan para unirse a las risas, ansiosos de participar en la diversión adulta. “Yolanda, mi amor, de verdad que has pasado demasiado tiempo lejos”, dice Lucinda en tono burlón. “¿Te das cuenta?”, se ríe. “Yoyo encaramándose a una vieja camioneta con todos los campesinos, que llevan sus gallos de pelea, sus chivos y sus puercos”.
Se oyen risas y hay cabezas que se sacuden incrédulas.
“Sé cuidarme”, les dice Yolanda con firmeza. “¿Y qué es ese problema del que hablan tanto?”
“No les hagas caso”, contesta Gabriela agitando la mano como si tratara de espantar un mosquito molesto. Tiene los dedos largos y muy cuidados. Su argolla de compromiso y el anillo de matrimonio están soldados para formar un solo aro grueso. “Así es más fácil”, le dijo una vez, y le entregó el anillo doble para que se lo probara.
“Ha habido ciertos incidentes últimamente”, dice tía Carmen con un tono tranquilo que no deja lugar a que la contradigan. Al fin y al cabo, es la matriarca de la familia.
Como si quisiera confirmar lo anterior, un guardia privado pasa por el lindero del patio, con las armas tintineando, hacia los jardines de atrás. Lleva uniforme caqui, similar al que usa el ejército, y un rifle que le cuelga del hombro. Desde que Yolanda tiene memoria, un muro muy alto ha cercado el residencial. Ella pensaba que servía para protegerlos del mar en caso de que un huracán lo levantara hasta la ladera en la que se habían levantado las casas de la familia.
“Las cosas se ven muy feas”, dice tía Flor con su sonrisa resplandeciente. En el libro de gestos renacentistas, esta sonrisa llevaría un pie de foto con una frase como ‘La dama muestra una sonrisa que no puede evitar’.“Se habla de guerrillas en las montañas, ya sabes”.
Gabriela frunce la nariz. “Mundín dice que esas habladurías son simples rumores”.
Iluminada se desliza hasta el borde del círculo de mujeres para ofrecerle los fósforos a su señora. En la luz del patio, que se va desvaneciendo a cada instante, Yolanda no logra interpretar la expresión de su semblante oscuro.
Tía Carmen se acerca al bizcocho. Empieza a encender las velitas y va dejando los fósforos quemados en la bandeja que Iluminada le sostiene. Una vela para Santo Domingo, otra para Santiago, otra para Puerto Plata. Los niños piden que los dejen encender las ciudades restantes, pero tía Carmen les dice que no, que ya podrán soplar las velas y, por supuesto, comer bizcocho, pero que el fuego es un asunto de adultos. Una vez que las velas están todas encendidas, las primas, tías y niños se reúnen alrededor y cantan “Bienvenida a ti”, cada vez más fuerte, con la melodía del “Feliz Cumpleaños”.
Yolanda contempla el bizcocho. Ante ella relumbra la ruta que ha planeado seguir, partiendo al norte desde la capital, para atravesar las montañas y llegar a la costa. Cuando la canción va llegando a su fin, sus primas la animan a pedir un deseo. Se inclina hacia delante y cierra los ojos. Hay tantas cosas que añora que le cuesta pensar en un solo deseo. Ha habido tantas paradas en el camino de los últimos veintinueve años, desde que su familia dejó atrás la isla. Sus hermanas y ella han llevado una vida tan turbulenta: tantos maridos, tantas casas, trabajos, metidas de pata entre unas y otras. Pero al mirar a sus primas, mujeres con una casa y con autoridad en la voz, pide su deseo: “Que aquí pueda tener mi hogar”. Se imagina a las sirvientas en su grupito callado y misterioso al fondo del patio, a Altagracia con las manos en el regazo.
Cuando abre los ojos, ya lista, media docena de soplidos sustitutos ya han apagado las velas. Estallan los aplausos. Luego hacen erupción pequeños altercados sobre cómo dividir las ciudades del bizcocho: los dos niños de Lucinda quieren que les toque Santiago, ya que el fin de semana pasado fueron allá a volar en planeador. La niña de Lucinda y la de Carmencita insisten en quedarse cada quien con la capital, pues allí nacieron, pero una de ellas está dispuesta a cederla si le dan La Romana, donde su familia tiene una casa en la playa. Pero claro que La Romana ya se la pidió la ahijadita de tía Flor, que sufre de asma y por eso no debe llevársele la contraria. Lucinda, ya ronca de tratar de disciplinar a esa pequeña multitud ruidosa, le entrega el cuchillo a Yolanda. “Es tu bizcocho, Yoyo. Tú decides”.
LA CARRETERA QUE TREPA POR LAS MONTAÑAS es apenas lo suficientemente ancha para que quepan dos carros pequeños. Por eso, en cada curva, Yolanda hace lo que le dijeron: disminuye la velocidad y toca la bocina. Al pasar una curva muy cerrada, encuentra un pequeño altar: la Virgen rodeada de tres cruces de concreto, recientemente encaladas.
Detiene el Datsun y disfruta de su primer instante de soledad desde que llegó. Todas las salidas del residencial han estado acompañadas por alguna de sus encantadoras tías, que le presentan el paisaje como si fuera un espectáculo montado especialmente para que ella lo apreciara.
A su alrededor están las montañas, de un verde oscuro profundo, y el cielo es más un resplandor que un color. La brisa sopla por entre el palmar que hay más abajo y hace crujir sus hojas, de manera que parecieran voces susurrando. Aquí y allá una espiral de humo se eleva desde una ladera, donde un campesino y su familia siguen con su solitaria vida. Esto es lo que Yolanda ha echado de menos durante todos estos años, sin saber que le hacía falta. Allí, de pie en el silencio, le parece que en los Estados Unidos nunca se ha sentido como en casa, nunca.
Cuando percibe el sonido, cree que es el motor de su carro que se olvidó de apagar, pero el ruido va creciendo hasta convertirse en un rugido doliente, como si un motor se estuviera desgarrando. Yolanda alcanza a distinguir un fondo de voces masculinas. Rápidamente se mete en el carro, cierra la puerta y vuelve a la carretera, manteniéndose en el carril derecho.
Una guagua avanza trabajosamente por la curva y le tapa la vista. Una explosión brota por el tubo de escape y el conductor da bocinazos de saludo o de advertencia. Es un viejo autobús militar, cuyo letrero oficial ha sido repintado a brochazos con una pintura que no combina. Los pasajeros la ven en el último momento, y en el lado de la guagua que da hacia ella, los hombres asoman la cabeza por la ventana, gritan y lanzan piropos, enseñan botellas y la increpan. Ella acelera y los deja atrás, gracias al silencioso Datsun cuyo motor bien lubricado sigue subiendo sin problemas por la serpenteante carretera.
En la radio sólo se oye estática, como el sonido del metal de un carro en un choque. Y la distante y apagada voz que se oye en las ondas podría ser la suya, atrapada en un accidente y pidiendo ayuda. “¿Está en inglés o español?”, se pregunta. El poeta que conoció en la fiesta de Lucinda la noche anterior decía que no importaba cuánto hubiera perdido uno de su lengua materna, en el momento de una emoción profunda, volvería a ella. Había hecho que Yolanda se imaginara en toda una serie de circunstancias: “¿En qué idioma haces el amor?”, le había preguntado, mirándola fijamente a los ojos.
LAS LOMAS EMPIEZAN A ACHATARSE para llegar a una meseta, y la carretera se ensancha. A izquierda y derecha van apareciendo puestos de venta. Yolanda los examina, en busca de guayabas. Apiladas en mesas de madera hay frutas que ella no ha visto desde hace años: mangos de un amarillo rosáceo, vainas de tamarindo que destilan su rico jugo, los cajuiles atados a cuerdas para evitar que se magullen entre sí. En otros puestos cuelgan tiras de carne de las ventanas, y las moscas revolotean alrededor. Es difícil creer en la pobreza tan comentada en la radio. Parece que hubiera más que suficiente alimento, de todo menos guayabas.
Tras dejar atrás los puestos de fruta, Yolanda se acerca a un complejo que se parece mucho al de su familia en la capital. Un alto muro de concreto se extiende a lo largo de casi medio kilómetro. Hay un guardián en su puesto, tras un portón de hierro forjado. A través de los barrotes floridos, parece un hombre encerrado en una prisión extrañamente hermosa. Más atrás, siguiendo el camino sombreado, se ve una casa campestre de tres pisos, con una amplia galería alrededor. Estacionado frente a la puerta hay un Mercedes color chocolate. A lo mejor los dueños se refugiaron en su casa de campo para huir de los problemas de la capital. Probablemente hasta son parientes suyos. La docena de familias ricas de la isla se han casado tantas veces entre sí que los árboles genealógicos son un nudo de ramas y raíces. De hecho, sus tías le dieron una lista de nombres de tíos, tías y primos a los que puede visitar por el camino. Junto a cada nombre hay una descripción muy breve de lo que Yolanda puede recordar de cada pariente: “la que tiene una piscina en forma de riñón”, “el gordo”, “el que fue embajador”. Antes de partir del residencial en la capital, Yolanda metió la lista en la guantera. Se las arreglaría por su propia cuenta.
ANTE ELLA SE EXTIENDE un caserío. ALTAMIRA dicen las letras ondulantes pintadas en el techo de zinc de la primera casa. Altamira, una sucesión de casas a ambos lados de la carretera, es el lugar adecuado para estirar las piernas antes de iniciar el descenso hacia la costa, empinado y levemente peligroso (sus tías le advirtieron que era muy peligroso). Yolanda se detiene en una cantina, con techo de caña sostenido por varios postes, piso de cemento y, en pleno centro, una solitaria mesa de picnic sobre la cual revolotea una nube de moscas.
En una de las columnas centrales, hay un amarillento afiche de jabón Palmolive, pegado con grapas. Una mujer rubia, de piel satinada, disfruta una ducha refrescante, con la cabeza inclinada hacia atrás en un gesto de éxtasis y la boca entreabierta en un grito sin palabras.
“¡Buenas!”, saluda Yolanda.
Una mujer añosa sale de una choza que hay tras la cantina, abotonándose una desgarrada bata de casa. La sigue de cerca un niño, que se esconde tras la anciana cada vez que Yolanda le sonríe. Al preguntarle cómo se llama, se interna más entre los pliegues de la falda de la vieja.
“Tendrá que disculparlo, doña, pero es que no está acostumbrado a andar entre la gente”, se excusa la mujer. Al decir gente, se refiere a las personas de dinero que pasan por Altamira camino a los hoteles de playa en la costa norte. “Que cómo te llamas”, repite la vieja, como si Yolanda no hubiera hecho la pregunta en español. El niñito murmura algo mirando al piso. “Habla alto, muchacho”, lo regaña la anciana, y su voz denota algo de orgullo cuando habla por el niño. “Este muchachito que no sabe nada de nada se llama José Duarte, Sánchez y Mella”.
Yolanda se ríe. Tremendo nombre para un niño tan chiquito: los nombres de los tres padres de la patria.
“¿Qué le puedo servir, doña?”, pregunta la vieja. “¿Un refresco? ¿Una Coca-Cola?” Por el orgullo que percibe en la voz, Yolanda se da cuenta de que la anciana quiere complacerla con lo mejor de su menú.
“Le voy a decir qué es lo que me gustaría”. Echa un vistazo a la hilera de árboles que hay detrás del rancho de la mujer. “¿Hay guayabas por aquí?”
El rostro de la anciana se contorsiona. “¿Guayabas?”, murmura, y piensa un instante. “Pues claro, crecen por todas partes, doña. Pero no he visto últimamente”.
“Con su permiso…” José Duarte se ha unido a un grupo de niñitos que aparecieron de la nada y dan vueltas alrededor del carro, presumiendo sobre el número de éstos en el que se han montado. Al oír que Yolanda menciona las guayabas, se adelanta y apunta al otro lado de la carretera, hacia la cima de las lomas que se ven al occidente. “Sé dónde hay un guayabal con fruta madura”. Detrás de él, sus compañeritos asienten.
“¡Ve, entonces!” Su abuela da un pisotón como si tratara de espantar a un animal. “Ve y le traes unas cuantas a la doña”.
Algunos niños cruzan corriendo al otro lado del camino y desaparecen por un sendero empinado en la ladera. Antes de que José pueda seguirlos, Yolanda lo llama. Ella también quiere ir. El niño mira a su abuela. No sabe qué pensar. La mujer niega con la cabeza. La doña se va a acalorar, se va a ensuciar la ropa fina. José le puede traer todas las guayabas que quiera.
“Pero es que saben mejor cuando uno mismo las coge”. Yolanda detecta el tono amenazante en la voz de la vieja, como si se hubiera convertido en escudo de su familia.
Los pocos niños que se quedaron rezagados junto con José, se agrupan en torno al carro. Todos insisten en que se lo están cuidando a la doña. A Yolanda se le ocurre que hay una manera de convertir la situación en una especie de regalo para todos y cada uno. “¿Qué opinan si vamos en el carro?” Los niños se emocionan.
“No es mala idea”, dice la mujer aceptando. Si la doña insiste en ir, puede seguir el camino de tierra y luego pasar a la carretera asfaltada que lleva a los secaderos de café. Señala al sur, hacia la casa grande. Muchos peones toman ese atajo cuando van a trabajar.
Se meten al carro, media docena de niños en el asiento de atrás y José como copiloto, en el asiento junto a Yolanda. Se internan por un camino irregular que sale de la autopista, que se va llenando cada vez más de baches, a medida que avanza por el campo silvestre y desolado. Las ramas rasguñan los lados del carro y los guijarros golpean la parte inferior. Yolanda quisiera dar la vuelta pero no hay espacio para hacerlo. Por último, con un buen chasquido de ramas y palitos contra el cristal delantero, como si el campo se resistiera a dejarlos ir, el carro sale a un terreno más liso bajo la luz del día. A ambos lados del camino hay guayabos. Los niños que se habían adelantado a pie están tirando de las ramas y sacudiéndolas para que suelten una lluvia de fruta.
Yolanda se come varias guayabas allí mismo, disfrutando del tacto de la piel levemente rugosa en su mano, y devorando la blanca pulpa, crujiente y dulce. Los niños la observan.
El grupo se dispersa para recoger guayabas. Yolanda y José, aliados, se alejan del camino que atraviesa el guayabal. Al poco están agachados para evitar enredarse en la densa bóveda de ramas a la altura de la cabeza. Cada nueva adición a la canasta de playa de Yolanda provoca que las demás, apiladas hasta rebasar el borde, se derramen.
EL CAMINO DE VUELTA PARECE mucho más largo que el que los llevó hasta allá. Yolanda empieza a inquietarse por haberse perdido y luego, así como la preocupación engendra más preocupación, cae en la cuenta de que hace rato no ven ni oyen a los otros niños. El encaje de ramas deja entrever centelleos de un cielo que se va apagando. La imagen del guardia en su gelaborada cárcel florida se aparece como un relámpago en su mente. Las hojas de los guayabos, al susurrar, hacen resonar las advertencias de sus viejas tías: te vas a perder, te van a secuestrar, te van a violar, te van a matar.
Algo más adelante, la red de ramas de guayabo se despeja y allá está el sendero y más allá la tranquilizadora visión del carro, a un lado de la carretera. Es un alivio erguirse de nuevo. José apoya su carga en el suelo y endereza la espalda. Yolanda mira al cielo. El sol está bajo en el poniente.
“Los otros deben haber ido a recoger leña”, señala José.
Yolanda mira su reloj; son más de las seis. A este paso, no logrará llegar a la costa al anochecer. Apura a José para que vuelvan al carro, y allí encuentran otro montón de guayabas que los otros niños dejaron en la cuneta. ¡Suficientes para apaciguar de por vida hasta al santo más goloso de la isla!
Las meten en el baúl rápidamente y se suben al carro, pero no han avanzado medio metro cuando el vehículo empieza a sacudirse renqueando horriblemente. Yolanda cierra los ojos y se recuesta contra el volante, para luego voltear a mirar a José. Sus ojos recorren el interior del carro buscando qué es lo que puede andar mal. Este niño no sabrá cambiar una goma pinchada tampoco.
El sol se pondrá pronto y caerá la noche con rapidez, sin ese lento crepúsculo que ocurre en los Estados Unidos. Le explica a José que tienen una goma desinflada y que deben ir a la casa grande. Quienquiera que se ocupe del Mercedes marrón seguramente sabrá cambiar una goma.
“Con su permiso”, dice José. La doña puede esperarlo en el carro, y en un momento él volverá con alguien de donde los Miranda.
Miranda, Miranda… Yolanda se estira para sacar de la guantera la lista que le hizo su tía y, con seguridad, allí estará el apellido. Tía Marina y tío Alejandro Miranda—Altos de Altamira. Una nota detalla que tío Alejandro era el que solía tener caballos ingleses y que les enseñó a las cuatro García a montar. “Muy bien”, le dice al niño.“Ya sé qué vamos a hacer”. Señala su reloj. “Si vuelves para cuando esta manecilla esté aquí, te voy a dar…”, y levanta un dedo, “un dólar”. La boca del niño se abre de sorpresa. Al instante sale corriendo del carro y va ligero hacia donde los Miranda. Yolanda se baja también y camina lentamente, hasta que el niño desaparece en una de las curvas de la carretera.
DESDE EL SENDERO QUE CORTA por entre el monte al otro lado de la carretera, Yolanda oye el sonido de las ramas que alguien va apartando, de palitos que se quiebran bajo pisadas. Dos hombres, uno bajo y moreno, y el otro delgado y de piel más clara, aparecen. Llevan ropas de trabajo muy raídas y manchadas de sudor. Las caras, demacradas. De sus cinturones cuelgan machetes.
Al verla, sus rostros parecen ponerse alerta de repente. Luego miran más allá, al carro. El más moreno habla primero. “¿Es suyo?”
“¿Tiene algún problema?”, habla nuevamente. El más alto la mira de arriba abajo, interesado. Ahora los dos están frente a ella, en la carretera, bloqueándole la huida. Tras escrutarlos sin perder detalle, advierte que ambos son fuertes y bien capaces de atraparla si intentara escapar. Tampoco es que esté en condiciones de salir corriendo, pues de repente parece que sus piernas estuvieran clavadas al suelo. Piensa en la posibilidad de explicar que nada más salió a dar un paseo antes de la cena en la casa grande, para que así los hombres piensen que alguien sabe dónde está ella en ese momento, y que ese alguien vendrá a buscarla si ellos tratan de llevársela. Pero siente la lengua como si fuera un trapo que le hubieran metido en la boca para mantenerla callada.
Los dos hombres cruzan una mirada, que a Yolanda le parece de complicidad.
Luego, el más bajo y más moreno le habla de nuevo. “¿Está bien, señorita?” La mira insistentemente. Es bajo, de la altura de Yolanda, pero da la impresión de ser más alto porque su cuerpo es macizo y sólido, como una pieza de escultura en madera aún inacabada. Su compañero es alto y delgado y su piel es del color de la miel oscura que hace juego con sus ojos del mismo tono. En cualquier otra circunstancia, Yolanda lo hubiera considerado tremendamente atractivo, pero aquí, en la carretera solitaria, con el cielo cada vez más oscuro, su apariencia parece peligrosa, como una carnada para pescarla a ella con la guardia baja.
“¿Podemos ayudarle en algo?”, repite el bajito.
El buen mozo sonríe dando a entender que sabe lo que sucede. Dos hoyuelos alargados y profundos aparecen como tajos a ambos lados de su boca. “Americana”, le dice al más moreno y señala el carro. “No comprende”.
El moreno entrecierra los ojos y estudia a Yolanda un momento. “¿Americana?”, le pregunta, como si no estuviera seguro de cómo clasificarla.
Ella ha estado demasiado aterrada para pensar en una estrategia, pero ahora se le abre un camino por delante. Junta sus manos sobre el pecho, donde siente el corazón galopante, y asiente. Luego, como si esa simple admisión le soltara la lengua, empieza a hablar en inglés, unas cuantas palabras. Primero una disculpa, y después una andanada de explicación: por qué está ella en esa carretera alejada, sola, su antojo de guayabas, que nunca ha sabido cambiar una goma. Los dos hombres la miran sin entender, amansados por su jerigonza. Y cuando menciona el apellido Miranda, los ojos se les encienden con respeto. ¡Está salvada!
Yolanda hace un ademán de inflar con una bomba. El moreno mira a su compañero, que se encoge de hombros desconcertado. Yolanda les hace señas de que la sigan. Y como si al fin hubiera logrado sacar de raíz sus pies enterrados en el suelo, se da cuenta de que puede moverlos e ir hacia el carro.
Los tres se quedan mirando la goma desinflada un momento. Los dos hombres la patean como si la castigaran por haberle fallado a la señorita. Se agachan al lado del carro, en el costado del pasajero, y conversan en voz baja. Yolanda los lleva a la parte trasera del carro, y allí sacan la goma de repuesto de su cavidad, y luego se ponen manos a la obra para armar las piezas del gato, sacando las herramientas de las profundidades del baúl. Dejan los machetes al lado de la carretera, fuera del camino. Por encima de sus cabezas, el cielo está púrpura por el crepúsculo. El sol se rompe sobre las cumbres de las lomas, derramando su yema carmesí.
Una vez que la goma desinflada es reemplazada por la de repuesto, los dos hombres meten la estropeada al baúl y guardan las herramientas. Le entregan a Yolanda las llaves.
“Quisiera darles algo”, empieza, pero las palabras en inglés le suenan huecas en la lengua. Busca en su bolso y saca un fajo de billetes. Lo enrolla y se los ofrece.
El más bajo hace un ademán de rechazo poniendo la mano frente a ella. Yolanda ve que tiene la palma raspada por el roce con el suelo y que la sangre dejó caminos secos en ella. “No, no, señorita. Con mucho gusto”.
Yolanda se vuelve hacia el más alto. “Por favor”, le dice, ofreciéndole los billetes. Pero él también baja la mirada, con el mismo gesto de Iluminada, el mismo de José. Rápidamente, embute el dinero en el bolsillo del hombre.
Los dos recogen sus machetes y se los llevan al hombro, como hacen los soldados con sus fusiles. El alto señala la casa grande. “Directo, Miranda”. Pronuncia las palabras lentamente. Yolanda sigue la dirección que señala su mano. En la escasa luz de lo que queda de día, a duras penas logra ver la carretera ante sí. Es como si el monte de guayabos hubiera crecido sobre ella, entretejiendo sus ramas en una densa estera que se extiende en todas direcciones.
Yolanda estira la mano para estrechar la de los hombres. El bajo no responde al saludo, como si no quisiera ensuciarle la mano a la señorita, pero luego, tras limpiársela en los pantalones, se la da. La piel se siente áspera y seca, como la corteza de un árbol.
Yolanda se sube al carro mientras los dos hombres aguardan un momento en la cuneta para ver si la goma quedó bien. Llega al asfalto y comienza a bajar lentamente por la carretera. Cuando busca a los hombres en el espejo retrovisor, ya han desaparecido en la oscuridad del guayabal.
MÁS ADELANTE, LOS FAROS DIBUJAN la figura de un niño pequeño. Yolanda se inclina y le abre la puerta. La luz del interior del carro se enciende. La cara del niño delata que está conteniendo las lágrimas, y va acunando un brazo con el otro. “El guardián me pegó. Dijo que yo le estaba diciendo mentiras. Que ninguna dominicana que tuviera un carro iba a andar por ahí buscando guayabas a esta hora”.
“No importa, José”, le contesta, dándole palmaditas cariñosas. Siente el hombro huesudo bajo la gastada tela de la camisa. “En todo caso te ganaste el dólar. Cumpliste con tu parte”.
Pero su vergüenza opaca cualquier gusto que pueda producirle la oferta de ella. Yolanda trata de distraerlo preguntándole qué va a comprar con ese dinero; qué es lo que más quisiera tener, pensando que en una próxima visita le traerá al niño su correspondiente antojo. Pero José Duarte, Sánchez y Mella no dice nada, nada más que un murmullo de “gracias” cuando ella lo deja en la cantina con varios dólares más que el que le prometió.
Al resplandor de las luces del carro, Yolanda distingue la silueta de la vieja en el cuadrado negro del umbral, diciendo adiós. Y por encima de la mesa de picnic en el poste cercano, la piel de la mujer Palmolive reluce con su blancura cremosa. Su cabeza sigue echada hacia atrás, la boca aún está abierta, como si llamara a alguien que estuviera muy lejos.