INCLUSO DESPUÉS DE CASARSE y de formar cada una su propia familia, razones por las cuales no era fácil reunirse en muchas ocasiones especiales, las cuatro hijas siempre volvían a casa para el cumpleaños de su padre. Se juntaban, sin maridos o futuros maridos ni trabajo pendiente del que se llevaban a casa. Era parte de la tradición: las hijas volvían solas a casa. El apartamento era muy pequeño para todos, decía el padre. Seguro que sus maridos podrían prescindir de ellas por una noche, ¿o no?
Los esposos no tenían inconveniente, pero los alardes del padre les incomodaban. “¿Cuándo va a entender que ya crecieron y que ahora duermen con nosotros?”
“Pero si casi tiene setenta años, ¡por favor!”, decían las hijas, en defensa del padre. Eran mujeres apasionadas, pero sus afectos se parecían a las raíces, que se hundían en el pasado hacia el viejo.
Así que durante toda una noche, en cada noviembre las hijas volvían a ser las niñitas de su papá. En la sala, abarrotada con los oscuros y grandes muebles de la vieja casa en la que habían crecido, eran niñas de nuevo en una versión más pequeña y sencilla del mundo. En la puerta se repetía la escena del hijo pródigo. El padre abría los brazos para acogerlas, en su inglés dificultoso: “ésta es su casa y eso es algo que no deben olvidar”. Una vez adentro, su madre se preocupaba al verlas, con la ropa desaliñada, el pelo largo y suelto, o porque se veían cansadas, demasiado flacas, demasiado arregladas, y así sucesivamente.
Luego de unas cuantas copas de vino, el padre empezaba a hablar de lo que debería hacerse si él no llegaba a su siguiente cumpleaños. “Por favor, Papi”, decían las hijas para tratar de persuadirlo de lo contrario, como si morir fuera un acto de modestia de su parte y ellas tuvieran que convencerlo de seguir vivo. Después del bizcocho y las velitas, él distribuía unos sobres abultados que se sentían como acolchados, y en ellos había varios cientos de dólares en billetes de diez, de veinte y de cinco, dispuestos todos de la misma manera, y el de más arriba venía firmado por el padre, como si los hubiera marcado. “¿Por qué no les entregaba un cheque?”, comentaban las hijas más tarde, mientras charlaban en su habitación y contaban el dinero para asegurarse de que les había dado a todas lo mismo y no tenía favoritismos. “¿Sería ilegal que su padre fuera ahorrando y ocultando semejante suma de dinero?” Y aunque ninguna de ellas lo podía creer —y tan sólo de pensarlo era como una explosión diminuta y maravillosa en sus cabezas— se preguntaban si estaría metido en alguna red de narcotráfico o si haría abortos clandestinos en su consultorio.
En la mesa siempre se producía un amago para tratar de devolver los sobres. “No, no, Papi. Al fin y al cabo es tu cumpleaños”.
El padre les decía que había mucho más en el lugar de donde provenía ese dinero. La revolución en la patria había fracasado. La mayoría de sus compañeros habían sido asesinados o sobornados. Él había huido a otro país, y ahora no tenía a nadie más que a sí mismo. Por eso, lo que ganara era para sus niñas. Nunca les daba dinero a sus hijas cuando sus esposos andaban cerca. “Puede ser que me malinterpreten”, había dicho una vez, y a pesar de que las hijas nunca sabían exactamente lo que el padre quería dar a entender, todas tenían clara la insinuación: “No traigan a sus maridos a casa para mi cumpleaños”.
Pero este año, para el cumpleaños número setenta, la hija menor, Sofía, quería organizar el festejo en su casa. Su hijito había nacido el verano anterior, y no quería irse de viaje con un bebé de cuatro meses y su niñita. Además, de todas las hijas, ella era la que menos quería dejar de asistir porque, por primera vez desde que se había fugado con su esposo seis años atrás, ella y su padre habían vuelto a dirigirse la palabra. De hecho, el viejo había ido a verla, más bien a ver a su nieto, dos veces. Era un gran triunfo que Sofía hubiera tenido un varoncito, el primero que nacía en la familia en dos generaciones. Por eso el bebé iba a ser bautizado con el nombre de su abuelo, Carlos, y su segundo nombre sería el apellido de soltera de Sofía (cosa usual en los Estados Unidos), de manera que algo que el viejo jamás había soñado con ese “harén de cuatro mujercitas”, como le gustaba decir en broma, era que su nombre sobreviviera en ese nuevo país, y ahora sería realidad.
En sus dos visitas anteriores, el abuelo se había mantenido en guardia junto a la cuna el día entero, hablándole al pequeño Carlos. “Carlos V, Carlos Dickens, el príncipe Carlos”. Enumeraba la lista de los Carlos famosos para despertar algo de ambición genética en el niño.“Carlomagno”, le decía en tono de arrullo también, pues el bebé era grande con pelusa rubia en la piel rosada clara, y con ojos azules como los de su padre que era alemán. Todos los sueños caribeños del abuelo por tener un heredero varón y por la rubia apariencia nórdica habían aflorado. Ahora había buena sangre en la familia, para contrarrestar un posible error de escogencia de pareja por parte de una de las mujeres.
“Como naciste aquí, hasta puedes llegar a ser presidente”, le canturreaba. “También podrás ir a la luna, o tal vez a Marte, cuando tengas mi edad”.
Su conversación infantil machista le revivió a Sofía el antagonismo que sentía hacia su padre. Era detestable que él prosiguiera con sus alabanzas mientras a su lado estaba su nietecita, con los ojos muy abiertos y tristes al oír todas las cosas que su hermanito, que no era más grande que una de sus muñecas, podría llegar a hacer por el simple hecho de ser varón. “Haz algo para que se calle”, le pidió Sofía a su esposo. Entre los yernos, Otto era el más alegre y de mejor carácter. Sus cuñadas se referían a él como “el consejero de campamento de verano”. Otto se acercó al abuelo. Ambos hombres miraron con cariño al nuevo vikingo.
“Llegarás a ser tan importante como tu papá”, dijo el abuelo. Era la primera vez que el suegro le dirigía un cumplido a alguno de los yernos de la familia. No había manera de que Otto fuera a reconvenir al viejo después de eso. “Es un buen niño, ¿cierto, Papi?” El acento alemán de Otto se acentuaba más con el tinte afectuoso. Le dio una palmada amistosa a su suegro en los hombros. Ahora eran amigos.
A pesar de que el padre había hecho las paces con su yerno, aún quedaba algo de tensión con su propia hija. A su llegada, ella había corrido a abrazarlo en la puerta, pero él se puso tieso ante el abrazo y se la sacudió de encima con amabilidad. “Déjame poner en el suelo estas maletas tan pesadas, Sofía”. Él jamás la había llamado por su apodo familiar, Fifi, ni siquiera cuando todavía vivía en casa. Siempre había tenido problemas con la menor, por rebelde, y su huida de casa no había ayudado para nada. “No quiero tener casquivanas en la familia”, les había advertido a sus hijas. Las advertencias se pronunciaban en forma colectiva porque a pesar de que había una hija transgresora de turno, a ninguna mujer le venía mal una buena dosis extra de reconvención.
Sus hijas habían tenido que aguantar este tipo de actitud en una época que ya no aplaudía tal cosa. Habían crecido a finales de los sesenta, en los días en los que usar jeans y pendientes en forma de aros, fumar un poquito de marihuana y dormir con los compañeros de curso eran actos políticos en contra del poder militar e industrial. Pero levantarse contra su padre era una cosa completamente distinta. Incluso ya de adultas, bajaban la voz si andaban cerca de su padre y estaban hablando sobre los placeres del cuerpo. ¡Y eso que ya eran todas unas profesionales, las tres, con sus diplomas colgados en la pared!
Sofía era la única sin diplomas. Siempre había hecho las cosas a su manera, y les daba poca importancia a sus decisiones al llamarlas “accidentes”. De las cuatro, era considerada la menos agraciada de todas, con su cuerpo alto, de huesos grandes, y su cara de rasgos notorios. Y sin embargo, era la que siempre tenía novio, según decían sus hermanas, con algo de sorpresa y de envidia. La admiraban y siempre le pedían consejo en asuntos de hombres. La tercera hija había compartido su habitación con Sofía, de niñas. Le gustaba observar a su hermana revolotear por el cuarto mientras se alistaba para acostarse, cepillándose el pelo y sujetándolo con un gancho antes de meterse entre las sábanas como si alguien la esperara allí. En la oscuridad de la noche, Fifi despedía un aroma fresco y sano de piel limpia. A la tercera hija, que siempre era tan temerosa e insegura y que tenía tantos problemas con los hombres, le agradaba. La respiración de su hermana en la oscuridad del cuarto era como tener un animal fuerte y manso al pie de su cama, listo para protegerla.
La menor había sido la primera en irse de casa. Se había retirado de la universidad, enamorada. Había aceptado un puesto de secretaria y seguía viviendo en casa porque su padre había amenazado con desheredarla si se iba a vivir por su cuenta. En unas vacaciones se había ido a Colombia porque su novio de ese entonces viajaría allá, y como no podía pasar la noche con él en Nueva York, tenía que viajar miles de kilómetros para dormir con él. En Bogotá descubrieron que, una vez que lograron probar el fruto prohibido, perdieron el apetito. Terminaron. Ella conoció a un turista en la calle, un alemán cualquiera, y eso fue todo. La muchacha no había pasado más que unos pocos días de su vida adulta sin novio. Se enamoraron.
De camino a casa, tiró su diafragma en el primer zafacón del aeropuerto John F. Kennedy. No pensaba correr ningún riesgo, pero su padre sospechaba algo. Durante meses se mantuvo al acecho. A la primera oportunidad, revisó los cajones de su hija menor “buscando su cortaúñas”, y allí encontró el paquete de cartas de amor. La letra pequeña y correcta del alemán decía cosas indecibles… en las delgadas hojas azules de papel de carta se recreaban conversaciones de alcoba.
“¿Qué significa todo esto?” El padre sacudió las cartas en su cara. Estaban sentadas a la mesa, las cuatro hermanas, conversando, y su padre había irrumpido, golpeando el paquete contra su pierna como si fuera un látigo, y la cinta de satén con la cual Sofía lo había atado colgaba donde su padre la había desamarrado, y luego la había enrollado alrededor del paquete, en un esfuerzo por contener la mala conducta de su hija menor.
“Dame eso”, gritó ella, embistiéndolo.
El padre levantó la mano que sostenía las cartas por encima de las cabezas, como la estatua de la Libertad con su antorcha en alto. Pero se olvidó de que esta hija era tan alta como él. Le agarró el brazo, lo bajó y le quitó las cartas, como si fueran un bebé que él le hubiera arrebatado del pecho. Parecía una furia biológica y no una de tipo romántico.
Tras la conmoción inicial, el padre recobró su propia furia. “¿Te desfloró? Eso es lo que quiero saber. ¿Ya se fueron detrás de la palma? ¿Estás empañando mi buen nombre? ¡Eso es lo que quiero saber!” El padre gritaba enloquecido, justo en la cara de la hija menor, pregunta tras pregunta, y no le daba a ella oportunidad de responder. La cara se le enrojeció de ira pero la de ella era aun más fiera por lo impasible. Parecía una pálida luna de marfil, que atraía más y más la marea de la furia de su padre, hasta que pareció que él iba a ahogarse en su propio torrente iracundo.
Sus hermanas, preocupadas, se levantaron y dos lo tomaron por los brazos, tratando de persuadirlo como enfermeras, y la tercera lo tomó por la parte baja de la espalda, como si fuera un niño afiebrado. “Vamos, Papi, tranquilízate. Calmémonos. Hablemos en paz, que al fin y al cabo somos una familia”.
“¿Eres una puta?”, interrogó el padre. En las mejillas de su hija había gotitas de saliva por la cercanía de la boca del padre a su cara.
“¡Eso no es asunto tuyo, coño!”, respondió ella con una voz grave, horrísona, como el gruñido de un animal que quisiera lastimarlo. “¡No tienes derecho, ningún derecho a meterte con mis cosas o a leer mis cartas!” Las lágrimas se le salían, y resoplaba al respirar.
La boca del padre se abrió, tomando la forma de un pequeño cero de conmoción. Sin decir nada, Sofía se levantó y salió del cuarto. Por lo general, en sus berrinches de adolescente, esta hija solía abandonar la casa y volver horas más tarde, aplacada, renovada con la dulzura que le era natural, trayendo regalitos insignificantes para toda la familia: imanes para el refrigerador, bolitas de peluche con ojos juguetones.
Pero esta vez la oyeron en el piso de arriba, abriendo y cerrando gavetas, yendo y viniendo entre la cama y el clóset. Abajo, el padre recorrió todos los cuartos, con sus tres hijas que lo arrinconaban mientras el otro gran poder de la casa, metódicamente y como si tuviera todo el tiempo del mundo, abotonaba y doblaba toda su ropa, empacaba sus maletas, y dejaba la casa para siempre. De alguna manera llegó a Alemania y logró que el hombre se casara con ella. Para restregarle en la cara al padre que tanto ambicionaba que entraran presidentes y genios a la familia, el don nadie alemán resultó ser un químico reconocido en todo el mundo. Pero la hija no era de carácter mezquino. Qué le importaba lo que hiciera Otto para ganarse la vida si fue ella la que se presentó ante su puerta y se le ofreció.
“Puedo amarte tanto como cualquier otra mujer”, dijo.“Si tú también puedes amarme tanto como cualquier otro, casémonos”.
“Entra y hablamos”, dijo Otto, o al menos así decía la historia.
“Sí o no”, respondió Sofía. Así nomás, en una noche de nevada, alguien a la puerta y la corriente helada que se colaba por el hueco. “No podía permitir que la pobre se congelara”, presumió Otto luego.
“Te habría matado”, dijo Sofía, poniendo su gran mano en el hombro de Otto, y uno podía ver cómo debían ser las cosas en la oscuridad de sus encuentros sexuales. De luna de miel viajaron a Grecia, y Sofía les envió postales a sus padres y hermanas, como cualquier recién casada. “La estamos pasando de maravilla. Ojalá estuvieran aquí”.
Pero el padre mantuvo su actitud vengativa. Durante meses nadie pudo mencionar el nombre de la hija en su presencia, a pesar de que no logró evitar llamarlas a todas “Sofía”, para enseguida corregirse. Cuando nació la bebé de su hija menor, su esposa decidió que ya era suficiente. Si él quería, podía irse a la tumba con su enojo. En cuanto a ella, iba a viajar a Michigan, donde Otto había conseguido trabajo, para conocer a su primera nieta.
A última hora, el padre cedió y viajó con ella, pero bien hubiera podido quedarse en casa. Permaneció triste y silencioso durante toda la estadía, sin importar cuántas veces Sofía y sus hermanas trataron de involucrarlo en la conversación. El alejamiento total era preferible a este hombro frío que él prestaba. Pero Sofía lo intentó de nuevo. Al siguiente cumpleaños del viejo, se apareció en el apartamento de sus padres con su hija pequeña. “¡Sorpresa!”, y hubo una reconciliación de algún tipo. El padre primero trató de estrecharle la mano. Frustrado, le dio un abrazo distante antes de recibir a la bebé en sus brazos, bajo la vigilante mirada de su esposa. Después de eso, año tras año, la hija asistió al cumpleaños de su padre y, tal como lo hacen las mujeres, aplacó y cosió y vendó los sentimientos heridos. Pero allí estaba, bajo el tejido social, la herida abierta. El padre se rehusaba a poner un pie en la casa de su hija. Pocas veces se hablaban. El padre se dirigía a ella en público con el mismo tono de voz que usaba con sus yernos.
Pero ahora se acercaba su cumpleaños número setenta, y había aceptado que la celebración se organizara en casa de Sofía. El bautizo del pequeño Carlos se había programado para la mañana, de manera que el gran acontecimiento fuera la fiesta de Papi Carlos en la noche. Fue una jugada maestra de la hija menor lograr reunir a la familia dispersa para pasar un fin de semana en Michigan. Pero el verdadero golpe de gracia fue que se las arregló para incluir a los maridos ese año. “Los maridos vienen, los maridos vienen”, bromeaban las hermanas. Sofía le atribuyó el logro al pequeño Carlos. El niño les había abierto la puerta a los otros hombres de la familia.
Pero el tanto que la hija menor más anhelaba anotar era reconciliarse con su padre con todas las de la ley. Iba a organizarle una fiesta que no olvidaría. Durante semanas planificó qué iban a comer, dónde dormirían todos, cuál sería la diversión. Llamaba a sus hermanas para comentar todos los detalles y saber qué opinaban. En casi todo estuvieron de acuerdo con ella: un grupo musical, gorritos de papel, globos, botones con el lema “El mejor papá del mundo”. Todo sería muy exagerado e ingenuo y afectuoso, tal como ellas sabían que le gustaría a él. Sofía pensó fugazmente en una bailarina de vientre o una chica que saliera de un bizcocho enorme. Pero la tercera hija, que luego de su reciente divorcio se había convertido en feminista, opinó que consideraba ofensivos esos espectáculos de machos. Estaba de acuerdo con el plan de los músicos y pagaría su parte. Sus tres hermanas podían compartir los gastos de lo demás entre ellas si querían ser sexistas. Con enorme paciencia, Sofía diseñó un fin de semana que no ofendiera a nadie. Iban a pasarla bien en su casa para festejar los setenta años del viejo, así ella se muriera en el intento.
La noche de la fiesta, la familia cenó temprano antes de que los músicos y los invitados llegaran. Cada hija brindó por los dos Carlos. Los yernos se dirigían a Carlos grande como “Papi”. El pequeño Carlos, que más parecía una niñita con su largo y blanco faldón de bautizo, lloró todo el tiempo, y su pobre madre no tuvo un instante de paz entre servir la cena que había preparado para los demás y darle la suya al bebé. El teléfono no dejó de sonar, con parientes de la vieja patria que llamaban a felicitar al viejo. Los brindis que las hijas habían preparado fueron interrumpidos una y otra vez. A pesar de todo eso, la mirada del padre se nubló con lágrimas en más de una ocasión, cuando las cuatro hijas evocaron la trayectoria de su vida.
Esa noche se veía viejo; cada uno de sus setenta años se le notaba en la cara. A lo mejor era el exceso de vino que le había ensombrecido la tez, y su pelo, cejas y bigotes se destacaban con una blancura inusual. Sin embargo, se animó un poco con los regalos: aparatos y libros y trofeos de escritorio de sus hijas, y tarjetas con largos textos dentro “para el mejor Papi del mundo”, que el viejo quería leer en voz alta. “¡No, Papi, no son para todo el mundo!”, lo interrumpían sus hijas, acercándose a él, para ahorrarse la vergüenza de oír en público sus manifestaciones de cariño. Su esposa le regaló un reloj de oro. La tercera hija dijo en tono de broma que de esa manera las compañías premiaban a sus empleados al jubilarse, pero cuando la madre la miró molesta, se calló. Luego vinieron los regalos de los hombres, cinturones y carteras para las tarjetas de crédito.
“Cosas que de verdad me hacían falta”. El padre fue muy cortés. Apiló las tarjetas y se las metió en el bolsillo para leerlas después con calma. Los yernos sabían bien que el padre los observaba celosamente, en busca de señales de indiferencia o de egoísmo. En cuanto a las muchachas, incluso después de haberle dedicado los brindis, y de que se abrieran los regalos, y que el padre los hubiera sacado de en medio con la ayuda de la pequeña nieta, después de todo eso, las hijas sintieron que había algo más que él esperaba y que aún no le habían dado.
Pero aún quedaba suficiente celebración como para creer que el padre recibiría cualquier cosa que le hiciera falta para el largo y solitario año que tenía por delante. Los músicos llegaron, tres hombres de mediana edad, cada uno con su copete plateado peinado hacia atrás con un exceso de brillantina. El grupo, “Danny y sus Muchachos”, instaló un cartel con el nombre apoyado contra la chimenea. Uno tenía un acordeón, el otro un violín, y el tercero tocaba lo que hiciera falta, ya fueran maracas, triángulo o tambor. Tocaron música de películas, polkas, tonadas conocidas de esas que uno podía tararear. Las canciones sentimentalonas se las dedicaban a “Poppy” o a “su encantadora esposa”. Al padre le gustó el grupo. “Bien escogido”, dijo felicitando a Otto. El carácter de la hija menor se disparaba con facilidad luego de todo lo que había comido y bebido. Entrecerró los ojos mirando a su sonriente marido y se llevó la mano a la cadera. Como si Otto hubiera movido un dedo en los largos meses de preparación de la fiesta.
Los invitados empezaron a llegar, muchos de ellos contando que se habían perdido en el camino, por culpa de los suburbios oscuros e intrincados como laberintos, con sus zonas verdes y calles sin salida. Los colegas solteros de Otto echaron un vistazo a la sala, tratando de distinguir a la hermana recién divorciada de la cual tanto habían oído. Pero no veían a ninguna tan bella, divertida o talentosa como la tercera hermana que Sofía les había pintado. Además, la mayoría de estos amigos estaban medio enamorados de Sofía, y era a ella a quien buscaban en la sala atestada.
Había un enorme bizcocho de chocolate en forma de corazón dispuesto en el largo buffet con setenta y una velitas, una para atraer la buena suerte. La nieta y sus tías las habían contado para luego ponerlas en el bizcocho formando una diagonal sobre el corazón. Eran velas de broma, de las que no se apagan. Más tarde, al encenderlas, formaron una flecha llameante que no cedió a los intentos de apagarla. El bar estaba al lado del corazón, y a la medianoche, cuando los músicos entonaron nuevamente “Happy Birthday, Poppy”, todos los asistentes habían comido y bebido demasiado.
Habían estado jugando diversos juegos durante la velada. Los músicos se prestaron a jugar a las sillas musicales pero luego de que se rompieron dos asientos del comedor, dejaron de jugar. Además, la tercera hermana se había desbocado, y convertía en su propia silla musical el regazo del hombre que tuviera más a la mano. El padre se sentó sin decir nada. Contemplaba toda la escena con desaprobación.
De hecho, a medida que avanzaba la noche, el padre se iba retrayendo más y más. Rodeado por sus hijas y sus maridos y amigos inteligentes, elegantes y cultos, parecía darse cuenta de que no era más que un viejo sentado en casa de ellos, que se comía su cordero asado y se entrometía en su vida. Las hijas prácticamente alcanzaban a oír sus pensamientos dentro de su propia cabeza. Él, que había pagado el costo de enderezarles los dientes y corregir su acento en inglés en colegios caros, no significaba ya nada para ellas. Todos los que estaban en esa habitación iban a sobrevivido, hasta los tontos músicos de la banda que parecían niños. ¿Qué era eso de ganarse la vida tocando canciones de cumpleaños? ¿Cómo iban a poder ganarse el dinero suficiente para darles a sus hijas vestidos finos y mandarlas a Europa durante el verano para que no se aburrieran? ¿Dónde se habían metido los hombres del mundo? Todos y cada uno de sus yernos eran simples muchachos inmaduros, eso lo veía con total claridad. Incluso Otto, el famoso científico, no era más que un niño de colegio dedicado a resolver una larga división con su lápiz. El nuevo yerno le producía casi lástima, pues veía que no iba a aguantar a su segunda hija, tan voluntariosa. Ella ya lo tenía dándole masajes en la espalda y yendo a buscar cigarrillos en medio de la noche. Pero ya no tenía que preocuparse por sus niñas. Ni por su esposa, para el efecto. Allí estaba ella sentada, preciosa y delgada como una niña, sonriendo con timidez cuando le dedicaban una canción. Le daba unos ocho, o quizás nueve meses de viudez, y sabía que luego encontraría a alguien con quien compartir la vejez gracias a su seguro de vida.
La tercera hija pensó en un juego para atraer nuevamente a su padre hacia la fiesta. Tomó una de las suaves frazaditas del bebé, le vendó los ojos a su padre con ella, y lo llevó a una silla en el centro de la habitación. Las mujeres aplaudieron. Los hombres se sentaron. El padre fingió no entender qué pretendían sus hijas. “¿Cómo se juega esto, Mami?”
“Tienes que defenderte por tu cuenta, Dad”, dijo la madre riendo. Era la única de la familia que lo llamaba por su nombre en inglés.
“¿Estás listo, Papi?”, preguntó la mayor.
“Estoy listo”, contestó él en inglés, con su acento pronunciado.
“Bien. Ahora, adivina quién es la persona que se te acerca”, dijo la mayor. Ella siempre era la que tomaba el mando. Así funcionaban las cosas entre las hijas.
El padre asintió, con las cejas levantadas. Se aferró a la silla, emocionado, un poco asustado, como un niño que está a punto de oír una pregunta difícil cuya respuesta conoce.
La mayor le hizo señas a la tercera, que se internó en el círculo que las mujeres habían hecho alrededor del viejo. Le dio un beso filial en la mejilla.
“¿Quién fue, Papi?”, preguntó la mayor.
El padre se rió de puro gusto y al principio no lograba pronunciar las palabras. Había bebido demasiado. “Ésa fue Mami”, respondió en una vocecita tímida.
“¡No! ¡No fue ella!”, gritaron todas las mujeres.
“¿Carla?”, intentó con la mayor. Iba en orden de edad, de una en una. “¡No fue ella!”, más gritos.
“¿Sandi? ¿Yoyo?”
“Adivinaste”, dijo su tercera hija.
Las mujeres aplaudieron; algunas se doblaban de la risa. Todos habían bebido más de la cuenta. Y el viejo también se la estaba pasando bien.
“Okay, viene otra”, dijo la mayor retomando el juego. Se llevó el dedo índice a los labios, miró a toda la concurrencia para dar a entender sus intenciones, dio la vuelta alrededor del viejo sin hacer ruido, y lo besó desde atrás en la parte superior de la cabeza. Luego volvió en puntas de pie adonde estaba inicialmente. “¿Quién fue, Papi?”, preguntó con total inocencia.
“¿Mami?” Su voz ascendió en tono, mostrándolo expuesto y vulnerable. Luego se hundió en sus certezas habituales. “Fue Mami”.
“Yo estoy fuera del juego”, dijo su esposa desde el sofá donde al fin se había dejado vencer por el agotamiento.
El padre nunca daba el nombre de ninguna de las demás mujeres que había en la habitación. Hubiera sido irrespetuoso. Además, sus nombres en inglés le sonaban raros, y eran difíciles de pronunciar y de recordar. Le quedaba el beneficio de los besos encubiertos de sus hijas. Cada vez, el padre repasaba la sucesión de nombres en orden descendente: “¿Carla?”, “¿Sandi?”, “¿Yoyo?” A veces alteraba el orden y ponía a la tercera de primera, o a la mayor de segunda.
Sofía había estado en su habitación, ocupándose de su hijito, que se desesperaba con todo el ruido que había en la casa. Volvió a la sala, abotonándose el frente del vestido, y se encontró con el juego. “Ooooh”, y miró hacia lo alto levantando las cejas.“Las cosas se están poniendo picantes por aquí, ¿no?” Movió las caderas imitando giros, y todos los hombres se rieron. Empujó a sus amigas a la rueda y le dijo en secreto a su niña que le plantara el siguiente beso a su abuelo en la nariz. Todas las mujeres le dieron besitos castos y rozaron con los labios la cara del viejo. La segunda hija se sentó un instante sobre las piernas del viejo y cloqueó bajo su barbilla. Siempre que el padre se equivocaba de persona, la menor se reía ruidosamente. Pero pronto se dio cuenta de que él nunca decía su nombre. Después de todos sus esfuerzos, no la incluía en su cuenta de hijas. ¡Maldita sea! ¡Ella ya se encargaría de hacerle saber que era ella!
Rápidamente, se metió en el círculo y le dio al viejo un beso húmedo en la oreja. Le pasó la lengua por los laberintos de la oreja y le mordisqueó la punta. Luego retrocedió.
“Oh, la la”, dijo riendo la mayor. “¿Quién fue ésa, Papi?”
El viejo no respondió. La sonrisa que había rondado sus labios durante todo el juego había desaparecido. Estaba sentado erguido, alerta. Hubo una larga pausa, y todos se inclinaron hacia adelante a la espera de que el padre recitara la retahíla de nombres empezando con “¿Mami?”
Pero no pronunció el nombre de su esposa. Se arrancó la venda como si fuera un cuerpo infeccioso cuya enfermedad pudiera contagiarlo. La frazadita cayó en un montecito mullido junto a su silla. La cara se le había oscurecido de la vergüenza de haberse excitado en público por causa de una de sus hijas. Las miró de una en una. Su mirada titubeó. En la cara de la menor estaba la mirada brillante e impasible que él recordaba del día en que le había arrebatado las cartas de amor de las manos.
“Ya basta de todo eso”, ordenó en voz grave y furibunda. Y así era: su fiesta se había terminado.