La historia de Rudy Elmenhurst

  Yolanda

NOS TURNAMOS EL PAPEL de la más atrevida entre las cuatro hermanas. Primero fue una, luego otra; cada una iba confesando sus pecados en las noches de las vacaciones una vez que los padres se acostaban, y que habíamos revisado varias veces el pasillo para asegurarnos de que no hubiera moros en la costa. Fifi, la menor de las cuatro, fue la que sostuvo el título de la más atrevida por más tiempo, si bien Sandi, por ser tan bonita y tener tantas oportunidades, le hizo seria competencia. Varias veces fue Carla, la mayor siempre responsable, la que hizo alguna locura. Pero siempre insistía en que lo había hecho para ganar terreno para las cuatro. Así que sus malos pasos rebosaban buenas intenciones y nunca eran tan sustanciosos como los de Fifi. A nuestra exclamación de“¡Uao! Fifi, ¿cómo pudiste hacer eso?”, ella respondía con una sonrisa de niña mala y una adaptación del eslogan de Alka-Seltzer de ese entonces: “Pruébelo. Le va a encantar”.

Durante unos pocos años agitados, fui yo la que tuvo la reputación de alocada entre mis hermanas. Supongo que comenzó en el internado cuando me empezaron a visitar muchos muchachos, y a pesar de que ninguno de esos romeos duró lo suficiente como para que pudiera hablarse de una relación, mis hermanas dedujeron erróneamente por la cantidad que yo era toda una vampiresa. En ese tiempo yo tenía lo que uno de mis profesores llamó “una personalidad vivaz”. Tuve que buscar la palabra en el diccionario y sentí alivio al descubrir que no implicaba que yo tuviera problemas. El inglés todavía era una especie de regalo sorpresa para mí. Hasta que no abría el diccionario, no sabía si me habían insultado o si me habían elogiado, si había sido una advertencia o una crítica. Esos muchachos de secundaria tan tímidos en nuestras fiestas, con sus atractivas manos largas y caras sonrojadas, sí que podía hacerlos reír. Les podía hacer creer que de verdad habían entrado en conversación con una jovencita. No había tarde de sábado o mañana de domingo, después de misa, en que no tuviera visitas. Un grupo de muchachos del internado masculino compañero del mío bajaba por la colina y se instalaba en nuestro salón para alejarse de su dormitorio, y quizás aprovechaban el camino para fumarse un cigarrillo a escondidas, o beberse un trago de una petaca. En la recepción tenían que dar el nombre de una alumna, y algunos decían el mío. Eso no tenía nada que ver con que yo fuera llamativa en algún sentido. Era pura y simple vivacidad.

Cuando me fui a la universidad, esa vivacidad terminó por volverse en mi contra. Conocía a alguien, la conversación fluía bien, iban a visitarme, pero poco después, justo cuando mi corazón empezaba a alargar sus zarcillos de apego, ese alguien se alejaba. Si no lograba mantener su interés, la razón era muy sencilla: no me iba a la cama con ellos. En mi época de universitaria, a finales de los años sesenta, todas dormían con todos por principio. Para ese entonces, yo me había alejado del catolicismo. Mis hermanas y yo nos habíamos americanizado bastante bien desde la llegada a los Estados Unidos, diez años antes, así que en realidad no tenía una buena excusa para no portarme como los demás. ¿Por qué no me acosté con alguien tan persistente como Rudy Elmenhurst? Es un misterio que estoy tratando de explorar en este momento, desmenuzando y disecando tal como aprendimos a hacer con los poemas y cuentos de los demás en la clase de literatura inglesa, donde conocí a Rudolf Brodermann Elmenhurst III.

Rudolf Brodermann Elmenhurst III no apareció por el salón hasta unos diez minutos después de que empezara la clase. Yo, en cambio, había sido la primera en llegar, y había escogido un lugar en la mesa del seminario, cerca de la puerta. Pero como la mesa era redonda, estaba tan expuesta allí como en cualquier otro puesto. Los demás fueron llegando, los genios de literatura inglesa. Sabía que eran especiales por sus jeans y sus camisetas, sus irónicas miradas de complicidad cuando se hacía referencia a obras literarias muy abstrusas. Las chicas no estaban todas tejiendo en clase, como las que estudiaban educación o sociología. Yo ya había empezado a escribir por mi cuenta desde hacía un tiempo, pero éste era mi primer curso de literatura en lengua inglesa desde que había convencido a mis padres de que me dejaran transferirme a esa facultad mixta el otoño anterior.

En mi lugar de la mesa, empecé por sacar mi cuaderno y cada uno de los textos requeridos y recomendados para el curso, que yo ya había comprado. Los apilé frente a mí, como si fueran mis credenciales. La mayoría de los demás se lo tomaba con más calma y no había hecho algo tan apresurado como comprar todos los libros necesarios. El profesor entró al salón. Era un tipo joven, con suéter de cuello de tortuga y saco, el uniforme de los profesores que tenían cierto algo en aquella época. Tenía esa agudeza de los que aún no tienen un puesto fijo en la universidad, y se veía demasiado ansioso, entregaba demasiado material, y repetía demasiado “siéntanse en entera libertad para…” en su programa, en el cual incluía el teléfono de su casa junto al de su oficina. Pasó la lista, reconoció a la mayoría de los demás estudiantes con apodos y bromas y comentarios, y al tropezar con mi nombre, me lanzó una sonrisa fingida, que yo ya había aprendido a identificar como algo que se les ofrecía a los “estudiantes extranjeros” para mostrarles que los nativos eran amistosos. Me sentí terriblemente fuera de lugar. La única persona con la que parecía tener algo en común era el ausente Rudolf Brodermann Elmenhurst III, que también tenía un nombre extraño y que también estaba fuera de lugar por el simple hecho de no estar allí.

Estábamos inmersos en la logística de cómo sacar copias para los talleres cuando un joven entró, tarde. Era uno de esos muchachos que acaban de superar un brote de acné adolescente para meterse en una cara masculina, plagada de cicatrices, de niño malo. Era un tipo que seguramente pasarían por alto las bellezas de la clase en su búsqueda de novios. Te ni a una sonrisa irónica en los labios y ojos con mirada de alcoba, una expresión que no se usa desde hace tiempo. Era un tipo que podía romperle a uno el corazón. Pero no había manera de saber todo eso si uno se dejaba llevar nada más por el sonido de su nombre, cosa que yo sí hice, en un desliz de inmigrante, la literalidad. Pensé que llegaría tarde porque acababa de viajar apresuradamente desde su diminuta baronía en algún lugar de Austria.

El profesor interrumpió la clase. “¿Rudolf Brodermann Elmenhurst III, supongo?”, preguntó, parodiando a Stanley cuando encontró al doctor Livingstone, el perdido explorador, en el corazón del África. Todos se rieron, incluido este tipo. Me pareció admirable desde el principio. Ser capaz de hacer semejante entrada sin sonrojarse ni tropezar y sin dejar el piso cubierto con todos los libros que traía encima, además del contenido de su portafolios. Sabía cómo enfrentar un chiste, y puso una cara de seguridad tan irónica que nadie se sintió mal por reírse. El tipo miró a su alrededor y había un espacio libre en el terreno que yo me había labrado en la mesa con mi montón de libros. Se acercó y se sentó. Supe que me miraba por encima del hombro, y que se preguntaba quién diablos era yo, esa intrusa en el santuario de los especialistas en literatura inglesa.

La clase continuó. El profesor empezó a explicar de nuevo lo que esperaba de nosotros en el curso. Más adelante nos pidió que escribiéramos una respuesta a un poema breve que hizo circular. Este tipo con nombre de título nobiliario se inclinó y me preguntó si podía darle una hoja y un bolígrafo. Me sentí honrada porque se había dirigido a mí. Arranqué unas hojas de mi cuaderno, y luego rebusqué entre mi cartera, en busca de otro bolígrafo. Lo miré con expresión de disculpa. “No tengo un bolígrafo extra”, le susurré, con una frase completa, lo cual demostraba que yo aún era una novata en esa cultura. El tipo me miró como si le importara un pepino el bolígrafo, y me considerara una idiota por pensar que sí. Fue una mirada tan intensa que sentí que me sonrojaba. “No hay problema”, dijo, sin usar la voz, así que tuve que leerle los labios, esos labios que se fruncían como si me estuvieran tirando besitos. De haber sabido cómo se sentían las sensaciones excitantes habría identificado el escalofrío que me bajó por la médula y siguió por mis piernas. Se volvió hacia el otro vecino, que tampoco tenía un bolígrafo. Se corrió el rumor. ¿Alguien tenía un bolígrafo de más? Nadie. Había escasez de bolígrafos ese día en la clase.

Metí la mano en mi cartera. Yo era la estudiante previsiva por antonomasia, luego tenía que tener un instrumento de escribir de repuesto. Percibí algo prometedor en el fondo del bolso y lo saqué: era un lápiz diminuto de un juego con monograma que mi mamá me había regalado en Navidad, una caja de lápices de “mi color”, rojo, con mi nombre grabado en letras doradas: “Jolinda” (mi madre había tratado de que tuvieran mi nombre de verdad, pero la compañía lo había sustituido por la versión sureña de los Estados Unidos). “Jolinda”, eso es lo que decía ese lápiz. De hecho, estaba tan usado que no quedaba más que la curva de la “J”. En mi familia no solíamos deshacernos de las cosas. Yo escribía por ambos lados de una hoja de papel. Le entregué mi hallazgo a este tipo. Él lo recibió y lo sostuvo como diciendo: “¿Qué tenemos aquí?” Sus compañeros, a nuestro alrededor, ahogaron una carcajada. Me sentí mal por haber conservado el lápiz luego de haberlo pasado tantas veces por el sacapuntas. Al final de la clase, huí antes de que él pudiera darse vuelta para devolverme el lápiz.

Esa noche golpearon a mi puerta. Yo ya estaba en camisón, haciendo la tarea: un poema de amor en forma de soneto. Lo había estado leyendo en voz alta, con entonación bastante teatral, tratando de poner los acentos donde deberían estar, así que me apenó que me encontraran en medio de eso. Pregunté quién era. No reconocí el nombre. ¿Rudy? “El que tomó prestado tu lápiz”, dijo la voz a través de la puerta cerrada. Qué raro, pensé, diez y media de la noche. Aún no había entendido algunas de las estrategias. “¿Te desperté?”, quiso saber cuando le abrí la puerta. “No, no”, dije riéndome en tono de disculpa. Ahí estaba este tipo al que había jurado jamás dirigirle la palabra luego de que me hiciera avergonzar frente a toda la clase, pero mi entrenamiento para comportarme como niña bien educada funcionaba en automático. Me disculpé por no dejarlo entrar. “Estoy haciendo tareas”. Ésa no era una excusa en los círculos en los que él se movía. Nos quedamos en la puerta un momento largo; él miraba por encima de mi hombro hacia mi habitación, a la espera de una invitación a pasar. “Sólo vine a devolverte el lápiz”. Lo puso ante mí, un cabito rojo en la palma de su mano. “¿Nada más para devolver eso?”, dije, poniéndolo en evidencia. Sonrió. Los hoyuelos formaron paréntesis en las comisuras de sus labios como si su sonrisa fuera un secreto entre los dos. “Aja”, dijo, y nuevamente puso esa mirada penetrante en sus ojos y miró por encima de mi hombro. Tomé el lápiz de su mano abierta y me dio gusto que no quedara más que un cabo para que así no hubiera visto mi nombre en letras doradas en el lado. “Gracias”, dije, cambiando de posición y tocando el pomo de la puerta, pequeños movimientos que servían como prólogo cortés para cerrarla.

Él habló: “¿Quieres almorzar conmigo un día de éstos?”

“Claro, podemos almorzar un día”. La manera en que entoné ese “un día” daba la impresión de que me refería a una circunstancia imposible. No confiaba en este tipo; no sabía cómo interpretarlo. No había nada en mi vocabulario sobre comportamiento humano que me permitiera clasificarlo. Tras llegar diez minutos tarde a la primera clase, me esfuerzo por encontrarle un lápiz y se burla de mí. A las diez y media de la noche se aparece en mi puerta para devolvérmelo, y me invita a almorzar.

“¿Qué tal mañana antes de clase?”, dijo Rudy

“Mañana no tenemos clase”.

“Eso nos deja tiempo para un almuerzo largo”, respondió él, con rapidez. No pude dejar de sentirme impresionada. “Está bien”, dije, meneando la cabeza. “Almuerzo mañana”.

Al día siguiente almorzamos, conversamos hasta la hora de la cena y luego cenamos. Así es como recuerdo el comienzo de las relaciones en la universidad: esos obsesivos principios maratónicos. Era difícil volver a la pequeña habitación del dormitorio y hacer la tarea después de estar tan absorta en otra persona. Pero eso fue lo que hice. Volví y trabajé en mi soneto. Era un tratado de catorce líneas sobre la naturaleza del amor, pero durante todo el tiempo que pasé escribiendo mis abstracciones, no podía dejar de pensar en la manera en que Rudy me escuchaba, mirándome a la boca, de forma que me resultaba difícil poner atención a lo que decía. En cómo fruncía los labios como si le diera un beso de despedida a cada palabra que pronunciaba. En cómo su mano se había posado en mi cintura para guiarme por entre un grupo de muchachos ruidosos de alguna fraternidad en el comedor. Si admiramos a algunas personas por su originalidad con las palabras, a otras por su mente extravagante, a Rudy había que admirarlo por la relación instintivamente sexy que tenía con su cuerpo. Era el tipo de hombre que podía darle a una un beso tras la oreja y hacerla sentir que habían compartido alguna travesura sexual.

Al día siguiente, Rudy no entregó su soneto. Después de la clase, mientras yo empacaba todo mi cargamento de libros, lo oí decirle al profesor que se había bloqueado y no había podido pensar en nada. El profesor era amable, estábamos en plenos años sesenta y en ese entonces era comprensible que los jugos creativos a veces no fluyeran. Rudy podría entregar el soneto el lunes. Nos pasamos casi todo el fin de semana juntos, escribiéndolo. Más bien, yo escribía los versos y luego los tachaba cuando no funcionaban o no rimaban, y Rudy era el que producía las ideas. Era el primer poema pornográfico que yo escribía a cuatro manos, pero claro que no sabía que era pornográfico hasta que Rudy me explicó todos los juegos de palabras y dobles sentidos. “La explosión de la primavera en las ramas” era el último verso. Eso quería decir que la primavera eyaculaba hojas verdes en los árboles, y que las nuevas flores que brotaban erectas en el pasto era porque estaban excitadas. Todo eso me escandalizó. Yo era virgen y no estaba del todo segura de cómo funcionaban las relaciones sexuales, y de repente veía que alguien ponía todo eso en un poema, ¡que era el lugar que yo había reservado para los sentimientos profundos y sublimes! Me pregunto qué tanto del desenfado de Rudy era un coqueteo velado conmigo, que parecía estar tan encantada con las palabras y su significado. No sé. Como ya dije, no había aprendido aún algunas de las estrategias que uno utilizaba, pero poco a poco iba poniéndome al día.

Recuerdo el cierre de cada una de las noches de ese fin de semana como un adiós prolongado. Todo empezaba cuando me daba cuenta de la hora, medianoche, la una, la una y media, y decía, “Bueno, me voy a acostar”. Rudy coincidía: “Yo también”, pero luego no se movía de su lugar a los pies de mi cama, junto al escritorio donde yo estaba sentada escribiendo. Era una habitación pequeña. Si uno se levantaba para abrir el clóset, tenía que rodear el escritorio para no terminar tumbado en la cama.“Yo también”. Me sonreía con esa ironía suya que siempre me hacía sentir tan tonta. Al final, yo le soltaba la reconvención: “Es hora de que te vayas, Rudy”. No me decía ni sí ni no, ni se excusaba por haberse quedado tanto. Nada más me clavaba sus ojos con mirada de alcoba y se levantaba, como si no fuera a salir sino que acabara de entrar—tanto en el antiguo sentido como en el nuevo que acababa de aprender con él—, que entrara del frío de la intemperie para pasar una noche de amor con su amada. Nos deteníamos en la puerta. Luego se inclinaba y me besaba detrás de la oreja para despedirse.

Fue también durante ese fin de semana, en una de nuestras prolongadas escenas de despedida, que me enteré de cómo se había ganado ese nombre tan extraño y pomposo. Tenía un abuelo alemán cascarrabias al que nunca conoció, que le había dejado a su nieto, aún por nacer, un fideicomiso, con la condición de que lo bautizaran con su nombre. “¿Y si hubieras sido una niña?”, le pregunté.

“No estaría pasándola tan bien”, dijo Rudy Para ese instante, los besos habían migrado de detrás de mi oreja a mi cuello. Me estremecí cuando me trazó una gargantilla de besos antes de partir.

En el siguiente taller literario, nadie entendió de qué se trataba mi soneto de amor sublimado, pero el de Rudy tuvo un efecto arrollador. De repente, me pareció que el mundo no sólo estaba lleno de expertos en literatura en lengua inglesa, sino también de gente con mucha más experiencia de la que yo tenía. Por centésima vez maldije mis orígenes de inmigrante. Si yo también hubiera nacido en Connecticut o en Virginia, entendería los chistes que todo el mundo hacía con los últimos dos dígitos del año, 1969; yo también estaría acostándome con alguien y fumando hierba; también tendría padres bronceados que me llevarían a esquiar a Colorado en las vacaciones de Navidad, y soltaría exclamaciones en inglés, como “¡No jodas!”, sin sentir que estaba imitando a alguien.

Rudy y yo empezamos a vernos a menudo a lo largo de esa primavera. Además de las clases, comíamos juntos, y los fines de semana me invitaba a su dormitorio para ir a las fiestas que organizaban allá. Su dormitorio era vecino del mío, y los dos edificios estaban conectados por una enorme sala subterránea que los fines de semana se llenaba con fiestas alegres, sanas, vigiladas por la seguridad. Las verdaderas fiestas ocurrían en los dormitorios masculinos. Los muchachos más que nada iban migrando de una habitación a otra, fumando un poco de hierba y bebiendo mucho. Había habitaciones pesadas, para probar ácido u hongos. Las velas llameaban; el incienso ardía en un intento infructuoso por encubrir el olor acre de la marihuana. En los estéreos atronaban los Beatles, Bob Dylan o The Mamas and the Papas. Era una atmósfera decadente para mí, cuya experiencia anterior en cuanto a citas habían sido las fiestecitas de la escuela y las visitas de los muchachos en la sala de la residencia en la que vivía. Iba con Rudy, pero sólo bebía un par de sorbos del vaso desechable que me ofrecía, y ni me atrevía a tocar las drogas. Me asustaba menos el efecto que pudieran tener sobre mi mente que lo que Rudy le pudiera hacer a mi cuerpo mientras yo estaba bajo su influencia.

Él se reía de mis miedos. Ante todo, decía, no podría hacer nada sin mi consentimiento. “¿Y qué hay de la violación?”, pregunté. Yo no era una campesina ignorante. “Por Dios”, dijo negando con la cabeza, sin poder creer en qué se había metido por estar conmigo. “¡Mierda! ¡No voy a violarte!” Me había herido. Nunca nadie me había hablado de esa manera. Si mi padre hubiera oído a un hombre decir esas palabrotas frente a sus hijas, le habría pedido que salieran, para defender mi honor. Claro que yo también hubiera tenido que dar muchas explicaciones sobre qué hacía yo a medianoche, un sábado, en el dormitorio de hombres, con un cigarrillo en la mano y un vaso desechable con vino barato en la otra.

Luego de un buen rato de andar en los cuartos de sus amigos, sentados en grupitos los muchachos y sus parejas, Rudy y yo emigrábamos hacia su habitación. Su cama era un colchón en el suelo, con la bandera de los Estados Unidos extendida a manera de colcha, cosa que incluso yo, una extranjera, consideraba muy irrespetuoso. Nos acostábamos bajo la bandera, lado a lado, abrazándonos y besándonos, mientras la mano de Rudy exploraba lo que había bajo mi blusa. Pero si iba más abajo, yo me alejaba.“No”, le decía.“Por favor, no”.“¿Por qué no?”, me desafiaba él, o preguntaba de manera irónica o seductora o exasperada, según la cantidad que hubiera bebido, fumado o metido. Mis propias respuestas variaban, dependiendo de los complejos que estuvieran a flor de piel, pues así llamaba Rudy a mis rechazos: complejos. Lo que más me asustaba era quedar embarazada. “¿Por el hecho de manosearte?”, preguntaba Rudy con sarcasmo. “Ay, Rudy, no lo pongas de esa manera”, le rogaba yo.

“¿Qué quieres decir con eso de ‘no lo pongas de esa manera’? Hay que llamar a las cosas por su nombre. ésta no es una maldita clase de poesía”.

Quizás si Rudy se hubiera comportado un poco más como si hacer el amor fuera una de nuestras sesiones de taller, las cosas habrían llegado más pronto a la conclusión que él deseaba. Pero el pobre no tenía el menor sentido de la connotación cuando estábamos en la cama. Su vocabulario me enfriaba por completo a pesar de que yo empezaba a reconocer el placer de mi cuerpo. Si Rudy me hubiera dicho: “Dulce dama, tiéndete en mi amplia y mullida cama y déjame acariciar tu adorado y hermoso cuerpo”, quizás yo le habría permitido manosearme. Pero yo no quería nada más acostarme, y que se echaran un polvo o se revolcaran conmigo, o me cogieran o me singaran la primera vez que llegaba a ese punto con un hombre.

Rudy me tuvo una paciencia de luna de miel al principio. Debió darse cuenta al tenerme que explicar tantas referencias en su soneto que yo no sabía ni mierda, como decía él. Para mí, vagina, cérvix y ovario eran sinónimos. Por medio de diagramas me presentó mi anatomía; dibujó el pequeño óvulo bajando como un grano de arena en un reloj hacia la bolsa pegajosa del útero. Calculó cuándo había sido mi último período, cuándo probablemente había ovulado, si una noche determinada sería un momento seguro del mes. “No vas a quedar embarazada”. Todas sus lecciones terminaban en lo mismo. Pero yo seguía sin querer acostarme con él.

“¿Por qué? ¿Qué te pasa? ¿Eres frígida o algo así?”

Ahora había otra preocupación. Justo cuando me había sacado de encima el temor de quedar embarazada por mera cercanía, o que Dios me maldijera y muriera al instante, ahora empezaba a preguntarme si mi educación me había desconectado algunos de los nervios vitales. “Es sólo que no me parece que esté bien en este momento”, dije.

“Por favor, llevamos un mes juntos”, contestó Rudy “¿Cuándo va a estar bien?”

“Pronto”, le prometí, como si supiera cuándo llegaría ese momento.

Pero ese pronto no llegó lo suficientemente pronto. Habíamos avanzado hasta el punto en que yo me quedaba con él toda la noche. Me despertaba temprano y no me atrevía a moverme por temor a que Rudy se despertara con ánimo amoroso y termináramos en una discusión tempranera de por qué no en ese momento. Examinaba el cuarto, que era tan pequeño como el mío. Al lado de su cama podía ver la libreta donde había dibujado los diagramas en forma de reloj de arena. Me tocaba la barriga para asegurarme de que seguía intacta. En la pared de bloques grises que quedaba frente a la cama, Rudy había puesto un tablero de corcho. Había banderines de sus equipos de esquí favoritos y fotos de su familia, todos en fila con esquís en la cima de una montaña. Sus papás se veían tan jóvenes y despreocupados, como compañeros de universidad. Mis padres, chapados a la antigua, seguían siendo una vergüenza para mí los fines de semana en que nos iban a visitar a la universidad. Mi padre, con su grueso bigote, su traje de tres piezas y su sombrero de fieltro, y mi madre, con uno de esos sastres que compraba especialmente para irnos a visitar, con cada accesorio demasiado coordinado, con cartera y zapatos altos de charol que luego volverían, tras regresar a casa, a las bolsas plásticas en las que ella almacenaba cosas en su clóset. Me maravillaban sus padres tan juveniles. No me extrañaba que Rudy no tuviera inhibiciones o que su acné adolescente no le hubiera dejado cicatrices en la autoestima, o que su nombre no lo acobardara. Sus padres lo alentaban a que tuviera experiencias con jóvenes de su edad, pero con cuidado. Él les había contado que estaba saliendo con “una chica hispana”, y luego me informó que habían dicho que debía ser interesante para él aprender de personas de otras culturas. Me molestó que me vieran como una especie de lección de geografía para su hijo. Pero en ese entonces yo no tenía el vocabulario para explicar, ni siquiera ante mis propios ojos, qué era lo que me incomodaba de ese comentario.

Los vi sólo una vez justo antes de las vacaciones de primavera e irónicamente en el capítulo final de mi relación con Rudy Lo que sucedió fue que la noche antes de que comenzaran las vacaciones, Rudy y yo tuvimos otro de nuestros enfrentamientos en su cama. Rudy encendió la luz y se sentó en el colchón, con la espalda contra la pared. Estaba desnudo. Yo tenía puesta mi vieja bata de manga larga, que Rudy llamaba “camisón de monja”. Entre la luz de la luna y la que entraba de la calle por la ventana, vi su cuerpo bellamente esculpido por el claroscuro. Lo deseaba, pero añoraba también muchas otras cosas además de ese cuerpo, que debía presentir que Rudy jamás me iba a dar. Estaba agobiado por la frustración, me dijo. Yo era cruel. No podía entender que, a diferencia de lo que sucede con las mujeres, para los hombres era doloroso no tener relaciones sexuales. Pensaba que era el momento de cortar la relación. Se me saltaron las lágrimas y le supliqué: quería sentir que las cosas iban en serio antes de hacer el amor. “¿En serio?” Hizo una mueca. “¿Y qué tal si lo hacemos por divertirnos? Sabes lo que es divertirse, ¿no?” Me pregunté qué tenía que ver eso con la importancia del desfloramiento. “¿O sea que no crees que el sexo sea divertido?” Rudy me enfrentó como si finalmente entendiera cuál era la raíz del problema. “Claro”, le dije. “Es divertido si es lo correcto”. Pero él negó con la cabeza. Había visto en mi interior. “¿Sabes?”, dijo. “Pensé que tendrías la sangre caliente, por ser hispana y demás, y que bajo toda esa mierda católica serías libre de verdad, en lugar de ser una acomplejada, como las niñas de los bailecitos de la secundaria. Pero eres peor que una maldita puritana”. Sentí que me hería hasta la médula. Me levanté y me eché el abrigo sobre la bata, empaqué mi ropa y salí de la habitación, con cierta esperanza de que él viniera tras de mí para decirme que realmente me amaba, y que después de todo estaba dispuesto a esperar todo lo que yo necesitara.

Pero no vino a mi cuarto ni se metió en mi cama para abrazarme en medio de la noche vacía y sin fin. Poco dormí. Vi lo fría y solitaria que iba a ser la vida que me aguardaba en este país. Jamás iba a encontrar a nadie que entendiera mi peculiar mezcla de catolicismo y agnosticismo, de la forma de vida hispana y la americana. Si me hubieran educado dentro de la tradición de los animales de peluche, habría abrazado a mi oso o perro o conejo, y le hubiera bañado de lágrimas la felpa toda la noche. En lugar de eso, hice algo que incluso como católica no practicante hacía para atraer la buena suerte en la víspera de un examen. Abrí mi gaveta y saqué el crucifijo que mantenía escondido entre mi ropa y lo metí bajo mi almohada durante la noche. Este enorme crucifijo me había servido como amuleto para sentirme a salvo, y me lo llevé a la cama durante años luego de haber llegado a los Estados Unidos. Había dormido con él tantas veces que finalmente el Cristo se había despegado, y yo lo había vuelto a arreglar con una goma elástica.

Rudy no fue a buscarme al día siguiente. Me topé con él cuando salía con sus padres y yo salía de mi dormitorio para tomar el taxi que me llevaría al autobús hacia la casa de mis padres en Nueva York. Tenía sueño y había llorado mucho y no me volví a mirar cuando sentí los ojos de Rudy sobre mí. Sus padres se ocuparon de la mayor parte de la conversación, hablándome excesivamente despacio, como si yo no fuera a entender a los nativos. Me felicitaron porque hablaba inglés sin acento y señalaron que mis padres debían estar muy orgullosos de mí. Cuando nos despedimos, miré a Rudy, y aunque estábamos a la intemperie, todavía lo recordaba en su habitación, con esos ojos de mirada incitante.

Luego de las vacaciones no volví a ver a Rudy con frecuencia. No se sentó más a mi lado en clase; sus poemas para el taller literario se hicieron muy directos y cariñosos, un poema de amor tras otro. ¿Estaba tratando de decirme que de verdad se había enamorado de mí? Entonces, ¿por qué no volvía a pasar por mi cuarto? Empecé a inventarle excusas en la mente. Sí había pasado, pero yo no estaba, y tenía mucho temor de dejar una nota. Era muy tímido para sentarse a mi lado en clase. ¡Temeroso, tímido! ¡Rudolf Brodermann Elmenhurst III! Cómo nos mentimos cuando nos enamoramos del hombre equivocado.

Claro, yo hubiera podido buscarlo y decirle lo que sentía por él, y que me asustaba tener relaciones sexuales con alguien que se refería a eso como “dar una cogida”. Pero yo aún estaba en la tónica de que el hombre debía hacer todo el cortejo. Me mantuve distante, esperé, fantaseé, confundiéndome. Las copias de mis poemas que Rudy me devolvía tenían breves observaciones triviales que yo leía y releía en busca de un sentido escondido. “Bien” o “No entiendo este verso” o “Bonitos detalles”. Mis copias de sus poemas volvían a él con largos comentarios elogiosos. Me fui recluyendo cada vez más y evitaba los lugares a los que solíamos ir por temor a encontrarme con él. Pero casi nunca nos topábamos y, cuando sucedía, siempre me deslumhraba con su sonrisa irónica y segura y me saludaba con un brusco “¿Cómo estás?” Yo, en cambio, me erizaba de tantos sentimientos que fingía no haberlo visto.

Se acercaba el baile de primavera. No sé por qué yo seguía pensando que Rudy terminaría yendo conmigo. Era el suceso romántico culminante del año académico, y me parecía, según mi ánimo fantasioso, que sería el vehículo perfecto de nuestra reconciliación. Lo recreaba en mi imaginación. Bailaríamos toda la noche. Hablaríamos y nos confesaríamos cuánto nos habíamos echado de menos. Yo volvería a su habitación con él. Haríamos el amor, sería mi primera vez, y luego, como si fueran posiciones diferentes de las cuales Rudy me había contado, cogeríamos, nos revolcaríamos, follaríamos, fornicaríamos… todos los sinónimos que Rudy prefería para aludir al sexo.

En la realidad, el día se acercaba, y luego la noche, y yo aún abrigaba esperanzas. El baile sería en la sala que había entre los dos dormitorios y cuando oí que la banda comenzaba a tocar, bajé las escaleras hasta un descanso desde el cual podía contemplar, sin que me vieran, a los que habían asistido a la fiesta. Era un grupo variado: los tipos de las fraternidades, conservadores y vestidos de esmoquin y sus parejas con sus elaborados vestidos de fiesta de graduación, los nuevos hippies con ropa hindú estampada, jeans y tenis y, quizás para agregar un destello incongruente, un corbatín. Vi a las figuras bailando de forma extravagante, las luces que se encendían y se apagaban, la banda que tocaba. Todos parecían inmersos en un ritmo del cual yo no formaba parte. Luego vi a Rudy entrar a la sala, con un vaso en la mano, sin duda lleno de algo que tenía toques de alcohol o de ácido. Mi corazón se habría regocijado si hubiera habido una pausa entre la primera visión de su figura conocida y la de otra silueta colgada de él. A duras penas lograba distinguirla; no sabía quién era, pero por la manera en que se aferraban y se apoyaban uno en otro, supe primero que ella era la amada de sus poemas y segundo, que era la amada de su cama. ¡A pocas semanas de haber terminado conmigo! Quedé destrozada. Por segunda vez en nuestra relación, como una especie de cierre de nuestro primer encuentro que había terminado con mi huida del salón, volé escaleras arriba.

Y la historia continúa. Siempre sucede eso con una historia real. Unos cinco años después, estaba estudiando un postgrado en el norte del estado de Nueva York. Era una poeta, una bohemia, etcétera. Había tenido un par de amantes. Usaba un método de control de natalidad. Supongo que había resuelto el asunto del pecado y el alma al alejarme de mis antecedentes católicos recalcitrantes, y había cambiado mi alma inmortal por una especie de alma melancólica. Original y sórdida, del tipo que había surgido de leer demasiado a Carlos Castañeda, a Rilke y a Robert Bly y de meterme ácido con un tipo que decía ser mi alma gemela cósmica de una vida anterior. Una noche recibí una llamada de Rudy Sus padres vivían a la vuelta, y había leído en el boletín estudiantil que yo estaba en la universidad cercana. ¿Podía ir a verme? Claro, dije. ¿Cuándo? Esta noche, dijo. Ya eran las nueve y media de esa noche. Volvía con los mismos trucos de antes. Pero me conmovió la persistencia del hombre. Claro, le dije, ven.

Y llegó. Traía una botella de vino caro. En la puerta le di un abrazo amistoso, pero él me retuvo más tiempo entre sus brazos. Me puse nerviosa y conversadora. Sus rasgos de niño malo siempre me convertían en la niña buena y vivaz. Lo senté en mi única silla y empecé a preguntarle sobre los cinco años que habían pasado desde la graduación. Suspiraba mucho, estiraba las piernas, hacía sonar los nudillos de las manos. Por último, me interrumpió diciendo: Oye, por Dios, he esperado cinco años y parece que tú ya superaste todos tus complejos. Vámonos a la cama. Lo boté de mi casa. Aún me ofendía que lo único que quisiera hacer fuera acostarse conmigo, y dar el asunto por terminado. Católica o no, aún pensaba que era un pecado que un tipo se apareciera cinco años más tarde con una botella de vino caro, pensando que yo iba a beber de su mano. Un tipo que me había dejado, que había obsesionado mi despertar sexual con una pesadilla de dudas sobre mí misma. Durante un instante, mientras lo miraba subirse a su carro, sentí un golpe de esas antiguas dudas.

Sobre la mesa había quedado la botella de vino. Yo tenía uno de esos sacacorchos baratos, de amateurs, de facultad. En esos tiempos comprábamos garrafas de vino Gallo con corchos que podían sacarse con la mano o con tapa de rosca. Metí el sacacorchos lo más profundamente que pude, pero no sabía hacerlo bien. Cada vez que sacaba el tirabuzón, recibía una lluvia de corcho, y el resto seguía atascado en el cuello de la botella. Al fin logré meterlo hasta que vi la punta del tirabuzón a través del vidrio de la botella, que asomaba más allá del fondo del corcho. Puse la botella entre mis piernas y tiré con tanta fuerza que no sólo saqué el corcho desmenuzado sino que me bañé en costoso vino de Burdeos. “Mierda”, pensé. “Esta mancha no va a salir”. Me llevé la botella a la boca y tomé un gran sorbo torpe, como si fuera una mujer decadente y licenciosa que acababa de despedir a un amante que no la había satisfecho.