Intrusión

  Carla

EL DÍA QUE LOS GARCÍA CUMPLIERON un año en los Estados Unidos, hubo una celebración a la hora de la cena. Mami había preparado un apetitoso flan y le puso una velita en el centro. “¡A que no saben qué día es hoy!” Miró las sorprendidas caras de sus hijas. “Un año atrás”, empezó Papi con tono de discurso, “un año atrás llegamos a las playas de este gran país”. Y cuando terminó de citar mal el poema que hay inscrito al pie de la estatua de la Libertad, Fifi, la menor, preguntó si podía soplar la vela, y Mami dijo que sólo después de que cada uno pidiera un deseo.

¿Qué puede desear uno en la primera celebración del día que perdió todo?, se preguntó Carla. Todos los demás a su alrededor tenían los ojos cerrados, como si no fuera difícil decidir qué pedir. Carla cerró los ojos también. Debía hacer un esfuerzo para no desear lo que siempre había deseado en su nostalgia de su país. Pero esta vez decidió que se lo iba a permitir. “Dios mío”, comenzó. No podía acostumbrarse a ese uso americano de pedir deseos sin traer a Dios a colación. “Permite que volvamos a casa, por favor”, pensó, en una combinación de oración y deseo. Era algo que parecía una posibilidad cada vez más remota. De hecho, sus padres estaban echando raíces en el nuevo país. Hacía cosa de un mes, se habían mudado de la ciudad a un suburbio en Long Island, para que así las niñas tuvieran un jardín en el cual jugar, había dicho Mami. Los reducidos cuadrados verdes que había alrededor de las casas idénticas parecían más alfombras que había que mantener limpias que patios de juego. Los árboles no eran más altos que la pequeña Fifi. Carla pensó con nostalgia en la exuberante hierba y los gruesos árboles cargados de enredaderas que habían dejado en el residencial en su país natal. Bajo el árbol de amapola, su prima y mejor amiga Lucinda y ella se habían contado lo que sabían de cómo se hacían los bebés. ¿Qué estaría haciendo Lucinda en ese preciso momento?, se preguntó Carla.

Al final de la cuadra, el barrio terminaba abruptamente en un terreno baldío abandonado que, según había leído Mami en el periódico comunitario, los urbanizadores estaban tratando de adquirir. Detrás de la cerca coronada por alambres de púas crecían yerbas, árboles de verdad y arbustos de verdad, protegidos por el gran letrero que prohibía el paso diciendo: Private. No trespassing. El aviso sorprendió a Carla, porque trespass era una palabra que sólo había oído en el Padrenuestro en inglés, donde la oración dice forgive us our trespasses, que corresponde a “perdónanos nuestras ofensas”. Le señaló el anuncio a Mami en una de sus primeras caminatas hasta la parada del autobús. “¿No es curioso, Mami? Es como un aviso para advertirnos que seamos buenos”. Su madre no entendió al principio, hasta que Carla le explicó lo del Padrenuestro. Mami se rió. Las palabras a veces significaban dos cosas diferentes en inglés. Esa ofensa se refería a que estaba prohibido meterse a ese terreno porque no era público, como un parque, sino privado y quien lo hiciera sería considerado un intruso. Carla asintió, decepcionada. Nunca iba a llegar a entender este nuevo país.

Mami la acompañó hasta la parada durante el primer mes que asistió a la escuela en la parroquia vecina. La primera semana, incluso hizo todo el trayecto con ella, cambiando de autobuses, yendo y viniendo, dos veces cada día, hasta que Carla aprendió el camino. Sus hermanas se habían matriculado en el colegio católico del barrio, a una cuadra de la casa que los García habían alquilado a finales del verano. Pero, para ese entonces, el séptimo grado, el de Carla, ya estaba lleno. La monja directora sugirió que Carla se atrasara un año, y entrara a sexto grado, pues había dos cupos en ese curso. Sin embargo, con doce años, Carla sería al menos un año mayor que el resto de sus compañeras de sexto, y la mortificaba el hecho de tener que repetir otro año más. Todas habían tenido que atrasarse un curso al llegar a los Estados Unidos. Claro, Carla podía aprovechar ese año para practicar su inglés, pero eso también quería decir que estaría en el mismo grupo que su hermana menor Sandi, y era algo que no podía soportar. “Por favor”, le suplicó a su madre. “Déjame ir al otro colegio”. La escuela pública estaba dos cuadras más allá del colegio católico, pero Laura García no quería ni oír hablar de esa alternativa. Había escuchado de otros padres católicos que en las escuelas públicas estudiaban los delincuentes juveniles y los maestros les enseñaban esas nuevas ideas sin sentido como que todos descendíamos de los monos. Una hija suya no iba a olvidar su apellido y pensar que no era más que un pariente lejano de un orangután.

Al poco tiempo Carla se aprendió de memoria la ruta al colegio o, como se dice en inglés, by heart, de corazón. Fue una expresión que ella usó durante semanas luego de aprenderla. En el camino al colegio, primero caminaba de corazón por su cuadra, notando las diferencias infinitesimales entre las casas idénticas: cortinas de colores distintos, una azalea en el lado izquierdo de la puerta y no en el derecho, un buzón o una puerta con algún detalle peculiar. Luego, de corazón caminaba la larga milla a lo largo del terreno baldío con el aviso gracioso. Por último, un giro a la derecha la llevaba por el callejón de servicio a la avenida principal donde, de corazón, se montaba en el autobús. “Toda una señorita”, le dijo su madre la primera mañana que Carla anduvo el camino sola, con el corazón golpeteándole en el pecho. Era una caminata larga y atemorizante, pero no se quejaba pues eso era preferible a la vergüenza de que la atrasaran un año. Y lo agradecía.

A medida que pasaban los meses, tampoco se quejó de otras cosas que le producían más miedo. Todos los días en el patio y los pasillos de su nuevo colegio, una pandilla de muchachos la perseguía y la insultaba, con algunas expresiones que ella ya había oído de boca de la señora mayor que vivía al lado del apartamento que habían alquilado en la ciudad. Cuando estaban fuera de la vista de las monjas, los muchachos le lanzaban piedras a Carla, apuntando a los pies para que no se le notaran los moretones. “¡Vuelve al lugar de donde viniste, sucia spic!” Uno de ellos, que estaba detrás de ella en una fila, tiró de su blusa, se la sacó de la falda donde la tenía metida, y la levantó. “No tiene tetas”, se mofó. Otro le bajó las medias, descubriéndole las piernas en las cuales habían empezado a crecer vellos negros y suaves. “¡Patas de mono!”, les gritó a sus compinches.

“¡Paren!”, lloró Carla. “Por favor, ¡paren!”

Los muchachos la remedaron, burlándose de su acento hispano en inglés.

Habían sacado a la luz su vergüenza más íntima: su cuerpo estaba cambiando. La niña que había sido en la isla, en español, estaba desapareciendo. En su lugar, casi como si las feas palabras de los muchachos y sus provocaciones tuvieran el poder de hechizos, quedaba una adulta velluda, con un asomo de senos, que nadie iba a amar jamás.

Cada día Carla emprendía su largo camino al colegio con una hueste de sentimientos encontrados. Ante todo estaba ese cuerpo cuyos cambios observaba día a día tras la puerta cerrada del baño, hasta que una de sus hermanas golpeaba para avisarle que su turno había terminado. Hubiera querido envolverse de pies a cabeza tal como había oído que hacían las chinas con sus pies, para evitar crecer. Así seguiría siendo ella misma: una muchachita delgada y rápida, de ojos castaños y una trenza que le caía por la espalda, una niña que apenas había empezado a darse cuenta de que podía lograr cosas en este mundo.

Pero también sentía cierto alivio de ir camino de su propio colegio y su propio curso, lejos de la multitud que era su familia de cuatro niñas de edades demasiado cercanas. Luego podía volver a casa y contar lo que había sucedido ese día sin tener un coro de tres contradictoras que la corrigiera todo el tiempo. Sin embargo, también sentía pavor. Allá en el patio del colegio la estarían esperando, la pandilla de cuatro o cinco muchachos, rubios, altaneros, de cara pecosa. Se veían insulsos e inescrutables, al igual que el resto de los americanos. Sus rostros no dejaban traslucir el menor indicio de calidez humana. Sus ojos eran demasiado claros para abrigar miradas afectuosas o cómplices. Sus cuerpos pálidos no parecían reales sino que eran como disfraces que estuvieran usando para hacer el papel de sus perseguidores.

Ella los observaba. En clase, se inclinaban sobre sus textos o ponían cara de susto cuando la hermana Beatrice, su maciza profesora que no aceptaba tonterías, los regañaba por no hacer sus tareas. A veces Carla los espiaba en el patio de recreo, cuando, a través de la reja formada por eslabones de cadena, miraban los carros estacionados en la acera. Para sorpresa de Carla, esos carros tenían nombres además de su color o de su tamaño. Todo lo que ella sabía del de su familia, por ejemplo, era que se trataba de un carro negro grande en el cual las cuatro hermanas cabían en el asiento de atrás, aunque Fifi siempre armaba un alboroto y terminaba sentada adelante. Carla también podía identificar los Volkswagen, siempre de color negro, porque eran los carros que usaba la policía secreta en la isla. Cada vez que Mami veía uno, se santiguaba y rezaba una oración por tío Mundo, que no había obtenido el permiso para salir de la República Dominicana. Fuera de los Volkswagen, o de los carros azules medianos o de los grandes y negros, Carla no podía distinguir unos de otros.

Pero los niños en la reja hablaban entusiasmados de los Ford y los Falcon y los Corvair y los Plymouth Valiant. Discutían cuáles eran los más veloces y cuáles modelos eran mejores que los otros. Carla a veces se imaginaba que la llevaban al colegio en un lujoso carro rojo que iba a producir la admiración de los muchachos, pero no había nadie que la pudiera llevar. Su padre, un inmigrante de grueso bigote, con su acento y su traje de tres piezas, sólo serviría para hacerla caer en un ridículo aun mayor. Su madre no sabía manejar. A pesar de que Carla podía llegar a pensar que la familia tuviera un carro muy costoso, no lograba imaginarse que sus padres fueran diferentes. Eran algo que le había sido dado y que, como ese nuevo cuerpo en el que se estaba convirtiendo, no podía cambiar.

Un día, cuando llevaba alrededor de un mes asistiendo al Sagrado Corazón, un carro la siguió a lo largo del trecho de una milla entre la parada del autobús y su casa. Era un carro verde limón, mediano y con trompa larga. Si hubiera sido una persona, Carla lo habría descrito como narizón. Un carro narizón y verde limón. Se movía lentamente, siguiéndola. Carla se imaginó que el conductor iba buscando una dirección, así como cuando Papi andaba despacio y los demás le sonaban bocinazos, porque iba leyendo los letreros de las tiendas antes de detenerse ante una en particular.

Un quejido de la bocina hizo que Carla se estremeciera y se volviera a mirar el carro, que se había detenido del todo, un poco delante de ella. Podía ver al conductor con toda claridad, de los hombros para arriba. Era un hombre de camisa roja, más o menos de la edad de sus padres, aunque a Carla le costaba adivinar la edad de los americanos. A sus ojos, eran como los carros. Podía identificarlos por el color de la ropa y por ciertos parámetros de edad: niños menores que ella, niños de su edad, un joven de bachillerato, y luego venía el grupo indistinguible de adultos.

Este adulto americano de la edad de sus padres le hizo señas para que se acercara a la ventanilla del carro. A Carla le daba terror que le preguntaran cómo llegar a alguna parte, ya que se habían mudado a esa zona poco antes de que empezara el año escolar, y todo lo que sabía era la ruta de la casa a la parada del autobús. Además, su inglés era apenas el que había aprendido en las clases, una lengua extranjera. Sabía las frases sosas y neutras: cómo pedir un vaso de agua, cómo dar los buenos días, y decir buenas tardes y buenas noches. Cómo dar las gracias y responder de nada. Pero si un adulto americano de edad indeterminada le pedía indicaciones para llegar a alguna parte, hablando invariablemente rápido, ella no tenía más remedio que encogerse de hombros y sonreír a modo de disculpa. “No hablo mucho inglés”, decía excusándose con una vocecita. Era algo que detestaba admitir pues tal confesión no hacía más que probar de manera incuestionable lo que decía la pandilla de muchachos: que ella era una intrusa y no pertenecía a ese lugar.

A medida que Carla se acercaba, el conductor bajó el vidrio de la ventanilla del pasajero. Ella se inclinó como si fuera a hablarle a un niño y miró hacia el interior. El hombre le sonreía amistosamente, pero había algo extraño en esa sonrisa que Carla no lograba determinar: tenía un matiz de vergüenza, de sonrisa herida, como si el hombre hubiera sido una víctima a lo largo de toda su vida, y por eso su gesto no era amigable sino que buscaba aplacar a los demás. Tenía la camisa roja desabotonada, lo cual podía considerarse normal en ese día excesivamente cálido. De hecho, si a ella no le hubieran empezado a salir vellos en las piernas, se habría quitado las medias verdes hasta la rodilla del uniforme del colegio para hacer el camino a casa sin ellas.

El hombre le habló. “¿Adónde vas?”, le preguntó, uniendo las palabras de esa manera en que lo hacían todos sus compatriotas. Como siempre, Carla no estaba segura de haber entendido bien.

“¿Perdón?”, preguntó cortésmente, apoyándose en el carro para oír mejor el murmullo del hombre. Algo le llamó la atención, miró hacia abajo y no pudo desviar la vista, horrorizada.

El desconocido se había amarrado los faldones de la camisa justo por encima de la cintura y de ahí para abajo estaba desnudo. Alrededor de la cintura tenía una cuerda, cuyos extremos se ataban al frente y luego bajaban para rodearle el pene. Mientras Carla miraba, su enorme cosa chata creció y se hinchó hasta llenar y tensar el lazo en el cual estaba atrapada.

“¿Adóndevas?” Su voz sonó más lenta esta vez, y Carla estuvo segura de haberle entendido. Clavó la mirada en los ojos del hombre.

“¿Perdón?”, dijo ella otra vez, aturdida.

Él se inclinó hacia la puerta del pasajero y la abrió. “Venacá”. Hizo un gesto para señalar el asiento a su lado. “Ven”, gimió. Se cubrió la cosa con la mano como si fuera una llama que pudiera apagarse.

Carla agarró su bulto de libros con más fuerza. La boca se le abrió. No se le venía a la mente ni una palabra, ni en inglés ni en español. Retrocedió para alejarse del carro grande y verde, mientras seguía mirando fijamente al hombre, en cuya cara se fue dibujando en forma cada vez más evidente una expresión dolida, apremiante, como un ruego al cual Carla no supiera cómo responder. Su brazo hizo ademán de bombear algo que ella no alcanzaba a ver y luego, tras mucha agitación, quedó en silencio. Su rostro se relajó como si estuviera en paz. El hombre bajó la cabeza, como si rezara. Carla se dio vuelta y huyó calle abajo, con el bulto de libros que le golpeaba la pierna como un látigo que la impelía a correr más y más rápido.

SU MADRE LLAMÓ A LA POLICÍA luego de reunir todas las piezas de la historia entrecortada y frenética que Carla le relató. La enormidad de lo que había visto iba a ser superada por la aun mayor enormidad de involucrar a la policía. Carla y sus hermanas le temían a la policía de los Estados Unidos casi tanto como al SIM de la isla. Su padre también lucía incómodo cuando había policías cerca. Si había una patrulla tras él en medio del tráfico, no hacía más que mirarla por el espejo retrovisor e insistía en que guardaran silencio para poder pensar. Si había oficiales en la acera cuando iba a pie, les hacía una especie de venia obsequiosa al pasar. En su país, la policía secreta lo había seguido durante meses y la familia a duras penas había escapado de la captura el último día que pasaron en la isla. Claro está que Carla sabía que los policías de los Estados Unidos eran “buenos tipos”, pero a pesar de todo se sentía incómoda en su cercanía.

El timbre de la puerta sonó apenas unos minutos después de que su madre hubiera llamado a la estación. éste era un barrio de familias respetuosas de la ley, y nadie quería que un pervertido como ése anduviera suelto entre tantos niños, y la policía, menos aún. Como su madre fue la que abrió la puerta, Carla se quedó atrás, en la cocina, con el corazón desbocado escuchando la explicación que ésta daba. La voz de Mami se oía aguda, vacilante y con un tono de disculpa, una vocecita femenina con acento marcado entre las resonantes e impersonales voces masculinas que la interrogaban.

“Mi hija, volvía a casa…”

“¿Dónde, exactamente?”, preguntó una voz masculina.

“Por esa calle, ¿sabe?” La madre de Carla debió haberla señalado. “La que sube desde la avenida, que no sé cómo se llama”.

“Debe ser el callejón de servicio”, dijo una voz masculina más afable, tratando de ayudar.

“Eso, el callejón”. La jubilosa voz de su madre pareció dar por concluido el problema, cualquiera que éste fuera.

“Continúe, señora, por favor”.

“Bueno, mi hija… Me dijo que este… este hombre loco en su carro…” Bajó la voz. Carla oyó nada más trozos de la conversación: algo, algo “que se subiera al carro…”

“¿Dónde está su hija ahora, señora?”, preguntó la voz autoritaria.

Carla se encogió tras la puerta de la cocina. Su madre había prometido que no la iba a involucrar con la policía sino que ella se encargaría de todo.

“No es más que una niña”, su madre la excusó.

“Pues señora, si quiere presentar cargos, tenemos que hablar con ella”.

“¿Presentar cargos?” No conocía la expresión en inglés que el policía usó. “¿Qué quiere decir con eso de presentar cargos?”

Se oyó un suspiro exasperado. Una voz excesivamente paciente, que marcaba muy bien las pausas luego de cada palabra, le explicó los procedimientos legales como si estuviera repitiendo una lección de historia que la madre de Carla debía haber sabido antes de molestar a la policía o de mudarse a ese barrio.

“No quiero meterme en problemas”, protestó su madre. “Nada más creo que este hombre es un loco que no debería andar por la calle”.

“Tiene toda la razón, señora, pero no podemos hacer absolutamente nada a menos que usted, como ciudadana responsable, nos ayude”.

No, no, gimió Carla, ahora sí le iba a tocar. Las palabras mágicas habían sido pronunciadas. Los García no eran más que residentes legales, no ciudadanos, pero el hecho de que la policía hubiera pensado que Mami era ciudadana era un cumplido demasiado grande como para ahorrarle a la niña la incomodidad. “¡Carla!”, la llamó su madre desde la puerta.

“¿Cómo se llama la niña?”, preguntó el oficial con la voz de mando.

Su madre repitió el nombre completo y se lo deletreó al agente, y luego volvió a llamarla con voz autoritaria. “¡Carla Antonia!”

Lentamente, a regañadientes, Carla asomó la cabeza hacia el pasillo, envolviendo con su cuerpo la puerta de la cocina. “¿Sí, Mami?”, respondió en español, con voz cortés y respetuosa, para impresionar a los policías.

“Ven acá”, le dijo su madre, haciendo el gesto de que se acercara. “Estos amables señores necesitan que les expliques lo que viste”. En su cara se pintó una expresión de disculpa. “Ven, Cuca, no tengas miedo”.

“No hay nada que temer”, dijo el policía con su voz ruda y atemorizadora.

Carla mantuvo la cabeza baja mientras se acercaba a la puerta principal, y levantó la vista fugazmente cuando los policías se presentaron. Uno era vergonzosamente joven, con una cara no mucho mayor que la de los muchachos de la escuela, coronando un enorme cuerpo fornido de adulto. El otro, también grande y de piel clara, parecía de más edad por los rasgos de su cara, más afilados y malvados, como los de un animal en una fábula, que de sólo verlo en la ilustración el niño sabe que no es de fiar. Alrededor de las caderas tenían cinturones, con pistolas que salían de las cartucheras. Su mera masculinidad ofendía y amenazaba. Eran tan grandes, tan fuertes, tan varoniles, tan americanos.

Tras anotar algunos datos sobre ella, el agente del rostro malvado y la voz atronadora y la libreta le preguntó si podría responder unas cuantas preguntas. Carla asintió, sumisa y al borde de las lágrimas, sin saber que podía rehusarse a hablar.

“¿Podría describir el vehículo que el sospechoso conducía?”

Carla no entendió bien las palabras en inglés que correspondían a vehículo y a sospechoso. Su madre se las tradujo a términos más sencillos. “¿Cómo era el carro del hombre, Carla?”

“Era un carro grande, verde”, murmuró ella.

Como si no hubiera contestado en inglés, su madre repitió la respuesta para los policías. “Era un carro grande, verde”.

“¿De qué marca?”, quiso saber el agente.

“¿Marca?”, preguntó Carla sin entender la palabra en inglés.

“Marca: si era un Ford, un Chrysler, un Plymouth”. El hombre concluyó su catálogo con un suspiro. Carla y su madre lo estaban haciendo perder el tiempo.

“¿Qué clase de carro?”, dijo su madre en español, pero por supuesto que sabía que Carla no sabría de qué marca era. Carla negó con la cabeza, y su madre le explicó al oficial, ayudándole a guardar las apariencias.“No se acuerda”.

“¿La niña no puede hablar?”, dijo bruscamente el policía rudo. El que tenía pinta de niño le preguntó directamente. “Carla”, dijo, pronunciando su nombre de manera que se sintió bañada en algo tibio y demasiado dulce. “Carla, ¿puedes describirnos al hombre que viste?”, interrogó con voz persuasiva.

Toda imagen de la cara del hombre huyó de su memoria. Se acordaba únicamente de la sonrisa herida y de unos mechones de pelo rubio y sucio dispuestos con cuidado sobre un cráneo calvo. Pero no recordaba la palabra para decir “calvo”, así que declaró: “No tenía casi nada en la cabeza”.

“¿O sea que no tenía sombrero?”, le sugirió el policía afable.

“Casi no tenía pelo”, explicó, mirando hacia arriba como si estuviera adivinando y quisiera saber si estaba en lo cierto o no.

“¿Calvo?” El policía rudo señaló una franja peluda de su muñeca, más abajo del puño de su camisa de uniforme, y luego mostró la palma rosada y sin pelos.

“Calvo, sí”, asintió Carla. La vista de los pocos pelos oscuros del hombre la había disgustado. Pensó en sus propias piernas de las cuales brotaban vellos negros, en los cambios que sucedían en secreto en su cuerpo, y que la iban convirtiendo en una de estas personas adultas. No era raro que los muchachos de voces agudas, con sus mejillas suaves y lampiñas la odiaran. Podían ver que su cuerpo ya la estaba traicionando.

El interrogatorio prosiguió con una descripción de la apariencia del hombre, y luego surgió la temida pregunta.

“¿Qué fue lo que viste?”, inquirió el policía con cara de niño.

Carla bajó la vista hacia los pies de los oficiales. Las negras puntas de sus zapatos se asomaban por debajo de las perneras de los pantalones como hocicos de animales arteros.“El hombre estaba desnudo allí abajo”, mostró con un ademán. “Y tenía un cordel en la cintura”.

“¿Un cordel?” La voz del hombre era como una mano que trataba de tomarla por la barbilla para que mirara hacia arriba, que fue precisamente lo que su madre hizo cuando el hombre repitió su pregunta. “¿Un cordel?”

Carla tuvo que enfrentar a la fuerza el rostro del policía. Sin duda era una versión adulta de las caras paliduchas de los niños del patio. Así se verían ellos cuando crecieran. No había maldad en esta cara, pero tampoco ninguna amabilidad. No parecía notar la dificultad en la que ella se hallaba, al tratar de describir lo que había visto con su limitado vocabulario en inglés. Era como si el rostro de alguien en una película que Carla estuviera viendo le preguntara: “¿Qué hacía el hombre con la cuerda?”

Ella se encogió de hombros, y las lágrimas se asomaron a sus ojos.

Su madre intervino. “La cuerda le mantenía en alto el… su…”

“Por favor, señora”, dijo el policía que estaba anotando. “Permita que sea su hija la que describa lo que vio”.

Carla pensó bien cuál podía ser la palabra para designar los genitales de un hombre. Habían llegado a este país antes de alcanzar la pubertad en español, así que muchas de las palabras clave que hubiera podido aprender durante el último año le habían pasado desapercibidas. Ahora estaba aprendiendo inglés en un colegio católico, donde ninguna monja había mencionado jamás la palabra que ella necesitaba. “Tenía un cordel alrededor de la cintura”, explicó. Por la facilidad con que el hombre tomaba notas, supo que lo que decía sonaba lógico.

“Y terminaba al frente”, mostró con gestos sobre su cuerpo, “y estaba amarrado como un…” Con los dedos formó un cero.

“¿Una lazada?”, tanteó el policía amable.

“Una lazada, y su cosa…” Carla apuntó a la entrepierna del oficial. El que estaba escribiendo frunció el ceño. “Su cosa estaba metida en la lazada y fue creciendo y creciendo”, barruntó, con la voz temblorosa.

El policía amigable levantó las cejas y se empujó la gorra hacia atrás. Su enorme mano limpió las perlas de sudor que se le habían acumulado en la frente.

Carla rezó sin pensar en una oración determinada, pidiendo que esa entrevista se interrumpiera en ese momento. Lo que empezaba a temer era que su foto, a pesar de que no había nadie allí para tomársela, apareciera en el periódico al día siguiente y la pandilla de muchachos bellacos la atormentara con lo que había visto. Se preguntó si podría reportarlos a los policías. “A propósito…”, podría comenzar, y el rudo empezaría a tomar nota. Tendría las palabras para describirlos: sus caras malvadas y burlonas que conocía de memoria, o de corazón. Sus cuerpos idénticos de palidez enfermiza. Sus voces agudas que chillaban de gusto cuando Carla pronunciaba mal una palabra que la habían obligado a repetir.

Pero poco después de su descripción del incidente, la entrevista terminó. El oficial cerró su libreta, y cada uno se despidió de Carla y de su madre. Se alejaron en su patrulla, y a lo largo de la cuadra las cortinas volvieron a su lugar y las persianas entreabiertas se cerraron, como ojos que no han visto el mal.

Durante los siguientes dos meses, antes de que la madre de Carla la pasara a la escuela pública que estaba cerca de la casa para que cursara allí la segunda mitad del séptimo grado, la acompañó hasta el colegio en el autobús, y a la salida la iba a buscar. Las burlas y persecuciones terminaron. Los muchachos debieron pensar que Carla se había quejado, y que por eso estaba allí su madre, para defenderla. Incluso durante las clases, cuando su madre no estaba con ella, la pasaban por alto con su mirada afilada y clara que recorría el salón en busca de otra víctima, alguien demasiado gordo, o demasiado feo, o muy pobre o muy diferente. Carla se había desvanecido en las paredes.

Pero sus rostros no se desvanecieron tan pronto de la vida de Carla. Se colaron como intrusos en sus sueños y en sus vigilias. A veces, cuando abría los ojos en la oscuridad, estaban posados a los pies de su cama, un triste coro de caras de pillos, niños sin cuerpo que canturreaban sin palabras: “¡Vete de aquí! ¡Vete de aquí!”

Para no verlos, Carla cerraba los ojos y formulaba el deseo ferviente de que se fueran. En la oscuridad que creaba con los ojos cerrados rezaba, empezando por los nombres de sus hermanas, por todos los que quería encomendarle especialmente a Dios, en los Estados Unidos y en la isla. La lista que parecía sin fin de nombres familiares la incitaba a quedarse dormida con la sensación de estar a salvo, en un mundo aún poblado por aquellos que la amaban.