Nieve

  Yolanda

DURANTE NUESTRO PRIMER AÑO en Nueva York alquilamos un apartamento pequeño, cerca del cual había una escuela católica en la que enseñaban las Hermanas de la Caridad, corpulentas mujeres vestidas con hábitos negros largos y tocas que las hacían ver raras, como muñecas enlutadas. Me caían muy bien, especialmente mi maestra de cuarto grado, la hermana Zoe, que siempre me hacía pensar en una especie de abuela. Decía que mi nombre era muy lindo y me puso a que le enseñara la pronunciación correcta a la clase entera. Yo-landa. Como yo era la única inmigrante de mi clase, me asignaron un asiento especial, en la primera fila y al lado de la ventana, aparte de los otros niños para que la hermana Zoe pudiera dirigir mis estudios sin molestarlos. Con parsimonia pronunciaba las nuevas palabras en inglés que yo debía repetir: Laundromat, cornflakes, subway, snow.

Pronto entendí lo suficiente de inglés como para darme cuenta de que en el aire se respiraba el temor de un holocausto. La hermana Zoe le explicó a un salón boquiabierto lo que estaba pasando en Cuba. Allí se ensamblaban misiles soviéticos, que supuestamente se programarían para hacer impacto en Nueva York. El presidente Kennedy también se veía preocupado en la TV que teníamos en casa, mientras explicaba que era posible que tuviéramos que declararles la guerra a los comunistas. En la escuela teníamos simulacros de bombardeo aéreo: una campana de mal agüero empezaba a sonar y salíamos en fila hacia el pasillo, donde nos tendíamos en el piso y nos cubríamos la cabeza con el abrigo, e imaginábamos que se nos caía el pelo y los huesos de los brazos se nos ablandaban. En casa, Mami, mis hermanas y yo rezábamos un rosario por la paz mundial. Percibí todo un vocabulario nuevo: ‘bomba atómica’, ‘lluvia radiactiva’,‘refugio antibombas’. La hermana Zoe explicó cómo sucedería. Dibujó un hongo en el pizarrón y luego cubrió los alrededores con puntos, para representar el polvo de la lluvia radiactiva que nos iba a matar a todos.

Los meses se hicieron más fríos, noviembre, diciembre. Cuando me levantaba por la mañana todavía estaba oscuro, y cuando seguía mi aliento hacia la escuela todo tenía escarcha. Una mañana, mientras miraba por la ventana y soñaba despierta en mi pupitre, vi unas partículas en el aire como las que la hermana Zoe había dibujado: primero unas cuantas dispersas y luego un montón y luego más. Grité despavorida, “¡La bomba! ¡La bomba!” La hermana Zoe se volvió de repente, su amplia falda negra inflándose al girar, y corrió a mi lado. Algunas de las niñas empezaron a llorar.

Y entonces la expresión atónita de la hermana Zoe se desvaneció. “¡Yolanda, mi niña, pero si es nieve!” Se rió. “Nieve”.

“Nieve,” repetí. Con cautela miré por la ventana hacia afuera. Toda la vida había oído hablar de los cristales blancos que caían del cielo en invierno en los Estados Unidos. Desde mi pupitre, vi cómo el fino polvo recubría la acera y los carros estacionados abajo. Cada copo era diferente, había dicho la hermana Zoe, como una persona: irremplazable y hermosa.