La sangre de los conquistadores

  Mami, Papi, las cuatro niñas

I

CARLOS ESTÁ EN LA DESPENSA, sirviéndose un vaso de agua del filtro cuando ve a dos hombres que se acercan por el camino a la casa, vestidos de caqui almidonado. Cada uno lleva gafas de sol reflectoras, y el brillo de sus monturas hace juego con el de las hebillas de las fundas de sus pistolas. Si no fuera por las armas, podrían ser capataces que llegaban a cobrar una cuenta o a supervisar un trabajo en el cual los que ponen el sudor son otros hombres. Pero las pistolas los delatan.

Al lado de Carlos, Chucha, la vieja cocinera, se apresura a traer un platito para el vaso. Con un movimiento de cabeza hacia la ventana la alerta. Ella mira y ve a los dos hombres. Lentamente, para que al acercarse no vean movimiento por la ventana, Carlos se lleva el dedo a los labios. Chucha asiente. Paso a paso, con mucho cuidado, retrocede para salir de la despensa, y una vez que está en el pasillo en el cual no hay ventanas hacia el lado del camino, emprende una vertiginosa carrera hacia el dormitorio. Pasa por el patio, donde las cuatro niñas están jugando a las estatuas con sus primos.

Están totalmente absortos en el juego y no ven el celaje de su cuerpo que pasa a la carrera. Sólo Yoyo, congelada en medio de un giro, mira en su dirección y lo ve.

Nuevamente, se lleva el dedo a los labios. Yoyo baja la cabeza, intrigada.

“¡Yoyo!”, grita uno de los primos. “¡Yoyo se movió!”

La discusión estalla justo cuando él llega a la puerta de su habitación. Espera que Yoyo no diga una palabra. Con seguridad los hombres la van a interrogar cuando inspeccionen la casa. Los niños y la servidumbre son los dos grupos a los que siempre interrogan.

En la habitación, abre el enorme clóset-vestidor y la luz interior se enciende. Cuando cierra la puerta, ésta se apaga. Alcanza la linterna y la prende. A lo lejos, oye a los niños peleando y luego el sonido del timbre de la puerta. El corazón le late tan de prisa que siente como si fuera algo atrapado en su pecho, y no su corazón. Calma, calma.

Va hacia el fondo del clóset, detrás de una fila de vestidos de Laura. Lo reconforta el olor a talco de sus vestidos de casa mezclado con el olor a sol de la piel de su mujer, y el perfumado de los trajes de fiesta. Se asegura de no desalinear la fila de zapatos en el suelo, y pasa sobre ellos para zafar el panel posterior. Allí dentro hay un cubículo con un ducto de ventilación que va a dar al baño, sobre la ducha. Eso proporciona aire y algo de luz. Allí hay dos toallas, una almohada, una sábana, una bacinilla, un recipiente con agua filtrada, aspirina, pastillas para dormir y hasta una imagen de San Judas, patrono de las causas imposibles, pegada a una pared. El pequeño revólver que Vic le dio en secreto (por si acaso) está envuelto en una camisa extra, de color oscuro, y pantalones del mismo tono para escapar en la noche. Carlos entra al cubículo, coloca la linterna en el suelo, y vuelve a poner el panel, encerrándose en el interior.

CUANDO VE A SU PADRE pasar corriendo, Yoyo piensa que está jugando uno de sus juegos que nadie celebra y que Mami dice que son de pésimo gusto. Como cuando dice “¿Quieres oír la voz de Dios?” y uno tiene que apretarle la nariz y él se tira un pedo. O cuando pregunta una y otra y otra vez luego de que uno contesta “blanco”, “¿De qué color era el caballo blanco de Napoleón?” O cuando hace la prueba para saber si uno heredó la sangre de los conquistadores y lo alza por los pies, y lo sostiene así hasta que toda la sangre se va a la cabeza, mientras pregunta “¿Tienes la sangre de los conquistadores?” Yoyo siempre dice que no, hasta que no puede aguantar más porque siente como si la cabeza le fuera a estallar y dice que sí. Entonces, la vuelve a poner sobre sus pies y se ríe con sonoras carcajadas de conquistador que vienen desde las lejanas colinas de España, la Madre Patria.

Pero Papi no está jugando al escondite ahora porque poco después de que pasa corriendo, suena el timbre, y Chucha deja entrar a esos dos hombres de facha atemorizadora. Son de color café con leche y el caqui de su ropa es del mismo color que su piel, de manera que se ven crema de pies a cabeza, un color que nadie escogería como su preferido. Los hombres llevan gafas oscuras de espejo. Lo que llama la atención de Yoyo son los cinturones con las fundas para pistolas y el bulto negro y brillante de las armas que se asoman.

Ahora sabe que las armas son ilegales. Sólo los guardias uniformados pueden portarlas, así que estos hombres o bien son criminales o son algún tipo de policía secreta en traje de civil. Mami le ha contado que esos policías pueden estar en cualquier momento y lugar como ángeles de la guarda, sólo que éstos no están allí para impedir que uno haga algo malo sino para atraparlo haciéndolo. Mami ha bromeado con Yoyo diciendo que más vale que se porte bien porque si estos policías secretos la encuentran haciendo algo malo, la van a llevar a una cárcel para niños donde el menú es una lista de todo lo que a Yoyo no le gusta comer.

Chucha habla alto y repite todo lo que los hombres dicen, como si fuera sorda. Debe querer que Papi alcance a oír desde dondequiera que esté escondido. Esto tiene que ser algo serio como aquella vez que Yoyo le contó a su vecino, el viejo general, una historia inventada sobre que Papi tenía una pistola, cosa que resultó ser cierta porque Papi en realidad tenía un arma escondida por alguna razón. La niñera Milagros luego fue con el cuento de que Yoyo le había dicho todo eso al general y sus padres le pegaron con una correa en el baño, con la ducha abierta para que nadie oyera sus gritos. Luego Mami tuvo que verse con tío Vic en medio de la noche, con la pistola oculta bajo su capote para no tenerla en casa si la policía llegaba a hacer una requisa. Era una cosa grave. ésa fue la vez de la cual Mami aún habla en términos de “cuando Yoyo casi hizo que mataran a su padre”.

Una vez que los hombres se sientan en la sala que da al patio interior, tratan de hacer que los niños participen en una conversación. Yoyo no dice palabra. Está segura de que estos hombres vienen por esa historia de la pistola que ella contó cuando apenas tenía cinco años y antes de que le dijeran que las armas estaban prohibidas.

El hombre más alto con el diente de oro le pregunta a Mundín, el único niño varón, dónde está su padre. Mundín explica que probablemente está todavía en la oficina. Así que el hombre le pregunta dónde está su madre, y Mundín dice que cree que está en la casa.

“La muchacha dijo que no estaba”, dice el más bajo con su cara ancha y con voz desafiante. Es un deleite verlo un momento después, cuando entiende que está equivocado, al oír a Mundín responder: “Ah, se refiere a tía Laura. Yo vivo en la casa de al lado”.

“Aaaaah”, dice el bajo, alargando la palabra, con la boca redonda como el cañón del revólver que les está mostrando luego de haberle sacado las balas, y que los niños se pasan de mano en mano para sostenerlo. Yoyo lo toma, y se asoma al agujero del cañón con un estremecimiento. A lo mejor está cargado; a lo mejor si se disparara a la cabeza, todos la perdonarían por haber inventado esa historia de la pistola.

“Entonces, ¿cuáles son las niñas que viven en esta casa?”, pregunta el alto. Carla levanta la mano como si estuviera en el colegio. Sandi también la levanta, imitándola, y les dice a Yoyo y a Fifi que hagan lo mismo.

“Cuatro niñas”, dice el gordo, poniendo los ojos en blanco. “¿Y ningún niño?” Niegan con la cabeza. “Más vale que su padre consiga buenos pestillos para las puertas”.

Una expresión preocupada pasa por la cara de Fifi. Unos días atrás se le atascó la manija y luego no pudo recomponerla y abrir la puerta. Un trabajador de la fábrica de Papito tuvo que venir y desmontar la cerradura completa, haciendo un agujero en la puerta, para dejar salir a la histérica Fifi. “¿Pestillos? ¿Por qué?”, pregunta con el labio inferior tembloroso.

“¿Que por qué?”, se ríe el gordo. El rollo de grasa que rodea su cintura se sacude. “¿Por qué?”, sigue repitiendo y soltando nuevas carcajadas. “Ven acá, cielito lindo, y déjame enseñarte por qué tu papi tiene que poner pestillo en la puerta”. Le hace señas a Fifi con su chueco dedo índice para que se acerque. Fifi dice que no con la cabeza y empieza a llorar.

Yoyo también quiere llorar, pero está segura de que si lo hace, los hombres van a sospechar algo y se van a llevar a su padre y quizás a toda la familia. Yoyo se ve en una celda en la cárcel. Sería como Felicidad, el canario de Mami, en su jaula. Los guardias meterían sus rifles por entre los barrotes para hostigarla igual que le hace ella a Felicidad, con palitos, cuando nadie más de la casa grande se percata. La idea la atemoriza tanto que está al borde de las lágrimas cuando oye un carro en el camino y sabe que tiene que ser, tiene que ser. “¡Mami llegó!”, grita, con la esperanza de que la buena noticia detenga las lágrimas de su hermanita.

Los dos hombres cruzan una mirada y devuelven los revólveres a sus fundas.

Chucha, con expresión sombría igual que siempre, entra y anuncia en voz muy alta: “Doña Laura llegó”. Al salir deja caer un fino polvillo. Sus labios se mueven todo el tiempo como si estuviera mascullando entre dientes, cosa que hace habitualmente, pero Yoyo sabe que está haciendo un ensalmo para quitarles todo su poder a los hombres e inmovilizarlos.

CUANDO LAURA SE ACERCA por el camino, hace sonar la bocina dos veces para alertar al vigilante a que le abra el portón. Pero, para su sorpresa, ya está abierto. Chino está fuera de su garita hablando con un hombre vestido de caqui. Más adelante, Laura vislumbra el Volkswagen negro, y el corazón se le zambulle hasta los pies. A su lado, en el asiento del pasajero, va Inmaculada, una jovencita campesina a la que le ha tomado meses convencer de que se monte al carro, quien le dice: “Doña, hay visita”.

Laura le sigue el juego, controlando el temblor en su voz: “Sí, tenemos compañía”. Se detiene y le hace señas a Chino para que se acerque. “¿Qué hay, Chino?”

“Buscan a don Carlos”, dice Chino tenso. Baja la voz y mira a Inmaculada quien baja la vista hacia sus manos. “Llevan un rato aquí. Hay dos más esperando en la casa”.

“Ya voy a hablar con ellos”, le contesta Laura, y luego le dice, mirándolo a los ojos rasgados que le hicieron ganar su apodo: “Y tú ve adonde doña Carmen y dile que llame a don Víctor y que le diga que venga acá a recoger sus tenis. Sus tenis, ¿me oíste?” Chino asiente. Se sabe que va a entender, pues ha estado con la familia desde siempre, bueno, quizás un poco menos que Chucha, que llegó a la casa cuando la madre de Laura estaba embarazada de ella. Chino llama al hombre de caqui, que tira su cigarrillo a la hierba que hay tras él y se acerca al carro. Mientras lo saluda, Laura ve a Chino que atraviesa la grama hacia la casa de don Mundo.

“Doña, disculpe que le caigamos así”, dice el hombre con falsa cortesía, como si se la estuvieran exprimiendo y saliera a borbotones. “Necesitamos hacerle unas cuantas preguntas al doctor García, y en la clínica nos dijeron que estaba en casa. Su muchacho (¿Chino, un muchacho? Si pasa de los cincuenta) dice que el doctor no está en casa todavía, así que esperaremos a que llegue. Seguro que viene en camino…” El guardia mira al cielo, cubriéndose los ojos: el sol está en pleno centro del firmamento, sobre su cabeza. Es mediodía, hora de comer, hora de que todo hombre se siente a su mesa a partir el pan y a dar gracias a Dios y a Trujillo por la abundancia de la cual disfruta el país.

“Por supuesto, espérelo, pero no bajo este sol”. Laura cambia de tono de voz al de gran dama. Sabe que eso por lo general desarma a estos pobres lacayos campesinos que se han unido al SIM, la mayoría de ellos con la intención de llevarse dinero a los bolsillos, comida y ron al estómago, y una pistola a la cadera. Pero en el fondo siguen siendo los muchachitos harapientos que le tumban cocos al patrón cuando visita las fincas con su familia los domingos.

“Pase y se toma algo frío”.

El hombre hace una inclinación de cabeza para agradecer. Pero no, debe quedarse afuera, son órdenes. Laura promete mandarle una cerveza fría y sigue hacia la casa. Se pregunta si Carmen habrá podido localizar a Víctor. Al primer indicio de problemas, había dicho Víctor, búsquenme, la clave es tenis, zapatos tenis. Y él cumple su palabra. No fue su culpa que el Departamento de Estado se acobardara a la hora de llevar a cabo la conspiración que le encargaron planificar. Y había prometido sacar a los hombres sanos y salvos. A todos menos Fernando, claro. Pobrecito, terminar como terminó, ahorcándose con su propio cinturón en su celda para así evitar revelar los nombres de los demás bajo la tortura que los esbirros de Trujillo le infligían. Fernando, que ya llevaba un mes en su tumba, ¡San Judas, protégenos!

Ya en la puerta, le indica a Inmaculada que saque la compra del carro y que se asegure de llevarle al hombre del portón una botella de Presidente, la cerveza corriente que todos toman. Luego se persigna y entra a la casa. En la sala, los dos hombres se levantan para saludarla; Fifi corre hacia ella bañada en lágrimas; Yoyo viene detrás, con los ojos muy abiertos, asustada. Laura ha criado a sus hijas al estilo americano, luego de leer todas las novedades sobre el tema, así que sabe que no ha debido pegarle a Yoyo esa vez que la niña les metió semejante susto. Pero en este infierno dislocado uno pierde la cabeza, de verdad que sí, y se aplican reglas diferentes. Ahora, por ejemplo, está pensando en hacer algo desquiciado y descabellado, como fingir un desmayo tal como solían hacerlo las mujeres en las películas viejas cuando querían desviar la atención de algún asunto candente, desabotonarse la blusa y ofrecerles a los hombres satisfacer sus caprichos si permiten que su marido y sus niñas escapen a salvo.

“Señores, por favor”, dice Laura, invitándolos a sentarse, y luego con una mirada les da a entender a los niños que salgan de la habitación. Todos la obedecen, salvo Yoyo y Fifi, que se quedan una a cada lado de su madre, sin pronunciar palabra.

“¿Hay algún problema?”, comienza Laura.

“Simplemente tenemos unas cuantas preguntas para hacerle a don Carlos. ¿Lo está esperando para almorzar?”

En ese instante se le ocurre una manera de retrasar a estos hombres. Vic debe venir en camino, espera ella, y él sabrá cómo manejar todo este lío.

“Mi marido iba a jugar tenis con Víctor Hubbard hoy”. Dice el nombre despacio, para que lo registren. “Probablemente el juego se alargó. Siéntanse como en su casa, por favor. Mi casa es su casa”, dice ella, recitando la tradicional bienvenida dominicana.

Se disculpa un momento para ir a preparar una bandeja de picadera que ellos le piden que no se moleste en traerles. En la despensa, Chucha está sola pues Inmaculada ha ido a llevarle al guardia su cerveza. La anciana negra y la joven señora intercambian una mirada. “Don Carlos”, susurra Chucha, “en el cuarto”. Laura asiente. Sabe dónde está, y aunque la espanta el hecho de que apenas lo separen unos pasos de estos hombres, en el compartimiento secreto sellado, también da gracias porque esté tan cerca donde ella casi podría extender el brazo y tocarlo.

De vuelta en la sala le ofrece a los hombres una bandeja con platanitos caseros y maní y cazabe, y le sirve a cada uno una Presidente en los vasos ordinarios que destina a la servidumbre. Al ver que los hombres miran los platos con curiosidad, recuerda lo que cuentan de que Trujillo obliga a sus cocineros a probar la comida antes de él comerla. Laura parte un pedazo de cazabe para Fifi, que está a un lado suyo, y otro para Yoyo. Luego ella toma un puñado de maníes y se los va llevando a la boca uno por uno, como una colegiala. Los hombres alargan la mano y comen.

CUANDO SUENA EL TELÉFONO donde doña Tatica, ella siente el timbre en el fondo de su estómago irritado. Malas noticias, piensa. Candelario, no me abandones. Levanta el auricular como si éste tuviera garras para atacarla, y anuncia con una vocecita tímida, muy poco típica de ella, “Buenos días, El Paraíso, para servirle”.

La voz al otro lado de la línea es la de la secretaria americana, una voz que no se anda con rodeos, de una mujer con demasiada preparación, que no se molesta en devolver el saludo. “Asuntos de la embajada”, espeta la voz. “Por favor, ponga a don Víctor al teléfono.” Tatica hace eco de la insolencia de la secretaria: “No lo puedo molestar ahora”. Pero la voz replica: “Urgente”, y Tatica debe obedecer.

Se dirige hacia la Casita 6, atravesando el patio. Tatica, ya de por sí grande en su macizo cuerpo color caramelo, se esfuerza por verse de tamaño aun mayor al vestirse siempre de rojo. Es una promesa que le hizo a su santo, Candelario, para que la cure del terrible ardor que siente en las entrañas. El médico hizo su incursión y le cortó parte del estómago y toda su maquinaria femenina, pero Candelario se quedó con ella, llenando ese vacío con espíritu. Ahora, cuando percibe que se acercan los problemas, siente un reflejo de ese antiguo ardor en la huella de ciempiés que le quedó en la barriga. Algo muy malo se avecina porque a cada paso que da, el dolor se agita en sus tripas y el problema se muestra a cabalidad.

Bajo el árbol de amapola, el muchacho del jardín está holgazaneando con el chofer del americano. Cuando la divisa, rápidamente se apresura a podar un seto que se ve descuidado. El chofer dice: “Buenos días, doña Tatica” y se lleva la mano a la gorra, y ella levanta la cabeza para mostrarse superior al empleado del funcionario. La Casita 6, que es la de costumbre de don Víctor, está justo al frente. El aire acondicionado está funcionando. Tatica tendrá que golpear con la fuerza que no tiene para hacerse oír.

En la puerta se detiene. Candelario, ruega mientras levanta el puño para golpear, porque el ardor se ha extendido. “Urgente”, grita, refiriéndose ahora a su propia circunstancia, pues todo su cuerpo se siente bañado en un dolor ardiente como si su vestido color de fuego se hubiera encendido.

UN MALDITO GOLPE SUENA contra la maldita puerta. “Teléfono, urgente, señor Hubbard”. Vic no pierde el ritmo, pero responde: “Un minuto” y termina primero. Sacude la cabeza al ver a la criatura dulce y risueña y dice: “Excusez, por favor”. La mitad del tiempo él no sabe si se está expresando gracias al curso intensivo de español que recibió en la CIA o al latín que aprendió en el bachillerato o al francés de la universidad. Pero los güevos y los dólares son los que hablan en El Paraíso, así que da igual.

Cuando llegó a ese nuevo destino, no sabía qué tan caliente iba a resultar. De inmediato buscó a Mundo, su antiguo compañero de clase, quien provenía de una de esas familias acaudaladas que mandaban a sus hijos a estudiar la secundaria a los Estados Unidos, y los varones se quedaban allí para cursar también la universidad. Este viejo amigo lo introdujo a la sociedad dominicana y así llegó a conocer a todos los activistas de clase alta que el Departamento de Estado quería que reclutara para una revolución. Estos hombres lo llevaron adonde Tatica, que ha sabido ofrecerle las muchachitas como le gustan, numeritos candentes, oscuras y dulces como tazas de cafecito, tan llenas de maldita cafeína y azúcar de la isla que luego uno queda tembloroso el resto del día.

Vic se viste rápidamente y, una vez con el traje puesto, es un hombre de negocios. “Hasta luego”, dice, despidiéndose de la niña que está sentada y haciendo pucheros encantadores. “Pórtate bien”, le dice en broma. Ella, traviesa, levanta la barbilla. Francamente, estas niñitas son una ricura.

Abre la puerta para encontrarse con una Tatica que se le derrumba encima, doscientas libras que caen de repente en sus brazos. Mira alrededor y ve por encima del hombro de la mujer a su chofer y al joven jardinero que se apresuran a ayudarle. Tras él, sobre el rugido del aire acondicionado, alcanza a oír el grito de la niña que llama a doña Tatica y ésta, como si la hicieran salir del infierno de su dolor, pone los ojos en blanco y entreabre la boca. “Teléfono, urgente, embajada”, le susurra a don Vic, y él sale corriendo, dejándola que colapse en brazos de su chusma.

Vic va primero a casa de Mundo, porque la llamada que recibió era de Carmen, y la encuentra a ella en el patio con un sinfín de niños almorzando en la gran mesa. Carmen lo recibe apresurada. “Gracias a Dios, Vic”, le dice a modo de saludo. Un encanto esta menuda señora, y con buenas piernas también. Desafortunadamente, las monjas la reclutaron pronto, y Vic ha tenido que hacer esfuerzos para no dormirse varias veces en que ha recibido lecciones de catecismo disfrazadas de conversaciones de sobremesa. Se pregunta si se le notará de donde viene, y sonríe disimulado, pensando en el dulce numerito que acaba de dejar, no mucho mayor que algunas de las sirenitas alrededor de la mesa. “Tío Vic, tío Vic”, lo llaman. Francamente, amárrenme a un poste, piensa él.

Una mirada rápida alrededor de la mesa. No hay señales de Mundo. A lo mejor tuvo que refugiarse en el escondite temporal que Vic les aconsejó a él y a los demás que construyeran en el clóset. Le sonríe a Carmen para animarla, y la respuesta suya es una mueca de miedo. “En el estudio”, dice para orientarlo.

Los niños lo siguen llamando para que se acerque a la mesa de la cual no tienen permitido levantarse. Él les hace un gesto con la mano, “Adelante, mis soldados”, al pasar. Por encima de su hombro oye que Carmen le pregunta: “¿Ya almorzaste, Víctor?” Estas mujeres latinas, que incluso mientras las balas pasan silbando y las bombas llueven de lo alto, quieren asegurarse de que uno tenga el estómago lleno, la camisa bien planchada y un pañuelo limpio. Eso es lo que hace que las niñas bonitas de la buena sociedad se conviertan en excelentes anfitrionas, y que las chicas de donde Tatica sean amantes tan complacientes.

Golpea a la puerta, dice su nombre, espera, lo dice de nuevo, un poco más alto esta vez pues está funcionando el aire acondicionado. La puerta se abre como por arte de magia, sola, ya que no hay nadie para hacerlo entrar. Ingresa, la puerta se cierra tras él, y el seguro de una pistola se desactiva. “¡Uao, señores!”, grita, alzando las manos para mostrar que es su amigo de siempre, desarmado. Las celosías están cerradas y los hombres están dispersos por el cuarto, como si se hubieran asignado puestos de observación. Mundo sale de detrás de la puerta, y Fidelio, el más nervioso, está de pie junto a los estantes sacando y metiendo libros como si fueran palancas que pudieran abrir una vía de escape de este momento angustiante. Mateo está en cuclillas, como si encendiera una fogata. Al lado de cada una de las demás ventanas están los demás hombres. Dios, se ven como un montón de conejos asustados.

“Pensamos que era el SIM”, dice Mundo, explicando su pistola alerta. Alcanza una silla para su compañero. Todas las sillas del estudio llevan el escudo de su alma máter Yale, que Vic ha notado que la familia pronuncia igual a la palabra jail, cárcel, en inglés.

“¿Qué sucede?”, pregunta Vic en su español cargado de acento.

“Problemas”, dice Mundo. “Problemas con P mayúscula”.

Vic asiente. “Entonces, en marcha”, le dice al grupo. “Operación Zapatos Tenis”. Y luego hace lo que siempre ha hecho desde que de niño, en Indiana, la mierda lo empezó a salpicar: se suena los nudillos y sonríe sarcástico.

CARLA Y SANDI ESTÁN ALMORZANDO en casa de tía Carmen, cosa que no implica romper las reglas, porque, número uno, Mami les dijo con la mirada que SE LARGARAN, y número dos, la regla es que, a menos que estén castigadas, pueden comer en la casa de cualquiera de las tías si antes le avisan a Mami, lo cual las devuelve al número uno, que Mami les dio a entender que SE LARGARAN, y ya hace más de una hora que han debido almorzar en su casa.

Algo huele mal, como cuando Mami llega y salen todas a esconder lo que no quieren que ella vea, y ella se lleva los dedos a la nariz como formando una pinza y dice: “Algo me huele mal”. Eso de que tío Mundo llegue a almorzar, pero que ni siquiera se siente a la mesa sino que vaya derecho al estudio, y que luego todos los tíos lleguen como si fuera a haber una fiesta o como si hubiera que tomar una decisión familiar importante sobre el hábito de beber de Mamita o los negocios de Papito mientras él está fuera, son cosas que huelen mal. Tía Carmen da un brinco cada vez que suena el timbre, y cuando vuelve con los niños, repite la misma pregunta que acaba de hacerles: “Entonces, ¿estaban jugando a las estatuas cuando los dos hombres llegaron?” Mundín está parloteando sobre la pistola que lo dejaron sostener. Cada vez que menciona el asunto, Carla ve que la tía se estremece como cuando sopla una brisa en la casa de las montañas y todas las tías se ponen unos chales preciosos. Hoy, en cambio, hace tanto calor que los niños pudieron meterse a la piscina en la mañana, antes de ir a jugar a las estatuas, y la tía dice que si se portan bien, podrán meterse de nuevo una vez que terminen de hacer la digestión. Dos veces en la piscina en el mismo día y los escalofríos de la tía en este calor. Hay algo que huele muy mal aquí.

La tía hace sonar la campanita de plata, y viene Adela y recoge todos los platos, y trae el postre que siempre incluye la caja de chocolates Russell Stover con el lazo de cinta pintado. Cuando la caja circula de mano en mano, uno tiene que adivinar por la apariencia cuál chocolate cree que tendrá la nuez dentro o el relleno de coco o de caramelo, y esperar no llevarse la sorpresa cuando muerda uno cuyo esponjoso centro quiera escupir de inmediato.

La caja está casi vacía porque nadie ha ido a los Estados Unidos a comprar chocolates en bastante tiempo. Papito y Mamita se fueron después de Navidad, como es costumbre, pero aún no han regresado. Y ya es agosto. Mami dice que es por causa de la salud de Mamita, que tiene que ver especialistas, pero Carla oyó susurros de que Papito renunció a su puesto en las Naciones Unidas y que el gobierno ya no lo tiene en mucha estima. Cada tanto tiempo los guardias se aparecen con sus jeeps ruidosos, saltan fuera de ellos y rodean la casa de Papito, y luego Chino llega corriendo y le cuenta a Mami, que llama al tío Vic para que vaya a recoger sus tenis. Carla jamás ha visto que tío Vic lleve más zapatos a la casa que los de hoyitos que siempre usa. Siempre llega en una de esas limusinas que Carla sólo ha visto en las bodas y cuando Trujillo sale en un desfile. Tío Vic habla con el guardia superior y le da dinero, y todos se suben en sus jeeps y abandonan el lugar. En realidad todo resulta muy bien, como en una película. Pero Mami dice que no deben contarles a sus amigas ni una palabra de eso. “En boca cerrada no entran moscas”, le explica a Carla cuando ésta pregunta: “¿Y por qué no podemos decir nada?”

La caja de Russell Stover ya dio la vuelta y llega de nuevo a manos de la tía, que saca una de las canastitas de papel, y suspira cuando los niños discuten por quién se la quedará. Tío Vic aparece, con una sonrisa irónica, y le alborota el pelo a Mundín, pone la mano sobre el hombro de la tía y le pregunta a toda la mesa, “¿Quién quiere ir a Nueva York? ¿Quién quiere ver el Empire State Building?” Siempre les habla en inglés, para que así practiquen. “¿Y qué tal ver la estatua de la Libertad?”

Al principio, los primos se miran unos a otros, pues no quieren pasar la vergüenza de gritar “¡Yo, yo!”, y que luego el tío les responda que era broma, una inocentada. Pero luego Carla muy lentamente, y después Sandi, y por último Lucinda levantan la mano. Como una reacción en cadena, las manos se van levantando una tras otra, algunas aún con su chocolate Russell Stover. “¡Yo, yo, yo quiero, yo quiero!” Tío Vic levanta las manos, con las palmas hacia los niños para tratar de hacerlos que bajen la voz. Cuando ya están otra vez en silencio, a la espera de que escoja al ganador, mira a tía Carmen a su lado y le dice: “¿Qué opinas, Carmen? ¿Quieres venir?”, y todos los niños canturrean: “¡Sí, tía, sí!” Carla también, hasta que se da cuenta de que las manos de su tía tiemblan al cerrar la tapa de la caja vacía de chocolates.

LAURA SIENTE TERROR de llegar a decir algo que no debería. Estos dos matones la han estado interrogando durante media hora. Gracias a Dios que Yoyo y Fifi se quedaron allí, gimoteando. Ha hecho gran alboroto para averiguar qué les pasa, para que les reciten a los señores, y para tratar de que la huraña Fifi le sonría al gordo detestable.

Finalmente, ¡qué alivio!, ve a Vic que llega por el jardín con Carla y Sandi aferradas a cada una de sus manos. Los dos hombres se vuelven y casi por reflejo se llevan la mano a las fundas de sus armas. Su gesto le recuerda el de un hombre que se acaricia los genitales. Puede ser que esta vaga sexualidad que hay tras la violencia que la rodea sea lo que la ha llevado a rechazar hacer el amor durante todos estos meses.

“¡Víctor!”, lo llama, y luego en voz más baja les explica a los hombres, como si no quisiera avergonzarlos por no saber quién es este personaje tan importante. “Es Víctor Hubbard, el cónsul de la Embajada Americana. Con su permiso, señores”. Sale al patio y le da a Vic un besito en la mejilla, a la vez que le susurra: “Les dije que estaba jugando tenis contigo”. Vic le responde con un movimiento imperceptible de cabeza, y no deja de sonreír como si sus dientes estuvieran en exhibición.

Laura saluda efusivamente a Carla y a Sandi. “Mis niñas, mis dulces Cuquitas, ¿ya comieron?” Las dos asienten, y la observan con atención, y ella nota con una punzada de dolor que rápidamente están aprendiendo el lenguaje nacional de un estado policial: cada palabra, cada gesto es un posible campo minado, así que hay que cuidar lo que uno dice y pensar bien adónde va.

Con los hombres, Víctor es jovial. Les da palmaditas en la espalda, les pregunta dos veces sus nombres, como si tuviera la intención de transmitir un cumplido o una queja. Los hombres se remueven en sus asientos, nerviosos por vez primera, según nota Laura con alegría. “El doctor, vinimos a hacerle unas preguntas, pero parece que ha desaparecido”.

“De ninguna forma”, los corrige Víctor. “Nada más estábamos jugando tenis. Va a llegar en cualquier momento”. Los hombres se enderezan, alertas. Vic pasa a decir que si hay algún problema, quizás él pueda resolverlo. Al fin y al cabo, el doctor es su amigo personal. Laura observa las reacciones de los dos mientras Vic les cuenta noticias que también son novedad para ella. El doctor se ganó una beca de un hospital en los Estados Unidos, y él, Vic, acaba de enterarse de que los documentos de la familia recibieron el visto bueno del director de Inmigración. Así que, ¿para qué iba el buen doctor a meterse en problemas?

Ya, piensa Laura. Entonces los papeles están en regla y nos vamos. Ahora todo lo mira con más nitidez, como si fuera a través del lente de la distancia: las orquídeas que cuelgan en sus canastas de fibra natural, la hilera de frascos de botica que Carlos le consiguió en viejas farmacias del campo, los intensos rayos de sol surcados por polen dorado. Va a echar de menos esta luz gloriosa que la calienta más allá de la piel y que cuaja los árboles de joyas, la hierba, el estanque con nenúfares más allá del seto. Piensa en sus ancestros, esos conquistadores de piel blanca que llegaron a este Nuevo Mundo, sin saber que el oro que buscaban era esta luz deslumbrante. Y hay que ver lo que iniciaron, piensa Laura, al levantar la vista y detectar el destello de oro en la boca de uno de los guardias, que se abre en una sonrisa asustada.

ESA MAÑANA, CUANDO EL MARICÓN de la esquina les vendió los billetes de lotería, les dijo: “Tengan cuidado, que la candela de sus santos arde justo por encima de sus cabezas. La mano de Dios desciende y algunos son llevados a lo alto, pero otros”, miró a Pupo y a Checo, “otros quedan abandonados a su suerte”. Pupo le hizo caso y se persignó, pero Checo le torció el brazo por la espalda y lo amenazó con entregarle su hombría a la mano de Dios. A Pupo le asusta la maldad que brota de labios de Checo, como si no fueran los dos primos campesinos, que habían ido a la iglesia los domingos obligados por madres que los criaron a punta de fe y de lo que se diera en su pequeño conuco polvoriento.

Pero el maricón de la lotería tenía razón. El día empezó a traerles sorpresas. Primero, don Fabio los llama. Misión especial: deben vigilar las idas y venidas de un tal doctor García. Lo siguiente que Pupo sabe es que Checo va manejando el jeep que lo lleva hasta la casa de los García y arma todo este número de la requisa, que no está dentro de las órdenes. Sin embargo, el asunto es que si sale algo de esa operación, su labor será alabada y recibirán una condecoración y un ascenso. Si no resulta nada y la familia tiene relaciones, ellos dos vuelven a la rutina de la prisión, a limpiar las salas de interrogatorio y a lavar las celdas que esos pobres diablos asustados ensucian al perder el control de sus esfínteres.

Desde el momento en que entran a la casa, Pupo se da cuenta por la manera en que actúa la vieja haitiana que están en un bastión de algo, ya sea de armas, de espíritu o de dinero. Cuando aparece la mujer, luce nerviosa e inquieta, con su sonrisa fingida, y soltando nombres de personajes para formar una especie de camino de migajas hacia los poderosos. Más que nada, menciona al gringo pelirrojo de la embajada. Al principio Pupo cree que está alardeando y empieza a felicitarse, también a Checo, por haber descubierto algo bueno. Pero luego, como era de esperar, el gringo pelirrojo hace su aparición con otras dos muñecas tomadas de la mano.

“¿Quién es su jefe?” La voz del americano es cortante. Cuando Checo se lo dice, el americano echa la cabeza hacia atrás. “¡Ah, Fabio, pero claro!” Pupo ve que la boca de Checo se estira en una sonrisa, como un elástico a punto de reventar. Han retenido a una señora de una familia prestante. Puede ser que hayan estado ladrando al árbol equivocado. Lo único que Pupo sabe es que don Fabio va a caerles encima, sobre sus espaldas ya surcadas de cicatrices.

“Ya sé qué podemos hacer”, les ofrece el cónsul americano. “Voy a llamar al viejo Fabio ahora mismo”. Pupo levanta los hombros y hunde la cabeza como si la sola mención del nombre de su superior pudiera hacerla rodar. Checo asiente, “A sus órdenes”.

El americano llama desde el teléfono que hay en el pasillo, donde Pupo puede oírlo hablar su español pedregoso. Hay un silencio mientras aguarda a que lo comuniquen, pero luego su voz se entusiasma. “Fabio, con respecto a este pequeño malentendido, lo que puedo hacer es hablar yo mismo con Migración, y así sacaré al doctor del país en cuarenta y ocho horas”. Al otro lado, don Fabio debió hacer un chiste porque el americano empieza a reírse, y luego pasa a Checo al teléfono para que su jefe le hable. Pupo oye el poco frecuente tono de disculpa de su compañero. “Sí, sí, cómo no, don Fabio, inmediatamente”.

Pupo se sienta entre estos desconocidos blancos, avergonzado y arrinconado. Ya alcanza a sentir el látigo que cae como un juicio en su espalda desnuda. Todos están extrañamente callados, atentos al tono de voz de Checo que trata de rehuir su responsabilidad, y cuando queda en silencio, sólo oye la respiración de todos mientras la mano de Dios se acerca. Pupo no sabe bien si esa mano irá a escoger a los que se salvan o a lanzar lejos a los condenados, y por eso toma su vaso vacío y juguetea con el hielo para consolarse.

MIENTRAS LOS HOMBRES se despedían en la puerta, Sandi se quedó en el sofá, sentada sobre sus manos. Fifi y Yoyo seguían pegadas a Mami, arrugándole la falda para mantenerse aferrada a ella, y Fifi rompía en llanto cada vez que el guardia gordo se agachaba para que ella le diera un beso de adiós. Carla, que por ser la mayor sabía más de la vida, les dio la mano e hizo una pequeña reverencia, tal como les habían enseñado que debían hacer con los invitados. Luego, todos volvieron a la sala, y Mami miró al tío Vic y puso los ojos en blanco como hacía cuando hablaba por teléfono con alguien con quien no quería hablar. Al momento, tenía a todo el mundo en movimiento: las niñas debían ir a sus cuartos y hacer una pila con sus mejores ropas y escoger un solo juguete que quisieran llevarse en este viaje a los Estados Unidos. Nivea y Milagros y Mami los empacarían más tarde. Luego, Mami desapareció en su habitación con tío Vic.

Sandi siguió a sus hermanas hacia las habitaciones, todas contiguas. Formaron un grupito asustado, y tuvieron buen cuidado de no molestarse una a otra. Yoyo se volvió hacia ella. “¿Qué te vas a llevar?” Fifi ya había decidido que sería su muñeca y Carla estaba revisando en su cofre de prendas y recuerdos. Yoyo había tomado su revólver.

Fue raro sentir que al pensar en esa frase, “el juguete que más quiero”, y pasar revista entre todo lo que tenía, nada llenaba el hueco que se estaba abriendo en el interior de Sandi. Ni la muñeca cuyo largo pelo podía convertirse en complicados peinados, ni el telar para hacer agarraollas por los que luego Mami le agradecía tanto, ni la esfera de vidrio a la que se le daba la vuelta y los copos de nieve caían sobre una casita roja en el bosque. Nada alcanzaba a llenar ese vacío, ni siquiera años después, no la bonita mujer en la que se convertiría, para su sorpresa, ni los premios escolares o las becas para estudiar una cosa o la otra que ella no se decidía a aprovechar, ni los hombres que la abrazaban y casi la convencían, cuando sus bocas se acercaban a los labios de ella y la besaban con fuerza, nada la convencía de que eso era lo que ella había echado de menos.

DESDE LA OSCURIDAD DEL CLÓSET, Carlos ha oído las voces, pero no lo que dicen; ha sentido presencias, pero no ha distinguido a las personas. Se pregunta si así se siente un niño pequeño antes de que las impresiones y las entonaciones y las presencias se recubran con recuerdos, recuerdos que son más que nada las historias que otros cuentan de su pasado. Es el menor de los treinta y cinco hijos de su padre, de los cuales veinticinco son legítimos, quince de su madre, la segunda esposa; él no tiene un pasado propio. No es sólo un legado, un futuro, lo que no se recibe por ser el menor. La primogenitura es también una tabula rasa en la que el mayor construye el pasado a partir de nada más que murmullos, presencias y voces lejanas. Esos tenues recuerdos más antiguos se han dispersado como los reflejos en un estanque bajo el influjo de una mano que agita la superficie, la mano de un hermano o una hermana mayor que le dice, me acuerdo del día en que comiste veneno para ratones, Carlos, o me acuerdo de cuando te caíste por las escaleras…

Ha oído a Laura en la sala, hablando con dos hombres, uno de ellos con una voz finita, engañosa, y el otro con una voz más gruesa, una risa resonante, sin duda un hombre de gran tamaño. Fifi está ahí y Yoyo también. Las otras dos niñas desaparecieron en el alboroto de primos poco antes. Fifi lloriquea periódicamente, y Yoyo les recitó algo a los hombres, porque reconoció el sonsonete característico. La voz de Laura se oye tensa y clara como un cuchillo acabado de afilar, que cada vez que ella abre la boca le corta una delgada tajada a su dominio de sí. Carlos piensa, No va a aguantar, no va a aguantar. San Judas, no permitas que se derrumbe.

Luego, en esa oscuridad sofocante, teniendo que orinar, pero sin atreverse a hacerlo en la bacinilla, por temor a que los hombres alcancen a oír un goteo en las paredes, y eso que Dios sabe que Mundo y él aislaron ese compartimiento hasta el punto de que no tiene ventilación, en medio de esa creciente claustrofobia, oye claramente que ella dice: “¡Víctor!” Y sí, al momento se acerca la voz monótona y confusa del cónsul americano a la sala. A estas alturas, claro, ya todos saben que su cargo como cónsul no es más que una fachada. De hecho, Vic es un agente de la CIA cuyas órdenes se modificaron a medio camino, pasando de “organice un movimiento clandestino que saque del poder a ese hijo de puta” a “mejor esperemos; vamos a ver qué nos conviene más”.

Cuando oye que se abre la puerta del dormitorio, Carlos pone la oreja contra el panel frontal. Entran pasos al baño, se abre la ducha, y luego el abanico, para impedir que se oiga la conversación. El efecto inmediato es que empieza a circular aire fresco en el reducido compartimiento. La puerta del clóset se abre, y luego Carlos distingue la respiración de su mujer muy cerca, al otro lado de la pared.

II

SOY LA ÚNICA QUE NO RECUERDA nada de ese último día en la isla porque soy la menor, y las otras tres siempre me han estado contando lo que pasó ese último día. Dicen que casi hice matar a Papi porque fui muy mala con uno de los policías secretos que vinieron a buscarlo. Era un tipo raro que iba a sentarme sobre la erección que escondía entre sus piernas, y a fingir que jugábamos a montar el caballito sobre su muslo. Y entonces, cuando empezamos a hablar de los recuerdos del último día en la isla, y alguien dice, “Fifi, casi haces que maten a Papi por ser tan grosera con ese tipo de la Gestapo”, Yoyo empieza a decir que fue ella la que casi hizo matar a Papi cuando contó esa historia de la pistola, años antes de nuestro último día en la isla. Es como si todas estuviéramos compitiendo, ¿verdad? A ver cuál es la que tiene el pasado más lleno de recuerdos que la obsesionan.

Pero sí puedo contarles una cosa que recuerdo de antes de irnos. Estaba esta vieja señora, Chucha, que había trabajado para la familia de Mami desde siempre y que tenía una cara como si alguien la hubiera retorcido luego de lavarla para tratar de sacarle un poco de su negrura. Lo que quiero decir es que Chucha era superarrugada y de color negro azulado como los haitianos, y no negro café con leche, como los dominicanos. Chucha era haitiana de verdad, y por eso era que no podía pronunciar ciertas palabras como ‘perejil’ o cualquier nombre que tuviera una j, lo cual quería decir que la familia tenía que adaptarse y todos acabamos con apodos que Chucha podía pronunciar. Siempre estaba de mal humor, no exactamente malo, pero era imposible hacerla sonreír o llorar o gritar. Era como si todas sus emociones se hubieran gastado ya, por cuenta de todo lo que pasó de joven. Mucho antes de que Mami naciera, Chucha había aparecido en la puerta de mi abuelo una noche, suplicando que la acogieran. Resultó que Ésa era la noche de la masacre, cuando Trujillo decretó que todos los haitianos que hubiera en nuestro lado de la isla debían ser ejecutados al amanecer. Hay un río al que después fueron lanzados los cuerpos y se supone que aún hoy sus aguas son rojas, cincuenta años después. Chucha había escapado de un batey en una plantación de caña y pedía refugio. Papito la recibió, pobre muchachita escuálida, y supongo que Mamita le enseñó a cocinar, planchar y limpiar. Chucha era como una monja que se hubiera metido al convento del clan de la Torre. Jamás se casó ni salía a ninguna parte, ni siquiera en sus días libres. En lugar de eso, se encerraba en su cuarto y rezaba por el alma de cualquier de la Torre que pudiera estar varada en el purgatorio.

De cualquier modo, ese último día en la isla, estábamos en nuestros cuartos contiguos, las cuatro niñas, sacando la ropa para irnos a los Estados Unidos. Los dos espías horribles ya se habían ido, y Mami y tío Vic estaban en el dormitorio. Le estaban contando a Papi, que se había escondido en el clóset secreto, que nos iríamos todos en la limusina del tío Vic hacia el aeropuerto para tomar un vuelo que nos iba a conseguir. Ya sé, ya sé que suena como algo que uno puede haber visto en Miami Vice; sin embargo no hago más que repetir lo que he oído contar.

Pero aquí está lo que sí recuerdo de mi último día en la isla. Chucha vino a nuestros cuartos con un envoltorio entre sus manos, y Nivea, que nos ayudaba a empacar, le dijo con voz hostil, “¿Qué quiere, vieja?” A ninguna de las muchachas del servicio le gustaba Chucha porque pensaban que era un ser inferior a ellas, por ser tan negra y haitiana y demás. Sin embargo, Chucha simplemente le lanzó a Nivea una de sus miradas de brujería y, de repente, ella se acordó de que tenía que planchar la ropa que nos pondríamos para el viaje.

Chucha empezó a deshacer su bulto, y todas supusimos que iba a hacernos una ceremonia vudú de despedida. Chucha siempre tenía algún trabajo de vudú en marcha, algún hechizo que estaba haciendo o un espíritu al que trataba de atraer o un castigo para un enemigo. Lo que quiero decir es que podía ser que al abrir un clóset nos encontráramos, en una esquina tras la fila de zapatos, un jarro de algo malvado que no debíamos tocar. O podía ser que hubiera una vela encendida en su cuarto, frente a la foto de alguien, y un platito con un tabaco, y guirnaldas blancas y rojas que festoneaban su cuarto en determinados días. Mami tuvo que darle un cuarto para ella sola, porque ninguna de las demás muchachas quería dormir con Chucha. Y puedo entender por qué le tenían miedo. Decían que los espíritus se le montaban. Que las embrujaba. Y además, dormía en su ataúd. Y no es broma. Teníamos prohibido entrar a su cuarto y verlo, pero siempre nos escabullíamos para echar un vistazo. Tenía un mosquitero echado sobre el ataúd, así que no se veía tan mal como una caja abierta con un cadáver dentro.

Al principio, Mami no se lo permitió, dormir en su ataúd, quiero decir. Le dijo a Chucha que las personas civilizadas dormían en camas y que los ataúdes eran para los cadáveres. Pero ella le respondió que quería prepararse para su muerte, y que si no sería posible que uno de los carpinteros de la fábrica de Papito la midiera y le hiciera una caja de madera que le sirviera de cama en vida y luego de ataúd. Mami siguió repitiendo que eran disparates y que Chucha no debía ser tan dramática.

El caso es que era imposible detener a Chucha; ni siquiera Mami lo lograba. Al poco tiempo había jarros en el clóset de Mami, y su foto de cuando era bebé, en brazos de Chucha, estaba en su altar personal con un platito de aluminio con mentas al frente, y un velón encendido constantemente. En cosa de una semana, Mami cedió. Dijo que la pobre Chucha jamás le había pedido nada de nada a la familia, y que siempre había sido tan buena y leal, así que, qué importaba, si dormir en su ataúd alegraba a la pobre vieja, Mami le mandaría hacer una bonita caja, y así fue. Era de madera de pino, como Chucha lo quería, pero adentro Mami lo mandó forrar con una tela púrpura acolchada, el color preferido de Chucha, y lo ribeteó con ojalillo blanco.

Y esto es lo que recuerdo de ese último día. Una vez que Nivea salió del cuarto, Chucha nos puso a todas frente a ella. “Chachas”. Siempre nos llamaba así, por “muchachas”, y fue por eso que terminamos poniéndole ese apodo, Chucha, como una especie de eco del que ella nos dio.

“Se van a una tierra extranjera”. Algo así, aunque no recuerdo las palabras exactas. Pero sí recuerdo la mirada penetrante que me lanzó, como si de verdad fuera a meterse dentro de mi cabeza. “Cuando era niña, también dejé mi país y jamás volví. Jamás vi a mi padre o a mi madre o a mis hermanos. Sólo traje esto conmigo”. Levantó el envoltorio y terminó de sacarlo de su sábana blanca. Era una estatua de madera, como las que luego vi en los libros de antropología que solía devorar, como si ver esas figuras de madera que servían de talismanes fuera mi magdalena para despertar mi propio pasado, al igual que le sucedió a Proust con el bollo de ese nombre. Pero los dioses de los libros jamás evocaron siete volúmenes de recuerdos en mi memoria. Sólo este momento que narro aquí.

Chucha instaló la figura marrón en el tocador de Carla. Tenía una cara con un gesto triste, con profundas ranuras a modo de ojos y nariz y labios, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo obligado por el estreñimiento. Sobre la cabeza de la figura había una pequeña plataforma, y en ella Chucha puso una tacita de agua. Al poco tiempo, supongo que a causa del calor, esa agua empezó a evaporarse y salieron gotas de las ranuras talladas en la cara de madera, de forma que la estatua parecía llorar. Chucha sostuvo la cabeza de cada una de nosotras entre sus manos y gimió un rezo sobre todas. Estábamos acostumbradas a estas cosas extrañas por el contacto cotidiano con ella, pero quizás porque ese día sentíamos que había una especie de final en el aire, empezamos a llorar, como si Chucha finalmente hubiera liberado sus propias lágrimas en las de cada una de nosotras.

SE FUERON, EN CARROS que vinieron a buscarlas, conducidos por pálidos americanos de uniformes blancos con trenzas doradas en los hombros y en las gorras. Demasiado pálidos para estar vivos. Del color de los zombis, un país de zombis. Me preocupan las niñas, doña Laura, entre hombres del color de los muertos vivientes.

Todas las niñas lloraron, especialmente la chiquita, que se aferraba a mi falda. Doña Laura lloraba tanto, con el pañuelo en la mano, que insistí en volver a su gavetero a traerle uno nuevo. No quería que llegara a su nuevo país con un pañuelo sucio porque yo sé de las lágrimas que la esperan allí. Pero evitémosle eso ahora, que todo vendrá a su debido tiempo. Sus nervios jamás han sido muy resistentes.

Se fueron y sólo queda el silencio, el silencio profundo y vacío en el cual puedo oír las voces de mis santos instalándose en los cuartos, de mi loa que me cuenta lo que está por venir.

Después de que doña Laura y las niñas se han ido con los blancos zombis americanos oí que una puerta se abría en el dormitorio principal, y salí al pasillo para asegurarme de que no había nadie. Vestido todo de negro, vi al loa de don Carlos que se llevaba el dedo a los labios imitando el último gesto que él me hizo esa mañana. Le respondí con una señal y caí de rodillas para verlo salir por la puerta trasera a través del guayabal. Poco después, oí que un carro se encendía. Y luego, el silencio profundo y vacío de la casa deshabitada.

Debo cerrar la casa e ir a ayudar adonde doña Carmen, hasta que ellos también se vayan, y luego adonde don Arturo, que se marcha también. Más que nada, debo ocuparme de esta casa. De sacudir el polvo y airear los cuartos. Todos menos Chino fueron despedidos, y a mí me confiaron las llaves. De vez en cuando vendrá don Víctor, cuando pueda zafarse de sus muchachitas, para ver cómo va todo y pagarme el salario mensual.

Ahora oigo las voces que me dicen que la hierba va a crecer en los jardines descuidados, que las orquídeas colgantes de doña Laura van a reventar sus canastas de alambre, y sus frágiles retoños serán devorados por los insectos; que las jaulas quedarán vacías luego de haber guardado en su interior las tórtolas y las guineas que don Carlos tanto se empeñó en criar; que las piscinas se van a llenar de basura y hojas y cosas muertas. Chino y yo nos quedaremos en estas casas que se van a ir deteriorando, hasta ese día que veo ahora, una vez que cierro los ojos, en que los guardias las allanen, y rompan ventanas y se lleven la platería y las vajillas, los cuadros y el espejo con los bebés alados que disparan flechas, y las sillas con medallones pintados en los espaldares, la caja que hace música y la otra, la mágica que muestra imágenes. Van a despojar los estantes de las niñas de todos los juguetes que su abuela les trajo desde ese lugar del cual siempre me contaban, donde caen flores de polvo de talco de las nubes y los edificios tocan el cielo de Dambala, un lugar embrujado e incierto en el que ahora deben construir su vida.

Les he rezado a todos los santos, a los loas, y al Gran Poder de Dios, deteniéndome en cada cuarto, regando humo purificador para sacar a los malos espíritus que llenaron la casa en este día, y fijando en mi mente los distintos objetos y su lugar, de manera que si cualquier trabajador se mete en la casa y se roba algo, sabré lo que falta. En los cuartos de las niñas las recuerdo a cada una como un cierto peso, bien sea en mi corazón, o en mis hombros, o en mi cabeza o en mis pies. Siento sus ausencias que se apilan como la tierra sobre una caja que ha sido puesta en su sepultura. Veo su futuro, la complicada vida que les espera. Las va a perseguir lo que recuerdan, y también lo que no. Pero tienen espíritu, e inventarán lo que necesiten para sobrevivir.

Se fueron, y la casa queda cerrada y el aire bendecido. Cierro la puerta trasera y paso frente al cuarto de las muchachas, donde veo a Nivea, a Inmaculada y a Milagros empacando para irse al amanecer. No necesitan mis adioses. Me meto a mi cuarto, ése que doña Laura hizo especialmente para mí, para que pudiera estar en paz con mis santos sin tener que soportar la insolencia y la molestia de las jóvenes que no tienen fe en los espíritus. Purifico el aire con incienso y enciendo seis velas, una por cada una de las niñas, una por doña Laura, a quien le cambié los pañales, y una por don Carlos. Y luego hago lo que siempre hago luego de un día agitado: me lavo la cara y los brazos con agua florida. Tiro el agua, entonando una oración al loa de la noche que mira con ojos brillantes desde el cielo oscuro. Abro el mosquitero y me meto a mi caja, y me acomodo para quedar bocarriba, con las manos plegadas sobre la cintura.

Durante unos minutos antes de dormirme, trato de acostumbrar mi carne al entierro que se avecina. Alcanzo la tapa y la bajo, encerrándome dentro. En esa oscuridad caliente y estrecha que se produce antes de que levante nuevamente la tapa para dejar entrar el aire, cierro los ojos y me quedo tan inmóvil que la sangre que escucho circular y el corazón que oigo latir podrían ser algo que me olvidé de apagar en la casa desierta.