Naturalezas muertas

  Sandi

DOÑA CHARITO NOS ACOGÍA A TODAS, ese grupo de niñas criollas, los sábados de nueve a doce, para tomarnos de la mano y llenarnos de arte, como hizo Jesús al despertar la fe en los paganos. Era isleña nada más por el hecho de haberse casado con don José. Era una mujer culta, proveniente de algún lugar de Alemania, y había visitado todos los grandes museos de Europa para conocer el arte cara a cara. Había tocado las frías extremidades de los niños de mármol con las mismas manos que luego alargaba para saludarnos, y esos dedos cortos estaban imbuidos de talento artístico. No tenía caso discutir con doña Charito sobre el color bermellón del coral en las umbrosas profundidades del océano aguamarina. Tomaba el pincel de nuestra mano y nos mostraba cómo sostenerlo, mientras ladraba instrucciones en su español gutural, que nos hacía sentir como si no pronunciáramos bien nuestra lengua materna porque no la hablábamos con su marcado acento alemán.

Había conocido a don José en Madrid durante una visita al Museo del Prado. Él era un hombre joven que había salido al extranjero aprovechando una beca para la escuela de medicina, a pesar de que no tenía la menor intención de llegar a ser médico. Todos los años, el gobierno otorgaba becas para ir a Europa, cada una asignada a determinada profesión necesaria para el país, y si uno se la ganaba, y era pobre, la aceptaba por la posibilidad de hacer tres comidas al día, una de ellas caliente. Entre comidas, don José se dedicaba a hacer bocetos en lugar de disecar cadáveres, y reponía sueño en una banca debajo de un Gauguin y cerca de varios Van Gogh en El Prado. El dinero que recibía para alojamiento se lo gastaba en materiales de pintura.

Tres años de dormir entre girasoles y despliegues de estrellas y exóticas tahitianas lograron lo que una década de prácticas académicas no hubiera conseguido. Don José construyó su propio y elaborado “estilo de escultura rococó-primitivista sacro”, como lo proclamaba un crítico de arte de nuestra isla. Grandes ángeles morenos con aureolas de flores de cayena descendían del cielo, lastrados por sus enormes senos de higüero y sus nalgas de melón maduro. Don José también descubrió a doña Charito al final de una tarde en El Prado, mientras ella copiaba los pliegues de la túnica de un mártir de Grünewald. Él quedó impresionado por el cuerpo de ella, un bloque enorme y blanco como una escultura inconclusa, y ella con el rápido boceto que él hizo de ella como Madona que ascendiera a los cielos entre discretos pliegues de tela. Se casaron y regresaron a la isla donde, decía doña Charito con su gutural voz, no había nada más que hacer, que hacer cada quien su propio trabajo.

En las afueras de la capital construyeron una casita de libro de cuentos, de dos pisos, con aleros y porches y jardineras en las ventanas, una apariencia alpina que se veía incongruente en el trópico. Allí vivieron más de veinte años, alejados de la vida social de la isla. Hubieran pasado completamente desapercibidos si no fuera por su extraña casa, que hacía que los padres se la señalaran a sus hijos en los paseos dominicales por el campo. “Allí está la casa de Hansel y Gretel”. Si las cortinas estaban abiertas y una figura se asomaba por una de las innumerables ventanitas, como un ojo tratando de encajar en su órbita, los niños chillaban: “¡La bruja, la bruja, ahí está!”

Se imaginarán mi sorpresa cuando un sábado en la mañana, a mis ocho años, fui depositada en la puerta de esa casa en compañía, afortunadamente, de trece de mis primas. En realidad era culpa mía, o de mis dibujos, que hubiéramos llegado a ese punto. Hasta ese momento, yo había sido una anónima niña de la Torre, hija segunda de la hija segunda de mis abuelos, don Edmundo Antonio de la Torre y doña Yolanda Laura María Rochet de la Torre. Nací para convertirme en una de las innumerables y atractivas muchachas de la Torre, que sólo se distinguía en el momento en que alguna de las tías u otra persona me tomaba por la barbilla y me miraba atentamente la cara, para luego decir que mis ojos eran los de mi tía abuela Graciela, y que mi boca era exactamente igual a la de Mamita. Así que, ya ven, hasta esas diferencias insignificantes se sentían como un robo menor. Así que yo, Sandra Isabel García de la Torre, no era más que una muñeca con ruedas que transportaba el ilustre apellido de la Torre de una reunión social a otra. Y entonces, un día de Reyes, se distribuyeron cajas de crayones y libretas entre los niños, y se descubrió que una manita anónima era capaz de plasmar semejanzas, de conferir la vista a los ojos y poner pelo en una cabeza de manera que uno sentía el deseo de acariciarlo.

“¿Quién dibujó ese bebé? ¿Quién hizo ese gato?”, se maravillaban. La artista fue descubierta en el fondo del jardín, pintando al niñito de Milagros, la niñera, con un crayón marrón, con uno dorado y otro púrpura. “Tiene talento” fue la expresión que cayó como una capa multicolor sobre mis hasta entonces anodinos hombros.

Pocos días después de que mi talento fuera descubierto, Milagros me lanzó una mirada preocupada durante la cena. Inventó el pretexto de cortarme la carne y, mientras lo hacía, susurró en frases del tamaño de un bocado. “Por favor… señorita… Sandi… necesito… que venga… a mi casa”. Después de comer fui a hurtadillas hacia la zona prohibida de nuestra propiedad, donde las familias de la servidumbre tenían sus pequeñas casitas. Su niño estaba acostado en una cuna, llorando. Había velones que parpadeaban en un estante. Milagros había bañado al niño en agua bendita luego de llevarlo a misa mayor en la catedral, pero seguía con fiebre y lloraba, como si estuviera lamentando su propia muerte antes de que ocurriera.

“Por favor, por favor, señorita Sandi, libérelo”, me suplicó Milagros, tomando mi dibujo de la pared donde lo había colgado junto a un crucifijo.

Contemplé la carita de crayón marrón que tenía en la mano, y luego la arrugué y formé una bola. El bebé se agitó. Puse el desperdicio en la estufa que tenían, y luego Milagros y yo vimos prenderse con llamas amarillas que parecían virutas producidas por sacarle punta a un lápiz color mamey.

“Polvo eres y en polvo te convertirás”, murmuró ella, dándose un golpe de pecho. El humo hizo que el bebé tosiera. Me miró con los ojos vidriosos, como un espíritu. Al día siguiente, durante el desayuno, Milagros me hizo una señal. El bebé se había curado.

Tuve menos suerte con mis gatos. Los pinté en la pared delantera de nuestra casa, que era blanca, y tuve que pasar horas restregando el estuco, y luego recibí cena de castigo: un minúsculo pan de agua, sin mantequilla, y un vaso grande de leche tibia, verdoso por las verduras machacadas que le habían mezclado. Después de eso, me enviaron a mi cama temprano para que reflexionara sobre mi mal comportamiento. Esa noche, hubo una invasión de ratas que asolaron la despensa. Eso dejó las cosas en claro. La familia decidió que debían darme formación artística.

Se hicieron llamadas telefónicas. ¿Alguien sabía de una persona que diera clases de pintura? Surgió el nombre de doña Charito. La señora alemana, que vivía en ese chalet de dos pisos donde terminaba la ciudad. La esposa de don José, esa pobre mujer. Nadie lo había visto ni oído en los últimos tiempos. Varios años antes, le habían encargado las esculturas para la nueva catedral nacional, pero la inauguración y la dedicatoria se había producido en una iglesia vacía. Corrieron los rumores. Don José había perdido la razón y no podría terminar su proyecto colosal. Su esposa había tenido que dar clases para poder pagar las cuentas.

Tal como lo entiendo, al principio doña Charito se sintió ofendida por la petición de los de la Torre: ella era toda una artista, y recibía aprendices, no niños. Pero ante el ofrecimiento de un pago por adelantado en dólares, hizo una excepción con nosotras, y al decir nosotras hago énfasis en el plural, porque esa gran democracia femenina de nuestra sangre azul dictaminaba que todas las niñas de la Torre recibirían las mismas destrezas artísticas. Así que todas las primas que pudieran controlar su vejiga durante varias horas y que no fueran a tratar de beberse la trementina quedaron inscritas en las clases de pintura de los sábados.

Éramos catorce en total ese primer sábado en que llegamos a esa casa, caminando nerviosas por la gravilla del camino de entrada y luego tratando de arrancar el pomo de la puerta para ver si era de verdad una almendra cubierta con chocolate. Pero nos quedamos simplemente con el sabor de la realidad en la lengua. Luego, Milagros descubrió una cuerda que colgaba, tiró de ella, y un cencerro sonó por encima de nuestras cabezas. Todas quisimos hacer lo mismo.

La campana había sonado más de una docena de veces, y yo ya me empinaba para tocarla en mi segundo turno, cuando la puerta se abrió con fuerza tal que la campana sonó sola. Ante nosotras apareció una mujer del tamaño de una montaña, que parecía aun más imponente debido al estridente vestido hawaiano que llevaba puesto. Exóticas flores carmesíes y aves erguían sus pistilos, estambres y picos en todas las direcciones posibles por el torso de la mujer. Su cara era como una fracción de nube blanca coronada por una mata de pelo rojo incandescente. Parecía como pintada por un niño que jamás hubiera tomado clases de pintura.

“¡Qué horrrible mala educación!”, dijo gruñendo las palabras. “¡Tú!”, me señaló. “¡Tú errres la culpable!”

Asentí e hice una rápida reverencia. Todas hicimos una reverencia, pero ante ella parecía más prudente una genuflexión. Rápidamente, Milagros nos presentó, le entregó a doña Charito una nota, y huyó hacia uno de los tres carros negros que aguardaban en el camino como enormes caballos piafantes e impacientes. Los tres desaparecieron camino abajo, dejando una estela de guijarros, y las niñas nos quedamos solas con doña Charito, para aprender los “rrrudimentos del dibujo”.

Abrió la nota que tenía en la mano, suspirando con impaciencia al enfrentarse a cada doblez del papel. Esperamos en silencio a que leyera y cuando todas tomamos aire a la vez en el momento en que ella al fin levantó la vista, estalló en carcajadas. Había ranuras amplias entre todos sus dientes; nada se atravesaba en el camino de esa mujer ni siquiera cuando sonreía. “Ya, ya”, dijo en tono consolador. “En el fondo tengo muy buen corrrazón para todo esto”. Movió la mano por encima de nuestras cabezas, y me pareció que quería dar a entender que se refería al mundo entero.

“Y ahora, ¿cuál de ustedes es la del talento?” Pronunció un nombre. Lo repitió varias veces antes de que yo levantara la mano cautelosa. “¡Ja! Lo he debido suponer”. Sonrió, o más bien las comisuras de su boca parecieron engancharse hacia arriba. Era más como si estuviera tanteando para simular una sonrisa y no como si tuviera una en realidad.

“Entrrren, entrrren”, dijo de repente, sin ningún preámbulo, “perrro antes se quitan los zapatos, porrr supuesto”. Por supuesto, nos quitamos los zapatos y entramos. Tuve la esperanza de que fuera la costra de lodo en mis zapatos lo que hizo que me mirara con enojo cuando pasé junto a ella.

Nuestra visita comenzó con un recorrido de la casa, que era más un museo que una casa. Las obras completas de doña Charito poblaban todas las paredes: más que nada jarras y fruteros, y violines o guitarras, no supe bien porque aún no habíamos recibido clases de música. En su habitación había dos o tres garañones en estampida, con las crines al viento, junto a playas sobre las cuales se cernían las tormentas. Y eso era todo; no vimos tarántulas, ni mangos ni lagartijas ni espíritus, ni personas de carne y hueso.

Cuando terminamos el recorrido de toda la casa, las primas mayores, que tenían más experiencia en mentir, dijeron que les habían gustado mucho los cuadros. El resto de nosotras asintió.

“¡Bien! ¡Bien!” Nuevamente se rió. Yo anhelaba que empezara la clase para así poder pintar esos dientes de marfil y luego colorearlos, junto con el músculo púrpura de la lengua que se asomaba entre ellos como una gruesa bestia enjaulada en su boca. En lugar de eso, nos condujo como un rebaño hacia un patio descubierto en el centro de la casa. Nos invitó a sentarnos, pero sólo había dos sillas y ninguna de nosotras se atrevió a considerarse privilegiada de ocuparlas.

Una mujer muy vieja, cuya cara tenía tantas arrugas que parecía que la hubieran usado para trazar esbozos rápidos, se acercó a nosotros con una bandeja de vasos de limonada tibia y ácida, sin hielo y con todo el azúcar sedimentado en el fondo, y sin cucharas para removerla. Bebimos e hicimos gestos tratando de disimular y aguardamos que empezara la clase. Pero doña Charito había desaparecido en la cocina, donde la oíamos ladrándole órdenes a la vieja, sobre la mejor manera de cocinarnos, creí yo. Nos miramos una a otra, conscientes de repente de que no Éramos más que carne tierna y perecedera, catorce bocados aglomerados en el patio de doña Charito, tomando su limonada.

Al fin nos hizo entrar a su estudio. Era una habitación grande y luminosa en un ala de la casa, con todas las ventanas abiertas para despejar el olor persistente del óleo y la trementina. Habían dispuesto asientos de mimbre en filas, cada cual con su correspondiente tabla de dibujo, un cajón entre cada par de asientos con una enorme jarra de agua y varios retazos de toalla vieja encima. (Eso debía ser a lo que se refería el trato con lo de “algunos materiales incluidos”).

“Tomen un lugar”, ordenó doña Charito. Hubo alboroto para apropiarse de los asientos de las filas de atrás, y yo no me conté entre las afortunadas. Me había quedado rezagada, en la entrada, por cautela según pensé, esperando a ver qué les sucedía a las demás antes de avanzar. Terminé en un asiento del frente justo bajo las cavernosas fosas azul cobalto de la nariz de doña Charito.

La clase empezó con ejercicio físico. “Mens sana in corpore sano”, proclamó doña Charito. “Amén”, respondimos las niñas, porque el sonido del latín nos inspiró una respuesta litúrgica. Doña Charito frunció el ceño.

“Uno, dos. Uno, dos”, ordenó. Saltamos en nuestro lugar, haciendo marineros. Nos tocamos la punta de los pies. Flexionamos los dedos “para la circulación” y quedamos en una especie de estado de calistenia frenética.

Al fin, la verdadera clase de pintura empezó. Doña Charito tomó su pincel para mostrarnos. “El primer paso es revisar que las fibras del pincel estén alineadas”. Metió el pincel en la jarra de agua e hizo toda una serie de movimientos exagerados y dio golpecitos en el borde para poner todo en orden, como una niñera dándole de comer bocado a bocado a un bebé caprichoso.

La imitamos, obedientes.

Siguió en su español enredado que a duras penas lográbamos entender. “El segundo paso es la manera correcta de tomar el implemento. Así no, ni tampoco así…” Nos inspeccionó, asiento por asiento, imitándonos a todas.

Me parecía un exceso de protocolo, y así nunca iba a llegar a pintar el mundo indómito, luminoso y exuberante que estaba a punto de desbordarse de mi interior. Traté de concentrarme en la demostración que nos hacía, pero algo empezó a jugar con su zarpa dentro de mi brazo de pintar. Arañó las puertas de mi voluntad, y tuve que dejarlo salir. Tomé mi pincel húmedo en la mano, toqué la pastilla de acuarela dorada, y un gato quedó plasmado en mi papel, de un solo trazo, con bigotes, cola, maullido y todo.

Respiré con más calma, luego de haber recuperado un gato de espacio en mi interior. Doña Charito me daba la espalda. El colibrí de su vestido hawaiano hundía la espada de su pico entre las dos moles de su trasero. Había más tiempo.

Enjuagué el pincel en la jarra de agua. El líquido tomó el color de mi orina a primera hora de la mañana. Acaricié la pastilla de color morado, y un gato del color de un moretón y luego otro marrón surgieron como flechas.

Estaba tan absorta mientras pintaba que no oí el grito de advertencia de la señora, ni la resonancia de sus sandalias criollas de cuero en el piso de linóleo cuando se abatió sobre mí. Sus uñas rojas arrancaron mi hoja de papel, y la convirtieron en una bola.“¡Tú, tú te atrrreves a desafiarme!”, gritó. Su cara se había puesto del mismo color rojo terroso que mi jarra de agua. Me levantó, tomándome por el antebrazo, y me arrastró a través de la habitación hasta una puerta que conducía a una sala a oscuras, y me dejó caer en una silla de palo tiesa.

Sus ojos verdes destellaban furiosos, como los de un gato. Estaban salpicados de café, como si algún ser vivo hubiera quedado atrapado en sus iris para fosilizarse allí. “No puedes moverrrte de ahí hasta que te autorrrice. ¿Me entiendes bien?” Bajé la cabeza sumisa. Por el rabillo del ojo vi a mis asustadas primas que empezaron a practicar dócilmente sus primeros trazos con el pincel. Durante un momento, doña Charito llenó el umbral con su enorme cuerpo, y luego cerró tras de sí con un fuerte portazo.

Me quedé tan quieta como cualquiera de sus naturalezas muertas, que colgaban de las paredes a mi alrededor. Sentía su presencia en esa habitación oscura, silenciosa y sofocada. Su pincel pendía sobre mi cabeza. Podía pintarme el pelo, borrar los rasgos de mi cara, convertirla en nada menos que un platón con manzanas, uvas, ciruelas, peras, limones. No me atreví a moverme.

Pero al poco tiempo empecé a desesperarme. Me daba cuenta de que estas clases de pintura no iban a ser nada divertidas. Me parecía como si todo lo que disfrutaba en el mundo resultara ser malo. No hacía mucho había comenzado las clases de catecismo para prepararme para la Primera Comunión. Las monjas del colegio de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro me estaban enseñando a separar las cosas de la vida mundana entre malas y buenas, como si fueran la ropa para lavar, a distinguir entre lo que era venial y lo que, si me moría en el preciso momento de estarlo disfrutando, me llevaría directamente al infierno. Antes de que pudiera tener mi propia vida, la conciencia ya me la estaba disponiendo con el orden de una naturaleza muerta o de un bodegón. Pero esa mañana, en casa de doña Charito, yo no me sentía preparada para posar como una de las niñas modelo en este mundo.

Me levanté de la incómoda silla y encontré el camino al vestíbulo, donde nuestros zapatos estaban alineados en una ordenada hilera como si fueran a fusilarlos, en castigo por tener lodo en las suelas. Justo cuando encontré el par que me pertenecía, oí la voz de un hombre que vociferaba y gritaba insultos desde la parte trasera de la casa. Normalmente hubiera huido en dirección opuesta, pero los insultos que gritaba eran los mismos que yo pronunciaba entre dientes contra doña Charito. No pude evitar ir a investigar más.

El patio estaba desierto. El cielo se veía encapotado, un lienzo de nubes con remolinos de púrpura oscuro y grises de tempestad. Crucé un cerco de cayenas a través de una puertecita que estaba sin pestillo y me encontré en un solar enfangado, en el cual había troncos y maderos dispersos, como si fuera una carpintería. Al frente había un barracón sin pintar con una ventana alta y una puerta trancada por fuera con un enorme candado. Los gritos del hombre provenían de dentro, pero lo que me atraía en ese momento era otro sonido, un golpeteo como el que hacíamos nosotras, las primas, bailando. Quería averiguar algún secreto sobre doña Charito. A mi edad, Ésa era la idea de una venganza. Lo que una persona guardaba en el cajón de su mesa de noche. El color de su ropa interior. Cómo se veía cuando estaba torpemente acuclillada sobre una bacinilla pequeña. Y luego, cuando esa persona ejerciera sobre mí una disciplina violenta, podía desquitarme con una mirada: te conozco, te conozco.

La única ventana quedaba bastante más alta que mi cabeza. Hice rodar un tronco no muy grande hasta quedar bajo el vidrio, me trepé sobre él y me asomé dentro. Al principio sólo pude ver mi propia cara reflejada. Me hice sombra con las manos alrededor de los ojos y sentí que el cristal vibraba con los martillazos, como si estuviera vivo.

Lentamente empecé a distinguir los objetos dentro del barracón. De troncos semejantes a los que había dispersos en el solar detrás de mí, surgían criaturas gigantes a medio formar. Algunos de los maderos tenían pezuñas o garras, colas o cuernos; unos tenían el esbozo de un rostro, una boca o un ojo, otros tenían manos con uñas. El vellón de una oveja se encrespaba en el lomo desnudo de un tocón claro, de color nuez, pero la pobre criatura no podía balar sin nariz ni boca. Me llevé la mano a la cara, para asegurarme de que la mía sí estaba intacta.

En medio del piso, una figura de mujer estaba reclinada sobre dos caballetes, uno a la altura de los pies y otro en el cuello, como mi abuela cuando tuvieron que colgarla de las vigas del techo mientras se recuperaba de haberse roto la espalda. De la cabeza de la figura salían agudas puntas, los rayos de la aureola de la Virgen, aunque también hubieran podido ser los cuernos de una mujer demonio. Tenía el pelo tallado en completas ondas que le caían por los hombros, como serpientes. La cabeza estaba totalmente formada, pero la cara seguía lisa.

Tap-tap-tap, el golpeteo venía de debajo de la figura. En el suelo se iban acumulando virutas de madera y aserrín, donde en ese preciso momento le nacían los pies. Ante mis ojos, la madera clara tomó la forma de talones y dedos, los arcos trazaron una S en la parte inferior de los pies. En esas plantas, la figura se hubiera podido poner de pie y andar todo el camino hasta Belén.

Cuando la oscura cabeza del hombre emergió de entre las piernas de la figura, pensé en un principio que era una de sus propias creaciones. Tenía el mismo matiz caoba brilloso de sus criaturas a medio formar. Alrededor del cuello tenía un collar del cual se desprendía una cadena que remataba en un anillo de hierro junto a la puerta. ¡Y eso era todo lo que llevaba puesto! Era un hombre menudito, de la misma altura que yo parada sobre el tronco, perfectamente proporcionado, excepto por una cosa. Había visto a los toros sementales en la finca de mi abuelo durante la temporada de celo y también los espectáculos que hacían entre las vacas. Una vez, una niñera descarada me había informado que, entre sábanas bordadas, con las luces apagadas y el ventilador encendido, mi estirada madre de la Torre me había tenido de semejante manera. El hombrecito se hizo grande como esos toros en la finca, a medida que progresaba con los pies de la Virgen. Cuando terminó esa parte, se trepó en ella, la montó, y su cadena cascabeleó detrás suyo como una larga cola. Tocó la cara lisa, me pareció que con delicadeza, plantó el formón en la frente y estaba a punto de penetrar la madera. Grité para alertar a la mujer que tenía debajo de sí.

Pero fue su cara de elfo lo que se levantó hacia mí. Miró el cuarto a su alrededor, detectó mi cara contra la ventana y trató de alcanzarme. La cadena se templó. Antes de que pudiera llegar a la ventana, abrirla y meterme dentro de un tirón, salté de mi pedestal y caí al suelo pesadamente. Estaba demasiado asustada para sentir el dolor, pero oí que uno de los huesitos de mi brazo crujía al golpear la tierra.

Su cara se asomó por la ventana. Me observó, y una sonrisa vacía se extendió por sus labios como una mancha. Tap-tap-tap, su mano golpeó el cristal como para llamar mi atención y así examinarme un poco más, tap-tap-tap. No era necesario que lo hiciera, porque yo no le podía quitar los ojos de encima, y mi boca se abrió en un grito sin voz. Al fin, el sonido surgió de mi terror. Grité y grité incluso después de que su cara desapareció de la ventana.

Momentos después, la clase de pintura llegó corriendo desde la casa hacia la zona enlodada del patio trasero, con doña Charito a la cabeza; luego, las primas en medias; la vieja detrás. Jamás pensé que llegaría un día en que me diera gusto verla.

“¿Qué trrranscurrió aquí?”, gritó, pero su voz dejó traslucir verdadera preocupación. “¿Por qué no la estaba vigilando?”, preguntó, acusando a la vieja y luego, volviéndose a mí, me acusó. “¿Qué te hiciste?” Lanzó una mirada inquieta hacia el fondo del solar. Del taller venía el golpeteo, tap-tap-tap.

Levanté el brazo que me palpitaba de dolor, una ofrenda de hueso roto. Podía quedarse con mi cara bañada en lágrimas, con mi cuerpo sucio de barro como el de una criatura, con los sollozos húmedos que me salían de la boca. “Me lo rompí”, lloré. Pero supe que era mejor no confesar lo que había visto en el taller de su patio.

Sería imposible decir que su cara se conmovió, porque la compasión no figuraba en su repertorio de expresiones. Se arrodilló a mi lado y me examinó el brazo, pero hasta el roce más ligero me hacía estremecer de dolor. “¿Rrroto?” Me miró desde su altura. Entonces vi que las manchas de sus ojos eran astillas de huesos, fragmentos de cosas que ella había roto a lo largo de los años.

Mientras tanto, al no tener supervisión, mis primas habían empezado a balancearse sobre los troncos, a hacer tortas de lodo y gozar de la dicha de ensuciarse los vestidos y embarrarse las medias. Un par de primas exploradoras se encaminaron hacia el taller armadas con palos. Doña Charito se levantó y sonó la alarma: “¡Atención! ¡Todas al estudio de inmediato!” Salieron disparadas de vuelta. Había empezado a llover, grandes gotas dispersas como si alguien estuviera sacudiendo el exceso de agua de un pincel.

Me cargó en sus brazos. Me aferré a ella como si fuera su propia hija. Apoyé la cabeza donde debería estar su corazón y pensé que alcanzaba a oír, como dentro de un caracol, el oscuro Atlántico, las olas que rompían bajo los fuertes vientos, las vastas llanuras de Europa Central. Ella sabía que el mundo era un lugar donde reinaba lo salvaje. Ella blandía un pincel. Podía hacer molinetes con las estrellas que giraban sin parar y que habían hecho que más de un hombre perdiera la razón. Podía salvarme del loco del taller. Me aferré.

Pero Ésa fue la última vez que vi a doña Charito. Los carros hicieron chirriar los frenos al detenerse en el camino de entrada; mi madre se bajó apresurada hacia la casa; empecé a llorar para convencerla de la gravedad de mi accidente. A medida que pasó la conmoción, empecé a sentir un dolor intenso en el brazo, como si alguien me estuviera tallando el hueso con un formón. En la clínica se confirmaron las sospechas de todo el mundo: mi brazo tenía tres fracturas.

Lo tuve enyesado durante meses, y cuando al fin me quitaron el yeso, descubrieron que el hueso no había soldado derecho. No quedó más remedio que romperlo de nuevo y volverlo a alinear. Eso se consideró una intervención lo suficientemente delicada como para que me dieran regalos y además un pequeño neceser con cerradura de combinación, que se abría al marcar el mes, el día y el año de mi nacimiento. Se mandó decir una misa en la catedral por mi pronta recuperación, y se me permitió devorar grandes porciones de helado entre comidas para ayudarme a soportar todo y para darme “calcio en abundancia”, según les explicaron a mis envidiosos primos. Yo estaba segura de que me iba a morir por el hecho de que todos eran tan amables conmigo.

No me morí. El hueso finalmente sanó, y quedó casi perfecto. Pero en ocasiones durante todo un año tuve que llevar el brazo en cabestrillo. El yeso tenía las firmas de varias docenas de primos y tíos, de manera que parecía una creación colectiva de la familia de la Torre: Gisela de la Torre, Mundín de la Torre, Carmencita de la Torre, Lucinda María de la Torre. Había notas y versitos. Algunos de los mensajes eran comentarios sabihondos y calaveras con tibias que habían dibujado mis primas, que no me perdonaban no tener que ir a las clases a las que ellas debían asistir por obligación y por mi culpa. Porque si bien mi propia carrera artística llegó a un final accidentado, mis primas tuvieron que pasar las mañanas de los sábados dibujando primero círculos, luego óvalos, antes de que les permitieran madurar esas figuras para que llegaran a ser manzanas. Meses más tarde lograron pasar a utensilios: una jarra, una canasta, un cuchillo. La tarea final era una naturaleza muerta con todos esos objetos, y también con un trozo de jamón de plástico. Se quejaron amargamente: detestaban la pintura, no querían que les dieran clases. Pero se les respondió que los dólares no llovían del cielo. Tendrían clases de pintura el año siguiente también.

Casi en Navidad, las clases se acabaron. Me quitaron el yeso. Pero me había convertido en otra. Los meses de mimos y de las burlas de mis primos me habían vuelto introvertida. Ahora, cuando el mundo me llenaba por dentro, ya no podía pintarlo. Me hice hosca y dependiente de la atención de mi madre, susceptible y llorona: el clásico temperamento de la artista, pero sin nada que mostrar para justificar mi mal carácter. Ya no podía pintar. Mi mano había perdido su arte.

Pero tuve un momento de triunfo durante ese año de clases de pintura. En Nochebuena me llevaron a la catedral junto con todos los niños de la Torre para ver la representación del nacimiento, para la cual se iba a develar el nuevo belén. Avanzamos por la nave hacia el altar, que estaba decorado con flores de pascua y velas, y enmarcado por colgaduras verdes y rojas.

Al dar la medianoche, las campanas tocaron a rebato. Las puertas laterales de la catedral se abrieron y salió una procesión de sacerdotes y monjas y acólitos, meciendo los incensarios y esparciendo la fragancia de la mirra y el incienso que los tres Reyes Magos le habían traído al Niño desde Oriente. Dos de los monaguillos abrieron las cortinas…

¡Ante mí estaban los gigantes que había visto en el taller de don José! Pero éstas eran las figuras sagradas, vestidas con capas de rico terciopelo y túnicas resplandecientes y sayales de pastores hermosamente cosidos por las carmelitas para dar la impresión de tener remiendos y parches. Reyes y ovejas y caballos relinchantes y siervos y niños pordioseros se reunieron en la helada noche imaginada. Dios se tomaba el trabajo de crearse a sí mismo para darnos una lección. El viento sopló. La lluvia rompió sobre el tejado de la catedral. Un perro ladró a lo lejos.

Cuando se abrió la puerta del altar, los feligreses nos adelantamos para tocar al Niño Jesús y atraer la dicha y prosperidad en el año venidero. Pero mis ojos buscaron la cara de la Virgen, a su lado. Me llevé la mano a mi cara para asegurarme de que era la mía. Mi mejilla tenía la curva de la de la Virgen; mis cejas trazaban un arco igual a las de ella; mis ojos estaban tan abiertos como los suyos, mirando hacia arriba para ver al hombrecito que golpeaba en la ventana de su taller. Estiré mi brazo torcido y toqué el borde de su túnica azul real y las zapatillas de tela que hacían juego. Y entonces yo también me puse a cantarle al mundo la feliz buena nueva, con la multitud de fieles que me rodeaba.