UNA
1. The Life of Mary Kingsley, de Stephen Gwynn, p. 15. Es difícil conocer las sumas exactas gastadas en la educación de las hijas de hombres instruidos. El coste total de la educación de Mary Kingsley (1862-1900) probablemente ascendió a veinte o treinta libras. Podemos considerar como promedio una suma de cien libras en el siglo XIX e incluso después. Las mujeres educadas de ese modo a menudo sentían profundamente su falta de instrucción. «Siempre siento las deficiencias de mi educación de manera más dolorosa cuando salgo», escribió Anne J. Clough, la primera directora de Newnham (Life of Anne J. Clough, de B. A. Clough, p. 60). Elizabeth Haldane, quien, al igual que la señorita Clough, pertenecía a una familia extremadamente culta pero recibió una educación parecida, dice que, en cuanto fue mayor: «Mi primera convicción era que no tenía instrucción y pensaba en cómo remediarlo. Me hubiera gustado ir a la universidad, pero en aquellos tiempos era insólito que las chicas fueran a la universidad y no se apoyó la idea. Además, la universidad era cara. Que una hija única dejara a su madre viuda se consideraba inconcebible, y nadie contribuyó a que el plan pareciera factible. En aquellos tiempos había un nuevo movimiento para seguir cursos por correspondencia…» (From One Century to Another, de Elizabeth Haldane, p. 73). Los esfuerzos de estas mujeres carentes de instrucción por ocultar su ignorancia eran a menudo valerosos, pero no siempre tenían éxito. «Conversaban de modo agradable sobre temas del día, evitando con sumo cuidado los que pudieran suscitar controversia. Lo que más me impresionó fue su ignorancia e indiferencia respecto a cuanto era ajeno a su círculo … que la mismísima madre del presidente de la Cámara de los Comunes creyera que California era nuestra, que era parte del Imperio» (Distant Fields, de H. A. Vachell, p. 109). Que en el siglo XIX esta ignorancia era a menudo fingida debido a la creencia de que les gustaba a los hombres instruidos queda demostrado en la energía con que Thomas Gisborne, en su instructiva obra On the Duties of Women (p. 278), criticaba a quienes recomendaban a las mujeres «abstenerse cuidadosamente de descubrir a sus cónyuges toda la extensión de sus habilidades y conocimientos». «Esto no es discreción, sino artificio. Es disimulo, es imposición deliberada … Y rara vez puede practicarse durante mucho tiempo sin que se descubra.»
Pero en el siglo XIX la hija del hombre instruido era aún más ignorante en lo tocante a la vida que en lo tocante a los libros. En la siguiente cita se apunta una razón de esta ignorancia: «Se suponía que la mayoría de los hombres no eran “virtuosos”, es decir, que casi todos eran capaces de abordar y molestar (o peor aún) a toda joven no acompañada a la que encontraran» («Society and the Season», de Mary, condesa de Lovelace, en Fifty Years, 1882-1932, p. 37). La condesa vivía confinada en un círculo muy estrecho, y su «ignorancia e indiferencia» respecto a todo lo ajeno a él era excusable. La relación entre esta ignorancia y el concepto de virilidad imperante en el siglo XIX, por el cual —piénsese en el héroe victoriano— «virtud» y virilidad eran incompatibles, es evidente. En un conocido pasaje, Thackeray se queja de las limitaciones que virtud y virilidad imponían conjuntamente a su arte.
2. Nuestra ideología sigue siendo tan inveteradamente antropocéntrica que ha sido necesario acuñar esta torpe expresión —hija del hombre instruido— para denominar a las mujeres cuyos padres fueron educados en escuelas privadas y universidades. Es evidente que, si bien la palabra «burgués» le cuadra al hermano de esas mujeres, resulta incorrecto en extremo aplicarla a una persona que difiere de manera tan profunda en las dos características principales de la «burguesía»: el capital y el entorno.
3. Seguramente es imposible calcular el número de animales muertos en Inglaterra en la práctica de la caza deportiva durante el siglo pasado. Se da la cifra de 1.212 piezas cobradas por término medio en un día de caza, en Chatsworth, en 1909 (Men, Women and Things, del duque de Portland, p. 251). En los libros dedicados al deporte se mencionan pocas escopetas de mujeres, y su presencia en los terrenos de caza motivó muchos comentarios cáusticos. «Skittles», la famosa amazona del siglo XIX, fue señora de virtud fácil. Es muy probable que en el siglo XIX se considerase que había cierta relación entre el deporte y la falta de castidad en las mujeres.
4. Francis and Riversdale Grenfell, de John Buchan, pp. 189 y 205.
5. Antony (Viscount Knebworth), del conde de Lytton, p. 355.
6. The Poems of Wilfred Owen, edición a cargo de Edmund Blunden, pp. 25 y 41.
7. Lord Hewart, al proponer un brindis por «Inglaterra», en el banquete de la Real Sociedad de San Jorge, en Cardiff.
8. The Daily Telegraph, 5 de febrero de 1937.
9. Ibidem.
10. Desde luego, hay algo fundamental que la mujer instruida puede proporcionar: hijos. Y un método por el que puede ayudar a evitar la guerra es negarse a tenerlos. Así, la señora Helena Normanton opina que «La única cosa que la mujer de cualquier país puede hacer para evitar la guerra es dejar de suministrar “carne de cañón”» («Report of the Annual Council for Equal Citizenship», Daily Telegraph, 5 de marzo de 1937). Las cartas de los periódicos comparten a menudo este punto de vista. «Puedo explicarle al señor Harry Campbell por qué las mujeres se niegan a tener hijos en estos tiempos. Cuando los hombres hayan aprendido a administrar las tierras que gobiernan de manera que las guerras solo golpeen a quienes provocan las contiendas, en vez de segar a quienes no lo hacen, puede que las mujeres deseen de nuevo tener familias numerosas. ¿Por qué habrían las mujeres de traer hijos a un mundo como el actual?» (Edith Maturin-Porch, en el Daily Telegraph, 6 de septiembre de 1937). El hecho de que la tasa de natalidad en la clase instruida esté descendiendo parecería indicar que las mujeres instruidas siguen el consejo de la señora Normanton. Lisístrata les dio el mismo consejo en circunstancias muy similares hace más de dos mil años.
11. Hay, desde luego, innumerables clases de influencia aparte de las especificadas en el texto. Van desde la forma sencilla que se expresa en el siguiente fragmento: «Tres años después … la encontramos escribiéndole a él, en su calidad de ministro, para solicitar que se interese por un eclesiástico al que tiene especial simpatía con el fin de que le consiga una prebenda…» (Henry Chaplin, a Memoir, de lady Londonderry, p. 57), hasta la muy sutil que lady Macbeth ejercía sobre su marido. Entre estos dos extremos se halla la influencia que describe D. H. Lawrence: «Es inútil que intente hacer algo sin tener a una mujer a mi espalda … No me atrevo a estar en el mundo sin tener a una mujer detrás … Pero una mujer a la que amo me mantiene en comunicación directa con lo ignoto, donde de lo contrario estoy un tanto perdido» (Letters of D. H. Lawrence, pp. 93-94), que podemos comparar, aunque la yuxtaposición sea extraña, con la famosa y muy parecida definición dada por Eduardo VIII al abdicar. Las actuales circunstancias políticas en el extranjero parecen favorecer el regreso del empleo de la influencia interesada. Por ejemplo: «Una anécdota sirve para ilustrar el actual grado de influencia de las mujeres en Viena. Durante el pasado otoño se proyectó tomar una medida para disminuir aún más las oportunidades profesionales de las mujeres. Las protestas, las súplicas, las cartas fueron inútiles. Por fin, desesperadas, un grupo de damas muy conocidas de la ciudad … celebraron una reunión y trazaron planes. En el curso de las dos semanas siguientes, durante cierto número de horas diarias, varias de estas damas se dedicaron a telefonear a los ministros que conocían personalmente, con la aparente intención de invitarles a cenar a sus respectivas casas. Utilizando todo el encanto de que son capaces las vienesas, hicieron hablar a los ministros, preguntándoles acerca de esto y lo otro, y abordando por fin el tema que tanto las preocupaba. Cuando los ministros hubieron recibido llamadas de varias damas, a ninguna de las cuales deseaban ofender, y apartados de urgentes asuntos de Estado debido a esta maniobra, decidieron transigir… y de esta forma se pospuso la medida» (Women Must Choose, de Hilary Newitt, p. 129). A menudo se hizo deliberadamente un uso parecido de la influencia durante la batalla por el sufragio. Sin embargo, se dice que la influencia femenina ha quedado menoscabada por la posesión del derecho al voto. Así, el mariscal Von Bieberstein opinaba que «Las mujeres siempre dirigían a los hombres … pero él no deseaba que votaran» (From One Century to Another, de Elizabeth Haldane, p. 258).
12. Las inglesas fueron muy criticadas por utilizar la fuerza en la batalla por el voto. Cuando en 1910 las sufragistas «hicieron papilla» el sombrero del señor Birrell y le propinaron patadas en las espinillas, sir Almeric Fitzroy comentó: «un ataque de esta índole a un anciano indefenso por parte de una banda organizada de “jenízaras” convencerá, esperemos, a mucha gente del espíritu enloquecido y anárquico que anima a dicho movimiento» (Memoirs of Sir Almeric Fitzroy, vol. II, p. 425). Estas observaciones, al parecer, no eran aplicables al empleo de la fuerza durante la guerra europea. De hecho, se concedió el voto a las inglesas debido en gran parte a la ayuda que prestaron a los ingleses en el uso de la fuerza durante la guerra. «El 14 de agosto [1916], el mismísimo señor Asquith dejó de oponerse [al sufragio]. “Es cierto —dijo— que [las mujeres] no pueden luchar en el sentido de salir con fusiles y demás, pero … han contribuido de la forma más efectiva a la prosecución de la guerra”» (The Cause, de Ray Strachey, p. 354). Esto plantea la espinosa pregunta de si las mujeres que no contribuyeron a la prosecución de la guerra, sino que hicieron cuanto pudieron para obstaculizar la prosecución de la guerra, deberían hacer uso de un derecho al voto que les fue concedido debido primordialmente a que otras contribuyeron a la prosecución de la guerra. Que son hijastras, no hijas, de Inglaterra lo demuestra el hecho de que cambian de nacionalidad al contraer matrimonio. Una mujer, tanto si ayudó a derrotar a los alemanes como si no, se convierte en alemana si se casa con un alemán. Por lo tanto, tiene que cambiar por completo sus opiniones políticas, así como trasladar su piedad filial.
13. Sir Ernest Wild, K. C., de Robert J. Blackburn, pp. 174-175.
14. Que el derecho al voto no ha resultado ser algo desdeñable lo demuestran los datos que de vez en cuando publica la Unión Nacional de Sociedades para la Igualdad de los Ciudadanos. «Esta publicación (What the Vote Has Done) constaba al principio de una sola página; ahora (1927) es un folleto de seis páginas y tiene que aumentar constantemente» (Josephine Butler, de M. G. Fawcett y E. M. Turner, nota, p. 101).
15. Carecemos de cifras con las que comprobar hechos que han de guardar una relación importante con la biología y la psicología de los sexos. Podría comenzarse ese estudio preliminar, que es esencial aunque extrañamente se ha omitido, anotando con una tiza en un mapa de Inglaterra a gran escala las propiedades de los hombres, en rojo, y las de las mujeres, en azul. Después habría que comparar el número de corderos y cabezas de ganado consumidos por cada sexo, los galones de vino y de cerveza, las cantidades de tabaco; tras lo cual tendríamos que examinar con atención los ejercicios físicos de uno y otro sexo, los empleos domésticos, las instalaciones para las relaciones sexuales, etcétera. Los historiadores, como es natural, se ocupan principalmente de la guerra y la política, pero a veces arrojan luz sobre la naturaleza humana. Así, Macaulay, al hablar de los terratenientes ingleses del siglo XVII, dice: «Su esposa y su hija se encontraban, en lo referente a gustos y conocimientos, por debajo de un ama de llaves o una doncella actuales. Cosían e hilaban, elaboraban vino de grosella, secaban hojas de maravilla y amasaban la pasta para la empanada de venado».
Además: «Las señoras de la casa, que por lo general habían cocinado la comida, se retiraban en cuanto los platos habían sido devorados y dejaban a los caballeros con sus cervezas y su tabaco» (Macaulay, History of England, capítulo tercero). Pero los caballeros siguieron bebiendo y las señoras retirándose hasta mucho más tarde. «Cuando mi madre era joven, antes de que contrajera matrimonio, todavía persistía la vieja costumbre de beber mucho propia de la Regencia y del siglo XVIII. En Woburn Abbey, el viejo mayordomo de la familia, hombre de confianza, solía dar un parte nocturno a mi abuela en la sala de estar. “Esta noche los caballeros han bebido mucho; quizá sea mejor que las señoritas se retiren”, o bien: “Esta noche los caballeros han bebido muy poco”, anunciaba este fiel criado de la familia según las circunstancias. Si se enviaba a las jóvenes al piso superior, gustaban de quedarse en el descansillo de la escalera para “ver salir del salón al grupo vocinglero y alborotado”» (The Days Before Yesterday, de lord F. Hamilton, p. 322). Debemos dejar que los científicos del futuro nos expliquen qué efecto han tenido la bebida y la propiedad sobre los cromosomas.
16. El hecho de que ambos sexos tengan un amor por el vestido muy acusado aunque diferente parece haber pasado inadvertido al sexo dominante debido, suponemos, al poder hipnótico del ejercicio del dominio. Así, el difunto juez MacCardie, al resumir el caso de la señora Frankau, comentó: «No cabe esperar que las mujeres renuncien a un rasgo esencial de la feminidad o abandonen uno de los medios que la naturaleza proporciona para aliviar una deficiencia física constante e insuperable … El vestido, a fin de cuentas, es uno de los principales modos de expresión de las mujeres … En lo tocante al vestido, las mujeres a menudo siguen siendo unas niñas hasta el final. No debe pasarse por alto el aspecto psicológico de la cuestión. Pero, sin dejar de tener en cuenta lo anterior, la ley ha dispuesto que debe observarse la regla de la prudencia y la proporción». El juez que afirmaba esto llevaba una toga escarlata, esclavina de armiño y una gran peluca de tirabuzones artificiales. Es poco probable que utilizara «uno de los medios que la naturaleza proporciona para aliviar una deficiencia física constante e insuperable» y observara «una regla de prudencia y proporción». Sin embargo, «no debe pasarse por alto el aspecto psicológico de la cuestión»; y el hecho de que la singularidad de su apariencia, junto con la de almirantes, generales, pares del reino, miembros de la guardia montada, alabarderos, reyes de armas, etcétera, le resultara invisible, de modo que era capaz de sermonear a la señora sin tener la menor conciencia de que compartía la debilidad de esta, plantea dos interrogantes: ¿cuántas veces es preciso realizar un acto para que llegue a ser tradicional y, en consecuencia, venerable?, y ¿qué grado de prestigio social provoca ceguera con respecto a la notable naturaleza de las ropas que uno lleva? La singularidad en el vestir, cuando no va ligada a un cargo, rara vez deja de ser ridícula.
17. En la Lista de Condecoraciones de Año Nuevo para 1937, aceptaron la condecoración ciento cuarenta y siete hombres frente a siete mujeres. Por razones evidentes, esto no debe considerarse una medida del deseo de unos y otras de conseguir esta clase de publicidad. Sin embargo, parece indiscutible que ha de ser mucho más fácil rechazar los honores para las mujeres que para los hombres. El hecho de que la inteligencia (hablando en general) sea la principal virtud profesional del hombre, y que las estrellas y las cintas sean su principal medio de anunciar su inteligencia, indica que las estrellas y las cintas son lo mismo que el colorete y los polvos, el principal medio con que la mujer anuncia su principal virtud profesional: la belleza. En consecuencia, tan irracional sería pedir a un hombre que renunciara a un título nobiliario como pedir a una mujer que renunciara a un vestido. La suma pagada por un título nobiliario en 1901 parecería proporcionar una asignación para vestidos muy tolerable: «21 de abril (domingo): He visto a Meynell, quien, como de costumbre, tenía muchos chismes que contar. Al parecer las deudas del rey han sido pagadas discretamente por amigos suyos, uno de los cuales, según se dice, le ha prestado cien mil libras esterlinas y se contentará con que le devuelvan veinticinco mil y le concedan un título nobiliario» (My Diaries, de Wilfrid Scawen Blunt, parte II, p. 8).
18. Para alguien de fuera, es difícil conocer las cantidades exactas. No obstante, cabe conjeturar que los ingresos son notables a partir de una deliciosa reseña de una historia del Clare College, de Cambridge, que hace unos años publicó el señor J. M. Keynes en The Nation. «Se rumorea que costó seis mil libras publicar» este libro. También corría el rumor de que por aquella época un grupo de estudiantes que regresaban de una fiesta al alba vio una nube en el cielo, la cual, mientras la contemplaban, tomó forma de mujer, quien, cuando le suplicaron una señal, dejó caer en una lluvia de radiante granizo una única palabra: «Ratas». Se interpretó que significaba lo que al parecer, a juzgar por lo que se decía en otra página del mismo número del Nation, era cierto: que las alumnas de uno de los colleges femeninos sufrían sobremanera en los «fríos y tenebrosos dormitorios de la planta baja, infestados de ratas». Se supuso que la aparición empleó este medio para indicar que, si los caballeros de Clare deseaban entregar un cheque de seis mil libras a nombre de la directora de ——, la honraría mucho más que un libro, aun cuando «luciera el más fino atavío de papel y negro bocací…». Sin embargo, nada mítico hay en el hecho consignado en el mismo número del Nation de que «Somerville recibió con la gratitud más conmovedora las siete mil libras esterlinas que obtuvo el año pasado por el obsequio del Jubileo y una donación privada».
19. Un gran historiador ha descrito de la siguiente manera el origen y la naturaleza de las universidades, en una de las cuales estudió: «Las escuelas de Oxford y Cambridge se fundaron en una época tenebrosa de ciencia falsa y bárbara; y todavía están contaminadas por los vicios de su origen … La constitución legal de estas instituciones por medio de los estatutos de papas y reyes les dio el monopolio de la instrucción pública; y el espíritu de los monopolistas es estrecho, perezoso y opresivo: su trabajo es más caro y menos productivo que el de los artistas independientes; y las nuevas mejoras, a las que con tanto entusiasmo se han aferrado quienes compiten en libertad, se aceptan con lenta y ceñuda renuencia en estas altivas instituciones, situadas por encima del temor al rival y por debajo de la confesión de un error. Apenas podemos albergar la esperanza de que cualquier reforma sea un acto voluntario; y están tan profundamente enraizadas en la ley y el prejuicio que incluso la omnipotencia del Parlamento rehuiría la investigación del estado y de los abusos de las dos universidades» (Edward Gibbon, Memoirs of My Life and Writings). Sin embargo, «la omnipotencia del Parlamento» sí ordenó, a mediados del siglo XIX, una investigación «del estado de la Universidad [de Oxford], de su disciplina, estudios e ingresos. Pero los colleges opusieron tal resistencia pasiva que fue preciso renunciar a la investigación del último apartado. No obstante, se averiguó que, de un total de quinientas cuarenta y dos becas en todos los colleges de Oxford, solo veintidós eran realmente de concurso abierto, sin condiciones restrictivas de patrocinio, lugar o parentesco … Los miembros de la Comisión … dictaminaron que la acusación de Gibbon era razonable» (Herbert Warren of Magdalen, de Laurie Magnus, pp. 47-49). Con todo, el prestigio de la educación universitaria seguía siendo alto y las becas se consideraban muy deseables. Cuando Pusey consiguió una beca en el Oriel College, «las campanas de la iglesia parroquial de Pusey expresaron la satisfacción de su padre y restantes familiares». Igualmente, cuando Newman fue becado, «todas las campanas de las tres torres tocaron a vuelo … en honor de Newman» (Oxford Apostles, de Geoffrey Faber, pp. 131 y 69). Sin embargo, Pusey y Newman eran hombres de clara naturaleza espiritual.
20. The Crystal Cabinet, de Mary Butts, p. 138. La frase completa reza: «Porque, así como se me dijo que el deseo de aprender en las mujeres era contrario a la voluntad de Dios, así también muchas libertades inocentes, placeres inocentes, se nos negaban en el mismo Nombre». Esta frase nos induce a desear que algún día tengamos una biografía, debida a la pluma de la hija de un hombre instruido, de la deidad en cuyo nombre se han cometido tales atrocidades. Difícilmente puede sobrestimarse la influencia que la religión ha tenido, de un modo u otro, en la educación de la mujer. «Si, por ejemplo —dice Thomas Gisborne—, explicamos los usos de la música, no omitamos su capacidad de incrementar la devoción. Si el dibujo es el tema de comentario, enséñese a la alumna a ver habitualmente en las obras de la creación el poder, la sabiduría y la bondad de su Creador» (The Duties of the Female Sex, de Thomas Gisborne, p. 85). El hecho de que el señor Gisborne y cuantos piensan como él —una banda numerosa— basen sus teorías docentes en las enseñanzas de san Pablo parecería indicar que al sexo femenino no se le debía enseñar «a ver habitualmente en las obras de la creación el poder, la sabiduría y la bondad de su Creador», sino los del señor Gisborne. Y de ahí se deduciría que una biografía de la deidad quedaría reducida a un diccionario de biografías eclesiásticas.
21. Mary Astell, de Florence M. Smith. «Desgraciadamente, la oposición a una idea tan novedosa [un college para mujeres] fue mayor que el interés que suscitó, y procedía no solo de los satíricos del día, quienes, como los ingeniosos de todos los tiempos, consideraban que la mujer progresista era una fuente de carcajadas y convirtieron a Mary Astell en objeto de chistes manidos en comedias al estilo de las Femmes Savantes, sino también de los eclesiásticos, quienes veían en el proyecto un intento de regresar al papismo. Quien con más fuerza se opuso a la idea fue un célebre obispo, que, como afirma Ballard, impidió que una dama distinguida entregara diez mil libras para el proyecto. Elizabeth Elstob dio a Ballard, a petición de este, el nombre del célebre obispo. “Según Elizabeth Elstob … fue el obispo Burnet quien impidió que se realizara aquel buen proyecto al disuadir a aquella dama de que lo apoyara”» (op. cit., pp. 21-22). «Aquella dama» quizá fuera la princesa Ana o lady Elizabeth Hastings; pero hay razones para creer que fue la princesa. Que la Iglesia se quedó con el dinero es una suposición, que quizá esté justificada por la historia de la Iglesia.
22. Ode for Music, interpretada en la Senate House de Cambridge el 1 de julio de 1769.
23. «Le aseguro que no soy un enemigo de las mujeres. Soy muy partidario de que se las emplee como “obreras” o en otros menesteres “domésticos”. Sin embargo, tengo ciertas dudas sobre la probabilidad de que triunfen en los negocios como capitalistas. Estoy seguro de que los nervios de la mayoría de las mujeres no aguantarían la tensión y de que la mayoría carece por completo de la reticencia disciplinada precisa para todo género de colaboración. Dentro de dos mil años quizá hayan cambiado ustedes la situación, pero las mujeres actuales solo coquetearán con los hombres y se pelearán entre sí», fragmento de una carta de Walter Bagehot a Emily Davies, quien le pidió ayuda para fundar Girton.
24. Recollections and Reflections, de sir J. J. Thomson, pp. 86-88 y 296-297.
25. «La Universidad de Cambridge todavía se niega a admitir mujeres como miembros de pleno derecho; les da títulos que son solo nominales y, por lo tanto, no participan en el gobierno de la universidad» (Memorandum on the Position of English Women in Relation to that of English Men, de Philippa Strachey, 1935, p. 26). Sin embargo, el gobierno otorga una «dadivosa subvención», procedente de los fondos públicos, a la Universidad de Cambridge.
26. «El número total de alumnas de las instituciones reconocidas de educación superior para mujeres que reciben instrucción en la universidad o trabajan en los laboratorios o museos de la universidad nunca podrá ser superior a quinientos» (The Student’s Handbook to Cambridge, 1934-1935, p. 616). Whitaker nos informa de que el número de estudiantes masculinos residentes en Cambridge en octubre de 1935 era de 5.328. No parece que hubiera ninguna limitación.
27. La lista de becas para hombres en Cambridge, publicada en el Times el 20 de diciembre de 1937, mide unas treinta y una pulgadas; la lista de becas para mujeres en Cambridge mide unas cinco pulgadas. Sin embargo, hay diecisiete colleges para hombres y dicha lista solo se refiere a once. En consecuencia, hay que aumentar las treinta y una pulgadas. Solo hay dos colleges para mujeres; aquí se miden los dos.
28. Hasta la muerte de lady Stanley de Alderley, no había capilla en Girton. «Cuando se propuso construir una capilla, ella se opuso con el argumento de que todos los fondos disponibles debían invertirse en educación. “Mientras yo viva, no habrá capilla en Girton”, le oí decir. La actual capilla se edificó inmediatamente después de su muerte» (The Amberley Papers, de Patricia y Bertrand Russell, vol. I, p. 17). ¡Si el fantasma de lady Stanley de Alderley hubiera tenido tanta influencia como su cuerpo! Pero, según dicen, los fantasmas no disponen de talonarios.
29. «También tengo la impresión de que las escuelas para muchachas se han contentado, por lo común, con copiar las líneas generales de sus sistemas educativos de las instituciones más antiguas destinadas a los individuos de mi sexo, es decir, el sexo débil. En mi opinión, el problema debiera abordarlo un genio original sobre unas líneas totalmente diferentes…» (Things Ancient and Modern, de C. A. Alington, pp. 216-217). No es preciso ser un genio ni original para ver que, en primer lugar, «las líneas» han de ser más baratas. Pero sería interesante saber qué sentido debemos dar a la palabra «débil» en este contexto. Porque, como el doctor Alington ha sido director de Eton, sin duda sabe que su sexo no solo ha adquirido sino también conservado los grandes ingresos de dicha antigua institución…, una prueba, podría pensarse, no de debilidad sexual, sino de fuerza. Que Eton no es «débil», al menos desde el punto de vista material, lo demuestra esta cita del doctor Alington: «Siguiendo la propuesta de uno de los comités del primer ministro en materia de educación, el rector y los miembros de la junta de mi época decidieron que todas las becas de Eton tuvieran un valor fijo, con posibilidades de aumentarlas generosamente si fuera necesario. Tan generoso ha sido este aumento que en el colegio hay varios muchachos cuyos padres no pagan nada en concepto de educación o de pensión». Uno de los benefactores era el difunto lord Rosebery. «Era un benefactor munificente de la escuela —nos dice el doctor Alington— y creó una beca de historia, en relación con la cual ocurrió un episodio característico. Me preguntó si la dotación era suficiente y señalé que doscientas libras más nos permitirían pagar el examinador. Mandó un cheque de dos mil libras; se le hizo observar la discrepancia, y en mi álbum de recuerdos guardo su respuesta, en la que afirmaba que había pensado que una buena suma redonda sería mejor que una fracción» (op. cit., pp. 163 y 186). La suma total gastada en el Cheltenham College para chicas en 1854 por el concepto de sueldos y profesores visitantes era de mil trescientas libras; «y las cuentas de diciembre revelaron un déficit de cuatrocientas libras» (Dorothea Beale of Cheltenham, de Elizabeth Raikes, p. 91).
30. Las palabras «vano y brutal» requieren explicación. Nadie sostendría que todos los conferenciantes y todas las conferencias son «vanos y brutales»; hay muchos temas que solo pueden exponerse mediante diagramas y demostraciones personales. Las palabras del texto se refieren tan solo a los hijos y las hijas de hombres instruidos que dan conferencias de literatura inglesa a sus hermanos y hermanas, y las razones estriban en que se trata de una práctica caduca que se remonta a la Edad Media, cuando los libros escaseaban; en que debe su supervivencia a motivos pecuniarios, o a la curiosidad; en que la publicación en forma de libro constituye una prueba de los efectos nefastos que el público produce en el conferenciante desde el punto de vista intelectual; y en que desde el punto de vista psicológico la elevación que proporciona un estrado estimula la vanidad y el deseo de imponer la autoridad. Además, la reducción de la literatura inglesa a simple materia de examen debe verse con recelo por cuantos tienen un conocimiento directo de la dificultad de este arte y, en consecuencia, del valor muy superficial de la aprobación o desaprobación del examinador, y con profunda pena por cuantos desean mantener al menos un arte fuera de las manos de intermediarios y libre, mientras se pueda, de toda relación con la competencia y la ganancia de dinero. Además, quizá no sea insensato atribuir la violencia con que hoy día las escuelas literarias se enfrentan entre sí, la rapidez con que una tendencia estética sucede a otra, a la capacidad que una mente madura que da lecciones a mentes inmaduras tiene de infectarlas con opiniones fuertes, aunque pasajeras, y de teñir esas opiniones de prejuicios personales. Tampoco puede sostenerse que haya aumentado la calidad de la literatura crítica ni de la creativa. Una prueba lamentable de la docilidad mental a que los conferenciantes reducen a los jóvenes es el continuo incremento de la demanda de conferencias de literatura inglesa (como atestiguará cualquier escritor), y precisamente por parte de la clase que debería haber aprendido a leer en casa: las personas instruidas. Si, como en ocasiones se alega a modo de excusa, lo que desean las sociedades literarias de los colleges no es el conocimiento de la literatura, sino el trato con los escritores, para eso están los cócteles y el jerez; y es mejor no mezclar ninguno de los dos con Proust. Nada de lo dicho es aplicable, desde luego, a los hogares en que escasean los libros. Si a la clase trabajadora le resulta fácil asimilar la literatura inglesa por transmisión oral, tiene perfecto derecho a pedir a la clase educada que la ayude. Pero que los hijos y las hijas de esta última clase, después de haber cumplido los dieciocho años, sigan sorbiendo con pajita la literatura inglesa es un hábito que bien merece la calificación de vano y brutal, términos que deben aplicarse con mayor intensidad a quienes los complacen.
31. Es difícil conocer las cifras exactas de las sumas asignadas a las hijas de los hombres instruidos antes de que contrajeran matrimonio. Sophia Jex-Blake tenía una asignación de treinta a cuarenta libras anuales; su padre pertenecía a la clase media alta. Lady Lascelles, cuyo padre era conde, recibía, según parece, una asignación de unas cien libras en 1860; el señor Barrett, comerciante adinerado, asignaba a su hija Elizabeth «entre cuarenta y cuarenta y cinco libras … cada tres meses, deduciendo previamente el impuesto sobre la renta». Pero al parecer esta cantidad era el interés de un capital de ocho mil libras, «más o menos … es difícil saberlo», que Elizabeth tenía en «fondos», «estando el dinero a dos intereses distintos», y por lo visto, pese a que era propiedad de ella, lo administraba el señor Barrett. Pero estas eran mujeres solteras. A las mujeres casadas no se les permitió tener propiedades hasta la aprobación, en 1870, de la Ley de Propiedad de la Mujer Casada. Lady Saint Helier hace constar que, como sus capítulos matrimoniales se redactaron en conformidad con la ley antigua, «cuanto dinero tenía pasó a mi marido y no se reservó ninguna parte para mi uso particular … No tenía siquiera talonario ni podía conseguir dinero salvo pidiéndoselo a mi marido. Él era amable y generoso, pero estaba de acuerdo con las ideas de la época, según las cuales las propiedades de la mujer pertenecían al marido … Pagaba todas mis cuentas, guardaba mi libreta del banco y me entregaba una pequeña cantidad para mis gastos personales» (Memories of Fifty Years, de lady Saint Helier, p. 341). Pero no dice cuál era la cantidad exacta. Las sumas asignadas a los hijos de los hombres instruidos eran considerablemente superiores. Una asignación de doscientas libras se juzgaba tan solo suficiente para un estudiante de Balliol, «donde aún imperaban las tradiciones de austeridad», en 1880. Con esta asignación, «no podían ir de caza ni podían jugar a juegos de azar … Sin embargo, con prudencia, y con un hogar en el que pasar las vacaciones, podían ir tirando» (Anthony Hope and His Books, de sir C. Mallet, p. 38). La cantidad necesaria hoy día es notablemente mayor. Gino Watkins «nunca gastó más de la asignación anual de cuatrocientas libras, con las que pagaba todas sus cuentas del college y de las vacaciones» (Gino Watkins, de J. M. Scott, p. 59). Se refiere al Cambridge de hace pocos años.
32. Cómo se ridiculizó a las mujeres durante el siglo XIX por tratar de acceder a la única profesión a su alcance lo saben bien los lectores de novela, ya que a dichos esfuerzos se dedica la mitad de los recursos de la ficción. Pero la biografía muestra hasta qué punto era natural, incluso en el presente siglo, que los hombres más ilustrados vieran a todas las mujeres como solteronas, todas deseosas de casarse. Por ejemplo: «“Dios mío… ¿qué será de ellas?”, murmuró [G. L. Dickinson] con tristeza al ver el torrente de solteronas interesadas pero poco interesantes que corrían alrededor del patio delantero del King’s. “No lo sé, y tampoco ellas lo saben.” Y luego, en voz aún más baja, como si los libros de las estanterías tuvieran oídos, dijo: “¡Oh, Dios! ¡Lo que quieren es un marido!”» (Goldsworthy Lowes Dickinson, de E. M. Forster, p. 106). «Lo que querían» podría haber sido la abogacía, la Bolsa o habitaciones en los edificios de Gibbs si se les hubieran dado la oportunidad de elegir. Pero no era así; por lo tanto, el comentario del señor Dickinson era de lo más natural.
33. «De vez en cuando, por lo menos en las casas más espaciosas, se celebraba una fiesta, con invitados seleccionados y avisados con gran antelación, en la que siempre dominaba un ídolo: el faisán. La caza había de servir de reclamo. En semejantes ocasiones, el padre de familia acostumbraba a imponer su autoridad. Si quería tener la casa llena a reventar, que sus vinos se bebieran en grandes cantidades y que la jornada de caza fuera buena, debía invitar a los mejores cazadores que conociera. ¡Qué desesperación sentía la madre de las hijas cuando le decían que la única persona a la que en secreto deseaba invitar era totalmente inadmisible por ser mal cazador!» («Society and the Season», de la condesa de Lovelace, en Fifty Years, 1882-1932, p. 29).
34. Podemos formarnos una ligera idea de lo que los hombres esperaban que sus esposas dijeran e hicieran, cuando menos en el siglo XIX, a partir de las siguientes alusiones de John Bowdler en una carta dirigida «a una señorita a quien tuvo en gran estima poco antes de que ella se casara». «Ante todo, evite cuanto tenga la más leve tendencia a la falta de delicadeza o de decoro. Pocas mujeres tienen alguna idea de lo mucho que asquea a los hombres que una mujer roce siquiera ambas cosas, en especial cuando sienten afecto por ella. A fuerza de atender a los niños y a los enfermos, las mujeres son propensas a adquirir el hábito de conversar sobre tales temas en un lenguaje que escandaliza a los hombres dotados de delicadeza» (Life of John Bowdler, p. 123). Pese a que esta delicadeza era esencial, después del matrimonio podía disimularse. «En la década de los setenta del siglo pasado, la señorita Jex-Blake y sus compañeras libraron vigorosamente la batalla por la admisión de las mujeres en la profesión médica, y los médicos se resistieron con mayor vigor aún a su incorporación alegando que resultaría desmoralizante e inadecuado para una mujer estudiar y tratar ciertos aspectos médicos delicados e íntimos. Por aquel entonces, Ernest Hart, director del British Medical Journal, me dijo que la mayor parte de las colaboraciones que le enviaban para su publicación en el Journal sobre aspectos médicos delicados e íntimos estaban escritas a mano por las esposas de los médicos, quienes a todas luces se las dictaban. En aquellos tiempos no había máquinas de escribir ni taquígrafos» (The Doctor’s Second Thoughts, de sir J. Crichton-Browne, pp. 73 y 74).
Sin embargo, la duplicidad de la delicadeza se había observado con anterioridad. En La fábula de las abejas (1714), Mandeville dice: «… Quiero en primer lugar que se considere que la Modestia de las Mujeres es el resultado de la Costumbre y la Educación, por las cuales toda Denudación pasada de moda y toda Expresión procaz son para ellas temibles y abominables, y no obstante, en la Imaginación de la Joven más Virtuosa sobre la faz de la tierra surgirán a menudo, por más que le pese, Pensamientos e Ideas confusas de Cosas, que no revelaría a ciertas Personas por Nada del Mundo».
DOS
1. Reproduzcamos las palabras exactas de esta petición: «Esta carta es para pedirle que reserve para nosotras las prendas de vestir que ya no use … Las medias, de todo tipo, por muy usadas que estén, serán también bienvenidas … La Comisión estima que, al ofrecer estas prendas a precio de ganga … prestan un servicio verdaderamente útil a las mujeres cuya profesión les exige tener unos vestidos de día y de noche que no pueden permitirse comprar» (fragmento de una carta enviada por la London and National Society for Women's Service, 1938).
2. The Testament of Joad, de C. E. M. Joad, pp. 210 y 211. Como el número de sociedades en defensa de la paz dirigidas directa o indirectamente por inglesas es demasiado grande para citarlas (véase The Story of the Disarmament Declaration, p. 15, donde se ofrece una lista de las actividades pacifistas realizadas por mujeres profesionales, empresarias y de clase trabajadora), no hay por qué tomarse en serio la crítica del señor Joad, por muy reveladora que sea desde el punto de vista psicológico.
3. Experiment in Autobiography, de H. G. Wells, p. 486 [hay trad. cast.: Experimento en autobiografía, Berenice, Córdoba, 2009]. El movimiento de los hombres «que se oponen a la práctica eliminación de su libertad por parte de los nazis o los fascistas» quizá haya sido más perceptible. Pero es dudoso que haya sido más eficaz. «Los nazis controlan ahora toda Austria» (un periódico, 12 de marzo de 1938).
4. «Opino que las mujeres no debieran sentarse a la mesa con los hombres; su presencia desbarata las conversaciones, a las que suelen dar un carácter trivial y elegante o, en el mejor de los casos, ingenioso» (Under the Fifth Rib, de C. E. M. Joad, p. 58). Es una declaración de una admirable sinceridad, y si cuantos comparten el parecer del señor Joad se expresaran con igual franqueza, el dilema de las anfitrionas —a quién invitar, a quién no invitar— se aligeraría, con la consiguiente disminución de trabajo. Si quienes prefieren compartir mesa con personas de su mismo sexo lo manifestaran, los hombres llevando, digamos, una roseta roja y las mujeres llevando una roseta blanca, en tanto que quienes prefieren la mezcla de sexos lucieran en los ojales flores rojas y blancas, no solo se evitarían muchas incomodidades y confusiones, sino que posiblemente la honradez del ojal terminaría con cierta forma de hipocresía social que hoy día está demasiado extendida. Entretanto, la sinceridad del señor Joad merece las mayores alabanzas y sus deseos, el más estricto cumplimiento.
5. Según la señora H. M. Swanwick, la WSPU tenía «unos ingresos procedentes de donaciones, en 1912, de 42.000 libras anuales» (I Have Been Young, de H. M. Swanwick, p. 189). El total gastado en 1912 por la Women's Freedom League fue de 26.772 libras, 12 chelines y 9 peniques (The Cause, de Ray Strachey, p. 311). Por consiguiente, los ingresos conjuntos de las dos sociedades ascendían a 68.772 libras, 12 chelines y 9 peniques. Pero las dos sociedades eran rivales, naturalmente.
6. «Pero, excepciones aparte, en general los ingresos de las mujeres son bajos, y ganar doscientas cincuenta libras anuales es todo un éxito, incluso para una mujer altamente cualificada y con años de experiencia» (Careers and Openings for Women, de Ray Strachey, p. 70). Sin embargo: «El número de mujeres que realizan trabajos profesionales ha aumentado muy deprisa en los últimos veinte años, y en 1931 era de unas cuatrocientas mil, sin contar las dedicadas a tareas administrativas y las funcionarias públicas» (op. cit., p. 44).
7. Los ingresos del Partido Laborista en 1936 fueron de 50.153 libras (Daily Telegraph, septiembre de 1937).
8. The British Civil Service. The Public Service, de William A. Robson, p. 16.
El profesor Ernest Barker señala que debería haber un examen alternativo de ingreso en el cuerpo de funcionarios públicos para «hombres y mujeres de cierta edad» que hayan dedicado algunos años al trabajo social y al servicio social. «Esto beneficiaría en especial a las candidatas. En el actual sistema de competición abierta solo tiene éxito una pequeña proporción de opositoras; de hecho, son muy pocas las que se presentan. Con el sistema alternativo aquí propuesto es posible, e incluso probable, que se presentara una proporción de mujeres mucho mayor. Las mujeres tienen talento y aptitud para el trabajo y servicio sociales. La forma alternativa les brindaría la oportunidad de demostrar ese talento y esa aptitud. Podría suponer un nuevo incentivo para competir por la entrada en los servicios administrativos del Estado, en los que sus dotes y su presencia son necesarias» (The British Civil Servant. «The Home Civil Service», del profesor Ernest Barker, p. 41). Pero, mientras el trabajo doméstico sea tan exigente como ahora, es difícil que un incentivo pueda hacer que las mujeres sean libres de prestar «sus dotes y su presencia» al Estado, a no ser que el Estado se encargue del cuidado de los padres ancianos; o que convierta en delito punible el que los ancianos de uno y otro sexo exijan los servicios de sus hijas en casa.
9. Discurso del señor Baldwin pronunciado en Downing Street, en una reunión a favor del Fondo para la Construcción del Newnham College, 31 de marzo de 1936.
10. El efecto que causa una mujer en el púlpito se describe de la siguiente manera en Women and the Ministry, Some Considerations on the Report of the Archbishops' Comission on the Ministry of Women (1936), p. 24: «Pero mantenemos que el ministerio de las mujeres … tenderá a producir un descenso del tono espiritual del culto cristiano, como no lo produce el ministerio de los hombres ante congregaciones constituidas mayoritaria o exclusivamente por mujeres. Es un elogio al carácter de las mujeres cristianas que sea posible realizar esta afirmación; pero parece una verdad innegable que en los pensamientos y deseos de ese sexo lo natural se subordina más fácilmente a lo sobrenatural, y lo carnal a lo espiritual, que en el caso de los hombres; y que el ministerio de los sacerdotes varones por lo general no excita aquella faceta de la naturaleza humana femenina que debe permanecer inactiva en los momentos de adoración a Dios Todopoderoso. Creemos, por otra parte, que los miembros masculinos de una congregación media anglicana no podrían estar presentes en un servicio oficiado por una mujer sin prestar una atención indebida a su sexo».
En consecuencia, según los miembros de la comisión, las mujeres cristianas son más espirituales que los hombres cristianos… una razón llamativa, pero sin duda apropiada, para excluirlas del sacerdocio.
11. Daily Telegraph, 20 de enero de 1936.
12. Daily Telegraph, 1936.
13. Daily Telegraph, 22 de enero de 1936.
14. «No hay, por lo que sé, normas de general aplicación en esta materia [relaciones sexuales entre funcionarios del Estado]; pero desde luego se espera que tanto los funcionarios del Estado como los municipales de ambos sexos observen un comportamiento de normal decencia y eviten toda conducta que pueda llegar a la prensa y ser calificada de "escandalosa". Hasta hace poco las relaciones sexuales entre hombres y mujeres del servicio de correos se castigaban con el despido inmediato de ambas partes … El problema de evitar la resonancia periodística es bastante fácil de resolver en lo tocante a los procedimientos judiciales: sin embargo, las limitaciones oficiales llegan más lejos, hasta el punto de prohibir a las funcionarias públicas (que por lo general tienen que dimitir al contraer matrimonio) que cohabiten abiertamente con hombres si desean hacerlo. La cuestión, por lo tanto, toma un cariz diferente» (The British Civil Servant. The Public Service, de William A. Robson, pp. 14 y 15).
15. La mayoría de los clubes masculinos confinan a las mujeres a una sala especial, o a un edificio anexo, y las excluyen de las restantes dependencias; es objeto de conjeturas si se basan en el principio observado en Santa Sofía, según el cual las mujeres son impuras, o en el principio observado en Pompeya, según el cual son demasiado puras.
16. El poder de la prensa para silenciar la discusión sobre cualquier tema incómodo era, y sigue siendo, formidable. Fue uno de los «grandes obstáculos» con los que tuvo que luchar Josephine Butler en su campaña contra la Ley de Enfermedades Contagiosas. «A principios de 1870, la prensa de Londres comenzó a adoptar la política del silencio en lo referente al asunto, política que duró largos años y dio lugar a la famosa "Protesta contra la conspiración del silencio" de la Asociación de Damas, firmada por Harriet Martineau y Josephine E. Butler, que concluía con las siguientes palabras: "No cabe la menor duda de que, mientras tal conspiración del silencio sea posible y la practiquen destacados periodistas, nosotros, los ingleses, exageraremos nuestros privilegios de pueblo libre al asegurar que promovemos la libertad de prensa y que tenemos el derecho de escuchar a ambas partes en un asunto trascendental que afecta a la moral y a la legislación"» (Personal Reminiscences of a Great Crusade, de Josephine E. Butler, p. 49). Por otra parte, durante la batalla por el derecho al voto la prensa utilizó el boicot con gran eficacia. Y muy recientemente, en julio de 1937, la señorita Philippa Strachey, en una carta titulada «Una conspiración del silencio», que publicó el Spectator, lo cual le honra, casi repetía las palabras de la señora Butler: «Centenares y millares de hombres y mujeres han participado en una campaña encaminada a que el gobierno retire un artículo de la nueva Ley de Pensiones para los empleados de oficina, en la que por primera vez se establece un límite de ingresos diferente para los trabajadores entrantes según sean hombres o mujeres … En el curso del mes pasado esta ley se presentó en la Cámara de los Lores, donde el artículo citado encontró una fuerte y decidida oposición por todos los sectores de la Cámara … Cabe suponer que estos acontecimientos tienen el interés suficiente para que los recoja la prensa diaria. Pero los periódicos, desde el Times al Daily Telegraph, han guardado un silencio total … El tratamiento diferencial dado a las mujeres en esta ley ha suscitado en ellas un sentimiento de indignación como no se veía desde los tiempos de la concesión del sufragio … ¿Cómo se explica que la prensa lo haya ocultado por completo?».
17. Sí se infligieron heridas físicas durante la batalla de Westminster. De hecho, al parecer la lucha por el voto fue más dura de lo que ahora se reconoce. Por eso dice Flora Drummond: «Tanto si ganamos el voto con nuestra agitación como si lo ganamos por otras razones, como dicen algunos, creo que a muchos miembros de la generación más joven les costará dar crédito a la furia y la brutalidad que provocó nuestra petición del voto para las mujeres hace menos de treinta años» (Flora Drummond en el Listener, 25 de agosto de 1937). Cabe suponer que la generación más joven está tan habituada a la furia y la brutalidad provocadas por las peticiones de libertad que ya no le queda ninguna emoción para aquel caso en particular. Además, aquella lucha aún no ha encontrado su lugar entre las luchas que han convertido a Inglaterra en la patria de la libertad y a los ingleses en sus adalides. En general, todavía se habla de la lucha por el voto con amargo desprecio: «… y las mujeres … no habían comenzado aquella campaña consistente en quemar, apalear y acuchillar cuadros que al final había de demostrar al gobierno y la oposición la idoneidad de las mujeres para el derecho al voto» (Reflections and Memories, de sir John Squire, p. 10). Por lo tanto, podemos disculpar que la generación más joven estime que no hubo nada heroico en una campaña en la que solo se rompieron unas cuantas ventanas, se fracturaron unas cuantas espinillas y se causaron desperfectos en el retrato de Henry James pintado por Sargent, aunque no irreparables, con un cuchillo. Se diría que quemar, apalear y acuchillar cuadros solo es heroico cuando lo hacen los hombres, a gran escala, con ametralladoras.
18. The Life of Sophia Jex-Blake, de Margaret Todd, doctora en medicina, p. 72.
19. «Últimamente se ha dicho y se ha escrito mucho acerca de los logros y éxitos de sir Stanley Baldwin durante su mandato como primer ministro y, en este punto, exagerar es imposible. ¿Se me permite llamar la atención sobre lo que ha hecho lady Baldwin? Cuando pasé a formar parte del comité de este hospital, en 1929, los analgésicos (calmantes del dolor) en los casos normales de parto en los pabellones eran prácticamente desconocidos; ahora su uso es habitual y se aplican casi en el ciento por ciento de los casos, y lo que es cierto para este hospital es cierto en teoría para todos los hospitales de esta naturaleza. Este notable cambio en tan corto espacio de tiempo se debe a la inspiración y a los esfuerzos y el estímulo inagotables de la señora Baldwin, cuando era…» (carta dirigida a The Times por C. S. Wentworth Stanley, presidente del comité del Hospital de Maternidad de la Ciudad de Londres, 1937). El cloroformo se administró por vez primera a la reina Victoria en ocasión del nacimiento del príncipe Leopoldo, en abril de 1853, por lo que «los casos normales de parto en los pabellones» han tenido que esperar setenta y seis años y la influencia de la esposa del primer ministro para conseguir ese alivio.
20. Según el Debrett, los caballeros y las damas de la Excelentísima Orden del Imperio Británico llevan una insignia consistente en «una cruz patada, de perla esmaltada, borde dorado, y coronada por un medallón de oro en relieve en el que se representa a Britania sentada dentro de un círculo de gules con la divisa "Por Dios y el Imperio"». Es una de las pocas órdenes abiertas a las mujeres, pero su subordinación queda de manifiesto en el hecho de que, en su caso, la cinta tiene una anchura de solo dos pulgadas y cuarto; en tanto que la de los caballeros tiene una anchura de tres pulgadas y tres cuartos. También el tamaño de las estrellas es diferente. Sin embargo, la divisa es la misma para ambos sexos, y cabe suponer que quienes se adornan con semejante etiqueta ven cierta relación entre la Divinidad y el Imperio y están dispuestos a defenderlos. El Debrett no dice qué pasaría si Britania, sentada dentro del círculo de gules, se enfrentara (es concebible) con la otra autoridad cuyo lugar en el medallón no se especifica, por lo que son los caballeros y las damas quienes deben decidirlo por sí mismos.
21. Life of Sir Ernest Wild, K.C., de R. J. Rackham, p. 91.
22. Discurso de lord Baldwin, recogido en el Times, 20 de abril de 1936.
23. Life of Charles Gore, de G. L. Prestige, doctor en teología, pp. 240 y 241.
24. Life of Sir William Broadbent, K.C.V.O., F.R.S., edición a cargo de su hija, M. E. Broadbent, p. 242.
25. The Lost Historian, a Memoir of Sir Sidney Low, de Desmond Chapman-Huston, p. 198.
26. Thoughts and Adventures, del Muy Honorable Winston Churchill, p. 57.
27. Discurso pronunciado en Belfast por lord Londonderry y recogido en el Times, 11 de julio de 1936.
28. Thoughts and Adventures, del Muy Honorable Winston Churchill, p. 279.
29. Daily Herald, 13 de febrero de 1935.
30. Fausto, de Goethe.
31. The Life of Charles Tomlinson, de su sobrina, Mary Tomlinson, p. 30.
32. Miss Weeton, Journal of a Governess, 1807-1811, edición a cargo de Edward Hall, pp. 14 y xvii.
33. A Memoir of Anne Jemima Clough, de B. A. Clough, p. 32.
34. Personal Reminiscences of a Great Crusade, de Josephine Butler, p. 189.
35. «Usted y yo sabemos que poco importa si hemos de ser las pilastras invisibles hundidas en el fondo del pantano, sobre las cuales se apoyan las visibles, que sostienen el puente. Nos da igual si, en adelante, la gente olvida que están ahí abajo; si algunas han de consumirse en duros experimentos, antes de que se descubra cuál es la mejor manera de construir el puente. Estamos dispuestas a contarnos entre estas. El puente es lo que nos importa, y no nuestro lugar en él, y creemos que, al final, tal vez se recordará que este es nuestro único objetivo» (Carta de Octavia Hill a la señora N. Senior, 20 de septiembre de 1874. The Life of Octavia Hill, de C. Edmund Maurice, pp. 307 y 308).
Octavia Hill (1838-1912) inició el movimiento para «proporcionar mejores viviendas a los pobres y espacios abiertos al público … El Sistema Octavia Hill se ha aplicado a la totalidad de la extensión planificada [de Amsterdam]. En enero de 1928, se habían construido nada menos que 28.648 viviendas» (Octavia Hill, a partir de cartas, edición a cargo de Emily S. Maurice, pp. 10 y 11).
36. La doncella desempeñó un papel tan importante en la vida de la clase alta inglesa desde los primeros tiempos hasta 1914, cuando la honorable Monica Grenfell fue a atender a soldados heridos acompañada de su doncella (Bright Armour, de Monica Salmond, p. 20), que merece que le sean reconocidos sus servicios. Sus deberes eran peculiares. Tenía que escoltar a su señora en Piccadilly, «donde unos pocos asiduos a los clubes quizá la miraran a través de una ventana», pero su presencia era innecesaria en Whitechapel, «donde los malhechores acechaban en todas las esquinas». No cabe duda de que su trabajo era arduo. El papel que tuvo Wilson en la vida privada de Elizabeth Barrett es bien conocido por los lectores de las famosas cartas. Más avanzado el siglo (hacia 1889-1892), Gertrude Bell «iba con Lizzie, su doncella, a exposiciones de cuadros; Lizzie iba a buscarla al término de las cenas sociales; iba con Lizzie a visitar la Misión Benéfica de Whitechapel, donde trabajaba Mary Talbot…» (Early Letters of Gertrude Bell, edición a cargo de lady Richmond). Solo hemos de pensar en las horas que la doncella tuvo que esperar en guardarropías; en los acres que caminó por galerías de arte; en las millas que recorrió cansinamente sobre el pavimento del West End, para llegar a la conclusión de que, si bien los días de las Lizzie casi han quedado atrás, sus días eran entonces muy largos. Esperemos que el pensamiento de que estaba poniendo en práctica los mandamientos expresados por san Pablo en sus Epístolas a Tito y a los Corintios le brindara apoyo, y que la certeza de que hacía todo lo posible por devolver intacto el cuerpo de su ama a su amo le proporcionara consuelo. Aun así, en la debilidad de la carne y en la oscuridad del sótano infestado de cucarachas, en ocasiones Lizzie debía de reprochar con amargura a san Pablo, por una parte, la castidad de este, y a los caballeros de Piccadilly, por otra, su lujuria. Es una verdadera lástima que las vidas de las doncellas, a partir de las cuales podría construirse un relato más documentado, no figuren en el Dictionary of National Biography.
37. The Earlier Letters of Gertrude Bell, recogidas y editadas por Elsa Richmond, pp. 217 y 218.
38. La cuestión de la castidad, tanto de la mente como del cuerpo, es de sumo interés y complejidad. El concepto de castidad de los victorianos, los eduardianos y, en gran parte, de los tiempos de Jorge V se basaba, por no remontarnos demasiado atrás, en las palabras de san Pablo. Para comprender el significado de estas palabras es preciso entender la psicología del santo y su entorno, lo cual no es tarea fácil, habida cuenta de su habitual oscuridad y la falta de material biográfico. Por las pruebas que proporciona él mismo, parece claro que fue poeta y profeta, pero carecía de capacidad lógica, así como de esa preparación psicológica que obliga incluso al ser menos poético o profético de nuestros días a analizar sus emociones personales. De esta forma, su famosa declaración acerca del asunto de los velos, en la que al parecer se basa la teoría de la castidad de las mujeres, puede criticarse desde distintos puntos de vista. En la Epístola a los Corintios, la afirmación de que la mujer debe llevar velo cuando reza o profetiza se basa en la presunción de que la mujer sin velo «viene a ser como si estuviera rapada». Si aceptamos esta presunción, a continuación debemos preguntar: ¿y acaso es vergonzoso ir con la cabeza rapada? En lugar de contestar, san Pablo prosigue: «El varón no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen y gloria de Dios», de lo cual se deduce que lo malo no es raparse, sino ser mujer y llevar la cabeza rapada. Es malo, según parece, porque «la mujer es gloria del varón». Si san Pablo hubiera dicho abiertamente que le gustaba contemplar la cabellera femenina, muchos habríamos estado de acuerdo con él y le habríamos tenido en un gran concepto. Pero prefirió esgrimir otras razones, tal como se advierte en las siguientes observaciones: «Pues no es el varón el que viene de la mujer, sino la mujer del varón; y no fue creado el varón por razón de la mujer, sino la mujer por razón del varón. Por eso la mujer debe llevar sobre su cabeza la seña de sujeción, por razón de los ángeles». No hay forma de saber qué opinaban del cabello largo los ángeles; y el propio san Pablo parece dudar de que le apoyen, pues de lo contrario no habría estimado necesario recurrir a la sabida complicidad de la naturaleza. «¿No es la naturaleza misma la que nos enseña que para el varón es deshonra el cabello largo, mientras que para la mujer es motivo de gloria? Realmente, la cabellera se le ha dado a modo de velo. No obstante, si a alguno le parece que debe seguir discutiendo, nosotros no tenemos tal costumbre, ni las Iglesias de Dios tampoco.» El argumento basado en la naturaleza nos parece susceptible de corrección; la naturaleza, cuando se alía con las ventajas económicas, rara vez es de origen divino; de todos modos, si bien la base del argumento es poco fiable, la conclusión es firme. «Que las mujeres callen en las asambleas, pues no les está permitido hablar, y que se muestren sumisas, como también manda la ley.» Tras haber invocado la conocida pero sospechosa trinidad de cómplices, los ángeles, la naturaleza y la ley, para sustentar su opinión personal, san Pablo llega a la conclusión que con toda certeza veíamos venir: «Y si quieren aprender algo, que lo pregunten a sus maridos en casa, pues no está bien visto que una mujer hable en una asamblea». La naturaleza de ese «no está bien visto», que guarda una estrecha relación con la castidad, se degrada sobremanera conforme se desarrolla la epístola. Porque a todas luces se compone de ciertos prejuicios sexuales y personales. San Pablo era, evidentemente, soltero (sobre sus relaciones con Lidia, véase Saint Paul, de Renan, p. 149: «Est-il cependant absolument impossible que Paul ait contracté avec cette soeur une union plus intime? On ne saurait l'affirmer») y, como muchos solteros, recelaba del otro sexo; pero también era poeta y, como muchos poetas, prefería profetizar él mismo antes que escuchar profecías ajenas. Además, pertenecía al tipo viril o dominante, tan conocido en la Alemania de nuestros días, para cuya satisfacción es esencial una raza o un sexo sometidos. La castidad, tal como la define san Pablo, se antoja un concepto complejo, basado en el amor a la cabellera, en el amor al sometimiento, en el amor a un auditorio, en el amor a dictar la ley e, inconscientemente, en un deseo muy fuerte y natural de que la mente y el cuerpo de la mujer estén reservados para el uso de un solo hombre y solo uno. Tal concepto, cuando cuenta con el apoyo de los ángeles, la naturaleza, la ley, la costumbre y la Iglesia, y es impuesto por un sexo que tiene un fuerte interés personal en imponerlo, además de los medios económicos para hacerlo, poseía un poder indudable. La tenaza de sus blancos y esqueléticos dedos se encuentra en todas las páginas de la historia, desde san Pablo a Gertrude Bell. Se invocó la castidad para impedir que la mujer estudiara medicina, pintara desnudos, leyera a Shakespeare, tocara en orquestas, paseara sola por Bond Street. En 1848 era «una falta de decoro imperdonable» que las hijas de un jardinero pasaran por Regent Street en un cabriolé (Paxton and the Bachelor Duke, de Violet Markham, p. 288); esa falta de decoro se transformaba en un delito, cuya magnitud solo los teólogos podían decidir, si las cortinillas estaban descorridas. A principios del presente siglo, la hija de un industrial metalúrgico (pues no nos burlemos de distinciones que hoy día se consideran de primordial importancia), sir Hugh Bell, había «llegado a la edad de veintisiete años y se había casado sin haber caminado jamás sola por Piccadilly … Gertrude, desde luego, nunca habría soñado con hacerlo…». El West End era una zona contaminada. «Lo que era tabú era la propia clase social…» (The Earlier Letters of Gertrude Bell, recogidas y editadas por Elsa Richmond, pp. 217 y 218). Sin embargo, las complejidades y contradicciones de la castidad eran tales que la misma muchacha obligada a llevar velo, es decir, a ir acompañada de un hombre o de una doncella, en Piccadilly podía visitar Whitechapel o Seven Dials, a la sazón focos de vicio y enfermedades, sola y con el beneplácito de sus padres. Esta anomalía fue objeto de los debidos comentarios. Así, Charles Kingsley, siendo muchacho, exclamó: «… y las chicas no piensan más que en escuelas y en visitar barrios y en pañales para niños y en clubes benéficos. ¡¡¡Maldición!!! Y van a los más abominables escenarios de inmundicia y de desdicha y de indecencia para visitar a los pobres y leerles la Biblia. Hasta mi madre dice que van a sitios que ninguna muchacha tendría que ver y que ni siquiera deberían saber que tales realidades existen» (Charles Kingsley, de Margaret Farrand Thorp, p. 12). Sin embargo, la señora Kingsley era una excepción. La mayoría de las hijas de los hombres instruidos veían esos «abominables escenarios» y sabían que tales realidades existían. Es probable que ocultaran tales conocimientos; es imposible analizar aquí qué efecto psicológico causaba dicha ocultación. Con todo, es imposible dudar de que la castidad, voluntaria o forzosa, tenía un poder inmenso, para bien o para mal. Es probable que incluso en nuestros días una mujer tenga que librar una batalla psicológica de cierta dureza con el fantasma de san Pablo antes de tener una relación sexual con un hombre que no sea su marido. No solo se aplicaba con severidad el estigma social en nombre de la castidad, sino que además la Ley de Bastardía hacía todo lo posible para imponerla mediante presiones económicas. Hasta que las mujeres tuvieron derecho a votar, en 1918, «la Ley de Bastardía, de 1872, fijaba en cinco chelines semanales la cantidad máxima que un padre, fuera cual fuese su riqueza, podía ser obligado a pagar para el mantenimiento de su hijo» (Josephine Butler, de M. G. Fawcett y E. M. Turner, nota, p. 101). Desde que la ciencia moderna arrancó el velo a san Pablo y a muchos de sus apóstoles, la castidad ha sido objeto de una considerable revisión. Sin embargo, se dice que hay una reacción a favor de cierto grado de castidad en ambos sexos. En parte se debe a razones económicas; la protección de la castidad mediante el empleo de doncellas es una partida cara en el presupuesto burgués. El señor Upton Sinclair expresa muy bien el argumento psicológico en favor de la castidad: «Actualmente oímos hablar mucho de trastornos mentales producidos por la represión sexual; es el talante del momento. No oímos ni una palabra de los complejos que puede producir el exceso en la sexualidad. Pero he observado que quienes se permiten entregarse a todos sus impulsos sexuales son tan desdichados como quienes reprimen todos sus impulsos sexuales. Recuerdo a un compañero de clase del college; le dije: "¿No se te ha ocurrido pararte a considerar qué ocupa tu mente? Todo lo que te pasa se convierte en sexo". Se quedó sorprendido y comprendí que la idea era nueva para él; reflexionó y repuso: "Creo que estás en lo cierto"» (Candid Reminiscenses, de Upton Sinclair, p. 63). La siguiente anécdota es asimismo reveladora: «En la magnífica biblioteca de la Universidad de Columbia había tesoros de belleza, caros volúmenes con grabados, y, con la codicia habitual en mí, me lancé sobre ellos con la intención de aprender todo lo que había que saber sobre el arte del Renacimiento en una o dos semanas. Pero me sentí apabullado por aquella masa de desnudez; mis sentidos vacilaron, y tuve que dejarlo» (op. cit., pp. 62 y 63).
39. La traducción usada aquí es la de sir Richard Jebb (Sophocles, the Plays and Fragments, con notas críticas y comentarios, en prosa inglesa). Es imposible juzgar un libro basándose en una traducción. Sin embargo, incluso leída en inglés, Antígona es a todas luces una de las grandes obras maestras de la literatura dramática. No obstante, sin duda podría convertirse, de ser necesario, en propaganda antifascista. La propia Antígona podría transformarse en la señora Pankhurst, que rompió una ventana y fue encarcelada en Holloway; o en frau Pommer, esposa de un empleado de minas prusiano de Essen, que dijo: «"Los conflictos religiosos han clavado la espina del odio bastante hondo y ha llegado el momento de que los hombres de hoy desaparezcan"… La señora Pommer ha sido detenida y será juzgada bajo la acusación de injuriar y difamar al Estado y al movimiento nazi» (The Times, 12 de agosto de 1935). Antígona cometió un delito muy parecido y recibió un castigo semejante. Sus palabras: «¡Ved lo que sufro, y por obra de quién, porque temía arrojar fuera de mí el temor a los cielos! … ¿Y qué ley de los cielos he infringido? ¿Por qué, desdichada de mí, debería seguir mirando a los dioses, a qué aliado debería invocar, cuando por piedad he merecido el nombre de impía?», podrían decirlas la señora Pankhurst o frau Pommer; y son ciertamente actuales. Por otra parte, Creonte, que «empujó a los hijos de la luz del sol a las tinieblas y sin piedad metió un alma viva en un sepulcro»; que afirmaba que «la desobediencia es el peor de los males» y que «aquel a quien designe la ciudad deberá ser obedecido en las cosas pequeñas y en las grandes, en las cosas justas y en las injustas», es el arquetipo de ciertos políticos del pasado y de herr Hitler y el signor Mussolini en el presente. Pero, si bien es fácil embutir estos personajes en ropas modernas, es imposible mantenerlos dentro de ellas. Sugieren demasiadas cosas; cuando cae el telón, sentimos simpatía incluso por Creonte. Este resultado, que el propagandista no desea, parecería deberse a que Sófocles (incluso traducido) utiliza libremente todas las facultades que el escritor puede poseer; y, por lo tanto, da a entender que, si usamos el arte para propagar opiniones políticas, obligamos al artista a recortar y aprisionar sus dotes para prestarnos un servicio pasajero y de poca monta. La literatura sufrirá la misma mutilación que ha sufrido la mula; y ya no habrá caballos.
40. Las cinco palabras de Antígona son: . «No es propio de mi naturaleza participar del odio, sino del amor.» A lo que Creonte replica: «Pues vete al mundo de los muertos y, si necesitas amar, ámalos. Mientras viva, ninguna mujer me mandará».
41. Es llamativo que, incluso en una época de gran tensión política como la actual, se prodiguen tantas críticas a las mujeres. El anuncio «Un estudio agudo, ingenioso y provocativo de la mujer moderna» aparece unas tres veces al año en los catálogos de los editores. El autor, a menudo doctorado en filosofía y letras, es invariablemente de sexo masculino; y «al hombre corriente», como se lee en la sobrecubierta (véase el Times Literary Supplement, 12 de marzo de 1938), «este libro le abrirá los ojos». Es de suponer que la necesidad de un chivo expiatorio es en gran parte responsable de esto, y es un papel que tradicionalmente ha recaído en la mujer. Resulta curioso que, aunque «la práctica anulación» de su libertad esté garantizada si no se refrenan ciertas características asociadas de forma general pero errónea con la masculinidad exagerada, la mujer instruida no solo acepte las críticas, sino que además, si tomamos como prueba los catálogos de los editores, no intentan responder a ellas. Esto podría atribuirse a la pobreza, que, como dice el poeta, nos vuelve a todos cobardes. Por otra parte, una frase del Times (1 de septiembre de 1937) acerca de que «en los últimos años las mujeres han tomado gusto a las ostras» invita a pensar que tal vez con el tiempo un aumento del poder adquisitivo contribuya a desarrollar la facultad crítica además de la sensual.
TRES
1. Esperemos que alguna persona metódica haya reunido los diversos manifiestos y cuestionarios realizados durante los años 1936 y 1937. Se invitaba a ciudadanos particulares sin preparación política a firmar manifiestos solicitando al gobierno de su país y a gobiernos extranjeros que cambiasen su política; se pedía a los artistas que rellenasen formularios manifestando cuál es la relación adecuada del artista con el Estado, con la religión y con la moral; se solicitaba el compromiso de que los escritores utilizarían correctamente el inglés y evitarían las expresiones vulgares; y se invitaba a los soñadores a analizar sus sueños. A modo de incentivo se decía generalmente que se publicarían los resultados en la prensa diaria o semanal. Qué efecto ha tenido esta inquisición en los gobiernos le corresponde decirlo al político. En la literatura, como la producción es incontenible y parece que la corrección gramatical ni ha empeorado ni ha mejorado, el efecto es dudoso. Pero dicha inquisición es de gran interés psicológico y social. Tal vez tuvo su origen en aquel estado de ánimo que señaló el deán Inge (en la Conferencia Rickman Godlee, recogida en el Times, 23 de noviembre de 1937), «si en nuestro propio interés avanzábamos en la dirección correcta. Si siguiéramos como hasta ahora, ¿el hombre del futuro sería superior a nosotros o no? … Las personas reflexivas comenzaban a darse cuenta de que si nos felicitábamos por avanzar deprisa debíamos tener una idea de hacia dónde avanzábamos»: una insatisfacción general y un deseo de «vivir de manera diferente». También indica, de manera indirecta, la muerte de la Sirena, esa señora tan ridiculizada, a menudo de clase alta, que al mantener su casa abierta a la aristocracia, la plutocracia, la intelligentsia, la ignorantsia, etcétera, intentaba proporcionar a todas las clases un terreno en el que hablar o un lugar en el que podían afilar las mentes, los modales y la moral de un modo más privado y quizá igual de provechoso. Los historiadores sostienen que el papel que desempeñó la Sirena en la promoción de la cultura y la libertad intelectual en el siglo XVIII es de cierta importancia. Incluso en nuestros días ha tenido su utilidad. Véase W. B. Yeats: «¡Cuán a menudo he deseado que él [Synge] viva lo suficiente para gozar de la comunión con las mujeres ociosas, encantadoras y cultas a las que Balzac, en una de sus dedicatorias, califica de "principal consuelo del genio"!» (Dramatis Personae, de W. B. Yeats, p. 127). Sin embargo, lady Saint Helier, quien, al igual que lady Jeune, conservó las tradiciones del siglo XVIII, nos informa de que «los huevos de chorlito a dos chelines y seis peniques cada uno, las fresas cultivadas, los espárragos tempranos, los petits poussins … se consideran actualmente casi indispensables para quien aspira a ofrecer una buena cena» (1909); y su comentario de que el día de recepción era «muy fatigoso … estaba exhausta cuando daban las siete y media, ¡y con qué placer me sentaba a las ocho para una cena tranquila tête-à-tête con mi marido!» (Memories of Fifty Years, de lady Saint Helier, pp. 3, 5 y 182) quizá explique por qué esas casas están cerradas, por qué esas señoras están muertas y por qué, en consecuencia, la intelligentsia, la ignorantsia, la aristocracia, la burocracia, la burguesía, etcétera, se ven impulsadas (a no ser que alguien resucite aquella sociedad sobre una base económica) a hablar en público. Pero, dada la multitud de manifiestos y cuestionarios que circulan hoy día, sería insensato meter algún otro en las mentes y los motivos de los inquisidores.
2. «Sin embargo, él comenzó el 13 de mayo (1844) a dar clases semanales en el Queen's College, que Maurice y otros profesores habían creado el año anterior, principalmente con la finalidad de preparar y examinar a institutrices. Kingsley estaba dispuesto a participar en esta impopular tarea porque creía en la educación superior de la mujer» (Charles Kingsley, de Margaret Farrand Thorp, p. 65).
3. Los franceses, como muestra la cita, son igual de activos que los ingleses en la elaboración de manifiestos. Que los franceses, quienes se niegan a permitir que las mujeres de Francia voten y todavía las someten a unas leyes cuya severidad casi medieval puede estudiarse en The Position of Women in Contemporary France, de Frances Clark, pidan a las inglesas que les ayuden a proteger la libertad y la cultura provoca sin duda sorpresa.
4. La estricta fidelidad, aquí en leve discrepancia con el ritmo y la eufonía, exige la palabra «oporto». Una fotografía publicada por la prensa diaria de «Profesores en una sala, después de cenar» (1937) muestra «un carrito en el que la botella de oporto viaja a través de un hueco entre los comensales sentados junto a la chimenea, y así continúa su ronda sin que le dé el sol». Otra foto muestra la scone cup en pleno uso. «Según esta antigua costumbre de Oxford, la mención de ciertos temas en el salón se castiga obligando al infractor a beberse tres pintas de cerveza de un trago…» Estos ejemplos bastan por sí solos para demostrar hasta qué punto es imposible que una pluma femenina describa la vida en un college masculino sin incurrir en errores imperdonables. Pero los caballeros cuyas costumbres son a menudo, como es de temer, objeto de parodia serán condescendientes cuando piensen que la novelista, por muy reverente que sea su intención, siempre trabaja con graves impedimentos físicos. Si quisiera describir, por ejemplo, una fiesta en Trinity, Cambridge, tendría que «escuchar por el ojo de la cerradura de la habitación de la señora Butler (la esposa del rector) los discursos que se pronunciaron en la fiesta celebrada en el Trinity College». La señora Haldane hizo este comentario en 1907, cuando manifestó que «todo el ambiente parecía medieval» (From One Century to Another, de E. Haldane, p. 235).
5. Según Whitaker, hay una Real Sociedad de Literatura y una Academia Británica, y cabe suponer que así es, pues tienen oficinas, oficiales y organismos oficiales, pero es imposible saber cuáles son sus funciones, ya que si Whitaker no hubiera asegurado su existencia ni siquiera la habríamos sospechado.
6. Al parecer en el siglo XVIII se negaba a las mujeres la entrada en la sala de lectura del British Museum. De esta forma: «La señorita Chudleigh solicita permiso para entrar en la sala de lectura. La única lectora femenina que hasta ahora nos ha honrado ha sido la señora Macaulay; y su señoría recordará el hecho desafortunado que ofendió la delicadeza de la señora Macaulay» (de Daniel Wray a lord Harwicke, 22 de octubre de 1768. Nichols, Literary Anecdotes of the Eighteenth Century, vol. I, p. 137). El recopilador de las anécdotas añade en una nota a pie de página: «Alude a la indelicadeza de cierto caballero, en presencia de la señora Macaulay, cuyos pormenores más vale omitir».
7. The Autobiography and Letters of Mrs. M. O. W. Oliphant, compilación y edición a cargo de la señora de Harry Coghill. La señora Oliphant (1825-1897) «vivió con constantes apuros debido a que tuvo que mantener y educar a los hijos de su hermano viudo además de los dos suyos…» (Dictionary of National Biography).
8. History of England, de Macaulay, vol. III, p. 278.
9. El señor Littlewood, hasta hace poco crítico teatral del Morning Post, describió la situación del periodismo en la actualidad en el curso de una cena celebrada en su honor, el 6 de diciembre de 1937. El señor Littlewood dijo «que durante la temporada teatral y fuera de ella había luchado siempre para que se concediera al teatro más espacio en las páginas de los diarios londinenses. Fleet Street era donde, entre las once y las doce y media, y no digamos antes y después, se aniquilaban sistemáticamente millares de hermosas palabras y pensamientos. Su sino durante al menos dos de las cuatro décadas que trabajó había sido regresar a aquella olla de grillos todas las noches con la perspectiva cierta y segura de que le dirían que el periódico ya estaba lleno de noticias importantes y que no quedaba espacio para sanguinolencias teatrales. Había sido su destino al despertar al día siguiente hacerse responsable de los restos mutilados de lo que había sido una buena crítica … Los hombres de la redacción no tenían la culpa. Algunos aplicaban el lápiz azul con lágrimas en los ojos. El verdadero culpable era ese inmenso público que no sabía nada de teatro y al que no cabía esperar que le interesara» (The Times, 6 de diciembre de 1937).
El señor Douglas Jerrold describe el tratamiento de la política en la prensa. «En aquellos pocos años [1928-1933] la verdad se había ausentado de Fleet Street. No se podía decir toda la verdad en todo momento. Eso no podrá hacerse nunca. Pero al menos se podía decir la verdad acerca de los otros países. En 1933, cada uno lo hacía por su cuenta y riesgo. En 1928 no había una presión política directa por parte de los anunciantes. Hoy no solo es directa, sino eficaz.»
La crítica literaria al parecer se encuentra en la misma situación por la misma razón: «Ya no hay críticos en los que el público tenga confianza. Confían, si acaso, en los clubes de libros y en las selecciones de cada periódico, y en general hacen bien … Los clubes de libros son, francamente, vendedores de libros, y los grandes periódicos nacionales no pueden permitirse el lujo de desorientar a sus lectores. Deben elegir libros que, según el gusto mayoritario del público, ofrecen posibilidades de grandes ventas» (Georgian Adventure, de Douglas Jerrold, pp. 282-283 y 298).
10. Si bien es evidente que en las circunstancias del periodismo actual la crítica literaria tiene que ser insatisfactoria, también es evidente que no puede haber ningún cambio sin que cambien la estructura económica de la sociedad y la estructura psicológica del artista. Desde el punto de vista económico, es preciso que el crítico anuncie la publicación de un libro con gritos de pregonero: «¡Oíd! ¡Oíd! Se ha publicado tal libro; su tema es tal o cual». Desde el punto de vista psicológico, la vanidad y el deseo de «reconocimiento» todavía son tan fuertes entre los artistas que privarles de la notoriedad y negarles los frecuentes y contradictorios impactos del elogio y el vituperio sería tan temerario como la introducción de conejos en Australia: el equilibrio de la naturaleza se alteraría y las consecuencias podrían ser desastrosas. Lo que se propone en el texto no es abolir la crítica pública, sino complementarla con un nuevo servicio basado en el ejemplo de la profesión médica. Un grupo de críticos elegidos entre los autores de reseñas (muchos de los cuales son críticos potenciales, con verdadero gusto y conocimientos) ejercerían como los médicos y en la más estricta intimidad. Eliminada la publicidad, automáticamente se corregirían las omisiones y corrupciones por las que de forma inevitable las críticas actuales carecen de valor para el escritor; todo acicate para alabar o vituperar por razones personales quedaría destruido; ni las ventas ni la vanidad se verían afectadas; el autor podría prestar atención a la crítica sin pensar en el efecto sobre el público o los amigos; el crítico podría realizar la crítica sin pensar en el lápiz azul del director del periódico ni en el gusto del público. Puesto que la crítica es muy deseada por los vivos, como demuestra su constante demanda, y puesto que los libros frescos son tan esenciales para la mente del crítico como la carne fresca para su cuerpo, los dos saldrían ganando; hasta la literatura podría beneficiarse. Las ventajas del sistema actual de crítica pública son fundamentalmente económicas; sus perniciosos efectos psicológicos los demuestran las dos famosas críticas del Quarterly sobre Keats y Tennyson. Keats se sintió profundamente herido; y «el efecto … sobre Tennyson fue penetrante y duradero. Su primera acción consistió en retirar de la editorial The Lover's Tale … Le vemos pensando en abandonar Inglaterra para siempre y vivir en el extranjero» (Tennyson, de Harold Nicolson, p. 118). El efecto que tuvo el señor Churton Collins en sir Edmund Gosse es muy parecido: «Su confianza en sí mismo quedó socavada, su personalidad, disminuida … ¿acaso todos los que observaban sus esfuerzos no lo consideraban condenado al fracaso? … Según su propia descripción de sus sentimientos, se sentía como si lo hubieran despellejado vivo» (The Life and Letters of Sir Edmund Gosse, de Evan Charteris, p. 196).
11. «Tocar el timbre y salir corriendo.» Hemos acuñado esta expresión para designar a quienes utilizan las palabras con el deseo de herir, pero sin ser descubiertos. En una época de transición en la que muchas cualidades cambian de valor, son muy de desear nuevos vocablos para expresar nuevos valores. La vanidad, por ejemplo, que parecería conducir a graves complicaciones de crueldad y tiranía, a juzgar por las pruebas que nos aportan algunos países extranjeros, todavía se enmascara con un nombre que solo tiene asociaciones triviales. El Oxford English Dictionary necesita un suplemento.
12. Memoir of Anne J. Clough, de B. A. Clough, pp. 38 y 67. «The Sparrow's Nest» («El nido del gorrión»), de William Wordsworth.
13. En el siglo XIX las hijas de los hombres instruidos realizaron una valiosa labor para la clase trabajadora de la única forma que tenían a su alcance. Pero, ahora que al menos algunas han recibido una costosa educación, es posible que su trabajo sea más eficaz si se quedan en su propia clase y utilizan los medios de esa clase para mejorar una clase que necesita muchas mejoras. Si, por otra parte, las instruidas renuncian (como ocurre a menudo) a las cualidades que la educación debe reportar —razonamiento, tolerancia, conocimiento— y juegan a pertenecer a la clase obrera y a defender su causa, simplemente ponen esta causa en situación de que sea ridiculizada por la clase instruida y no hacen nada para mejorar la suya. Pero el número de libros escritos por personas instruidas acerca de la clase obrera parecería indicar que el encanto de la clase obrera y el desahogo emocional que produce adoptar su causa son actualmente tan irresistibles para la clase media como lo era el encanto de la aristocracia hace veinte años (véase À la recherche du temps perdu). Entretanto, sería interesante saber qué piensan el obrero y la obrera auténticos de esas chicas y chicos mundanos de la clase instruida que adoptan la causa de la clase obrera sin sacrificar el capital de la clase media ni compartir las experiencias de la clase obrera. «El ama de casa media —según la señora Murphy, directora de Servicios Domésticos de la Asociación Británica de Gas Comercial— lavaba un acre de platos sucios, una milla de vasos y tres millas de ropa y fregaba cinco millas de suelo al año» (Daily Telegraph, 29 de septiembre de 1937). Para un relato más detallado de la vida de la clase obrera, consúltese Life as We Have Known It, de un grupo de mujeres obreras, editado por Margaret Llewelyn Davies. Life of Joseph Wright también ofrece un notable relato de primera mano, y no a través de lentes pro proletarios, de la vida de la clase obrera.
14. «Ayer el Ministerio de la Guerra comunicó que el Consejo del Ejército no tiene intención de abrir el reclutamiento para formar unidades femeninas» (The Times, 22 de octubre de 1937). Esto pone de relieve una clara distinción entre los sexos. El pacifismo se impone a las mujeres. Los hombres todavía tienen libertad para elegir.
15. Sin embargo, la cita siguiente indica que el instinto de lucha, cuando se autoriza, se desarrolla con facilidad. «Los ojos muy hundidos en las cuencas, afiladas las facciones, la amazona está muy erguida sobre los estribos al frente de su escuadrón … Cinco parlamentarios ingleses contemplan a esta mujer con la admiración respetuosa y un tanto inquieta que se siente ante un fauve de una especie desconocida…
«—Acérquese, Amalia —ordena el comandante.
»Ella espolea el caballo hacia nosotros y saluda a su superior con el sable.
»—Sargento Amalia Bonilla —continúa el jefe del escuadrón—, ¿qué edad tiene?
»—Treinta y seis años.
»—¿Dónde nació?
»—En Granada.
»—¿Por qué se alistó en el ejército?
»—Mis dos hijas eran milicianas. La pequeña murió en el Alto de los Leones. Pensé que mi deber era sustituirla y vengarla.
»—¿A cuántos enemigos ha dado muerte para vengarla?
»—Ya lo sabe, mi comandante, a cinco. El sexto no es seguro.
»—No, pero le quitó el caballo.
»La amazona Amalia monta, efectivamente, un magnífico caballo bayo, de capa reluciente, que bracea como un caballo de exhibición … Esta mujer, que ha matado a cinco hombres —pero no está segura del sexto—, fue para los enviados de la Cámara de los Comunes una excelente introductora a la guerra española» (The Martyrdom of Madrid. Inedited Witnesses, de Louis Delaprée, pp. 34-36, Madrid, 1937 [hay trad. cast.: El martirio de Madrid, Kraus, Nendeln, 1975]).
16. A modo de demostración, se ha intentado reunir las razones alegadas por varios ministros en varios Parlamentos desde 1870 aproximadamente hasta 1918 para oponerse a la ley de sufragio. La señora Ray Strachey ha realizado un competente esfuerzo (véase el capítulo «The Deceitfulness of Politics» en su obra The Cause).
17. «Hemos tenido condición civil y política de mujeres antes de la Liga únicamente desde 1935.» A partir de los informes remitidos con referencia a la situación de la mujer como esposa, madre y ama de casa, «se descubrió el lamentable hecho de que su situación económica en muchos países (incluida Inglaterra) era inestable. No tiene derecho a sueldo ni remuneración y tiene deberes concretos que cumplir. En Inglaterra, aunque haya consagrado toda su vida al marido y los hijos, el marido, por rico que sea, puede dejarla en la pobreza al morir y la viuda carece de medios jurídicos para remediarlo. Debemos cambiar esta situación, a través de las leyes…» (declaración de Linda P. Littlejohn, publicada en Listener, 10 de noviembre de 1937).
18. Esta particular definición de la tarea de la mujer no procede de una fuente italiana, sino alemana. Hay tantas versiones y todas son tan parecidas que no vale la pena verificarlas por separado. Pero es curioso advertir lo fácil que resulta completarlas con fuentes inglesas. Por ejemplo, el señor Gerhardi escribe: «Todavía no he cometido el error de considerar a las mujeres escritoras como verdaderas compañeras artistas. Gozo de ellas más bien como ayudantes espirituales que, dotadas de una capacidad sensible para la percepción estética, pueden ayudar a los pocos que padecemos la afección de la genialidad a llevar con elegancia nuestra cruz. Por lo tanto, su verdadera función es más bien ofrecernos la esponja, refrescarnos la frente, cuando sangramos. Y si su compasiva comprensión puede utilizarse de una manera más romántica, ¡cuánto se lo agradecemos!» (Memoirs of a Polyglot, de William Gerhardi, pp. 320 y 321). Esta idea de la función de la mujer coincide casi exactamente con la antes citada.
19. Dicho sea con mayor precisión, «una gran placa de plata con la forma del águila del Reich … fue creada por el presidente Hindenburg para científicos y otros civiles destacados … No puede llevarse encima. Por lo general el receptor la coloca sobre su escritorio» (un diario, 21 de abril de 1936).
20. «Es habitual ver cómo la muchacha que trabaja en oficinas se contenta con un bocadillo o una pasta a la hora del almuerzo; y aunque hay teorías según las cuales lo hacen porque quieren … la verdad es que a menudo no tienen dinero para comer como es debido» (Careers and Openings for Women, de Ray Strachey, p. 74). Compárese con lo que dice la señorita E. Turner: «… en muchas oficinas se han preguntado por qué eran incapaces de realizar su trabajo con tanta eficacia como antes. Se averiguó que las mecanógrafas jóvenes estaban fatigadas por la tarde debido a que solo tenían el dinero suficiente para comer un bocadillo y una manzana a la hora del almuerzo. Las empresas debieran aumentar los sueldos en consonancia con el aumento del coste de vida» (The Times, 28 de marzo de 1938).
21. La alcaldesa de Woolwich (señora Kathleen Rance) en un discurso pronunciado en una tómbola, según información del Evening Standard, 20 de diciembre de 1937.
22. Señorita E. R. Clarke, en The Times, 24 de septiembre de 1937.
23. Daily Herald, 15 de agosto de 1936.
24. Canónigo F. R. Barry, en la conferencia organizada por el Grupo Anglicano de Oxford, según información del Times, 10 de enero de 1933.
25. The Ministry of Women. Report of the Archbishops' Commission. VII. Secondary Schools and Universities, p. 65.
26. «La señorita D. Carruthers, directora de la Green School, Isleworth, dijo que había una "grave insatisfacción" entre las alumnas mayores por la manera en que se desarrollaba la religión organizada. "Las iglesias al parecer no consiguen satisfacer las necesidades espirituales de la juventud", afirmó. "Se trata de una deficiencia que parece común a todas las iglesias"» (Sunday Times, 21 de noviembre de 1937).
27. Life of Charles Gore, de G. L. Prestige, doctor en teología, p. 353.
28. The Ministry of Women. Report of the Archbishops' Commission, passim.
29. Fueran o no el don de la profecía y el don de la poesía lo mismo originariamente, durante muchos siglos se ha establecido una distinción entre esos dones y profesiones. Pero el hecho de que el Cantar de los cantares, obra de un poeta, se encuentre entre los libros sagrados, y que los poemas y novelas propagandistas, obra de profetas, se encuentren entre los libros profanos, revela cierta confusión. Los amantes de la literatura inglesa jamás podrán estar lo bastante agradecidos de que Shakespeare viviera en una época demasiado tardía para que la Iglesia lo canonizara. Si sus obras se hubieran incluido entre los libros sagrados, habrían recibido el mismo tratamiento que el Antiguo y el Nuevo Testamento; nos las habrían repartido los domingos en fragmentos, de labios de sacerdotes; ahora un monólogo de Hamlet; ahora un pasaje corrompido por la pluma de un reportero adormilado; ahora una canción tabernaria; ahora media página de Antonio y Cleopatra, del mismo modo que el Antiguo y el Nuevo Testamento se rebanan e intercalan con himnos en los servicios de la Iglesia de Inglaterra; y Shakespeare habría sido tan indigesto como la Biblia. Sin embargo, quienes no han sido obligados desde la infancia a oírla todas las semanas descuartizada de esa forma aseguran que la Biblia es obra de sumo interés, gran belleza y profundo significado.
30. The Ministry of Women. Apéndice I. «Algunas consideraciones psicológicas y fisiológicas», del profesor Grensted, doctor en teología, pp. 79-87.
31. «En la actualidad un sacerdote casado puede cumplir con las condiciones de la ordenación de "renunciar y apartarse de todo cuidado y estudio mundanales", gracias en gran parte a que su esposa se encarga del hogar y de la familia…» (The Ministry of Women, p. 32).
Aquí los miembros de la Comisión manifiestan y aprueban un principio que con frecuencia han manifestado y aprobado los dictadores. Herr Hitler y el signor Mussolini a menudo han expresado con palabras muy parecidas la opinión de que: «Hay dos mundos en la vida de la nación: el mundo de los hombres y el mundo de las mujeres»; y han ofrecido casi la misma definición de los deberes de cada cual. El efecto que esta división ha tenido en la mujer; el carácter nimio y personal de sus intereses; su concentración en las cuestiones prácticas; su incapacidad para cuanto sea poético o audaz…, todo esto ha sido moneda corriente en tantas novelas, el blanco de tantas sátiras, y ha reafirmado a tantos teóricos en la teoría de que por la ley de la naturaleza la mujer es menos espiritual que el hombre, que no hace falta decir nada más para demostrar que la mujer, de buen o de mal grado, ha cumplido su parte del contrato. Pero muy poca atención se ha prestado a los efectos intelectuales y espirituales que esta división de deberes ha producido en aquellos a quienes permite «renunciar y apartarse de todo cuidado y estudio mundanales». Sin embargo, no cabe la menor duda de que debemos a esta segregación el inmenso desarrollo de los modernos instrumentos y métodos bélicos; las sorprendentes complejidades de la teología; el gran depósito de notas al pie de textos griegos, latinos e ingleses; los innumerables repujados, grabados y adornos innecesarios de nuestros muebles y cacharros; los millares de distinciones en el Debrett y el Burke; y todos esos giros y retorcimientos sin sentido pero muy ingeniosos a los que se ata la mente cuando queda liberada de los problemas «del hogar y de la familia». El hincapié que tanto sacerdotes como dictadores hacen en la necesidad de que existan dos mundos basta para demostrar que resulta esencial para el dominio.
32. La siguiente cita atestigua la compleja naturaleza de las satisfacciones que proporciona el dominio: «Mi marido insiste en que le llame "señor"», dijo ayer una mujer ante el juzgado municipal de Bristol, cuando solicitó una orden de pensión alimenticia. «Para que haya paz en casa, he accedido a esa petición —añadió—. También tengo que lustrarle los zapatos, ir a buscar la navaja de afeitar cuando se afeita y contestar con prontitud a las preguntas que me hace.» En el mismo número del mismo periódico se informa de que sir E. F. Fletcher «exhortó a la Cámara de los Comunes a oponerse a las dictaduras» (Daily Herald, 1 de agosto de 1936). Todo esto parecería indicar que la conciencia común que engloba a marido, mujer y Cámara de los Comunes experimenta simultáneamente el deseo de dominar, la necesidad de obedecer para que haya paz y la necesidad de dominar el deseo de dominio: un conflicto psicológico que explica gran parte de lo que aparece como contradictorio y turbulento en la opinión contemporánea. El placer del dominio se complica aún más, como es natural, por el hecho de que todavía está, en la clase instruida, estrechamente unido a los placeres de la riqueza y el prestigio social y profesional. Que es diferente de los placeres relativamente sencillos —por ejemplo, pasear por el campo— lo demuestra el miedo al ridículo que los grandes psicólogos, al igual que Sófocles, advierten en el dominante, que es en particular susceptible, según la misma autoridad, a que el sexo femenino le ponga en ridículo o le desafíe. En consecuencia, un elemento esencial de ese placer parecería tener su origen no en el sentimiento en sí mismo, sino en el reflejo de los sentimientos de otras personas, de lo que se deduciría que es posible influir en él mediante un cambio en dichos sentimientos. Quizá la risa estaría indicada como antídoto del dominio.
33. Elizabeth Gaskell, Vida de Charlotte Brontë, Alba, Barcelona, 2011.
34. The Life of Sophia Jex-Blake, de Margaret Todd, pp. 67-69 y 70-72.
35. La observación externa indicaría que un hombre todavía considera un insulto extraordinario que una mujer lo acuse de cobardía, de la misma manera que la mujer considera un insulto extraordinario que un hombre la acuse de falta de castidad. Las siguientes palabras abonan lo anterior. El señor Bernard Shaw escribe: «No olvido la satisfacción que la guerra proporciona al instinto de combatividad y la admiración de la valentía que tan fuertes son en la mujer … En Inglaterra, al estallar la guerra, jóvenes civilizadas se apresuran a entregar plumas blancas a todos los jóvenes que no llevan uniforme. Esto —continúa—, como otros vestigios de salvajismo, es muy natural», y señala que «en los viejos tiempos la vida de una mujer y la de sus hijos dependían de la valentía y de la habilidad para matar del varón». Como un gran número de hombres jóvenes prestaron sus servicios durante toda la guerra en oficinas sin llevar tal adorno y el número de «jóvenes civilizadas» que prendían plumas blancas en las chaquetas seguramente fue reducidísimo en comparación con las que no lo hicieron, la exageración del señor Shaw es prueba suficiente del inmenso efecto psicológico que cincuenta o sesenta plumas (no disponemos de datos al efecto) pueden causar todavía. Esto parecería indicar que el varón conserva aún una anormal susceptibilidad ante esa clase de burlas, y en consecuencia que la valentía y la combatividad se cuentan todavía entre los principales atributos de la virilidad, y en consecuencia que el hombre todavía desea ser admirado por poseerlos, y en consecuencia que toda burla de dichos atributos producirá un efecto proporcional. Parece probable que la «emoción de virilidad» también esté relacionada con la independencia económica. «Nunca hemos conocido a un hombre que no se enorgulleciera, abierta o secretamente, de ser capaz de mantener a mujeres, ya fueran sus hermanas o sus amantes. Nunca hemos conocido a una mujer que no estimara que el pasar de la independencia económica gracias a un empleo a la dependencia económica del marido era un honroso ascenso. ¿De qué sirve que hombres y mujeres se mientan entre sí sobre estas cosas? No las hemos hecho nosotros» —(A. H. Orage, de Philip Mairet, p. vii)—; interesantes palabras que G. K. Chesterton atribuyó a A. H. Orage.
36. Hasta principios de los años ochenta, según la señorita Haldane, hermana de R. B. Haldane, las damas no podían trabajar. «Naturalmente, me hubiera gustado estudiar para una profesión, pero era una idea imposible salvo para quienes se hallaban en la triste circunstancia de "tener que trabajar para ganarse el pan", y eso habría sido una situación terrible. Incluso un hermano escribió sobre tan triste caso después de haber visto actuar a la señora Langtry en el teatro. "Era una dama y actuaba como una dama, pero ¡qué triste que se viera obligada a hacerlo!"» (From One Century to Another, de Elizabeth Haldane, pp. 73 y 74). Unos años antes en el mismo siglo, Harriet Martineau se alegró cuando su familia perdió el dinero, pues de esa manera ella perdió su «distinción» y se le permitió trabajar.
37. Life of Sophia Jex-Blake, de Margaret Todd, pp. 69 y 70.
38. Para mayor información sobre el señor Leigh Smith, véase The Life of Emily Davies, de Barbara Stephen. Barbara Leigh Smith se convirtió luego en madame Bodichon.
39. Hasta qué punto era nominal esta apertura queda de manifiesto en el siguiente relato de las circunstancias en que las mujeres estudiaban en las escuelas de la Real Academia alrededor de 1900. «Es difícil comprender por qué a la hembra de la especie no se le dan las mismas ventajas que al macho. En las escuelas de la RA las mujeres teníamos que competir con los hombres por los premios y las medallas que se concedían todos los años, y solo nos daban la mitad de las enseñanzas y menos de la mitad de las oportunidades que tenían ellos para estudiar … En las escuelas de la RA no estaba permitido que posaran modelos desnudos en las clases de mujeres … Los estudiantes varones no solo pintaban modelos desnudos, hombres y mujeres, durante el día, sino que además les daban una clase nocturna, en la que podían efectuar estudios de figura bajo la dirección de un miembro de la RA.» A las alumnas esto les parecía «muy injusto»; la señorita Collyer tuvo el valor y la posición social necesarios para abordar primero al señor Frank Dicksee, quien arguyó que, como las muchachas se casan, el dinero gastado en su educación es dinero tirado; luego a lord Leighton, y al final se abrió una pequeña brecha, es decir, se permitió el modelo desnudo. Pero «nunca conseguimos las ventajas de la clase nocturna…». En consecuencia, las alumnas se unieron y arrendaron el estudio de un fotógrafo en Baker Street. «El dinero que nosotras, como comité, tuvimos que reunir redujo nuestras comidas a un régimen de hambre» (Life of an Artist, de Margaret Collyer, pp. 79-82). En la Escuela de Arte de Nottingham imperaba la misma norma en el siglo XX. «No se permitía a las mujeres dibujar modelos desnudos. Los hombres trabajaban con modelos al natural, en tanto que yo tenía que ir a la sala de arte antiguo … incluso ahora conservo el odio hacia aquellas figuras de yeso. No saqué ningún provecho de su estudio» (Oil Paint and Grease Paint, de dame Laura Knight, p. 47). Pero la profesión artística no es la única que solo está abierta nominalmente a las mujeres. La profesión de la medicina también está «abierta» para ellas, pero «… casi todas las escuelas de medicina dependientes de los hospitales de Londres están vedadas a las mujeres, que en su mayoría tienen que estudiar en la Facultad de Medicina de Londres» (Memorandum on the Position of English Women in Relation to that of English Men, de Philippa Strachey [1935], p. 26). «Algunas estudiantes de medicina de Cambridge han creado un grupo para expresar sus quejas» (Evening News, 25 de marzo de 1937). En 1922 el Real Colegio de Veterinarios, en Camden Town, comenzó a admitir mujeres. «… desde entonces la profesión ha atraído a tantas mujeres que el número se ha limitado recientemente a cincuenta» (Daily Telegraph, 1 de octubre de 1937).
40 y 41. The Life of Mary Kingsley, de Stephen Gwyn, pp. 18 y 26. En una carta, Mary Kingsley escribe: «Alguna que otra vez soy útil… muy útil hace unos meses, cuando visité a una amiga y me pidió que subiera a su dormitorio para enseñarme un sombrero nuevo… una propuesta que me dejó pasmada, porque conocía su opinión sobre la mía en tales asuntos». «La carta —explica el señor Gwyn— no termina el relato de esta aventura con un fiancé no autorizado, pero tengo la seguridad de que Mary Kingsley le ayudó a bajar del tejado y que esta experiencia la divirtió enormemente.»
42. Según Antígona hay dos clases de ley, la escrita y la no escrita, y la señora Drummond sostiene que a veces es necesario quebrantar la ley escrita a fin de mejorarla. Pero las muchas y variadas actividades de las hijas de los hombres instruidos durante el siglo XIX no consistían simplemente en quebrantar leyes, y ni siquiera estaban encaminadas a este fin. Se trataba, por el contrario, de empeños de índole experimental para descubrir cuáles eran las leyes no escritas; es decir, las leyes privadas que deberían regular ciertos instintos, pasiones y deseos mentales y físicos. En general se reconoce que esas leyes existen y son observadas por las personas civilizadas; pero comenzamos a estar de acuerdo en que no fueron dictadas por «Dios», a quien en general se considera un concepto, de origen patriarcal, válido únicamente para ciertas razas, en ciertas fases y períodos; tampoco por la naturaleza, que, según se sabe hoy día, es muy variable en sus mandatos y está en gran parte dominada; sino que deben ser descubiertas de nuevo por las sucesivas generaciones, en gran medida mediante sus propios esfuerzos de razonamiento e imaginación. Sin embargo, como hasta cierto punto el razonamiento y la imaginación son el producto de nuestro cuerpo y hay dos clases de cuerpos, el masculino y el femenino, y como en los últimos años estos dos cuerpos han demostrado ser fundamentalmente diferentes, está claro que las leyes que perciben y respetan deben de interpretarse de manera diferente. De esta forma, el profesor Julian Huxley dice: «… desde el momento de la fertilización, el hombre y la mujer difieren en todas las células de su cuerpo en lo que respecta al número de cromosomas, esos cuerpos que, pese a ser poco conocidos, son los portadores de la transmisión hereditaria, los determinantes de nuestros caracteres y rasgos, según ha demostrado la investigación de los últimos diez años». En consecuencia, a pesar de que «la superestructura de la vida intelectual y práctica es potencialmente la misma en ambos sexos», y de que «el reciente informe de la Comisión de Diferenciación de los Planes de Estudio de Alumnos y Alumnas en la Enseñanza Secundaria, de la Junta de Educación (Londres, 1923), ha establecido que las diferencias intelectuales entre los sexos son mucho menores de lo que popularmente se cree» (Essays in Popular Science, de Julian Huxley, pp. 62-63), es evidente que los sexos son diferentes y siempre lo serán. Si fuera posible no solo que cada uno de los sexos supiera con certeza qué leyes son válidas en su caso y respetara las leyes del otro sexo, sino también que compartiera los resultados de ese descubrimiento, tal vez sería posible que cada sexo se desarrollara con plenitud y mejorara en calidad sin renunciar a sus características específicas. La vieja idea de que un sexo debe «dominar» no solo quedaría anticuada, sino que resultaría tan odiosa que, si fuera necesario por razones prácticas que un poder dominante decidiera ciertas materias, la repulsiva tarea de la coacción y el dominio sería relegada a una sociedad inferior y secreta, de la misma manera que la flagelación y la ejecución de los delincuentes las llevan a cabo actualmente unos seres enmascarados y en la más profunda oscuridad. Pero esto es anticiparnos.
43. De la nota necrológica, publicada en el Times, de H. W. Greene, miembro del Magdalen College, Oxford, familiarmente llamado «Grugger», 6 de febrero de 1933.
44. «En 1747 las autoridades [del hospital Middlesex] decidieron reservar algunas camas para partos según normas que prohibían a las mujeres ejercer de comadronas. La exclusión de las mujeres ha continuado siendo la actitud tradicional. En 1861, la señorita Garrett, posteriormente doctora Garrett Anderson, obtuvo permiso para asistir a clase … y se le permitió visitar los pabellones con los médicos internos, pero los estudiantes protestaron y las autoridades cedieron. La junta rechazó la oferta de la señorita Garrett de patrocinar una beca para mujeres» (The Times, 17 de mayo de 1935).
45. «Hay en el mundo moderno un gran conjunto de conocimientos perfectamente comprobados … pero, en cuanto interviene una pasión fuerte para torcer el juicio del experto, este deja de ser digno de confianza, sea cual sea su preparación científica» (The Scientific Outlook, Bertrand Russell, p. 17) [hay trad. cast.: La perspectiva científica, Ariel, Barcelona, 1982].
46. Sin embargo, una mujer que batió marcas dio una razón para batir marcas que merece respeto: «Además tenía la creencia de que de vez en cuando las mujeres deberían hacer lo que ya han hecho los hombres (y en ocasiones lo que los hombres no han hecho), pues de esta forma se afirmarían como personas y quizá estimularían a otras mujeres a conseguir una mayor independencia de pensamiento y de acción … Cuando fracasan, su fracaso ha de ser un reto para las otras» (The Last Flight, de Amelia Earhart, pp. 21 y 65) [hay trad. cast.: Último vuelo: diario de la aventura que la convirtió en leyenda, Ediciones B, Barcelona, 2004].
47. «En realidad, este proceso [el parto] incapacita a las mujeres en la mayoría de los casos durante solo una fracción muy pequeña de su vida; incluso la mujer que tiene seis hijos solo ha de estar en cama forzosamente doce meses de toda su vida» (Careers and Openings for Women, de Ray Strachey, pp. 47 y 48). Sin embargo, en la actualidad está ocupada forzosamente durante más tiempo. No sin audacia, se ha propuesto que esta ocupación no es maternal en exclusiva y que los dos cónyuges podrían compartirla por el bien común.
48. Tanto el dictador alemán como el italiano han definido a menudo la naturaleza de la virilidad y la naturaleza de la feminidad. Ambos han insistido de manera reiterada en que luchar es propio de la naturaleza del hombre e incluso la esencia de la virilidad. Por ejemplo, Hitler establece una distinción entre «una nación de pacifistas y una nación de hombres». Ambos han insistido reiteradamente en que es propio de la naturaleza de la mujer curar las heridas del luchador. No obstante, existe un fuerte movimiento encaminado a emancipar al hombre de la vieja «ley natural y eterna» según la cual el hombre es en esencia un luchador; obsérvese el aumento del pacifismo entre el sexo masculino. Compárense además las palabras de lord Knebworth, «que si algún día llegaba a conseguirse la paz permanente y los ejércitos y las armadas dejaban de existir, no habría cauce para las cualidades viriles que la lucha desarrolla», con la siguiente declaración efectuada hace pocos meses por otro hombre joven de la misma casta social: «… no es cierto que todos los muchachos ansíen la guerra en el fondo de su corazón. Ocurre que otras personas nos lo enseñan dándonos espadas y armas, soldados y uniformes con los que jugar» (Conquest of the Past, del príncipe Hubertus Loewenstein, p. 215). Es posible que los estados fascistas, al desvelar a la generación más joven al menos la necesidad de emanciparse del antiguo concepto de virilidad, hagan por el sexo masculino lo que las guerras de Crimea y de Europa hicieron por sus hermanas. Sin embargo, el profesor Huxley nos advierte de que «toda alteración importante de la constitución hereditaria es cuestión de millares de años, no de décadas». Por otra parte, como la ciencia también nos asegura que nuestra permanencia en la tierra es «cuestión de millares de años, no de décadas», bien vale la pena intentar ciertas alteraciones en la constitución hereditaria.
49. Sin embargo, Coleridge expresa las opiniones y los objetivos de las marginadas con cierta precisión en el siguiente fragmento: «El Hombre ha de ser libre, o si no, ¿para qué fue creado Espíritu de Razón y no Máquina de Instinto? El Hombre debe obedecer; o si no, ¿por qué tiene conciencia? Las fuerzas, que crean esa dificultad, llevan en sí mismas la solución; pues su servicio es la perfecta libertad. Y cualquier ley o sistema de leyes que imponen cualquier otro servicio rebajan la nobleza de nuestra naturaleza, se alían con lo animal en contra de lo divino, matan en nosotros el mismísimo principio gozoso de hacer el bien y se enfrentan con la humanidad … Si, en consecuencia, la sociedad ha de regirse por una constitución de gobierno justa, una constitución que imponga a los Seres racionales una verdadera obligación moral de obedecer, debe enmarcarse en unos principios tales que cada individuo siga su propia Razón al obedecer las leyes de la constitución y cumpla la voluntad del Estado al seguir los dictados de su propia Razón. Así lo afirma expresamente Rousseau, quien plantea el problema de una perfecta constitución de gobierno con las siguientes palabras: «Trouver une forme d'Association – par laquelle chacun s'unissant à tous, n'obéisse pourtant qu'à lui même, et reste aussi libre qu'auparavant»; es decir: Encontrar una forma de sociedad en la que cada uno, al unirse a todos, no obedezca a nadie más que a sí mismo y quede tan libre como antes (The Friend, de S. T. Coleridge, vol. I, pp. 333-335, edición de 1818). A lo cual podría añadirse la siguiente cita de Walt Whitman: «De Igualdad, como si me dañara dar a los demás las mismas oportunidades y derechos que a mí, como si no fuera indispensable para mis derechos que los demás tuvieran los mismos».
Y por último vale la pena pensar en las palabras de una novelista medio olvidada, George Sand: «Toutes les existences sont solidaires les unes des autres, et tout être humain qui présenterait la sienne isolément, sans la rattacher à celle de ses semblables, n'offrirait qu'une énigme à débrouiller … Cette individualité n'a par elle seule ni signification ni importance aucune. Elle ne prend un sens quelconque qu'en devenant une parcelle de la vie générale, en se fondant avec l'individualité de chacun de mes semblables, et c'est par là qu'elle devient de l'histoire» (Histoire de ma vie, de George Sand, pp. 240 y 241).