CUANDO el avión empezó a descender, Serina vio un valle entre dos ríos que se unían para formar un lago separado del mar por una playa de arena dorada. Verde y exuberante, el valle tenía un aspecto remoto, como un lugar encantado apartado del resto del mundo.
Intrigada, se inclinó hacia delante para mirar la pista de aterrizaje, en la falda de una colina. Había varios aviones privados frente a un hangar y también dos helicópteros, además de un aparcamiento y un edificio grande.
No, Nueva Zelanda no parecía exactamente el fin del mundo, como solía decir su niñera.
–Ohinga –le explicó Alex, señalando un pueblecito costero rodeado de árboles–. Ahí es donde hacemos las compras.
–Esos árboles parecen salir directamente del agua –dijo ella, sorprendida.
–Son manglares. Zonas en las que los árboles prefieren el agua de los estuarios.
Serina asintió con la cabeza. Era una fantasía pensar que los besos de Alex la habían llevado a territorio desconocido y cambiado su vida para siempre. Ella no era una persona que tuviera experiencias dramáticas... y sólo habían sido besos, demás. No era exactamente una novedad.
Pero si sus besos podían hacerle eso, ¿qué pasaría si la tocase íntimamente?
Incluso con los ojos fijos en la ventanilla del avión, podía sentirlo a su lado, como si dejase en ella una impresión imborrable...
«Cálmate y deja de pensar tonterías», se dijo a sí misma. Alex era un hombre muy sexy, seguro de sí mismo, experimentado... y besaba como un dios, pero sólo era un hombre.
–Pensé que los manglares sólo se daban en un clima tropical.
–Y así es, pero el sur de Nueva Zelanda está cubierto de ellos. Crecen en los estuarios.
–¿Y cómo llegaron aquí? Sé que las semillas flotan, pero hay un océano enorme entre Nueva Zelanda y los trópicos.
Alex sonrió.
–Hay quien dice que las semillas podrían venir de Australia, pero la última teoría es que Nueva Zelanda y Nueva Caledonia estuvieron conectadas una vez.
–Pero los manglares habrán tenido que adaptarse a un clima más frío.
–A menos que vinieran al sur durante una era más cálida y hayan ido adaptándose poco a poco.
–Fascinante –murmuró ella.
Pero no se le ocurrían más preguntas.
«¿Y ahora qué?», se preguntó.
Afortunadamente, el piloto anunció en ese momento que estaban a punto de aterrizar.
De nuevo, un coche los esperaba en la pista pero, en lugar de un hombre con traje de chaqueta, en esta ocasión su chófer era una mujer poco mayor que Serina, con vaqueros y un jersey de lana que no escondía sus admirables curvas.
–Hola, Alex –lo saludó alegremente–. ¿Qué tal el viaje?
Él se inclinó para darle un beso en la mejilla.
–Muy bien, gracias. Serina, te presento a Lindy Harcourt, que administra Haruru por mí. Lindy, te presento a la princesa Serina de Montevel.
–Serina, por favor –dijo ella, ofreciéndole su mano.
–Menos mal. No sabía si tendría que llamarte Alteza.
–Si quieres que te conteste, no lo hagas.
Lindy sonrió, mirándola con un brillo especulativo en los ojos.
–Veo que habéis traído muy poco equipaje.
Serina se preguntó si las otras mujeres que iban a visitar a Alex llevarían gran cantidad de maletas... aunque no era asunto suyo, claro.
Alex guardó la maleta en la parte trasera del Land Rover y le abrió la puerta mientras Serina se preguntaba qué clase de relación mantendría con Lindy Harcourt. La camaradería que había entre ellos parecía decir que había algo más que una simple amistad.
Y se dio cuenta entonces de que sentía una absurda punzada de celos. Pero los besos que habían compartido no le daban derecho a estar celosa, era absurdo.
Mientras Alex arrancaba, Lindy se inclinó hacia delante.
–¿Qué tal la boda de Rosie?
–Muy bien –respondió Alex.
–Y eso es todo lo que va a decir al respecto –Lindy rió–. Serina, tú tendrás que contármelo todo.
–Encantada –dijo ella–. La verdad es que nunca había visto a una pareja más feliz.
–A Rosie se le da bien ser radiante –comentó Lindy entonces.
Serina la miró, sorprendida. Era extraño que dijera eso, en ese tono y delante de Alex.
–Estaba guapísima y muy feliz. Hacen una pareja estupenda.
Eso acabaría con las conjeturas sobre si tenía el corazón roto o no. Claro que allí nadie estaría interesado en ese tipo de cotilleos.
Serina miró las manos de Alex sobre el volante, tan grandes y capaces, mientras maniobraba el Land Rover por la carretera, y lo que sintió hizo que girase la cabeza para mirar por la ventanilla. ¿Cómo podía sentir un cosquilleo entre las piernas sólo con mirar sus manos? Era indecente.
Nerviosa, se aclaró la garganta.
–¿Qué clase de árboles son ésos? –preguntó–. No esperaba colores de otoño aquí, tenía la impresión de que el clima era casi tropical.
–Temperaturas cálidas es la clasificación oficial –respondió Alex mientras giraba el volante para tomar una estrecha carretera–. Y eso significa que podemos cultivar cierto tipo de plátanos, caquis, kiwis...
–¿Te interesa la botánica, Serina? –le preguntó Lindy.
–Sí, mucho.
–La princesa escribe una columna semanal sobre jardinería.
–Entonces te encantará este sitio. El jardín es magnífico.
–Estoy deseando verlo –respondió Serina.
La estrecha carretera se convirtió en un sendero bordeado por árboles altísimos. Los árboles allí parecían crecer por todas partes, pensó.
Y Lindy tenía razón, eran magníficos.
–Ésa es una higuera de Moreton Bay, procedente de Queensland, Australia –dijo Alex–. Desgraciadamente, su fruto no es comestible.
Cuando llegaron a la puerta de la casa, Serina dejó escapar una exclamación. Era fabulosa. Alex detuvo el coche en un patio de piedra y Lindy bajó de un salto para abrirle la puerta.
–Gracias –murmuró ella, incómoda, mientras Alex sacaba las maletas y las dejaba en el suelo de gravilla.
–Gracias, Lindy. Nos vemos luego.
La joven sonrió, pero algo en su expresión hizo que Serina volviera a preguntarse por su relación con Alex.
–Muy bien, espero que disfrutes de tu estancia aquí.
Cuando se alejó, Alex la tomó del brazo.
–Bienvenida a mi casa.
–Es preciosa. Nunca había visto nada parecido.
Sus amigos vivían en casas muy elegantes, pero la de Alex era una reliquia del período colonial.
–Fue construida a finales del siglo XIX por un inglés que exportaba caballos a la India. Entonces se llevaban mucho las casas con veranda y creo que se pasó –bromeó él, inclinándose para tomar la maleta.
–Puedo llevarla yo.
–No pesa nada, no te preocupes –dijo Alex–. Lindy es la hija de mi antigua ama de llaves. Murió hace años, pero Lindy y yo crecimos juntos hasta que me enviaron al internado y, en cierto modo, es casi como mi hermana.
Estaba diciendo que Lindy no significaba nada para él, pensó Serina. Que no había ninguna relación romántica entre ellos.
Pero, a pesar de sus esfuerzos, no podía ser adulta y sofisticada sobre lo que sentía por aquel hombre.
–¿Cuántos años tenías entonces?
–Siete –Alex empezó a subir los escalones del porche y Serina subió tras él, sorprendida. Sabía que en Inglaterra era una costumbre enviar a los niños a internados, pero no sabía que los neozelandeses hicieran lo mismo.
–Cuando mi madre murió, mi padre volvió a casarse –siguió él–. Su nueva esposa no soportaba a un niño enfadado y resentido, así que me envió a un internado en cuanto le fue posible. Por eso Rosie y yo hemos tenido siempre una relación distante, sólo estábamos juntos en vacaciones.
Serina intentó imaginarlo de niño, lejos de su familia, de sus amigos, de su padre, la única constante en su vida.
–Me alegro mucho de que mis padres esperasen hasta que Doran y yo éramos adolescentes para enviarnos al colegio. Antes de eso teníamos tutores en casa.
–Yo creo que Rosie lo pasó peor.
–¿Por qué?
–Yo lo pasaba bien en el internado, pero cuando Rosie nació mi madrastra descubrió que no tenía un gran instinto maternal, ni siquiera con su propia hija. Y como mi padre era arqueólogo y apenas estaba en casa, la madre de Lindy era la única figura materna. Cuando murió, Rosie tenía ocho años.
Pobre Rosie, pensó ella.
El matrimonio de sus padres no había sido precisamente una unión feliz, pero al menos se habían portado bien con Doran y con ella.
–No tenía ni idea. En fin, al menos ahora tiene a Gerd y está claro que la adora.
–Sí, yo creo que se hacen felices el uno al otro.
El enorme vestíbulo estaba maravillosamente amueblado con antigüedades, sobre todo inglesas. Una soberbia escalera de madera labrada llevaba al segundo piso.
–Éste es tu dormitorio –dijo Alex, abriendo una puerta.
Era una habitación espaciosa, dominada por una cama enorme, con un balcón desde el que podía verse el jardín.
–Ya veo por qué me has asignado esta habitación. Quieres que lo sepa todo sobre las plantas de Nueva Zelanda.
–Mi abuela era artista –dijo Alex, señalando unas acuarelas–. Estos cuadros son suyos.
–¡Freda Matthews! –exclamó Serina al ver la firma en uno de los cuadros–. Pero si era una de las pintoras botánicas más famosas del siglo pasado...
Era absurdo pensar que aquello forjaba un lazo entre los dos, pero Serina no podía esconder su alegría.
–Murió antes de que yo naciera, así que no la conocí –Alex dejó su maleta en el suelo.
–Pero te dejó un legado magnífico.
–Sí, es cierto. A Rosie y a mí.
–Por supuesto –Serina rió, nerviosa.
–Ah, ahí está otra vez esa risa. Es contagiosa, ¿sabes?
Algo había ocurrido, un intercambio sin palabras cargado de sentido que la hizo dejar de sonreír.
Serina abrió mucho los ojos mientras él se acercaba, con el paso firme y seguro de un predador.
–Es muy sexy. Y cuando miras por encima del hombro hay algo... no sé qué es, pero me resulta irresistible.
Serina tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta. Quería dejarle claro que no estaba preparada, pero cuando miró sus ojos, tan arrogantes, tan llenos de deseo, su instintiva protección se esfumó y suspiró cuando la tomó entre sus brazos.
La besaba suavemente, casi con ternura, y Serina quería ponerse de puntillas para devolverle el beso con toda su pasión.
–¿Esto es lo que quieres, Serina?
–Tú sabes que sí –murmuró ella, incapaz de mentir, aunque una parte de su cerebro intentaba enviar señales de alarma.
Alex la apretó con fuerza contra su pecho, apoderándose de su boca en un beso tan exigente que se le doblaron las rodillas. Y entonces se olvidó de todo salvo de la reacción de su cuerpo, de aquella rendición que la hacía olvidar todos los límites.
Cuando por fin se apartó, se dio cuenta de que Alex estaba tan excitado como ella. Y, a pesar de lo tumultoso de la pasión que sentía por aquel hombre, nunca se había sentido más segura en toda su vida.
Y ése era el peligro, pensó.
–Serina... –murmuró Alex, apoyando la barbilla en su frente–. Tenemos que parar.
Serina tuvo que contener una exclamación de protesta y, como si lo entendiera, él la abrazó en silencio durante unos segundos hasta que tuvo fuerzas para apartarse.
No podía leer nada en su rostro, los fríos ojos azules escondiendo sus emociones.
–Voy a ser sincera y a preguntarte por qué –le dijo.
–Porque es casi la hora de la cena y mi ama de llaves se preguntará qué demonios estamos haciendo.
Su risa sonó casi como un sollozo.
–No creo que le importe...
–Y porque no estás preparada –siguió Alex–. Hace un año nos miramos y nos deseamos de inmediato, pero no era el momento y no sé si lo es ahora. Noto cierta reserva en ti.
No era reserva. Lo que veía era su timidez natural, el pudor de una mujer que seguía siendo virgen.
¿Debería decírselo? No, pensó.
–No he venido aquí esperando tener una...
–¿Relación? No me gusta mucho esa palabra –dijo Alex, su tono frío, casi burlón–. ¿Una aventura? No es mucho mejor. ¿Qué esperabas exactamente al venir aquí?
–No lo sé –le confesó ella.
–Pero tu respuesta a mis besos debería convencerte de que hay algo entre nosotros. Lo que decidas hacer depende de ti, pero no lo niegues, Serina. Y no te preocupes, no estás en peligro. Yo sé controlarme y estoy seguro de que tú también.
El tono irónico levantaba una barrera dolorosa cuando debería haberla hecho sentir más segura.
–La cena estará lista dentro de poco. Vendré a buscarte en veinte minutos.
Cuando se marchó, el recuerdo del beso quedó colgado en el aire, como la rosa que había guardado en su maleta. Suspirando, Serina sacó el capullo, envuelto en papel de seda. Estaba descolorido, pero cuando iba a tirarlo a la basura algo la detuvo. Sonriendo por su debilidad, volvió a guardar la ahora triste rosa.
–Una ducha –se dijo a sí misma.
¡Como si así pudiera borrar el recuerdo de sus besos! Tenía la impresión de que se quedarían con ella toda la vida. Era la primera vez que experimentaba esa pasión, una que no podía controlar.
El baño de la habitación era pequeño, pero tenía todo lo que pudiera necesitar y, de nuevo, se preguntó cuántas mujeres habrían pasado por aquella habitación. Cuántas mujeres habrían pasado por los brazos de Alex.
No era considerado un playboy pero, aparte de la señorita Antonides, la prensa lo había conectado con varias mujeres, todas bellezas y casi siempre empresarias.
Nada parecido a ella, pensó Serina, abriendo el grifo de la ducha.
Pero entonces sacudió la cabeza. Ella no tenía un título universitario, era cierto. Había tenido que olvidarse de eso cuando sus padres murieron en un accidente, dejándolos a Doran y a ella con una montaña de deudas. Había salvado lo que pudo, pero tuvo que venderlo casi todo para que Doran terminase sus estudios en un colegio carísimo. Y convertirse en la musa de Rassel le había dado dinero suficiente para pagarle la universidad a su hermano. Pero no había quedado suficiente para ella.
Por eso la obsesión de Doran con aquel juego de ordenador le parecía tan exasperante. Una vez lo regañó por perder tanto el tiempo y su hermano respondió que algún día cuidaría de ella. Y, aunque eso la emocionó, intentó convencerlo de que no iba a pasar. Eran las grandes compañías las que sacaban al mercado esos juegos tan caros, no los aficionados.
En fin, Doran lo estaba pasando de maravilla en Vanuatu, así que podía dejar de preocuparse por él. Por el momento, al menos.
Serina paseó por la habitación después de ducharse, admirando las preciosas acuarelas. La abuela de Alex tenía un gran talento, pensó. Las flores que pintaba parecían reales, casi como si pudiera tocarlas.
Entonces sonó un golpecito en la puerta y, cuando abrió, vio a Alex al otro lado. Alex, que miró sus brazos desnudos.
–Tal vez deberías ponerte una chaqueta. Por las noches refresca.
–Muy bien –murmuró ella. Mientras sacaba una pashmina de la maleta se dijo a sí misma que los besos de Alex la estaban convirtiendo en otra mujer, una mujer irritantemente sensible a sus miradas, a cualquier tono de voz. Una mujer que se encontraba suspirando cada vez que lo veía sonreír como si fuera una damisela del siglo pasado.
Ni Alex ni ella querían una copa antes de cenar, de modo que pasaron directamente al comedor. El ama de llaves, Caroline Summers, era una mujer de cuarenta años con una sonrisa agradable y una actitud competente que le gustó de inmediato.
Y era una cocinera estupenda, además. Serina disfrutó mucho de su entrante de mejillones con beicon y almendras.
–Es uno de mis platos favoritos –dijo Alex–. En la presentación del vino noté que te gustaba el pescado, así que espero que los disfrutes.
–Están riquísimos. ¿Es un plato típico del país?
–No sé de dónde ha sacado Caroline la receta. Tal vez se la ha inventado. Pregúntaselo cuando vuelva.
–Es una cocinera estupenda.
–Sí, desde luego. Cualquier día se marchará para abrir su propio restaurante, pero mientras tanto intento aprovecharme. Su marido es el capataz de la granja.
Serina siguió haciéndole preguntas mientras comían, disfrutando del sonido de su voz, de sus manos morenas en contraste con el mantel blanco, del fuego en la chimenea, del silencio del campo a su alrededor...
Descubrió que Haruru había sido una herencia de su padre, que Gerd y su hermano Kelt compartían con él un mismo bisabuelo. Y dedujo que, aunque Alex consideraba Haruru como un hogar, su empresa lo mantenía demasiado ocupado como para pasar mucho tiempo allí.
Y descubrió también que Haruru en maorí significaba «rugido».
–Hay una cascada en las colinas cuyo rugido se puede oír a mucha distancia.
–¿Cómo es posible?
Alex se encogió de hombros.
–Es tierra volcánica y seguramente la acústica es diferente.
Sí, estaba descubriendo muchas cosas sobre Alex Matthews y sobre su casa en Haruru. Pero, sobre todo, descubrió que la atracción que sentía por él era cada vez más profunda, convirtiéndose en algo oscuro y peligroso, algo que podría romperle el corazón.