Capítulo 6

ESA NOCHE, Serina durmió bien y, a la mañana siguiente, Alex le enseñó el jardín de la casa. Pero, por primera vez, no podía concentrarse en la belleza de las flores y las plantas. Su atención estaba fija en el hombre que iba a su lado.

Y se preguntó si aquello que sentía por Alex iba a hacerla olvidar el placer que siempre había encontrado en los jardines.

Aunque no podía ser amor...

«No, qué tontería».

No podía enamorarse de Alex. Él había dejado bien claro que la atracción que había entre ellos era sólo eso, una atracción física.

Fue un alivio subir al Land Rover para visitar la granja. Desde la carretera podía ver las verdes colinas y el océano Pacífico, de un azul brillante.

–Mañana iremos a la playa –dijo Alex–. Espero que hayas traído bañador.

–Sí, claro. Pero no hace falta que me hagas compañía. Mañana podría alquilar un coche para visitar los jardines que aparecen en la guía que me diste.

–¿Estás acostumbrada a conducir por la izquierda?

–Sí, no te preocupes –murmuró Serina, intentando no mirar la pendiente que llevaba hasta la casa. No quería que viera que estaba nerviosa, pero Alex debió de notarlo porque levantó el pie del acelerador.

–¿Cuándo?

–Solía visitar a Doran cuando estaba estudiando en Inglaterra. Y cuando nuestra niñera estaba enferma solía ir a Somerset a verla.

Y en otras ocasiones, cuando estaba viendo jardines y entrevistando a sus propietarios.

–Así que tienes experiencia en ambos lados de la carretera.

–Y soy una conductora muy cautelosa.

–No hace falta que alquiles un coche, yo puedo llevarte.

–No puedo pedirte que hagas eso...

–Tú no me lo has pedido, lo he sugerido yo –Alex dio un volantazo cuando un pájaro saltó repentinamente frente al Land Rover–. Por cierto, nunca intentes evitar a un animal. Probablemente muere más gente intentando hacer eso que golpeando algo en la carretera.

–Pero es un instinto humano no matar a un pobre animal.

–Sí, lo es, pero hay que controlarse. Y tú sabes controlarte a ti misma.

Serina se puso colorada. Salvo cuando él la tocaba...

–A menos que se trate de una persona, e incluso entonces, debes calcular las consecuencias.

–Espero no tener que hacerlo nunca –murmuró ella–. Pero en serio, no tienes que llevarme a ningún sitio, imagino que tendrás muchas cosas que hacer. Compraré un mapa y te aseguro que no me perderé.

–No te preocupes, tengo tiempo libre –cuando Serina iba a protestar de nuevo, Alex hizo un gesto–. Yo conozco a la gente de por aquí. Muchos tienen jardines, pero la mayoría no están abiertos al público.

–Muy bien, como quieras –asintió ella, secretamente encantada–. Por cierto, a veces hablas como mi padre.

–Pero yo no me siento como tu padre. Ni como tu hermano.

Serina miró sus manos sobre el volante, con el corazón latiendo a toda velocidad. Alex Matthews era un empresario, un ejecutivo, pero sus manos eran fuertes y competentes. Y cuando las imaginó sobre su piel sintió un calor que nacía de dentro.

Poco después, él detuvo el Land Rover frente a un rebaño de ovejas y Serina vio a una de ellas tumbada en el suelo, una de sus patas patéticamente estirada.

–¿Son tuyas?

–Sí, son de mi granja.

–¿Y qué le pasa a esa pobrecita?

–Le pesa mucho la lana y no puede levantarse. Se moriría si la dejásemos así –Alex saltó la cerca–. Quédate aquí, yo me encargo de ella.

Pero Serina saltó la cerca tras él. El resto del rebaño se alejó al verlos llegar, pero se detuvieron a cierta distancia mirando a los dos intrusos con curiosidad.

La pobre oveja empezó a balar como protesta cuando Alex se inclinó a su lado y Serina vio que, casi como si no representara esfuerzo alguno, levantaba al animal. La oveja jadeaba por el esfuerzo, pero parecía capaz de mantenerse sobre las patas... no, el pobre animal trastabilló bajo el peso de la lana y Alex tuvo que sujetarla de nuevo.

–Si la sujetamos entre los dos durante unos minutos, a lo mejor recupera el equilibrio –sugirió Serina.

–Probablemente, pero te ensuciarías las manos.

–Por favor... que no soy una delicada princesita –bromeó ella.

Riendo, Alex asintió con la cabeza.

–En ese caso, agradecería mucho tu ayuda. Hay que esquilarlas mañana y, si podemos sujetarla un rato, todo saldrá bien.

Era algo curiosamente íntimo estar sujetando al pobre animal y Serina tuvo que disimular una sonrisa al preguntarse cuántas de las mujeres que habían pasado por la granja se habrían acercado tanto a una oveja.

Con una camisa de cuadros con las mangas subidas hasta el codo, mostrando unos antebrazos fuertes y morenos, y unos pantalones de pana que destacaban sus poderosos muslos, Alex le sacaba varios centímetros.

Acostumbrada a mirar a la mayoría de los hombres a los ojos debido a su estatura, Serina se sentía extrañamente protegida estando con él.

Pero el silencio estaba cargado de tensión y tenía que romperla de alguna forma...

–Yo pensaba que los granjeros en Nueva Zelanda siempre iban con un montón de perros.

–Normalmente uno o dos. Pero yo no soy granjero, soy empresario. No tengo perro porque no paso mucho tiempo aquí y los perros necesitan compañía para sentirse felices. Lamentablemente, trabajo demasiado.

–¿Es por eso por lo que no te has casado?

–No, cuando... si me caso organizaré mi vida de otra manera. ¿Por qué sigues tú soltera?

–Aún tengo tiempo –dijo Serina.

–Desde luego que sí –Alex sonrió, la clase de sonrisa que debería haberla hecho salir corriendo y que, sin embargo, la excitó de nuevo.

Aquella atracción era algo mutuo, evidentemente, y ella había decidido dejar que ocurriera lo que tuviese que ocurrir.

Entonces, ¿por qué no estaba flirteando con él, haciéndole saber de alguna forma sutil que estaba dispuesta a...?

¿Estaba dispuesta a qué?

Serina se dio cuenta entonces de que deseaba algo más sólido y duradero que un simple flirteo. Quería que la conquistase, como una doncella victoriana con la cabeza llena de sueños absurdos.

Pero en su mundo la gente respondía a una atracción lanzándose a una aventura. A veces se casaban, pero cuando la pasión se terminaba a menudo rompían para volver a empezar el proceso con otra persona.

El amor era una aberración temporal y el matrimonio una alianza hecha por razones prácticas.

Salvo algunas excepciones, como en el caso de Rosie y Gerd, claro. Pero, aunque les deseaba toda la felicidad del mundo, no podía dejar de preguntarse cuánto tiempo duraría.

Cuando levantó la cabeza Alex estaba mirándola y algo en su expresión hizo que su corazón se volviera loco.

–¿Qué ocurre? ¿Por qué me miras así?

–Estaba admirando cómo el sol le da reflejos azules a tu pelo. Pero buscaré un sombrero para ti cuando lleguemos a casa, el sol aquí puede quemar incluso en invierno.

–Gracias.

–Y sería un crimen quemar esa piel tan delicada –tomándola por sorpresa, Alex se inclinó un poco para darle un beso en la nariz.

Serina contuvo el aliento. De repente, el sol le parecía más radiante, los colores más vívidos, el canto de los pájaros más musical. Incluso experimentó una ola de calor.

Hasta que Alex dijo:

–Bueno, vamos a ver si esta chica puede sujetarse hasta mañana. Suéltala y da un paso atrás.

Un poco decepcionada, Serina obedeció.

La oveja pareció trastabillar de nuevo, pero cuando Alex puso una mano sobre su lomo el animal permaneció de pie. Unos segundos después, inclinó la cabeza, y olvidándose por completo de ellos, se puso a pastar tranquilamente.

–¿Qué pasará si vuelve a caerse?

–Le diré al marido de Caroline que eche un vistazo hasta mañana.

Alex tomó su mano y la ayudó a saltar la cerca, un gesto que le pareció extrañamente íntimo. Y antes de subir al Land Rover la tomó por la cintura, mirándola a los ojos.

En silencio, preguntándose qué hacían otras mujeres para demostrar que estaban dispuestas a tener una aventura, Serina apoyó la cara en la columna de su cuello, poniendo los labios sobre la piel masculina.

Alex se puso tenso, pero no se apartó.

–¿Estás segura?

–Estoy segura –murmuró ella. Pero su voz había sonado tan débil que, para que no hubiese dudas, levantó la cabeza para mirarlo–. ¿Cuántas veces vas a preguntarme si estoy segura?

–Hasta que yo esté seguro.

Se le encogió el estómago, pero era demasiado tarde para pensárselo mejor porque Alex estaba inclinando la cabeza.

Y el beso fue todo lo que había ansiado secretamente. Era como si estuvieran sellando un pacto.

Alex deslizó el brazo con el que sujetaba su cintura para presionar sus caderas contra él. Su fiera respuesta a la erótica presión la hizo suspirar y él se aprovechó inmediatamente, sus besos llevándola a un mundo desconocido donde reinaban los sentidos.

Abandonándose al deseo, se apretó contra su pecho, una parte desconocida de ella disfrutando al perderse en aquel mundo sensual y desconocido.

Fue una sorpresa cuando lo oyó decir, con voz ronca de pasión:

–Viene alguien.

Era cierto, un coche se acercaba por el camino.

–¿Quién es?

–Lindy.

Serina se dio cuenta de que no había estado equivocada. Con la intuición de una mujer en una situación equívoca, había sabido que Lindy deseaba a Alex. Podrían haber sido criados como hermanos, pero no era así como lo veía Lindy.

Intentó sentir pena por ella, pero cuando una vieja camioneta se detuvo a su lado tuvo una especie de premonición. Y no de las buenas.

–¿Se puede saber qué estáis haciendo?

–Una de las ovejas se había caído. La hemos levantado, pero sigue muy floja.

–Ah, pobre Serina –dijo Lindy, riendo–. Menuda presentación. Las apestosas ovejas no son muy románticas, ¿verdad? Bueno, da igual, dile a Alex que te invite a cenar.

Después de despedirse con la mano, volvió a arrancar, dejando tras ella una nube de piedrecillas.

–¿Te gustaría ir a cenar a algún sitio?

–No sé si sería buena idea. Aunque anoche dormí muy bien, ahora mismo estoy agotada.

–Entonces cenaremos tranquilamente en casa y ya veremos cómo te sientes mañana –murmuró Alex, con un brillo burlón en los ojos.

La llegada de la otra mujer había ensombrecido la tarde para Serina, pero tenía que disimular.

–Me gustaría hacer unas fotografías en tu jardín, si no te importa –le dijo cuando llegaron a casa.

–La verdad es que prefiero que no hables de mi jardín en tu columna.

–Lo sé y no lo haré, no te preocupes. Sólo quiero hacer unas fotografías para mí.

–¿Siempre haces tú las fotografías? ¿No hay un fotógrafo en la revista?

–Al principio las hacía otra persona, pero ahora las hago yo –contestó ella–. Cuando trabajaba para Rassel conocí a muchos fotógrafos famosos y empecé a probar por mi cuenta. Y tuve suerte porque uno de ellos se interesó por mi trabajo. Era un poco cruel, pero aprendí mucho.

Alex asintió con la cabeza.

–Yo tengo que hacer unas llamadas, así que estaré ocupado durante un par de horas. Disfruta del jardín.

Nerviosa, Serina subió a su habitación para buscar la cámara, sin dejar de pensar en aquel beso.

Alex la besaba como un amante, pensó, cerrando los ojos un momento.

Pero no era su amante. Si existía, el amor verdadero sólo podía nacer cuando uno conocía íntimamente a la persona que amaba, cuando confiaba en ella y sabía que no iba a decepcionarla.

Como Rosie y Gerd, que se conocían desde niños mientras Alex y ella sólo se habían visto en un par de ocasiones antes de embarcarse en aquel absurdo viaje.

Sin embargo, había sentido una atracción inmediata y, aparentemente, Alex también. Y había confiado lo suficiente como para ir a Nueva Zelanda con él.

Pero su reacción cuando le preguntó si podía hacer fotografías en su jardín era tan extraña...

Estaba claro que no confiaba en ella. ¿Y por qué no quería que hablase de su jardín en la revista?

Era una tontería sentirse herida, pero no podía evitarlo.

Lo único que sentía por él, lo único que podía sentir, era un loco e irrefrenable deseo. Sólo con pensar en Alex su cuerpo despertaba a la vida como si estuviera cargado de electricidad y cuando estaba con él... bueno, cuando estaba con él perdía la cabeza.

Deseo, se dijo a sí misma. No amor.

–Olvídate de Alex –dijo entonces, asustando a un pajarillo que se posó sobre una rama, mirándola con sus ojillos negros y regañándola con sus furiosos trinos. Riendo, Serina levantó la cámara y le hizo una fotografía.

Pero, aunque intentaba concentrarse en lo que hacía, no dejaba de pensar en cómo la había abrazado Alex...

No, antes, cuando tomó su mano para saltar la cerca. No sabía por qué, pero que hubiera apretado su mano satisfacía un anhelo que no reconocía...

¿De qué?

¿De romance?

Suspirando, volvió al interior de la casa para inspeccionar las fotografías en el ordenador. Algunas habían salido realmente bien, tan bien que envió un par de ellas a su editora como ejemplo.

Después, miró en el armario para decidir lo que iba a ponerse para la cena y eligió un vestido negro. La discreción personificada, pensó irónicamente, elegante y sencillo, aunque destacaba su piel y el brillo de sus ojos.

Además, no serviría de nada desear haber llevado algo más atrevido o llamativo, algo que destacase el cambio que se había operado en ella.

Haciendo una mueca frente al espejo, Serina se sujetó el pelo con un prendedor. Seguramente Alex no se pondría nada demasiado especial para una cena en casa, pero la verdad era que no tenía ni idea de cómo vestían los neozelandeses en tales ocasiones.

La noche anterior había llevado un sencillo pantalón y una blusa y fue un alivio ver que Alex también llevaba un atuendo informal. Además, era una tontería pensar que algo había cambiado por un simple beso.

Sentía mariposas en el estómago mientras salía de la habitación, pero el revoloteo se convirtió en un tornado cuando se encontró con Alex en el piso de abajo. Afortunadamente, llevaba una camisa de lino y un pantalón bien cortado, pero sin corbata o chaqueta.

–Dime una cosa, ¿es una cuestión de entrenamiento o sabes por instinto lo que debes ponerte para cada ocasión?

–Ah, qué cumplido tan bonito.

Riendo, Alex abrió la puerta del comedor.

–Ésa no es una respuesta.

–Es que no tengo una repuesta. Elijo lo que me parece apropiado para cada ocasión, sencillamente.

–Y esta noche has decido ser elegante y chic.

–¿Por qué siempre tengo la impresión de que estás poniéndome a prueba? –le preguntó Serina entonces.

Alex ya sabía que no era la princesa superficial y frívola que había creído, pero le sorprendió que dejase a un lado su natural reserva para hacer una pregunta tan directa.

–Tienes una imaginación muy activa. Y me gusta ver que te pones colorada, es una reacción encantadora.

¿Cuántos hombres habrían provocado esa reacción? ¿El fotógrafo que había sido cruel pero útil? Ese pensamiento lo enfureció por alguna razón desconocida.

–¿Qué quieres tomar?

–Una copa de vino, por favor.

Alex, sin embargo, abrió una botella de champán.

–Es de la bahía Hawkes, una zona vitivinícola muy conocida. Como los de Aura y Flint, la mayoría de los viñedos de Northland producen vino tinto, pero este champán es de muy buena calidad.

Serina tomó un sorbo y asintió con la cabeza.

Alex observó sus labios envolviendo el borde de la copa y sintió una reacción inmediata en la entrepierna. Cínicamente, pensó que para ser alguien que nunca había dado ningún escándalo, Serina de Montevel conocía todos los trucos.

Y besaba como una hurí. Había aprendido eso de algún hombre... o de varios. Aunque su princesa era muy discreta.

Pero no era su princesa, pensó, molesto consigo mismo.

Serina dejó la copa sobre la mesa y lo miró a los ojos.

–Por cierto, tengo que hacerte una confesión. He hecho unas fotografías en tu jardín y se las he enviado a mi editora como un ejemplo, para que vea las flores que se dan en esta zona del mundo. Pero le he dejado claro que no eran para publicación.

–Espero que así sea –dijo él.

–Sabe que no son para publicar –repitió Serina, tomando otro sorbo de champán. Y Alex notó que lo paladeaba como si fuera una experta.

Perfectamente entrenada, pensó. Y luego se preguntó por qué, si lo único que quería era besarla, seguía buscándole defectos. Era ridículo.

Pero sólo con mirarla se volvía loco y no podía dejar que aquel deseo tan inusual lo hiciera olvidar su sentido común.

Una hora antes había hablado con Gerd y había descubierto que, aunque Doran parecía feliz explorando los arrecifes de Vanuatu, sus amigos habían aparecido en uno de los pueblos de la costa, en la región fronteriza entre Carathia y Montevel.

Supuestamente, de vacaciones.

¿La princesa Serina había tomado la sorprendente decisión de ir con él a Nueva Zelanda para que no la relacionasen con el intento de golpe de Estado? Tenía razones para creer que su hermano había ido a Vanuatu por esa razón.

Gerd le había contado que el agente infiltrado en el grupo se había visto obligado a desaparecer a toda prisa después de levantar sospechas. A partir de aquel momento, tendrían que trabajar asumiendo que el grupo conocía la existencia de un espía...

¿Qué sabría Serina de todo aquello?, se preguntó. Había usado el correo electrónico para enviar las fotografías a su editora. ¿Se habría puesto en contacto con Doran también?

Entonces miró su rostro, sereno, hermoso y tentador.

Su explicación sobre las actividades de Doran era casi creíble, pero no había sido lo bastante persuasiva como para convencerlo del todo. Según el infiltrado, había muchas posibilidades de que supiera lo que Doran y sus compinches estaban tramando.

Con el espía desaparecido, el servicio de inteligencia de Gerd no tenía manera de saber más sobre el asunto pero, por lo que habían descubierto, el grupo estaba a punto de dar el primer paso.

Tal vez era el momento de descubrir si Serina estaba dispuesta a sacrificarse para la causa.

Se perderían vidas si el grupo seguía adelante y, aunque no tenía la menor simpatía por los que creían que el fin justificaba los medios, Alex sospechaba que en aquella ocasión podría estar justificado.

Además, aunque Serina parecía tímida, no era una ingenua y no esperaría que una aventura llevase al matrimonio. Su padre, un notorio libertino, le habría enseñado que tales aventuras sólo eran algo transitorio.

Y él no estaría fingiendo, en cualquier caso. Desde que la conoció, la princesa Serina le había parecido muy atractiva y le gustaba estar con ella.

Muchas relaciones satisfactorias, pensó cínicamente, habían empezado con menos que eso.