RECELOSA y desconcertada por el silencio de Alex, Serina tomó otro sorbo de champán.
–¿Qué te parece si hablo con algunos de los vecinos para pedirles que te dejen fotografiar sus jardines? Incluso podría ir contigo.
Ella vaciló, aunque no sabía por qué. Era una sugerencia muy lógica, pero algo le pedía que tuviese cuidado, que mantuviera su independencia. Pasar largas horas en el coche con Alex podría debilitar mucho más su resistencia...
¿Qué resistencia?, se preguntó entonces. Se había rendido en sus brazos por completo esa tarde.
¿Qué habría pasado si Lindy no hubiera aparecido?
Nada, se dijo a sí misma. Alex era un hombre sofisticado y no podía imaginarlo haciendo el amor en un Land Rover o sobre la hierba, delante de las ovejas.
Esa idea debería haberla hecho sonreír, pero de repente sintió un calor extraño.
–Sí, muy bien. Gracias por ser tan considerado.
–Será un placer –dijo él, con un brillo burlón en los ojos–. ¿Te gusta el champán?
–Sí, es delicioso.
–¿Sabes mucho de champán?
–Mi padre era un gran conocedor e hizo lo posible para que Doran y yo lo fuésemos también.
La bodega de su padre y las joyas de su madre habían ayudado a pagar las deudas. Pero vender la casa, con su magnífico jardín, no había sido suficiente. Lo único que había podido salvar era la tiara de su madre, falsa descubrió después, y el telescopio de su padre.
–Eso había oído –dijo Alex.
Serina se preguntó entonces qué más cosas sabría sobre su padre. ¿Sabría también que había sido un famoso mujeriego?
–Y, por supuesto, a cualquiera que le guste el vino sabe que Nueva Zelanda produce un vino nuevo muy interesante y que ha ganado muchos trofeos.
Siguieron charlando y, aunque lo estaba pasando bien, cada mirada de esos ojos azules estaba cargada de una potente sensualidad. Concentrado en ella, intenso, Alex despertaba sus sentidos, haciendo que notase el timbre ronco de su voz, la gracia masculina de sus movimientos...
Después de la cena tomaron café en la biblioteca y Serina se dio cuenta de que estaba flirteando con él. No con su comportamiento, sino con ciertas miradas, gestos que le salían de forma natural pero que no eran suyos.
«Ya está bien», se dijo a sí misma después de una pausa que había durado más de lo necesario. Si seguía así, acabaría pidiéndole que volviera a besarla.
O que la llevase a su cama.
Pero tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para levantarse del sofá de piel, frente a la chimenea.
–Sospecho que aún no me he librado del jet lag. Sé que debería permanecer despierta, pero si no me voy a la cama, me voy a quedar dormida aquí mismo.
Alex se levantó también y el renovado impacto de su estatura fue un estímulo más potente que el champán.
Temiendo que se diera cuenta de esa mezcla de deseo, anhelo y miedo, Serina mantuvo la mirada fija en la arrogante mandíbula masculina.
–Gracias por la cena, ha sido estupenda. Y la charla aún mejor.
Pero cuando iba a darse la vuelta, una mano en su hombro la detuvo. Con el corazón acelerado, abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla para mirarlo a los ojos.
Y en los ojos de Alex había un reto que la hizo temblar.
–Dime lo que quieres –dijo él.
Serina tragó saliva, atónita por la confianza que tenía en un hombre al que apenas conocía.
–Tú lo sabes –murmuró, en un tono que nunca antes había usado.
Alex llevó aire a sus pulmones y, sin darse cuenta, Serina dio un paso adelante para echarse en sus brazos.
–Mírame –dijo él entonces.
Serina obedeció, abandonando toda cautela cuando vio su mirada cargada de deseo.
Era demasiado pronto para rendirse, pensó vagamente, pero cuando su boca se apoderó de la suya dejó de pensar, cediendo ante el puro y carnal instinto que tiraba las barreras de su voluntad para dejar que su cuerpo disfrutase de lo que deseaba, de lo que había deseado tan desesperadamente después del primer beso.
No, incluso antes de eso, aunque no lo había admitido hasta aquel momento. Desde que se conocieron un año antes, Alex Matthews había despertado un ansia desconocida que esos meses de separación sólo habían aumentado.
Los labios de Alex abrieron los suyos, persuasivos. Temblando deliciosamente ante la silenciosa invitación, Serina aceptó y, al sentir la invasión de su lengua, se movió contra él, su cuerpo exigiendo la satisfacción que aún no había experimentado nunca.
Alex la envolvió en sus brazos, poniéndola en íntimo contacto con su cuerpo. Sentía como si se hubiera desatado un incendio en su interior; un incendio que convertía en cenizas todas las convicciones que la habían mantenido virgen hasta ese momento.
Él levantó la cabeza y Serina suspiró mientras, sin pensar, mordía suavemente su cuello.
–Serina...
La manera en que pronunciaba su nombre, con una voz cargada de pasión, era más maravillosa que la música más exquisita. Dejándose llevar por el instinto, besó la piel que había mordido, inhalando el suave aroma que era sólo suyo.
–Alex –murmuró. Y luego dijo, en el idioma de sus antepasados–. Tu beso me ha robado el alma...
–¿Qué estás diciendo?
Serina abrió los ojos entonces, sorprendida. No se había dado cuenta de que no hablaba en su idioma.
–Es de una vieja canción de mi país. Mi niñera me la enseñó...
Si aquello era lo que hacía el deseo, romper las barreras de tu mente para que escaparan todos tus secretos, resultaba aterrador.
Y el amor tenía que ser aún peor, una revelación total. ¿Cómo podía nadie soportarlo?
Cerrando los ojos, Serina tragó saliva.
–Tradúcemelo –dijo él.
Desde que tuvo edad suficiente para entender la pasión que encerraban esas simples palabras se negaba a creer que nadie pudiera sentirse tan desesperadamente enamorado. Y ahora que sabía que ella misma podía sentirse así, sus labios parecían sellados.
–Muy bien, no quieres decírmelo, de acuerdo. Pero puedes dejar de esconderte.
Ella intentó sonreír, pero apenas le salió una mueca.
–No es nada importante. Si le quitas la música, se convierte en la misma tontería sentimental de las canciones pop. ¡Y yo no pienso ponerme a cantar!
Alex rió.
–Parece que sólo los poetas pueden hacerle justicia a nuestras más profundas emociones. Pero sea lo que sea lo que decía esa canción tuya, el sentimiento es mutuo.
Y, de nuevo, la besó. Sus besos anteriores la habían llevado a un sitio desconocido en el que no podía aplicar las reglas por las que había vivido toda su vida. Aquél era tan francamente carnal que hizo que le diese vueltas la cabeza.
Prisionera de un peligroso deseo, se derritió contra su pecho, sintiendo que contenía el aliento. No sabía lo que sentía por ella, pero estaba claro que tampoco él podía esconder su deseo.
Cuando levantó la cabeza pensó que iba a parar, pero Alex empezó a besar su garganta y cuando encontró el vulnerable hueco en la base y lo besó, Serina empezó a temblar.
Se le doblaban las rodillas ante las sensaciones urgentes y salvajes mientras mordisqueaba su cuello, haciéndola suspirar. Y, en su corazón, supo entonces que había nacido para esas caricias.
Para aquel hombre...
Y eso la asustó de tal modo que no podía respirar.
Alex levantó la cabeza y, mirándola a los ojos, levantó una mano para acariciar sus pechos.
El deseo que sintió entonces, salvaje y febril, era tan nuevo que bajó las pestañas para esconderse de su mirada.
Pero él le ordenó:
–Mírame.
–No, no puedo...
–Sí puedes, Serina.
–Alex –murmuró ella, incapaz de decir nada más, agarrándose a su nombre como a un salvavidas en un mar turbulento.
Y entonces él inclinó la cabeza de nuevo y buscó sus labios.
El beso era urgente y poderoso. Por dentro se sentía ardiendo, su cuerpo preparándose para el mayor de los asaltos. Y cuando puso una mano en sus caderas para apretarla contra él, supo que, si no seguía los dictados de su corazón, lo lamentaría siempre. Daba igual lo que pasara, deseaba aquello, deseaba a Alex con una desesperación que hacía imposible rechazarlo.
Dejó de respirar al notar que rozaba uno de sus pezones con un dedo, haciendo círculos sobre él, enviando dardos ardientes por todo su cuerpo.
Pero necesitaba algo... algo más. Sin darse cuenta, arqueó la espalda, presionando la curva de sus pechos contra su mano.
Sonriendo, Alex repitió el movimiento y el impacto le llegó hasta la planta de los pies, pero no se apartó. Siguió apretándose contra su mano, respirando con dificultad mientras él la atormentaba rozando la sensible piel con el dedo.
Olas de placer parecían crecer dentro de ella, pero empujándolas había una emoción más perdurable que el deseo. De alguna forma, sin darse cuenta, se había enamorado de Alex.
Sabiendo que ese amor no era correspondido.
Serina pensó que debería tener miedo, que debería sentir algo extraño además de aquella sensualidad que le dio valor para abrir los ojos cuando el beso terminó.
Los de Alex brillaban como zafiros en sus bronceadas facciones y su pulso se aceleró al ver en sus labios la evidencia de la fiera respuesta a sus besos.
Sin darse cuenta, estaba acariciando su espalda y siguió hacia abajo, tocándolo como no había tocado nunca a ningún hombre.
–¿Estás segura? –repitió él.
–Muy segura –contestó Serina. ¿Podía ésa ser su voz, vibrante de promesas?
¿Y no debería decirle que todo aquello era nuevo para ella?
Sería lo más justo.
–Yo nunca... –empezó a decir, pasándose la lengua por los labios–. Yo no...
–¿No tomas la píldora? –la interrumpió Alex–. No te preocupes por eso, yo tengo preservativos.
Era lógico que tuviera preservativos, pensó ella. Seguramente habría hecho el amor con muchas mujeres en esa casa.
–¿Necesitas tiempo para prepararte?
Serina levantó las cejas.
–¿Como si fuera una novia victoriana? –le preguntó.
Y después de hacerlo se preguntó a sí misma por qué había usado esa expresión. Aunque era así como se sentía: asustada, un poco avergonzada y, sin embargo, ansiosa, anhelando lo que iba a pasar.
Pero aún no le había dicho que no tenía ninguna experiencia.
Abrió la boca para hacerlo, pero él la detuvo con un beso y Serina olvidó lo que iba a decir, se olvidó de todo salvo del deseo elemental de hacer el amor con aquel hombre.
–No creo que seas una novia victoriana –dijo luego–. Iremos a tu dormitorio, si te parece –añadió, tomándola en brazos.
–Oye, que peso mucho.
–No, eres muy alta, pero no pesas nada.
Apretada contra su corazón, Serina se sintió más segura que nunca en toda su vida.
Alex la dejó en el suelo cuando llegaron a la puerta de la habitación para empujar el picaporte. Había una lamparita encendida y Serina le hizo un gesto para que entrase.
–Bienvenido –le dijo con voz ronca.
Y luego se sintió como una tonta. Al fin y al cabo, aquélla era su casa.
–Gracias –Alex sonrió–. Vuelvo enseguida.
Ah, claro, el preservativo.
¿Por qué no había elegido su propia habitación para hacer el amor?, se preguntó mientras cerraba la puerta. Tal vez no le gustaba compartirla con nadie...
Ella no sabía cómo comportarse, probablemente por primera vez en su vida, y allí no estaban ni su madre ni su gobernanta para decirle lo que debía hacer.
Era ella y el hombre del que estaba enamorada, el hombre al que deseaba con todo su corazón y con todas las importunas células de su cuerpo.
Un golpecito en la puerta la sobresaltó pero abrió enseguida, intentando calmarse.
–Hola –dijo Alex.
–Hola –murmuró ella, mirando fijamente su torso mientras buscaba algo que decir–. Cuando era pequeña, mi niñera siempre dejaba la luz encendida para que no estuviera a oscuras.
–¿Tenías pesadillas?
–Sí, las tenía. Y me temo que sigo teniendo que dejar una lucecita encendida.
–¿Por qué miras fijamente los botones de mi camisa?
Esa pregunta hizo que levantara la cabeza.
–No lo sé...
Alex tomó su mano para ponerla sobre su pecho y Serina notó los fuertes latidos de su corazón.
–Tal vez te gustaría desabrocharlos –sugirió, burlón.
Serina aceptó el reto y, sintiéndose atrevida después de desabrochar los primeros botones, empezó a acariciar su torso. Su piel era tersa y el vello que cubría su torso, muy suave. Disfrutaba tanto de la novedad de explorarlo que, valientemente, desabrochó el resto de los botones y tiró de la camisa para quitársela.
El único adjetivo que se le ocurría era «magnífico». La luz de la lamparita brillaba sobre una piel morena, perfecta. A su lado se sentía pequeña y delicada, incluso frágil. No podía hablar, no podía pensar y le temblaban las manos.
–No tengas miedo.
–No lo tengo. Es que estoy... abrumada.
Alex besó su hombro.
–Entonces, ahora me toca a mí sentirme abrumado.
Desabrochó la cremallera del vestido y el sujetador casi sin que ella se diera cuenta, mostrando lo familiares que le resultaban las prendas femeninas.
Serina se refugió en el silencio cuando el vestido se deslizó por sus hombros, dejándola con el sujetador y las braguitas negras de encaje y las medias de seda.
–Eres tan... increíble, peligrosamente bella –dijo él, con voz ronca, mirando las medias negras y los zapatos de tacón–. Pero tal vez estarías más cómoda si te quitaras los zapatos.
Fue fácil quitárselos, pero Serina dejó escapar un gemido cuando Alex clavó una rodilla en el suelo para quitarle las medias, sus manos deslizándose desde la pantorrilla hasta el muslo, haciéndola temblar.
Alex esbozó una sonrisa tensa, casi salvaje, que le provocó un escalofrío.
Se incorporó luego para darse la vuelta y, sin decir nada, Serina lo vio apartar el embozo de la cama. Insegura, pero sabiendo que había llegado a un sitio en el que quería estar, lo miró a los ojos intentando disimular su ansiedad.
Él parecía entender su timidez porque la tomó entre sus brazos, escudándola de su mirada con su propio cuerpo. E inclinó la cabeza, pero esta vez sus labios buscaron la curva de sus pechos.
Serina contuvo el aliento, pero cuando apartó el sujetador desabrochado intentó cubrirse con las manos...
–Eso sería un crimen –dijo él.
Ella intentó sonreír.
–Lo siento, es una reacción espontánea.
–Un crimen –repitió Alex, con voz ronca–. Como tapar la Venus de Milo con un saco.
Después, la tomó en brazos para depositarla suavemente en la cama. Serina tuvo que hacer un esfuerzo para no taparse con la sábana cuando la miró, sus ojos ardiendo.
Sin embargo, a pesar de la vergüenza, el calor de su mirada la excitaba.
–Empiezo a sospechar que eres muy tímida –intentó bromear Alex mientras, sin la menor vergüenza, se quitaba el resto de la ropa.
Ella quería cerrar los ojos, pero no lo hizo porque quería, porque necesitaba verlo sin ropa.
Desnudo era un guerrero, pensó. Grande, fuerte y decidido, algo en sus ojos, en sus facciones, en el poder de su cuerpo, la hacía pensar en un hombre primitivo.
–Me siento como un botín.
–Yo no soy un pirata.
–Lo sé –Serina alargó los brazos para acariciarlo–. Y no tengo miedo.
Creía saber lo que era hacer el amor. Al fin y al cabo había leído sobre ello, lo había visto en el cine y en televisión...
Pero nada la había preparado para las caricias de Alex quien, con expresión absorta, inclinó la cabeza para besar sus pechos. Un gemido escapó de su garganta cuando cerró los labios alrededor de una rosada aureola y, obedeciendo un impulso tan antiguo como el tiempo, se arqueó instintivamente hacia él, su cuerpo tenso como un arco, mientras lo envolvía en sus brazos.
Cerrando los ojos, se rindió completamente.
Alex la llevó en una jornada ardiente de los sentidos: el tacto, el gusto, el erótico aroma de sus cuerpos unidos, sus manos oscuras en contraste con su pálida piel, el sonido de sus jadeos...
Las sensaciones aumentaban con una ferocidad que la hacía jadear. Cada músculo, cada tendón tenso, buscaba una satisfacción desconocida. Cuando encontró el hueco de su ombligo con la lengua, Serina gimió, arqueándose hacia él.
–Ah, te gusta –murmuró Alex, deslizando una mano por sus caderas hasta ponerla sobre su monte de Venus.
De nuevo, su reacción fue instintiva, apretándose contra los dedos masculinos, exigiendo algo... algo...
–¿Esto es lo que quieres? –murmuró él, introduciendo un dedo en su interior.
Serina gimió de nuevo, el placer envolviéndola y llevándola a un sitio extraño que la enloqueció por un momento, dejándola saciada y totalmente relajada después.
Los brazos de Alex eran lo único que necesitaba para sentirse segura. Y él la sujetó hasta que su respiración volvió a la normalidad. Pero entonces saltó de la cama.
Sorprendida, Serina abrió los ojos, cerrándolos de nuevo al ver que sacaba algo del bolsillo del pantalón.
Se sentía avariciosa ahora, quería más. Quería experimentar su posesión, tenerlo dentro de ella y darle todo lo que tenía, todo lo que era.
El colchón se hundió levemente bajo su peso y Serina se echó en sus brazos con una confianza que ahuyentaba todos sus miedos. Y cuando Alex la besó respondió con ardor. Esa nueva confianza la convenció para que hiciera sus propios descubrimientos, pasando la mano por su torso y llegando hasta el estómago plano.
Pero cuando llegó demasiado cerca, él dijo:
–No, espera. A menos que te contentes con lo que ha habido hasta ahora... sólo soy humano.
Serina apartó la mano, pero Alex la sostuvo apretándola contra su corazón.
–La próxima vez puedes hacerme lo que quieras, pero ahora mismo sería el final.
–Y no queremos eso –dijo ella con voz ronca.
–No –asintió Alex, colocándose encima.
Mirándola a los ojos, se movió un poco y, de repente, entró en ella.
La invasión hizo que Serina se pusiera tensa por un momento, pero cuando vio que arrugaba el ceño se dio cuenta de que iba a apartarse...
–No –murmuró, agarrándose a sus hombros, relajando unos músculos interiores que no sabía que existieran.
Alex volvió a intentarlo y, al no encontrar resistencia, empujó con fuerza, cada embestida llevándola al éxtasis...
Y cuando llegó, un sollozo escapó de su garganta. Pero esta vez el placer era tan vehemente, tan abrumador, que se sintió perdida.
Sólo entonces Alex se dejó llevar por su propio deseo y Serina lo vio echar la cabeza hacia atrás, los tendones de su cuello marcados. Había perdido el control y se rendía al placer, el mismo que aún sacudía su cuerpo.
Pero entonces todo terminó y Alex intentó apartarse.
–No, aún no –dijo Serina.
–No quiero aplastarte.
–No –repitió ella, abrazándolo.
Alex la miró, sonriendo.
Más feliz que nunca en toda su vida, pero sabiendo que esa felicidad era frágil y temporal, Serina disfrutó entre sus brazos hasta que se le cerraron los ojos.
–Duerme –murmuró Alex, tumbándose de lado y llevándola con él.
Con la cabeza apoyada sobre su hombro, Serina lo miró por última vez antes de cerrar los ojos y dejar que el sueño se la llevase.